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victorag
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Fecha de ingreso: 28 de Febrero de 2011

Relato presentado en certamen literario: Los figurantes

28 de Febrero de 2011 a las 16:37

LOS FIGURANTES

A Andrea Moreno

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Aquella noche no fue necesario seguir avanzando hasta el salón para saber qué había ocurrido. La escayola arañada del techo, las tiras de papel desprendidas de la pared, la calma infame que reinaba en casa. No me tomé la molestia de tragarme el vómito ni depositar el paraguas junto a la puerta. Que la llamara o no, que riera o llorara, ninguna de mis reacciones podría modificar el curso de unos acontecimientos cuyo desenlace estaba frente a mí, tras el sofá, en el salón, tirada en la alfombra.

Parecía dormir. 

No siempre he usado los embases vacíos como cenicero. Tampoco dormía con la misma ropa que llevaba durante el día. El sudor nunca llega a ser como el almidón: por más que uno insista. No fue siempre el sol mi enemigo, no, ni siempre fue la lluvia el decorado que esperaba encontrar al abrir las puertas. Una vez regalé rosas, y deseé que me las regalaran.

Había pretendido olvidarla levantando faldas que no eran mías. Comprendí lo poco que puede doler una bofetada, lo poco que puede llegar a significar una caricia. No estaba lúcido ni sobrio cuando lo comprendí. Rodar, de una barra a otra, justificaba mi existencia un día más. Ver que el dinero menguaba conmigo, dotaba a mi vida de una estructura coherente. Haber trabajado, ahorrado, haberme afeitado y aseado, tendido la mano para que otro la estrechara; levantado, en fin, de la cama con otro propósito distinto al de emborracharme o vagar, se me antojaba ajeno, ridículo, falso. Que mi destrucción sea justa o no, es algo que no me importa, porque es mía. Uno alcanza la verdad cuando prescinde de argumentos. La mía fue accidental y brutal, me costó algo más que un razonamiento: sólo es uno el que olvida, mientras que otro pretende olvidar.

Cuando no teníamos ensayo, solía pasar los días leyendo en casa. En un pequeño cuarto que había alquilado cerca del centro. Tenía las cualidades básicas para resultar atractivo a un joven de mi edad: era barato y fácil de ventilar. Tras finalizar mi Tesis, decidí abdicar de tanta usura y responsabilidad académica, de tanta desgana existencial. No fue bien acogida por mis padres la decisión de emanciparme y trasladarme a la capital, sin propósitos que guardaran relación con los estudios que había cursado satisfactoriamente. Empero, no opusieron demasiadas objeciones, y supieron descargar su conciencia con un cheque que recibía a principios de mes. Me servía para languidecer entre ensoñaciones. La ironía que encerraba este hecho, sentirme enteramente responsable de mi vida cuando había eliminado todos mis compromisos, me proporcionó una sensación de libertad cuya fragilidad era la prueba de que, en efecto, existía. 

El día que la conocí yo estaba en el camerino, trataba de arrancarle varios botones a la levita; de forma que pareciera que ésta hubiese sido expuesta a un uso excesivo. Era impensable que Estragón surgiera impecable ante un público que, ya muy temprano, debía estar esperando encontrarse con un personaje derruido, una virtuosa ruina de escoria existencial. La puerta debía estar abierta, porque me descubrí asistido por sus manos, guiándole en la manera en que yo deseaba perfeccionar el atuendo. “Necesito mayor verosimilitud”, argumenté. No tardé en comprobar que la belleza de sus manos encubría una habilidad todavía más perfecta. Fue éste el primer recuerdo, la imagen que preservé de unas manos finas, elásticas, desnudándome con calculados movimientos que pararon justo donde yo había indicado.

            No hubo correspondencia sin sellos, ni emotivas flores regaladas a horas decentes. Durante los días en que debía acudir al teatro, no logré articular una palabra que tuviera un carácter personal, no pude dirigirle una sola mención respecto a mis deseos. No era yo precisamente tímido: hasta la fecha ninguna mujer había logrado intimidarme. De hecho, sólo mostraba interés por aquéllas que consideraba superiores, ambicionaba su amor como la cabeza de un ciervo, para más tarde añadirlo a mi colección de trofeos sentimentales. 

De esta forma, los primeros días fueron sucediéndose sin que me atreviera a proponerle una cita. Este hecho, no obstante, me permitió centrar mi atención en ella, sin dedicar ningún esfuerzo a pensar en el modo en qué debería abordarla. Me convertí en mudo testigo de cuanto decía o hacía; y tomé, celosamente, apuntes que más tarde lograba integrar en una estructura coherente. No era ella aquello que yo entresacaba por el método de observar; sin embargo, este bosquejo evidenciaba un parecido suficiente que, además de enriquecerla, me servía para poder comprender a esa otra mujer que coexistía con ella, y que era la que en esencia amé.

            Sus formas eran corteses, discretas. Me descubrí admirando su trabajo: la indiferencia y precisión con que desarrollaba los cometidos propios de su tarea. No era necesario que le dijese qué deseaba para que ella satisficiese de inmediato mis demandas. Había algo artístico en su manera de ser: esa habilidad que sólo puede darse en personas excepcionalmente dotadas, cuya genialidad no se reduce a una destreza concreta si no que es ella en sí misma, existiendo. No podía evitar reconocer un deje de ironía en todo cuanto hacía. Los cafés que recibía de su mano, parecían estar cargados de una admiración templada por mi trabajo, que en último lugar adquiría la forma de un afecto burlesco que excedía su trato oficioso. Cosas de esta clase, sin importancia, las trasladaba a otro nivel más profundo donde deseaba comprender su razón. Pese a que había conocido a mujeres de diversa clase, todas podían reducirse a unos denominadores comunes que las explicaban; convirtiéndolas en estereotipos que encarnaban con más o menos gracia. Con Mia nunca, nunca ocurrió. Su silencio no era suficiente para clasificarla como tímida, su falta de interés por el mundo en el que se hallaba no era tanto como para tacharla de irresponsable; su retraída pose, sus gestos grises, se veían interrumpidos por un alarde de ingenio que desbordaba talento.  

            Durante las primeras semanas que había estado en el teatro sometido al influjo de sus esporádicas apariciones, destiné el resto del día: las tardes y las noches, a pensarla, a repensarla, a enamorarme, supongo, de ella.

            Me descubrí ante la puerta de su piso cargado de una ternura que superaba con creces el atractivo inicial que todo hombre siente por una mujer que desea conocer. No era seducción, únicamente, no deseaba explorar su cuerpo y su mente, únicamente; deseaba conquistarlos, adueñarme de ellos. No sé si era consciente de la envergadura de los sentimientos que ya, tan temprano y sin necesidad de más pruebas que las que yo imaginaba, había comenzado a profesarle.

            Por la ventana que daba al rellano de la escalera todavía se filtraba algo de luz. Unas simples gotas de lluvia contra el cristal me hicieron despertar. Llamé, varias veces, hasta que la puerta se abrió. Descubrí tras ella a una mujer desconocida, en batín, sin maquillaje, más perfecta e íntima que aquella que hasta la fecha yo había advertido entre las instalaciones del teatro. No fue necesario argüir una excusa verosímil, nada podía desear habiéndome presentado allí, excepto lo evidente. Se hizo a un lado, como un grumo de polvo, franqueándome el paso y cerrando la puerta tras de mí. No me sorprendió lo que allí encontré. El mismo gusto, delicado y discreto, que reinaba en sus ademanes, atuendos, rostro, fijaba la decoración de su pieza en un equilibrio acertado entre lo barroco y lo clásico. Mi ternura, excitación, acrecentaban a medida que iba reconociendo aquella mujer en su propia expresión. Reconocí detalles precarios, sintomáticos en mi estado, que elevaban aquella criatura a un estrato divino. No resultó alarmante descubrir su gusto esquivo por una literatura sin nexos aparentes: los autores que hallé presentes en su estantería jamás hubiera podido reconciliarlos, ni la ética artística que se desprendía en su conjunto podría reunirse embasada en algún editorial diletante. Las manchas de oleo en la manga de su batín fueron suficiente para saberme enamorado de ella; con la misma indulgencia que había permitido aquel amor,  reconocí, dejé, acepté que aquella extraña coincidencia existencial nos acabase hundiendo a ambos.

A la mañana siguiente, todavía abrazado a la tibieza de su cuerpo, entendí que había hecho el amor a una niña, sabia, pura, retorcida en la cavidad de su alma. Fue, en ese mismo momento, cuando supe que pedirle matrimonio sólo serviría para formalizar la tragedia. La desperté con aquella premisa, susurrada al oído, que ella aceptó con una sonrisa, mientras atraía su cuerpo hasta el mío. Fue nuestra propia inocencia, que necesitábamos reprimir para tolerar la vida, la causa de nuestra decadencia.

La compañía siguió representado la obra durante el tiempo suficiente para que yo pudiera aprender un oficio que no me llenaba por completo. A lo largo de mi experiencia como actor, expuesto frente a un público que me aprobaba, aprendí algo más que las comunes triquiñuelas que rigen la interpretación. Amé el teatro, pero sobre todo amé su mentira. Mi admiración por el teatro cobró un carácter más profundo cuando dejé de ver al actor como la esencia de la obra. Él era que el soñaba, pero otro era el soñador.

Una vez finalizó nuestro contrato con la productora, abandoné la compañía. La idea que concebí se debió a la confluencia de dos sucesos desconectados. Uno, la manera en que Mia se miró una noche frente al espejo, absorta en su reflejo, recomponiendo maquinalmente su cara. Fueron cinco minutos los que conté, cinco minutos en los que reconocí lo que más tarde no querría recordar. Otro, la inminencia de su cumpleaños. Creí que podría atestiguar la grandeza de aquella mujer componiendo un retrato en tres actos, aunque fuera sólo una sombra desvaída. 

Si es cierto que la idea de matar puede agasajar, ofrecerse como una solución ecléctica al problema, matar no lo es. Matar per se no es matar.

No fue una elección. Las alternativas fueron resolviéndose como excusas para no aceptar lo que éramos realmente. Imagino que nadie deseó convertirse en el inductor de un crimen, no anheló ese sueño mientras construía castillos de arena, no es en lo que piensas cuando tus padres te preguntan qué deseas ser de mayor.

A medida que avanzaba en mi obra y en mi relación con Mía, descubrí que el teatro no era producto de una ficción. Comprendí que las mismas reglas que rigen la interpretación determinan la relación entre una mujer y un hombre, cualquiera que fuera el contrato, y cualquiera que fueran las partes implicadas, todo dependía de un guión confeccionado a lo largo de los siglos, que fue enriqueciéndose a medida que se sucedían las generaciones; acumulándose en unas cláusulas que no era otra cosa que el destino de sus protagonistas.

Mitificar la vida, forzarla a coincidir con lo que debe ser para que cobre sentido implica unos riesgos. No es que la vida y el arte se entronquen en lugares comunes, es que son una misma cosa. Esta aberración, no es lo mismo leída que sentida. Es difícil premeditar un color para tu protagonista sin que éste acabe decorando a tu mujer, difícil recrearla en un escenario ficticio sin que acabe siendo, más tarde, la misma que monda batatas. La trama que iba sucediéndose en las hojas cobraba vida, autónoma, en el devenir de nuestras vidas. Mia representaba aquello que escribía, o lo escrito era una representación de lo que Mia hacía. Mis gestos, palabras, usurpados por esas caricaturas que poblaban la escena. Si bien los pormenores de nuestros conflictos eran insignificantes hasta lo absurdo, en ellos se reflejaba el abismo de inseguridades que cada cual aportaba a la relación, así como nuestra asombrosa ineptitud a la hora de dirimir nuestras diferencias. No hubo animosidad, ¿hubo, acaso, conciencia de este hecho? Todo discurría en mitad de una calma pasmosa, una amenaza callada que se hacía evidente en detalles patológicos. No llegué a reconocer el punto exacto de la locura, ni si cruzarlo la convertía en una realidad innegable.   

Una bala, una puñalada, o una palabra son sólo instrumentos puestos al servicio de una causa. Ninguno en sí mismo rechaza mejor la miseria. Una bala no es necesariamente peor que una palabra. La palabra, el diálogo, capacita a su ejecutor de un instrumento refinado de tortura, que acomete con inusitada perfección la tarea de destruir, sin conciencia de este hecho para su víctima. Jamás el dolor de una palabra podrá aliviarse con su extracción.

Jamás cometí homicidio, entre los cargos por los que un tribunal podría juzgarme jamás me imputarían aquellos por los cuales, Dios, de existir, acabaría condenándome, aquellos que yo acepté como tales. 

No es irónico, no, ni tampoco doloroso, no, que el final de mi obra me fuera entregado en un último acto que recogí del suelo con la misma torpeza que abracé su cuerpo; recogiéndolo, mientras sabía que ese gesto quedaría sepultado más tarde bajo una frase, que no se desvanecería, cuyas palabras yo mismo escogería, que otros interpretarían con el mismo dolor que yo sentí en ese momento, enfermizo y aberrante, sabiendo que la clave del éxito estaba en seguir abrazando ese cadáver hasta caer exhausto a sus pies; y abrazarlo, los aplausos del público, nuevamente, y abrazarlo, la ovación final, atrapado en un pliegue de tiempo que me inmortalizaba en ese gesto, en ese pathos, en ese abrazo infinito.

“Sólo es uno el que olvida”, terminé, “mientras que otro pretende olvidar”.

Abajo el telón.