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Foro para escritores de Bubok

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r2-d2
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Fecha de ingreso: 26 de Diciembre de 2008

XIII Certamen Bisemanal de Relatos Bubok. Tema: MEMORIA

20 de Julio de 2009 a las 7:40
Abro este hilo para dar paso a los relatos que, al parecer, algunos ya están sacando de sus carpetas.

El tema es MEMORIA. No se dan más especificaciones.

Absteneos de postear aquí otra cosa que no sean relatos, y bajo el nick anónimo "concursoderelatos".

Suerte a todos.
concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 20 de Julio de 2009 a las 10:24

BUGMAN UNDERGROUND

Veintitrés años había estado preparando este momento. Veintitrés años de devoción, sacrificio, abnegación y lágrimas, sobretodo lágrimas. Media vida malgastada en este proyecto, y ahora, por fín, mi gran creación estaba a punto de ver la luz.

Yo, que he padecido la humillación de la humanidad. Que he sufrido la privación de la vida. Que he perdido el respeto y la consideración de toda la sociedad, me he visto apartado del mundo en el que vivo por culpa de una humanidad injusta, totalmente estúpida que no sabe reconocer mi talento.

Cuando todo estaba perdido y el pozo era mi única salida, apareció ella. La única que se apiadó de mi, quien orientó mi mísera existencia y la que me dio una oportunidad. La recuerdo y la añoro, porque es a quien he amado.  A la única persona que he amado en todo este mezquino mundo. Y a ella de debo todo. Me instruyó y me enseñó como trabajar, como manipular y como lograr mis sueños. Yo me quedé sólo, y tentación tuve de irme con ella, pero mi agravio me dio fuerzas para seguir adelante y vengarme. Y mi proyecto, nuestro proyecto, prosperó, creció, y tomó forma.


Y ahora aquí estoy, aquí he llegado. Décadas de trabajo de laboratorio para lograr mi gran experimento. Mis insectos, todos mis insectos que se han propagado y crecido llegando a infectar a toda la población de este mundo. Insectos totalmente modigenetizados para obedecer mis ordenes. Listos para atacar, destruir y controlar a la humanidad. A mi antojo.

Por fín saborearía mi venganza. Saldría de estas pútridas paredes y resurgiría en la corteza terrestre. Yo, yo y sólo yo, con el mundo a mis pies. Mis criaturas, mis seres ¡Mis hijos! Me darían lo que siempre he soñado. Poder, poder de control, poder de decisión, poder de destrucción.

Mi máquina estaba lista. Mi trabajo finalizado. Generación tras generación había implantado secuencias génicas en todo tipo de insectos y ahora todos ellos me obedecerían, todos a una, todos conmigo. ¡Sí! sentía el poder y no me abrumaba. Lo deseaba.

Conecté la máquina y di la orden. Este era mi momento. Las luces empezaron a parpadear, las paredes a retumbar, la máquina a chirriar ¡Sí, mi gran momento! Nadie lo iba a parar. Yo, el mismísimo yo iba a ser el gran yo, el único yo. La máquina seguía su curso, su programación lineal que tanto esfuerzo había invertido. Hoy, por fin, iba a ser el gran día.

Los espasmos en la máquina aumentaron, empezaron a salir hilos de humo de algunas juntas, y se desprendieron algunos tornillos por la vibración. Pero todo era normal. El panel, rebosante de luces, era una simfonía de color. Mi júbilo crecía con cada replicar de la máquina. Ya venía, ya llegaba. ¡Ya estaba aquí!

De repente, el silencio, la casi oscuridad. Como con un flagrante sofoco, la máquina se medio apagó. Jaja, el triunfo, la victoria eran mías, ahora los insectos me pertenecían.

La impresora de la máquina empezó a vomitar su informe. Twiiiiiit twi twi tiw twiiiiiiiiiiiiiiiiiiT. Tebloroso, pero muy expectante, recogí el papel. Lo miré con los ojos vidriosos, y se me escapó una lágrima.

"Out of memory"

Mierda. ¡Otra vez no!

concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 21 de Julio de 2009 a las 21:22
EL TIEMPO SE CURVA, AMIGO MÍO

Miraba al futuro con los ojos puestos en el pasado. ¿O era al revés? “El tiempo se curva, amigo mío”- una vez, de niño, le habían dicho. Le costó comprender esa frase. Hizo grandes esfuerzos para comprender como algo tan etéreo como el tiempo podía curvarse. Pasó largas tardes con una goma elástica entre sus manos, tirando de ella, deformándola, tensándola, devolviéndola a su estado de equilibrio. Imaginaba que el tiempo era esa goma. Visualizaba como podía alargarse, ralentizarse hasta congelarse, distenderse y revolverse sobre sí mismo. Observaba como la goma cerraba el círculo y en ella veía como todo lo sucedido se repetía, una y otra y otra vez. Así imaginaba el tiempo de pequeño, como una vulgar goma elástica.

Pero el tiempo era algo un poco más complejo. Algo que apenas percibía, algo que podía cuantificar, algo que podía relativizar, pero algo que no podía controlar. Algo que evadía su conciencia, su noción le traicionaba constantemente. Cuando sufría pasaba lentamente. Los segundos se alargaban hasta parecerle horas, los meses se prolongaban en su mente como si de años se tratase y luego se perdían en el olvido, quedando sólo una tenue sombra distante y borrosa de recuerdo. Por el contrario, cuando disfrutaba, los momentos de placer parecían desvanecerse sin darse cuenta. Sus recuerdos se amontonaban desubicados, identificaba con todos los detalles cada uno de esos deliciosos instantes, podía revivirlos una y otra vez dibujándolos con toda precisión en su memoria haciendo uso de su imaginación, pero todos esos momentos los recordaba condensados en un suspiro. “El tiempo se curva, amigo mío”- se repetía una y otra vez cuando volvía la mirada atrás.

Sentado en ese pequeño terraplén, llegó a pensar que quizá todo era un burda ilusión, un engaño. Lo que él atribuía a la noción de tiempo eran poco más que fechas, números, convencionalismos establecidos considerando el tiempo algo lineal, rutinario e inmutable. Así le habían enseñado lo que era el tiempo y su transcurso en la escuela, pero cuando lo pensaba se daba cuenta que lo percibía como algo completamente distinto. El tiempo fluctuaba, el tiempo no tenía nada de monótono. Sus recuerdos se encontraban esparcidos en su memoria y su memoria era él único elemento con el que podía evaluar el transcurso del tiempo.

De forma regular, las fechas indicaban un paso rutinario de momentos señalados esparcidos a lo largo de su vida, pero en su memoria parecía que su vida se había limitado a tres o cuatro destellos de gran intensidad y un largo periodo aletargado del que no recordaba apenas nada. Sólo las fechas podían contradecir esa sensación, pero las fechas se establecen siguiendo un patrón lineal y constante. “Y es que nadie tiene en cuenta que el tiempo se curva, amigo mío”-repitió por enésima vez en su cabeza.

A esas alturas de su vida, estaba ya convencido de que eso era una verdad irrefutable. La tenía tan asimilada en lo más profundo de su ser que nadie le hubiese podido rebatir esa opinión. Aunque, de todos modos, nadie tendría la oportunidad nunca de discutir con él sobre ese tema. Para él, durante lo que le quedase de existencia, el tiempo sería como esa goma elástica con la que jugaba de pequeño. Y mientras permanecía solo en lo alto de ese terraplén, con la mirada perdida mientras repasaba su vida vacía, desperdiciada en una rutina de fechas rígidas, de horarios estrictos, de felicidad prefabricada y de libertad dosificada, sólo deseó que el tiempo no se curvase hasta llegar a completar el círculo. Y es que no podía imaginar mayor tormento que vivir una y otra vez esa misma e insignificante vida. No podía imaginar mayor suplicio que esperar, una eternidad tras otra, revivir infinitas veces ese purgatorio.
concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 22 de Julio de 2009 a las 11:46

EL SECRETO DE MARY WILKE

Teníamos diecisiete años y la vida la devorábamos a dentelladas, agradecidos y también asombrados de poder correr, respirar, amar con aquella efusión y aquella entrega absoluta, como si la muerte nos acechara tras las esquinas, como si, al nacer, lo hubiéramos hecho con una fecha de caducidad cincelada en el cráneo. Éramos tres. Nos conocíamos desde la infancia y no había secretos entre nosotros. Quedábamos casi todos los días. Y no se sucedió ninguno que no viviéramos una aventura extraordinaria en aquel año de 1981 marcado por el golpe de estado.

 
No conozco persona que no tenga grabado en su memoria qué hacía o dónde se encontraba aquel día aciago del 23 de febrero, cuando un grupo de guardias civiles entró en el Congreso de los Diputados e inició un secuestro destinado al fracaso. (Miento, conozco a una de la que hablaré más tarde.) Yo lo recuerdo perfectamente; pero no por el mismo motivo que la mayoría, sino porque el 23 de febrero de 1981 Diane Keaton se alojaba en el hotel Palace de Madrid, donde la plana mayor del ejército, periodistas y políticos de todas las ideologías, aguardaron, entre esperanzados unos, y otros acongojados, el desenlace de lo que, al otro lado de la Carrera de San Jerónimo, estaba sucediendo.


Para quien no lo recuerde, Diane Keaton, en aquella época, era la musa de Woody Allen, con el que había protagonizado Manhattan y con el que, fuera de la pantalla, mantenía una relación sentimental. Ignoro qué hacía en Madrid. De hecho, sólo un periódico había dado noticia de su llegada y, por fortuna,  Juan la leyó.

 
Juan estaba enamorado de Mary Wilke, nombre del personaje interpretado por Diane Keaton en Manhattan. La película la había visto varias veces desde que se estrenara y, siempre que lo hacía, Roberto y yo teníamos que aguantar sus elogios desmesurados, sus arranques de desconsuelo por no poder vivir junto a ella una historia de amor como la narrada en el filme, o siquiera compartir a su lado la magnífica vista del puente de Brooklyn, envueltos en la música de George Gershwin…

 
Su padre, el de Juan, trabajaba de repartidor de carne para algunos de los hoteles más renombrados de Madrid. Todas las mañanas, desde las seis a la una, abastecía en su furgoneta refrigerada las cocinas de cada uno de ellos con la mejor carne del matadero municipal. Llevar a término la idea que se nos ocurrió de entrar como fuese en el Palace e intentar llegar a la habitación donde se alojaba la actriz dejó de parecernos descabellada. Solo teníamos que convencer al padre que, al exponerle nuestro propósito, dijo que no al principio; luego, según vio que su hijo se desinflaba y caía en un estado de decaimiento acaso irrecuperable, accedió sin más.

 
El plan consistía en saltarnos las clases, aguardar el paso del padre de Juan en su furgoneta por la Glorieta de Embajadores, montar en la cabina (lo suficientemente amplia como para caber los tres), acompañarlo hasta el Palace y, mientras descargase la mercancía, acceder al interior del edificio con el beneplácito de un ayudante de cocina aficionado a las novelas de intriga. Así fue. La condición era esperar ocultos dentro del refrigerador hasta que el ayudante, no mucho mayor que nosotros, nos avisase.


 - Lo de llegar hasta la habitación de Diane Keaton, imposible -nos dijo. - Si acaso podréis verla en el comedor, mientras come. Os dejaré que vistáis un uniforme de camarero. Salís, os dais una vuelta por la sala y, una vez la hayáis visto, de vuelta a la cocina. Me juego el puesto, ya lo sabéis. Esto lo hago por el padre de Juan, que es un buen hombre y le debo algún que otro favor, así que nada de improvisaciones.

 
 Tuvimos que aguantar el frío más de una hora. Llegamos a pensar que el tipo se había olvidado de nosotros. Por fin, apareció con solo dos uniformes.


- No he podido agenciarme ningún otro. Uno tendrá que quedarse sin ver a esa señora. Así que vosotros mismos. A suertes. Y a quien no le toque, que se joda.


 El sorteo era entre Roberto y yo. A mí, la verdad, Diane Keaton no se merecía el riesgo, y si hubiese salido cara en vez de cruz, que es lo que yo pedí, no me habría importado; pero resulta que a Roberto la Keaton le traía bastante sin cuidado también. El uniforme nos quedaba como hecho a medida. Estábamos nerviosos. Juan más que yo, pues estaba a punto de cumplírsele un sueño, o parte de un sueño: Mary Wilke comía a pocos metros y él, más apuesto y lustroso que Isaac Davis, el personaje de Woody Allen, iba a poder estar a su lado, aunque fuese unos segundos, y compartir con ella la vista de la Plaza de Neptuno desde alguno de los ventanales.


 La distinguimos nada más entrar. Llevábamos cada uno una bandeja con una botella de agua y unas copas, para disimular, y a Juan estuvo a punto de caérsele todo de la emoción. No estaba sola. Frente a ella, un señor calvo, bastante gordo, la miraba con apetito. Juan no pudo reprimir un quejido perruno que me alertó porque no presagiaba nada bueno. Era un chaval irreflexivo en cuestiones de amor. La habíamos tenido numerosas veces por su culpa: encaprichado de alguna chiquilla esplendorosa pero menor de edad, temerario hasta el punto de escalar fachadas al encuentro de mujeres casadas, descuidadas por sus maridos…

  
 Juan, en vez de quedarse quieto y contentarse con lo logrado, se alejó de mí hacia donde se hallaba la descompensada pareja. El corazón empezó a latirme desbocado. Un camarero, de los de plantilla, siguió con la mirada el avance de Juan, y debió extrañarle el ímpetu de su paso, porque en seguida él también se dirigió al mismo sitio. Cuando alcanzó su objetivo, Juan ya hablaba con el hombre calvo, pero sin dejar de mirar a Diane Keaton, que sonreía sin comprender qué estaba ocurriendo, si sería normal que un camarero usase de aquel tono desabrido para dirigirse a un cliente. Otros comensales miraban desde las mesas vecinas, la mayoría extranjeros expectantes ante la posibilidad de presenciar uno de esos enfrentamientos desmesurados tan propios de esta gente del sur, tan primitiva y temperamental.


 Lo que ocurrió entonces es que la actriz, intuyendo tal vez la razón de aquel comportamiento extraño, puso su mano en el antebrazo izquierdo de Juan, que tenía libre, y lo atrajo hacia sí. El hombre gordo, el camarero de plantilla y yo, que seguía desde lejos la escena, nos quedamos paralizados y pendientes de lo que fuese a hacer o a decirle. A día de hoy no lo he sabido aún, porque Juan se negó a contar nada de lo que le fue susurrado al oído. “Es un secreto entre Mary Wilke y yo”, se excusó durante mucho tiempo el cabrón, contraviniendo el acuerdo tácito de contárnoslo todo.


 Volví a encontrármelo hace unos pocos días. Hacía prácticamente quince años desde la última vez. Está más gordo y más calvo, como el comensal del Palace, y cedió a mi invitación de tomar una cerveza juntos. Hablamos de cómo nos había ido en todo ese tiempo y, puesto que, casualmente, era 23 de febrero, recordé nuestra incursión en busca de Diane Keaton horas antes del golpe. Juan me miró de hito en hito, como si le hablase de otra persona, y me dijo que no recordaba haber estado nunca en el interior de aquel hotel, que si bien la musa de Allen fue la suya durante un tiempo, pero idílica, el 23 de febrero de 1981 él estuvo en clase hasta las cinco, y que en casa, junto a su padre, supo del golpe de estado por la radio. Me dejó perplejo y angustiado, con una congoja aquí en el pecho que debe ser igual o parecida a la de ciertos políticos aquella misma tarde, cuando vieron peligrar sus vidas y la de la democracia tan temprano.

 
Por eso he escrito esto, para que además de en mi memoria, el recuerdo quede sustanciado en palabra, negro sobre blanco. Y que para que Juan, si lo lee algún día, comprenda que los recuerdos no se niegan, porque si bien uno no los conserva nítidos o simplemente no los conserva, otros sí y muy vivos.

concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 25 de Julio de 2009 a las 18:30
La Naturaleza de la Ondina

     Era joven. Demasiado como para suponer que había tenido una vida interesante. Pasaba los días paseando por el bosque; hiciera frío, lloviera o nevase tenía que caminar hasta el manantial y regresar a casa. No sabía si le gustaba pasear o si en realidad lo odiaba, pero ahora le gustaba. Esa era la ventaja de no recordar nada. No sabía si había amado, si había odiado… cómo era su vida antes de “ahora” era un misterio. Había aparecido de la nada y los habitantes del pueblo la habían acogido como una más.

     Se detuvo frente a las aguas y se descalzó. Hacía frío, pero le gustaba esa sensación en los pies. No le gustaba tenerlos calientes. Necesitaba sentir ese frío en su piel. Caminó un poco sobre el lecho rocoso sin importarle que las faldas se le mojaran. Volvió a la orilla y se sentó sobre el musgo que rodeaba las aguas. Se recogió un poco el vestido dejando ver parte de sus piernas y se recostó cerrando los ojos. Nada. No tenía recuerdos. Se quedó dormida y cuando despertó ya no estaba sola.

     Había dos hombres, uno de ellos se apresuró a sujetarle los brazos al ver que despertaba y el otro se sentó sobre ella. Intentó deshacerse de él, pero en la posición que estaba no podía ejercer ninguna fuerza. Aquél hombre comenzó a levantarle las faldas y algo cambió en ella, algo que le asustó. Perdió la consciencia y cuando despertó no sabía dónde estaba.
 
    Se levantó llevándose una mano a la cabeza, sentía un profundo dolor entre los ojos. Tenía las manos mojadas y cuando se las miró vio que no era de agua. Un vistazo a su alrededor le bastó para ver que seguía en el manantial. Allí estaban los hombres que la habían atacado, al menos lo que quedaba de ellos. El musgo estaba perlado de gotas de sangre y el agua de la orilla se había teñido de un tono negruzco. Se miró las ropas y vio horrorizada que estaban llenas de sangre y restos de vísceras.

     Echó a correr para alejarse, consciente de que aquello lo había hecho ella. No se atrevió a regresar al pueblo. Tenía miedo de lo que pudieran pensar al verla, de que se lo hicieran pagar. Se alejó de allí sin mirar atrás, sentía ganas de vomitar, no por lo que había visto, sino por lo que había hecho.

     No dejó de correr hasta que los pies le sangraron. Había empezado a llover y tenía las ropas empapadas. El agua casi había borrado todo rastro sangre en ella. Estaba agotada, encontró una cueva y decidió dormir un poco.

     Le despertó el olor del pan recién tostado. Miró a su alrededor y vio que estaba en un dormitorio. No conocía el lugar y no recordaba cómo había llegado. Se levantó de la cama descubriendo que alguien la había vestido con un camisón. Salió al pasillo que había tras la puerta y bajó las escaleras siguiendo el olor a comida. Estaba hambrienta. Llegó a un pequeño salón en el que había un hombre de espaldas atizando la chimenea. Al oír los pasos se volvió.

     -Me alegra que estéis bien –le dijo –Cuando os encontré pensé que estabais muerta. Mi nombre es Alejandro.
     Ella lo miró agradecida pero no dijo nada. El joven la invitó a sentarse y le ofreció la comida que había sobre la mesa. Le explicó cómo la encontró y que habían pasado varios días desde entonces.

     -¿No recordáis nada? – preguntó intrigado.

     Negó con la cabeza, no quería que supiera lo que había hecho. Él insistió y ella siguió negando. Cuando terminaron de desayunar la invitó a pasear por los jardines. Entonces descubrió un gran estanque en el patio y se acercó a él corriendo. Se descalzó sin pensarlo y se adentró en sus aguas con el vestido sujeto para que no se le mojara. 

     El joven la miraba desde la orilla, sonriendo.

     -¿Os gusta el agua? –preguntó.

     Movió la cabeza sin poder dejar de sonreír.

     -¿No podéis hablar? –se interesó.

     Ella negó con la cabeza al tiempo que regresaba a la orilla. Así no tendría que dar explicaciones.

     -Podéis quedaros el tiempo que deseéis –la invitó -¿Tampoco recordáis quien sois?

     Negó nuevamente.

     Pasaron varios meses en los que su vivir diario se limitó a paseos por el jardín y por las aguas del estanque. El joven Alejandro la acompañaba siempre que tenía tiempo y le contaba historias de sus viajes por medio mundo. Fue olvidando poco a poco lo que había pasado y dejó que sus recuerdos se perdieran de nuevo.

     Un día, Alejandro se marchó a uno de sus viajes y los criados decidieron vaciar el lago para limpiar el lecho. Comenzó a pasear entonces por los alrededores, buscando algún riachuelo en el que remojar sus pies, pero el más cercano estaba a casi medio día de la casa y debía levantarse al alba para poder pasar un rato en él. Hasta que uno de aquellos paseos se vio truncado por la presencia de unos encapuchados que pretendían asaltar a las carretas que utilizaban aquel camino.

     Los vio a tiempo y pudo esconderse entre los matorrales que bordeaban el camino, no así un par de muchachas que venían de lavar la ropa en el río. Desde donde estaba pudo oír las risas de los hombres mientras las zarandeaban de un lado a otro.
 
    El recuerdo de lo que le sucedió regresó y como si aquellos hombres fueran los mismos que matara sintió asco. Cerró los ojos y cuando los abrió ya no era ella. El rostro angelical que todos los días caminaba hasta el río se tornó monstruoso. Sus ojos, del color de las aguas profundas, se volvieron rojizos y su cándida expresión se volvió terrible. Abandonó la protección de los matorrales y caminó presa de su ira hacia los bandidos. El pánico invadió los rostros de todos los presentes, víctimas y verdugos. Soltaron a las mujeres y trataron de huir, pero ella era más rápida.

     Sus uñas se clavaron en la piel y sus dientes desgarraron la carne. Uno de ellos salió volando golpeándose contra el tronco de un roble. El sonido de su espalda al romperse se escuchó nítido. Entre sus fauces, pues ya no era una boca lo que había en su rostro, tenía el cuello de uno de los bandidos. La sangre resbalaba por su cara cuando se incorporó en busca del tercero. Lo vio corriendo por el camino, buscando la forma de salvar su vida. No le costó alcanzarlo.  Clavó sus garras en el vientre del pobre infeliz y las tripas se vertieron sobre la arena del camino entre gritos de dolor.

     Se volvió, jadeante, como una loba que acabara de terminar de cazar para sus lobeznos. Las mujeres que habían sido atacadas estaban apoyadas contra una pared de roca, con los ojos cerrados, rezando por sus vidas. Ella las miró un instante, horrorizada ante lo que era. Se acercó al agua y trató de lavarse la cara y las manos, pero la sangre no se iba. Escuchó los cascos de un caballo y pensó que se le había escapado uno. Decidió que si así era, dejaría que le diera muerte, era un monstruo que no debía vivir.

     Se volvió llorando y se encontró con el rostro de Alejandro. La miraba sorprendido, pero no horrorizado. Dejó su montura y se acercó a ella. Le sostuvo una mano sin importarle la sangre que cubría su piel y la abrazó con ternura.

     -¿Estáis bien?

     -No.
     -¿Podéis hablar? ¿Recordáis quién sois? –la miró miraba sorprendido.

     -Sí –dijo ella sin poder dejar de llorar –Mi nombre es Tesenia.

     -¿Esto lo habéis hecho vos?

     -Sí –contestó –Debéis matarme –le pidió sacando la espada de Alejandro de su vaina.

     -¿Por qué?

     -Porque soy un monstruo. Alguien me hizo el regalo de olvidar, pero soy lo que soy y no puedo evitarlo aunque lo olvide.

     -¿Y qué sois? –le preguntó Alejandro.

     -Soy una ondina y mi naturaleza es malvada –se lamentó Tesenia al tiempo que la sangre retornaba a sus ojos tornándolos carmesí y sus manos se transformaban en garras. Delante de ella tenía un humano y no podía evitar hacer lo que tenía que hacer.
concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 26 de Julio de 2009 a las 10:41

INOLVIDABLE

 

La mujer miraba por la ventana con expresión concentrada y él hombre permanecía atento, esperando que continuara con su relato. Ambos rondarían los cincuenta y tomaban un café tranquilamente sentados a la mesa, en la cocina.

- Cuando leí tus apellidos en la lista de participantes en el Congreso- siguió explicando ella- me vino a la memoria todo lo que mi madre me había contado de la suya. Alguien con ellos era parte importante de sus recuerdos. No son corrientes, así que pensé que podrías tener algo que ver. Decidí que iba a hablar contigo, por si tú podías darme otra versión o tal vez ampliar la que yo tengo. Gracias de nuevo por venir hasta aquí.

- Pues ya ves que no y bien que lo siento. De ese asunto jamás se habló en mi casa. Dicen que mi abuelo era muy reservado, no creo que contara a nadie lo que pasó.

El sol, que entraba por la pequeña ventana, se había puesto naranja y se escondía tras la colina. Ella miró su reloj y continuó:

- En el pueblo había una clara distinción entre unos y otros, entonces. Por un lado estaban los aldeanos, que vivían en los caseríos cuidando los animales y trabajando la tierra. Por otro, el médico (tu bisabuelo primero y luego tu abuelo), el sacerdote, el farmacéutico, el maestro y algunos indianos que habían vuelto después de hacer las Américas. Podían hablarse un día en la taberna, pero no se mezclaban.
En casa de mi abuela había cuatro hijos, ella era la pequeña y la única mujer. Hasta los 17 no supo leer ni escribir. No le hacía falta (le decían); su trabajo consistía en ayudar a la madre en las labores del hogar y en la huerta, casarse y salir de la casa. Y si se quedaba soltera vivir con su hermano mayor (el que heredaría el caserío) y ser la solterona.
Era lista y tenía ideas propias y, además, era guapa y poseía esa elegancia natural con la que nacen algunos. Pero, sobre todo era una buena hija acostumbrada a obedecer. Tenía 16 años cuando, aunque ya se conocían de vista, habló por primera vez con tu abuelo. Fue el día de Las Nieves, que, como sabes, es la fiesta principal en el pueblo. Bailaron en la romería y luego él la acompañó a casa, a esta en la que ahora estamos. En aquel tiempo aún estaba en la curva el viejo cementerio y entonces no había luces en los caminos.

Así fue como, aquel verano se enamoraron. Parecía un amor pasajero, pero no fue así. Continuó en el invierno cuando tu abuelo, que había ido a estudiar a la ciudad, escribía largas cartas que mi abuela no podía leer. Buscó la complicidad del maestro, que entonces vivía en la casa de Sixto, la que está pegada a esta. El, no solo le leía las inflamadas cartas del joven si no que consiguió que ella aprendiera a leer y escribir, aunque lo hacía con dificultad.

Pronto llegó de nuevo el verano y la relación, hasta entonces más o menos discreta, se hizo evidente en casa de mi abuela. Y ahí se lío la cosa. Su padre se aseó concienzudamente, se vistió de domingo y se calo la boina bien ladeada y sin más se presentó en la consulta del médico y le leyó la cartilla:


- Diga a su hijo que deje en paz a mi chica. No consentiré que se dedique a jugar con ella. Dígale que se busque una muchacha de su clase y explíquele bien claro que cada oveja debe ir con su pareja.
Y algunas cosas más. El doctor lo miró sorprendido, por que ignoraba totalmente el asunto. Pero era una persona tranquila y trató de razonar con el hombre airado que tenía enfrente.

- Conozco a tu hija, Vicente, y es una muchacha muy agradable además de guapa. Dejemos a los jóvenes que vayan a su aire. Mi hijo es un buen chico, estoy seguro de que sabrá comportarse.

Mi bisabuelo no debió estar de acuerdo porque, un mes más tarde, su hija preparó sus cosas y, acompañada por su madre, tomó el autobús que la llevó a la ciudad. Sus súplicas y lágrimas no sirvieron de nada. Estuvo sirviendo en casa de un matrimonio que marchó del pueblo; permaneció allí durante bastante tiempo, y así se acabó la historia de los enamorados. O eso creía mi bisabuelo.

Ella lloró mucho, no solo por su amor perdido, sino por la soledad en que se encontró de pronto, acostumbrada al calor de su familia y el trato que recibió en aquella casa, que no fue precisamente bueno. El tiempo fue pasando y un día conoció a un hombre, viudo, sin hijos, con el que se casó.
Así pudo cambiar de vida. Su marido era una buena persona, agradable y trabajador. Se dedicaba a hacer pequeñas casas y obras de construcción menores. Tuvieron 4 hijos, dos chicos y dos chicas y alcanzaron un bienestar económico importante. Mi madre dice que siempre se llevaron bien.
Para que los niños disfrutasen, mi abuelo empezó a traer a su familia al pueblo; no es que no hubieran vuelto nunca, pero solo venían en las ocasiones especiales. En verano los dejaba aquí y el regresaba los fines de semana. Para entonces se había comprado una especie de furgoneta (rubia, la llamaban), y con ella iba y venia. El caso es que así volvieron a encontrarse, después de tanto tiempo, tu abuelo y mi abuela. El también se había casado, era médico como su padre y, por entonces, ejercía en el pueblo y había nacido el tuyo, hijo único, como sabes. 

Parece que tu abuelo acostumbraba a pasear a diario por el camino del cementerio, rodeando los caseríos en dirección al río; en verano, allí en la chopera, solía pasar las mañanas mi abuela dejando a los niños que se remojaran en las frías aguas. Así empezaron a verse de nuevo. El la saludaba y la miraba a los ojos, y después lanzaba un largo suspiro y decía: ¡Ay, Mariana, Mariana!

Esto se lo contó mi abuela a mi madre cuando ya era mayorcita. Y también que cuando no podían verse el le mandaba una postal, sin una palabra escrita, salvo la dirección.
Cuando mi madre tenía 5 años mi abuelo murió de un infarto. La vida se complicó desde entonces y mis tíos, jóvenes aún, tuvieron que espabilarse para hacerse cargo del negocio familiar. Mi madre, por ser la pequeña se quedó en casa a ayudar. Por eso siempre fue la confidente de mi abuela. Por aquel entonces las estancias en el campo duraban menos tiempo, pero ningún año fallaban.

Pablo seguía ejerciendo en el pueblo, así que cada nuevo verano, volvían a repetir la silenciosa comunicación visual. Tu abuelo supo un día que tenía cáncer. Llamó a mi abuela por teléfono y le pidió verla. Se encontraron en la ciudad y por fin, hablaron de lo que sentían. Mi madre acompañó a la suya a esa cita; aunque no oyó lo que decían, pudo ver la tremenda emoción de ambos dibujada en sus caras.

Tal vez el suyo, por ser un amor contrariado, había durado tanto. Su vida había transcurrido tranquila, en su lugar, como correspondía. Nosotros, ahora, no podemos entenderlo, pero entonces, las cosas no eran sencillas y las diferencias de clase y la obediencia a las familias era grande. Durante los terribles días de la enfermedad de tu abuelo, hasta su muerte, el quiso que ella lo acompañara.

Mis hijos no vienen ya a esta casa. A mí me gusta venir cuando puedo. El pueblo está cambiado, pero yo, al pasear por la chopera suelo pensar en todo esto que te he contado y me parece hermoso. La casona de tu familia se cae a pedazos, ¿no os interesa a ninguno?

- A mi mujer no le gusta el campo. Mi hijo vive en Boston. Acabaremos vendiéndola. Desconocía esto que me has contado. Luego decimos de las novelas. No sé si hoy sería posible una historia así. Me alegro de que tú la guardaras en tu memoria, ahora que ellos murieron. Se lo contaré a mi hijo. Sería bonito que no lo olvidara y pasara de generación en generación. Gracias por contármelo. Ha merecido la pena venir hasta aquí.

concursoderelatos
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  • 26 de Julio de 2009 a las 18:04
Las joyas del universo

Salí de mi habitación empapado en sudor. La temperatura en esa posición de la galaxia era insoportable desde que una serie de acontecimientos hizo que el astro rey se comportara de una manera mucho más agresiva, no estábamos acostumbrados a temperaturas tan extremas de donde veníamos. Caminé por el pasillo iluminado hacia la sala de estar, una sala de color blanco en la cual había una mesa grande rodeada por banquetas en las que nos sentábamos a charlar o a comer. Detrás había una cocina equipada para largos viajes, varios armarios y refrigeradores que contenían nuestra comida y utensilios diversos. Frente a la mesa, un amplio cristal de material extremadamente resistente presidía la sala. Era el cristal de observación, la ventana al exterior. La nave contaba con varios laboratorios y ventanas de observación, pero esa era mi favorita desde que nos detuvimos hacía una semana.

Miré a través del grueso cristal, observando el manto de joyas relucientes que se extendía ante mí.  Unas más grandes que otras, pero todas hermosas y diferentes. Nuestro trabajo era estudiar y recoger datos útiles sobre aquella cuya extensa mayoría de la superficie estaba compuesta del preciado líquido azul, aquella en la cual aún quedaba algo de vida. Supuestamente, mis primeros recuerdos procedían de Caelestis, cuando fui nombrado investigador interestelar por el gobierno de la pequeña pero creciente colonia. No recordaba demasiado acerca de mi infancia en aquel sitio, tenía la sensación o, mejor dicho, la certeza, de que las imágenes que se apilaban en mi memoria sobre mi infancia en Caelestis no eran más que recuerdos imbuidos directamente a mi mente en algún momento de mi vida, relegadas a un segundo plano, como si no tuvieran importancia y fuera del todo normal no ser capaz de recordar aquellos días.

Pero la verdad es que yo empecé a recordar cosas de una vida pasada, una vida fuera de Caelestis. Recordaba nadar en la playa, pero yo nunca había visto el mar. Lloraba la muerte de seres queridos, pero yo nunca tuve una familia. ¿Cuántos años tenía? Ni siquiera tenía clara mi propia existencia, hacía mucho que dejé de envejecer al igual que mis compañeros. Nunca comenté nada acerca de esto con los otros investigadores, mis compañeros, pues se suponía que así éramos nosotros. Pero un día, pude comprobar con horror como uno de los laboratorios de más difícil acceso de Caelestis tenía una entrada al llamado Centro de clonación. No pude atravesar la puerta, pues requería una tarjeta de acceso e intentar pasar por otros medios solo haría saltar las alarmas, y bastante me había costado ya infiltrarme en el edificio. Pero a través del cristal rectangular de la puerta observé cientos de cápsulas que contenían cuerpos, cuerpos humanos, como los nuestros. Estaban dormidos, esperando a terminar de componerse por completo para cumplir su objetivo en la colonia: ser lanzados al espacio y ejercer de investigadores en distintos campos, viajeros en busca de nuevos horizontes y vida, o eso ponía en los cuadros informativos de cada cápsula.

Aquello marcó un antes y un después en mi forma de ver la vida en la colonia. ¿Quiénes eran los civiles que habitaban Caelestis? ¿Eran también seres clonados, o eran simples colonos que afortunadamente habían podido elegir su destino? Después del fuerte shock que sufrí tras ver aquel Centro de clonación solo pude dedicarme a investigar por una vez sobre nosotros: que nos enviaban a investigar vida en otros planetas, en otras galaxias y sistemas, para poder hacer más cómoda la vida en nuestra propia colonia. No tuvieron suficiente con actuar de manera negligente con el planeta en que se engendró la raza humana, sino que además deseaban actuar de tal manera que solo unos pocos elegidos pudieran habitar el nuevo mundo, usando como si de máquinas de observación y recolección de pruebas se tratara a otros seres clonados a partir de... ciudadanos de la propia Tierra.

Tardé mucho en recopilar dicha información del banco de datos sin levantar sospechas. Sabía que mi verdadera vida estaba allí, en aquel planeta. Sabía que sus años de vida estaban más que contados, que nadie sobreviviría a lo que aún estaba por venir y que según nuestras investigaciones la Tierra era un lugar desértico en el cual las personas sobrevivían como podían, construyendo refugios climatizados en los cuales poder preservar la vida que quedaba y poder enviar más gente a Caelestis, mediante un convenio con la colonia, para poder seguir poblando el nuevo mundo y crear gente capacitada para las investigaciones y expediciones. Convertir nuestro planeta en una segunda Tierra y repetir la historia.

Pero ¿qué pasaría con la gente que quedara en la Tierra, los que no pudieran salvar su vida antes del fin? La colonia no tenía intención de evacuar absolutamente a todos los habitantes de la tierra, y mucho menos a los individuos usados para la clonación, ya no eran necesarios. Mi propia vida estaba en peligro sin que yo me hubiera dado cuenta, una vida sin ser mía, y yo me sentía culpable.

Según leí, cuando el sujeto experimental comienza a recibir recuerdos reales que estaban sellados en su memoria, cuando ya es consciente de la dualidad de su ser y de todo lo que ha sido convenientemente introducido en su mente, ya no sirve para su fin.  ¿Es éste nuestro nuevo envejecer? Sabían que la mente humana no podría desechar los viejos recuerdos tan fácilmente, y aún así procedieron con la clonación y preparación de seres humanos para su utilización en experimentos diversos allá en la colonia. Sabía que se acercaba mi fin, que prescindirían de mis servicios y, posiblemente, añadirían otra copia de mi ser a la investigación tarde o temprano. Mi vida no valía nada ya, mis recuerdos falsos y los verdaderos, todo lo que estaba en mi mente, era una copia de algo. No sabía siquiera si yo era la primera y única copia de mí mismo, ni si existía la muerte natural para nosotros, no podía llamar míos los recuerdos que de alguna manera u otra aún conservaba.

Miré una vez más la Tierra, deseando no solo que no desapareciera nunca, pues era la única imagen que me hacía querer seguir adelante como investigador evitando que supieran que ya no era un sujeto válido, sino que sus habitantes, yo y todos, tuviéramos algún día la oportunidad de poder vivir nuestra propia vida. En la Tierra o Caelestis, pero tener el derecho a no ser meros sujetos de experimentación.

Poder vivir y recordar.
concursoderelatos
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  • 26 de Julio de 2009 a las 20:34

 Nuestros nombres.

 

La luna está alta y crecida. Muchos comenzáis a sentir, como yo, que pocas veces más contemplarán nuestros ojos su paso. Nuestro tiempo es breve y, por mucho que no queramos, todos pasaremos, como pasaron aquellos a los que debemos nuestros nombres sin recordar los suyos. Esta última noche de reencuentro, dejadme que os hable de uno de ellos.

En días ya olvidados, justo una noche tal cual ésta cuando los días menguan y se arman de frío para devorar a los desvalidos, nació un niño a destiempo. Fue además doble el pesar de su venida, al morir desangrada la joven madre primeriza. Así, el señor del clan, al que llamaban el Prudente, prohibió dar nombre al niño hasta que no culminara cinco inviernos. Superó el frío pasando de pecho en pecho. Con un padre desconocido, el huérfano creció alimentándose de las sobras de varios hermanastros y pronto aprendió a identificar el reproche en las miradas de quienes amaron a su madre.

Corrieron los cinco inviernos. Pasaba mucho tiempo con los ancianos a los que servía mientras aprendía de ellos. Comenzaron a llamarlo el pequeño sabio. Las miradas acusadoras de mujeres y hombres fueron tornando en compasión ante su pasado. Los que fueron sus hermanastros comenzaron a llamarle simplemente hermano. Él sintió, por primera vez, el calor de saberse querido, lo que llevó a ser en un joven fuerte y a que en su corazón naciera el deseo de ser recordado.

Pronto lideró partidas de caza, pronto lideró expediciones contra incursores y desterrados, pronto lideró a su pueblo. Y muchas yacieron con él pero solamente una engendró un hijo al que trató como a los demás hijos del clan. Y todos le llamaban el Hombre, querido y admirado por todos. Y los pocos que no lo hicieron comenzaron a hablar apartados.

Pero poco necesitaron conspirar.

Llegó la hora de volver a las montañas para pasar el verano. Del grupo de exploradores enviado para informar sobre el estado de las cuevas, sólo uno volvió con terribles heridas que le causaron la muerte poco después de cruzar sus ojos con los del Hombre, con los de su padre. El tiempo apremiaba. Se juntaron cinco con el Hombre y partieron contra la fiera que había usurpado su hogar. Nada se supo de lo ocurrido. Días después regresó uno de ellos con su señor entre los brazos y lo dejó al cuidado del chamán y las sanadoras. Los cortes eran profundos, tenía rotos varios huesos. Durante varias noches sufrió los delirios propios de las peores fiebres. Fue llevado hasta las cuevas donde se encontraron con el cadáver de un oso y los de los valientes caídos. Nada dijo, aún el enfermo. Nada dijo el otro. Durante varias lunas no pudo más que permanecer esperando y en silencio. El otro contó que nada sabía, que había salido a por agua cuando sucedió todo. Pasó el verano atendido por primas y sobrinos, al abrigo de la cueva. Llegó de nuevo el momento de partir. Los ojos del clan se posaron en él, y sintió su respeto pero también su distancia. Todo había cambiado, ya no se sentía necesario. Aceptó el nuevo orden con su silencio roto solamente cuando se le pidió opinión o consejo.

Muchas estaciones pasaron y cada vez eran menos los que podía recordar los días en que no caminaba encorvado. Los pequeños le llamaban el abuelo, y pronto lo fue de todo clan y de todos los clanes, pues el tiempo parecía no querer llevárselo para humillar así el orgullo de su juventud. Y los días los pasaba enseñando a quienes quisieran aprender, viendo como apenas los niños se interesaban por su legado. Y supo entonces que, como todos, sería olvidado. Como lo fue el prudente señor que le negó un nombre, como lo fueron tantos que cayeron cazando o en defensa del clan, como tantos que ni siquiera nacieron, como nosotros al final lo seremos...

Los días volvieron a menguar, el final del verano estaba cerca. Aquella estación el abuelo permaneció en las cuevas. Mi padre, señor del clan, sabía que no habría forma de hacerlo salir y mucho menos que emprendiera el viaje. Así, ordenó que se ahumara carne, se recogiera agua y se apilara leña para que pudiera sobrevivir al invierno. Yo le pedí permiso para cuidar del abuelo. La determinación que vio en mis ojos alejó de si el miedo y aunque sólo contaba siete veranos me permitió hacerlo.

Cuando todos marcharon fui a las cuevas y le llamé. Su voz surgió del fondo de la caverna pidiendo agua desde lo más profundo, allí donde sólo los chamanes y comadronas pueden penetrar. Me adentré no sin miedo. Más allá de la leve llama que portaba todo era oscuridad. Él me apremiaba y me guiaba hasta el lugar más sagrado. Casi vertí el agua cuando aparecieron los primeros animales en las paredes. Su voz me sacó del ensimismamiento. Y allí estaba, en lo más profundo de la montaña, con pequeños fuegos, rodeado de ocres, ceniza y otros materiales que solamente conocen los que deben conocerlos. Y en la pared de enfrente una silueta esbozada. Cayó mi antorcha al suelo y él se volvió, cogió el agua de mis manos y sin más la mezcló con los oscuros pigmentos y continuó con su obra tras enviarme a por más agua.

Me convertí así en su ayudante. Le llevaba el material que me pedía, y pedazos de carne seca o algunos frutos secos que apenas probaba. Llegó el invierno. Él no salía de la profundidad de la tierra. Yo le llevaba lo que necesitaba, manteniendo vivos los fuegos. A veces paraba y me contaba viejas historias. Pero luego continuaba pintando un gran oso negro, y me gritaba si derramaba el agua o si el fuego no alumbraba lo suficiente. Me enviaba fuera y me prohibía que volviera hasta el día siguiente, como si pudiera medir ahí abajo el tiempo. Entonces escuchaba yo terribles gritos, pero obedecía y no entraba en la gruta hasta el siguiente amanecer, y al regresar había pintado trazos donde ni mi brazo ni el suyo alcanzaban. Lo encontraba, entonces, tendido en el suelo. Aprovechaba para hacerle comer y él se dejaba hacer por el niño que le ayudaba a incorporarse. Con el tiempo hasta me enseñó a dar trazos en la roca.

Sucedió pocos días antes del regreso del clan. El mural estaba prácticamente terminado. No eran los nuestros dibujos sagrados. Era una historia inmortalizada. La conquista de la cueva, la victoria frente al oso. Un homenaje a la brava bestia y los hombres que cayeron, mostrados a sus pies con mis esquemáticas líneas, en una gran mancha de sangre. Faltaba él, quien salió victorioso de la lucha junto a aquél que no se mencionaba en los relatos. Pero no se dibujó, y me ordenó que no permitiera que nadie lo hiciera. Y, entonces, se alzó por última vez apoyado en mis hombros y me agarró con fuerza del brazo. Hundía sus dedos en mi carne, me hacía daño. Sus ojos reflejaban el fuego de las antorchas. Cogió una. Avanzamos hacia la pared. Tuve miedo. Me dijo que extendiera la mano. Lo hice. La apoyó contra la piedra y acercó demasiado el fuego. Grité, forcejeé y lo tiré al suelo antes de salir corriendo. Salí a la noche serena. Comprendí. No quería hacerme daño, solamente ver mejor cuál sería el resultado. Poco después escuché el más terrible de los gritos saliendo de la garganta de la propia tierra. Regresé dentro. Volví a ver los alces y ciervos venerados. Y después, en las entrañas de la montaña, el gran oso negro, los hombres muertos en el charco de sangre, y a él arrastrándose en el suelo.

Observaba su obra. Sonrío. Yo no entendí el motivo. Nadie recordará nuestros nombres ni nadie sabrá de nuestros sueños cuando hayamos pasado, dijo. Cerró los ojos. Se dejó ir, por fin pleno. Miré la pared. Ahí, en la roca eterna, estaba la silueta de la mano del Hombre. Su mano, que permanecerá cuando ya no estemos. Su huella, nuestra memoria cuando ya no seamos.

 

 

concursoderelatos
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  • 26 de Julio de 2009 a las 20:38

Home do hunto.

 

El hombre se destocó al llegar a la taberna y puso sus manos frente al fuego, casi sin aire por la carrera, sobrecogido por la noticia.

 

-         Ha escapado el Manuel – dijo cuando no pudo soportar más la expectación de sus paisanos.

-         ¿Cómo puede ser eso? – preguntó Francisco, el tabernero, buscando apoyo con sus rápidos ojos y su pesada cabeza, como de plomo de carne – Miguel – dijo, apremiando al recién llegado - ¿Cómo puede ser eso?

 

El hombre se quitó el pesado abrigo, amamantado por la humedad de la noche, y se sentó en una mesa baja pidiendo vino con un golpe de su mano.

 

-         Lo dicen por todas partes – continuó, agradeciendo con una inclinación de cabeza el vaso que le pasaba el boticario mientras no llegaba otra jarra – “Han soltado al Sacamantecas”. “El lobishome se ha vuelto con el diablo”.

 

El padre Frasco apoyó la frente amurallada en los nudillos, chasqueando con los dientes, asqueado por el recuerdo del bautismo que ofició con sus manos y el agua bendecida que luego se demostró malgastada.

 

-         Alguna gente sabía de dónde vengo – dijo Miguel – Una señora que se hacía la importante me preguntó si es que nuestro pueblo no sentía vergüenza por haber parido a la bestia.

-         ¿Y no sienten vergüenza los de ciudad de la bondad de la Reina? Lo salvó de la horca porque decía que no tenía la culpa de ser un hombre lobo.¡Anda y los cojones! ¡Y pa qué sirven los fuegos! – el tabernero se enardeció, medio orgulloso de su pueblo, medio acomplejado por la verdad, pateando con la jarra de vino la mesa de madera - ¿Y no tienen vergüenza por haber dejado escapar al Sacamantecas?

-         Ese niño no andaba fino desde un principio – apuntó Bernabé, el leñador más viejo de Galicia. Tenía los párpados como de madera quemada y las manos medo cerradas, del hacha a la jarra y de la jarra al hacha, pero sus ojos eran muy sensatos, brillantes y casi nobles – Un niño no mira así a los corderos. Mi Catalina, que Dios la tenga en su gloria... – el padre Frasco asintió ante su mirada, más atento que dispuesto, para que el viejo continuara - ... fue la que lo vio aquella vez en el Prado de Cuernas. Estaba corriendo como un loco con las vísceras de un cordero en las manos. Tenía que ser un mozo ya... Andaba en pelotas el desgraciado. Cuando la Catalina le llamó, dijo que el mozo había hecho como para esconderse, o como para mentir... Pero no había qué mentira y entonces se puso a reírse y luego terminó mandándole un aullido a la cara, a mi Catalina, que volvió a la casa y me dijo que el niño de los Romasanta se había vuelto loco.

-         Y ya no le vimos más en unos años, ¿no fue así? – preguntó Miguel.

-         Se hizo buhonero – concluyo Bernabé, sacando a pasear la barba contra el pecho.

 

El padre Frasco alargó la mano y tuvo un vaso lleno antes de llevársela a la boca. Muchas veces bebía algo antes de decir. Tenía una fe de viejos ya; era comprensible.

 

-         Esta mañana he torcido la memoria de la Iglesia – dijo con desdén. Por su voz, pareció que ya había venido algo bebido desde la parroquia, aunque sus ojos eran serios y su color de Padre no había mejorado con ningún rubor – No me he atrevido a tachar su nombre del registro de bautismo ni a arrancar la página. Pero he puesto la letra “a” detrás de Manuel, para que parezca Manuela. Para que no parezca que el Sacamantecas nació entre nosotros.

 

Los parroquianos de taberna y de parroquia se devolvieron miradas de niño. Miguel, que era más hombre de mundo, y más hombre en muchos aspectos, tosió un poco para dentro y se dirigió al Padre:

 

-         Pero, eso no se puede hacer...

-         Pues ya está hecho – corrigió el Padre Frasco después de matar el vino – y no lo he inventado yo. No he sido yo el primero... – soltó una risita que sonaba demasiado cascada. Al Padre le debió parecer así, porque apremió con su mano para seguir bebiendo – ... ni seré yo el último que ha tocado un poquiño la memoria de la Iglesia para arreglar algún asunto.

 

El silencio duró más. Duró tanto que el tabernero se dio cuenta de que tenía algo que hacer detrás de la barra, alguna cuestión que necesitaba que agachase su pesada cabeza. El leñador más viejo de Galicia intuyó que, en algún momento, se había dado por zanjado el asunto, porque se giró en su silla y se puso a mirar los palos que alimentaban el fuego, como si pudiera hacer algún comentario profesional acerca del corte de la madera. El boticario tenía que volver a su casa.

Miguel se quedó frente al Padre, con la mirada del que está calculando algo y los labios del que no sabe calcular nada. El padre no parecía satisfecho con su actitud, pero aguantaba el pique, rodeando su vaso con las manos.

 

-         Pero, eso no se puede hacer... – repitió Miguel, probando suerte.

-         Pues ya está hecho – repitió el padre Frasco.

-         Y el alguacil, entonces, puede borrar los registros para que no parezca que Manuel Romasanta se escapó de su cárcel. Y la reina puede mandar que se borre donde esté escrito que pidió el indulto... si el Manuel vuelve a las andadas. Y, si lo apañamos un poco más, El Sacamantecas nunca ha matado a nadie. ¿Nos olvidamos todos, o que carallo pasa?

 

El Padre se levantó. Miró al tabernero y este le indicó con el gesto de siempre que no había cuenta que pagar. Miguel seguía encorvado y mirándole, como un cuervo tímido que le sale la cabeza de las alas. Un cuervo descarado, sacrílego, más hombre que un hombre.

 

-         Dios te oiga – respondió el Padre Frasco encajándose el sombrero.

 

Y se fue de allí sin alardear de pasos ni de sotana, manteniendo las puntas de los dedos unidas frente al pecho, abriendo la puerta de la taberna como si fuese una cortina. Miguel negó dos veces con la cabeza, una más de lo sensato para un creyente. De repente, sentía apestado el gusto del vino en la lengua y se escupió ese gusto acertando en el suelo, lejos de su bota, cerca del fuego.

Los presentes miraron el gargajo como si fuese una patada en la barriga de alguien, pero no hicieron ningún comentario. Hicieron como si no existiera esa mancha de sangre de uva y volvieron a ocuparse de sus asuntos. El tabernero a su taberna, el leñador a su fuego y Miguel a su vino.

 

 

concursoderelatos
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  • 26 de Julio de 2009 a las 21:06
RECUERDA

1

Los pasillos del hospital estaban sumidos en la penumbra cuando los dos hombres llegaron a la planta de neuropsiquiatría. Nada más verlos, la enfermera de guardia se interpuso en su camino, pero uno de los hombres sacó la cartera del bolsillo de su americana y se la enseñó, haciendo que ésta se apartase de inmediato.

- Es la última vez que me arrastras a una de tus locuras –  exclamó el más bajo de los hombres, mientras encendía un cigarrillo.

- No deberías fumar aquí, esto es un hospital – le reprochó su compañero.

- Tampoco debería estar aquí a las dos de la mañana. Esto no es una buena idea.

Los hombres llegaron a la puerta de uno de los despachos y, tras forcejear unos segundos con la cerradura, entraron en su interior.

- ¡Tengo una corazonada!

- ¿Una corazonada? ¡Por el amor de Dios, somos policías! No trabajamos con corazonadas, sino con pruebas y evidencias, y en este caso las hay tan irrefutables y sólidas como una pared de hormigón.

- Yo no estoy tan seguro.

- ¿Que no estás seguro? Fue el propio doctor Robertson el que llamó a la comisaría diciendo que acababa de asesinar a su mujer. Cuando la patrulla llegó, le encontraron con el arma homicida en la mano y cubierto de sangre. Pero eso no es todo; el individuo relató con pelos y señales como acaba de asestar doce puñaladas a su esposa, justo antes de intentar suicidarse cortándose la yugular. Yo le hubiese dejado desangrarse y nos hubiésemos ahorrado un juicio.

- Hay varias cosas que no cuadran. Los de la científica han dejado bien claro que alguien limpió el cuerpo y lo cambio de lugar.

- Pudo hacerlo Robertson.

- ¿Para qué, si pensaba confesar el crimen?

- Cualquiera sabe lo que pasa por la cabeza de esos locos. Se trata de un caso de violencia doméstica de manual.

- Hemos interrogado a los vecinos y jamás le vieron o escucharon discutir con su mujer, todos describen al doctor como un hombre tranquilo y nada violento.

- También describían así al estrangulador de Boston.

- ¿Y qué me dices de su comportamiento al despertarse en el hospital? Recuerda cómo mató a su mujer hasta en el último detalle, pero no tiene ni idea de por qué, ni tampoco recuerda haber manipulado el cuerpo de forma alguna.

- Puede ser una estratagema de la defensa, probablemente quieran alegar una demencia e intentar evitar así la pena capital.

- No lo creo, tengo la sensación de que dice la verdad.

- ¡Pues si dice la verdad es un asesino y punto!

- No es tan fácil. Creo que él piensa que lo que dice es cierto, pero no estoy tan seguro de que realmente lo sea.

- Todo esto es por esos estudios que hacía en este hospital ¿no? 

- ¡Claro! Si Robertson llevaba a cabo una avanzada investigación sobre la creación de recuerdos falsos, no es descabellado plantearnos la posibilidad de que a él mismo le hayan manipulado. Esta noche estuve repasando su expediente y encontré el nombre de su ayudante de investigación: el Dr. Maserlitz. Pensé que sería interesante ver si encontrábamos algo en su despacho.

- Pues en los cajones no hay nada de nada, tan sólo un montón de papeleo del hospital – concluyó malhumorado uno de los hombres, dando por terminado su registro. 

Los policías se acercaron a la mesa del despacho, donde se encontraba un ordenador portátil.

- Necesitamos la clave.

- Creo que la tenemos. Robertson no paraba de repetir en la cama del hospital la palabra “recuerda” como si fuese un mantra.
Introdujeron la clave y el ordenador cobró vida dándoles acceso total a su contenido. Los dos hombres lo examinaron detenidamente. Mientras en la mirada de uno de ellos se dibujaba una sonrisa de satisfacción, la del otro mostraba un asombro infinito.

2

Acababa de amanecer y Robertson se encontraba acostado en su cama del hospital, cuando llegaron los detectives.

- Venimos a contarle algo que quizá le cueste creer – empezó a relatar el más alto de ellos -. Creemos que usted no mató a su mujer.

- ¿Cómo?  - preguntó Robertson – Eso es absurdo, ya les he dicho que yo la apuñalé, aunque no recuerde por qué. 

- Eso es lo que usted recuerda, pero no es lo que de verdad ocurrió – insistió el detective.

- ¿Qué quiere decir?

- Usted me dijo que dirigía un estudio sobre la creación de recuerdos falsos.

- Es cierto – admitió Robertson - Todas las personas generamos, sin ser conscientes de ello, falsas memorias que incorporamos a nuestra sique como si fuesen reales. El Dr. Maserlitz y yo estudiamos los mecanismos que lo hacen posible, para intentar crear una técnica que permita inducir recuerdos a un individuo, con la intención de transformar vivencias traumáticas en positivas y poder así ayudar al tratamiento de enfermedades siquiátricas.

- ¿Y cómo de avanzado está su estudio?

- Bueno… - dudó Robertson -,  hemos ultimado un prototipo de inductor de recuerdos, pero aún no hemos empezado la fase de ensayos.

- Creemos que el Dr. Maserlitz la empezó con usted, implantándole los recuerdos del asesinato en su mente.

- ¡Eso es imposible! – repuso Robertson -. Mis recuerdos son demasiado vívidos, sin fisuras…, además ¿por qué haría una cosa así?

- Ayer examinamos el portátil de Maserlitz y encontramos un email de su mujer en el que se negaba a tener relaciones con él. Su ayudante la acosaba desde hace meses, y ella le amenazó con contárselo a usted. Maserlitz decidió asesinarla e implantarle los recuerdos del asesinato, para que se auto inculpase, así evitaba la amenaza y se quedaba, además, como director de la investigación. Es curioso que fuese tan inteligente para organizar un crimen así y, sin embargo, fuese tan inocente de dejarlo todo reflejado en su propio ordenador.

- ¡No puedo creerlo! – exclamó Robertson -. ¿Le han detenido?

- Me temo que ha muerto – repuso el policía -. Cuando fuimos a su casa esta madrugada, perdió la cabeza y comenzó a gritar incoherencias; admitió haber manipulado su memoria, pero a la vez decía ser inocente. Quisimos reducirle, pero intentó arrebatar el arma a uno de mis compañeros y ésta se disparó. Murió en el acto.

3

Robertson pasó el resto del día sin salir de su habitación, sumido en la confusión. Esperó a que las enfermeras del turno de tarde dejasen paso al personal mínimo de guardia de la noche, para coger una bata y salir al pasillo. Mirando a un lado y a otro, se aseguró de que nadie le hubiese visto y avanzó lentamente hasta alcanzar la zona de los despachos. Cuando llegó a la puerta que lucía el nombre de Maserlitz, se introdujo en su interior. Llegó hasta el ordenador y lo encendió.

Cuando vio llegar a los policías esa tarde, supo que su plan había funcionado. Tras descubrir que su mujer le engañaba con su mejor amigo y compañero, Maserlitz, su interior se alteró profundamente. Siempre fue alguien sosegado y racional, pero la traición de las dos personas que más amaba, despertó una parte de él que desconocía. Con rapidez ideó un plan para asesinar a su mujer y culpar a Maserlitz. Era un plan sencillo y limpio; simplemente la mataría y confesaría el crimen, luego bastaría con plantar la semilla de la duda mediante pequeños detalles e incoherencias, para que algún policía ansioso de hacer méritos decidiese investigar más. Sus estudios sobre la alteración de la memoria y la colocación de unos documentos apropiados en el ordenado de Maserlitz, harían el resto. Y todo había salido según lo planeado; todo menos un detalle que le inquietaba: ¿por qué Maserlitz había confesado a la policía que le había alterado la memoria?

Robertson navegó por los documentos privados de su ayudante hasta llegar a un fichero etiquetado como “Recuerda_la_verdad”. En él encontró las respuestas que buscaba.

“Si lees este documento, Robert, es que todo ha salido bien. Ante todo, recuerda que hace unos años te presentaste voluntario para ser el primero en probar la técnica de implantación de recuerdos. Pues bien, hace una semana te implantamos un recuerdo, que a estas alturas pensarás que es real. Te inducimos la certeza de haber descubierto que yo y tu mujer mantenemos una relación. Perdona la broma, pero siempre he querido saber cuál sería tu reacción…”.
concursoderelatos
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  • 27 de Julio de 2009 a las 1:24
EL ÁRBOL, EL MONTÍCULO, EL DÍA QUIETO Y CÁLIDO...

La luz del sol entraba a raudales por la ventana de la cocina.

Laura sonrió y apartó ligeramente las cortinas, para mirar la calle, retocándose los largos bucles color miel que había estado peinando durante horas. Ese día, además, estrenaba vestido, blanco, con gigantescas flores azules que parecían extenderse hacia todos lados como acuarelas con vida propia. ¡Qué feliz se sentía! Papá, mamá, la abuela, habían dicho que estaba muy guapa. Lucía se había limitado a poner gesto de desagrado. Pero, bueno, no esperaba otra cosa; las hermanas eran un incordio, por definición, seres creados para torturarte. Y los gemelos eran aún peor, tan semejantes en apariencia, tan diferentes siempre, buscando continuamente cómo hacerte enfadar...

¡Mira que ocupar el cuarto de baño durante tres horas, como si fuese su única dueña! ¡Y ese día, precisamente ese día!

Hacía tantas cosas mal, últimamente, Lucía. Como…  Dudó, frotándose la sien. Había algo, algo que se estremecía en el fondo de su mente, algo que había ocurrido, algo importante, tremendamente importante…

Terrible…

Pero se le escapaba, una y otra vez, como arena entre los dedos...

¡Cuánto sol, cuánto sol, y sus padres, y la abuela, iban a conocer por fin a Raúl! Llevaban seis meses saliendo, ya iba siendo hora… “Así comprobaréis que es bobo”, había dicho Lucía, con desdén. Los demás hicieron como si no hubieran oído, y Laura ni siquiera se tomó la molestia de contestar o pellizcarla. ¿Qué importaban sus palabras motivadas por la envidia? “El tontainas ese”, le llamaba papá, aunque en él sonaba distinto, lo hacía para hacerla rabiar, en broma, y luego reía, reía, y la arrastraba en su risa, y todo era tan hermoso…

Raúl era un chico estupendo, seguro que iba a gustarles. Y ellos se querían… No se iría, no… Nunca la abandonaría… Estaba tan guapo, tan rubio…

Tan serio.

¿Quién eres tú?

El árbol, el montículo, el día quieto y cálido…

(Lucía quería estudiar Medicina)

Laura agitó la cabeza, intentando recordar, acosada por aquellas extrañas imágenes, sombras vagas, movimientos repentinos, confusos... Finalmente, lo dejó pasar porque escarbar en aquella parte de su memoria le provocaba una especie de agujero negro y frío en el estómago, una sensación tremendamente desagradable. ¿Tenía que ver con Lucía? ¡Seguro que sí…! ¡Maldita, maldita, maldita fuera! Estaba resentida, totalmente enferma de celos. Según vio a Raúl, lo quiso sólo para ella, únicamente para ella… Quizá ni siquiera le gustaba de verdad, era sólo el quitárselo, el arrebatárselo, como siempre se lo quitaba todo, juguetes, libros, ropa… Laura apretó los labios, irritada. Desde niña había sabido que Lucía odiaba tener una gemela, un reflejo. Siempre intentaba actuar como si fuese única, como si ella no existiese…

(Manejaba bien el cuchillo…)

La luz del sol se extendió hacia el pasillo, incidiendo en el retrato familiar que colgaba de la pared. Estaban todos: papá, mamá, la abuela, ella… Rostros tan amados y tan conocidos… Fue hacia él, a mirarlo más de cerca, y se sobresaltó al darse cuenta de que, en la penumbra, había alguien. Ah, qué tonta. ¡Si era la abuela, que también estaba nerviosa, como ella, por la visita de Raúl, claro! Laura sintió que la envolvía una ola casi sólida de puro amor, una sensación sublime, dulce, muy dulce.

Amarga…

Qué congoja…

La quería tanto, tanto, tanto... La abuela la amaba intensamente, de esa forma que no puede fingirse, a ella, sólo a ella, únicamente a ella. Jamás hacía que Laura se sintiese inferior, ni imperfecta, como si no fuera más que la mitad oscura de algo mejor, algo completo. “No existes, no existes”, se burlaba Lucía, con su rostro de tiza… “Sólo existo yo”.

No podía recordar lo que hizo Lucía. ¡No podía! ¡No quería! Abuela la ayudaría, seguro, podría consolarla, porque había sido algo terrible, terrible, y necesitaba su calor, su amor, sus palabras diciendo que todo terminaría pasando, que todo se olvidaría... Pero, esa mañana, Abuela parecía tan extraña, tan triste, tan perdida… Tanto como aquella vez…

¿Dónde está Raúl?”, volvió a preguntar. Sus ojos reflejaban el árbol, el montículo, el día quieto y cálido… Acusaban a Lucía, aunque los labios no pronunciaron palabra. 

Laura se estremeció. No lo sabía. ¡No lo sabía! ¡No conseguía recordarlo! ¡Y no quería pensar en eso! Empezó a hablar con Abuela como a borbotones, gesticulando mucho, riendo mucho, intentando animarla y hacerla olvidar. Quería tratar únicamente de cosas felices, alegres, luminosas. Le recordó que venía a comer Raúl, el chico que le gustaba, que se lo iba a presentar por fin a papá y a mamá, y a ella, a ver qué les parecía. ¡Le quería tanto, tanto! Sí, lo sabía, tenía que estudiar mucho. Así podrían pasar un buen verano, otro buen verano en la casita del pueblo, junto al bosque, donde el aire olía a menta y yerbabuena, los colores refulgían con más fuerza, y los sonidos llegaban lejos, intensos, hermosos… Sonrió a la abuela, deseando que pudiera ir también, con ellos, como cada año.

¿No?

Laura sintió unas profundas ganas de llorar. Abuela… ¡La echaba tanto, tanto de menos, cuando no estaba, desde que no estaba…! Era un dolor sordo que fluía abrasando sus venas, siempre con la misma fuerza que el primer día, diminutos cristales que la desgarraban por dentro. Algo que paralizaba su corazón, un peso terrible, en el pecho…

Se acercó a ella, deseando estrecharla con todas sus fuerzas entre los brazos. De pronto necesitaba hacerlo, ya, de inmediato… La abuela la miró con inmenso amor, y también se acercó a abrazarla.

Pero… ¿qué era eso…? ¿Un cristal? ¿Por qué había un cristal en medio, separándolas? ¿Era una ventana? 

Ah, no… era un espejo.

Un espejo…

Laura parpadeó, comprendiendo repentinamente…

Esa mujer consumida que se miraba a sí misma con ojos espantados, era ella. Esa anciana de expresión asustada y perdida, la boca temblando por el asombro, era ella. Sin acabar de creérselo, se llevó una mano al cabello, el halo ridículo de greñas blancas que rodeaba  su rostro flaco, dibujado en líneas cada vez más duras, más rígidas, como si se estuviera asomando progresivamente su calavera para hacer alguna clase de anuncio… La mano descendió por su mejilla y tocó con dedos trémulos la tela ordinaria de su bata casera, cubierta de grandes flores mustias, apagadas tras tantos y tantos lavados. Ramos fúnebres adecuados para el cuerpo macilento que ocultaban.

¿Qué había pasado? ¿Cómo había pasado? ¡Sus hermosos rizos color miel, su vestido nuevo de vibrantes flores azules, la emoción de aquel lejano día…! ¿Dónde estaban, dónde? Papá, mamá, Raúl, abuela…. Todos muertos, todos arrastrados por el paso de los años hacia el rincón polvoriento del olvido, el lugar donde los detalles se desdibujan hasta perderse por completo, convertidos en un recuerdo lejano, en desolación…

Todo se fue, todo se le escapó repentinamente de entre los dedos, disipándose en un terrible segundo con el tiempo de toda una vida.

Si al menos hubiera sabido aprovecharla…

Diminutos cristales, que la desgarraban por dentro…

Raúl se fue, con una frase breve (“No lo soporto más”), con un destello metálico que se llevó su vida en una lluvia escarlata. Caminó hacia el árbol, hacia el montículo, hacia el día quieto y cálido… Fue Lucía, Lucía, que no quería dejarlo escapar. No iba a permitir que la abandonara…

Todo se había ido. Todo estaba perdido…

Negro. Intensamente negro. Negro profundo, negro piadoso…

¿Qué pasaba? ¿Se había quedado dormida? ¿Y qué hora era? ¿Estaba la comida lista? Raúl iba a llegar en cualquier momento, y tenía que volver a la oficina.

Se sentía rara…

Vaya, había visitas. Oyó reír a Raúl, en la cocina, abriendo una botella de vino. “¡Lucía!”, gritó, llamándola. “Lucía, ven, cariño, vamos a brindar” Ella se estremeció. ¡No! ¡No era Lucía, no era Lucía, era Laura, Laura, Laura…! ¡Era inocente…!

Un rayo de luz surgió por la puerta de la cocina, iluminando la penumbra del pasillo.

¡Cuánto sol, cuánto sol, y sus padres iban a conocer por fin a Raúl…!

Pero, ¿por qué lloraba esa anciana…?
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concursoderelatos
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  • 27 de Julio de 2009 a las 10:08
CUANDO CLARA RECUERDE



Paciente: Clara Buendía Armestos
Edad: 34 años
Síntomas: Amnesia severa en período de gestación. Pánico al vacío mnémico. Sustitución de lagunas con recuerdos plausibles pero falsos.
Diagnóstico: Hipermnesia confabulatoria
Tratamiento: No existe. Terapia de control.

La paciente acude a la consulta remitida por la unidad de trastornos mentales tras episodio psicótico. Presenta asociaciones mnémicas entre eventos vividos y elementos extraídos de entornos no vivenciales. Es claro el desarrollo de una memoria paralela que sustituye las lagunas amnésicas. Hasta la fecha se han identificado al menos dos ejemplos de recuerdos falsos.

     - Sé que le resulta difícil creerlo, Clara, pero usted no está embarazada. No lo ha estado nunca; aunque cierre los ojos y sea capaz de describir la ecografía de su hijo, las náuseas del primer mes o la cara de su ginecóloga. Nada de eso es cierto. No es verdad que tuviese una amenaza de aborto aunque esté segura de haber sentido dolor. Clara, su cabeza se está protegiendo; ha empezado a inventar…

Cuando Clara escuchó al neurólogo, se agarró a la garganta con fuerza esperando atravesarse la carótida con las uñas y morir allí mismo. Pero no lo hizo. Y deseó también saltar por encima de la mesa y arrancar la carótida del médico con los dientes. Pero tampoco lo hizo. Se quedó allí, sentadita, quieta, como una niña buena, mientras le contaban que iba a olvidarlo todo y que, como no iba a soportarlo, su cabeza se inventaría un pasado nuevo. No protestó, no lloró, no gritó, no hizo nada que no fuese portarse bien aunque estuviese oyendo que, poco a poco, se iba a quedar sin pasado.

Cuando Clara llegó a casa aquel día, quiso empaparse de lo que iba a perder. Como si se moviese de pronto bajo el dictado de un cronómetro invertido, rebuscó en los cajones con el peso de la cuenta atrás sobre sus espaldas. Leyó las cartas de aquel primer novio de los quince, revisó su cajita de recuerdos, sus álbumes de fotos, sus folletos de vacaciones, sus boletines de notas, su anillo de pedida… Se empachó de pasado hasta donde pudo y ahíta, con el vientre psicosomáticamente hinchado, terminó por llorar con tanto dolor que incluso a Dios le dio pena (aunque no hizo nada).

Cuando Clara dejó de llorar, ya de madrugada, se sentó en el medio y el medio del sofá, con los pies subidos y las rodillas dobladas, abrazándose las piernas para no desmontarse. Pensó despacio en lo que iba a pasarle, pero no en la pérdida de memoria sino en aquello de sustituir los recuerdos por otros nuevos. Eso hacía posible, por ejemplo, que mañana papá ya no fuese papá o que alguien a quien acabase de conocer, apareciese en su cabeza como alguien conocido. Se esforzó en ver el lado positivo de reinventar lo ya vivido, de reescribir tu propia vida, pero siempre acababa pensando lo mismo: no es el futuro quien nos da sentido, sino el pasado. Identidad.

Cuando Clara se dio cuenta de que había amanecido, cerró todas las persianas del piso apurada. Acababa de tomar una decisión y ahora tenía prisa. Así que rebuscó de nuevo entre las fotos, se llevó algunas, cogió un boli y se sentó en la mesa de la cocina. Eligió una (papá y mamá cogidos del brazo en la boda de ella), la miró un momento, la volteó y empezó a escribir:

“La primera vez que papá me tocó, tenía seis años. Los mismos que tenía la primera vez que mamá se calló. Porque aquel día, cuando le conté lo que papá me había hecho con los dedos entre las piernas, mamá me cruzó la cara con la boca cerrada”.

Cuando Clara dejó de escribir, tenía dos docenas de fotos con su sinopsis en el reverso. Papá y sus “ven a jugar con papi, cariño”, mamá y sus bofetones a destiempo, Fermín abandonándola después de hartarse de follar fuera de casa mientras le decía por teléfono que llegaría tarde, su clase de COU cantándole “gorda rellena de pan y jamón”, Agustín queriéndola durante años a base de cálidos “eres una inútil” y tiernos “me das asco”… Las miró despacio y las leyó. Por un momento, dudó si todo lo que había allí escrito había sucedido en realidad; si no sería más que otro embarazo de aire. Pero sintió tanto vértigo que su cabeza, en un doble tirabuzón por la supervivencia, se negó a aquella posibilidad. Así que metió las fotos en un sobre y las guardó en el bolso porque el plan era llevarlas siempre encima.

Cuando Clara recogió todo, se metió en la cama sin mirar qué hora era. Se acurrucó y lloró quedamente durante mucho tiempo. Y después pensó que sí, que su vida era una mierda, pero que era suya. Que no iba a dejar que nada se la quitara. Y que por encima de todo, haría lo posible para no olvidar lo bastante como para ser capaz de querer a quien no lo merecía.

Y recordando que iba a olvidarse, se durmió.
concursoderelatos
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  • 27 de Julio de 2009 a las 12:07

 

 

Mi primer recuerdo

 

 

La vida me concedió su gran fortuna en forma de una madre ejemplar y tierna, de un entorno armonioso, donde me fui desarrollando sano como un niño feliz, simplemente por tener en abundancia todo lo que yo necesitaba, lo que pocos tenían: el cariño desinteresado de unos padres, la dedicación de una madre generosa.

Disfruté de una niñez y adolescencia equilibradas, perfectamente dirigidas por mis progenitores y profesores, divertida y desenfadada entre mis abundantes conocidos, compañeros y elegidas y compatibles amistades.

La juventud estuvo marcada por un amor precoz correspondido, escasos desvelos y la elección acertada de mi profesión. Posteriormente, también por mi matrimonio y el nacimiento de mis cuatro hijos, a los que adoramos y educamos con rectitud, sobriedad y justicia.

El tiempo fue pasando, y todos creciendo con él, perdiendo y ganado cosas mejores y peores que las que teníamos. Cada cual fue tomando su acertado camino, entre esporádicos altibajos y pequeñas rebeldías. Entretanto, mi madre, observadora entre nosotros, jovial y dulce, iba poniendo orden, cuando era preciso, disfrutándonos, disfrutándola nosotros a ella por encima de todo, en particular yo.

Por desgracia, mi padre murió y mi madre fue perdiendo su lozanía, su ternura, y adquiriendo desconfianza en quienes la rodeábamos. La notaba alejarse de mí, con angustia. El dolor por su creciente desamparo y mi desahogada economía me hicieron restringir mi horario laboral, para pasar más tiempo a su lado (mi mujer y mis hijos trabajaban de forma desmedida). Entre la cuidadora y yo nos repartíamos la tarea. Me dediqué a recordarle nuestras pasadas vivencias de forma escueta, esperanzado en que reaccionase como se preveía. Pero no era posible. Nada de lo que le decía y hacía volvía a acercarla a mí, nada le producía la sonrisa ansiada por todos. Parecía querer dejarse arrastrar hacia el limbo. Su creciente mudez y apatía me abrumaban, asustándome con frecuencia. Tampoco reaccionaba bien a la medicación. Me volví algo taciturno, desconfiado, gruñón como ella, en ocasiones. Debido a esa ambivalente situación, se iniciaron disputas familiares que mi mujer paliaba con infinita mano izquierda. Vivimos en ese estado de altibajos algunos años, simulando paciencia y alegría por mi parte y la del resto de la familia, mientras el deterioro en mi madre se producía como un taladro. Por suerte, el inesperado desajuste familiar se fue encauzando gracias al cariño y la comprensión.

 

Pero… aquel amargo anochecer la percibí como a la anciana que era. La sentía desvalida. Me miraba con sus ojos limpios bien abiertos, llenos de lágrimas, y con una expresión de súplica y desgarro. Y, de inmediato, entendí lo que no salía de sus labios. La cogí en brazos. La llevé a la cama. Le puse su camisón favorito. Dejé una luz tenue encendida. Me tumbé a su lado. Solos ella y yo, por fin, muy tranquilos, como entonces. La puse sobre mi regazo y comencé a contarle con voz queda el primer recuerdo de mi vida, ése que nadie conocía, ése que había sido mi secreto, el único vivido intensamente entre ella y yo hacía años. Mientras la acariciaba, yo iba notando como si se redujese su cuerpo, como si entre mis brazos hubiera un bebé succionándome ternura.

Y le musité:

–Aquel día, madre, y partiendo del conocimiento que fui adquiriendo al crecer, sé que oía con claridad el ir y venir de unos pasos, voces de mujeres con diferentes timbres, palabras cuyo significado ignoraba, mientras sentía mi cuerpo girar sobre sí mismo flotando en el líquido que me amparaba. No sabía qué sucedía, ni a quiénes pertenecían aquellas voces, en ocasiones intercaladas con gritos desgarradores que me provocaban una sacudida. Y yo con mis ojos cerrados, con mis manos apretadas sobre ellos, a modo de protección. Y mi cuerpo encogido, intentando desdoblarse, hasta que una fuerza interna lo hizo deslizarse por una especie de túnel que presionaba mis huesos y carne, hasta conseguir sacarme de aquel plácido cobijo, ése que era sólo tuyo y mío, nuestro, en donde me fui formando sano durante nueve meses, a través de tus nutrientes, del líquido templado y de suaves vaivenes. En un instante, y entre lloriqueos, pasé de la oscuridad a la luz, de la templanza al frío. Las voces se hicieron más perceptibles. Noté un corte, manos rozando mi cuerpo, agua atemperada, telas en mi piel. Luego, de nuevo otros brazos mullidos, un regazo acogedor, tibio: el tuyo, madre, el que me acogió sin reservas, el mismo regazo que siempre me brindaste durante mis desvelos infantiles y ansias juveniles, ése que añoro tanto últimamente. Recuerdo que abría y cerraba los ojos, torpemente. Veía como desdibujado el óvalo del que después supe era tu bello rostro. Quedé succionando. Mi boca atrapaba la savia de la vida a través de tu pecho. Después escuché sólo tu voz suave en mis oídos, entre beso y beso, entre caricias que fortalecían y relajaban hasta conducir al sueño. Y me sentí muy confiado.

Mientras se lo contaba, ella sonreía.

Tras mi confesión, mi madre, débilmente, se fue refugiando más en mí. Supe que me entendía. Se mezclaron nuestras lágrimas a través de las mejillas, entre besos, nostalgia y resignación tan suaves como su piel.

Entonces, mientras yo le musitaba lo guapa y buena madre que había sido, escuché, en su último momento de lucidez, su inconfundible voz, la misma que había dejado de guiarme hacía tiempo y tanto añoraba. Sonaba muy tenue, temblorosa, apagándose después en un hilo casi imperceptible. Serena, y con leve sonrisa, aseguró (y lo plasmo con sus mismas palabras, las que quedaron grabadas en mi mente), abriendo y cerrando sus párpados:

–Hijo querido, veo tu óvalo desdibujado, pero noto la tibieza de tu regazo, el más confortable tras la muerte de tu padre. Este momento me recuerda el maravilloso día que naciste, el instante que te arrimé a mi pecho. Ahora siento como si me adentrase en un túnel largo pero placentero, tanto como debe ser el útero materno para todos. Estoy bien… Queda tranquilo… Bé…sa…me, bé...

Y le di el beso más duradero dado a nadie en mi vida.

Se perdió su voz. Por fin, el definitivo silencio se instauró entre nosotros. Me reconfortó saber que su memoria estaba menos dañada de lo que todos creíamos y, sobre todo, que su último recuerdo coincidía con mi primer recuerdo.

 

Con el paso del tiempo, se demostró que su voz fue la guía de mi vida, la que siempre me transmitía acertadas recomendaciones, la que me orientaba adecuadamente, dándome en su momento la ternura justa que un ser necesita para desarrollarse en plenitud y equilibrio, para soportar con mansedumbre horas dramáticas como aquéllas.

A pesar del gran dolor padecido por su ausencia, he podido reordenar mi vida con la ayuda familiar, sobre todo con la de mi paciente mujer.

 

Dicen que mi primer recuerdo no puede ser real, que debe ser una fantasía, algo que oí contar a alguien. No lo sé ni me importa. Sólo sé que he vivido amarrado a él todas mis décadas y que me ha dado gran fortaleza frente a las adversidades. Sé que a mí me sirvió para entrar en la vida y afrontarla con determinación y aplomo, y a mi madre para salir de ella con su dulce sonrisa, con sigilo y serenidad, como ella siempre había pedido.

 

 

concursoderelatos
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  • 27 de Julio de 2009 a las 22:18
R O S A    S I N    P É T A L O S


Sus ojos se llenaban de lágrimas. Sus mejillas se enrojecían, los labios le temblaban y su nariz moqueaba. Su rostro era sólo iluminado por la pantalla del televisor, proyectando la vieja cinta VHS que tantos años había visto pasar.

Su padre cogiendo orgulloso a su bebé, la hija que hoy sólo le podía ver atrapado a través de un cristal. Su madre riendo, sus tíos y abuelos orgullosos contemplándola. Todos aquellos a los que la hoy mujer tanto añoraba, los que ya no existían. Su hermana dándole un beso a la frente a la pequeña, cuando aún no era una sombra de su pasado. Cuando todo era luz.

Media hora después, eran las imágenes de su vida reciente las que cortaban la oscuridad de la solitaria salita de la casa. Era su marido recién casado. Era él, en aquel mismo salón. Tan tangible, tan hermoso, tan... borroso. Borroso por la cortina de lágrimas que bajaba como una cascada por los párpados de la mujer, observando impotente el mágico momento en que los dos felices recién casados grababan lo que se convertiría en su nuevo hogar.

Aquel hogar que sólo medio año antes iba a cobijar a una familia feliz. Que pronto iba a ver nacer a un niño, y albergar felicidad entre sus paredes. Pero llegó el día en que todo se convirtió en ceniza.

Cuando ella se ausentó, por malestar propio del embarazo, de aquella reunión familiar que acabaría con la casa incendiada, días después se sintió capaz de salir adelante. Cuando su marido, volviendo del trabajo, sufrió un accidente de coche que le mató, el shock fue tan fuerte que su bebé expiró en su vientre a falta de meses para su concepción. 

Todo dejó de tener sentido para ella. Las vías llegaron a su final aunque el tren continuara con el viaje. Su existencia era una rosa sin pétalos, un Sol sin luz, fe sin Dios. Sus amigos dejaron de existir, su trabajo, sus aficiones... ella misma pasó a tener la sensación de no ser, de vivir en un limbo confuso, irreal. Tras semanas de refugiarse en su pasado sin salir de casa despreciando cualquier intento de ayuda por parte de los pocos a quien importaba, ese día tuvo un arranque de lucidez.

Apagó el televisor con la cara completamente mojada y las fosas nasales taponadas. Fue a su ordenador y canceló todas las cuentas que tenía abiertas en blogs, mensajería instantánea, redes sociales... posteriormente, marcó en su móvil el número de teléfono del único amigo que le importaba en aquel momento.
   -Jose.
   -Alba, ¿cómo estás?
   -¿Recuerdas cuando me hablaste de la terapia electroconvulsiva?
   -¿Qué? ¿A qué te refieres, Alba? Pensé que por fin querrías que te ayudara... no te cobraría nada mujer, ¡somos amigos!
   -No necesito ningún psicólogo ahora mismo, Jose. Necesito olvidar. Olvidar para siempre.
   -Alba, no voy a hacerlo. La terapia electroconvulsiva no es ninguna broma, sólo se usa para el tratamiento de epilepsia grave.
   -¿Prefieres que acabe con mi vida, Jose?
   -¡Alba!
   -Mi existencia ya no tiene ningún sentido. Hazlo por mi, por favor.
   -...Está bien, Alba. Sólo dime una cosa.
   -¿Cuál?
  -¿Eres consciente de que ya no recordarás absolutamente nada de tus experiencias anteriores? ¿De que esto es irreversible? ¿De que corres el riesgo de acabar no sólo con amnesia retrógrada, sino también anterógrada? 

Se produjo un silencio prolongado por parte de la mujer.

   -¿Alba?
   -Sí, Jose. Soy consciente de todo, pero sólo quiero que sepas que hay momentos en que los recuerdos con la peor carga con la que puede caminar una persona. Cuando ya no te queda nada, cuando eres plenamente consciente de que no sólo cualquier tiempo pasado fue mejor, sino también que nunca se van a curar tus heridas en un futuro, es cuando tu memoria pierde el sentido. Mi único impulso es observar vídeos caseros de mis muertos, los que aún me cuesta asumir que ya no existen. En ellos veo luz, luz, luz. Apago el televisor y me voy a la cama, y todo a mi alrededor es gris. Ahora mismo mi vida está cubierta por nubes negras que nunca liberarán su tormenta, que nunca, nunca escamparán. Siento mi pasado como un estigma que me impide toda perspectiva de felicidad, y tú eres mi última esperanza.
   -...
   -¿Jose?
   -Ven mañana por la mañana a mi casa, Alba. Yo me encargaré de todo.
   -Gracias.

La mujer empezó a llorar de nuevo tras colgar el teléfono. El día de mañana, antes de perder para siempre la memoria de sus experiencias, llamaría a su hermana por teléfono, la única familia que le quedaba en el mundo, y sólo le diría: “Lo siento”.

concursoderelatos
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  • 28 de Julio de 2009 a las 13:25

Vacaciones de verano

 

Durante el verano, en mis vacaciones, paso una larga temporada en un pueblecito de la montaña para en él descansar un poco de la mundanal vida ciudadana, en su más estricto sentido de la palabra.

 

    Y aquí me hallo ahora, en la montaña desconectando de la gran urbe, es decir, de sus miserias. Pero no del todo, porque es inolvidable olvidarse de lo que a uno ocupa durante el resto del calendario, aquel que transcurre bajo el influjo de la rutina y la cotidianidad, si es que pueden separarse.

 

    No puedo por menos, y en todos mis ratos de ocio montañés me invade un vago recuerdo relacionado siempre con mi vida en la ciudad, o, más bien, con los seres, ambientes y lugares sobre los que gira toda esa existencia.

 

    Así, si estoy paseando por el tranquilo pueblo, recuerdo las calles de mi selva de residencia, siempre atestadas de gentes con prisas y agobios, con estrés y de mal humor; si estoy tumbado en el césped de la poco concurrida piscina municipal, me vienen a la memoria imágenes de las playas de mi caos urbano, increíblemente invadidas, sin arena libre, sin lugares para echarse un rato y por lo tanto sin espacio para descansar; si estoy tomándome algo en un bar, cuando me dan un pincho gratis –acto realizado por el camarero que ocurre siempre- recuerdo que en los bares y tascas –si es que las hay- de mi barrio no te dan tapa ni nada más que aquello que pides, y todo eso debes pagarlo; y si estoy en la cumbre de una montaña, en la que los únicos ruidos que escucho son el canto de algún grajo melancólico, la brisa del viento meciendo mi modorra y el lejano y dulce silbido del ferrocarril de vía estrecha recorriendo el valle, recuerdo toda la vida ciudadana en su conjunto, es decir, la existencia acelerada, la antipatía, la insolidaridad, los agobiantes tumultos y también el mundo laboral, formado –aunque sólo sea en ocasiones- por todo lo anterior.

 

    Gozo con todos estos recuerdos, disfruto espectacularmente con la evocación de la difícil vida de la urbe en contraposición al sosiego del ahora, del momento del reposo, de la vacación ganada a pulso tras un año aguantando lo inaguantable. “¡Qué bien se está cuando se está bien!”, decía un aplatanado y gustoso a la vez Paco Rabal en uno de sus últimos filmes.

 

    Es cierto que luego, cuando mis treinta días de vacaciones acaben, deberé volver a ese mundo del que ahora estoy renegando. Pero cuando en la televisión comiencen a emitir los anuncios de colecciones varias y los que advierten a padres y niños de la cercanía de la vuelta al colegio, y cuando en las noticias expliquen que muchos individuos padecen el llamado estrés postvacacional, yo éste no lo padeceré. Porque habré almacenado en mi memoria gran cantidad de imágenes reconfortantes.

 

    “Durante el verano salgo a hacer repuesto de paisaje, a almacenar en mi corazón visiones de marina, llanura o de sierra”, decía, más o menos, Unamuno en uno de sus tantos escritos, siempre tan filosóficos. Y eso estoy haciendo yo ahora: estoy guardando en mi memoria gran cantidad de buenos recuerdos que poder evocar luego a la vuelta a la ciudad, a la rutina a veces complicada para en ella sentirme a gusto.

 

    En el pueblo montañés recuerdo gustosamente la dureza urbana y la comparo con la tranquilidad del ahora, y en la ciudad de asfalto y cemento recuerdo, también gustosamente, este sosiego, el de la dulce montaña.

r2-d2
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Fecha de ingreso: 26 de Diciembre de 2008
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  • 29 de Julio de 2009 a las 8:52
Recordatorio:

El plazo de presentación de relatos acaba a las 23:59 de mañana, jueves.

Si queda alguien pendiente de postear relato, que se ponga en contacto conmigo. Ha habido algún cambio en el dummy que utilizamos.
concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 29 de Julio de 2009 a las 12:30
Show Urbano


Camina por aceras apenas iluminadas, en un barrio de buena muerte disfrazada de mala vida. La calle es suya, avanza por ella como un glóbulo más recorriendo las venas de una ciudad insomne.

En una esquina una chica de veinte años baja su escote y le guiña un ojo, “veinte billetes por media hora” dice su mirada. Él la ignora.

En la entrada de un baño público un policía vomita al ver a su primera víctima de homicidio. No sabía que tras la muerte el cuerpo se vuelve incontinente. Risueño, el joven no le presta demasiada atención.

Tirado en las escalinatas de una iglesia, un homeless duerme el sueño de los condenados, elude la realidad con una botella pegada a los labios. Ya ha perdido la consciencia. El muchacho se detiene a observarlo un momento, se pregunta qué hazañas estará protagonizando en un paraíso a la medida de sus fantasías.

Las sirenas suenan en la ciudad, callan el llanto de los críos, ahogan los gritos de los desamparados. Las lágrimas no secan, nunca secan, mueren en las comisuras de los ignorados; los desechos que el sistema arrojó a las veredas del olvido.

Poco antes de llegar el joven se detiene, enciende un cigarrillo y eleva la vista al cielo. Las luces y el smog que emana de la piel de asfalto de la inconmensurable bestia le impiden ver las estrellas.

La ciudad inhala el hedor de sus heces. Y él inhala con ella.

Se aproxima a la puerta del edificio. Llama al cuarto departamento.

-¿Quién es?-pregunta la tímida voz a través del artefacto.

-Soy Ian. Abrí.

Un desagradable sonido ataca sus oídos. La puerta cede al primer contacto. Sube por las escaleras hasta el hogar de quien lo ha citado esta noche. Ella está esperándolo.

-¿Y bien?-cuestiona él, sin preocuparse en regalar un saludo mayor que su propia presencia.

-Tenés que verlo. Ya casi es la hora. Vení, es en la terraza-murmura la chica.

En silencio él la sigue. No repara en el maquillaje ni en la ropa, sabe que está enamorada de él y le importa bien poco. De hecho, ni siquiera sabe por qué accedió a este encuentro.

Una vez en lo alto se refugian en las sombras.

-Está vez me vas a creer-dice y sus ojos son estrellas compuestas de ilusión y esperanzas.

-Nunca dije que no te creyera-responde él, apático, frío, distante.

Esperan durante un minuto. Dos. Tres. Al cuarto se escuchan unos pasos. Lentos, torpes. Ven a un anciano caminar, errante en las tinieblas, hasta pararse debajo del único foco que intenta iluminar el sitio.

-Es él-susurra ella.

-Ya lo había deducido-responde Ian, por lo bajo.

No tarda en ocurrir. Una luz, débil al comienzo, blanca, inmaculada, brilla en un rincón. Se intensifica, opaca el neón, el domo fluorescente que cubre la ciudad. Pronto toma forma, se convierte en femenina silueta.

Camina ahora, con lentitud, con delicadeza, hacia el foco; hacia el viejo.

-¿Ves? Te dije que había un fantasma-murmura la chica.

La difunta y quien pronto fallecerá están ya cara a cara. El abraza su cintura, sólida para él, inmaterial para el mundo, y la besa con ternura en los pálidos y muertos labios. Abre la boca. Su lengua y su fétido aliento atraviesan la nada; atraviesan el todo.

El anciano baja al cuello, comienza a desvestirla, bebe de sus senos el néctar amargo de lo que se fue para nunca volver. Se escucha un gemido.

Sólo entonces Ian nota que las vestiduras del espectro no son contemporáneas.

La levedad de la muerte juega a favor del viejo. No es difícil sostener por los glúteos a un ánima. La tiene con la espalda contra la pared. La penetra casi con ira, se adentra, poseído por un arcángel que debió llamarse Lujuria, en la humedad de algo que fue devorado por los gusanos cincuenta, cien años atrás.

El movimiento es, a un mismo tiempo, mecánico y frenético, lascivo y aburrido. Un nauseabundo hedor se apodera del lugar. Tiembla la sima de esta cima de hierro y concreto cuando un hormigueo recorre un cuerpo y un alma.

Un volcán estalla, se desata una ráfaga solitaria, un viento de fe desesperanzado, un maremoto de emociones, un orgasmo prohibido por el infierno y alentado por el paraíso; la quintaesencia de la necrofilia.

Ríe La Parca. Llora una partera. Un viejo derrama en el piso su semen. Una chica ilusionada se aferra a su amor. Y un tipo aburrido enciende un cigarro.

El show acaba. El anciano, con lentitud, baja al fantasma. Recibe un cálido beso en la mejilla a modo de agradecimiento y luego se halla solo, una vez más.

Sube su pantalón. Ajusta el cinto. Respira profundo el muerto aroma de su placer. Cuando se recupera habla.

-Voyeur, ¿un cigarrillo para un viejo?

Ian camina hacia él. La chica trata de detenerlo, asustada, pero resulta infructuoso. Se para a un metro y le extiende la caja.

-¿Sabes?-dice el anciano mientras se dispone a fumar-hay gente que se conforma con una bolsa de papas con un hueco. Yo no soy de esos.

-Lo noté-murmura el joven.

-Fue acá. En esta misma terraza, bajo un foco igual a este. Hace sesenta años. Se llamaba... ya ni me acuerdo como se llamaba. Estaba preñada. La mató la familia, por eso de la deshonra. Dicen que fue acá donde se embarazó. La gente cree que revive su último momento de felicidad, pero eso es mentira. Ya no queda nadie de los que la conocieron. Ya ni una aparecida es.

-¿Entonces? ¿qué es?

-Una chica muy dulce. Y muy complaciente-responde, mostrando sus siete dientes en una sonrisa.

No hablan más. El viejo se va. Un minuto después lo hace la pareja.

-No parecés sorprendido-afirma ella, mientras se dirigen al departamento.

-No lo estoy. Te lo dije antes: he visto muchas cosas en estos últimos cuatro años.

 -¿Y qué creés? ¿qué fue lo que vimos?

-Un viejo echándose un polvo con el recuerdo de un fantasma.

Ella le sonríe. Se despiden en la puerta. Él se adentra en las calles, una vez más.

Recorre las arterias de la metrópolis y respira con ella. Deja en el pavimento huellas metafísicas, impregna de sí, Hombre Urbano, el asfalto y la basura, el humo y el ruido. Su imagen se graba en las pupilas de las putas y los borrachos, de los policías y los proxenetas. Es Presencia en la ciudad desnuda, la que nació por cesárea, la de las mil historias, la que parió las progenies nocturnas que vagan más allá de los límites de la piedad.

Nadie es un ausente, todos construyen la historia, con cada paso, con cada palabra, con cada golpe y cada abrazo, con cada muerte y cada nacimiento. Aunque a nadie le importe.

Porque ella está viva. Se alimenta de esperanzas y frustraciones, regurgita odio y amor, excreta miseria y soledad y hambre y frío. Sueña con mañanas perdidos en los anales del ayer, cuando no había electricidad ni agua potable. Respira agonía. Y recuerda, a cada momento, cada fechoría y cada virtud de sus hijos. De todos sus hijos.

Los vivos. Los muertos. Los que nunca nacieron y aquellos que han de vivir por siempre. Para nadie existe el olvido, ese divino elixir que cierra toda herida. Ni siquiera para los fantasmas.

Al fin, tras naufragar, otra vez, en la mar de concreto, la marea del devenir lo arroja a las costas de su cama. Y acá sigue, acosado por las calles; y acá siguen las calles, acosadas por él. Alguien podría creer que es otro espectro haciendo más oscura esta noche sin luna.

Mi ciudad, por su parte, sabe que es un recuerdo del futuro.
concursoderelatos
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  • 29 de Julio de 2009 a las 13:28

En memoria de Ángel Ganivet

 

Ángel Ganivet Madrid, orillas del Manzanares

 

Es tarde soleada de un incierto y frío mes de Marzo. Miguel, cansado de tanto griego y de la lúgubre y sombría luz de su habitación, como cada vez que necesita respirar, decide pasear por la orilla del Manzanares mientras, olvidando el dialecto ático, a Pericles y sobre todo a su preferido Lisias, para imbuirse en su obsesión, recapacitar detenidamente sobre la muerte y su significado. Es en ese momento cuando, parándose, se vuelve al oír su nombre.

 

¡Miguel, no sabes cuanto me alegra encontrarte hoy! su amigo Angel le toma del codo al acercarse a él. Sonríe. Ve una inusual animación en la cara de su buen amigo; hoy su continua depresión le ha dado un pequeño descanso.

 

Olvidemos por unos momentos el griego y hablemos de algo que me preocupa comienza a caminar tirando al mismo tiempo del brazo de su amigo. Observando de soslayo la irreprimible necesidad de Miguel de comenzar a hablar, le calla –Por favor, antes de que conviertas en otro monólogo nuestra conversación, déjame que te explique mete sus manos en los bolsillos del abrigo y, golpeando con su codo el brazo de Miguel, caminan juntos.

 

Ayer, releyendo el VII de la República comprendí que la realidad no está más lejana de la verdad que la imaginación; y, por tanto, crearte tu propio Dios, tu Dios imaginado, como le nominas al Dios de Aristóteles, es tan verdad como nuestra propia vida. Si esto es así, y así lo creo, desear ser otra persona diferente, ser otro, no es, como tú dices, dejar de ser; es llanamente necesitar tener vivencias, reales o imaginadas, diferentes a las que vivo. Es por todo ello, querido Miguel, que nuestra discusión pasada vence a mi favor y no al tuyo- Atónito ante tan presuntuoso razonamiento de su querido amigo, se detiene, se vuelve hacia él y, mirándole a los ojos con descaro y arrogancia, le contesta.

 

Ángel, es propio de ti negar hoy lo que ayer a hierro y fuego afirmabas- Se gira con su clásica parsimonia y sigue caminando, despreocupado de si su amigo ha decidido seguirle o aun sigue parado Has tocado dos temas diferentes en una misma proposición, insisto, muy propio de ti pero, no por ello, dejaré pasar la oportunidad de aclararlos. Primero decirte que lo que Platón pretende en su diálogo sobre el Mito de la caverna, no es más que demostrarnos que en la mente del hombre "Platón", hay una disociación de realidades. La realidad tangible y la realidad posible. No se puede vivir con la realidad posible, formamos parte de un todo transformable pero sujeto a reglas inamovibles. Y tenemos la obligación de vivir nuestra vida, ser los hombres que somos, “de tal suerte que  el morir sea para nosotros una suprema injusticia” D. Quijote se toma un pequeño descanso y prosigue.

 

Pero tenemos una mente y en ella se forman ideas y estas nos llevan a la invención de realidades imaginadas, absolutamente necesarias para vivir. Por ejemplo, para Aristóteles fue la necesidad de un Dios imaginado, para ti, la obsesión por una España imaginada, tus continuos mono-diálogos que te llevan a una continua contradicción tomándole por los hombros, detalle que siempre tenía con su amigo para imponerle su altura, en metros y en conocimientos buen Ángel, parecemos Román y Sabino, recuerda. No busques tu eternidad en un inventado otro mundo, búscala aquí, con tu vida y con tus obras, puesto que la realidad es solo aquella que otros pueden palpar, ver, tocar, el resto son solo inventos, imaginaciones, sueños necesarios para poder vivir la vida.

 

Después de aquella conversación, su querido amigo Ángel salió de viaje para Riga, donde, dos años mas tarde se suicidó, posiblemente, buscando esa trascendencia que nunca encontró en vida.

 

NOTA del autor: Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

concursoderelatos
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  • 29 de Julio de 2009 a las 15:44

REMINISCENCIA

 

 

     -¿Puedes ver mis ojos? –La pregunta vagó durante un instante por el inconsciente de Darío. Rebuscó en el palacio de su memoria, en donde había guardado los huidizos retazos de su vida anterior. Los descubrió en un rincón, apartados del resto de difusas incoherencias que daban forma a su existencia; un leve aroma a tierra mojada, que a veces le conducía a lejanos pasajes de su infancia, un rumor de lluvia entre canalones, junto a la tenue sensación del fuego del hogar, y veces, un coro de voces inconexas, que iban y venían, como ecos rebotando entre muros de piedra vieja.

     Estaban allí quietos, como si no quisieran molestar, estando pero sin estar. Darío dio unos pasos tímidos, y su expresión cambió, parecían sorprendidos, la tranquila serenidad de aquel lago de aguas verdosas, se transformó de repente en una marea inquieta, que se arrojaba sobre la orilla negruzca con olas de estupor. Así los recordaba, verdes como esmeraldas arrancadas del lecho de un río cenagoso.

     Marta volvió a preguntar:

     -¿Puedes ver mis ojos? –Darío suspiró; qué más quisiera él, que poder contemplar de nuevo el mineral etéreo de su mirada.

     -No, no puedo. –Contestó finalmente, mientras giraba la cabeza hacia la ventana. Más allá de aquella habitación, el mundo era oscuro, un agujero negro que se tragaba día a día sus sentimientos.

      Tanteó con las manos y al instante sintió el tacto sedoso de los visillos, removidos por una brisa que arrastraba el aroma a jaras y lentisco,  desde la sierra cercana.

     El aire caliente se deslizó por sus mejillas, provocándole una sensación de ahogo, que tan sólo duró un momento.

     -¿Es verano? –Preguntó Darío sin girarse. En realidad estaba seguro, su epidermis no podía engañarle, las finas terminaciones nerviosas de su piel, excitadas por la sofocante temperatura, arrancaban de la cueva del olvido imágenes parpadeantes, como fotogramas de una vieja película que saltaran uno tras otro sin orden ni concierto; niños jugando en la calle, chaparrones de verano que anegaban las acequias, mujeres charlando de madrugada, sentadas en el umbral de las puertas.

     -Si, debe ser verano. –Se contestó a si mismo, sin esperar la respuesta de Marta.

     La muchacha acarició el pelo ensortijado de Darío, sus dedos se enredaron en aquellos bucles infinitos, que se estiraban y se encogían entre sus manos. Darío suspiró, la mujer anciana llevaba entre sus decrépitas manos una jofaina de metal; sonreía con dulzura, el agua tibia resbaló por la nuca y bajó por la espalda, formando charcos en el empedrado del patio, mientras que un perrillo sin amo ladraba a su alrededor, alentado por los grititos que daba Darío niño, cuando el jabón le entraba en los ojos. Aquellos ojos que aún veían, que todavía eran capaces de distinguir la luz de la oscuridad.

     -Tengo que marcharme. –La voz de Marta iba de la resignación al alivio, arrastrada por un vertiginoso cauce de sentimientos encontrados; Darío sintió la culpa en la vibración de sus palabras, como una onda que se estrellara contra su corazón, envolviéndolo de amargura.

     -¿Cuándo volverás? –Preguntó Darío –Nunca más – Se dijo a sí mismo, antes de que Marta pudiera hablar.

     -Mañana, como siempre. –Contestó la muchacha, al tiempo que arreglaba el descuidado cuello de la camisa de Darío.

     -Veras como mañana va todo mejor. Poco a poco. –Las palabras de ánimo son como los garabatos de un niño, algo hay de verdad en ellas, pero hay que saber descifrarlas.

     -Mañana está demasiado lejos. –Afirmó Darío, mientras buscaba con las manos un lugar donde apoyarse.

     La vista es, sin duda, el sentido que más nos aproxima a la realidad que nos rodea; las formas, los perfiles, las sombras y las luces. Darío había perdido la virtud de ver, sin embargo, el mundo permanecía impregnado en las paredes de su memoria; todo lo que había visto, todo lo que había sentido, de repente se convirtió en imágenes imborrables, grabadas en el subconsciente, encerradas en una jaula de recuerdos.

     Le invadió la sensación de soledad, las cuatro paredes de su habitación se estrecharon a su alrededor, como el puño se cierra en torno a los pétalos marchitos de una flor. Marta se había marchado, oyó sus pasos alejarse al fondo del pasillo, para después perderse escaleras abajo.

     Se sentó junto a la ventana y deseó mirar, contemplar el devenir del tiempo, enmarcado ante sus ojos, como una acuarela de difusos colores; pero la ceguera, en su crueldad impenitente, tan sólo arrojaba a sus pupilas penumbra, ora gris, ora oscuridad absoluta.