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thorstenmeyer
Mensajes: 140
Fecha de ingreso: 1 de Febrero de 2009

2014: Mayo Temático

8 de Enero de 2014 a las 9:22
Buenas. Abro este hilo para comunicar que la editorial que se ha atrevido a publicar uno de mis libros va a realizar en el mes de mayo una antología dedicada a la violencia de género, algo, por desgracia, bastante presente en nuestra sociedad. Aparte de dejar el aviso hecho (si alguien quiere más información, que me avise, y le informo de cuando vaya a ser el evento), me gustaría dejar el relato con el que hago mi pequeña contribución a dicha antología. Gracias.
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Era una fría noche, con unas densas nubes cubriendo el cielo, en cuyo oscuro velo brillaba radiante la Luna, jalonada de estrellas. Las bajas temperaturas habían sacudido la ciudad desde las últimas semanas, lo que, unido a la avanzada hora de la noche, hacía que las calles estuvieran, en su gran mayoría, vacías; con las gentes de bien instaladas en el confort de su hogar, abrigándose al calor de la chimenea, mientras sus hijos dormían de forma placida en sus camas.

                En una zona indeterminada de la ciudad, ella suspiró, y miró por la ventana: desde el dormitorio en el que estaba, tenía una vista panorámica de toda la ciudad, con sus calles envueltas por la niebla. Una gota cayó contra el cristal, precedida de un relámpago que centelleó en el cielo, donde las densas nubes chocaron con gran estrepito, y la lluvia comenzó a caer en una gran cortina que mojaba hasta el tuétano, martilleaba sobre el acanalado techo de las casas, bajaba por los desagües con gran ruido, y se esparcía por el suelo como un torrente.

 

                La puerta principal se abrió con un fuerte golpe, y él cruzó el umbral. Con la mano que tenía libre, ya que con la otra sujetaba una botella de bebida, de la que echó un trago largo, golpeó varias veces el aire, hasta que acertó por fin con el interruptor, y la luz se encendió.

                Cuando sus borrosas pupilas se acostumbraron a la iluminación, caminó tambaleándose hasta la cocina, donde dejó la botella sobre una mesa; aunque en realidad lo hizo a un lado, con lo que se cayó y se rompió en mil pedazos al chocar contra el suelo.

                Con la garganta dolorida de pasar toda la noche con sus amigos, con quienes había aprovechado a proferir toda suerte de comentarios despectivos y bromas pesadas sobre su pareja (si bien hay que decir que, por desgracia, no era nada que no hiciera también en público, y sin necesidad de recurrir al alcohol), la llamó varias veces; tratando de no perder el equilibrio mientras lo hacía.

                Al no hallar respuesta de ella, profirió varios insultos hacia su persona, se subió las mangas de la camisa con un enfado visible, y cerró los puños con furia. Se giró, con el firme propósito de encontrarla y darle su merecido (ella misma se lo había buscado, como en ocasiones anteriores), y se dirigía hacia la salida de la cocina, cuando algo hizo que se detuviera.

                Sobre la mesa, en lugar de la botella de bebida que, creía, había dejado, había ahora una hoja de papel, escrita con caligrafía fina y estilizada, pero de trazo firme. Guardando el precario equilibrio que a duras penas lograba mantener, la cogió, y empezó a leerla.

                Cuando hubo acabado, su rostro estaba rojo de furia. La mano que sujetaba la hoja comenzó a arrugarla. Su respiración se aceleró, los latidos de su corazón se dispararon. Sintió la hoja de papel hecha ya una bola en su mano, y la miró de reojo. Pues no se había atrevido a decirle que le iba a dejar. Negó con la cabeza, contrariado. Ya sabía él que el que ella ganara más dinero que él no podía traer nada bueno. Pues se iba a enterar cuando volviera. Le haría entrar en razón. Y si no cambiaba de idea, se tendría que atener a las consecuencias. Ella solita se lo había buscado. ¿Qué se había creído?

                Tan enfadado estaba que ni se había percatado del olor a gas que llenaba toda la cocina.

 

                Ella seguía con la vista perdida en el horizonte, viendo las gotas de lluvia cayendo sobre el cristal de la ventana, pudiendo ver su respiración en forma de vaho cada vez que suspiraba.

                De pronto, giró la cabeza, sobresaltada. Un ruido se había colado a través de la puerta entreabierta del dormitorio. Su corazón se disparó cuando oyó cómo unos pasos iban subiendo por la escalera. Todo su porte se tensó: los pasos sonaban cada vez más cerca. Habían terminado ya de subir los escalones, y ahora iban por el pasillo.

                Ella centró toda su atención en la puerta del dormitorio, con el corazón latiendo con fuerza en la garganta. Los pasos avanzaban por el pasillo, y ahora estaban ya llegando al dormitorio. En unos pocos segundos, una mano se posó sobre la puerta, y, con un leve empujón, la abrió del todo.

                El rostro de ella cambió por completo su expresión cuando vio al hombre que acababa de entrar en la habitación, y una radiante sonrisa, que podía haber iluminado a toda la ciudad, se le dibujó nada más verle.  Mientras se limitaba a mirarla, apoyada en el umbral de la puerta, ella fue hacia allí, con sus ojos brillando de felicidad, y le dio un fuerte abrazo, seguido de un beso en la mejilla. Mientras apoyaba su cabeza en el hombro que tenía ante ella, húmedo aún por la lluvia del exterior, notó una mano que le acariciaba el pelo con ternura.

Sintió unos labios que se acercaban a su oído, y que le susurraban que todo había acabado ya. Ella ni se movió; se limitó a seguir allí, entre sus brazos, y a cerrar los ojos. Una lágrima esta vez de sincera alegría, la primera en mucho tiempo, se le escapó, le recorrió la mejilla, y cayó al suelo.

Fuera, los relámpagos seguían centelleando, con su resplandor perfilando la silueta de los dos, unidos en uno solo.

 

                A la mañana siguiente, seguía lloviendo sobre la ciudad. Un fino velo de neblina matutina se deslizaba como un silencioso fantasma, envolviendo la calle, aparecía acordonada y llena de coches de policía. Los agentes trataban de mantener alejados a los curiosos que se agolpaban tras el cordón policial.

                La puerta de la entrada se abrió, y dos agentes salieron llevando una camilla que transportaba una bolsa de plástico negro, que ocultaban un cuerpo hinchado por el gas, y con una mueca grotesca en su rostro inerte.

                Mientras los agentes subían la camilla a la ambulancia aparcada en un lateral, el detective encargado de investigar aquella muerte salía de la casa, y parpadeaba mirando hacia el cielo gris que se extendía sobre su cabeza. Aquello parecía claro: una botella de bebida rota en el suelo, un fuerte olor a gas en la cocina… Ya en su mente estaba redactando el informe: el sujeto había llegado borracho a la noche, había intentado hacerse la cena, o el desayuno, pero el alcohol ganó la batalla, dejándole inconsciente, y el gas fue llenando poco a poco los pulmones. Muerte accidental, y caso cerrado.

                Se abrochó la gabardina, y comenzó a caminar hacia donde tenía aparcado el coche, andando despacio bajo la lluvia, sintiendo las pesadas gotas martilleando sobre su cabeza y sus hombros.  Pasó por debajo del cordón policial, y, tras una breve caminata, se detuvo al lado de su coche.

                Antes de abrir la puerta para montar en su vehículo, observó dos siluetas paradas ante él. Sus ojos dirigieron su atención hacia ella, que le miraba con gran fijeza. Miró de reojo a su acompañante, reconociendo a un buen amigo suyo.

                El detective se limitó a asentir con la cabeza. La mujer suspiró, aliviada, y, ante su mirada sorprendida, el detective extendió el brazo, y le entregó una hoja de papel arrugada, que había sacado del interior de uno de los bolsillos de su gabardina.

                Ella se quedó mirando el papel unos segundos, hasta que por fin entendió, y lo guardó el su bolso. Luego, le dio al detective un abrazo de sincera gratitud, y, cuando su acompañante, se hubo despedido con un fuerte apretón de manos, le cogió de la mano, y ambos se alejaron.

                Solo ahora, el detective no pudo evitar esbozar una sonrisa al verles a los dos caminando de la mano. Al fin y al cabo, gente como la que acababan de sacar en la bolsa negra sobra en el mundo. Nadie le echaría de menos. Se encogió de hombros, subió al coche, y, tras arrancar, se marchó de allí.

                En la distancia, los relámpagos centelleaban con fuerza.