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Foro para escritores de Bubok

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vixa
Mensajes: 1.348
Fecha de ingreso: 12 de Mayo de 2008

Re: XIV Certamen Bisemanal de Relatos Apocalípticos de Bubok

3 de Agosto de 2009 a las 0:11
Bueno, felicidades, en mi opinión una victoria merecida (sólo faltaría que te dijese lo contrario tras darte los 5 puntazos).
danielturambar
Mensajes: 5.089
Fecha de ingreso: 14 de Mayo de 2008
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  • 5 de Agosto de 2009 a las 0:19
Ok, gracias, genial, ¿relatos, por favor? y nada más
concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 5 de Agosto de 2009 a las 12:36
ULTIMA OPORTUNIDAD

Un halo blanquecino ilumina la estancia que carece de ventanas y por lo tanto de luz natural. Los muebles son prácticos y de línea sencilla, solo lo absolutamente imprescindible. Sin embargo hay varias estanterías llenas de comestibles y otros productos de primera necesidad y en uno de los costados, una gran pantalla de televisión colgada de la pared y que en ese momento refleja imágenes de un paisaje desolado.

El hombre, de rostro pálido y demacrado con grandes ojeras, está sentado en la butaca y mira ensimismado lo que ve en ella: La calle vacía y los edificios destruidos, el polvillo gris sobrevolándolo todo, la semioscuridad y la desolación. Apenas puede coordinar, no le quedan ideas, se siente mareado e indiferente a todo. Por no sentir, ya no siente ni miedo.

Todos decían que aquello nunca iba a suceder. Llevaban años hablando, discutiendo de ello, los políticos, los sociólogos, el Vaticano; todo el mundo hablaba del desastre, pero del mismo modo, todos aseguraban que jamás sucedería. Después de la gran crisis económica que comenzó con el milenio, las cosas se fueron precipitando y pronto, todos luchaban contra todos por conseguir los mejores negocios, las materias primas más necesarias y que escaseaban y los pocos alimentos que aún resultaban sanos, así que, cuando las cosas empeoraron, nadie pudo detener a los seres hambrientos y desesperados que querían sobrevivir como fuera y se lanzaron violentamente, contra sus semejantes.

Sumergido en sus pensamientos mira distraído la pantalla y de pronto algo lo pone alerta. De entre los escombros le ha parecido ver salir una sombra, pero ha desaparecido tan rápida, que no está seguro. El corazón le golpea el pecho. No hay nadie. No queda nadie. Solo él y por poco tiempo. Vuelve a mirar, esta vez más atento. Desea no ser el único, se pregunta, o tiene miedo a que vuelva la pesadilla.

Cuando se hizo patente que había llegado el día, los que pudieron se ocultaron en los refugios, también él. Durante los primeros tiempos lograron sobrevivir al desastre. Luego, poco a poco, todos fueron desapareciendo; algunos murieron enfermos, otros por la contaminación al salir al exterior antes de tiempo, muchos se mataron ellos mismos en su desesperación y miedo y otros entre sí de una manera cruel y violenta. El ha resistido, pero ya no puede más. Esta casi seguro de que es el único. Vive en un continuo estado de terror, oculto, a la espera de no sabe qué.

Ahora el miedo es más sutil, lo va envolviendo poco a poco entre pensamientos que se le antojan horribles. La soledad se le hace insoportable y a pesar de que no tiene ninguna enfermedad y nada de lo necesario le falta aún, nota que su cabeza va perdiendo facultades y que le gasta malas pasadas, como esta que le hace ver sombras que no existen.

Esta mañana por fin se ha decidido y ha abierto de nuevo la puerta hermética que lo separa de la contaminación. Solo la abrió cuando fue necesario para sacar los cuerpos de sus compañeros de odisea muertos en diferentes momentos. Quiere estar seguro de que no hay supervivientes ahí fuera. ¿Y si aún queda alguien? Podría ver otro rostro humano, necesita desesperadamente a alguien con quien hablar, vivir. La soledad es peor que la muerte, lo enloquece a uno, sobre todo si piensas que no hay nadie más que tú sobre el Planeta. Pero no quiere problemas, no puede confiar en nadie, el miedo es superior al deseo de compañía. Asoma la cabeza y observa: allí fuera no hay nada extraño, ¿o sí? Pensándolo bien han desaparecido los restos calcinados del viejo coche aparcado junto al edificio en ruinas del Banco Nacional. Vuelve a su refugio.

Cuando llega la noche decide salir de nuevo, esta vez alargando el recorrido, para estar seguro. Toma su arma, estratégicamente colgada cerca de la puerta de entrada, mete en el bolsillo la linterna grande y sube la cremallera de su buzo hermético que le cubre hasta la cabeza. Fuera solo se escucha un murmullo raro, como de viento que sopla continuamente, pero nada se mueve, todo está quieto y gris. Las calles han desaparecido debajo del polvo y los escombros, todo es una completa ruina y Blamek camina cuidadosamente para no caer, hasta que llega al viejo Ayuntamiento; nunca va más lejos, el resto es terreno prohibido. Al mirar hacia la torre observa, con terror, que el reloj, parado desde el día fatal, ahora marca la hora exacta, la misma que refleja el de su traje especial. Un sudor frío comienza a bajar por sus mejillas y sus ojos miran a uno y otro lado inquisitivamente, esperando algo sin desearlo.

Un golpe seco lo sobresalta, viene del otro lado de la acera. Gira rápidamente y apunta con su arma. No hay nadie, pero algo ha caído dentro del edificio destrozado. Se acerca allí con cuidado, sigilosamente. Entra en la oscuridad sin encender la linterna; no quiere ser un blanco fácil. Camina pegado a las paredes que aún se mantienen en alto, su arma preparada para disparar al menor movimiento extraño. De pronto de entre las ruinas asoma un cuerpo que, de un salto, vuelve a desaparecer en la oscuridad. Corre detrás de el, salta sin fijarse donde caerá, lo vuelve a ver entrando en otra pieza que carece de techo, por el agujero se ve la nube gris y espesa que tapa el cielo. La sombra, ágilmente, pasa de un lado a otro sin encontrar un hueco por el que escaparse. El sonríe satisfecho, lo tiene acorralado en el único lugar que carece de más salida que la que él cubre. De pronto lo ve alzarse en pié con su arma en la mano apuntándole y, sin pensarlo dos veces, Blamek dispara la suya. Una luz intensa lo deslumbra, parpadea y desconcertado, se tambalea.

La sombra cae aparatosamente deslizándose por entre los cascotes, rebotando hasta detenerse. El aguarda un instante y cuando comprueba que no vuelve a moverse se acerca y lo mira. Lanza un grito de sorpresa: ¡Es una mujer! Una mujer joven, un gesto de miedo se refleja en su cara. Está muerta.

En el bolsillo de su buzo, su documentación dice que se llama Kheria, tiene 19 años y, en letras grandes, añadidas a mano dice: ULTIMA SUPERVIVIENTE.

Ella ha nacido después del Día fatal, no ha conocido otra vida, solo el caos.

Blamek la contempla consternado. Ha matado a la última mujer. Le pasa la mano por el pelo ralo, por la piel de la cara, áspera al tacto por la contaminación. Solo entonces se da cuenta, sorprendido, de que ha dejado un reguero rojizo por donde la ha tocado; observa sus dedos y después se mira a sí mismo: tiene un rosetón granate en el pecho. ¡Sangre! Está herido. Ahora si que siente pánico, todo empieza a nublarse ante sus ojos y nota un malestar que lo va atrapando poco a poco y lo lleva a recostarse junto a la mujer muerta. Es curioso, su mente se aclara ahora totalmente, se da cuenta de que ha llegado el verdadero final, el definitivo. Han matado la última oportunidad del Planeta de sobrevivir al desastre. Su cuerpo se agita convulsamente y se desploma sobre el de la mujer.

No hay viento, no hay sino una difusa claridad sin brillo, reina un extraño silencio, nada se mueve.

No pudimos, o no supimos, o no quisimos evitarlo.
concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 5 de Agosto de 2009 a las 19:36

Nuestra Fe.

-Era tu fe, hermano, esa inquebrantable fe en ti mismo,-me dijo- esa manía tuya de creer que todo te iba a salir bien.

���������� Le miré intentando no expresar nada. Tanto tiempo viéndonos de vez en cuando para tener esta misma conversación me había dado la seguridad de que esperaba mi reacción para hacer alguna de las suyas.

����������� -¿Por qué has esperado tanto para decírmelo?, llevo más de sesenta años esperando una explicación.

����������� - Porque hoy me acuerdo de todo, no tengo ni idea de si me he meado en la cama esta noche y dentro de una hora no sabré si he cenado o no, pero de aquella época me acuerdo como si fuera ayer mismo.

����������� Yo también me acordaba, clara y nítidamente,de la primera mañana que apostamos sobre quién quedaría el último. Entonces vivían nuestros hermanos, todos ellos ignorantes como yo de la parte de su cabeza que le dominaba. Estábamos de fiesta, era el fin de la recogida de la patata y nuestro padre para celebrarlo desollaba, aún palpitante, un cordero. Las gotas de sangre de su hocico caían en el suelo helado y humeaban de vaho caliente. Todo estaba helado, las noches empezaban a bajar de cero. Mis hermanos habían colaborado en la medida de lo que sus fuerzas les permitían a la cosecha excepto el pequeño que apenas caminaba…

����������� -¿Te acuerdas de cómo gritaba madre para que alguien hiciese algo por su niño?-el cabrón aún sonreía al recordarlo.

����������� Algo ocurrió mientras bailábamos bajo los efectos del licor ebrios de diversión y nuestro hermano pequeño acabó de bruces en el fuego donde hervían las tripas del cordero. Madre, bondadosa y fuerte como era, no se recuperó nunca y los mayores siempre nos culpamos de aquello.

����������� -Siempre pensamos que tu…, que fuiste…- Sus ojos burlones me traspasaron una vez más.

����������� -Ya, pero tu apostaste con los demás a ver quién quedaba. ¿O no?, ¿no estabas tu cuando ese pobre infeliz al no ser suficientemente hombre para matarme me retó con lágrimas en los ojos?

����������� Si, ese recuerdo estaba fresco, mi hermano Mario, el mayor, desencajado, gritando, con los ojos ardiendo, rojos no se si por el humo, por la rabia o por la pena le apostó quién llegaría a sobrevivir a los demás. Y por la poca asistencia a la reunión familiar de esta tarde también, junto con los otros dos, perdió la apuesta.

����������� -Sólo quedo yo ¿has venido a terminar tu hazaña?, te sentirás orgulloso de acabar con un viejo cojo y sin fuerzas ni para ir al váter -me tenía otra vez donde quería, cabreado, hirviendo la sangre, toda su vida de crímenes azotándome de lleno en la cara. Pero esta vez no, esta vez las cosas no serían igual, por algún motivo me había dejado para el final e iba a averiguar porqué.

����������� Las vidas de las personas cercanas a ambos fueron segadas por una extraña racha de accidentes o enfermedades a las que yo siempre había sobrevivido y creo, en efecto como él pensaba, que fue mi fe en la bondad del destino, en que había algo más reservado para mi en él, en que quizá habría un final feliz, lo que siempre me hizo salir adelante. Mis hermanos pequeños vieron como sus vidas se derrumbaban mientras él estudiaba y ganaba becas con ese brillo oscuro en sus ojos y yo simplemente sobrevivía.

����������� - No creo que seas ni tan viejo ni tan inútil- sonrió de medio lado mirando hacia el mar. Por la cuesta empedrada subía una mujer morena, delgada, empujando una bicicleta con un gran cesto del que sobresalían una esterilla y el palo de una sombrilla. La tarde caía plácidaajena al miedo que yo empezaba a sentir por la proximidad de mi único hermano vivo.

-Pero yo siempre tuve fe en que llegaría este momento -continuó, volviéndose hacia mi - en el que podría mirarte a la cara y saber que todo había acabado, en el que al despedirnos hoy respiraríamos ambos tranquilos.

����������� -¿Porqué?, no te creo, ¿piensas rendirte y dar por perdida aquella absurda apuesta de niños? -empecé a respirar un cierto alivio, a lo mejor la edad le había calmado, quizá había decidido que no merecía la pena seguir intentándolo dado que no lo había conseguido hasta ahora. El recuerdo de su cara ensangrentada después de que Mario con nuestra ayuda le diese aquella merecida paliza y de sus ojos furiosos, mascullando entre dientes que acabaría con todos nosotros aunque pereciera en el intento, seguía vivo en mi memoria pero a él se le había olvidado o eso quería hacerme creer. Quizá tantas horas de estudios, su grandísima fama de científico adelantado a su época le habían hecho bajarse de la espiral de odio en que vivía. Quizá simplemente estaba igual de harto que yo de tanto sufrimiento.

����������� -No, separarnos hoy será la señal de que todo está olvidado, de que todos los intentos de alcanzar una venganza por aquella vejación se han terminado.

����������� -¿Y nunca más nos veremos en estas circunstancias?- le dije aún incrédulo.

����������� -Nunca más, –se puso en pié y de nuevo mirando al mar dijo casi en un susurro- las cosas tienen su tiempo y su lugar y el nuestro ha terminado, no podremos dejar paso a una nueva generación porque ni tú ni yo la hemos procurado, así que: Adiós hermano.

����������� Me levanté y por primera vez en nuestra vida le estreché la mano a aquel monstruo que ahora pienso que muy posiblemente no tuvo más culpa de lo que era que mis otros hermanos y yo. Me di la vuelta y sonriendo eché a andar trabajosamente hacia el monte donde había aparcado. Unos segundos después oí su voz que me llamaba entre risas: -¡Eh, anormal!, ¡hasta nunca!- y tuve el tiempo justo de volverme para ver como su sonrisa fría y el acerado brillo de sus ojos se torcían y estiraban muy despacio y el tiempo se paraba.

����������� Ahora estoy aquí, esperando a ser absorbido igual que él. La verdadera razón de todo esto es que el tiempo se estira y es aspirado igual que nosotros por el agujero negro y nos da lugar a pensar con tranquilidad qué es lo que está ocurriendo. Si existiera un mañana, un día después, cosa muy poco probable, seguro que los titulares de los periódicos y algún avispado locutor de radio acusarían a los científicos constructores del super acelerador de partículas de no haber sido sinceros, de no haber estudiado bien las posibles consecuencias y, como se dice ahora, de no haber buscado la excelencia en su investigación. Pero yo se que ha sido todo lo contrario, han sido sinceros porque su objetivo estaba claro, han estudiado bien las posibles consecuencias y, en el caso de mi hermano, con su absoluta fe en que todo lo puede la ciencia, éstas han resultado ser las buscadas. Así que, si pudiera le sonreiría y le diría que al final lo ha conseguido, tiene lo que quería aun teniendo que acabar con todo el universo conocido. El cabronazo ha ganado la apuesta.

¿O no?, ¿acaso la he ganado yo?, ¿quién es el último?... ¿Lo serás tu?

concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 5 de Agosto de 2009 a las 21:09
UN MUNDO LLAMADO PAULA

Suena el despertador. Otro día de mierda en el que las horas se mueven a velocidad de crucero. Cinco minutos de más en el baño. Genial, a partir de ahora, serán diez menos.

– ¿Qué te has hecho en el pelo? – me pregunta mi madre, atónita, al verme entrar rapada en la cocina. Ya lo sé, ya lo sé, queda horroroso, feo como patear a un cojo, pero es barato. No quiero insinuar que fuese mucho a la peluquería, que no estamos para lujos, pero joder, lo que se gasta una en que si gel que si espumas... A tomar por culo, pelo pincho, que está de oferta.

Claro que, no se lo voy a decir.

– Tenía calor.

Me mira. No me cree.

– Hay café.

Tengo una madre muy diplomática cuando quiere. Dejó de meterse en mi vida a los quince. Una pena. De haber sido de otro modo, quizá no tendría yo ahora veinticinco y dos críos de ocho y nueve años, pequeños clones del canalla de su padre, Dios me perdone.

Bebo café. Mordisqueo rápida una tostada seca, digo que no tengo ganas de mantequilla. Se está acabando y aún tiene que durar. Para no ver sus ojos, hago como que reviso la correspondencia. Facturas, facturas, facturas... Una carta azul me hace ilusión, pero es otra factura.

– ¡Niñoooooosssss! – grito, hacia el pasillo, hacia la puerta del dormitorio de mis hijos. Ellos no tienen despertador, pero tienen madre. Total, me hacen el mismo caso, para qué andar con gastos.

– Es muy pronto, ¿no? – dice mi madre.

– Quiero ir andando al trabajo. Estoy como una foca.

– ¿Tú? – ríe. No me cree – Lárgate, anda. Yo llevaré a los niños al colegio.

– Vale – veo unos cuadernos coloreados sobre la mesa. Uno de mis hijos ha dibujado una casa ardiendo, gente chillando agita los brazos por las ventanas; el otro se ha esmerado más, se ve la Tierra abriéndose por la mitad, entre grandes explosiones rojas, amarillas y… ¿verdes? Una imagen fascinante. Me pregunto si se puede votar para que ocurra de una puta vez el Fin del Mundo – ¿Qué es esto?

– Ayer jugamos a dibujar lo primero que se nos ocurriese – mira el dibujo del planeta – El Apocalipsis. Tienen talento, las criaturitas, ¿eh?

– Sin duda. Estoy segura de que uno de los dos es el Anticristo, aunque aún no descubrí cuál – tengo que buscarle un psicólogo al de la casa en llamas. O al otro. Mejor a ambos. Claro que antes me tengo que buscar un amante que lo pague. ¡Un amante psicólogo! ¡Genial idea que lo arregla todo! Me paso la mano por el pelo. Cualquier intento desesperado de seducción tendrá que esperar, así que los niños se quedan sin psicólogo. Que quemen casas o que destruyan planetas. Serán males menores – ¿Luego te ocupas de la compra?

– Sí. Prepararé la comida y… – se dobla, con un gemido. Dejamos de simular ser muy duras y muy fuertes, sólidos bloques de granito capaces de resistirlo todo…

Joder, si sólo somos piedra pómez... La abrazo.

– Mamá, mamá…

– Estoy bien. Tranquila, estoy bien.

Bien, no, aunque no sabemos hasta qué punto está mal. Tiene cojones la cosa, puta lista de espera del Seguro, aún tiene que aguardar nueve meses para hacerse la ecografía. ¡Lo que hace el ser pobre! La pensión de mi madre es de esas que te producen auténtica risa, qué gracia, qué chiste que haya cifras así tras toda una vida de currar mi padre como un imbécil. Ja, ja, ja. La hipoteca de la casa se come prácticamente todo mi sueldo, y eso cuando no tengo gastos extras, como el dentista de los críos. El mes pasado tampoco pude pagar al Banco, y ayer me llegó una amable nota, indicando que, o me pongo yo al día de inmediato, o me ponen ellos en la puta calle.

En fin…

Le acerco a mi madre una pastilla. Es rosa. Menuda chuminada. Rosa chicle, para más señas. El médico dijo que le vendría bien, yo sospecho que pensaba en nuestro bolsillo. Dudo que haya pastillas rosa chicle más baratas en el mercado, y las cubre en parte el Seguro. Si no como mantequilla, podré pagarlas.

– Lárgate, anda – me dice, tras tomarla, con un hilo de voz. Mueve una mano en el aire. Me sorprendo recordando un bofetón que me dio una vez – Vete, estoy bien. ¡Niñooos! – grita. Es grito de abuela, no de madre. No llega a categoría de despertador, pero como tengo prisa lo dejo estar.

Cojo la mochila y salgo zumbada. Sigo zumbada. Joder, cada día hay más gente que tiene coche, qué bien les va a todos. Aunque no sé si compadecerles, total, hay atascos por todas partes, y yo corro y vuelo y sólo estoy a punto de ser atropellada un par de veces, una de ellas por el autobús que solía tomar antes de las pastillas rosas, de las facturas azules, de los dientes blancos de mis hijos…

Llego a la fábrica. Vaya lío se ve desde fuera. Joder qué mogollón. ¿Qué coño sucede? Gutiérrez pasa corriendo por mi lado y casi me tira la mochila. Lleva dos años intentando meterse en mis bragas y resulta que ahora ni me ve. Será el pelo. Con este pelo parezco una cosa mala. Qué cojones, a quién le importa lo que parezco.

Veo a Sara y a Lola entre el montón de gente. Están preocupadas. Alguien se ha muerto, seguro. Ojalá sea el jefe.

– Hola, qué pasa – saludo. Me miran con horror. Normal.

– ¿Pero qué te has hecho en el pelo? – pregunta Sara.

– Estás horrorosa – dice Lola. Así me gusta, las cosas claras. Me paso una mano por mi patético cuero cabelludo esquilmado a tijeretazos. Aquí más largo, allá más corto. Pues vale.

– Tenía calor. ¿Qué ocurre?

– No sabemos. No podemos entrar. Algo va mal con las tarjetas magnéticas, parece.

Se forma todavía más barullo. Intrigadas, vamos a mirar. En el interior de las puertas de cristal de la fábrica se divisa una línea de seguratas. Qué raro, casi parecen una muralla humana, dispuestos a defender con uñas y dientes los bienes de sus amos de… ¿nosotros? Me debo estar confundiendo... Conozco algunos rostros. Incluso salí con uno de ellos, maldita sea mi sombra, mira que no aprendo. Me devuelve la mirada, con expresión de culpa, y luego aparta los ojos. ¿Qué coño pasa?

Martín y Daniel, dos de mis compañeros de planta, están en la puerta, llamando y discutiendo.� Uno de ellos golpea el cristal con el puño, cada vez con más rabia. Otros le imitan. Y más, y más. Empieza el caos.

– Pero qué ocurre… – Lola y Sara miran también asombradas. Las voces suben de volumen. Se va extendiendo la noticia.

Nos han despedido.

¡Nos han despedido!

¡NOS HAN DESPEDIDO!���

¡Nos han dejado en la puta calle, sin aviso previo, sin nota de agradecimiento, sin patada en el culo, sin cara hipócrita de lástima, sin nada! ¡Trescientos despedidos, dice alguien! ¡Trescientos, como los puñeteros griegos de las Termópilas! Pero, a nosotros, ni siquiera nos queda la gloria, la esperanza de ser recordados. A nosotros sólo nos esperan el frío, el hambre, la desesperación, la indigencia... Nos queda saber que no tenemos un sitio en este mundo, que este no es nuestro universo, que no es nuestra oportunidad ni nuestra vida, sino la de otros, esos que viven muy bien sin mirar a los lados, sin mirar atrás…

– No puede ser… – susurro. Sara ha palidecido. Lola se muerde las uñas – ¿Despedidos? No puede ser…

Las pastillas rosas. Las facturas azules. Los dientes blancos. La mantequilla amarilla, el autobús rojo. Las necesidades de mamá, los gastos de los niños, la hipoteca…

La calle, el frío, la nada. La miseria absoluta, la desesperación. El fin…

– ¡Paula! ¡Paula! – dice alguien. Estoy en el suelo. Veo rostros, pálidos, extraños. Giran a mi alrededor dando vueltas y vueltas. Todo retumba. Cuánto estruendo… Alguien me trae agua. No, no quiero agua, no necesito agua, necesito ayuda. Socorro, socorro, por favor, me estoy muriendo, se me viene todo encima, siento una presión en el pecho, no puedo respirar, me ahogo...

No van a ayudarme, nadie va a ayudarme.

Mi mundo se hunde en un barullo de voces y gritos y llantos de asombro, que son también mundos destruidos…

Tengo tanto, tanto miedo…

Grandes explosiones rojas, amarillas y… ¿verdes?

Apocalipsis.

No puedo seguir haciéndome la dura.

Todo se acaba.

Todo se acaba…

concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 7 de Agosto de 2009 a las 13:57

��������� Apocalipsis de una mirada����������������������������������������

Cada mañana vuelves a mirarte intensamente. Sacas la lengua con frecuencia y se ve blanca, pastosa. Tus ojos están hundidos y tus mejillas pálidas. Te cuesta mucho articular las palabras y agilizar el pensamiento. Te asusta ver salir de tus pupilas un hilo desvaído proyectado desde tus ojos a los míos. Es como un hilo fragmentado que se rompe de pronto, y sólo queda en él un vacío que da vértigo advertir.

Te veo con la mirada perdida. Me asusta pensar qué estás maquinando. Siento que algo poco claro. No sé qué haces ahí plantado tanto tiempo. Detecto múltiples sombras en tus ojos. No pareces transmitir ni percibir nada, más allá de lo que miras. No sé qué imágenes e ideas salpican tu pensamiento y tu vista, pero espero tu respuesta. Dámela, por favor.

De vez en cuando dices que estás como perdido en un medio hostil.

Te quejas de que ya no conoces a nadie, de que nadie te visita.

Te agobia ir quedándote solo.

Te asusta encontrarte con alguien que no conoces, y son tantos y tan raros…

¿Dónde ha quedado la persona lúcida y sociable que fuiste?

¿Dónde tu voz alegre contando cosas interesantes, que entretenían y enseñaban?

¿Dónde el jefe carismático que arrollaba?

¿Dónde está el otro, tu rival, que no ves desde hace tiempo?

¿Dónde tus triunfos?

Ya nada queda en ti de todo aquello.

Ya nada que haga reconocerte, salvo las líneas fláccidas de tus rasgos, ésas que van borrándose progresivamente como si quisieran desorientarte de nuevo añadiendo más dolor a esta incertidumbre que abruma tu actual vida.

Quisieras volver a verte dinámico, dadivoso en tu trato, inteligente y resuelto en tu profesión, atento y comprensivo con casi todos, cariñoso y recto con tus hijos. Añoras al hombre enamorado y fiel que se esforzaba por superar las desagradables sorpresas de la convivencia, aquella increíble sorpresa... Buscas al hombre que lo daba todo por los suyos, al hombre que nada hundía en la desesperación ni la cobardía (salvo aquella inesperada y tortuosa situación), al hombre que lo hizo todo por recuperar lo que era suyo.

¿Y qué encuentras?

Solamente un cuerpo más gordo y fofo. Sólo un rostro acartonado. Sólo una mirada desvaída. Sólo un vacío a tu alrededor más grande que el tuyo propio.

¿Dónde están tus sueños inacabados?

¿Dónde está tu próspera empresa y compañeros?

¿Dónde están las personas de tu entorno, las que te apreciaban?

¿Dónde está tu familia ahora?

¿Dónde está ella, que decía te amaría hasta el final?

¿Dónde está ella, ¡dónde!, cuándo y cómo la has perdido?

¿Dónde están todas esas caras queridas que ya no ves?

Ahora te mueves torpemente frente a ese otro extraño, y él te sigue, como burlándose de ti.

Y los recuerdos te nublan más con el ansia de saber.

Y queda la desolación larga, tediosa.

Y atrapa el vacío.

Y crece el mareo.

Y se pierde el pasado.

Y surge una nada sin asideros.

Y la mente se queda en letargo.

Y te miro sin verte del todo.

No, no te vayas todavía, me debes una explicación.

Ya sólo martillea entre tu lengua la frase que algunos comentan, ésa que no terminas de entender, la frase que has aprendido de memoria:

“A veces surge la lucidez en la mente como una balsa al caos interno”.

Quizás tengan razón, sí, quizás, por eso estás hablando hoy más de lo normal.

Si te fijas bien en lo que tienes enfrente, donde se ve el fondo de esos ojos, puedes ver en ellos algo conocido, justo como en este instante en el que tiemblas sin saber el motivo.

Te acercas más a esos ojos, para saber quién eres tú de verdad, por qué hablas con ese extraño que está ahí. Pero no lo sabes bien, se te nubla algo en tu interior, se atrofia tu mente, no puedes pensar ni casi hablar, no puedes recordar bien el motivo por el que estás de esta forma y, lo que es peor, reconocer a quien te mira. Entonces te conformas como un inválido en su silla de ruedas, y te pliegas, intentando cerrar los párpados que se rebelan.

Te quedas estático, contemplándote con la plena convicción de desenmascararte. Pero no sabes quién eres, no sabes qué pretendes de ti, no sabes nada ya, salvo que estás ahí cada día, estático como un poste frente a la ventana, iniciando un diálogo con ese hombre en ruina, cuya conversación cuesta seguir. ¿Estás solo? No, no lo estás porque esos ojos raros no dejan de mirarte.

Te toco, pero estás tan frío...

Te miro fijamente, pero una neblina enturbia tu cara. Huyes.

¿Dónde estás?

¿Dónde estoy?

Enorme confusión entre tú, tú y yo.

Te observo sin pestañear, para adivinar quién hay en ti.

Tienes miedo, pero te quedas mirándome. Tengo mucho miedo, y te doy la espalda. Luego me vuelvo hacia ti, intrigado. Ahí sigues, impávido, demacrado como un leucémico.

Dime, por favor, ¿quién es ése que habla tanto?

Dime por qué empuñó aquel trozo y lo clavó en los cuerpos de sus hijos y luego en el de ella, a la que tanto amaba. ¡Mírame, dímelo, vamos!

Dime por qué estamos siempre juntos tú, tú y yo.

Dile por qué la sangre cubrió de rojo el salón.

Dile por qué te metieron maniatado, gritando y amarrado al gran trozo de cristal del ventanal, en una ambulancia.

Dile por qué vistes de esta forma tan simple y fea.

Dile por qué vives en este cuarto vacío con una pequeña ventana tras los barrotes.

Dile, cuéntaselo todo en secreto, que no dirá nada a nadie.

O…

¿Se lo dirá ella, si la vuelve a ver resurgiendo entre los añicos de la cristalera tras ser rota por la figura de bronce que le lanzaste a la cabeza después de la fuerte discusión? ¿Se lo dirá ella, intentando sacarse de su corazón el trozo de cristal ensangrentado clavado con tus rabiosas manos? ¿Se lo dirá ella? Di, díselo, dímelo.

Cuando lo digas, esperarás mirándote en esta ventana hasta que ella te jure y perjure que su amante nunca existió y tus hijos no eran cómplices de nada.

Después romperás el cristal de la ventana con tu huesudo puño, tomarás un trozo y te irás en tu búsqueda, sí, en tu búsqueda, en la de tus hijos, en la de ella.

concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 9 de Agosto de 2009 a las 18:34

Reencuentro.

En la cúspide de aquel enorme edificio, Lorena y Carlos aguardaban su destino. Desde allí, habían visto a la gente agolparse en inmensas caravanas de vehículos huyendo de la costa. Habían visto helicópteros del ejército recoger personas elegidas e intentar controlar los saqueos. Nada de eso era importante.

Desde la cúspide del aquel enorme edificio, Lorena y Carlos habían visto esconderse al mar. La marea comenzó a bajar rápidamente, minutos después del impacto, como acudiendo a la llamada de un dios marino. Quedaron al descubierto las rocas rebosantes de cangrejos, miles de peces fueron expuestos al sol, los barcos hundidos, a millas de distancia, vieron de nuevo la luz del día; madera y acero de cementerio; una cronología de los fracasos del hombre. El rumor de la marea bajando era tal que se transmitía por la tierra, los cristales y vigas, hasta los pies de Lorena y de Carlos, que contemplaban el espectáculo cogidos de la mano.

Hasta que dejó de oírse.

Entonces, él insistió en que debían, al menos, intentar sobrevivir. Ajustó el arnés de Lorena y el suyo propio a las dos enormes antenas que coronaban el edificio, a quince pasos de distancia la una de la otra. Pidió a Lorena que, cuando llegara el momento, se encogiese por debajo de la altura de la barandilla, que se agarrase al metal con brazos y piernas y que ni se atreviese a levantar la cabeza. Luego, se ancló a su antena y quedó de pie. Quedaron de pie esperando a que el mar volviese.

Comenzaron a notar de nuevo aquel rumor, más intenso, premonitorio. El sol de la tarde, de repente, quedó tapado por la línea del horizonte; sólo que no era el horizonte. La ola viajaba a tal velocidad, y era tan alta, que estaba empujando el aire como si se tratase del levante. Su sombra sepultó a los barcos naufragados. Su enorme mole comenzó a comerse la orilla.

Los cálculos no habían sido del todo exactos; aquella ola era dos veces más alta que el edificio.

Carlos se agachó y miró en dirección a Lorena. No ocultaba su cabeza; no se agarraba a la antena. Estaba soltándose de su enganche para correr hacia él, para intentar darle un último abrazo a sabiendas de que, ante aquel horror, no iban a salir con vida. Quería morir junto a él, pero Carlos le gritó que no. Lorena siguió corriendo a pesar del viento. La azotea se llenó de espuma, de oscuridad, de ruido. La mano de ella estuvo a punto de tocar la mano de él.

Pero, entonces, la ola golpeó el edificio.

El cuerpo de Lorena salió despedido a una velocidad insoportable para cualquier tejido. Su cuello, espalda y cadera se quebraron a un tiempo; desapareció de la vista de Carlos. Por un momento, el hombre pudo ver el túnel de vació que formaba su propia silueta en el agua, antes de sentir dolor ni asfixia. Sólo notó cómo su cuerpo se plegaba sobre la resistencia del arnés y luego salía despedido. No tenía pecho, no tenía voluntad ni esperanza. Tragó agua a la primera oportunidad que tuvo, volando tan rápido como el más rápido de los pájaros sobre los edificios de la ciudad. Los huesos destrozados, la piel descarnada, los órganos internos aplastados… de Carlos sólo quedaba un reducto de conciencia y la visión de uno de sus ojos.

A través de ese ojo, mientras su cerebro moría por la falta de oxígeno, pudo ver que todas las maderas, metales y cristales de la ciudad se levantaban y bailaban junto a él, los cuerpos de los peces aparecían como sombras chinescas de telas arrojadas a un ventilador y el azul del mar se volvía tan insoportablemente vivo que no habría tenido cabida en la mente de ningún pintor, por loco que estuviese.

La ola llegó tan adentro en la tierra que sepultó la inmensa mayoría de las ciudades. Arrastró con tanto poder que puso al descubierto los sedimentos más olvidados de anteriores eras geológicas. Limpió los árboles de las montañas. Convirtió la vida en fango y se llevó el fango en su carrera.

Y al cuerpo de Carlos, separado de Lorena, inerte, frío, fácil, muerto y solitario en aquella muchedumbre arrollada.

Siguió avanzando con mayor lentitud, ocasionalmente animada por olas menores que eran réplicas de la ola destructora. Pero su impulso se acabó distribuyendo por toda la superficie del nuevo mar, estableciendo los límites de su fuerza, y después cesó.

El cuerpo de Carlos llegó a un país que nunca quiso visitar y permaneció bailando de un remolino a otro mientras los peces que habían sobrevivido comenzaban a despertarse. La superficie del mar comenzó a llenarse de cadáveres en esos momentos de calma. Los trozos de civilización que eran más densos que el agua se hundieron para formar parte del sedimento marino. Los que eran menos densos, hicieron compañía a los cadáveres a lo ancho y largo del mundo.

Después, el hueco que el meteorito había dejado en el océano se revolvió como un leviatán para reclamar su volumen. El agua comenzó a retroceder con mucha mayor lentitud que en el avance. Los remolinos perseguían a las olas de recorrido inverso, revolviendo de nuevo el fango desde el fondo hasta el sol. Los peces de mayor empuje intentaron defenderse de este nuevo secuestro exprimiendo sus fuerzas y dando bocados a todo cuanto pudiera proporcionarles algo de energía. Un centenar de gaviotas echó a volar, huyendo del lomo de una ballena muerta, que comenzaba a viajar demasiado deprisa.

Y el cuerpo de Carlos, al igual que los remolinos, los peces y la escoria del mundo, seguía a las olas de sentido inverso adonde tuvieran que llevarle.

Las tierras estaban emergiendo con el paso de los días y permitían que el sol alumbrase en los restos del desastre. Había algas agarradas en rocas de lo que antes había sido un desierto, monstruos de la profundidades empalados en los esqueletos de los edificios, campos pelados de toda hierba, cubiertos de peces que saltaban, moribundos, hacia cualquier charco.

El agua volvía al mar después de haber salado la tierra entera. Los árboles habían quedado como astillas enormes diseminadas en puntos incoherentes, tras haber dejado de flotar. Muchos cuerpos fueron devueltos al suelo. No el de Carlos, que encontró acomodo en la azotea de un edificio. Tendido como un trozo de tela, sobre los restos del que había sido el edificio más alto de la ciudad, el cuerpo de Carlos comenzaba a secarse al sol.

A su lado, flojo, abandonado y roto, estaba el cuerpo de Lorena, depositado igualmente después de días y días de viaje. Aquellos dedos, recios, pintados con el color de las cosas muertas, tocaban sus dedos. Ambas cabezas miraban al sol y el ojo de Carlos, aún abierto, reflejaba con su tranquilidad inerte el paso de las nubes y de las furiosas gaviotas.

concursoderelatos
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  • 10 de Agosto de 2009 a las 1:18
Un da cualquiera.-

La ciudad entera acababa de despertarse. Sus habitantes casi podan considerarse afortunados. Era una de las pocas que se haban salvado de los bombardeos, pero an as...

Mientras caminaba, Makoto revisaba mentalmente su horario. A primera hora tendra clase con "El Mapache". Dios, cmo lo odiaba! Y pensar que no volvera a casa hasta la una!

-Si hubieras aprobado, no tendras que estar yendo a clases particulares. Bola de arroz!

Bola de arroz? Makoto se par en seco. Por un momento, creyo que haba pensado en voz alta.

-Hola, bola de arroz! -exclam un alegre muchacho apareciendo detrs de ella.

-Hola, Hideki -le salud ella ruborizndose, mientras procuraba tapar con la cartera el horrible zurcido que su madre le haba hecho a su falda.

-Otra vez a la escuela de verano?

-Aj!

-Vaya...

Silencio. La alegra del joven pareci desvanecerse de pronto. Makoto saba que Hideki estaba loco por ella. Y sin embargo...

-Oye, Makoto... -comenz a decir l.

-Qu pasa? -respondi la chica ponindose en guardia y temindose una posible declaracin.

El muchacho pareca estar meditando cuidadosamente cules iban a ser sus palabras. Ella, por su parte, le observaba expectante, preguntndose si as no contribuira a ponerle an ms nervioso. Fuera como fuere, aquello le encantaba. La timidez haba dado paso a la satisfaccin.

Por fin Hediki pareci arrancar.

-Esta tarde iremos a casa de Ouchi -dijo-. Vamos a organizar una partida de Risk. Quieres venir a vernos jugar?

Makoto suspir, aunque no sabra decir si aliviada o decepcionada. "As que era eso! Menos mal!"

-Pues no lo s -repuso.- Mi madre me haba comentado de ir al parque a pintar...

-Vamos, Makoto, por favor... -le rog su amigo.

Ella se lo pens durante un minuto. Ya no tena ninguna duda. Le gustaba mucho ver la cara de carnero degollado que pona el chico siempre que le peda un favor.

-Est bien -respondi-. Pero slo si me dejis jugar.

-Qu? -exclam Hideki soprendido-. Los chicos me estaran tomando el pelo durante das.

-Pues entonces no ir -contest ella dndole la espalda.

Hideki supo que no tena alternativa. Tal vez por eso le gustara tanto. Siempre se sala con la suya!

-Esta bien. Te guardaremos un sitio. Pero a cambio, el prximo viernes iremos al cine.

-Trato hecho, pero la pelcula la elegir yo.

El chico le ense la lengua a modo de burla y corri a ocultarse tras una farola, mientras finga portar un arma.

-Estupendo! Ya vers que paliza le damos al tonto de Ouchi! Se lo tiene muy credo.

Y casi sin dar tiempo a responder a su amiga, comenz a imaginarse que estaba en mitad de un tiroteo.

- Ra-ta-ta-ta! -gritaba mientras daba rdenes que Makoto no entenda-. Derrotaremos a los americanos y marcharemos por las calles de Washington. Boom! Boom! Llegaremos hasta el corazn de Europa y liberaremos a nuestros hermanos alemanes. Bang! Bang!

Y se alej de all corriendo, como si de verdad se dispusiera a liberar l slo Berln. A lo lejos, Makoto escuch un alegre "Hasta la tarde!"

Ella sonri. Hideki era un buen chico. Quiz un poco atolondrado, un "cabeza loca" como le gustaba decir a su padre... Su padre! Si la viera tonteando como una veinteaera! Entonces s que iba a tener problemas!

Pero pap ya no estaba...

Todava recordaba la ltima carta que le haba escrito a su madre. Cuando le preguntaba por ese asunto, la seora Kino cambiaba drsticamente de tema. Su madre haba sido tajante con ella. Nunca le dejara ver aquellas cartas.

Pero Makoto siempre haba sido muy curiosa. Y una tarde, aprovechando que mam haba salido a hacer la compra, abri la cmoda y las vio. Se sorprendi cuando descubri que haba muchos ms sobres escondidos entre la ropa. Convencida de que iba a pasar una agradable tarde de lectura, se las llev a su cuarto y comenz a leerlas.

Todava no haba acabado de leer las cinco primeras cuando decidi terminar con la sesin. Aquello no era lo que se haba imaginado. Crey que iba a encontrarse con alguna declaracin romntica o algn recuerdo que sus padres guardaban de cuando eran novios. Ahora entenda porque su madre no le haba hablado de aquellos papeles. La descripcin de los cuerpos desfigurados y aplastados por el impacto de los obuses fue demasiado para ella. Tambin ley de pasada algo sobre la decapitacin de un prisionero...

Pobre pap! Imaginarle en mitad de aquel infierno, tan indefenso y vulnerable... Qu horror! Nunca se haba sentido ms culpable de haber desobedecido a mam. Hubo una frase que no pudo olvidar, quiz por su imaginera sangrienta: "El barro se espesaba cada vez ms con la sangre de los que iban cayendo".Inmediatamente volvi al cuarto de su madre y lo dej todo como estaba.

Makoto se detuvo. El recuerdo de aquella tarde le horrorizaba. Aunque el corazn le lata con fuerza, tena la impresin de que ste no se encontraba all, ocupando su lugar una agobiante sensacin de vaco. Para olvidarla, decidi centrarse en la charla que haba tenido con su entraable amigo.

El bueno de Hideki! Estaba claro que le gustaba y que tena mucha paciencia con ella. Cmo poda tratarlo tan mal? Saba que sus amigos se iban a burlar de l durante mucho tiempo. Y lo que es peor: ella sera la responsable de todo. Quin haba sido el imbcil que haba dicho que al Risk slo podan jugar los chicos?

-Cmo es que has trado a una chica? -le diran. Y despus se pondran a decir tonteras, como aquella de que eran novios... O cuando se iban a casar... Pobre Hideki!

En aquel momento, record lo que le haba dicho su madre unos das antes: los chicos eran unos estpidos. Cundo se decidiran a madurar? Sin darse cuenta, pens en los jvenes de la Escuela Superior, a los que agrupaban en batallones para servir en la Brigada Antiarea. Ellos siempre estaban serios y serenos, dispuestos a darlo todo por el bien comn. Quiz le recordaban un poco a su padre. Los admiraba tanto! Luego los compar con Hideki y sus amigos. Todava eran demasiado jvenes para eso.

Makoto se detuvo de nuevo y volvi a ponerse de mal humor. Maldicin! La guerra haba vuelto a planear por su mente.

-Uf! -rezong mientras de derrumbaba sobre un banco.

Mir su reloj. Eran las ocho y cinco. Otra vez volva a llegar tarde. Ya se imaginaba al "Mapache" mirndola con severidad y esperando una explicacin. Seguramente terminara por llamar a su madre.

-Si llego tarde -se dijo- mam volver a regaarme y tal vez no me deje quedar esta tarde con Hideki.

Entonces cay en la cuenta de que para esa misma tarde ya haba quedado con su amiga Rei. No quera plantarla, pero el plan con el muchacho le pareca ms apetecible. Daba igual. Ya hablara con ella maana. Tal vez aquella tarde conociera a algn amigo de Hideki que pudiera presentarle. "As tal vez podramos salir juntos los cuatro" pens.

Qu da! Hideki, pap, la ciudad, la Brigada Antiarea... Makoto se perda en sus pensamientos.

Casi sin darse cuenta, un solitario avin volaba hacia el centro de la ciudad. Se encontraba tan lejos que ni siquiera escuchaba el ruido de sus motores... Qu extrao! Su silueta no se corresponda con la de aquellos modelos que le haban enseado a distinguir en clase. Las sirenas antiareas todava no haban sonado, por lo que supuso que el avin estaba de paso.

Makoto ya no abrigaba ninguna esperanza de salvacin. Volvi a mirar su reloj al tiempo que se imaginaba la regaina del maestro. Eran las ocho y cuarto.

Entonces sucedi algo terrible. Un ruido ensordecedor reson en las montaas, en las calles, en las casas... Era como si alguien hubiera roto cien vasos de cristal. Una estremecedora luz cegadora la traspas. como si fuera un espectro llameante. El cielo, antes azul, se haba vuelto blanco y amarillo, para despus tornarse rojo y negro. Antes de ser devorada por la intenssima luz, Makoto decidi que no ira a jugar con Hideki aquella tarde. En vez de eso, iran al parque. De pronto, el Risk le haba parecido demasiado aburrido

Mientras, el Enola gay se alejaba de Hiroshima tan lentamente como haba venido.
concursoderelatos
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  • 10 de Agosto de 2009 a las 9:50
Materia Oscura

�� Era el fin. Todos lo sabían y casi todos lo habían aceptado. La humanidad esperaba el momento; los creyentes rezaban; los huidos regresaban a sus hogares encontrando el perdón y los niños miraban atónitos a los adultos preguntándose por qué no tenían que ir a la escuela. Habían aparcado su vida para poner en paz su alma antes de partir.

�� Encerrado en su laboratorio permanecía el único hombre que no se había rendido. Sabía que existía alguna forma de arreglar aquello. Todo tenía su contrario. Frente a una sucia pizarra, escribía fórmulas extrañas para el ojo no iniciado y las borraba con la misma velocidad. Estaba a oscuras, le habían cortado la luz en un inútil intento de que desistiera de su locura, sólo unas velas lo iluminaban. Nadie tenía fe en él, no porque no creyeran capaz al hombre más inteligente del planeta, sino porque todos se habían convencido de que el espectáculo había llegado a su fin.

�� Un relámpago iluminó la noche y la habitación se llenó de alargadas sombras que, por un instante, acompañaron al hombre que escribía en la pizarra. Como si el rayo lo hubiera devuelto a una realidad largo tiempo olvidada, dio varios pasos atrás contemplando el encerado. Dejó la tiza sobre la desordenada mesa y se llevó una mano a la barbilla manchándola de blanco. Abrió los ojos como platos y corrió al ordenador. Escribió varios datos y pulsó enter sin atreverse a dejar de mirar la pantalla.

�� -Funciona… –suplicó.

�� El ordenador emitió un mensaje de error y el científico a punto estuvo de lanzarlo contra la pared en un arranque de ira, pero en lugar de eso volvió a introducir los datos y el monitor mostró lo que necesitaba. Frente a él tenía la solución, la forma de detener aquello que habían desencadenado años atrás.

�� Todo comenzó con un pequeño accidente. Una pequeña fisura en el acelerador provocó el calentamiento de la estructura haciendo saltar todas las alarmas. Las autoridades actuaron negando el problema. Los medios de comunicación en seguida dieron la noticia como si del fin del mundo se tratara. Más tarde descubrirían que tenían razón. Apenas escapó un poco de antimateria, algo insignificante si habláramos de cualquier otra cosa. El problema fue que no se detectó hasta que ya era tarde para contener la contaminación. La antimateria fue creciendo y a su paso dejaba destrucción. Cada vez que entraba en contacto con cualquier cosa liberaba cantidades ingentes de energía que destruían todo en kilómetros a la redonda.

�� Y ahora él había encontrado la solución. Cerró su portátil y corrió hacia su moto. La ciudad sumida en la oscuridad lo saludó. Guardó el ordenador en su mochila, se abrochó la chupa y bajó la visera del casco en un movimiento inconsciente. El rugido del motor le recordó dónde estaba. A su espalda llevaba la única esperanza del hombre, del Universo entero. Tardaría al menos una hora en alcanzar el edificio donde permanecía escondido el responsable del acelerador.

�� El viaje fue desolador. No encontró a nadie en su camino al que darle algo de esperanza. Habían sido muchos los daños que aquel experimento había ocasionado pero, si parte de la humanidad sobrevivía, todavía� tenían esperanza.

�� Cuando llegó al recinto tuvo que mostrar su identificación a tres parejas de soldados que protegían los accesos que debía cruzar hasta estar dentro. Todos parecían ajetreados, como si estuvieran preparando algo, lo que le extrañó, hacía tiempo que la comunidad científica se había resignado.

�� Alcanzó la puerta tras la que se escondía Boyne, el responsable del acelerador, y entró sin llamar ni esperar a que los soldados le indicaran que podía hacerlo. El científico se volvió cuando escuchó el ruido de sus pisadas y se sorprendió al verlo.

�� -Pensábamos que habrías muerto de hambre –bromeó –Se rumoreaba que no comías ni dormías.

�� -He encontrado la forma de detenerlo –dijo acercándose. Boyne lo miró confuso, como si no lo creyera.

�� -¿En serio? ¡Vaya…! –dijo volviéndose hacia el hombre que estaba con él –Nadie hubiera apostado por ti, Seoane.

�� -Sólo tenemos que montar de nuevo ese maldito acelerador y …

�� -Sí, sí, Seoane –lo interrumpió el científico agitando la mano –Eso estaría muy bien… –continuó –Pero… un poco tarde. Tal vez deberíamos explicárselo, ¿no cree? –le dijo al que permanecía sentado.

�� -¡Tenemos que hacerlo ya! –dijo Seoane –No hay tiempo que perder, tenemos que crear antimateria controlada y con ella barrer toda la mierda que está esparcida por…

�� -¿Y de qué serviría? –dijo el hombre sentado, Seoane vio entonces que lucía uniforme militar y que tras él había otro individuo vestido de negro con un maletín oscuro sobre la mesa.

�� -¿Qué quiere decir? –preguntó sorprendido –¡Si no hacemos algo ya, esa mierda nos destruirá a todos y creará un agujero negro que terminará con todo el sistema!

�� -Eso es precisamente lo que queremos –dijo el hombre del traje negro.

�� -¿Qué? –preguntó con el ceño fruncido.

�� -Piénsalo Seoane –le dijo el científico –Llevas demasiado tiempo en ese laboratorio como para ver la realidad –Seoane lo miraba con el semblante serio –Guerra, dolor, hambre, muerte… eso es en lo que se ha convertido la Tierra, la humanidad.

�� -Y ahora podemos empezar de cero –terminó el hombre de negro.
Seoane lo miró furioso y acto seguido se volvió hacia la puerta, no quería seguir escuchando a esos locos, buscaría la forma de solucionar aquello él solo.

�� -¿Adónde vas? –le preguntó Boyne.

�� -A salvar el mundo –contestó sin volverse.

�� -¡Espere! –le gritó el tipo de negro -¿De verdad cree que lo salvará? Lo único que hará será postergar su muerte, el hombre volverá a poner el planeta al límite.

�� Seoane se volvió dispuesto a rebatir sus palabras, pero mientras lo hacía supo que no podía, tenía razón, pero aún así no se quedaría de brazos cruzados viendo cómo todo desaparecía a su alrededor.

�� -Puede tener un lugar en el nuevo mundo –le dijo el militar –Necesitaremos hombres con su talento.

�� -Lo hemos preparado todo para comenzar de nuevo –el hombre de negro dio un paso al frente.

�� -¿Y adónde irán? –dijo Seoane –La antimateria seguirá creciendo hasta crear un agujero negro que terminará destruyendo la galaxia entera.

�� -Existe un planeta en el que no nos importará ese pequeño detalle, a millones de años luz de aquí –explicó el científico.

�� -¿Y cómo se supone que viajaremos a él? Moriremos antes de verlo –dijo sonriendo Seoane.

�� -El acelerador de partículas era la mejor forma de ocultar el proyecto PUMBY –explicó el hombre del traje negro –Hemos logrado crear una puerta entre nuestro mundo y el nuevo mundo que hemos hallado.

�� -¿Eso es lo que han estado haciendo? –preguntó Seoane -¿Y por qué no lo han hecho público? Han muerto miles de personas intentando encontrar la manera de salvarse.

�� -Millones, señor Seoane –corrigió el hombre del traje –Y le estamos ofreciendo la posibilidad de ser uno de los “supervivientes”.
Seoane estaba furioso. Llevaba años buscando la forma de salvar el mundo y cuando por fin había dado con la solución se encontraba con aquello. Estaba frente a hombres sin escrúpulos y no quería formar parte de sus planes. Sin decir nada se volvió hacia la puerta.

�� -¡Piénsalo Seoane! –le gritó el científico obligándolo a detenerse con su tono -¿Adónde irás?

�� -Esta noche cruzaremos la puerta y seremos los últimos en abandonar la Tierra –le dijo el hombre de negro.

�� -¡Es usted joven, hijo! Tiene un futuro brillante –Seoane guardó silencio –Venga con nosotros, allí podrá ayudarnos a devolver el esplendor a la humanidad –dijo el militar.

�� Seoane se giró y miró un instante a cada uno de aquellos hombres. Dio un paso al frente y por un momento casi deseó hacerles caso. Se detuvo y se arrancó la identificación que colgaba de su cuello y en ese mismo instante sintió que era libre. La tiró al suelo y fue hacia la puerta.

�� -¿Y adónde irás? ¡Nadie te creía capaz de salvarnos! ¡No te merecen! –le gritó el científico -¿Qué harás ahora?

�� -Ya te lo dije –se volvió y miró por última vez a aquellos hombres –Vosotros queréis salvar al hombre, yo voy a salvar el mundo.

concursoderelatos
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  • 10 de Agosto de 2009 a las 11:07
��������������������� EL FINAL DE TODAS LAS COSAS

���� Al final sucedería mucho antes de lo previsto. Ni uno solo de los miembros de la comunidad científica mundial, había sido capaz de prever semejante giro de acontecimientos.
���� El Sol había agotado hasta el último gramo de hidrógeno de su corazón; el ardiente nucleo que acogía en su interior, había comenzado a expandirse a una velocidad de vértigo. Al principio nadie notó nada, tal vez un ligero cambió en las corrientes térmicas, o un leve aumento de las tormentas solares, pero poco más. Hasta que sucedió; de un día para otro, el diminuto Mercurio, apenas una mancha en los libros de texto, fue engullido por un voraz incendio cósmico...
���� A partir de ese preciso instante, los acontecimientos se sucedieron de forma incontrolada; la comunidad internacional quedó conmocionada, y el estado de ánimo de la humanidad pasó de la perplejidad, al pánico, sin solución de continuidad.

���� La última barcaza estaba a punto de amerizar en la luna artificial "Euler", más allá del confín de la Vía Láctea; aquellos eran los últimos refugiados, nadie más podría abandonar el planeta, nadie más podría sobrevivir.

���� -¿Cómo ha ido el viaje? -Quiso saberel supervisor de embarques, Van Hallen.
���� -Regular, el viento cósmico es cada vez más fuerte, el temporal solar arrecia; pronto acabará por arrasar Venus, después... -Carla dejó el comentario en el aire, no hacían falta más explicaciones. Van Hallen bajó los brazos resignado, mientras desliaba una mirada de preocupación a lo largo de la columna de rezagados, que poco a poco abandonaba el cobijo del transporte estelar.
���� -¿Son los últimos? -Preguntó de nuevo, más que nada por continuar con la conversación.
���� Carla clavó sus ojos grises en el supervisor.
���� -Los últimos son los que se han quedado en casa. -Escupió entre dientes; en sus palabras había un deje de disgusto, que Van Hallen no quiso pasar por alto.
���� -Ni tú, ni yo, tenemos la culpa de eso. Algo había que hacer. -Se defendió el supervisor.
���� -Ya, pero ninguno de nosotros se ha quedado allí. -Carla regurgitó sus palabras, que parecían vomitadas por la mala conciencia.

���� La actividad era vertiginosa en los pasillos del Departamento de Emigración de "Euler". El supervisor Van Hallen accionó el dispositivo que descorría el filtro de luz de su despacho; a unos cientos de miles de kilómetros, se adivinaba la magnífica presencia de Plutón. Años atrás, un comité científico había determinado que el último de los planetas del Sistema Solar, tendría que conformarse con ser el hermano pequeño del resto de planetas de la galaxia; ahora eso daba igual, aquella sería su casa, una esperanza nueva, un clavo ardiendo, lo que fuera con tal de no desaparecer... pero eran tan pocos. Van Hallen recordó las últimas palabras de la Comandante Carla, y sintió un pellizco de angustia; no había sido justa, absolutamente todos habían dejado a alguien atrás, incluso ella.
���� Repasó la lista de los recién llegados; la normativa había sido cumplida a rajatabla, no esperaba menos de los funcionarios de Emigración que había dejado en la Tierra. Los había elegido uno por uno, entre los más eficaces del Programa de Extracción, los más comprometidos.
���� Los refugiados componían una variopinta amalgama de seres humanos; europeos, asiáticos, africanos, americanos del norte y del sur, y representantes de todas las islas de Oceanía. En total, algo menos de dos mil personas. Ellos eran los últimos, ningún transporte estelar volvería a cruzar la galaxia. Definitivamente era el final.
���� La pregunta era unánime; como si de un enfermo de cáncer ante su médico, todo el mundo se preguntaba lo mismo: ¿Cuánto tiempo nos queda? Eso mismo se preguntaba el supervisor Van Hallen ¿cuánto tiempo quedaba?

���� Hacía calor, mucho calor. Imelda miró a través de la ventana, la marea se había esfumado, dejando a la vista una capa de peces y algas negruzcas en estado de putrefacción; pensó en sí misma durante un segundo, lo justo como para no angustiarse más de la cuenta. De refilón, al pasar junto al estante, acarició con la punta de los dedos la fotografía de una joven, una sonriente piloto de las Fuerzas Armadas. Miró al cielo, estaba rojizo, el disco solar aparecía como una boca encendida, que abría amenazadoramente sus fauces. Había oído la noticia por la radio, la voz de la locutora le sonó fría, institucional, probablemente fuera algún miembro de Naciones Unidas; nadie se hubiera prestado a comunicar semejante cosa, nadie en sus santos cabales. Venus había sido devorado por el Sol, los últimos restos del lucero del alba, vagaban en una órbita indefinida, algunos acabarían impactando con la Tierra en los próximos meses; aquello era solamente un adelanto de lo que estaba por venir.
���� Estaban solos, los últimos ya se habían marchado; no había lugar para la esperanza. Los que pensaron en su momento, que sería algo rápido, que la Tierra se disisparía en el Cosmos, como si de polvo de estrellas se tratara, se equivocaron. Iba a ser una muerte lenta, agotadora; cuando el inmenso agujero negro que el Sol estaba creando a su alrededor, se tragara definitivamente los restos del planeta, todos sin excepción, habrían muerto.

���� La barcaza estelar estaba dispuesta. La sonda de exploración, situada en los muelles de expulsión de la luna artificial "Euler", había llegado hacía tan sólo unas horas; portaba las peores noticias posibles: una grabación realizada tras el límite orbital de los satélites geoestacionales, que hacía años, deambulaban inertes alrededor de la Tierra, daban fe de la magnitud del desastre.

���� -El calor es tan intenso, que los océanos han terminado por evaporarse; no queda ni una sola gota de agua en la Tierra, ni una sola. ¿Te das cuenta de lo que éso significa? -La Comandante Carla obvió la respuesta.
���� -Entonces... ¿cuál es el motivo de la expedición?, ¿queréis acallar vuestras conciencias, comprobando que no queda nadia, ni nadie? -Preguntó con tono hiriente la comandante, sin saber que realmente se estaba destruyendo a ella misma.
���� El supervisor Van Hallen suspiró fastidiado; estaba harto de sentirse culpable por haber sobrevivido, por haber sido uno de los elegidos. En aquel momento hubiera dado cualquier cosa por haberse desintegrado en el espacio ¿o no?
���� -Esta vez te equivocas Carla. El Comite de Sabios ha decidido que hay motivos para realizar una última expedición de extracción. Se han recibido señales de vida humana, muy débiles, pero señales a fin de cuentas. El fin está próximo, pero todavía estamos a tiempo de ir y volver. Tú eres la persona idónea para comandar la misión... la más comprometida.
���� Mientras Van Hallen hablaba, Carla comprobaba, uno a uno, los cierres herméticos de su traje ignífugo y antirradiación; examinó los niveles, estaban a cero, aunque era consciente de que, cuanto más se aproximara a lo que quedaba de la Tierra, esos mismos niveles aumentarían, hasta llevarla al borde mismo de la muerte. No le importaba.

���� La ignición de los motores rompió el silencio, creando alrededor un ensordecedor torbellino. El diminuto rostro de la Comandante Carla, se adivinaba en la cabina de mando de la barcaza estelar. Una patrulla de corbetas espaciales, había despegado de "Euler" unas horas antes; su misión, abrir camino, comprobar donde se encontraba el límite frío de la galaxia. Más allá, tan sólo la barcaza estelar estaba preparada para soportar las altas temperaturas que provocaba la expansión del Sol. Van Hallen saludó con la mano, sin demasiada convicción, tenía la íntima sensación de que jamás volvería a ver a Carla con vida.
���� La barcaza estelar se separó con pereza del muelle, avanzó unos doscientos metros y desplegó la vela cuadra, que le ayudaría a aprovechar las corrientes de vitno cálido que surcaban la galaxia. En el último momento, antes de que desapareciera en el abismo sin luz del espacio, Van Hallen observó la inscripción grabada junto a la escotilla de la nave: "Imelda", leyó en voz baja. Sonrió y volvió a levantar la mano, en esta ocasión, con alegría renovada.
���� -Buena suerte comandante, hasta pronto. -Musitó entre dientes, antes de dirigirse apresuradamente a la torre de control de "Euler". No se separó de los paneles, hasta que el diminuto punto parpadente, que marcaba la situación de "Imelda", desapareció de forma definitiva de la pantalla.

��������������������������������������������������� FIN
concursoderelatos
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  • 10 de Agosto de 2009 a las 15:19
LA COSECHA.

La mujer estaba sentada en el columpio, con la mirada perdida hacia el lago, que ese día resplandecía con la fantasmagórica luminosidad que le enviaba una Luna menguante y perversamente garfiosa.
De pronto, un pícaro haz de luz se le escapó al astro frío. Burlón y dionisíaco, incidió maliciosamente sobre una lacerante y ponzoñosa hoja de metal empuñada por la mujer. Ella percibió el destello blanquecino, helado y mordaz. Segura de sí misma, sabiendo que su vida había llegado al final, cerró los ojos y dejó volar su mente en fútiles cavilaciones. Levantó el cuchillo a la altura de su rostro, y el impulso de su muñeca lanzó el puñal con malvada intención hacia su garganta. Y mientras la vil hoja empezaba a sesgar la piel de su cuello, algo brilló en el horizonte, y se produjo un destello tan fuerte que obligó a la suicida a abrir los ojos. Y en ese preciso instante, cuando la sangre empezaba a derramarse por su cuello, y los gestos espasmódicos de su rostro dibujaban un gorgoteo suplicioso, sus ojos llegaron a contemplar el horror cósmico de las estrellas, el indecible e inimaginable horror del universo que estaba cayendo en el mundo. En ese último momento, cuando la vida abandonaba su endeble cuerpo y sus ojos contemplaban el caos absoluto, sintió pánico. No pudo contener las lágrimas e incluso en la muerte, siguió llorando de horror, de un horror más insondable que el abisal pozo de Demócrito, y que en los últimos momentos la poseyó, para siempre.

Los rayos de luz siguieron cayendo sobre el lago, mofándose del cuerpo inerte de lo que antes había sido una hembra humana saludable y nutritiva. Y el mundo entero, sintió el impacto cósmico, la llegada del averno y de la estéril desesperación. Y en un fugaz instante que pareció eterno debido a la ausencia de oscuridad, el planeta entero hirvió de chispeantes chorros luminosos de una energía secreta y recelosamente guardada.

La cortedad se adueñó del corazón de los humanos, y al ver la mefistofélica miríada de luces que brillaba en el cielo, por todas partes, por todo el universo; se encogieron sobre si mismos, llorando y gritando patéticamente poseídos por el horror absoluto. Sus ojos se negaban a contemplar el caos astral que se derramaba y se vertía a través de la inmensidad, pero sus voluntades son débiles y se quiebran con facilidad. Y no tardaron en hundirse en la más desesperada perdición, cayendo en el Hades de la fatalidad esteral en medio de burbujeantes y orgásmicos chapoteos de un océano universal de energía cósmica.

La tierra se resquebrajaba, se agrietaba y se rompía incesantemente, liberando unos gases mohosos que revelaban fugazmente las mismísimas entrañas del planeta. Los mares crepitaban con fúria, saltando encrespados y lamiendo vertiginosamente las ciudades humanas en medio de la más terrible hecatombe sideral. Y entonces, el fondo oceánico, poseído por la salvajería de Pan, emergió fantásticamente desatando el más terrible de los pandemoniums.

Ninguna pesadilla humana podría llegar a transmitir el indecible caos infinito que rebasa cualquier tipo de imaginación. La Humanidad no era nada, no significaba nada. Su existencia había sido irrisoria; y ante el poder absoluto y caótico del cosmos, todo se hundió en la más terrible miseria. La tierra se rompió, estallando en medio de los fuegos del purgatorio. Los océanos estallaron y, evaporándose instantáneamente, sacaron a la luz regiones que durante millones de años habían estado ocultas bajo insondables profundidades de agua.

Entonces fue cuando aparecieron…

Millones de grotescas máquinas voladoras emergieron de los negros y tenebrosos lodos oceánicos, y ascendiendo cuales demonios alados a través de remotas regiones de tinieblas, cazaron uno a uno a los endebles y patéticos humanos que corrían y se contorsionaban en un ridículo intento por huir. El mundo entero se anegó de la barbarie metálica de esas máquinas. Por dónde aparecían, la vida entera dejaba de existir. El planeta mismo estaba siendo asesinado, por unas crueles y malditas ansias de destrucción.

Lo arrasaron todo a su paso y ningún humano pudo escapar de sus diabólicas garras. Los pocos seres supervivientes que consiguieron esconderse, no tardaron en quemarse vivos en los mismísimos fuegos del infierno. Mamíferos, aves, anfibios, reptiles e incluso los insectos y las bacterias… Y entonces fue cuando la quimera de fuego lo consumió todo, y el espectáculo galáctico conjuró su mejor actuación:

���� >>La conmoción empezó repentinamente, emitiendo con una locura desenfrenada una vibración bulliciosa que emergió desde el centro del planeta. La Naturaleza luchó contra ello, desatando las mayores fuerzas volcánicas y los más devastadores tornados en medio de una universal tormenta de rayos. Pero nuestra gran madre Gaia no tardó en sucumbir y en ser aplacada por el horror que se vertió desde las estrellas, las cuales observaban con expectación y parpadeaban al compás de las explosiones.
Lo que antes había sido un planeta lleno de vida, se había convertido en una nube polvorienta y nauseabunda que se esparció por la oscura galaxia como la ceniza soplada por el viento. En el mismo instante en que un humano aplasta con sus botas a una hormiga, esos seres destruyeron todo el planeta, arrastrando todo tipo de vida hacia la locura del horror.
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  • 10 de Agosto de 2009 a las 18:50

concursoderelatos
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  • 10 de Agosto de 2009 a las 18:52

HAPPYVILLE

�� � �Happyville siempre fue un pueblo que hizo honor a su nombre. La luz del sol lucía con fuerza en sus calles y su clima era ideal, hasta el punto de que sus montes y bosques bullían repletos de vida y color. Las casas, muy coloridas y en perfecto estado, se alineaban en calles limpias y bien cuidadas, mientras los vecinos vivían sumidos en su rutina diaria y en perfecta harmonía.

El primer suceso extraño que sacudió la localidad ocurrió en la estación de ferrocarril. Desde que los vecinos tenían memoria, Bob, el jefe de estación, se había encargado en solitario de su mantenimiento, sin sufrir el menor incidente. Su figura, vestido de azul, con su sombrero rojo y su banderín señalizador, era tan propia del paisaje, como el propio Ayuntamiento o la torre de la Iglesia. Por eso, todo el pueblo se sintió conmocionado cuando desapareció sin previo aviso. En su puesto de trabajo tan sólo quedaron sus botas y su banderín caídos en el suelo, como si el pobre Bob se hubiera, simplemente, esfumado en el aire.

No se habían recuperado de aquel extraño suceso, cuando, al llegar el atardecer, todas las luces del pueblo se apagaron, sumiéndoles en la penumbra. Ni el alumbrado público, ni las luces de las viviendas particulares funcionaban. Tan sólo las luces del coche patrulla de la policía alumbraban las calles con su luz roja mortecina e intermitente. Nunca había ocurrido algo así en Happyville, por lo que las gentes, atemorizadas, se refugiaron en sus hogares en espera de que la normalidad volviese a sus vidas.

Pero no fue así, aquello sólo era el comienzo. A penas unos minutos después de irse la luz, unos gritos desesperados hicieron que los vecinos salieran de sus casas. Era Collins, el alcalde, que, preocupado, había salido a hablar con la patrulla, para descubrir horrorizado, que el coche de la policía estaba completamente destrozado en medio de la calle principal. Sus luces aún funcionaban, pero las puertas habían sido arrancadas de cuajo, mientras que el capó estaba hundido y aplastado. No había rastro de los dos policías que, sólo unos minutos antes, iban en su interior.

No hace falta decir que el temor de los habitantes de Happyville se volvió auténtico terror. Algunas voces empezaron a alzarse insinuando oscuras maldiciones o castigos divinos. Sin embargo, lo peor aún estaba por llegar. Con todos los vecinos como involuntarios testigos y cuando estos aún estaban arremolinados alrededor de los restos del vehículo policial, el caos se desató. Ante ellos, con un crujido ensordecedor, la torre de la Iglesia se partió. Muchos pensaron que caería sobre ellos y comenzaron a correr despavoridos, pero, ante el asombro general, la torre se elevó en los cielos desapareciendo en la oscuridad, dejando tras de sí un muñón desnudo, donde antes se encontraba la orgullosa edificación.

Hubo carreras, gritos y desmayos, mientras las gentes intentaban comprender lo que acababan de ver. Pero fue la pequeña Suzie, la hija de los Pearson, la que terminó de aterrorizarles cuando, mirando tranquila hacia al cielo exclamó: ¿habéis visto los dientes? Todos la miraron con incredulidad mientras la pequeña intentaba explicarse con su voz infantil: “Había unos dientes en el cielo que mordieron la Iglesia”.

Nadie había visto esos dientes monstruosos, pero algo en el tono de la niña hizo que muchos la creyesen y cayesen de rodillas. “Es el diablo” murmuraban, “el fin del mundo”. Jonas, el cura del pueblo, les pidió a todos en voz alta que se calmasen; si de verdad el maligno les estaba atacando, lo mejor que podían hacer era rezar, pidiendo a Dios su ayuda en aquellos momentos de tribulación. Aquello pareció calmarles y pronto la mayoría de vecinos se encontraron de rodillas rezando, acompañados por la potente voz del sacerdote.

�� � �Pero, ignorando las plegarias de los habitantes, la destrucción continuó. Un ruido terrible, que al principio no supieron identificar, inundó el lugar haciéndoles taparse los oídos. Era como si el mismo cielo se estuviese derrumbando sobre sus cabezas. Todos miraron desconcertados a su alrededor en busca de la fuente del terrible sonido. Al principio no vieron nada pero, después, sus ojos, ya acostumbrados a la oscuridad, empezaron a distinguir las formas del paisaje. Lo que vieron sumió �a muchos, no ya en el terror, sino, superado éste, en la simple locura. Ante sus ojos, las montañas que rodeaban Happyville estaban siendo aplastadas como si algo desde el cielo hubiese decidido borrarlas de la creación. Una tras otra fueron desapareciendo, siendo sustituidas por una negrura poblada de formas inidentificables y amenazadoras.

�� � �En más de una ocasión, creyeron ver, garras enormes o dientes descomunales que aplastaban y desgarraban todo a su paso. Poco a poco, todo a su alrededor fue destruido, nada fue respetado; casas, negocios, jardines, todo, absolutamente todo, fue destrozado.

------

�� Sofía estaba en la cocina terminando la comida cuando oyó como Lili bajaba las escaleras corriendo. Por el ruido atropellado que hacía al bajar, como si de un pequeño pelotón de caballería se tratase, supo que algo le había ocurrido. La pequeña se apresuró a su encuentro llorando desconsoladamente.

- ¿Qué te pasa cariño? - le preguntó, cogiéndola en brazos, no sin esfuerzo.

- ¡Mami!..., ha sido Pluto – exclamó la pequeña haciendo pucheros – ¡Ha roto las casitas!

- Igual tienen arreglo – intentó consolarla -. Ya sabes que papa es muy mañoso.

�� Sin que la pequeña dejase de hacer pucheros, llorosa y a la vez contenta de que su madre la prestase tanta atención, las dos subieron a comprobar lo ocurrido. Cuando llegaron a la habitación, Pluto las esperaba, moviendo su rabo de lado a lado, contento de verlas e inconsciente del desastre que acababa de causar.

�� A Sofía sólo le hizo falta un ligero vistazo para comprobar que, esta vez, no bastaría con un bote de cola y paciencia para arreglar los desperfectos. El perro había triturado, literalmente, la mayoría de las casas. El decorado de montañas y ríos estaba totalmente aplastado, por no hablar de cómo había arrancado todos los cables y mordisqueado las pilas. Por un momento pensó en regañar al animal, pero, cuando vio como Pluto las miraba orgulloso de su obra, decidió que sería tan inútil como enfadarse con un huracán o una tormenta de verano.

- Me parece que esta vez no va a tener arreglo – le confesó a Lili, que la miraba expectante – Pero he visto una versión nueva de Happyville en los almacenes del centro, que tiene hasta piscina municipal.

- ¿De veras? – preguntó la pequeña, con sus ojillos repentinamente brillantes por la emoción.

- Podemos pedírselo a los Reyes.

- ¡Sííí…! – exclamó Lili, abrazando a su madre con fuerza, mientras su rostro se iluminaba con una gran sonrisa de felicidad.

�� Sofia dejó a su hija en el suelo y se dispuso a recoger la habitación. Al echar un último vistazo a las calles destrozadas del pueblo de juguete, vio con curiosidad como los pequeños muñecos, que representaban los habitantes, se encontraban apilados en medio de la calle principal, formando un círculo casi perfecto. Al observarlos más de cerca, le pareció que algunos miraban al cielo con expresiones de terror dibujadas en sus rostros diminutos.

Sofía se dijo a si misma que aquello era imposible y, riéndose de su tonta ocurrencia, comenzó a arrojarlos a una bolsa de plástico.

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  • 10 de Agosto de 2009 a las 18:53


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  • 11 de Agosto de 2009 a las 12:21

Repoblar la Tierra  

 

Eran cuatro: Joseph, Peter, Avril y Lara. Eran jóvenes, muy jóvenes: apenas contaban con entre diez y quince años de edad. Además, eran hermanos. Su padre había sido un prestigioso científico en la Tierra, la cual se veía desde Nébula, la base lunar en la que vivían y que las autoridades mundiales habían decidido construir en un lugar recóndito  del satélite antes de que una raza extraterrestre, los spiters,  destruyera toda la vida del planeta azul, esto es, provocara el fin del mundo como lo conocemos ahora.

 

Joseph era el mayor. Pasaba largos ratos con sus negros cabellos apoyados en un gran ventanal, ensimismado, contemplando la Tierra, imaginando una vida pasada, la que en realidad él no había vivido pero sí uno exactamente igual a él. Porque era un clon, al igual que sus tres hermanos.

 

-          ¡Joseph, vamos, al centro de escucha! –interrumpió Avril los pensamientos de su hermano, siempre tan pendiente de él desde su gorra roja.

 

-          Al centro de escucha, al centro de escucha, al centro de escucha… -repetían una y otra vez con voz de computadora los numerosos robots que convivían con ellos y que hacían de todo por ellos, desde lavarles la ropa hasta hacerles la comida e instruirles en numerosos aspectos.

 

El centro de escucha era la sala de reuniones, donde un holograma de su padre les contaba  periódicamente cómo había sido la existencia en la Tierra de la que provenían y cuál era su misión en el universo a llevar a cabo desde aquella estación lunar. Corrieron hasta la estancia en cuestión.

 

-          Hola, hijos –hablaba la imagen del padre-. Como bien sabéis, yo estoy muerto. Vosotros sois los clones de mis primeros hijos. Constituís la tercera generación: mis primeros hijos murieron, junto con el resto de la humanidad, en la guerra contra la raza extraterrestre, los spiters. Afortunadamente, fuimos previsores y, antes del desastre, enviamos a la estación Nébula, donde os encontráis, unas muestras de sangre de mis vástagos para que los robots que os rodean pudieran hacer unos clones, los cuales luego pudieran ir reconstruyendo la vida en la Tierra poco a poco. Pero fracasaron en su intento, por eso los robots, programados para que reaccionen ante cualquier imprevisto, os crearon luego a vosotros. Constituís por lo tanto la tercera generación…

 

-          Siempre empieza igual, ¡qué rollo! –protestó Lara.

 

-          ¡Es verdad! ¡Yo ya estoy harto de este holograma! –acompañó Peter a su hermana en las quejas.

 

-          ¡Vámonos a jugar por ahí! –sugirió Avril.

 

-          ¡Callaros! –interrumpió Joseph dándole un golpetazo a la visera roja de Avril-. Tenemos que escuchar a nuestro padre, es muy importante lo que nos dice.

 

Joseph parecía el único que se interesaba por lo que la imagen de su padre les decía y explicaba. Cada día había sesión en la sala de escucha, con narraciones de éste de lo que había sido muchos años atrás la existencia en la Tierra y lo que debían hacer ellos, los cuatro hermanos, para intentar repoblarla.

 

Joseph, Peter, Avril y Lara pasaron años aprendiendo técnicas y tácticas que desarrollar en el planeta azul. Hasta que alcanzaron todos ellos la mayoría de edad estuvieron recibiendo clases de los robots, especialmente en lo concerniente a la generación de clones a partir de las muestras de antiguos humanos. También simularon misiones a la Tierra en una cápsula igual a la que utilizarían después en el viaje que supondría el inicio de la repoblación terrestre. Los robots les iban a guiar, sirviéndoles de apoyo, desde la base Nébula.

 

Llegó el gran día, la jornada en la que, de salir todo bien, comenzaría una nueva era en la Tierra. Los cuatro hermanos, ya mayores de edad, con la madurez alcanzada, se subieron a la pequeña nave que les serviría luego de medio de transporte. Antes de cerrar las escotillas de acero los robots se despidieron de ellos:

 

    -Que tengáis buen viaje. Suerte –dijeron con su característica voz de máquina.

 

Aquella mañana lunar, temprano, con sol cegador y de cielo tan negro, fue la última que los cuatro hermanos vieron a los robots, sus profesores de la vida y también de la destreza en los asuntos científicos.

 

La misión no pudo salir mejor: arribaron a la Tierra sin problemas, aterrizaron suavemente, bajaron de la nave y pisaron con sus pies suelo terráqueo sin problema alguno, todo ello siendo debidamente guiados por los robots desde la base Nébula.

 

Los días sucesivos los cuatro hermanos se dedicaron a iniciar todo el proceso que daría un fruto, una vez terminado con éxito, que no sería otro que la repoblación del planeta azul. Joseph se ocupó de hacer los clones humanos de sexo masculino, Avril los de sexo femenino, Lara los animales (perros, gatos, vacas, ovejas y caballos) y Peter plantó árboles, plantas y un huerto.

 

En las siguientes décadas todo discurrió según el plan previsto: la Tierra se repobló y una nueva era en ella aconteció sin grandes sobresaltos. Se formaron nuevos estados, nuevas ciudades y pueblos…, en definitiva, nuevas culturas.

 

Cuando se cumplieron cinco siglos de la llegada a la Tierra de los cuatro hermanos, cinco siglos del nuevo periodo -ni falta hace decir que los cuatro hermanos ya estaban desaparecidos por causas naturales-, nuevamente los spiters hicieron acto de presencia en la existencia terráquea de una manera violenta y asesina.

 

Los humanos de entonces imploraron a los cuatro dioses de la creación, su creación: a Joseph, Peter, Avril y Lara. Fue en calles y plazas abarrotadas de gentes con miedo a un nuevo fin del mundo exactamente idéntico al ya acontecido cientos de años atrás. Aquellas gentes portaban pancartas y banderas con las imágenes de los cuatro hermanos. De rodillas miraban a la luna, en donde se hallaba la estación Nébula, confiando en que allá arriba los robots o de nuevo unos clones de los cuatro hermanos solucionaran la situación.

 

 

concursoderelatos
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  • 11 de Agosto de 2009 a las 21:45

                                         EL MES DE OMABIAN

    Finales del siglo XIX: En algún lugar remoto y desconocido de Africa.

   Mi nombre es Imabutu. Llevo un par de horas subido a un árbol. No muy lejos de mí, están Yugonbane y Ushubane. Abajo mis angustiados compañeros, aguardan su destino. A su alrededor, suenan los tambores de los “usakos” que se dirigen hacia ellos. Ha sido simple y pura casualidad que estuviera subido en el árbol con mis dos camaradas, recolectando fruta. Espero que no se acuerden de nosotros, porque de lo contrario compartiremos el terrible destino que parece aguardarles.

   En la otra orilla del río la sonriente bruja Taama, observa la angustiosa situación. Con ella están dos mujeres cuyos nombres no recuerdo, pero que fueron repudiadas por sus maridos. Hace un par de días tan solo, que empezó todo esto. Aún está reciente en mi memoria la visita de Pakendo, el viejo mercader. Este se sintió escandalizado cuando vio a nuestros vecinos. De inmediato, habló con nuestro jefe Akeno.

-¿Cuánto hace que esos hombres, viven con vosotros?

-Unos 3 meses ¿Porqué lo dices?

-¡Ya decía yo! Se nota que no viajas mucho ¡En mala hora, vine a hacer mis negocios aquí!

-Eh, tranquilízate. No te pongas de esa manera.

-Lo siento pero no he podido evitarlo. Me pone de mal humor esa gentuza que tenéis al lado. Son una secta de ratas mercenarias, que trabajan al servicio de otras tribus y del hombre blanco.

-Sí, ya lo sé. Admito que al principio éramos reacios a aceptarlos como vecinos, pero se han ganado nuestra amistad a pulso. No hay trabajo en el que ellos no nos ayuden, por agotador que éste sea. Aunque son mercenarios, no quieren tener problemas con las tribus cercanas. 

-Veo que no sabes que hace dos años, fueron expulsados por los abunkas y anteriormente tuvieron un fuerte enfrentamiento con los ekolos. Así que es inevitable que lo tengan con vosotros. Y además dentro de 24 horas, será el mes de Omabian (agosto) y como sabes, ese mes se llama así en honor al dios de la guerra, al que adoran. Por lo que no te quepa duda de que al ser una tribu pequeña y cercana, os invitarán a sus festividades.

-¿Qué hay de malo en ello?

-Eso pronto lo sabrás, si no haces nada para evitarlo. Dijo Pakendo, enigmáticamente.

-Me dejas intrigado ¿Qué me quieres decir con eso?

-Llama a las tribus vecinas de inmediato, gástate el dinero en mercenarios o pide ayuda al hombre blanco, pero búscate de donde sea un ejército de al menos 10.000 guerreros. Ellos son unos 2.000 pero por muy veteranos que sean, no dudaran en huir ante un nº de enemigos tan grande.

-¡Ja, ja, ja, ja! Estás loco, Pakendo. No hay motivo para reclutar a tantos hombres, tampoco tengo tanto dinero, ni encuentro razonable atacar a unos vecinos tan serviciales.

   Pakendo, sonrió de oreja a oreja.

-Los abunkas y los ekolos, también pensaban como tú. En cuanto terminaron las festividades de Omabian, se apresuraron a buscar oro y pieles de donde fuera, para comprar rifles al hombre blanco y reclutar guerreros entre las tribus cercanas. Fue algo milagroso; solo tardaron unos diez días. Pero si no me equivoco, tendremos otro milagro una tercera vez.

   Akeno, jefe de los ziberios se burló del viejo mercader, al que acusó de haber abusado del “agua de fuego” de los blancos. Pakendo no dijo ni una palabra más del asunto y siguió vendiendo en el poblado.

   Toda la conversación, fue oída por Taama, la bruja. Esta, aborrecía no solo a Akeno, sino a toda la tribu. El jefe la castigó una vez a permanecer amarrada como un perro, junto a su choza por haber errado en las previsiones metereológicas. Durante ese tiempo, estuvo soportando las burlas y esquivando los objetos que le lanzaron los burlones miembros de su tribu.

   Cuando atardeció, Pakendo ya se había ido. No aceptó la hospitalidad de Akeno, que lo invitaba a quedarse a dormir en su poblado. Al siguiente día daría comienzo el mes de Omabian, y aún a riesgo de ser atacado por las bestias y bandidos, cogió su carro y junto a su hijo, emprendió el camino hacia la aldea más cercana.

   Fue al amanecer, cuando muy temprano llegó un mensajero de los usakos. Este, leyó un mensaje que decía lo siguiente:

   Saludos de Perak, jefe de los usakos a Akeno, jefe de los ziberios.

Acaba de comenzar el mes de Omabian, que mi tribu y yo, celebramos con gran alegría y jolgorio. Es el mes de los guerreros y como tales debemos estar todos unidos. Un hombre es un guerrero desde su mayoría de edad, hasta los 50. Por lo que todos los varones de esas edades de tu tribu, están invitados a asistir a la gran fiesta, que se celebrará en nuestro poblado. Vestid vuestras mejores ropas, para que al son de los tambores, vayamos a vuestro encuentro. Las celebraciones, durarán el mes entero. Vuestras esposas, deberán de ser comprensivas, y aceptar como algo natural la ausencia de los varones. Mientras dure Omabian, todo hombre estará unido a otros hombres. Comerá, vivirá, dormirá y compartirá el mismo techo con los guerreros de mi tribu. Que ninguna mujer se entrometa en nuestras celebraciones, porque aquí no hay sitio para ellas. Ya tienen los once meses restantes del año, para disfrutar de la compañía de sus machos. Que se queden cuidando a vuestros hijos.

   Saludos.

   Akeno se puso pálido, al escuchar al mensajero. Este tuvo que leer el mensaje dos veces. De todas formas estaba claro, pero no tuvo mucho tiempo para reaccionar. Apenas unos minutos después, el alegre tamborileo de los usakos resonaba sin cesar. Perak, el gigante de dos metros y barba blanca, encabezaba la comitiva. Al ver a Akeno, se quedó mirándolo fijamente a los ojos, y exclamó:

 -Ven con nosotros, hermano. Estás invitado. Los hombres de tu tribu, también.

   Semejante noticia, cogió de improviso a los incautos, que alegremente se unieron a la fiesta de los usakos. El indeciso Akeno, no había tenido tiempo de advertirles. Tan solo pudo escapar un hombre que estaba cerca de él cuando vino el mensajero, y oyó el mensaje. 

   Había un grupo de 20 hombres cerca del río, recolectando fruta entre los que me encontraba yo. El agotado compañero, nos avisó del peligro que corríamos. Acababa de escuchar en su huída a la bruja Taama, avisar a Perak  de nuestra ausencia. Nuestras posibilidades consistían en cruzar el río, y pedir refugio en el poblado más cercano. Me disponía a bajar del árbol, cuando Ushubane, me dijo por señas que no lo hiciera. Señaló al río y vio a la cruel Taama, en una canoa. Esta, lanzó al agua el contenido de un saco y de inmediato corrió hacia la otra orilla. No tardó el río en llenarse de cocodrilos, que cerraron el paso a esos infelices.

  Desde el árbol, veíamos a los usakos invitar a nuestros compañeros. El que nos avisó, se puso histérico, y quiso cruzar. Por suerte, se lo impidieron ¿O tal vez debieron dejarlo? Al escuchar la negativa de participar en sus fiestas el jefe usako se ofendió, no aceptó esa respuesta y los obligó a participar. Mis compañeros, eran jóvenes. No tenían más de 25 años. Eso impacientó a los miembros de la secta, que allí mismo querían iniciar las celebraciones. Perak, los autorizó a ello.


  Llenos de angustia y temor, escuchábamos los lamentos de esos desafortunados y las risotadas de satisfacción de nuestros vecinos. Taama, no paraba de reír, al tiempo que tiraba piedras a los árboles. Una de las cuales, estuvo cerca de alcanzar a Yugonbane. Esa actitud, irritó a Perak.


-¡Mujer! Este no es sitio para ti. Deja de molestarnos, que queremos celebrar nuestras fiestas.


-Tranquilos chicos, tranquilos. Vosotros seguid a lo vuestro. Yo solo estoy tirándole piedras a unos monos que estoy viendo entre los árboles. Oye ¿No os gustan los monos?


  Ese comentario nos hizo temblar ¿Nos habría visto? También me preguntaba como terminaría todo ¿Acaso los usakos permitirían que tras acabr el mes, siguiéramos el ejemplo de los abunkas y los ekolos? Mucho me temo que no. A juzgar por la violencia con que trataban a mis compañeros, era el final de la tribu.
                             


concursoderelatos
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  • 12 de Agosto de 2009 a las 19:14

ANUNCIANDO APOCALIPSIS

�Manuel era un hombre de carnes magras, muy alto, con los ojos hundidos y las manos más grandes que recuerdo. Vestía una túnica blanca que, de lavarla poco y estar expuesta a la luz del sol, había ido adquiriendo un color parecido al del polvo que sopla de la estepa. Iba acompañado siempre de un perro, todo pelo y gruñón. Aparecían todas las semanas en día de mercado, el sábado. El hombre recorría los puestos pidiendo algo que llevarse a la boca. Probablemente era su único modo de conseguir fruta fresca o verdura. Para el perro siempre había unos pocos huesos que el hombre guardaba en una bolsa de cuero y que luego hervía donde quiera que viviese, nadie sabía a ciencia cierta el lugar. Su dirección cuando marchaba del pueblo era hacia el sur.


�El empeño de este hombre era advertirnos con voz mesiánica y estampa amenazadora sobre la pronta llegada del fin del mundo. Para ello se subía, no sin dificultad, sobre un poyo de granito que los viejos usaban para pegar la hebra o jugar a las cartas, y desde allí, armado de un palo que usaba como bastón, nos dibujaba un porvenir siniestro en el que los supervivientes del cataclismo deberíamos de padecer las mayores adversidades antes de palmar.

(Sin lugar a dudas, uno de los supervivientes era yo. Me gustaba imaginarme en un planeta deshabitado teniéndome que valérmelas por mí mismo como un Robinson sin isla, pero tan abandonado como él. Pasado un tiempo aparecería algún otro chiquillo milagrosamente a salvo también, y juntos emprenderíamos un viaje en busca de núcleos de población donde fuéramos bien recibidos.)


La gente del pueblo había dejado de escucharlo hacía mucho. Sólo los forasteros, atraídos por la iglesia románica y por los restaurantes orgullo de la comarca, se detenían a oírle y a hacerle fotos, como si el hombre fuese parte de una representación auspiciada por el ayuntamiento.


Para adornar su discurso, Manuel se auxiliaba de imágenes aterradoras que a mí me ponían los pelos de punta pero al mismo tiempo alimentaban mi imaginación. La versión del Apocalipsis que más me gustaba era aquella que tenía a los extraterrestres como ejecutores del mismo, dispuestos a arrasar con cuanto rastro de vida encontrasen en la Tierra, cansados de compartir Universo con una pandilla de depredadores que ni a ellos mismos se respetaban.


El mayor misterio entre la chiquillería, sin embargo, era saber dónde vivía aquel hombre de altura descomunal y manos como raquetas. Cierta mañana partimos tras él pertrechados de cantimploras y de una pequeña mochila cada uno con alimento por si la excursión se alargaba. A nuestras madres les dijimos que íbamos a nadar al río.


Manuel caminó hacia el sur, como tenía por costumbre. A dos kilómetros del pueblo aproximadamente enderezó por una trocha que se adentraba en la espesura del bosque. Temíamos que el perro pudiese oírnos, pero era viejo y acaso el olfato lo tuviese atrofiado y fuese además sordo, porque en ningún momento se giró a mirarnos. Nos separaba una distancia juraría que corta, por miedo a perderlos de vista. Manuel caminaba a buen paso. Se notaba que conocía el terreno. Al cabo de una hora advertimos que había trazado una curva orillando el pueblo y que ahora caminábamos hacia el norte, donde se halla la estepa y la autovía que conduce a la capital.


La estepa es terreno vedado para los niños y aun para los adultos. A nadie le gusta porque, por mucho que lo han intentado, nunca han extraído nada provechoso de ella. Las plantaciones de invernaderos que en otros lugares sí funcionan, aquí han arruinado a más de uno. Solo ha servido para que la autovía pueda evitar las montañas y acceder al otro lado sin tener que horadarlas, aunque el trayecto es más largo y su paisaje desazona el espíritu. Unos pocos de quienes seguíamos a la pareja decidieron dejarlo. Quedamos cuatro.
Manuel siguió caminando en línea recta por el secarral infinito. Teníamos miedo y de buena gana habríamos dado media vuelta, pero aquel suceso era el más emocionante que nos había ocurrido nunca y necesitábamos concluirlo. Ocurrió, sin embargo, que según Manuel descendía un repecho del terreno que nosotros ascendíamos por este lado, le dio tiempo a desaparecer sin dejar rastro. Lo habíamos perdido de vista un minuto apenas, lo que tardamos en llegar a la parte más alta del repecho, y no volvimos a verlo.


Regresamos al pueblo con la sensación de que Manuel nos había tomado el pelo. Aquella noche mis fantasías me llevaron a imaginarme en la mayor de las calamidades: sin agua, sin alimento, con la sola compañía de una mascota a la que acaso tendría que sacrificar. Tuve fiebre. El rato que habíamos estado expuestos al sol y al viento de la estepa nos enfermó a todos. Nuestras madres lo achacaron al agua fría del río.


Decidimos acabar lo que habíamos comenzado. Aguardamos a la semana siguiente. En cuanto vimos aparecer a Manuel en el mercado, Luis y yo corrimos dirección norte hacia el llano. Pudimos reconocer el camino que llevamos la otra vez y el repecho tras el que el hombre desapareció sin más. En algún sitio tenía que haberse escondido, eso lo teníamos claro, pero ¿dónde? A simple vista no había lugar en el que un hombre de su tamaño pudiera ocultarse. Rastreamos la pendiente. A lo lejos, desdibujados por el reverbero del suelo, vimos pasar camiones fantasmales en línea recta hacia el oeste.


Finalmente, oculto entre la maleza, hallamos un agujero por el que Manuel podía pasar de sobras sin necesidad de inclinarse demasiado. Luis dijo que él no entraba, convencido de que, oculta en su interior, podía haber una alimaña. A mí el corazón me martilleaba en las sienes, pero di el primer paso. Dentro estaba a oscuras, claro está, aunque la luz que provenía de la entrada bastó para que, una vez mis ojos se acostumbraron, pudiesen admirar asombrados lo que Manuel había ido almacenando en el curso de los años, desde que iniciara su retahíla sobre el Apocalipsis.


No enumeraré la cantidad de utensilios y alimento en conserva que hallé para no resultar prolijo. Sí diré que aquél era el refugio perfecto para afrontar cualquier apocalipsis por cruel o prolongado que fuese. Manuel no era tan tonto como habíamos imaginado. Ni las plagas, ni las invasiones extraterrestres, ni la guerra nuclear iban a impedir que fuese uno de los supervivientes. Mientras el resto dependeríamos del azar para lograr el mismo estatus, él lo alcanzaría por voluntad propia ante la indiferencia de quienes se negaban a escucharlo. A partir de ese día, y hasta que fui lo bastante mayor como para darme cuenta de que el mundo perecerá de agotamiento por sí mismo muy lentamente, presté mayor atención a sus mensajes junto con los forasteros amantes del románico que le hacían fotos y le daban monedas, y que luego comían en los restaurantes orgullo de la comarca.

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  • 13 de Agosto de 2009 a las 2:32

La Última Balada


Abajo el caos reina en las calles. La gente se amontona aterrorizada en cualquier rincón, y ya nada parece quedar realmente sano en sus mentes. Roban, matan, luchan, compiten por una incierta posibilidad de supervivencia que no es más que delirio, ilusión. Algunos parecen no poder soportar la idea de lo que nos va a acontecer, mientras que otros prefieren ignorarlo y sólo ven en este caos la posibilidad de conseguir el provecho propio.

Así es la humanidad. Definitivamente mis hermanos terrícolas no darían muy buena imagen frente a ojos ajenos ahora mismo, pero qué se le va a hacer. Amo igualmente a los míos. Tanto como amé a este planeta cuando aún había tiempo, cuando aún teníamos la oportunidad de frenar la autodestrucción. Nadie me escuchó a mi ni a mis colegas, y llevábamos ya meses esperando este día en soledad, en amargura, seguros de lo que iba a suceder.

Sentado en el borde de la azotea, mi hijo rasga con su guitarra eléctrica notas suaves, improvisadas, tal vez la más intensa improvisación que pueda hacer nadie nunca sobre este planeta. Cualquier otro día le haría notar lo peligroso de su posición, pero no hoy. Su música, salida de lo más profundo de las emociones, no sólo nos sobrecoge, sino que nos sirve como la perfecta canción de cuna de cara a nuestro descanso eterno. Porque hemos de permanecer unidos, cuerdos. Son nuestros últimos momentos, lo teníamos claro desde hacía meses y no hemos de dejar que la locura mancille estos preciosos segundos.

Mi mujer mira por la ventana inmóvil, melancólica, como queriendo captar cada detalle en su retina, como si sus ojos necesitaran alimentarse ávidamente de las motas de luz reflejadas en cada detalle del lejano horizonte. Como queriendo llevarse consigo cada una de las partes de nuestra bonita ciudad costera de Salinas, Ecuador.

Dos de mis tres colegas siguen también aquí con nosotros, en este último piso del edificio más alto de toda la ciudad. Juegan a las cartas como tantas otras veces han hecho en su vida... con la diferencia de sus semblantes serios y el silencio, ese que nadie se atreve a romper.

Mi tercer colega, el único con esposa aparte de mi, no está con nosotros, sino en alguna habitación cercana. Probablemente ha elegido pasar sus últimos momentos amando a la mujer de su vida, en intimidad. Posiblemente es lo que yo mismo debería hacer. Y, sin duda, podría asegurar que lo pensé millones de veces, tuve (y tengo) claro que no hay modo más bonito de acabar tus días que abrazado a los tuyos, en silencio, en serenidad.

Sin embargo, siento un impulso dentro de mi que nunca antes había conocido; tal vez algo similar a lo que llevó a Gandhi a dedicar su vida a la búsqueda de paz, o a Ernesto Che Guevara a iniciar su sangrienta revolución por conseguir devolver la libertad a su pueblo. Siento que debo escribir, escribir hasta el fin, contar esto a un mundo futuro y legarlo al hipotético renacimiento de la humanidad tras una hipotética nueva edad de hielo que devuelva los polos a su estado normal.

Puede que de aquí a miles de años, tal vez millones, resurja de nuevo la vida inteligente en este planeta, o incluso venga del espacio. Posiblemente nunca sabrán con exactitud lo que ocurrió, nunca tendrán muy claro cómo nos extinguimos al igual que nosotros hoy en día tampoco tenemos muy claro lo que ocurrió con los dinosaurios. Por ello, intentaré resumir nuestra situación lo mejor posible, con la esperanza de que mis palabras puedan comunicar algo a alguien aunque sea de aquí a muchísimo tiempo.

La Tierra llevaba ya años, casi décadas, sufriendo el deterioro de la capa de ozono y el consecuente calentamiento global. El cambio climático fue siendo una realidad cada vez más cotidiana, pero nadie hizo nunca nada por evitarlo, nada. Sólo la comunidad científica se llevaba las manos a la cabeza, y parecía ser que a los políticos les preocupaba más seguir conservando su estilo de vida y su dinero antes que contribuir a detener el apocalipsis.

Más tarde lanzamos al mundo una última advertencia: la capa de ozono no iba a resistir mucho más. Pronto iba a llegar el umbral de deterioro que permitiría que los polos se empezaran a derretir de tal forma que causaran un derrumbamiento en cadena, lo cual aceleraría el deshielo de forma alarmante a causa de la fragmentación. Sólo en ese momento logramos concienciar a varios de los países del mundo, aunque lo único que logramos fue retrasar nuestro fin un poco más.�

Gracias a las últimas informaciones que hemos recibido de medios de comunicación (en países tanto del hemisferio norte como del hemisferio sur), sabemos que dos olas gigantes se abalanzan hacia nosotros desde norte y sur, dos tsunamis que deben de haberse tragado ya la mayor parte de la población global y vienen raudos hacia nosotros, los moradores del centro del globo.

La humanidad... ¿qué puedo decir de ella? Verdaderamente, no mucho ni muy bueno. Los terrícolas a lo largo de los siglos hemos sido seres violentos, mezquinos, arrogantes, egoístas, despreocupados... cuando nos movemos en grupo perdemos el juicio y actuamos como una sola masa anárquica y caótica, nuestra responsabilidad se diluye incluso más y nuestros instintos salen a flote amparados por la muchedumbre. Nuestra propia voluntad se anula y se funde en una sola irracional, peligrosa, autocomplaciente. Nos liberamos de nuestras obligaciones echándoselas al de al lado, y éste hace lo mismo hasta cerrar un círculo vicioso: así fue, ni más ni menos, como empezó la extinción que avanza inexorablemente hacia nosotros.

A pesar de ello, y aunque pueda sonar hipócrita, amo a mis hermanos de la Tierra. Ahora, a las puertas del fin, los amo más que nunca, y lamento no haber sabido expresar mejor esta sensación cuando aún me quedaba tiempo para vivir. Porque, a pesar de todo lo que he dicho de ellos, los humanos somos algo fascinante: nadie, ninguno de nosotros es igual al otro. A pesar de lo que pueda pensar de la mayoría de personas y lo que sucede al desviar nuestro ego individual a un grupo, algo que no puedo negar es que la belleza de nuestra raza humana nos ilumina (iluminó) en cada una de las zonas de nuestro planeta. Somos todos diferentes, a veces en extremo, pero eso nunca nos ha impedido colaborar para salir adelante, enriquecernos los unos a los otros. Hay gente que consideraría muy buena en el mundo, no sólo personas que podría considerar malvadas. Pero, lo mejor de todo, es que muy posiblemente mi vecino tendría una visión totalmente diferente de lo que yo vería como malo o bueno, aceptable o no aceptable, y aún así poder convivir maravillosamente, sin conflictos. Ahí es donde reside nuestra belleza, nuestra virtud. Son esas situaciones de contacto entre nosotros las que nos impulsan a evolucionar, a aprender, tolerar y respetar, humanizarnos.

Pronto, todo eso habrá terminado, tal vez para siempre. Pero hay que mantener la esperanza en el futuro, ya que eso no nos lo puede quitar nadie... como humanos que somos.

Mi esposa acaba de emitir un grito ahogado, pavoroso. La agradable canción de cuna de mi hijo ha parado de sonar y mis dos compañeros que jugaban a las cartas han saltado de sus sillas y se han situado en la ventana frente a la que usa mi mujer, atónitos.

Me dicen que el fin se acerca. Que las dos olas se atisban imparables, cada vez más grandes, desde lo más lejano del horizonte a norte y sur. Yo aún no las he visto.

Ya no queda tiempo. Imprimiré estos papeles, los meteré en mi maletín hermético de acero inoxidable y me iré sin más a abandonar este mundo junto a los míos, con la esperanza de que algún día mi legado pueda ser encontrado. Pero, sobretodo, con la esperanza de que algún día alguien pueda acabar de componer la preciosa balada de mi hijo y la pueda tocar frente a miles de personas emocionadas, en comunión, juntas. De que nunca muera la humanidad.


concursoderelatos
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  • 13 de Agosto de 2009 a las 15:49
POR AZEL

Un viejo granero perdido en medio de latifundios, una noche tranquila, donde el cielo se mostraba completamente despejado y una gran luna llena alumbraba una basta área rural. En ese granero se habían reunido casi dos mil personas. Desde el exterior, sin embargo, sólo se oía una voz, proyectada con fuerza y convicción. La voz del orador.

-Muchos no nos creyeron, pero la profecía se ha cumplido. Paso por paso, punto por punto. Pobres ilusos, ellos han condenado su alma, para ellos ya no existe salvación posible. Sólo nosotros nos salvaremos. Sólo nosotros merecemos la redención. Hoy es el gran día. Por fin ha llegado el gran momento. ¡Azel!

Todos los ahí congregados repitieron al unísono, como una única persona, como si un único individuo grande y poderoso hubiese despertado, lleno de ímpetu, de un largo letargo.

-¡AZEL!

-No debemos tener miedo. El miedo, el dolor, el sufrimiento y la condena eterna está reservada a los infieles. Nosotros hemos hecho lo correcto. Nosotros hemos enmendado todo el mal cometido a lo largo de nuestras vidas. Volvemos a ser seres limpios, seres puros. Azel nos acogerá con los brazos abiertos. El paraíso será para nosotros. ¡Azel!

Otra vez, con la fuerza de las dos mil almas allí presentes, despierta el gigante y repite:

-¡AZEL!

-En el gran libro todo estaba escrito. Todo se cumplió. Todo siguió su ciclo. Todos recordamos las palabras de Azel: “Y la luna brillará con luz renovada, en su luz veremos su nueva cara y su nueva cara será el reflejo de la muerte”. Palabra de Azel.

El gigante ya estaba despierto, levantó el pie derecho y con la fuerza de dos mil hombres golpeó el suelo mientras pronunciaba con un vigor renovado el nombre de su salvador:

-¡AZEL!

-Pero Azel quiso darnos una oportunidad. Su poder sólo es superado por su misericordia y precisamente por eso nos dio tiempo. Tiempo para enmendar nuestros errores. Tiempo para la purificación. Tiempo para abandonar todo placer mundano, para abandonar todo placer carnal. Y es que a los ojos de Azel todos somos iguales y sólo como iguales podrá acogernos. La riqueza, la ostentación, la lujuria y el egoísmo son cosas que Azel no comprende, no admite y no tolera.

Las dos mil túnicas, solemnes, inmóviles, perfectamente sincronizadas, como células de un organismo superior, como fibras de un músculo en reposo, volvieron a contraerse. Dos mil pies volvieron a levantarse. Dos mil pies volvieron a golpear el firme. Dos mil voces, en un tono neutro,� volvieron a gritar:

-¡AZEL!

-“Y los pájaros volarán en círculos. Y los pájaros, exhaustos, caerán muertos, a cientos, a miles. Cubrirán carreteras y ciudades”. Azel lo dijo. Quiso volver a avisarnos. Siguió abriéndonos sus brazos. Nos dio más tiempo para que tomáramos una decisión. La decisión correcta. Cuando la profecía se cumplió, unos pocos de los que nos llamaron locos se unieron a nosotros. Vieron la luz. Pero sólo la vieron una minoría; y sólo la vio una minoría porque el faro no alumbraba con suficiente intensidad. Azel nos avisaba, pero no quería regalarnos la salvación. Azel sólo quería a su lado a los elegidos, a los que confiaran en él, a los que creyeron su palabra.

Con la misma fuerza, con la misma precisión, como un muelle que vuelve a liberar la misma energía tras ser comprimido la misma longitud, los dos mil congregados volvieron a golpear con el pie el suelo y a gritar:

-¡AZEL!

-“Y los mares subirán. Y los ríos se secarán. Huracanes, tifones y terremotos se sucederán. Y ese será el último aviso. El aviso para los condenados. Después, el apocalipsis acaecerá. La oscuridad se cernirá sobre nosotros. La noche será eterna, ya nadie podrá encontrar salida alguna. Sólo los elegidos habitarán el paraíso”. Palabra de Azel.

Esta vez el golpe fue más intenso, parecía que el gigante, hasta entonces expectante, se estaba impacientando. El eco que devolvió el grito también fue más sonoro.

-¡AZEL!

-Ha llegado pues, amigos míos, compañeros de viaje, la hora.� El apocalipsis está cerca. Cuando llegue ya será demasiado tarde. Demasiado tarde también para nosotros. La profecía se ha cumplido. La luna cambió su luz y nos mostró su otra cara, la cara de la muerte. Miles de pájaros cayeron del cielo, muertos, inertes. En sus ojos, aún abiertos, traían otro presagio de destrucción. El mar ha subido. Muchas ciudades han sido anegadas. Pronto llegaran el hambre y las epidemias. Finalmente, la oscuridad se cernirá sobre todo y caeremos en un punto sin retorno. No podemos esperar más. No podemos correr ese riesgo. Ha llegado la hora. Azel nos espera.

Dos mil brazos se levantaron hasta tomar una posición horizontal. Las dos mil mangas, al replegarse, liberaron un sonido que a cualquiera le hubiese recordado a un latigazo seco y enérgico. Las dos mil manos sostenían una pequeña cápsula entre sus dedos índice y pulgar. El orador esta vez había acompañado al resto en el ritual. Todos levantaron el pie derecho y golpearon el suelo por última vez al grito de “¡AZEL!”. Luego, en un movimiento rápido, sin lugar para la duda, todos, sin excepción, introdujeron la cápsula en su boca y tragaron con convicción.

Pasó menos de un minuto antes de que cayera el primero. Luego los demás, como fichas de dominó, lo siguieron. El orador fue el séptimo en caer. Después de cinco minutos no quedaba ni uno en pie.

Fuera, la noche proseguía en una calma tensa. Ni el rumor de la brisa ni el sonido de algún insecto rompía el sepulcral silencio. El cielo despejado mostraba toda la bóveda celeste. En ella destacaba la luna. Una luna que ya hacía unos cuantos años que, a cada día que pasaba, era un poquito más grande, brillante e inquietante.
danielturambar
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  • 13 de Agosto de 2009 a las 15:51
Recuerdo que hasta las 23:59 de hoy está el plazo abierto para publicar relatos.

concursoderelatos
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  • 13 de Agosto de 2009 a las 19:32
Jefe

Me asombra que mis recuerdos de cómo comenzó todo me parezcan ahora tan triviales.

Me despertó el crepitar del móvil y un breve centelleo de las luces de la habitación. Cuando abrí los ojos, estaban apagadas.

El resplandor en la ventana me alarmó. ¿Me había dormido? Elisabeth no había llegado todavía. Miré al radio-despertador. Nada. Sin luz.

El olor me hizo saltar. Recorrí descalzo las habitaciones. Nada ardía. En el salón era más intenso, como si un rayo hubiera fundido todos los aparatos: televisor, DVD, cadena de música, parabólica, router...

Sin acabar de contabilizar los daños, me asomé a la terraza.

El resplandor no era el del amanecer: era una luz verdosa, decolorada en el centro y que se volvía púrpura hasta enrojecer por los extremos. Cambiante. Como una aurora boreal.

En la calle, farolas apagadas. Un coche indebidamente detenido en medio del carril central. Dos personas a su lado mirando al cielo.

Traté de contactar con Base. El móvil, muerto. Y caliente, como si lo hubiera recogido del salpicadero al sol. El fijo, nada, silencio.

Y Elisabeth no había llegado. Salía de turno a las seis.

En ese momento lo supe. Aquel curso NBQ. Se nos había descrito este escenario puramente teórico, especulativo. Se había hecho realidad. Ahora. No, los generadores del Hospital no habrían arrancado. Nada funcionaría. Elisabeth tardaría mucho en volver.

Elisabeth me reprochaba mi aspereza. Yo, que más le valdría no traerse a casa el dolor de sus pacientes. Dos años tratando de encontrar motivos para no separarnos. Paradójico. Nos habíamos conocido el día de la matanza en la escuela. A mí me gustó la intensidad que ponía encima de cada herido, incluso la involuntaria crispación de su boca cuando lo que sacábamos era un imposible vital. A ella le debió impresionar mi control, mi eficacia. Eso me dijo.

En aquella clase NBQ no se nos dijo cómo debe reaccionar un ser humano. A veces tengo ocurrencias inapropiadas: me imaginé impartiendo esa misma clase, completando aquellos conocimientos con mi propia experiencia.

Inapropiado. Yo no era profesor de la Academia de Infantería, sino el Jefe de un hormiguero aplastado por un bulldozer.

Desayuné sin hambre. Había que hacerlo. La linterna de diodos no funcionaba. Me lancé escaleras abajo con un mechero y una vela. Un vecino volvía del garaje a tientas, como yo. Su automóvil no arrancaba. Al reconocerme, desató un chaparrón histérico. Me hubiera gustado poder explicarle que sólo una jaula de Faraday perfecta hubiera podido salvar nuestros artilugios electrónicos. Le ordené que recorriera todas las plantas hasta cerciorarse de que nadie se había quedado dentro de los ascensores. El más pequeño de los problemas que íbamos a tener esos días.

En el trastero cogí una vieja linterna y la Glock-26. El garaje olía, pero no había fuego. Mi coche no respiraba, claro. De todos los vehículos, sólo un Mini de época y un BMW-M3 de 1986 volverían a arrancar.

Cogí la bici. Con ella al hombro, salí por las escaleras. La falsa aurora se apagaba, y tomaba su relevo el verdadero amanecer.

Las calles parecían secuencias de un anuncio extravagante: coches detenidos en lugares y posiciones inopinadas; grupos de personas atónitas; incendios -transformadores- que nadie apagaba. El agua... hoy sería la última ducha, pero sólo para los madrugadores. Las estaciones de bombeo de la red de suministro, ¿de dónde iban a traer repuestos para repararlas?

En la puerta del Hospital encontré dos guardias desorientados. Habían traído a un conductor para una alcoholemia y se encontraban en medio de un pandemónium: los servicios de mantenimiento disparando a tontas y a locas contra los ascensores, los generadores, las bombas de aire y las de oxígeno; la mitad de los pacientes, en el filo de la navaja; enfermeras y médicos, desquiciados.

Los mandé de vuelta a Base. Caminando.

Elizabeth no imaginaba que yo iría a verla en un momento como éste. La aparté al cuarto de enfermería. Me rechazó la pistola, como si yo estuviera desvariando. “Escúchame, Elisabeth, puede que ahora mismo esté a punto de caer sobre nosotros la bomba que acabe con todo. Más probable, pero no mejor, es que tanto ellos como nosotros estemos fuera de combate por un mutuo ataque de pulso electromagnético. Nada va a funcionar, nadie va a venir en nuestra ayuda ni hoy ni dentro de un mes. Los enfermos se te van a empezar a morir sin que puedas hacer nada por ellos. Deberíamos escapar en bicicleta a las montañas, con nuestras mochilas, para un par de meses, por lo menos. Tú no lo vas a hacer. Yo tampoco. Por eso quiero que cojas esta pistola. Porque pronto vendrá gente desesperada a robaros lo poco que os quede, y no habrá nadie que os pueda defender, porque no habrá policía para entonces. Porque ahora mismo ya no hay policía”

Cogió la pistola. Nos despedimos.

En Base encontré lo que esperaba. Las patrullas habían vuelto a pie, abandonando los vehículos. La emisora estaba achicharrada, negruzca, con restos de la espuma de los extintores.

En la sala de relevos se cruzaban los que salían de servicio y los que iban llegando en un lento goteo, en bici o a pie, con la esperanza de encontrar allí, en Base, pautas y explicaciones que nadie les daba. Ni siquiera podían retirar el arma, porque los cajetines estaban bloqueados por las cerraduras biométricas.

Di orden de descerrajarlos. A los que terminaban turno, les conminé a quedarse, uniformados y armados.

Reuní en mi despacho a subinspectores, jefes de servicio y comisarios. Mientras acudían, me puse el uniforme. No lo llevo más que en los actos oficiales. Ahora tocaba.

El agua. Sólo conocía un lugar que dispusiera de agua al margen de la red de suministro, sin depender de las estaciones de bombeo: el Castillo. Nuestra atracción turística tenía otras ventajas: murallas, barracones, dependencias, pozo, patio de armas, posición estratégica sobre la ciudad. Mandé ocuparlo cuanto antes, adelantándonos a cualquiera que tuviera nuestra misma intención.

Mandé requisar de los supermercados alimentos no perecederos para mil personas y cien días; bicicletas; coches viejos, sin electrónica, los que se pillaran en el Depósito Municipal, en la calle, en cualquier lado.

Ningún mando desafió mis órdenes. La disciplina es un hábito que allana las situaciones más difíciles. Contaba, además, con la lealtad de muchos, convencidos ahora más que nunca de que necesitaban un jefe, y ése era yo. De unos pocos me constaba, y me consta, que arrastran los pies a la espera de una ocasión para apartarme. No perdonan que les mande un militar.

La medida más importante la quise comunicar a todos yo mismo en persona. Mandé formar y contar. Éramos doscientos once agentes de una plantilla de cuatrocientos. Al acabar la reunión, cuarenta más. Seguirían viniendo. En los momentos de dificultad, los hombres buscan las filas.

“Desde ahora, estáis de servicio permanente”, les dije. “Descansaréis cuando se os ordene, y estaréis siempre a disposición del mando. Queráis o no, lleváis un uniforme, sois la policía. Ahora más que nunca es necesaria vuestra disciplina y sacrificio”

Murmullos.

“Dejamos Base, nos trasladamos al Castillo, ya lo sabéis. Pero hay más: los casados os trasladareis con vuestra familia, la mujer o el marido, y los hijos. Nadie más. Los mandos organizarán las rutas de traslado ahora mismo”

Lo esperaba. Un delegado sindical protestó que yo me estaba extralimitando. Sin contestarle, dije: “Jefe de Sala, retire el arma a ese agente”. El policía siguió dando voces. El Jefe de Sala le requirió el arma. Él la entregó, pensando que se iría a casa. Lo mandé encerrar en el calabozo.

Esa noche dormimos en el Castillo. Las familias acabaron de llegar al día siguiente.

Durante unos días, mantuve un retén cerca del Hospital del Elizabeth. Cuando supe que los enfermos morían por decenas y no había quien se ocupara de enterrarlos, la hice traer. Nosotros también necesitamos médico.

Los uniformes se mantienen ajados, sucios. La disciplina también: ajada, sucia. No puedo controlar todo lo que hacen mis guardias fuera del Castillo, cuando salen de requisa. Las leyes que teníamos que hacer cumplir han caducado, no existe tampoco la autoridad que me nombró. Pero mis órdenes se cumplen, y eso es lo único que importa.

El sindicalista ayuda ahora acarreando el agua y pelando patatas. Fui generoso: lo llevé a la puerta del Castillo y le di a elegir, dentro o fuera. Se quedó en el Castillo.
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