Bueno... parece ser que para participar en el concurso hay que tener un
mínimo de diez posts, así que alguno tiene que ser el primero; calculo
que para el 2025 cumpliré todas las normas, mientras tanto dejo aquí mi
participación veraniega, en la línea del pulpo. Un saludo.
Era un día soleado de finales de junio. El panel publicitario marcaba treinta y ocho grados. Después del trabajo nos reuníamos en el bar para beber una cerveza bien fría. Nos gustaba ver como la gente se movía con dificultad; casi sedados, entornaban los ojos a la claridad, como recién salidos de una explosión nuclear. Excitados por el freón del aire acondicionado conversábamos y jugábamos a filosofía barata con dosis de superioridad moral. Nos convencíamos de nuestras patrañas, sabiendo que eran puro humo que se disolvería nada más salir por la puerta, el golpe de calor destruía cualquier atisbo de alegría.
Acabé la cerveza, salí y subí al coche. Arranqué en segunda y pasé el semáforo en el justo momento en que se ponía en rojo. Media hora de viaje y estaría en la estación. Allí me esperaba el autobús que me llevaría a casa. El mismo trayecto de todos los días, un vía crucis por la AP-9 solo rodeado de altos y tediosos eucaliptales.
Subí las escaleras de la estación y la encontré desierta. Nada fuera de lo normal: eran casi las cuatro de la tarde y podía freírse un huevo en el asfalto. En la cabina de despacho de billetes tampoco había nadie. Ni en la taquilla de información, ni en ninguna parte. Empecé a preocuparme. Salí a la calle y no vi un alma, ni coches ni ruido de ninguna clase. No había bebido tanto. El móvil no tenía cobertura, entré en la cafetería de la estación y traté de usar el teléfono público. No tenía línea. Me senté a pensar en una mesa. Un cigarrillo humeaba en un cenicero cercano. Toqué la taza que había delante de mí. Todavía estaba caliente.
Es posible que tenga mal el reloj. Las cuatro es la hora de salida de muchos autobuses. Comparé el móvil con el reloj, y ambos con el panel de la estación: las 15:53.
Quizá sea festivo aquí. Dije un “hola” interrogante en un susurro. Aunque estaba solo el pudor me acompañaba. Pero quizá porque lo solapó el miedo el susurro se repitió con voz alta y volvió a repetirse como un grito estentóreo.
Una paloma asustada por mi ataque de locura salió volando de alguna parte para posarse en las vigas del tejado. Al menos no soy el único ser vivo que queda sobre la tierra.
A lo lejos oí un sonido que me transportó a los domingos de mi infancia, mi padre nos llevaba a un parque inmenso con una pelota. –Jugad, decía. Solo jugad. Nada más. Ni a mi hermano ni a mí nos gustaba el fútbol, pero aquello no era un divertimento, era una orden. Así que jugábamos mientras el se sentaba en un banco con el transistor pegado a la oreja y nos miraba. Si parábamos para lanzar piedras a ver quien acertaba a un árbol o nos distraíamos para observar el vuelo de una bandada de pájaros, se dejaba de escuchar el transistor. –Jugad. Y volvía a oírse aquella aburrida retahíla de anuncios, goles y moviolas. Una banda sonora que odiaba tanto como los domingos.
El sonido de la radio vino acompañado de unos pasos. El hombre, sudoroso y con el pecho bamboleante por la asfixia, llevaba una camiseta con el logo de mi compañía de transportes y un palillo entre los dientes. Respiré aliviado.
- ¿Qué es lo que sucede?, por un momento pensé que había llegado la hora del juicio final y el diablo se había olvidado de mí.
Me miró como quien mira a una ballena en el desierto.
- ¿Es que no lo sabes, chico? ¡Hoy juega España! Han instalado una pantalla gigante en la alameda y está allí toda la ciudad; bueno, toda menos los idiotas como yo, que nos toca trabajar.
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