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Foro para escritores de Bubok

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oniria
Mensajes: 2.267
Fecha de ingreso: 15 de Febrero de 2009

XV Certamen Bisemanal de Relatos Hambrientos de Bubok

17 de Agosto de 2009 a las 0:12
Gracias a todos por el primer puesto de mi Paula, ha sido una carrera realmente apocalíptica ;DDD

Abro oficialmente el XV Certamen Bisemanal de Relatos Bubok, y no, no voy a poner como tema Relatos Bíblicos, yo tampoco me atrevo, de momento ;DDD Me limitaré a uno de los Cuatro Jinetes del reciente Apocalipsis...

EL HAMBRE.

Habladme del hambre, en todas sus posibles formas. El aspecto humanitario (hambre en el mundo), el aspecto fantástico (hambres de vampiros, de zombis...), el hambre en las enfermedades (bulimia, anorexia...)

Por supuesto, especifico, vale también en su aspecto de Apetito o deseo ardiente de algo.

Para que quede claro, y no haya dudas, pongo la definición de HAMBRE por la RAE

(Del lat. vulg. *famen, -ĭnis).

1. f. Gana y necesidad de comer.

2. f. Escasez de alimentos básicos, que causa carestía y miseria generalizada.

3. f. Apetito o deseo ardiente de algo.



En fin, creo que está claro, aunque si alguien tiene dudas, que use el hilo de previos para consultar, sin problema ;DD.

Libremente, contadme cosas. Estoy hambrienta de nuevas historias ;DD

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La recepción de relatos concluirá el JUEVES 27 DE AGOSTO a las 24:00 horas
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pd no pongáis aquí nada más que relatos, por favor ;DD Ahora abro otro hilo ;DDD
concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 17 de Agosto de 2009 a las 9:42

SED

El desierto, ese cálido manto terrestre de pura arena fina que logra filtrase por la ropa y me hace la vida imposible.

El desierto, monótono paisaje del cual no soy consciente debido al asfixiante calor que de él emana e intenta matarme, y el cielo colabora en su labor. El firmamento y la tierra conspirando contra mi. Y yo, ya no puedo más. Tengo los ojos secos, la piel seca, la boca seca y hace días que mis heces son pura piedra.

No se ni quién soy. Las fuerzas de la naturaleza han logrado que mi cuerpo se convierta en un pellejo andante, una muda de serpiente que ha cobrado vida en este vasto territorio. Y todo por culpa de la Sed. La maldita Sed, y lo peor es que con cada bocanada de aire que tomo, ayudo a aumentarla.

La Sed. Me mata, me muero. Entro en delirio. Pierdo el control sobre mí. Ya no se qué hago. Sólo camino, avanzo entre dunas interminables hacia un destino que nadie conoce. Un recorrido inútil del cual ya no soy consciente. La realidad se confunde. Y entre mis visiones de oasis y mares de agua dulce, aparece una figura. Una figura distorsionada por el calor. Una sombra desfigurada que avanza hacia mi.

La miro, me detengo, más ya no tengo fuerzas y sin la inercia del movimiento, caigo de rodillas. Mis fuerzas me abandonan, y al final mi cuerpo cae en la arena y mi cara besa la ardiente tierra.

Estoy a punto de desmayarse cuando noto que el espejismo avanza. Sé que sigue ahí aunque yo ya no lo veo, pero lo noto. La silueta se pone a mi lado, bendición divina, ya que me tapa momentáneamente el sol, pero no puedo verla. Mis ojos, cubiertos de arena, me impiden ver.

-A.. aa... ayudame – le intento decir con con un hilo de voz.
-¿Qué haces? - me contesta una voz femenina.
- Dame... dame agua – le suplico.
- Agua no. Te estoy preguntando qué haces – replica ella.
- Me muero. Agua. - le imploro.

Mi boca está pastosa, llena de arena, me cuesta pronunciar, mi voz se convierte en una suplica delirante

- ¡Dame agua por favor! - grito con mis últimas fuerzas.
- No – contenta contundentemente
-¿No?- le pregunto

Pero no puede ser, me ha de dar agua, la necesito, yo necesito el agua.

- Daa dámela – suplico de nuevo.
- No, no hay agua – contesta.
- Agua – solicito.
- No - dice tajantemente.
- ¿Por qué? ¡Agua! - vuelvo a suplicar.
- No hay agua porque no estas haciendo lo que debes- afirma.

Ya lo entiendo. Es mi espejismo, ella soy yo. Y me pide avanzar, ella me dice que el agua está adelante. He de seguir. Cierro los ojos con fuerza. Flexiono los brazos e intento ponerme en pie. He de seguir, el agua está ahí delante.

- ¿Qué haces? - pregunta de nuevo mientras me intento incorporar.
- Lo que me has dicho, seguir- replico mientras sigo esforzándome por salir del suelo.
- Yo no te he dicho nada, sólo te pregunto qué haces – afirma.
- Yo... hago... sigo... busco, ¡Agua! - digo mientras logro ponerme de rodillas.
- ¡No! - afirma contundentemente.
-¿No?-  pregunto.
-No, eso no es lo que has de buscar- afirma de nuevo.
- ¡Es lo que me has dicho! - intento decir, aunque sólo es un susurro.
- ¡No! Es lo que te has dicho – me contesta.
- Entonces. ¿Qué eres? ¿Qué he de hacer? - pregunto desesperado.
-Has de buscar la verdad -replica.

Mi boca está seca, mi visión borrosa, intento mirarla a los ojos, pero el sol, a sus espaldas me impiden enfocarla y sólo logro ver una especie de sombra divina, rodeada por el aurea de la luz.

- Dame agua – vuelvo a suplicar mientras le diendo la mano.
- no hay agua – replica de nuevo sin querer coger mi mano.
- Tengo Sed – digo mientras bajo la mirada al suelo.
- No hay Sed – dice ella.
- ¡Tengo Sed! - grito más fuerte.
- ¡No has de tener Sed! - dice con voz concundente.
- ¡Sí, tengo Sed! – afirmo, volviendo a levantar la mirada, aunque con los ojos cerrados.
- No hay Sed – me replica.
- Sí – afirmo.
- No – niego.
-Sí - afirmo con más fuerza.
- Mírame – me contesta ella.

La miro, sus ojos, sus ojos son familiares. Ella es... Oh no. No soy yo... Ella es ¿Será posible?
- No hay sed- replica de nuevo.
- Tiene que haberla – digo frustrado.
-Escuchame, no hay Sed – Su rostro, sí, es ella, pero ¿cómo? ¿qué hace aquí? - No hay sed – dice de nuevo.
-Entonces ¿Qué hay? - pregunto.
- Hay Hambre- contesta.
- ¿Hambre? - pregunto indignado.
- Sí, hambre – afirma.
- Pero cómo... - intento preguntar.
- Porque te has equivocado – afirma comprensivamente.
- Pero mi camino... mi desierto... mi texto – digo, casi llorando, aunque sin lágrimas.
- Sí, es erróneo – dice, dulcemente.
- No puede ser – replico.
- Sí – me contesta.

Logro incorporarme, me apoyo en ella. Noto su piel, su mirada tierna y comprensiva. Vuelvo la vista al desierto mi desierto y extiendo la mano.

- Pero todo esto es mio, me pertenece, no me lo puedes arrebatar – intento decir, entre gimoteos y sollozos.
- No te lo arrebataré, pero ahora no es lo que has de hacer – vuelve a contestarme comprensivamente.
- yo... - intento decir.
- Vuelve a empezar, traza otro camino. Es el Hambre quien ha de aparecer. - me replica
- La Sed... - intento continuar.
- Mañana – replica – Hoy, Hambre.

concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 17 de Agosto de 2009 a las 15:01
                 Por un plato de lentejas

  Juanito está muy inquieto. Su padre ha puesto los preparativos del almuerzo encima de la mesa. Hoy comerán lentejas. De nada le van a servir sus protestas, ni sus ruegos. Ya lo conoce demasiado bien como para intentar negarse. Así que lo único sensato que puede hacer es comer bien durante el recreo.

   Su progenitor don Fernando no era un hombre precisamente afortunado. Mal marido hasta que se divorció, mal padre y pésimo cocinero. Si hubiera nacido a principios del siglo 20 habría sido distinto y el bando nacional habría contado con un ferviente camarada entre sus filas.

   En el colegio los compañeros notan la mala cara del chaval. Este les cuenta lo que le pasa.

—No importa Juan. Si necesitas algo me llamas por el móvil y te ayudaré. Dice su amigo Luís.

   Eso tranquiliza a Juanito. Varios compañeros le dicen lo mismo pero sabe que aparte del apoyo moral, poco más puede esperar de ellos. Luís por el contrario es su mejor amigo y sabe que lo ayudará más en serio.

   De regreso, su severo padre le espera en la cocina. Por cierto ¿No huele aquí a quemado? Dios bendito, a saber la que me espera. Piensa el adolescente que lleno de temor suelta los libros y antes de comer guarda varias cosas en sus bolsillos.

   Al ver el plato quiere que se lo trague la tierra. Eso que tiene ante su vista deberían ser lentejas. Pero su inexperto padre no las ha hecho bien. Su madre es mejor cocinera pero ya no vive allí. El juez tras difíciles deliberaciones, llegó a la conclusión de que darle la custodia suya y de su hermana mayor a su padre era un mal menor que dejárselo a ella. Mejor a un facha, que a una adúltera. Los amantes de ésta podrían tomarse a mal  la presencia de los hijos.

—Papá. Esto no me gusta.
—Pués ya sabes lo que hay. De aquí no te mueves hasta que termines.

   El tiempo pasa y las cosas siguen igual. Su hermana Eva no viene. Pero no hay porqué alarmarse. Semejante informalidad es normal en ella. En una cosa están de acuerdo Juanito y d. Fernando. Es tan informal como su madre.

   Ha pasado casi una hora y las lentejas aún aguardan en el plato.

—Eres cabezón ¿Eh? Bueno, peor para ti.

   Tras esas palabras el inflexible progenitor cierra la puerta de la cocina y se pone a ver la tele en espera de que venga Eva. De inmediato, Juanito saca el móvil.

—Luís, échame un cable. No tardes “porfa”.
—Voy de inmediato.

   El bueno de su amigo coge un gran trozo de empanada y una manzana y las mete en una bolsa. Luego coge la mochila, la tabla de “skate” y le  dice a sus padres:

—Voy a dar una vuelta ¿Vale?
—De acuerdo, que te diviertas.

   De inmediato, Juanito nota las vibraciones del móvil. Es Luís que acude en su ayuda. Entonces mete la mano en el otro bolsillo y saca una bolsa de plástico que está atada a un rollo de cuerda fina de algodón. Lanza la bolsa y sujeta la cuerda. Cuando baja, su amigo introduce la comida. En ese momento pasa Eva, que lo ve todo. Se acerca a Luís y le dice:

—Eso es para mi hermano ¿Verdad?
—Eh, sí…eso es.

   Eva le dice que espere un momento y tras comprar dos latas de cerveza en el bar de al lado le da una a Luís y la otra la mete en la bolsa de Juanito.

—Esta para ti y esta otra para mi hermano para que espabile.

   Juanito no se cree lo que ve al abrir la bolsa. En verdad su amigo ha sido muy generoso. Tampoco esperaba la lata de cerveza pero le extraña ese detalle. Luís no bebe alcohol y él tampoco. Tras comerse la empanada a mordiscos, la fruta sigue el mismo camino. También echa un par de tragos a la cerveza, pero no termina de gustarle. En ese momento llaman a la puerta. Es Eva.

   El enojado d. Fernando, le abre. No tarda en reprocharle a gritos su tardanza. Esta le responde:

—Hoy hemos salido antes de la “uni” y nos fuimos a dar una vuelta. Ya he comido ¿Eh? Así que no te preocupes por eso.

   Su arrogante padre eleva el tono de sus insultos. A Juanito le está entrando sueño por los efectos del alcohol. Ya está acostumbrado a que el recto d. Fernando se ponga de esa manera, pero le sorprende que su hermana se defienda empleando el mismo tono. Eso sí que inquieta al castigado adolescente.

“¿Cómo puede ser tan estúpida? Acabará por tocarle demasiado las pelotas y se va a llevar un guantazo”.

   Eva defiende su actitud, soltando a su padre un discurso sobre la libertad de las personas, el derecho a la independencia, su mayoría de edad y su repulsa al despotismo paternal. Este que en efecto es un déspota pero poco ilustrado, le suelta una estereofónica y dolorosa bofetada que pone los pelos de punta a su hijo. La dolorida Eva, abre la puerta, llorando e insultando a su aguerrido progenitor y frustrado héroe de la guerra civil. Este le pide que vuelva de inmediato pero ella no quiere saber nada de él.

   Desde la cocina, puede escucharse la trifulca que padre e hija mantienen. Una segunda bofetada, amplificada por el eco de las escaleras vuelve a sonar. Esta sí que asusta a Juanito ¿Debe salir de la cocina y defender a su hermana? Pero la sabia experiencia desaconseja el intento. Más vale a ella, que a él.

   Ahora se escucha un griterío. Es una entrometida vecina la que defiende a la licenciosa Eva y reprocha a d. Fernando su manera de ser. Este prefiere no discutir y regresa a su casa. Está muy alterado y bastante tiene con su bien ganada fama de cornudo como para meterse en líos con los vecinos.

   Juanito observa desde la ventana como su colega Luís, hace todo tipo de piruetas con el skate en la plazoleta de su casa. Entonces ve a su hermana saliendo, rodeada de varias personas que la consuelan. En ese momento una voz le llama. Tras irse su hermana, le toca el turno de soportar a su enojado padre. Este le mira a los ojos.

—¿Te comiste las lentejas?
—No, lo siento. Saben fatal.

   Justo en el momento en que levanta la mano, llaman a la puerta. Es la policía. Se llevan a d. Fernando detenido por agredir a su hija. Este protesta y dice a los agentes unas palabras, que tal vez le hubieran servido en los años 60. Pero estamos en el siglo 21 y las cosas han cambiado en esa nación que anteriormente era “Una, grande y libre” pero que ahora no se sabe con seguridad si aún se sigue llamando España.

   Mientras dos de los agentes se llevan al padre, otro le dice a Juanito:

—Arréglate porque tienes que acompañarnos para declarar. Dentro de unos minutos pasaremos a recogerte.

   El asustado adolescente no sabe como tomarse esas palabras. Se viste y ordena la cocina. Entonces se fija en la lata de cerveza. Tiene miedo de lo que los agentes puedan pensar si la ven. Lleno de temor, obedece a un impulso y la tira por la ventana. Apenas un minuto después, le llama su amigo Luís.

—¡Joder tío. Alguien le ha dado con una lata de cerveza a tu padre, en la cabeza! ¿Fuiste tú?
—Eso parece. Pero fue accidental  ¿Cómo está?

—El golpe lo ha dejado inconsciente. Lo han sentado en un banco y lo están reanimando. Uno de los agentes ha cogido la lata. Parece que tiene un agujero limpio en el centro, como si hubiera impactado contra algo penetrante y afilado.

   Juanito cree que a su amigo le está engañando la vista. A menos que su padre tuviera cuernos de verdad, no es lógico que la lata tenga un agujero.

  Luis contempla la escena con tristeza. Una ambulancia acaba de llegar. Cerca del coche de policía, Eva trata de no sonreír al ver a su progenitor herido. A su izquierda, dos “polis” bajan con su amigo pero desconoce si es para declarar o está detenido. Entonces da una patada a su tabla de skate y piensa con rabia:

  “¡Qué locura! ¡Todo por un plato de repugnantes lentejas!”




concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 19 de Agosto de 2009 a las 12:11

CUANDO NADA ME LLENA

 

En el cielo oscuro podían verse todas las estrellas esa noche y en el acantilado sonaba el run run de las pequeñas rocas al ser traídas y llevadas por las olas, acompasadamente. Goyo fumaba un cigarro sentado en el capó del coche y miraba al horizonte distraídamente, viendo algo invisible para los demás. La noche era templada y una ligera brisa movía sus cabellos entrecanos. Vestía una americana clara con un pantalón al tono, camisa de lino y zapatos de fina piel. Tenia 60 años, pero nadie lo diría.

Debía pensar. Necesitaba pensar algo. Urgía que tomara una decisión de una vez y acabar con aquella situación. Sacó una delicada petaca del bolsillo de la que fué tomando pequeños sorbos mientras daba largas caladas a su cigarro; el humo rodeaba su cabeza.

………

Esa misma tarde, desde la cama, envuelto en la semioscuridad de la habitación, Gregorio Labaja, empresario, heredero de una considerable fortuna, de carácter débil e inseguro, que había vivido toda su vida buscando el reconocimiento de los demás, miraba a la hermosa mujer que, recién salida del baño, con actitud crítica repasaba cada uno de los rincones de su cuerpo en el gran espejo del vestidor, antes de ponerse la bata. Parecía uno de esos mirones que observan a través de las ventanas con ojos ansiosos. Ella era muy hermosa, aunque ya no era tan joven. Y lo sabía. Pero no era su cuerpo, ni su belleza, lo que él ansiaba. Su hambre de aquella mujer era mucho más profunda y devastadora. Deseaba su aprobación, su amistad, su admiración, su presencia. Todas esas cosas y muchas más que siempre le habían sido negadas desde el mismo día en que se casaron.

Cada paso que había dado en su vida personal, incluso en la profesional, había tenido como motivación última conseguir un éxito que ella pudiera reconocer. Ese reconocimiento era lo más importante para él, pero no solo eso si no, sobre todo, deseaba su cariño, amor y respeto. La fría indiferencia con que lo trataba lo hacía sentir inseguro, pero, incomprensiblemente, con ello conseguía que la amara aún más.

Un hilo de esperanza lo empujó a acercarse a la mujer, que peinaba su cabello rubio suavemente sin apartar la vista del espejo, con expresión satisfecha. Se situó detrás y apartando la tela depósito un beso en su hombro. Ella lo miró indiferente. Siguió con su caricia, deslizando su boca por el cuello buscando la oreja y la mejilla.

- ¿Que haces?- preguntó con voz seca.

- ¡Eres tan hermosa, querida! – dijo él con voz ronca.

- Gracias, Goyo, pero déjame ahora. Voy a salir y tengo que prepararme.

- ¿Sales? ¿A donde vas esta noche? – preguntó sorprendido

- A la fiesta de Joaquín Abascal. Ya lo sabes. Siento que no te lleves bien con el y no quieras venir.

- Creí que había quedado claro que no íbamos a ir. Ni tú ni yo. Es un impresentable y el juego que os traéis entre los dos es por demás tan evidente que no lo soporto más.

- Pues lo siento, querido, pero voy a ir. Joaquín es un hombre inteligente, de mundo, con gran éxito entre las damas y en los negocios. Sabe como tratar a una mujer. Si no quieres venir no es cosa mía.

El se la quedó mirando lleno de ira. No serviría de nada cualquier cosa que le dijera. Ella ya había tomado una decisión. Siempre sucedía igual. Era fría y calculadora, egocéntrica, coqueta y sin escrúpulos cuando deseaba conseguir algo. Cuando eso sucedía, sabía ser seductora, aduladora y dulce, de tal manera que a él se le olvidaba todo lo demás completamente; pero si no, cualquier oposición suya era ignorada totalmente y hacía lo que deseaba.

Tuvieron una más de sus violentas discusiones. Esta vez se dijeron cosas horribles y él estuvo a punto de abofetearla. Pero, finalmente volvió a suplicar y lloriquear cuando ella, como siempre, acabó amenazándole con que se iría dejándolo definitivamente solo. A veces deseaba que, de una vez, lo hiciera para recobrar su serenidad. Luego volvía a su locura y la sola idea de perderla lo desquiciaba.

¿Cuántas veces había soportado sus coqueteos en su presencia sin que a ella le importara lo que sentía, poniéndole en evidencia ante los demás? No quería escuchar los comentarios que hablaban de sus aventuras. No podía creerlos. No quería.

Cuando, como si nada hubiera pasado ella se fue, magnífica en todo su esplendor, pasó la noche bebiendo un trago tras otro, mascullando y dando vueltas a sus pensamientos. No quería suplicarle más, estaba cansado de humillarse cada vez que la necesitaba, de escuchar sus palabras cargadas de ese tono de desprecio siempre que se dirigía a él. La odiaba. Lo hacía sentir miserable, inútil, un guiñapo.

Tropezándose con todo lo que se le ponía delante, bajó al sótano y sacó el coche, enfilando la carretera que llevaba a la costa.

…………..

Allí, sentado sobre su coche, en medio de la noche, se repitió que tenía que hacer algo. Debía huir de ella. No podía seguir así. Ese hambre insaciable que sentía por aquella mujer había acabado con el. Miró el oscuro fondo del acantilado y lo invadió un vértigo insoportable que comenzó en su estómago y subió súbitamente por su garganta hasta instalarse en su cabeza. La amaba, era superior a su razón, a su voluntad, a cualquier consideración que se hiciera.

Sin ella no podía vivir. Con ella tampoco.

Volvió a dar un largo trago a la petaca hasta vaciarla. No quiso pensarlo más. Entró en el coche y lo puso en marcha. Pisó el embrague, metió la marcha y apretó a fondo el acelerador.

El coche embistió el vacío y voló por el aire suavemente, como si quisiera alcanzar el horizonte, cayendo luego en picado y hundiéndose en las negras aguas.

concursoderelatos
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  • 20 de Agosto de 2009 a las 2:29

Carmen de Badalona  

 

Badalona es una ciudad sita en el extrarradio de Barcelona. Allí vive Carmen, una mujer de uno sesenta y cinco de estatura, pelo castaño, áspero, casada y madre de dos chicos, uno de trece años y el otro de dieciséis, y que el otro día fue arrestada por espacio de setenta y dos horas. El delito que cometió para estar tal cantidad de tiempo en los calabozos de la comisaría de Badalona fue el robo de un producto de alimentación en el Carrefour de Montigalá, barrio badalonés.

 

-          Pero señor, ¡es que mis hijos tienen que comer! –fue la explicación que Carmen dio a los hombres de seguridad de la gran superficie cuando estaba siendo retenida en un despacho de la misma mientras esperaban la llegada de la policía.

 

La verdad es que Badalona es una población en donde, tristemente, abunda la pobreza. Y en estos tiempos de crisis, más todavía. Hasta tal punto está llegando la situación, que Carmen, que nunca había hecho nada malo en su vida, se vio obligada la mañana del pasado lunes a acudir al Carrefour de su localidad de residencia –santiguándose antes de entrar mirando a la Cruz de Montigalá, asentada en una colina cercana- para en él coger un trozo de papel de aluminio de las mismas estanterías de la enorme tienda para, acto seguido, acudir a las neveras de la carne, abrir un par de bandejas de filetes y enrollarlos con lo cogido primeramente. Los metió en el bolso y se dirigió hacia la salida, como si no comprase nada. Pero como ya sabemos no pudo salir de allí indemne. La agarró por el brazo un chico de seguridad, vestido con camisa blanca y pantalón verde, que iba acompañado y ayudado por un compañero enrolado en idéntico uniforme. La llevaron al despacho ya mencionado, y allí fue donde dijo, entre cuatro paredes sucias, esperando la llegada de la policía:

 

-          Pero señor, ¡es que mis hijos tienen que comer!

-          Y yo qué quiere que le haga señora… ¡Yo sólo hago mi trabajo! –le contestó el de seguridad, el que le había cogido por el brazo.

-          Ay… el trabajo, el trabajo… Mire usted: ni mi marido ni yo lo tenemos, y… -se puso a llorar, llevándose las manos a la cara, y no pudo continuar.

-          Bueno señora, cálmese, que no la va a pasar nada –le soltó el segurata.

-          Eso espero, eso espero…,  -decía Carmen, entre sollozos.

-          Mire, si en mi barrio están todos igual, que me va a contar… -continuó el vigilante privado-. Yo vivo en Llefiá y allí la gente las está pasando canutas.

-          ¿Ah sí? Yo también vivo en Llefiá… –dijo Carmen, más calmada, ante la situación que se le presentaba, con un hombre enfrente suyo con el que tenía una vecindad y, por lo tanto, cierta complicidad.

-          Pues sí, allí vivo yo. Verá, de mi grupo de amigos del barrio -prosiguió el segurata-, de cuando éramos más jóvenes y de cuando íbamos al parque a jugar y nos pasábamos las horas en la calle, dos están en la cárcel, uno en el hospital psiquiátrico ingresado de por vida y otro visitando  un centro de desintoxicación cada dos por tres. Y sus padres, todos en el paro o con contratos de mierda.

-          Dios santo, si mis hijos se están criando ahí en ese barrio. Si no hay mala gente, somos todos buenos y nos ayudamos, pero lo que usted me cuenta, de la juventud de ahí, es que me deja…; yo que estoy tan desconectada de ella…

-          Es lo que hay, señora: pobreza.

-          Pues eso digo yo, por eso me he visto obligada a robar esa carne. Debe ser el hambre, que a veces nos hace ser extraños, malos, avariciosos…

-          Sí, señora, pero también son así los que no son pobres ni les falta la comida, pero precisamente para que no les falte.

 

Continuó la conversación por estos derroteros hasta que llegó la policía. Ésta la llevó presa. Las setenta y dos horas que pasó encerrada en el calabozo apenas comió nada, porque apenas la dieron nada que llevarse a la boca. Parece que es su destino, sentir la hambruna allá dónde quiera que esté.

 

Cuando este mediodía ha regresado en la “tusa” –el autobús urbano- a “la casa”, que es como suelen hablar en Badalona, no había nadie en su interior. Pensó, mirando por la ventana del salón, mientras el estómago le pedía comida a base de rugidos y un dolor molesto le llegaba desde él hasta la tez, que sus hijos estarían en la calle, el más pequeño jugando a fútbol o a baloncesto y el más mayor quizá habría ido a la playa de Mongat o al parque a fumar. Sobre el paradero de su marido no tenía ninguna duda: estaría en el bar de abajo, como siempre, en vez de estar buscando trabajo.

 

Carmen ha sentido este mediodía que ya no podía más: “Esto no puede seguir así”. Ha pensado. “He caído bajo, muy bajo. Bueno, y mi marido también. A partir de ahora mando yo. Vendemos el piso, que aunque nos den cuatro perras por él nos sobra para una casita en el pueblo. Sí señor, para allá que nos vamos, a una casa con un huerto donde plantaremos de todo. Carne como la del Carrefour no sé si comeremos, pero lo que son frutas y hortalizas desde luego que no nos van a faltar. Los veranos volveremos por aquí por Badalona, por el barrio, por Llefiá, a visitar con la cabeza muy alta a toda esta buena gente, a nuestros vecinos y amigos de ahora porque nos habrá ido bien en la vida”.


concursoderelatos
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  • 20 de Agosto de 2009 a las 23:58
La Cadena Alimenticia


Un charco de sangre. De nuevo un maldito charco allí donde debería de estar uno de sus corderos. Antonio, desconcertado, volvió a contar de nuevo la totalidad de su rebaño: treinta reses. Efectivamente, de nuevo faltaba una, tal como ya ocurrió la semana pasada... y la otra. Para el pastor era desconcertante: no sólo vivía en un solitario monte prácticamente libre de lobos o depredadores similares, no sólo había dormido plácidamente en su cabaña sin notar afuera revuelo alguno, sino que además su cordero (al igual que los dos anteriores) había desaparecido sin más, dejando atrás sólo un charco de sangre.

Miró al resto de su rebaño, suplicante, como deseando que los inexpresivos ojos de los rumiantes le pudieran dar la más mínima pista de qué había ocurrido allí durante la noche, pero no obtuvo ningún tipo de conjetura.

“Si fuera un depredador no cogería simplemente un cordero a la semana, eso es imposible. Se daría todo un festín con mi rebaño y dejaría todo tipo de restos orgánicos a su paso”, pensó. “Si fuera un hombre, tendría que recorrer mucho camino a pie para llegar hasta aquí, sólo para llevarse un simple cordero. Oh, y espera... ¿cómo se explicaría entonces la sangre, que además está concentrada en un solo lugar, sin reguero alguno?”

Antonio tomó una firme decisión. A partir de ese día, cambiaría su ritmo de trabajo con tal de poder hacer guardia por las noches, aunque por ello tuviera que sacrificar horas de sueño. Tenía que descubrir quién o qué era lo que estaba destruyendo poco a poco su rebaño, y tenía que hacerlo cuanto antes mejor.

Era la cuarta noche. El viejo estaba, como ya empezaba a acostumbrar, sentado en su mecedora tapado con una manta que le protegiera del fresco otoño y equipado con una escopeta de caza que le protegiera del asesino de su rebaño. Estaba totalmente a oscuras, observando detenidamente a través de la ventana mientras luchaba contra el sueño imaginándose todo tipo de escenas terribles que podría presenciar en cualquier momento. Fue entonces cuando vio, atónito, lo que estaba buscando.

La luna brillaba libre en el cielo, reflejando la suficiente luz sobre aquella región como para que Antonio no dudara de su percepción al ver lo que estaba viendo: un... ser, que apareció de repente, como por arte de magia, frente a uno de sus corderos. Una criatura extraña, cuya silueta ligeramente antropomorfa el viejo no había visto en su vida. Primero pensó que era un hombre, pero luego se fijó en que aquella macabra figura reposaba sobre dos patas similares a las de un carnero. Aterrorizado, el viejo pensó por un momento que el mismísimo diablo se le había aparecido, y se quedó helado de cara a la ventana, sosteniendo temblorosamente la escopeta sobre sus piernas. Su terror fue aún mayor cuando vio que aquel engendro, que parecía causar total indiferencia ante su rebaño, abría unas fauces terribles expandiendo su conducto bucal hasta por lo menos hacerlo veinte veces más grande que su cabeza, y literalmente se tragaba el cordero que tenía delante como si de una serpiente comiendo un huevo se tratara. Abundantes chorretones de sangre se intuían resbalar del atormentado cuerpo de la res mientras su depredador la engullía poco a poco, con una fuerza sobrehumana. La elasticidad del cuerpo humanoide era antinatural, y pronto el atónito Antonio vio con sus propios ojos cómo aquel ser, ya con el rumiante entero atrapado entero en su estómago, se volvía prácticamente invisible y se marchaba por donde había venido, siendo esta vez su silueta ligeramente perceptible por su mayor tamaño (gracias a lo cual, el viejo supo que aquello no se había teletransportado allí, sino que de alguna manera sabía camuflarse de forma inexplicable).

“¿Qué os están haciendo, amigos míos, qué os están haciendo?” pensaba el pastor, la mañana siguiente, mientras observaba de nuevo su decreciente rebaño. Ya sólo quedaban veintinueve, y Antonio no podía dejar de culparse por haber actuado de un modo tan cobarde la pasada noche. Era un hombre de campo, religioso, que nunca en su vida había pisado una escuela; para él la aparición de aquel engendro antinatural, irreal, con capacidades de invisibilidad, era lo de menos. Mientras estuviera seguro de no encontrarse frente al mismísimo diablo (y el viejo lo estaba, o al menos desde que adivinó que aquella cosa no se teletransportaba, sino que caminaba como cualquier ser terrenal), podría enfrentarse a cualquier cosa.

Así pues, la noche en que el engendro bípedo volvió, días después, a por su aperitivo semanal, el viejo Antonio estaba, de nuevo, frente a la ventana. Pero esta vez algo era muy diferente: sus agallas, su determinación. Esperó con nervios de acero hasta ver finalizar la cacería de su enemigo, y en el mismo momento en que su cuerpo se volvió una figura semitransparente el viejo salió de casa descalzo, con tal de seguir a aquella cosa hasta dondequiera que fuese. No tenía muy claro con qué se iba a encontrar, pero tenía que asegurarse de que no hubieran más de esas bestias con vida, eliminar aquella amenaza de raíz para que no volviera a cobrarse ni una más de sus reses.

El camino resultó agotador para el hombre, que ya empezaba a resentirse cuando su objetivo se adentró, a velocidad inusitada, en el profundo manto oscuro del bosque de abetos. Antonio se alarmó, ya que al abandonar la luz de la luna probablemente perdería enseguida de vista al depredador, pero tuvo suerte ya que éste sólo recorrió unos veinte metros hasta adentrarse en el interior de un sutil agujero en el suelo. El viejo le siguió hasta el interior de aquella cueva.

Allí dentro, todo estaba sumido en profunda oscuridad. Antonio avanzó tres pasos dubitativo, sin ver absolutamente nada, y se sobresaltó cuando notó que si avanzaba un paso más caería hacia una especie de precipicio. Prácticamente todo el aplomo del anciano se derrumbó no sólo por encontrarse ante una negrura insondable, sino también por la atronadora y desconcertante algarabía de sonidos que se escuchaban provenientes de aquella cueva inmunda, como emitidos por bestias de inframundo.

Algo que el anciano no pudo ver delante suyo era la enorme nave espacial que reposaba a varios metros de su posición, sostenida sobre el suelo de aquel pequeño barranco de diez metros de altura con una especie de arácnidas patas de metal. Algo que tampoco vio fue cómo, debajo de ella, su némesis regurgitaba la mitad del cordero que se había tragado sobre una abundante pila de restos orgánicos mutilados, con el beneplácito de un auténtico ejército de seres iguales a él que se congregaban alrededor hablando en su indescriptible idioma de sonidos antinaturales.

Un amplio rayo tractor blanco surgió entonces de la tripa de aquella descomunal nave, haciendo así elevarse lentamente los frutos de la cacería de sus dueños hasta depositarlos en su interior como si de una despensa de alimentos se tratara. Ese fue el único momento en que el viejo Antonio, desconcertado, pudo ver algo en el interior de aquella cueva maloliente, amparado por la luz que emitía aquella extraña forma de energía. El hombre se agachó instintivamente y observó con precaución, aterrorizado, la enorme cantidad de aquellos monstruos que allí se congregaban, pero lo que más le impactó fue ver todos aquellos mamíferos partidos por la mitad que se elevaban poco a poco hacia un extraño y enorme cuerpo de metal. Antonio se fijó bien, y sintió un escalofrío de pánico al distinguir, entre tanta oveja, cabra, caballo y cordero, la mitad superior del cuerpo de su amigo Juan, cuya cabaña se situaba a escasos dos kilómetros de la suya. El más puro instinto de supervivencia del anciano afloró, y volvió sobre sus pasos lo más rápido que pudo hasta llegar a su cabaña, tembloroso y sudando.

Después de sufrir el acoso de decenas de dudas y tribulaciones en su mente cansada, el anciano llegó al frío razonamiento de que, cuando se quedara sin ovejas, sería él el próximo banquete de aquellos seres. Tras pensarlo mucho, escribió una carta a su hermano, dueño de la armería del pueblo, pidiéndole que viniera a vivir con él en la cabaña durante una temporada.

“Tengo seis meses de tiempo, y si algo tengo claro es que no quiero convertirme en pasto de monstruos. Esto es la guerra, y YO voy a ganarla”, pensó, acariciando su escopeta.
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  • 22 de Agosto de 2009 a las 0:43
DETRÁS DEL OBJETIVO

Son las siete de la tarde. Me encuentro merodeando por los alrededores de una pequeña aldea de Sudán. Una aldea cuyas cabañas, construidas con un material similar al adobe, se levantan desperdigadas sin que aparentemente su distribución responda a planificación alguna, tan sólo a la necesidad de cobijo.

Alzo la cabeza y miro al cielo. El sol me ciega. Me ayudo de mi mano para poder distinguir algo sin deslumbrarme. La silueta majestuosa de un buitre, con sus alas desplegadas y planeando en círculos, se dibuja perfectamente recortada encima del azul del cielo. Un azul atenuado, blanquecino, por culpa de la intensidad con la que el sol alumbra. Hace mucho calor.

Vuelvo a bajar la mirada. Frente a mí, a unos treinta o cuarenta metros, otra silueta aparece, pero  ésta es difusa y tiembla por culpa de la refracción de la luz producida por la temperatura que alcanza el terreno. Es la figura de un niño, quizá de una niña... no soy capaz de distinguirlo bien. Está agazapado, su frente se apoya en el suelo, la cara se esconde entre sus puños. Decido acercarme un poco más.

Me encuentro ya a sólo quince o veinte metros del chiquillo, ya no es una silueta. Ahora puedo apreciar con claridad todos los detalles. Está desnudo, su único atuendo es un collar... debe ser una niña. No tiene más de tres años. En sus brazos y piernas apenas hay carne. Su piel, quemada por el sol, reseca, parece pegada a los huesos. Cuando observo su cuerpo puedo distinguir todas y cada una de sus costillas. Su estómago está hinchado.

Llevo varios minutos observándola, no he apreciado ningún movimiento. Me fijo mejor, su tronco se llena levemente. Parece que aún respira. “Es una realidad dura”- pienso, pero es una imagen que ya he visto otras veces. Antes de que  pueda fijarme en nada más, antes de que pueda pensar en nada más, noto como una sombra se cierne fugazmente sobre mí. Pocos segundos después, el buitre que había estado planeando largo rato se posa a escasos metros de la niña.

Instintivamente acaricio la funda donde se encuentra mi equipo. Saco la cámara con cuidado y escojo el objetivo más adecuado. Estoy cerca, por lo que creo que con el 24-105 valdrá. El sol aún brilla con fuerza, hay mucha luz, por lo que escojo un carrete con una sensibilidad ISO baja, 200 parece la adecuada. Hago un primer encuadre de la instantánea. Escojo una abertura amplia del foco, quiero una buena nitidez global. Finalmente selecciono el tiempo de apertura del obturador. Creo que con 1/60 la fotografiá saldrá bien.

Vuelvo a poner el ojo al otro lado del objetivo, sujeto con firmeza la cámara. La niña aparece en primer plano. El buitre aparece justo detrás, expectante, con las alas replegadas y el cuello encogido, completamente inmutable, sin moverse un ápice . Termino de encuadrar la imagen y aprieto el disparador, dos veces. Separo mi ojo del objetivo, me es inevitable pensar que si el buitre desplegase sus alas la imagen sería soberbia. Decido esperar, pasan los minutos. El sol va cayendo, la luz disminuye, voy reajustando la cámara cada poco tiempo, si llega el momento quiero que la foto salga perfecta.

Ha pasado más de una hora. La niña, desnutrida, cada vez más débil, respira con menor frecuencia. El buitre apenas se ha movido. Parece que el ansiado momento no va a llegar. Disparo tres o cuatro fotos más. Recojo con cura el equipo. Miro por última vez la estampa. No puedo evitar pensar que hubiese podido conseguir una foto mucho mejor. Mientras me alejo, resignado, vuelvo a mirar el cielo y observo como otros buitres vuelan en círculos.
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  • 22 de Agosto de 2009 a las 21:38
La Cueva Negra

     Víctor miraba a la mujer que yacía a sus pies sin atreverse a tocarla. Parecía muerta aunque su pecho se elevaba lentamente con cada aliento. Las mejillas descoloridas, los ojos hundidos... Se agachó junto a ella y le tomó la mano tratando de despertarla, pero nada, seguía inconsciente. Los pasos de Héctor a su espalda lo hicieron volverse.

     -¿Lo has encontrado? –preguntó refiriéndose a Fuego, el caballo que los había llevado hasta allí.

     Héctor se detuvo al ver a la mujer tendida sobre el musgo de las rocas, se acercó a ella y miró a su amigo con los ojos muy abiertos.

     -¡Vámonos de aquí! Esta es la Cueva Negra –dijo regresando por donde había venido.

     Víctor sujetó las riendas de Fuego y lo siguió hasta que logró interponerse entre él y la entrada. La noche comenzaba a caer sobre el bosque y no tardarían en estar totalmente a oscuras. Un rayo iluminó la boca de la cueva robando insospechadas sombras de todos los rincones.

     -¡No podemos dejarla ahí! –dijo Víctor –Está sola e indefensa.

     -Amigo mío, si esa mujer es la bruja que habita en la cueva no quiero estar delante cuando despierte –Héctor rodeó a Fuego y salió a la espesura.

     Víctor se volvió para mirarla de nuevo. No veía el mal en aquel rostro, sólo a una mujer hermosa, de cabellos oscuros, piel blanca como la espuma de mar y labios de escarlata. Hacía frío y la noche sería peor. Dejó a Fuego solo y la cogió en brazos. Creyó oír un suspiro al levantarla y casi le pareció que, en lugar de un cuerpo, sus brazos sostenían un almohadón de plumas. Se encaminó hacia su montura y la dejó sobre la grupa asegurándose de que no cayera. Cuando abandonó la cueva, Héctor lo miró con el rostro contorsionado en una mueca entre la ira y el miedo.

     -¿No has oído hablar de ella? –parecía furioso.

     -Siempre creí que eras un hombre inteligente, Héctor, ¿ahora crees en los cuentos de viejas? –se burló Víctor.

     -Sólo piensa por qué está esa mujer ahí, en una cueva solitaria.

     -Tal vez la secuestraron y la dejaron abandonada creyéndola muerta.

     -Por las historias que cuentan, más creería que unos bandidos trataron de secuestrarla y ella los mató.

     -Está inconsciente, no hay cadáveres cerca y no veo sangre por ninguna parte –dijo.

     -Sigo pensando que no deberías llevarla contigo, Víctor –se preocupó Héctor. –Dicen que esa mujer se alimenta de vísceras humanas y que siempre lo hace en noches sin luna, como hoy.

     -¿Y cómo sabes todo eso?

     -Es lo que se cuenta por aquí –explicó Héctor.

     -Yo nunca he oído semejante historia.

     -Llevas poco tiempo aquí…

     -¡Vamos! –Fuego comenzó a moverse cuando Víctor se lo ordenó. –Va a empezar a llover.

     Los dos amigos volvieron en silencio. Héctor, preocupado por lo que su amigo había cargado; Víctor, divertido ante la reacción del otro. La lluvia respetó su paseo hasta la casona y cuando ya estaban comiendo empezó a llover como si el cielo se hubiera derretido. Víctor bromeó durante toda la cena y Héctor trató de convencerlo para que la encerrara.

     -Ese tipo de criaturas se aprovechan de su belleza para engañar a bobos como tú –le dijo. –Esperará a que todos tus sirvientes se hayan retirado y entonces abrirá los ojos, porque aunque los tenga cerrados créeme que está bien despierta.

     -¿Y qué hará entonces? –Víctor rió, bebió un largo trago de su copa de vino y la dejó sobre la chimenea sin retirar la mirada de las brasas que aún quedaban en el hogar.

     -Saldrá del cuarto en el que está sin que nadie oiga nada, porque es un demonio que puede moverse sin hacer ruido –continuó Héctor, cada vez más enfadado. –Entonces te buscará a ti, ya ha sentido tu latido y sabrá encontrarlo. Entrará en tu cuarto y tal vez escuches algo, pero creerás que es la tormenta…

     -¿Y entonces me arrancará la ropa? –se burló Víctor.

     -Tómatelo a broma si quieres, amigo, pero te estoy hablando en serio, esa mujer no es lo que parece, esa cueva está maldita.

                             *****

     Poco después de que Víctor se tumbara sobre su lecho comenzó de llover de nuevo. El viento zarandeaba con violencia las ramas y los truenos retumbaban a cada rato. El joven casi logró conciliar el sueño, la melodía de la lluvia cesó y un silencio sepulcral lo llenó todo. Adormecido, escuchó un crujido, como si alguien hubiera pisado una tabla vieja al caminar descalzo. Abrió los ojos de par en par pero estaba oscuro, trató de escuchar pero no se oía nada. Cerró los ojos y se recostó de nuevo.

     Centenares de ruidos llegaban a sus oídos. Escuchaba cómo las gotas que aún escurrían de las ramas de los árboles repiqueteaban en los charcos, oía los maullidos desgarradores de algún gato que defendía su territorio, el rechinar de las bisagras de la puerta del corral y el golpear de la madera contra el marco por culpa del aire. Y el ulular del viento, ese terrible gemido que parecía querer volverlo loco. Un alarido de muerte desgarró por un instante su cordura. Abrió los ojos y se obligó a calmarse.

     -Es el maullido de un gato –se dijo.

     El silencio reinó de nuevo. O no, oía un gorgoteo y unos pasos se acercaban por el pasillo. Tenía miedo. Él que se había enfrentado a centenares de bestias a las que había llegado a matar con sus propias manos; él que había demostrado su valía en la guerra; él que se había reído de Héctor cuando le pidió que abandonaran aquella cueva.

     El miedo creció como un tumor en su pecho. Trató de retirar los pensamientos de maldiciones, brujas y demonios y se acercó a la puerta para abrirla y expulsar de esa forma todas sus turbaciones. Pero cuando uno entra en ese estado de paranoia no puede regresar sin más.

     Sujetó el pomo con fuerza y decisión pero no se atrevió a girarlo, fuera oía una fatigada respiración. Casi sentía el cálido aliento. Cerró los ojos, seguro de que su corazón no resistiría aquel ritmo y apretó con fuerza el tirador de plata. Lo giró y abrió la puerta al tiempo que separaba los párpados. Nada, no había nada, sólo oscuridad y silencio.

     Cerró y se volvió sonriendo. El miedo se había tornado en vergüenza. Se dejó caer sobre el lecho y se llevó las manos al rostro ocultando su sonrisa. Se sentía estúpido por haber creído por un instante en las sandeces de su amigo. Hasta que un crujido borró esa sonrisa.

     Se incorporó y miró a su alrededor sin lograr ver nada, sólo oscuridad. Todas las sombras parecían siluetas que lo acechaban. Se puso en pie y giró sobre sí mismo seguro de que en cualquier momento vería algo horrible. El corazón inició de nuevo su carrera hacia la autodestrucción y su pecho comenzó a moverse como si acabara de volver de cabalgar sobre Fuego. Un susurro lo alertó de que alguien estaba a su espalda aunque no entendió lo que dijo. Se volvió para no ver nada. De nuevo escuchó crujidos y el siseo de ropas. Miró a todas partes, pero nada, allí no había nada.

     Y entonces lo escuchó, claro como el crepitar de las llamas. Algo goteaba tras él y supo lo que era porque ya lo había olido otras veces durante sus jornadas de caza. Era el férreo olor de la sangre. Se volvió, convencido de que vería el angelical rostro de la mujer que encontrara en la cueva, mirándolo un instante antes de acabar con su vida, pero una vez más no había nada, nada. Sintió la calidez de un aliento en su cuello y unas gélidas manos se aferraron a su torso desnudo. El vello de la nuca se le erizó y su sangre se convirtió en helados torrentes que fluían a toda velocidad por su paralizado cuerpo. Logró reunir el valor para preguntar quién estaba allí pero al no obtener respuesta hizo otra pregunta:

     -¿Qué quieres de mí? –logró articular.

     La mujer le lamió la nuca y rió al tiempo que le clavaba las uñas en la piel con furia. Víctor sintió que algo manchaba su cuerpo, algo pegajoso que sabía era sangre. La mujer acercó los labios a su oreja y sin más le susurró:

     -…todavía tengo hambre…
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  • 23 de Agosto de 2009 a las 11:55

La de sabia mirada

 

 

Cada día, de las dos semanas que pasé en aquel lugar costero de la India, la saludaba y le dejaba algo de comida junto a su sari, antes de presionar mi mano sobre su hombro y de recibir su suave sonrisa como agradecimiento. Su rostro era sereno, como si su vida fuera la más feliz de este mundo.

 

Sus pertenencias eran escasas: un ato de tela de pequeño volumen y un niño de corta edad escuálido. Miraba al infinito, con frecuencia, con sus almendrados ojos negros, mientras sus brazos se mecían acunando al niño silencioso como si se tratase de balancear una pluma. Su mirada era profunda, brillante, la más serena que jamás hubiera visto yo. En su boca no se vislumbraba ni un resto de amargura o contracción, sino una leve dulzura que extrañaba y, a la vez, gustaba ver y disfrutar. Su cuerpo, cubierto por un sari de color naranja, dejaba patente su extrema delgadez. Su piel era tostada, bastante cuarteada debido a la carencia de nutrientes y de líquidos. Entre aquellos brazos delgados y manos de ave, sostenía el esqueleto recubierto de piel seca de su hijo. Curiosamente, la imagen de madre e hijo resultaba mucho más conmovedora que patética. De las miradas de ambos se desprendía con mayor claridad la despensa afectiva acumulada por aquella tierna y positiva madre hacia su hijo que la carencia alimenticia real padecida, día a día, en sus estómagos y carnes. Y esa actitud era la que la hacía digna de admiración ante mis ojos, la que la inundaba y me inundaba de gran paz, la que me emocionaba en silencio cada día, en contraste con mi entorno habitual y mi grupo de turistas ruidosos y consumistas.

 

Según me dijo el guía, la madre pasaba día y noche bajo aquella palmera cercana al mar casi sin inmutarse, pensativa. El guía me contó que aquella mujer llevaba allí dos años. Al parecer, había sido violada en su ciudad natal del norte del país. Había quedado embarazada y rechazada por su familia. Indefensa y decidida, había huido hacia un lugar más próspero y distinto, como Varkala, donde poder sobrevivir del agobiante entorno. Las dificultades y su condición de mujer violada y madre soltera la habían relegado al grupo de escoria humana, obligándola a vivir de la caridad de los turistas o de sus conciudadanos más ricos y generosos. Había adoptado la frondosa palmera como techo para su ínfimo hogar, y un bar cochambroso y cercano para hacer sus necesidades y su esporádico aseo personal, o recibir los restos escasos de comida bajo el pago de su propio cuerpo a la lujuria del propietario. Por fortuna, eso le permitía poder amamantar a su hijo, aunque su leche fuera de escasa calidad. Añadió el guía que jamás se la había oído una queja, un lloro, una mala palabra o reacción. Aseguró que algunas personas que la veían quedaban subyugadas por su rostro y su serenidad, por la extrema delgadez de madre e hijo, pero sobre todo por aquellos ojos almendrados llenos de vida y profundidad, por la paz que ellos irradiaban sin esfuerzo alguno, por el enorme magnetismo de su limpia mirada y pacífica actitud.

 

Aquel último atardecer de mis vacaciones, cuando el sol llegó a ser casi del color de su sari y la calma comenzaba a reinar en el entorno, y unas nubes negras se adivinaban en el horizonte, fui a despedirme de ella. La vi recostada sobre el tronco, con el niño dormido en su regazo. Tras dejarle una gran bolsa con comida y dinero, y pasar mi mano por su hombro y mis labios por sus gélidas mejillas, nos miramos intensamente a los ojos, como ningún otro día, comprendiendo. Ella no dejaba de sonreírme levemente, ni de acariciar, sin fuerzas ya, la seca piel del rígido cuerpo de su hijo; y yo de calmarla a ella con el repetitivo paso de mi mano sobre su mejilla y la del niño. Su mirada vidriosa desprendía resignación y gratitud, más que rabia o impotencia. Su aspecto general mostraba un hondo conformismo digno de admiración, un saber aceptar con estoicismo y elegancia el designio de su destino, y dejar patente, con callada inteligencia, su gran fortaleza interior, a pesar de las dramáticas circunstancias.

 

Apremié al guía para que llamase a una persona del hotel que se hiciese cargo de la madre y el hijo; yo, junto al grupo, debíamos apresurarnos para no llegar tarde al aeropuerto. El guía me confirmó luego, por teléfono, que ya estaba todo solucionado. Quedé más tranquila, aunque sin perder esa sensación de pena, vacío y desorientación.

 

Partí acongojada de aquel lugar costero. Mientras volábamos de vuelta, no dejé de pensar en aquella madre precoz, tanto por su maternidad como por la asimilación prematura de su propia y dura vida, por el entorno en el que le había tocado nacer y crecer. Asumí la injusticia del mundo como si fuera la lluvia que calaba lentamente, a través de las hojas de la palmera, el cuerpo maternal ya inerte protegiendo el de su hijo, al alejarme apresurada de su lado, ante la insistencia del guía y la consciencia de mi realidad y la de ella y su hijo, tras nuestra corta pero intensa despedida.

 

Quedaron como un rompecabezas en mi memoria sus ojos de luz, sus hábiles manos acariciando el cuerpo de su hijo, la suave sonrisa como despedida final bien aceptada. Ambas nos fuimos: ella con su niño a la otra vida; yo a otro destino opuesto al suyo, meditando, muda, procurando asimilar la mejor lección recibida en mi vida desde su sabia mirada, desde sus labios y boca llenos de manjares internos.

 

 

 

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  • 23 de Agosto de 2009 a las 13:49
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  • 23 de Agosto de 2009 a las 14:00

La hoz



    Soy ingeniera agrónoma, máster en Biotecnología, y hasta tengo publicado en el CSIC un estudio sobre el origen del cultivo de la patata.

    Tanto curriculum no me da ninguna autoridad sobre la huerta de mi abuelo. Para él, sigo siendo la misma niña que hace veinte años se entretenía rebuscando escarabajos entre las matas y corría a enseñárselos.

    Tiene noventa años. Baja a la huerta todos los días. Sube deslomado, sediento, boqueando, no es persona... Y al siguiente vuelve, de nuevo, a la huerta. Unas veces pienso que allí se consume, se hunde cada día un poco más en la tierra; y otras que de allí, del agua y de la tierra, del aire y del estiércol, toma los nutrientes que lo mantienen vivo.

    De los muchos trabajos con los que se castiga, edrar con la azada entre planta y planta no es el peor, pero si el que más le tortura. La tierra, arcillosa, hace costra cuando seca. Y cada pocos días hay que doblar el espinazo con la azada pesada, rabiosa, y arañar la tierra, desmenuzarla para que abra sus poros al agua que la fecunda.

    Edrar es una condena bíblica, un trabajo siempre necesario, nunca suficiente.

    Hace poco le compré un escarificador con mango telescópico. Más ligero que la azada y no tendrá que agacharse para edrar. Me hubiera gustado que hubiera venido conmigo a Leroy-Merlin. Los ojos se le hubieran ido por las estanterías detrás de las herramientas y los accesorios, adivinando para qué sirve cada una. Pero todo lo demás es un mundo al que su sordera priva de sentido: la pradera de asfalto del aparcamiento, con sus rebaños y estampidas de coches; los carteles y avisos por doquier, hojas y flores de un desconocido jardín urbano; la procesión delante de las cajas, una plaga sin remedio.

    Se le avivó la cara cuando le enseñé el escarificador. Extendió y recogió el mando, tentó la dureza de las puntas. Me dijo "mañana lo pruebo", y lo dejó allí, junto a la azada y la zarracamalda.

    Entonces vi la hoz. Puedo decir que he visitado cada rincón de esta casa con los ojos curiosos de los siete años, con los ojos íntimos y secretos de los quince, y con los reflexivos y estudiosos de una mujer de más de veinte. No la había visto nunca. Una hoz diferente, sin ningún parecido con una medialuna, con un signo de interrogación, con el viejo icono en la bandera del desdentado fantasma comunista.

    El mango era de madera oscura, pulida por los callos y barnizada por el sudor. La hoja, estrecha y delgada, casi frágil. Su curvatura, mínima, como un pequeño alfanje con el filo por dentro.

    La quise para mí.

    Mi casa es un pequeño museo etnográfico. Por doquier, en el suelo, colgados de la pared, del techo, tengo candiles, almireces, herraduras, azuelas, una romana, una collera, una horca, una laya, serones, una prensa de uva, un molino de mano, dos hachas de piedra que el abuelo encontró una vez en la Fuente Mina... Quería esa hoz.

    Tenía la hoz entre mis manos.

    - Esta hoz...

    Me la cogió, como si necesitara tenerla él para hacer memoria.

    - Antes, aquí venía una cuadrilla de la parte de Castilla. Subían segando desde la Ribera, y llegaban para San Pedro, y remataban la cebada, y luego el trigo o la avena, si había, y aún se quedaban de agosteros hasta que aparecían las quitameriendas. El mayor de ellos, el mayoral, se llamaba Dionisio.

    Esta hoz es la suya.

    Dionisio era amigo de mi padre. Nosotros andábamos con el ganado no muy lejos de los segadores, para entrar en los rastrojos en cuanto ellos salían. Mi padre y él nunca se cruzaban sin hablarse un rato. Y los domingos, cuando el pueblo estaba en misa, Dionisio se iba donde mi padre y liaban un cigarro. Mi padre le decía “¿Qué?, ¿no vas a misa?”. Y Dionisio le preguntaba: “¿Y tú?”. “Yo soy pastor”. “Yo ahora también”. Y se reían.

    Tenías que verlo segando. Siempre apalabraba a destajo, nunca a jornal. Dionisio cogía tres surcos para él; los demás, a cada dos. Cuando se volvía para dejar la mano, miraba para atrás, por si los otros se rezagaban. Empezaba suave, apretaba poco a poco. Sabía cuando aflojar para que nadie reventara, cuando dar un arreón aprovechando que alguien cantaba, y cuándo había que levantar el lomo con la excusa de echar un trago. O de afilar la hoz.

    Porque esta hoz no es para dar tajos, sino para rebanar. Hay que tenerla siempre afilada, que te puedas afeitar el dorso de la mano con ella.

    La cuadrilla eran tres y el chico, Aniceto. Era menor que yo, doce años tenía. Rubio como la mies. Como su padre. Cuando segaban, se colocaban los hombres en el surco, y el chico detrás, atando los manojos. A veces, su padre tomaba un descanso y le dejaba la hoz, para que se fuera haciendo.

    Aquel año Dionisio riñó con el amo de Barberena. Tú no conociste, claro. Entonces casa Barberena era medio pueblo, más tierra que nadie y lo mejor.

    El amo de Barberena era un carlistón beato, que le gustaba avasallar. Fue alcalde más de veinte años después de la guerra. Aquel año Dionisio y él tuvieron alguna diferencia, no sé por qué. Da lo mismo. La diferencia era vieja, y se hacía nueva cada año. El uno tenía mucha tierra; el otro trabajaba muy bien. Pero por más que cada año se buscaban, necesitados el uno del otro, no acababan de ajustarse.

    Ese año Dionisio y su cuadrilla plantaron al amo de Barberena. Trabajo no les faltaba, con uno o con otro. Y para dormir, mi padre les dejó nuestro pajar.

    Aquello fue el año del Alzamiento. Víspera de Santiago, el amo de Barberena se fue a la mañana con la Tafallesa a Pamplona, y volvió a la tarde en coche con cuatro requetés. Encontraron a Dionisio segando una pieza nuestra. “Tú eres el que no va a misa”, y se lo llevaron.

    Mi padre lo vio de lejos, luego oyó los tiros. Fue para allá y lo encontró muerto. Me mandó con Niceto, que lo apartara, que no viera lo que le habían hecho a su padre. Y él, con otro, cogió el cuerpo y lo llevó al cementerio. En la subida les salió al paso el amo de Barberena, que qué hacía. Mi padre le dijo: “Algunos no vamos a misa todo lo que debemos, pero no nos olvidamos de dar sepultura a los muertos”.

    Como decían que era ateo, tuvieron que enterrarlo por la parte de fuera, delante de unos bojes.

    El abuelo calló. Aproveché para alargar la mano hacia la hoz y preguntarle.

    - ¿Y cómo vino a ti la hoz?

    Pero él me contestó sin soltarla.

    - Muchos años más tarde, yo andaba una vez con el ganado por debajo de la Peña. Vi a uno que no era del pueblo. Subía por la cuesta del cementerio. Pero no entró. Se estuvo donde la mata de boj.

    No fui yo el único del pueblo que se apercibió. Si le dijeron o no algo al amo de Barberena, no lo sé. Pocos del pueblo recordarían ya quien estaba enterrado debajo de aquel boj.

    A los días, el amo de Barberena subió a Pamplona, como todos los sábados. Yo lo vi volver, bajarse de la Tafallesa y echar a caminar para el pueblo. Y vi como aquel hombre estaba apostado en el camino esperando a que llegara. Dejé el ganado y corrí para allá. Cuando llegué, el amo de Barberena estaba parado en medio del camino. Miraba para mí, miraba delante. Delante de él, estaba Niceto, el hijo de Dionisio. Con la hoz de su padre en la mano.

    Le llamé. Me reconoció. A pocos a pocos se fue viniendo para mí, apartándose del camino. Y el amo de Barberena pasó de soslayo, sin abrir la boca. Nada le dijo Niceto, nada le dije yo.

    Niceto me dijo que llevaba un año trabajando en Potasas, en la mina. Y aquí ha vivido desde entonces. La hoz me la dio aquel día. Yo la he guardado hasta anteayer, que vi su esquela en el Diario.

    - Haberme dicho. Te hubiera llevado al funeral.

    - No hubo funeral. Lo decía la esquela.

    Y me quitó la hoz para dejarla en su sitio.
 
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  • 23 de Agosto de 2009 a las 18:24
El príncipe insatisfecho.


    El rey Alfonso decretó siete días de fastos para todos sus súbditos y los invitó conocer al recién nacido príncipe Juan. Grandes colas se formaron  en torno al castillo durante toda la semana. El último en presentar sus respetos fue un pastelero.
    - Con todo el amor hacia sus majestades y el infante, les traigo este bizcocho de nueces. Disculpen su mal aspecto debido a los días de espera, mas su sabor es digno de sus altezas.
    El rey tomó un pedazo y no pudo evitar el gesto de asco ante el desagradable pastel. Lo dejó y ordenó en voz baja a un sirviente que lo tirara a las gallinas. El orgullos pastelero escuchó la orden del rey y, sin poder contenerse, espetó:
    - Bien veo el desprecio que hacéis a mi trabajo, mi paciencia y mi cariño por vuestro hijo. ¡Quiera el cielo que ningún alimento preparado con menos amor llegue nunca a saciarlo!
    Ante semejante respuesta, Don Carlos, puso su espada en el cuello del pastelero.
    - ¡Traición! Permítame su majestad acabar con la vida de este villano que osa insultar a su rey con su altivez de gusano, y que por un pastel mohoso blasfema y maldice a quien debe agradecer tanto.
    - Cálmate, hermano. No manchemos esta celebración con sangre. Retráctate, pastelero y todo será olvidado.
    - Majestad, mi dignidad me lo impide.
    - Entonces no me queda más remedio que condenarte al destierro.
    Dos guardias se lo llevaron. Al cruzar las puertas, rompió a llorar el pequeño pidiendo alimento. De inmediato lo cogió la reina y se retiró a darle el pecho. Cuando volvió y anunció que dormía saciado, volvió la fiesta a su despreocupación convencidos todos de que los cielos no se habían puesto de parte del pastelero.

    Pero sucedió que sí lo hicieron. Ninguna nodriza dejó al niño contento. Siempre lloraba cuando sus labios eran separados del pecho. Los médicos del rey coincidían en que no estaba desnutrido, y de la fuerza del niño daban cuenta sus berreos. Con el tiempo dejó de llorar, pero no de pasar hambre.
    Creció alto y fuerte, tirando a  relleno. A su lado, su primo Rodrigo, dos años mayor, parecía tres más pequeño. Fueron ambos enviados para ser educados a un monasterio. Allí las comidas eran escasas para Rodrigo, en absoluto suficientes para Juan. Aguzaron su ingenio para entrar en las cocinas y comer sin que luego se notara la falta. Rodrigo conseguía dormir pleno. El príncipe apenas pegaba ojo desvelado por su invisible compañero.
    Pasados los años volvieron al castillo, y allí ya pudo el príncipe comer todo cuanto quiso. Todavía así: con el estómago lleno, sin poder tragar ni un sorbo de agua, seguía sintiendo el flagelo del hambre en su cuerpo. Confiaba todos sus pesares a su primo y éste a su padre quien habló así al rey:
    - Majestad, permíteme hablarte como hermano.
    - De otro modo no lo hagas.
    - Me preocupa tu hijo. Come sin medida. Y no habría de ser un problema, ¿acaso no está en su derecho?, pero el pueblo comienza a llamarlo el príncipe verraco, por su aspecto obeso.
    - Razón tienes. Nadar cada mañana o salir de caza por la tarde no es ejercicio suficiente para su voraz ingesta. ¿Pero qué he de hacer: prohibir a los cocineros que le alimenten?
    - Lo sé, hermano. De nada serviría, ¿acaso pudo nuestro padre contener los apetitos de nuestra mocedad? No, al menos no en la corte.
    - Entiendo. Lo enviaré con un destacamento a la frontera norte, los bárbaros vuelven a dar problemas. Tal vez sea un buen lugar para que aprenda a domar sus querencias.
    - Sabio rey eres.
    - Que vaya Rodrigo también con él y puntualmente nos informe.

    Así, partieron con cincuenta hombres. La comida no escaseaba, pues aparte de las provisiones, eran frecuentes las partidas de caza que además les permitían conocer el terreno. Pero el príncipe continuaba con su eterna apetencia tras comer su ración, lo que sobrara a su primo y, avergonzado pero arrastrado por la necesidad, los restos de sus hombres. Comprendió que comiera bien o en exceso seguiría sintiendo ese infinito vacío.
    Sucedió que, en la persecución de unos bandidos, acabaron dispersos por un bosque. El príncipe cabalgaba siguiendo al cabecilla, pero una rama traicionera lo desmontó y dejó inconsciente. Poco pudo contar a Rodrigo cuando éste lo encontró tendido, con un emplaste en en la frente y un cuenco con sopa junto una pequeña fogata. Habló, Juan, de una joven que le atendió mientras seguía aturdido, y que se marchó cuando oyó a los hombres del rey acercarse.
    Rodrigo ayudó a su primo a levantarse. Juan pidió el cuenco.
    - ¿Esa sopa inmunda? Volvamos, en el campamento comerás venado asado. Sé que no saciará tu hambre, pero al menos su sabor y el del vino serán un leve consuelo.
    El príncipe insistió y le dieron el cuenco. Lo bebió despacio. Cerró los ojos, y al abrirlos había lágrimas en ellos.
    - Mírame querido primo, esta sopa inmunda como la llamaste ha apagado mi hambre. Regresemos ahora, pero prométeme que volverás y encontrarás a la extraña que la preparó para mí.
    Volvieron al campamento, y al poco el hambre volvió de nuevo a retorcer el estómago del príncipe.
    - Apenas una hora me he sentido como un hombre satisfecho.
    - ¿Tan terrible es tu mal, primo?
    - Tanto que daría mi sangre a quien lograra alejar de mí el hambre un día completo.
    - Exageras.
    - No, es cierto, y para que así conste lo pongo por escrito y lo sello.
    Esta conversación transcribió Rodrigo a su padre. Y un brillo, oculto durante años, afloró por fin en los ojos de Don Carlos. Semanas después, dos cartas trajo de vuelta el mensajero. Una con malas nuevas para Juan, pues su padre estaba enfermo. Otra para Rodrigo, que fue leída en secreto. El príncipe, preocupado, instó a su primo a emprender el regreso. Éste apeló a su deber y le propuso dividir el campamento para abarcar más terreno. Con suerte los incursores se detendrían y podrían volver al castillo en invierno. Así lo hicieron. Juan se fue con la mitad de los hombres y Rodrigo con la otra. Juan siguió combatiendo a los hostigadores y Rodrigo hizo lo que su padre le pedía en la nota.

    Antes de llegar las primeras nieves regresaron al castillo. Don Carlos abrazó al príncipe y le informó del estado de su padre. Apenas horas quedaban de vida al rey Alfonso sin que los médicos consiguieran encontrar algún remedio. Condujo al príncipe hasta la alcoba del rey y le prometió que nadie les molestaría y que  él mismo se encargaría de sus comidas. Veló Juan a su padre junto a la reina. Al amanecer entró Don Carlos con el desayuno. Una última llama ardía en el anciano mientras escuchaba las hazañas de su hijo. Trajeron el almuerzo. Las horas pasaban en el cuarto sin que ni príncipe, ni reina, ni rey las notaran. Tomaron algo a media tarde y cenaron también  entre viejas historias y recuerdos. Para el siguiente amanecer, el rey Alfonso había muerto.
    Salió el príncipe de la estancia. Fuera esperaban Don Carlos y unos caballeros.
    - Dime sobrino, ¿cómo está?
    - Ha muerto.
    - Lo lamento, hijo - le dice con un abrazo -. Ven tendrás apetito.
    - Lo cierto es que desde que llegué no he sentido hambre.
    - Bien me he cuidado de preparar tu alimento.
    - A ti debo entonces ese milagro.
    - ¿Y así lo reconoces en público?
    - Por supuesto.
    - Estos señores son testigos, y al haberte saciado durante un día tu sangre es propiedad mía. Id por un barril para que llevármela pueda.
   
   



    Rodrigo rondaba las cocinas.
    - Señor, no queda más de esa sopa de nueces que trajo para aderezar la comida del príncipe.
    - No es ya necesaria.
    - Y las hierbas medicinales para el rey también se están agotando.
    - ¿Qué hierbas?
    - Las que encargó Don Carlos para tratarle.
    - Entiendo. Toma dinero y que no falten, pues lamentablemente se ha contagiado mi padre, aunque es muy orgulloso y nunca reconocerá que pudiera estar enfermo. Que las tome en secreto. Te va la vida en ello.
    - No habrá de notarlo. ¿Vos comeréis algo?
    Rodrigo sonrió y se marchó sin responder, sabiéndose inminente rey.
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  • 23 de Agosto de 2009 a las 21:31

Noche de Reyes.

 

 

            María abre los ojos una vez más, un ruido quizá más fuerte que los anteriores la ha vuelto a despertar, o lo mismo no, lo mismo no se ha dormido aún, no lo sabe bien. Tiene hambre, ha cenado mal porque a sus hermanos pequeños no les ha llegado con lo que ha quedado de la cena de los mayores y como mamá no se encontraba muy bien les ha cedido su cena. Al fin y al cabo con los nervios no le habría entrado. Ahora siente una punzada de rencor salpicada de un cierto orgullo por el sacrificio permanente que hace por ellos, pero tiene hambre. Con las manitas agarradas sobre el pecho abrazando la manta dura de lana que pica y la sábana de algodón rasposo apenas suavizado a base de golpes contra las losas de lavar del río, mira al techo intentando concentrarse en no escuchar esos ruidos que le dan miedo y a la vez la emocionan porque esta noche es Noche de Reyes.

            Aunque su padre volvió del molino hace horas con los pasos irregulares, posiblemente debidos a la ceremonia de ingerir hasta el último sorbo la botella de anís que acompañaba esta fecha tan especial a la cena -que la propia María le bajó hace ya tanto tiempo-, sus movimientos al contrario que otras veces no han parado aún. O podría no ser su padre, podría ser que alguien viniera a cumplir su deseo de Reyes de que las cosas cambiaran para que nunca tuvieran que volver a acostarse ella y sus hermanos pequeños con ese hueco en el estómago porque la comida es para los que traen el jornal a casa. Un sencillo deseo de que sus padres dejaran de trabajar como animales desde antes del amanecer hasta que ya no se ve y padre corta la luz del pueblo parando la turbina del molino, esa turbina que esta noche María ha ayudado a limpiar de hojas muertas mientras él gruñe que las cosas tienen que cambiar de una vez, que eso no es vida para nadie, mientras realiza una acción de gracias santiguada e inicia la ingesta del anís transparente mirando a María con una mezcla de cariño y pena que borra en seguida con su eterna mueca de insatisfacción.

            De nuevo un sobresalto le hace abrir los ojos y se revuelve en la cama,  un caballo ha parado en la puerta, ruidos sordos y voces susurradas acompañan al sonido de la puerta cerrándose con cuidado. A esos sonidos une María el quejido de su estómago; si la casa estuviera en silencio habría bajado a la cocina a hurtar un pedacito de pan negro de hace unos días y comerlo aunque tuviera que mojarlo en un poco de agua del pozo. O podría salir de la cama para que ésta se enfriase un poco pero sus piernas no quieren hacer ese movimiento, al menos mientras se sigan oyendo pasos.

            Por la luz que entra por la rendija de la ventana es fácil saber que, aunque lleva en la cama horas, aún quedan otras tantas para saber si las cosas han cambiado. Se pone de lado e intenta dormir de nuevo pero el estómago le cruje con desesperación o más bien con desesperanza. Ella nunca ha tenido una golosina, conoce los caramelos porque todos los niños los conocen pero nunca los ha probado, piensa en ellos, en un puñado de ellos, en un calcetín lleno de caramelos de colores envueltos en papel de celofán, en dos calcetines llenos. En un cajón de los que utilizan para recoger las manzanas lleno de caramelos de manzana; no, mejor lleno de manzanas; no, mejor una manzana, aunque sea de las golpeadas que se llevan en un camión que echa mucho humo para hacer sidra porque no valen para que sus hermanos mayores las lleven al mercado a cambiarlas por alguna herramienta, por cuajo para el queso, por una navaja de afeitar para su padre o por simiente para lo que sea. Una manzana de las que su madre guarda y les da en Nochebuena ya un poco arrugadas para que la muerdan una vez estén en la cama y el jugo que les caiga por la garganta les anule un poquito, unos segundos siquiera, el sabor amargo de una Nochebuena con migas, caldereta, mucho vino y anís, sin hambre pero sin un dulce para los niños, eso es innecesario.

            María sabe que debe ser así.

            Le sorprende de nuevo el crujido del suelo bajo unas botas y la puerta de la calle abriéndose, voces quedas en la madrugada y el vacío de su digestión que no le deja dormir, que no le permite relajarse, que no le permite desear con emoción que su deseo se cumpla porque no cenó, porque apenas almorzó, porque apenas desayunó, porque la noche anterior apenas cenó tampoco. Porque no tiene ganas de nada que no sea ese pedacito de pan negro que la visita nocturna, que acaba de oír alejándose con paso cansado de montura también insomne, habrá acabado migando en el café de recuelo que María huele desde arriba.

            En un punto en el que no sabe si está dormida o despierta oye la voz de su madre regañando dulcemente a los mellizos por no cuidarla: -Aunque sea mayor que vosotros es la única mujer entre tanto hombre y debe durar, nuestra María no puede acostarse con el estómago vacío, sobre todo si ese día apenas ha bebido dos sorbos de caldo de las patatas a la hora del almuerzo porque debía ir a hacer mis recados-. Mamá, ella nunca la llama así aunque le gustaría, que está tan guapa, parece brillar en la oscuridad con su dulzura y su presencia tranquilizadora le acaricia la cabeza y creyéndola dormida la arropa y antes de que se de cuenta esa sonrisa ya no está junto a la cama.

            Sin moverse, casi sin respirar, escucha, ya no se oye nada, el crujir de las sábanas subiendo y bajando por su respiración… y su estómago. Poco a poco por el hueco de la escalera se empieza a escuchar un susurro entrecortado, algo que parecen sollozos en la almohada.  Pero abajo no duerme nadie, abajo está la sala con la cocina y esa gran mesa alrededor de la cual casi nunca les toca comer a María y a los pequeños.

            Cuando los primeros reflejos rosados del alba empiezan a entrar por la ranura de la ventana, con los ojos cansados de intentar ver en la oscuridad y la emoción convertida en resignación por la vaciedad insoportable de su pequeño cuerpo delgadito y frío, intenta levantarse a preparar el desayuno a su padre y hermanos antes de que tenga que hacerlo mamá pero no puede, se siente débil y sofocada, así que permanece en la cama unos minutos más, si su deseo se ha cumplido todo ha cambiado y no tendrá que hacerlo así que no importa esperar.       Entonces escucha el caminar lento de su padre y ve su silueta recortada al abrir la puerta, por primera vez desde que tiene conciencia le ve entrar en la alcoba de los niños, le mira a los ojos agotados y respira el aliento dulzón del anís antes de escucharle con una voz profunda, triste, pero ciertamente lo más cariñosa que sabe, pedirle que se levante y se vista, que tiene que ayudarle con los desayunos y los equipajes de los mellizos porque se van a un internado de caridad antes de irse ella misma a servir a la capital después de despedirse de su madre.      

            María no lo entiende bien pero se viste  con prontitud para bajar a cumplir con sus obligaciones, aliviada al fin y al cabo por saber qué es lo que va a ser de su vida, por saber que al menos el hambre ya no será igual. Pequeña, frágil sólo en apariencia, pálida y con los párpados destacando azules sobre piel debido a la noche en vela pasada, baja las escaleras para darle las gracias a su madre por ser tan buena, por amarla y aunque la aleje de ella  alejarla de toda esa miseria, por buscarle ese futuro imprevisible pero esperanzador y se encuentra de frente con sus hermanos y su padre rezando junto a la mesa cubierta con una sábana blanca bajo la que se adivina el perfil horizontal de su madre. Todo ha cambiado esta noche.

 

 

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  • 24 de Agosto de 2009 a las 9:29
NO QUISE DESPERTARTE




El problema fue que la primera noche comimos en exceso. Era el cumpleaños de Jaime y no contamos con el acaso de que el alimento menguara con tamaña celeridad. 
Lo habíamos planeado de forma que en cinco días la travesía estuviese acabada. Al cabo de ese tiempo aguardaba un vehículo que nos trasladaría a la capital, donde pensábamos descansar y recuperarnos en un hotel de cuatro estrellas con piscina. 
La cuarta noche, sin embargo, Dani nos comunicó que los víveres habían quedado reducidos a cinco barritas energéticas, una para cada uno, que nos suministraría a media mañana del día siguiente. La noche antes ya nos dijo, incrédulo y francamente alarmado, que la comida escaseaba; pero convencido de que había hecho los cálculos pertinentes y que la culpa era de todos. 
- No puedo hacer milagros –dijo.- Mañana comeremos, pasado es posible que no.
No creímos que hablase en serio. Se enfadó y nos conminó a comprobarlo, al tiempo que amenazaba con no hacerse cargo de la logística en la próxima travesía que hiciésemos. Miramos el interior de la bolsa y efectivamente no quedaban más que dos latas y algunos sobres de sopa. 
- Es cierto –admitió Jaime.
Dani emitió un bufido y se alejó hacia el borde de un barranco que deberíamos descender de madrugada, antes de que el sol cayese a plomo sobre nuestras espaldas. Dormí con el convencimiento de que acababa de romperse el frágil hilo de la camaradería, y que cualquier motivo nimio, a partir de ese instante, bastaría para provocar la discordia entre nosotros.
 

Compartía la tienda con Ángela. Nos habíamos conocido meses atrás en el Camino de Santiago. Amábamos la naturaleza con la misma  pasión y leíamos los mismos libros. Ambos residíamos en Barcelona y empezamos a salir.  Al cabo decidimos vivir juntos. Dani, Jaime y Hugo me vaticinaron un futuro venturoso junto a una mujer que compartía prácticamente todos mis gustos. Cuando decidimos atravesar a pie aquella comarca inhabitada, no les importó en absoluto que nos acompañara. Su preparación física era tan buena o más que la nuestra.
- Aún le dura el enfado –dijo Ángela refiriéndose a Dani. Descansábamos abrazados, muy cansados tras una dura jornada de pedregal y sol inclemente. 
- Se le pasará. Es un hombre susceptible. La culpa la hemos tenido todos y nadie le ha reprochado nada. Hemos comido poco, y mañana menos, pero son riesgos que tenemos que afrontar. Sólo espero que no nos ocurra nada hasta que lleguemos donde nos esperan. Entonces sí tendríamos un verdadero problema.
- Yo la primera. Me comería las botas ahora mismo.


Emprendimos el último tramo animados ante la perspectiva de una cena abundante en el hotel, previo baño en la piscina. Hugo se encargó de amenizar las primeras horas con anécdotas montañeras que recopilaba para un futuro libro y que el resto, excepto Ángela, conocíamos, pero que volvimos a oír con el mismo entusiasmo. A media mañana, cuando Dani fue a echar mano de las barritas, no las halló. Buscó y rebuscó en la bolsa. Pensó que era objeto de una broma y se enfadó. Convencido luego de que en verdad faltaban porque alguien las había cogido para comérselas, empalideció y tuvo que sentarse en una piedra. El hambre, después del escaso rancho ingerido el día de antes, nos estaba empezando a pasar factura, y aún restaban varias horas hasta alcanzar la meta. 
- Sois unos cabrones –dijo-. Esto no se hace.
Nos miramos los unos a los otros. Cualquiera, excepto yo, podía haberse comido las barritas. 
- Yo no he sido –exclamó Jaime, con los ojos muy abiertos y las manos crispadas. Era el más orondo y el que más había abusado durante la celebración del cumpleaños. La culpa de aquel desastre era en buena parte suya.
- ¿Y por qué íbamos a creerte? –preguntó Hugo, tan sospechoso como cualquiera.
Discutimos largo rato sin que el culpable se diese a conocer, por lo que decidimos seguir camino y dejar el misterio para otro momento. Un silencio sepulcral nos acompañó a lo largo de un par de horas. A medio día convinimos parar y descansar junto a un arrollo. Yo no había dejado de darle vueltas al asunto, supongo que como el resto, y en cierto instante recordé que Ángela había salido de la tienda durante la noche sin hacer apenas ruido. Me acerqué a ella y le dije que me acompañara a unas rocas que había a pocos metros.
- Has sido tú –le solté, sin pensar en las consecuencias de mi más que probable equivocación.
Ángela me miró furiosa y quiso abofetearme, lo que impedí sujetándole la mano a tiempo, como en las películas. Luego se me abrazó y dijo: 
- No estoy acostumbrada a estas penalidades. Me moría de hambre.
- ¿No dejaste ni una?
- Las comí todas. Sé que no hice bien, pero notaba tan vacío el estómago que no pensé en otra cosa que en llenarlo de algún modo.
- Debiste decírmelo.
- Lo sé, pero no quise despertarte.
Quería a Ángela. Me había enamorado de ella paulatinamente y estaba dispuesto a hacer por ella cualquier cosa. Decidí inculparme. No olvidaré nunca la cara de mis amigos. Su expresión era una mezcla de sorpresa triste, de desilusión contenida y abatimiento mayúsculo. No me dirigieron la palabra lo que restó de viaje ni luego en el hotel. Hace meses que no les veo, que no recibo una llamada de Hugo, ni de Daniel ni de Jaime. Soy un proscrito. Más ahora que Ángela me ha dejado, harta "de mi desconsideración hacia todo lo que dice y hace". 
Aún resuena en mi cerebro el portazo de su despedida.  

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  • 24 de Agosto de 2009 a las 11:49

Casualmente…

 

¡Doctor Charker, pase por Recepción!

John, al oír el altavoz, se levantó de su mesa y se dirigió al ascensor. Esperando la llegada del mismo no dejó de dar vueltas a la idea de pasar a psiquiatría el caso de anorexia que le ocupaba desde hacía dos días.

“¡Como era posible que una chica de trece años, que había llegado al hospital en coma, por absoluta falta de alimentación, no reaccionase ni con la alimentación intravenosa!. Algo en la mente de aquella paciente no entendía…”

Al llegar a Recepción, vio a su ayudante hablando con un matrimonio joven. Sarah, al verle llegar, se separó del matrimonio y se acercó a él.

John, siento haberte interrumpido, pero creo que el tema es importante. Estos señores han ingresado hace una hora a su pequeño de tres años. No saben qué le pasa y Administración te ha asignado a ti el caso. He visto al pequeño y no logro entender ni los síntomas ni las explicaciones de los padres.

Bien, Mary, hablemos con ellos. ¿Han traído algún historial o informe de otros centros sanitarios?

Me temo que ni ellos mismos se han preocupado hasta hoy de lo que le pasa a su hijo; por sus palabras…

Buenos días, soy el Doctor Charker. ¿Les importa que vayamos a la habitación donde se encuentra su hijo y hablemos allí?

Hola Doctor, somos Path y Bill Costwall se presentó el marido. John les tendió la mano pero ninguno de ellos hizo intención de apretársela. Sin preocuparse por el detalle, pero observándolo, se encaminó a la habitación del pequeño.

Al entrar vio tumbado sobre la cama a un niño extrañamente pálido. Sus ojos cerrados y la respiración muy lenta le preocuparon. Le observó mientras la enfermera le entregaba unos guantes. Se los puso y comenzó a auscultarle. Al posar su mano sobre él para inclinarle sobre un costado, notó como la respiración del niño se aceleraba algo. Se quedó sorprendido observándole de nuevo. Un segundo intento y la misma reacción. Se volvió a los padres.

¿Ha sufrido el pequeño algún accidente recientemente?

No, doctor, Dilan lleva en cama casi una semana inmóvil.

¿Por qué no lo han traído antes? ¿Una semana en cama sin asistencia médica? ¿Qué ocurre aquí? y rápidamente se dirigió hacia la puerta de la habitación.

Enfermera, por favor, prepárenlo para hacerle radiografías de todo el cuerpo; mientras hablo con los padres y se reciben las radiografías, que esté en continua observación  y dirigiéndose a los padres ¿Me quieren acompañar?

En Administración entró directamente al despacho del director. Estuvo unos instantes y al poco salió.

¿Quieren pasar, por favor? Les presento al Director del Centro, el doctor Hashvesly Este les tendió la mano, pero ninguno hizo intención de saludarle.

¿Les importa que nos sentemos? Preguntó el Director, evitando el momento de tensión. Así lo hicieron.

Bien, el doctor Charker me dice que su hijo ha entrado en el hospital después de llevar una semana en cama sin atención médica. ¿Pueden decirnos el motivo?

Señor habló la mujer nuestro hijo desde hace más de un año y sin motivos aparentes, se deprime, se encierra en sí mismo y solo come y duerme. Lo hemos llevado a varios psicólogos y psiquiatras pero él no habla nada cuando le preguntan y siempre termina llorando. Como esas depresiones le duran solo uno o dos días y nada avanzábamos con el psiquiatra, decidimos dejarlo y seguir, sabiendo que cada cierto tiempo aparecería el estado depresivo. Pero en esta ocasión…

¿Estado depresivo? preguntó John sorprendido. Ellos se encogieron de hombros ante la pregunta Algo no encaja en este cuadro médico. No tiene señales de golpes, ni heridas, pero cuando lo intentas mover, su respiración se acelera y es como si saliese del estado semi inconsciente en el que se encuentra. ¿Dolor interno? He pedido radiografías de todo el cuerpo, pero al no encontrar hematomas producidos por derrames internos…

Llamaron a la puerta y entró el radiólogo. Le entregó un paquete de radiografías y esperó a que las estudiase. John las fue colocando sobre el tablero luminoso una a una. Finalmente se volvió al radiólogo con una interrogación en su mirada.

Absolutamente nada, John. No hay roturas, ni deformaciones, ni derrames. En el cerebro no he observado nada anormal, aunque deberíamos hacerle algún escáner detallado, pues cada vez que le movíamos, reaccionaba sorprendentemente y si esa reacción no está motivada por el dolor, debe estarlo por “algo” que ocurre en su cerebro.

Al salir, John puso su mano sobre el brazo del padre pero este, de inmediato, se retiró, evitando el contacto. Tomando conciencia del acto, John les comentó  que el niño sería trasladado de inmediato a la UCI para hacerles todas las pruebas necesarias hasta encontrar el motivo de su estado.

…………..

 

Aquel viernes, John terminó su visita junto con Sarah y se dirigieron a vestuarios.

Cuantos más años llevo practicando la medicina, menos entiendo qué está pasando, Sarah

John, no debes obsesionarte con estos dos enfermos. Llevas doce expedientes al mismo tiempo y solo dos de ellos aún no tienen  diagnóstico.

Lo se, Sarah, pero me duele pensar que esa chica no quiera salir de su estado y si dejamos de alimentarla por vena moriría. ¿Cómo puede el cerebro rechazar tan tajantemente algo que por naturaleza necesita? Solo acepta el suero justo para mantenerse con vida, si le subes la cantidad…

No creo que la solución la debas dar tú, para eso están los psiquiatras y psicólogos…

¿Y ese niño? Es como si le faltase motivación para seguir viviendo. No tiene edad para depresiones, no tiene experiencia para que le puedan afectar emocionalmente, no tiene… en ese momento entró la enfermera jefa de la UCI

John, creo que debes venir a ver a Dilan

¿Ocurre algo?

Nada que pueda preocuparte, pero debes verlo

Al llegar a la cama de Dilan, una enfermera de la sección se encontraba junto al niño. Se volvió a John, sonriente. Este pudo ver como la respiración del niño estaba normalizada y tenía sus ojos abiertos, mirándoles a todos desconcertadamente, pero tranquilo.

¿Se ha despertado de pronto? preguntó a la enfermera

Doctor, yo me he acercado al niño para comprobar sus constantes y mientras lo hacía le cogí la mano; me daba mucha lástima verle así. Al poco empezó a respirar normalmente y luego abrió los ojos.

¿Nada le habéis cambiado de alimentación y medicación?

¡Doctor, sin su autorización…! John, mirando al niño, observó como sus ojos se iban cerrando lentamente y la respiración se ralentizó de nuevo.

Moviendo la cabeza dubitativamente, John salió de la UCI

Aquella noche, al llegar a casa, en su cabeza aún daba vueltas la escena del niño. Saludó a Peggy, su mujer, sin darse cuenta de que ella estaba vestida para salir.

Johnny, siento decirte que tenemos que ir a casa de los Hardpert. Él se volvió hacia su mujer con mirada suplicante Lo se cariño, pero tenemos que ir; solo un rato, luego damos una excusa y…

No tardaron en llegar. Durante la cena se habló de la extraña muerte del primer hijo de uno de los nuevos vecinos de la calle.

—¿Pero se sabe de qué murió el bebé? preguntó Peggy

Creo que me dijeron de el síndrome de Phecia, una extraña enfermedad, pero no la conozco y miró a John.

Al ver que no contestaba, su mujer le tocó en el codo

¿Eh? y miró a todos algo sorprendido en su involuntario lapsus de atención es que tengo un problema en el trabajo y no me…

John, ¿conoces el síndrome de Phecia? le volvió a preguntar su mujer

¡Sí, claro! saltó inmediatamente es una asociación del cerebro de… se quedó unos momentos pensativo ..pero ese síndrome no lo puede padecer un recién nacido, en todo caso la madre, ya que es asociar cualquier tipo de contacto físico a una actividad sexual, por lo que la madre rechaza automáticamente el contacto con su hijo y si este, además padece la enfermedad de hambre de piel… —de nuevo se quedó pensativo y sin decir una palabra, se levantó de golpe y salió rápidamente. Entró en el coche y condujo hasta el hospital. Subió a UCI  y llamó a la enfermera.

Coja la mano de Dilan y acaríciele, por favor mientras él le cogía la otra y comenzaba a acariciarle.  No tardó la respiración del niño  en normalizarse y pocos minutos más tarde sus ojos volvieron a abrirse…

 

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  • 26 de Agosto de 2009 a las 21:01

Un mensaje de óxido y esencias nerviosas.

 

 

No lo he escogido y no puedo evitarlo, pero puedo al menos explicarlo, ya que la redención no existe y el olvido me está prohibido. Puedo hablar de lo que siento y padezco y de lo que destruyo y lo que creo cuando me alimento, pero no sería justo para mí, ni honrado para otros, hablar de ello sin comentar lo mismo acerca de lo que vivo antes de alimentarme.

No empiezas notando el Hambre. Al principio, es como si te sorprendiese el rocío de la mañana durante unos segundos; te tocas la piel, pero no estás sudando; nisiquiera sangre. Luego, de ese frío en emboscada viene una ola de calor que seca tu cuerpo desde la raíz hasta la boca. La lengua se pega al paladar y un sofoco lleno de ira se pega a tus huesos. En esos momentos de ofuscación, en ese largo minuto, serías capaz de arrancarte la ropa, pero la costumbre de la caza en la ciudad te protege de tales exhibiciones. En lugar de mostrar el torso, te retiras de la fiesta con cualquier excusa, buscas la oscuridad de los suburbios y subes a algún tejado.

Al menos, yo subo a tejados.

El ejercicio puede devolverte el control y el Hambre vuelve terriblemente alargados tus sentidos. Cuando tienes Hambre, puedes tocar la carne antes de tocarla. Qué os puedo decir del olor de la sangre. Nos llega a través de la fina piel de vuestros orificios nasales y de vuestros sexos. Qué os puedo decir de las heridas. La sangre, cuando toca el aire, transmite un mensaje de óxido y esencias nerviosas que viaja tan rápido como el sonido y que nos golpea a la misma vez el olfato que la tripa; a veces, tus manos se cierran solas y tus piernas se tensan como las cuerdas de un velero.

Entonces, te mueves; nunca ves los obstáculos, sino la manera de cruzarlos. No haces concesiones, igual que no las hace una maquina que cose telas; avanzas, arrancas, te encoges, trepas y saltas de tejado en tejado con la mente tan brillante y vacía como un disparo de bala.

Los que estamos acostumbrados a cazar en sociedad tenemos la facultad de desechar presas. Cuando una presa está acompañada, giramos amargamente la mandíbula hacia otra parte y murmuramos maldiciones hasta el siguiente tejado; avanzando, saltando, trepando, sacudiendo la cabeza como pájaros acechantes. Cuando una presa está demasiado lejos de las sombras, o está usando un teléfono, nuestra carne nos ordena que saltemos, pero nuestra cabeza tira del bocado y nos obliga a seguir buscando.

Esa posibilidad de elección depende mucho del Hambre que tengas.

Y, si la búsqueda se prolonga mucho tiempo, tienes tiempo de pensar. Esas vidas que pernoctan bajo tus pies no eran tan distintas de la tuya. Tendrán una madre como la que tú tuviste, que sentirá una horrible muerte en el estómago cuando reciba la noticia. Si tienes suficiente tiempo, puedes llegar a hacer un recuento de todas las madres a las que les has matado las tripas.

Por eso es mejor cazar rápido.

En cualquier caso, el Hambre se agranda tanto desde dentro hacia fuera que puedes llegar a sentir un desdoblamiento. Tu piel y tu esqueleto son de la marioneta que se esfuerza en moverse sin miedo a las caídas ni a los golpes. Tus tejidos blandos y tu fuego interior pertenecen a un tirano de ojos ardientes, un reptil bajo la aguas, una arpía que te destroza los oídos.

Y es más fuerte que todo el remordimiento que cabe en un alma.

Al menos, en la mía.

En algún momento, encuentras a tu presa. A veces sabes que es tu presa porque va sola por un lugar cercano a la oscuridad, caminando sin prisa y sin teléfonos. A veces lo sabes porque no puedes aguantar más tiempo el Hambre.

Abandonas el tejado y te mueves como un torrente de agua hirviendo. La arrastras con una fuerza insuperable y desgarras su carne con las manos o la boca. Entonces, sientes algo parecido a un bostezo, la cercanía de un orgasmo, que hace que levantes la cabeza y abras la boca. Es un reflejo extraño, como la risa de las hienas o las lágrimas de los cocodrilos. Levantas la cabeza y despliegas las mandíbulas y, en ese momento, puedes verle los ojos a tu presa y lo ojos de tu presa pueden ver tu Hambre. Y, si queda vida en ella, suele haber un grito de locura.

Y te lanzas y bebes. Al beber, el calor se vuelve tan luminoso que borra los recuerdos. El alivio es tal que piensas que nunca volverás a sentirte un asesino. En ese momento, sientes el perdón de todas las madres, tus tejidos blandos se unen a tus huesos y tu piel, y la arpía que habita en tu interior se transforma en un ángel.

La Gracia de Dios es contigo y la Sonrisa del Diablo te saluda.

En ese momento, te destruyes y te creas. Mueres como engendro y naces como un crío.

Hasta que se acaba la sangre.

Y el Hambre.

La pérdida del Hambre roba el sentido de tus actos y de la continuación de tu vida.

La luz cede y quedas a solas con un nuevo pedazo de carne muerta por tus manos.

Puede que aún gimas, lo que no quiere decir que no vayas a llorar.

Si te pasas las manos por el pelo, desesperado, te llenarás de sangre.

Si te arreglas la ropa, imitando las costumbres humanas, la llenarás de sangre.

Es mejor no hacer nada.

Entonces, te alejas unos pasos.

Puedes ver los ojos húmedos de la presa, y los ojos de la presa pueden ver tu Vergüenza.

Entonces, a veces hay un grito, un grito que no está vivo, pero que también es de locura.

concursoderelatos
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  • 26 de Agosto de 2009 a las 23:18

Setenta y dos horas en ayunas

 

 

Hacía tres días de aquello.

La metamorfosis empezó a las pocas horas.

Dejó muy pronto de echarse la culpa porque nunca creyó que hablara en serio. Nadie en su sano juicio hubiese creído una palabra de aquella mierda. Cualquiera hubiese visto lo mismo que vio él: una camiseta de juguete, unos pezones inflamados y una boca en forma de demonio. Una portada de revista que le rozaba la entrepierna con el culo mientras se exhibía bailando. Ahora sabía que lo que se había cruzado en su vida pertenecía a la camarilla del diablo, pero entonces sólo vio una tentación imposible de pasar por alto. Por eso le dijo que sí cuando ella le propuso jugar a morderse en una cama. “Porque soy así de gilipollas”, pensó.

Acababa de despertarse. Bueno, en realidad sólo había conseguido dormir el primer día. A partir de entonces le fue imposible. La multitud de dolores inclasificables, definibles sólo por comparación -jugando al “como si”-, lo devoró. Pasó a dormitar sólo a veces, en algo parecido a un letargo que coincidía con una remisión del dolor. Así que si acababa de despertar de algo, era de uno de esos alivios.

Eran las cuatro de la tarde. Lo supo por el despertador de la mesilla y lo supo aunque la habitación estuviese ciega -la puerta cerrada y la persiana bajada, sin rendijas-. Hacía ya dos días que podía ver a oscuras. No lo hacía como si fuese a plena luz ni lo hacía como lo haría un animal que cazase sin sol; era una mezcla de las dos, suponía. Volvía a sorprenderle que su organismo, por momentos, respirase. Bueno, no, no era del todo cierto. Sería más correcto decir que su cuerpo, a veces, fingía respirar. Trataba de buscarle un sentido y pensaba en un recurso mimetizador con el entorno que su nuevo organismo había desarrollado. Porque sabía que en realidad ya no respiraba. No lo necesitaba. Su corazón no latía. Estaba muerto.

De pronto, un espasmo. Como una coz. Su cuerpo se contrajo, encogiéndose hasta que casi tocó con la boca las manos con las que se agarraba las entrañas. Contrajo el gesto, humillado ante el mayor dolor que jamás había sentido. Abrió la boca hasta desencajar las mandíbulas, obligado por unas encías que sentía resquebrajar. Esperó la segunda embestida y, cuando llegó, el dolor empezó a irradiarse. Cada pedazo de su cuerpo, cada centímetro de ese pellejo de no se sabía qué, se consumió en una sensación de llaga. Y él balbuceaba diciéndole a su cuerpo que sí, que ya lo había oído, que ya sabía lo que quería, que ya sabía qué le exigía levantado en armas: comer.

Ahora era un yonqui.

Supo de su adicción muy pronto. Y lo supo en una estúpida y tópica escena de nevera: el vampiro en formación que descubre su intolerancia a los alimentos y que, cómo no, pierde la compostura ante un plato de carne fresca que hay junto a un bote de salsa. Él también había intentado comer y había vomitado hasta lo que no había comido. Y en su nevera también había un oportuno plato de carne cruda que secuestró todos sus sentidos. Intentó refrenar el impulso, pero acabó cediendo al ansia y clavando los dientes en aquel pedazo para succionar la sangre que aún tuviese. Entonces, durante un instante, el dolor cesó. Y su lugar lo ocupó algo parecido al placer. Pero fue tan breve, que no tuvo tiempo de paladearlo ni de saber si era cierto. El hambre se instaló de nuevo y a él lo consumió una necesidad casi histérica de alimentarse.

La segunda noche se bebió a sí mismo. Se sajó los brazos: un trazo vertical en cada antebrazo, desde las muñecas. No sintió dolor, sino algo parecido al alivio. Y en cuanto percibió el olor de la sangre, un olor que sólo ahora era capaz de apreciar hasta el último matiz, se abalanzó sobre sí mismo y tragó hasta sentirse saciado. Pero muy pronto llegó a la conclusión de que alimentarse de uno mismo sólo retardaba lo inevitable, porque aquella comida no bastaba para sostenerlo. Demasiado débiles ambos. Además, en pocos minutos los cortes estaban ya casi soldados. En poco más, ya tenían costra. En poco tiempo, ya no había nada.

Pasadas las seis, cuando el dolor remitió lo bastante como para permitirle ser dueño de sus movimientos, se incorporó en la cama. Agudizó sus -ahora- prodigiosos sentidos y escuchó los engranajes del edificio, distinguió al tacto todos y cada uno de los hilos de la colcha, observó hasta el detalle cada objeto de la habitación, olió la comida de cada vecino y olió a cada vecino como comida. Se levantó renqueante y, como un autómata, salió de la habitación. Sin pulsar ningún interruptor, deambuló por una casa que había convertido en cripta. Lo hacía con torpeza, arrastrando los pies. Se sabía ágil, tenía conciencia de serlo, pero estaba demasiado débil como para moverse con soltura. Por momentos, los espasmos le hacían encogerse y apoyarse en la pared. Soportaba el dolor, la náusea honda, sin dejar escapar un quejido y, después, reemprendía la caminata por las habitaciones.

Se dio cuenta de que no se había parado a pensar qué suponía todo aquello, su nueva condición. Aunque no podía creerlo, sabía en qué se había convertido (su racionalidad había perecido pronto en el campo de batalla). Y se había dado cuenta de que la mutación había provocado cambios físicos y la amplificación de ciertas capacidades, sí. Pero no se había dedicado a analizar cómo podía ser que algo así fuese posible ni qué podía hacer. Y sabía por qué: el dolor lo había ocupado todo. Omnipotente. El dolor del beso, el dolor de morir, el dolor de volver a nacer, el dolor de la conversión y, sin tiempo para el sosiego, el dolor del hambre.

Sangre. No había otra opción. Sangre ajena. No había otro remedio. Aunque se había planteado la posibilidad de dejarse morir de hambre, sabía que su nueva condición, como si fuese un ente parasitario que lo habitara, no iba a permitírselo. De modo que debía comer. Y hacerlo suponía pegarle un tiro a la moral y estar dispuesto a matar.

“No voy a hacerlo”.

Diez minutos más de caminata. Un nuevo espasmo de dolor. Habló la bestia yonqui que lo habitaba.

“Trae a alguien conocido…”.

Alguien conocido… Eso, en aquella ciudad que no era la suya, significaba un grupo pequeño. Ligazón emocional. Elegir el de menor vínculo. ¿Por qué no buscar un desconocido? Estoy débil, pensó, necesito la ventaja de la confianza… Empezó a marcar un número de teléfono para invitar a alguien con cualquier excusa. Para entonces, el dolor había remitido y la bestia había dejado de tirar de él. Se quedó quieto, a medio marcar, con el auricular en la mano que, al poco, dejó oír un pitido lejano con la señal de “comunica”. Pensó en lo que iba a hacer y quiso llorar, pero no lo hizo. Quizá, pensó, porque llorar era una de las cosas que ya no podría volver a hacer… Y aunque quiso colgar el teléfono, no lo hizo porque, muy despacio, el dolor volvió a tomar posiciones, recordándole que una cosa es ser de los malos y otra estar en el infierno. Y que puede que él fuese ahora de los primeros, pero estaba en su mano no vivir entre llamaradas. Así que se dijo que sólo sería esta vez, que sólo lo hacía para ganar tiempo y buscar una salida. Y con la sensación de llorar pero sin hacerlo, marcó el seis, el cinco, el cinco, el cuatro, el ocho…

¡Ding, dong!

Se quedó quieto, avergonzado, como si acabaran de pillarlo en algo sucio. Se acercó unos pasos a la puerta de la calle y, sin pensar, preguntó:

- ¿Quién es?

Le contestó una voz aflautada de mujer que, después de toser y carraspear, dijo:

- Testigos de Jehová. ¿Tiene cinco minutos?

Colgó el teléfono.

Salivó.

concursoderelatos
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  • 26 de Agosto de 2009 a las 23:28
Warsaw

I

Como todas las mañanas, el doctor Ludwig Hirszfeld había salido de su casa muy temprano para dirigirse al orfanato donde trabajaba. Junto a su cartera llevaba un paquete de dulces que había comprado en el mercado negro. Sonrió. Sus alumnos iban a llevarse una buena sorpresa. 

A la altura del puente de la Calle Chlodna, que separaba el gueto en dos, le esperaba Frankestein, el oficial de las SS que custodiaba el acceso a la otra zona. 

Mientras esperaba a que el oficial abriera la verja, Hirszfeld escuchó algunos murmullos tras él.

-Hoy todavía no ha matado a nadie. 

-Estará de buen humor. 

-Si estuviera de buen humor ya se habría cargado a cinco.

Por fin las puertas se abrieron. Hirszfeld procuró andar con naturalidad. Ni siquiera se molestó en cubrirse el rostro con el abrigo, consciente de que un exceso de celo llamaría la atención del vigilante. Una vez cruzado el tramo, respiró aliviado.

Todavía no había caminado ni dos pasos cuando una pequeña sombra pasó junto a él. Todo fue muy rápido. La caja de dulces pasó de sus manos a las de un niño que salió corriendo como un rayo. Tras un momento de confusión, el doctor salió tras el chiquillo.

-¡Al ladrón! ¡Al ladrón! -gritaba con una voz particularmente irritante una mujer con la que el niño tropezó en su huida.

Mientras corría, el pequeño ladrón se lanzó a abrir el paquete y a devorar todo su contenido. Su carrera se vio interrumpida por una pareja de la Policía judía que en aquel momento salía de la prefactura.

-¡Hola! ¿Adónde vas, criajo de mierda? -dijo uno de ellos levantando su porra. 

Los guardias se ensañaron con el muchacho, ante la pasividad y la rabia contenida de los que pasaban por allí. Muchos jaleaban a los agentes mientras que otros negaban con la cabeza y se alejaban calle abajo.

Cuando Hirszfeld llegó al lugar y se encontró con la terrible escena, la emprendió a golpes e insultos con los agentes que, al reconocerle, dejaron al ladrón en el suelo.

-¡Maldita sea! ¿Qué diablos os creéis que estáis haciendo? ¡No es más que un crío!

-Es una ladrón -se justificaron los guardias.

-¿Un ladrón? ¡Condenados sicarios! ¡No hará falta que pasen ni tres meses para que terminéis de mataros entre vosotros. ¡Largo de aquí, canallas!

Ante la enérgica reacción del doctor, los agentes se miraron soprendidos y se marcharon por donde habían venido.

Hirszfeld se arrodilló junto al muchacho. Tenía las mejillas manchadas de migas de pan y sangre. Al pasarle la mano por la frente, se dio cuenta de que tenía fiebre.

-Tifus -se dijo al tiempo que reprimía un juramento.

Consciente de que nadie se ocuparía de él, cogió al muchacho en brazos y lo llevó a su consulta. Sabía que no podía pasar por el puente con su valiosa carga, por lo que decidió torcer por la avenida y dirigirse a su casa por el camino más largo.

Cuando llegó, la señorita Sutter, ayudante del doctor, estaba coqueteando con Frank, el joven oficinista que trabajaba en la planta baja. Solían verse a escondidas una vez que el señor Hirszfeld se marchaba a trabajar. La entrada del doctor les sorprendió. 

-Acércate al orfanato y diles que hoy no podré ir -le dijo a la enfermera mientras dejaba su abrigo sobre la mesa-. ¡Vamos, date prisa!

La joven se levató rauda de la silla y cogió su chal. Antes de salir, Hirszfeld recordó que Frankestein todavía no se había cobrado su primera víctima. 

-Magda -le dijo- evita el puente de Chlodna. Ve por la calle Wronia... Dile a Frank que vaya contigo... ¡Lo que sea! ¡Pero por el amor de Dios, no te acerques al puente!

Magda asintió y se marchó con su novio. Mientras, Hirszfeld ya había acostado al niño en un sofá y preparado su botiquín.

II

Al día siguiente, Hirszfeld acudió al despacho que su amigo Heller tenía en el orfanato. Cuando pasó por el puente, Frankie ya había hecho de las suyas, disparando a un obrero que se había rezagado en la fila. El alemán sonreía tranquilamente mientras dos guardias ucranianos apremiaban al gentío a cruzar el puente de una vez.

Hirszfeld y Heller se conocían desde hacía bastante tiempo. Ambos habían sido estudiantes de Medicina en la Universidad de Varsovia. Tras la ocupación, Heller había negociado con el Consejo Judío la creación de un orfanato en el gueto. Cuando Hirszfeld se enteró del proyecto, pidió a su amigo que le dejara participar, aunque si se hubiese dado cuenta de las verdaderas intenciones de su socio, se habría echado atrás inmediatamente. ¿Cómo había estado tan ciego?

-Buenos días -dijo Hirszfeld entrando en el despacho.

-¡Vaya! Ya pensaba que hoy tampoco vendrías -fue la seca respuesta. 

El doctor tomó asiento ante la imponente mesa de roble del director. La seriedad de Hirszfeld le hizo pensar que algo no iba bien.

-¿Ocurre algo?

-He recogido a un niño -acertó a decir por fin Hirszfeld.

-¿Otro más? -contestó indiferente Heller.

El doctor maldijo en voz baja a su amigo.

-¿Y qué querías que hiciera? ¿Que lo dejara tirado en la calle?

-Será otra boca más que alimentar -dijo Heller volviendo la vista hacia sus papeles. 

-Y otra manera más de hacer negocio... ¡Vamos! ¿Crees que no estoy enterado de todo? ¡No seas hipócrita!

Por un momento Heller pareció sobresaltarse. 

-¿De qué estás hablando? ¿Has pasado una mala noche? ¿Es eso?

-Lo sé todo, Herbert... Los niños, el contrabando, los contactos en la zona aria... ¡Todo!

-¿De qué estás hablando?

-El niño que recogí e intentó robarme era uno de tus alumnos -estalló Hirszfeld-. ¡Dios, qué pequeño es el mundo! ¡Sabía que su cara me sonaba de algo! ¡Imagínate la mía cuando el chico lo escupió todo!

-¿Y qué?

-¿Cómo que "y qué"? ¡Demonios, Herbert! ¡Utilizas a tus chicos como ladrones! Y eso no es lo peor. ¡Los estás utilizando para pasar comida de un lado a otro!

-A veces los niños hablan demasiado... 

-¿Tienes idea de lo que estamos hablando? ¿Sabes lo que les hacen si los cogen? ¡Dios! Dirigimos un orfanato y tenemos una clase entera de tullidos a los que les han amputado los dos pies. ¡Y tú todavía sigues hablando de negocios!

-Tranquilízate, ¿quieres? Esos niños son los que sostienen el gueto. ¡A saber que haríamos sin ellos! La mitad de la comida que tenemos aquí es suya. ¿No lo sabías? Estamos en guerra y actuamos como soldados. Hasta los niños deben saber cuál es su misión. 

Hirszfeld agarró por las solapas de la chaqueta a su socio.

-¡Maldito hijo de puta! ¿Ahora me vienes con ésas? ¿Crees que no sé que revendes toda esa comida en el mercado negro? ¿Crees que no estoy al tanto de lo que te embolsas con cada venta?

El director no respondió. Aquello era una diálogo de sordos. Hirszfeld soltó a su compañero sobre la silla y se dirigió hacia la puerta. Ya había perdido demasiado tiempo.

Pero fue Heller quien dijo la última palabra.

-¡El lunes quiero a ese niño aquí!

-Ah, no! ¡De eso nada! -respondió el doctor volviéndose-. ¡El chico se quedará en casa! No sé hasta donde has llegado con todo esto, pero te aseguro que voy a hacer que todo el mundo se entere de tus chanchullos. Voy a llegar hasta el Consejo y, si hace falta, hasta a las SS. Me da igual. Te advierto que voy a hacértelo pasar muy mal.

-¡Oh, bravo! -aplaudió Heller recomponiendo su dignidad-. Vas a ir hasta el Consejo... No me hagas reír. ¡Cómo si ellos no supieran lo que pasa aquí dentro! Las SS... ¿Crees que a los alemanes les importa que tengamos a unos huérfanos haciendo contrabando? No seas ridículo.

Heller abrió la ventana y el bullicio de la calle inundó el despacho. El sonido de un pequeño vendedor ambulante llegó hasta ellos. Aquel breve paréntesis pareció rebajar la tensión que había entre ambos. 

-Vete despidiéndote del negocio -murmuró el doctor-.Voy a poner fin a esto inmediatamente.

-No se puede vivir de las buenas intenciones -respondió cínicamente Heller. 

-Vete al infierno.

El señor Hirszfeld lanzó una última mirada torva al director y abandonó la habitación.
concursoderelatos
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  • 27 de Agosto de 2009 a las 14:14

QUID PRO QUO


      Simón, aunque cansado, se había quedado sólo en la oficina una vez más para intentar cuadrar el último balance. Aquellas sucesión de cifras, que surgían interminables en la pantalla de su ordenador, se le antojaron eslabones de una cadena infinita e indestructible; una cadena que le ataba a una vida monótona y sin alicientes. Viendo salir de la impresora las hojas impresas de forma incansable, se preguntó si su existencia no era exactamente eso; una interminable fila de días que se sucedían unos a otros sin finalidad alguna. Tenía una familia, una mujer y dos hijos, lo que para muchos era sinónimo de una buena vida, pero que para él no eran más que otra carga que le abrumaba con sus eternas demandas y dependencias.

      Sumido en pensamientos depresivos y autodestructivos, Simón apenas percibió el ligero roce de un andar pausado sobre la moqueta. Fue la voz, grave y gutural, que surgió entre las sombras, la que le hizo volver su atención, sobresaltado, hacia un rincón de la oficina.

      - Hola Simón.

      Las palabras sonaron como un latigazo seco dirigido directamente a su espina dorsal. Al principio no pudo distinguir nada, las sombras parecían moverse formando algo indefinido, que poco a poco fue adquiriendo el contorno de un cuerpo deforme y monstruoso. En medio de aquella forma oscura, en la que no podía distinguir rasgo alguno con claridad, unos ojos dorados y brillantes, como si estallasen en llamas, le miraban con descaro. Simón retrocedió asustado, buscando instintivamente la puerta de su despacho, pero su cuerpo parecía paralizado.
 

     - No temas.

      Simón consiguió dar un paso hacia atrás, convencido de que su única posibilidad de salir de allí con vida era alcanzar la salida.

      - No puedes huir. Tú me has convocado y, vayas a donde vayas, estaré siempre contigo.

      Las fuerzas le fallaron y Simón cayó de rodillas sobre el suelo enmoquetado. Estaba  tan asustado que, sin poderlo evitar, comenzó a vomitar de forma incontrolada. Durante un instante pensó que su corazón fallaría y moriría allí  mismo de puro pánico.

      - ¿Por qué me tienes miedo si he venido a ayudarte?
 

     La voz era ahora pausada, casi compasiva, y Simón sintió como recuperaba ligeramente sus fuerzas.
 

     - ¿Quién eres y cómo vas a ayudarme? – consiguió preguntar, haciendo un esfuerzo ímprobo por serenarse.
 

     - Soy quien devorará tus frustraciones y miedos, quien te librará de tus cadenas y te devolverá la libertad que tanto ansías.

      - ¿Y cómo vas a hacerlo?
  

     - Quid pro quo
 

      - ¿Qué quieres decir?

      - Yo hago algo por ti y tú haces algo por mí. Yo te haré progresar en tu trabajo y dejar tus monótonos balances, haré que tu familia deje de ser una carga y te devolveré tu independencia y tus sueños.

      - ¿Y qué quieres a cambio?

      - Tan sólo que me ayudes a calmar mi hambre.

      Una sonrisa se dibujó en las sombras, una sonrisa repleta de dientes afilados y húmedos, mientras Simón meditaba su respuesta.

      - Está bien – respondió al fin.

      Aquella misma noche llamó al director general, un joven enchufado hijo de papá que había conseguido el puesto gracias a un buen polvo en el momento justo, para informarle de que había conseguido terminar el balance anual. Simón le invitó a tomar unas copas en su casa para celebrarlo. Al principio, pareció reacio y un tanto sorprendido, pero al final accedió, sobre todo cuando le comentó que su mujer e hijos estarían fuera ese fin de semana y que había invitado a las encargadas de la recepción; dos jovencitas veinteañeras a las que el director desnudaba con la mirada cada mañana.

      Cuando llegó a su casa, le invitó a bajar al garaje con la excusa de enseñarle su coche nuevo antes de que llegasen sus invitadas. Accedió con desconfianza y, cuando al abrirse la puerta del garaje, vio que sólo un viejo Renault les esperaba en el interior, le miró desconcertado. Simón ignoró sus protestas y se limitó a bajar la puerta, lo que les dejó sumidos en la oscuridad. Un rugido inhumano surgió de las profundidades, a la vez que la bestia se precipitada sobre su presa. Simón sintió como la sangre caliente le salpicaba el rostro, mientras los gritos de desesperación surgían de la garganta medio desgarrada de su ya exjefe. Tenía que haberse sentido horrorizado, pero lo único que acudió a su mente fue cómo deshacerse del coche en el que el pobre desgraciado había acudido a la cita con su propia muerte.

      A los pocos días de la desaparición del director general, Simón fue ascendido a su puesto. El sueldo le fue duplicado y se le asignó un nuevo despacho y una nueva secretaria, que resultó ávida de compartir sus imponentes encantos con su nuevo jefe. Su infernal socio había cumplido su parte y Simón había conseguido liberarse de gran parte de las cadenas que le ataban. Sin embargo, no tardó mucho tiempo en darse cuenta de que éstas no habían desaparecido del todo. Aunque el trabajo no era ya la monótona condena a la que estaba acostumbrado y su complaciente secretaria le transportaba a mundos de placer que entes le estaban vedados, una parte de él seguía encadenada. Cuando volvía a casa se veía obligado a inventar mil excusas a su mujer por sus continuos retrasos y ausencias, lo que pronto llenó su hogar de reproches y sospechas. Tenía una nueva vida, pero no era capaz de disfrutar de ella plenamente, por lo que,poco  a poco, volvió a hundirse en la desesperación, hasta que una tarde la bestia regresó, como si sus problemas la atrajesen como la luz a las polillas. Esta vez sólo pronunció una frase que él entendió perfectamente: “Quid pro quo”. Aquella noche atrajo a su mujer al garaje para darle una sorpresa. La hizo entrar con la luz apagada y la escena ocurrida con su antiguo jefe se repitió. Los gritos de terror y dolor de la mujer se mezclaron con el sonido de los huesos al ser masticados, en una sinfonía que a Simón le resultó consoladora.

      Al día siguiente denunció la desaparición de su mujer y comenzó una nueva vida lejos de acusaciones y excusas. Nuevamente las cosas mejoraron; había conquistado una parcela más de libertad y se sentía satisfecho.

      Pero, una vez más, las cosas no fueron tan bien como él esperaba. Sus dos hijos se convirtieron en una carga mayor de lo que ya eran. Tuvo que hacerse cargo en solitario de su cuidado y, aunque eran lo suficientemente mayores para ir al instituto, aún le abrumaban con sus continuas peticiones de dinero, sus arrebatos adolescentes y, sobre todo, con su presencia. que le impedía disfrutar de una auténtica libertad.

      Por eso, no se sorprendió cuando el monstruo volvió una vez más. No hicieron falta palabras, tan sólo pidió a sus  hijos que bajasen al garaje para ayudarle con unos paquetes que había traído en el coche. Una vez más, cerró la puerta tras ellos encerrándoles en plena oscuridad. Esta vez todo fue más difícil; su hija estuvo gritando horrorizada lo que le parecieron horas, mientras escuchaba con todo lujo de detalles como su hermano era devorado junto a ella. Afortunadamente, al llegarle su turno, la bestia acabó con ella con rapidez y Simón pudo al fin descansar.

      Para justificar la ausencia de su prole, inventó un viaje de sus hijos a casa de su hermana. Todos le creyeron y él pudo dedicarse a disfrutar su, ahora sí, total libertad. Sin embargo, a las pocas semanas empezó a sentirse mál. Al prinicpio lo achacó a los nervios, pero fue empeorando hasta que el médico le informó que era presa de una grave enfermedad degenerativa. En poco tiempo se vio recluido en casa, sólo, lleno de dolores y preso, más que nunca, de insoslayables dependencias. Maldijo su suerte y, como en respuesta a sus plegarias, la bestia volvió.

      El monstruo se abalanzó sobre Simón, cerrando sus dientes afilados sobre uno de sus brazos, lo que hizo que sintiese un dolor insoportable.  Mientras la bestia masticaba sus huesos y músculos, tuvo tiempo de hacer una pausa y mirar a Simón fijamente a los ojos, susurrándole: “Quid pro quo”. Simón no pudo contestar, porque la siguiente dentellada atrapó su garganta, aplastando su laringe y haciéndole ahogarse en su propia sangre.

 

oniria
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  • 27 de Agosto de 2009 a las 14:50
Recordad que esta noche a las 24:00 se termina el plazo para aportar relatos. Animaos a participar, aún hay tiempo ;D
oniria
Mensajes: 2.267
Fecha de ingreso: 15 de Febrero de 2009
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  • 28 de Agosto de 2009 a las 0:03
Se da por concluido el periodo de presentación de relatos. Gracias a todos los participantes ;DD
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