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r2-d2
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Fecha de ingreso: 26 de Diciembre de 2008

XIX Certamen Bisemanal: Relatos Bíblicos

12 de Octubre de 2009 a las 0:21
Bueno, gracias a todos, a los que os gustó mi relato un poco (he tenido muy pocos cincos, pero me han votado muchos), y a los que no les gustó mucho también, por soportarme.

Sinceramente, pensaba que ganaría de calle Carlitos y Spiderman, un niño encantador que te arrebata con su desparpajo. De Duende, me constaba su calidad, pero sospechaba que podía no ser muy popular. Al final, ha recibido más votos de los que yo le pronosticaba. Sin duda, los merecía. Y aunque no me gusta perder ni a las tabas, la amargura me hubiera durado muy poco.

Bueno, más comentarios, mañana.

Tema: relatos bíblicos. La Biblia. El libro por excelencia. Tiene temas para todos los gustos. Hay historias de terror, bélicas, de amor, poesía... Mucha fantasía también.

Se admite cualquier cosa que la imaginación construya a partir de alguna historia o personaje o situación contenida en la Biblia. Vale ponerle traje y corbata, o escafandra de astronauta, o ambientarlo en su jugo original. Profetas subiendo a los cielos en un carro de fuego, heroicos Macabeos defendiendo la casa del padre, embarazos imposibles, espigadoras humildes, Ondinas seductoras y decapitadoras....

(Edito lunes 12, 9:22, para señalar que entra por igual Antiguo y Nuevo Testamento)

concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 12 de Octubre de 2009 a las 18:28
EN EL OCTAVO DÍA

Cuando en el día cuarto, Dios, satisfecho con lo que estaba creando, se paró a contemplar los dos grandes luminares que servirían para alumbrar la tierra (el mayor presidiendo el día, el menor la noche), el cielo separador de aguas, el verdín y los árboles, comprendió que cualquier cosa que concibiera a partir de ese instante habría de superar la grandeza lograda. Creó entonces los monstruos volátiles y los que pululan las aguas, los reptiles y los animales domésticos. Era el día sexto. Llevaba mucho avanzado y estaba bien. Volvió a mirar y sintió el peso del Universo a su espalda, inconmensurable y perfecto. Y dijo: hagamos al hombre a nuestra imagen y démosle el dominio de cuanto habita el mundo, sea planta o posea alma viviente. Insufló vida, pues, a un pegote de barro y engendró a un macho; a seguido, de un hueso que arrancó a éste de su costillar, formó mujer. Observó a ambos. Le emocionó la perfección de sus criaturas, superior a la de las altas montañas y a la del élitro del menor insecto. Decidió descansar. Era el día séptimo. Todo aquello que se había propuesto podía darlo por concluido. Soñó entonces que los hombres abominaban de sí mismos; que explosiones en forma de hongo pulverizaban pechos y ojos; que un silencio ilimitado anidaba en las selvas. Despertó. Oyó risas no muy lejos, bajo las copas  frondosas de los árboles. Apartó éstas de un soplo. Vio a Adán echado sobre la hierba; más allá, Eva recogía frutos de un árbol. Había corderos, un ave del paraíso sobrevoló la superficie de una charca cuajada de libélulas, y el león, que bostezaba ahíto de ternuras, se lamía las patas sucias de miel. Era el día octavo. Dios, que no creía en los sueños, sino en sí mismo, espantó las moscas que zumbaban en torno a su aura y, aburrido, miró el infinito Cosmos con indiferencia y un punto de desagrado, como si no fuese con él.

concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 16 de Octubre de 2009 a las 16:26

 

PARAISO PERDIDO

En aquel hermoso jardín en Edén, al oriente, habían germinado del suelo toda clase de árboles agradables a la vista y apetitosos para comer. Entre ellos el árbol de la vida, en medio del jardín y el árbol de la ciencia del bien y del mal (Génesis 8-9)

Adán subía la cuesta que llevaba desde el río hasta los pastos siguiendo al rebaño de animales que habían ido a beber. Aprovechaba siempre para darse un baño en las limpias aguas y juguetear con algunos de ellos, eso le divertía mucho. Había dado nombre a cada uno de aquellos animales y los amaba.

Hubo un día en que Adán durmió profundamente y al despertar encontró a su lado a la hembra de su especie, a la que llamó Eva y fue entonces cuando se sintió pleno y feliz del todo. Entonces, La Voz que siempre le hablaba y lo había puesto a él allí, explicó a Adán que no era bueno que estuviera solo.

Era muy agradable mirar a la mujer, sobre todo cuando iba al río a bañarse y lavarse el cabello. El se sentaba en la orilla y la contemplaba absorto. Le gustaba la forma en que se movía y la armonía de sus miembros. Sobre todo cuando asomaba, entre dos aguas, su piel blanca y brillante. Adán se sentía pleno y totalmente feliz cuando la contemplaba. El Paraíso sin ella perdería parte de su encanto.

Eva tenía siempre una idea nueva en la cabeza. Unos días proponía a Adán subir la colina y mirar qué había detrás de ella. Otros entrar en la cueva negra de la montaña, que solo podía verse trepando por ella. Miraban incubar los huevos a las aves en la época de cría y también nacer a las mariposas a su vida adulta. Tenía mucha más curiosidad que Adán por saber por qué sucedían las cosas, siempre se hacía preguntas como qué hacemos aquí, por qué somos tan diferentes a los demás animales, de dónde sale esa Voz que nos habla de vez en cuando, si no se le ve. Por qué su dueño sí sabe todo lo que hacemos y cuándo. Y era divertido tratar de averiguar esas cosas con ella.

Podían hacer lo que quisieran: todo aquello era suyo Eso les había dicho la Voz, aunque no sabían de dónde salía ni a quién pertenecía. Aquel hermoso lugar, con todo lo que había en él, incluidos los animales, los ríos, las plantas y árboles era suyo. Todo menos un hermoso árbol que estaba en medio del huerto, protegido por un pequeño desnivel y que, cuando llegaba la época, daba unas manzanas con un aspecto delicioso. La Voz lo llamaba el árbol de la ciencia del bien y del mal y estaba prohibido tocarlo.

Pasó el tiempo; Adán y Eva empezaban a aburrirse un poco de no tener nada que hacer y de estar siempre en el mismo lugar. Todo era tan placentero que Adán empezó a tener pensamientos lujuriosos (el no sabía que lo eran) cuando miraba a Eva, había algo que recorría su cuerpo y lo desasosegaba, pero no entendía por qué se sentía así.

Aquel día caminaron mucho por el campo, casi hasta perder de vista el gran árbol que era la referencia óptica que buscaban cuando se alejaban demasiado, para poder volver. Regresaron cansados y se tumbaron a la sombra del Manzano. Dormitaban rodeados de animales. Eva oyó un siseo siniestro. Entre las ramas del árbol vio a la serpiente arrastrar su gran cuerpo lentamente; el reptil y ella se miraron a los ojos. No le gustaban las serpientes, por alguna razón le daban un poco de miedo (aunque ella no sabía que eso era miedo). La culebra siguió su camino por entre las ramas y en una de las curvas que hacía al avanzar, tropezó con una manzana, ya muy madura, y ésta se desprendió de la rama y cayó justo delante de la cara de Eva.

Con sobresalto ambos se sentaron y contemplaron el fruto como si fuera una aparición. No se atrevían ni a tocarlo.

- ¡Que aspecto tan delicioso tiene! – dijo Eva
- Es verdad, pero ¡no lo toques! – respondió Adán
- Que tontería no poder comer ni siquiera un poco para probarla
- Si – dijo él- pero la Voz nos ha dicho que no lo hagamos y tendremos que obedecer.
- Pues no sé por qué. Se ha caído sola. No creo que le importe a la Voz si la probamos.
- Puede que tengas razón - Adán dudaba - Hace tiempo que tengo ganas de hacer algo diferente.
- Podríamos darle un bocado a esa manzana y así sabremos si pasará algo o no.

Y así fue como, allí sentados, probaron del fruto del árbol prohibido. Que por cierto no sabía de manera especial, era una manzana como las demás. Estaba buena. Y se sintieron satisfechos de haber tomado una decisión así por su cuenta. Y adán hizo algo que hacía tiempo deseaba hacer: abrazó a Eva, por que se sentía cómplice. Y después se dedicaron a acariciarse y abrazarse inocentemente, tal como eran, sin malicia ni premeditación. Y descubrieron la manera en que la Voz había dispuesto para que procrearan y les gustó y pensaron que era lo mejor de todo lo que había en el Edén. Mucho mejor que la famosa manzana.
Durante unos días fueron muy felices. Aquella mañana, como siempre, lucía el sol. Adán y Eva estaban a la orilla del río, se habían dado un baño delicioso y después, entre los chopos, jugaban al nuevo juego apasionadamente.

- ADANNN, EVAAAA … - tronó la Voz

Se sobresaltaron. No conocían aquel tono de la Voz y se asustaron. Se levantaron corriendo y se metieron entre los árboles, llenos de temor por aquel sonido.

- ¿Por qué os escondéis? Habéis desobedecido mis órdenes y habéis probado el fruto del árbol prohibido.

- Si, Señor – respondió Adán – perdónanos, la serpiente tiró la manzana al pasar y no pudimos resistir la tentación de probarla. La verdad, ya ni nos acordábamos, porque hemos descubierto algo mucho mejor que es muy agradable y nos gusta mucho. Sobre esto no dijiste que estaba prohibido hacerlo, así que ahora jugamos a ello muchas veces.

- Solo os prohibí una cosa, todo lo demás os estaba permitido y no habéis sido capaces de obedecerme- tronó la Voz- y ya te dije Adán, que el día que comierais del fruto del árbol prohibido, moriríais.

Y así fue como Adán y Eva tuvieron que dejar el Paraíso y emigraron a otras tierras no menos hermosas y llenas de maravillas, pero ya nunca más recibieron los bienes gratuitamente, sino que tuvieron que ganárselos con el sudor de su frente. La pareja tuvo hijos, estos acabaron peleándose y uno mató al otro y así es como el planeta Tierra empezó a convertirse en lo que ahora es. Pero eso es ya otra historia.

La Voz miraba a los hombres y estaba preocupado. “Este experimento se me fue de las manos. Quizá los hice demasiado perfectos y han aspirado a ser como uno de nosotros por el conocimiento del bien y del mal y luego pretendan comer también del árbol de la vida y comiendo de él vivan para siempre (Génesis 22-23). Pero ahora aprenderán; ahora es su responsabilidad, yo les he dejado a su libre albedrío. Probaré en otros Planetas, esta vez con seres más sencillos. Conseguiré, antes o después un Edén donde poder vivir feliz y acompañado”.

concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 17 de Octubre de 2009 a las 19:31

LOS HIJOS DEL SAGRADO CORAZÓN

Muchas veces he intentado rememorar cómo fui a parar a aquel horrible orfanato de Los Hijos del Sagrado Corazón, pero no puedo recordar nada más allá del día que conocí a Manuel, como si todo lo anterior se hubiese borrado por completo de mi memoria.


Manuel era unos dos años mayor que yo. Le recuerdo pecoso y malcarado, riéndose siempre  de todo y de todos, como si no le importase estar allí encerrado y sin familia, rodeado de religiosos y monjas, cuya preocupación por nuestras almas parecía haberles hecho olvidar que nuestros cuerpos también necesitaban sustento. La guerra acababa de terminar y pasábamos un hambre terrible. Todo estaba racionado y la mayoría de días nos acostábamos con el estómago tan vacío como nos habíamos levantado. Recuerdo aquella época plagada de compañeros delgados y famélicos, siempre tristes y enfermizos. Quizá por eso se ha quedado tan grabada en mi memoria la sonrisa descarada y dentuda de Manuel.

Le conocí en el pequeño patio de la institución. A penas tendría unos ocho años, pero me las había apañado para hacer una pelota con trapos sacados de la basura, atados con fuerza con los cordones de unos viejos zapatos. El resultado había sido tan bueno que, en cuanto empezamos a jugar con ella, dos de los alumnos de más edad vinieron a quitárnosla. Salí tras ellos y les pedí que me la devolviesen, pero se rieron de mi insolencia y me empujaron tirándome al suelo. Fue en ese momento cuando Manuel apareció con su sonrisa socarrona.


- ¿Qué pasa que no tenéis pelotas suficientes y se la tenéis que quitar a los enanos? -  exclamó con impertinencia.


Se formó inmediatamente una tangana, donde puñetazos y patadas se intercambiaron a toda velocidad. A pesar de la desigual pelea, cuando las monjas lograron separarles, Manuel, que tenía un ojo morado, aún se reía desafiante mientras sus dos contrincantes se encontraban; uno sangrando por la nariz y el otro doblado de dolor por una fuerte patada en sus partes blandas. Cuando se llevaban a Manuel castigado, me miró, guiñando un ojo y arrojándome la pelota de tela, que había logrado recuperar en medio de la pelea.


Después de aquello, se convirtió en mi mejor amigo, en un verdadero hermano mayor que, cuando tenía algún problema, siempre estaba ahí para ayudarme. No había triquiñuela para conseguir comida, ropas e incluso algún que otro terrón de azúcar robado en la cocina, que no compartiese conmigo.


Sin embargo, pronto me di cuenta de que algo le sucedía. En aquella época el lema educativo preferido era el “la letra con sangre entra”, por lo que todos los religiosos nos causaban un gran temor. Pero, entre todos, había uno que a Manuel le causaba un miedo especial; el padre Sotomayor. En su clase siempre nos colocábamos en los últimos asientos. Un día, el sacerdote empezó a relatar la historia de Abraham y noté como Manuel se encogía a mi lado. El padre Sotomayor empezó a explicar como Dios había pedido a Abraham que sacrificase a su hijo Isaac.


- ¿Quién sabe decirme por qué pidió el Señor a Abraham que utilizase a Isaac como cordero para el holocausto? – preguntó.
Todos permanecimos callados, bajando la mirada a nuestros pupitres.

- Quizá tú puedas decírnoslo Manuel.


El cuerpo de mi amigo se agitó como alcanzado por un rayo. En sus ojos se dibujaba una mirada que fui incapaz de descifrar pero que me provocó una profunda inquietud.


- Para probar su Fe -  respondió Manuel sin levantar la mirada.


- ¡Exacto! – le felicitó el sacerdote -. Hay que estar dispuestos a hacer cualquier sacrificio que Dios nos pida. ¿Verdad?


- Sí señor – respondió Manuel apretando los dientes.


- ¡Excelente! – exclamó el religioso satisfecho – Ven esta tarde a mi despacho, te has ganado una recompensa.


Cuando terminó la clase, le pregunté a Manuel por su extraño comportamiento, pero me respondió con un lacónico “mantente alejado de Sotomayor”. Al día siguiente, Manuel no acudió a las clases, se encontraba indispuesto. Cuando fui a acostarme, encontré bajo la almohada de mi cama una onza de chocolate. Dos días después, Manuel volvió a las clases, tan locuaz y risueño como siempre, le di las gracias por el chocolate, pero no quiso explicarme de dónde lo había sacado.


La aversión que Manuel sentía por el padre Sotomayor fue haciéndose cada vez mayor, cosa que no comprendía, ya que se había convertido su alumno favorito; solía citarle en su despacho cada dos o tres semanas y siempre volvía con algún regalo; chocolate, caramelos o tebeos que, indefectiblemente, terminaban en mi poder.


En una ocasión, el hermano Sotomayor castigó a dos chicos que no paraban de hablar. Les sacó al estrado y les hizo bajarse los pantalones, para después azotarles con una vara. Mientras les golpeaba en las nalgas, ignorando sus gritos y llantos, nos iba explicando el por qué del castigo:


- En ocasiones, cuando la rama de un árbol se desvía, es necesario partirla para que crezca de nuevo recta. Por eso, si alguno de vosotros se tuerce, como estos dos mostrencos, no dudaré en partiros por la mitad para que volváis a crecer con rectitud. No me importa dañar vuestro cuerpo si con eso salvo vuestras almas ¿Lo habéis entendido?


Todos bajamos la cabeza asustados e impresionados. En ese momento me fijé en Manuel; su expresión reflejaba un odio feroz. Se aferraba a su mesa con las dos manos, con tal fuerza, que sus nudillos estaban blancos por la falta de circulación.

Dos semanas después fue cuando todo se precipitó. El hermano Sotomayor sacó la Biblia y empezó a relatar de nuevo la historia de Abraham, sin embargo, en esta ocasión no fue a Manuel a quien preguntó el sentido del relato, sino a mí. Recordé la respuesta de Manuel y dije, como él, que era una prueba de Fe. Manuel me miraba como petrificado por la sorpresa, mientras el sacerdote me felicitaba y me ofrecía acudir por la tarde a su despacho para recibir mi premio. Cuando salimos de clase, Manuel se acercó a mi preocupado.

- Tienes que prometerme que no vas a ir.


- ¿Por qué?


- No importa, sólo hazme caso y no vayas.


Aunque no entendía el por qué, le prometí que no iría. Cuando acabaron las clases, no podía dejar de pensar en el chocolate o los caramelos que me esperaban en el despacho del sacerdote. Mi estómago, medio vació después de comer un cuartillo de pan y el agua sucia que llamaban sopa, no paraba de protestar. Al final, la tentación fue demasiado grande y decidí ir.
El padre Sotomayor, rió complacido al verme llegar. Inmediatamente abrió un cajón de su mesa y me dio unos caramelos.


- Te lo mereces por comprender tan bien la historia de Abraham – me felicitó – Ahora dime ¿Estás dispuesto a hacer cualquier sacrificio que el Señor te pida?


- ¡Claro! – contesté.


El sacerdote empezó a acariciarme el pelo de la cabeza, lo que me sobresaltó, haciendo que mi corazón empezase a latir con fuerza.

- No te asustes – me dijo -. Nuestro cuerpo es el templo del señor y no debemos avergonzarnos de él.


Me cogió con fuerza, tapándome la boca con una mano, mientras introducía la otra bajo mis pantalones. Intenté gritar, pero apenas podía respirar. El tacto de su mano era áspero y frío y me sentí sucio e impotente.


- No llores - me dijo –, o tendré que castigarte. Esto es sólo una prueba de tu Fe.


Estaba aterrorizado y empecé a temblar descontroladamente. En ese momento, la puerta se abrió y Manuel entró en el despacho como una exhalación. Aferrando un candelabro de bronce de una repisa, se dirigió directamente al padre Sotomayor, que, tomado por sorpresa, no pudo protegerse a tiempo. El golpe le alcanzó en pleno rostro, haciéndole caer de bruces en el suelo, sangrando y gritando pidiendo ayuda.


Manuel me miró durante un instante; su sonrisa había desaparecido sustituida por una fría mirada de resignación. Levantando de nuevo el candelabro, descargó un segundo golpe sobre el sacerdote que empezó a agitarse presa de convulsiones.


Salí corriendo de la estancia y nunca volví a ver a Manuel. Muchos pensaron que se había vuelto loco, pero yo sé que, aquel día, Manuel no hizo más que lo que Dios le pidió que hiciese, al igual que se lo pidió a Abraham; salvar a un inocente.

concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 19 de Octubre de 2009 a las 12:34

El penúltimo Éxodo:

 

            Los dos ya estaban cargados y los niños correteaban alrededor. En un ambiente triste pero de esperanza cerraron su casa tan pequeña, casa de esclavos extramuros, y sin mirar atrás se encaminaron hacia la caravana que abandonaba la ciudad por la Puerta del Este. El guía no perdía el tiempo, quien tardara en incorporarse corría el peligro de quedarse atrás.

            A lo lejos, el silencio de la zona alta contrastaba con los gritos cercanos de las madres regañando y organizando. Los hombres que no habían caído en el trabajo extenuante o que, como él, no eran útiles para la milicia de trabajadores miraban con ojos vacíos hacia el camino, hacia lo que quedaba aún por recorrer. Esto era sólo el principio aunque también el final de la existencia que conocían, no por dura menos preocupante que lo que les esperaba en el futuro. El frío de la madrugada de aquellos últimos días de invierno era intenso y  apenas con un mendrugo de pan en el estómago caminar por el desierto se haría más duro aún.

            - Vamos, esto ya es historia para nosotros, en poco tiempo encontraremos un lugar seguro donde quedarnos... La Tierra Prometida…Si Dios quiere.

            - Ya, mujer, vamos.- Y con un suspiro profundo se unieron al grupo.

            Avanzando por el camino con el sol del amanecer quemándoles los ojos y la helada quemándoles las espaldas las mujeres ya no hablaban, sólo cargaban con sus escasos bienes y unos niños que eran el verdadero motivo para esta huída. No podían dejar que cayeran en la existencia de esclavos, siervos o, como mucho, de aparceros sin tierra propia, sin esperanza.

            La intención de aquellos primeros días fue alejarse lo más rápido posible de la ciudad, utilizando caminos segundarios porque los principales estarían vigilados, durmiendo en los laterales del camino sin hacer lumbre y sin montar tiendas, al raso, preparados para reiniciar la marcha lo antes posible.

Helados, cubiertos con un par de mantas, apretujando a los niños entre ellos,  ambos sentían renacer la esperanza cada madrugada al respirar el aliento de los pequeños y escuchar sus respiraciones pausadas. Sueños que eran ajenos a aquella huída y a todos los cambios que estaban por llegar, sin miedo, sin dudas, sólo con la seguridad que les daba la presencia de sus padres siempre juntos.

Pasados unos días los pies empezaban a fallar, aún estando endurecidos por la vida en los campos, no estaban preparados para esto. Sobre todo los de los mayores. Éstos, a veces llagados, heridos, congelados en algunos casos, se quedaban a los lados del camino como algo inútil viendo pasar la caravana interminable. Algunos sonriendo, con esa sonrisa que trata de infundir fuerzas y esperanzas a los otros cuando uno ya las ha perdido. Otros, abandonados a la muerte, buscando un lugar donde sentarse a esperarla deseando que llegue pronto, mirando alejarse la espalda del hijo cuidado y amado que debe seguir el camino para poder cuidar y amar a los suyos. Hijo que no se vuelve, con un corazón desgarrado que ya no puede sufrir más y los ojos secos fijos en el horizonte. Mil años así.

- Déjale, déjale, ¿no ves que no quiere seguir?

- No, yo puedo ayudarle. ¡Vamos abuelo!, ¿dónde está su familia?, yo le llevo un ratito hasta que se recupere.- Sonríe forzado intentando coger al anciano por debajo del brazo.

- Por favor, déjale, la caravana sigue.

-¡No! ¡Levántese!, ¡no les de lo que quieren!, ¡quieren vernos aniquilados, acabados!, ¡quieren acabar con nuestro pueblo!

El anciano, que parecía no comprender lo que le gritaba, se levantó trabajosamente y comenzó a caminar de nuevo junto a ellos. La siguiente madrugada apenas tuvieron tiempo para encomendar su alma al Señor y cubrirlo con unas piedras al borde del camino.

Las semanas pasaban y las cosas no cambiaban, el camino ante ellos y la prisa, el frío, los rumores.

-¡Vienen los soldados, nos pisan los talones! ¡Más deprisa, más deprisa!

Una mañana, una patrulla de lanceros bereberes a caballo, perdida por las desiertas comarcas, atacó la caravana. Ésta, sin fuerzas para defenderse, les quiso dejar que se cansasen de muerte antes de seguir avanzando pero, entre aullidos y empujones, el guía y algunos hombres les hicieron frente, se tiraron entre las patas de las monturas armados sólo con cuchillos para cortar a los caballos los tendones y derribarlos. Todos los perseguidos se volvieron entonces alimañas, golpeaban, apaleaban, apedreaban, mataban a los hombres y se repartían los despojos de los caballos. Las mujeres apretando los dientes pegaban con el puño cerrado en la carne ya inerte.

Y continuaron caminando. Las madrugadas se hicieron más difíciles de soportar. Los niños en brazos hacía días que no reían ni correteaban alrededor de las madres. Un carro de bueyes que sirvió inicialmente para enseres y luego para llevar a los mayores ahora llevaba a los exhaustos pequeños. Si fue doloroso dejar a los abuelos a los lados del camino, más aún lo fue dejar a los niños acostados, envueltos en unos trapos bajo las pocas piedras sueltas que encontraban.

- Mujer, dámelo, yo le llevo un rato.

-¡No! Es mi niño, yo lo llevé en mi cuerpo y lo parí, que se quede con su madre.

- Dámelo, tú ya no puedes más. ¡Hija, ven! Ten esta manta que voy a llevar a tu hermano un ratito.

- …Por favor… No me lo quites- le miró ella con los ojos arrasados-, aún puedo sentirlo dentro de mí… Por favor…mi niño…

- Déjame- dijo él con dulzura-, quédate con la niña… Dame… Mi amor, dile adiós… No, ¡No!, tú sigue, sigue caminando, hija llévatela, ahora os alcanzo…

La poca esperanza que tuvieron al salir se diluía entre corazones helados, cerebros desconectados, pies en carne viva. Las voces que hace días se alzaban gritando consignas exaltadas ya no existían. Un llanto bajito, inaudible casi, flotaba sobre el grupo humano embrutecido. Un pie y después otro. Una raíz para chupar o un pedazo de cuero que mordisquear se convirtieron en su único alimento.

Un atardecer trajo la esperanza, las montañas. Detrás de ellas estaba la salvación, allí los campos son verdes y la vida más fácil, allí no hay señores que les fustiguen sin piedad, allí tendrán trabajo y libertad.

Libertad. La tierra de promisión.

Este pueblo ha luchado y ha sufrido, ha sido engañado y estafado. Sus hombres muertos, sus mujeres mancilladas, sus niños secuestrados durante generaciones según el capricho del capataz.

El guía comenzó a hablar y se fue arremolinando todo el mundo a su alrededor.

- ¡Mañana llegaremos a las montañas, van a ser varias etapas de subida!, ¡de mucha subida! ¡Los otros están cerca, han arrasado todo y quieren acabar con nosotros! ¿¡Les vamos a dejar que lo hagan ahora que estamos tan cerca!?- Silencio. El guía miró a su alrededor. Sólo veía caras demacradas, miradas oscuras y frías. – ¡Dejaremos ya todo lo que no necesitemos, sólo llevaremos ropa de abrigo, sólo lo necesario para tres jornadas más!

-¡Sí! - Gritó ella y su grito quedó prendido en el aire flotando sobre el silencio.

Él, sorprendido, sintió cómo había vuelto en sí y coreó con ella.

-¡Sí, no nos cogerán! ¡La tierra prometida nos espera! ¡No nos cogerán! ¡No nos cogerán!

El murmullo se volvió un clamor, algunos querían seguir ya, otros se quitaban el calzado y curaban sus pies para las últimas horas de camino.

-¡Allí nos esperan! ¡Habrá comida! ¡Agua! ¡Paz! ¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad!

Tres días más tarde llegaban al collado desde el que se veían ambos lados. El guía se arregló el uniforme y cepilló como pudo su gorra de teniente del Ejército leal a la República. Se presentó ante el gendarme que vigilaba el paso fronterizo cuadrándose en su mejor saludo marcial. Éste dejó de liar su cigarrillo, mirando al teniente con infinito desdén y, señalando una fila de camiones con el pulgar, dijo en su mejor español:

- “Espagñol”, “gojo” de “miegda”. “Bienvenue en France”. Los “hombges” a la “deguecha” y las “mujegues” a la “isquiegda”.- Bajó la mirada y continuó liando.

Él besó a la niña,  miró profundamente a los ojos a su mujer y se volvió a mirar por última vez hacia ese país siempre dividido donde la historia se repite, al que tanto amaba y que tanto daño le había hecho, antes de subir al camión que sólo Dios sabe dónde les llevaría.

concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 19 de Octubre de 2009 a las 15:26

La marca.

 

 

            El hombre alto y delgado apartó la tela que cubría la entrada de la casa y esperó a que le dieran permiso para arrodillarse. El nuevo mesías estaba sentado en el suelo, meditabundo y abstraído, mientras su pequeña congregación comenzaba a despedirse. Pasaron junto al hombre delgado mirándolo con algo de desconfianza. Éste se ajustó la tela que cubría su frente y su cabeza para comprobar que no podía verse parte alguna de la marca. Cuando los visitantes se hubieron marchado, sólo dos de los discípulos de Jesús quedaban en la casa, aparte de Jesús y del extranjero.

            Susurraron algo al oído del maestro y éste hizo un gesto afirmativo. Entonces, los discípulos pidieron al hombre que se acercara. Se puso de rodillas frente a Jesús, prestando la frente al suelo, inmóvil hasta que hubo notado su mano sobre la cabeza.

 

                        - Ya veo – dijo Jesús, apartando la mano.

                        - ¿Sabes quién soy?

 

            Jesús asintió.

            Caín se quitó el paño, mostrando la marca que tenía sobre el ceño, redonda y perfecta, púrpura como si fuese nueva, llamativa e irresistible.

 

                        - ¿No me ayudarás? – suplicó.

                        - Has oído que soy el redentor – dijo Jesús – Pero me temo que tu marca es antigua. Por ella ninguno puede hacerte daño y por ella estás en la vida, para que ni la enfermedad ni el ciclón ni el hombre puedan matarte.

                        - ¿Y tú, no me perdonarás?

 

            Jesús miró a los discípulos y les hizo un gesto para que salieran de la casa. Cuando estuvo a solas con Caín, suspiró hondamente y tomó su cabeza entre las manos. Besó su frente, sobre la marca, con tal ternura que Caín rompió a llorar y se agarró a su pecho, desconsolado.

 

                        - Escucha lo que tengo que decirte – continuó Jesús – Tu marca fue hecha cuando nuestro Padre aún tenía poca experiencia con los hombres. Era joven, como bien sabes, poco dado al perdón.

                        - ¿Puedes hablar así de Él? – se maravilló Caín.

                        - Puedo y debo – continuó Jesús – aunque me temo que mis discípulos poco podrán hacer para que mis verdaderas palabras no se pierdan en el tiempo y no sean manipuladas por los hombres de poca fem que                                                levantarán Iglesias sobre lugares aventajados. Pero ese asunto no nos compete ni a ti ni a mí.

           

            Caín dejó de llorar, pero aún apretaba los dientes y miraba al maestro tras un velo de lágrimas. Jesús le devolvía la mirada, reflexionando, como escrutando más allá de sus ojos y más allá de su marca.

 

                        - ¿En verdad es que quieres morir? – preguntó al rato.

                        - El tiempo me ha pasado por dentro – respondió Caín – He vagado por los pazos de Hiperbórea sin poder espantar el frío, y sin poder morir. He puesto la nuca en dirección al amanecer, pero no he muerto. Y no hay día que no lamente la muerte de mi hermano. Pero no me ha sido dada la potestad de compensarle con la mía. Quiero morir. Quiero besar sus labios y llorar contra su pecho, como he hecho contra el tuyo, maestro.

 

            Jesús dejó ir el aire de sus pulmones, ciertamente apesadumbrado. Luego, dirigió una mirada rápida a sus manos y tomó alguna determinación.

 

                        - Sé de hombres que han preferido comerse sus propias entrañas antes que pedir el perdón del Altísimo. ¿Cuentas tú entre esos hombres?

                        - Le pediré perdón por haber dañado su obra – respondió Caín con profundo convencimiento - El transcurso de los años me ha hecho pecar en muchas otras ocasiones, y el dolor que sentía, como el del perro que está muriendo por veneno, me ha hecho matar otras veces, y por todo ello he buscado el oído del Padre para pedirle perdón, pero tan sólo he encontrado su espalda.

                        - Yo te llevaré ante Él – dijo Jesús – y serás oído y perdonado porque la sangre se secó de tus manos hace tiempo y porque todos los hombres pueden renacer de las lágrimas del Hijo. En verdad te digo, Caín, que hoy te acompañaré a campo abierto donde rezaremos juntos y conseguiremos borrar tu marca. Y morirás en el transcurso de un vida humana, a partir de ahora, si ciertamente estás arrepentido y no vuelves a destruir su obra con tus manos.

 

            Caín se llevó las manos a la cara nada más hubo oído las últimas palabras del maestro y rompió de nuevo a llorar, sacudidos sus hombros por un alivio que era casi desesperado. Buscó los pies de Jesús y los besó repetidas veces, y Jesús permitió que lo hiciera sin sentir vergüenza, porque era consciente de que la postración beneficiaba a aquel hombre atormentado.

            Cuando fue prudente, tomó sus hombros y lo incorporó. Caín le dijo infinitas palabras de agradecimiento mientras salían de la casa y le prometió ser su discípulo hasta que hubieran acabado sus días, y le prometió ser hombre pacífico y manso, digno de la Gracia del Altísimo, y le juró una fidelidad como nunca los hombres habían conocido.

            Se dirigieron en solitario a las afueras de la ciudad, a través del mercado, y pasaron por las últimas y más humildes casas de la gente, que miraban al maestro y murmuraban, a veces con esperanza, a veces con temor.

            Entonces, en el último recodo, se tropezaron con una pequeña hueste de gandules que estaban jugando a los dados y bebían a pesar de que el sol estaba sobre sus cabezas. Sin la más mínima intención de dañar, uno de los hombres se tropezó con el hombro de Jesús cuando iba a dejar el pellejo de vino a uno de sus camaradas. Jesús siguió andando y no fue hasta después de unos pasos que se dio cuenta que andaba solo. Caín se había quedado fijándose en la actitud del hombre, con una sonrisa que intentaba ser amistosa, pero con algo mucho más profundo y peligroso en la mirada.

 

                        - Has tropezado con el Maestro – observó – ¿no crees que deberías disculparte?

           

            El hombre borracho no se volvió; tan sólo dijo una palabra malsonante, uno sola, que ni siquiera llegó a los oídos de Jesús, pero sí a los de Caín. Ya no había sonrisa en su cara. Dio dos pasos rápidos, cogió la cabeza del borracho entre sus manos y le rompió el cuello como si fuese el pescuezo de una gallina.

            Los hombres se pegaron inmediatamente al suelo o a la pared. Jesús sintió el sonido del cuello roto como su propia muerte, y cerró los ojos. Caín, de pie junto al cadáver del borracho, dijo suavemente, de un modo casi compasivo:

 

                        - ¿Qué te habría molestado, tan sólo pedir disculpas?

 

            Luego, se volvió hacia Jesús, sonriente, como si buscase su aprobación, pero Jesús miraba al hombre del suelo mientras una lágrima caía por su mejilla.

            Y el maestro preguntó a Caín:

 

                        - ¿Acaso no entiendes lo que has hecho?

 

            Caín, confuso, miró sus propias manos. Luego, miró el cuerpo del borracho. Entonces, un relámpago de comprensión atravesó su frente, arrasó su mirada, y le hizo elevar la voz al cielo lanzando un terrible grito de dolor y arrepentimiento.

            Cayó de rodillas al suelo y hundió las uñas en la piel donde tenía la marca, como si pudiese arrancarla de cuajo. El maestro tocó su cabeza unos segundos y luego se alejó, diciendo:

 

                        - Nada puedo hacer por ti.

 

           

 

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  • 19 de Octubre de 2009 a las 17:09

LA ÚLTIMA CENA

 

-         Se masca la tragedia –decía Daniel cada dos por tres a Fernando, su compañero de trabajo.

-         Sí –asentía el otro, haciéndolo también con la cabeza.

 

    Ambos desarrollaban su actividad laboral en un almacén de cosméticos en Algeciras. El futuro de la empresa estaba en entredicho y se estaba cociendo la no renovación del contrato de varios operarios.

 

    Daniel hacía pedidos. Iba, con su delgadez, de un lado para otro del almacén montado en una máquina, echando cajas sobre un palé,  con un albarán arrugado en una mano que iba consultando para saber lo que debía coger. A Fernando, como era bastante grueso y echaba más tiempo a la hora de realizar esos pedidos, le habían encomendado hacía ya bastante tiempo la labor de torero, que consistía, básicamente, en cargar y descargar camiones con un toro.

 

    - Estamos llegando a nuestro destino final –volvió a decir Daniel a Fernando una de sus frases, un día cercano al que estaba marcado en rojo en sus calendarios por ser el de la fecha de conclusión de contrato.

 

    Ambos habían congeniado muy bien desde un principio. Habían entrado a  trabajar a la vez, el mismo día, y eso es algo que sirve para establecer una complicidad que no existiría de no existir esa coincidencia de día de ingreso en la nave almacenera.

 

-         Última parada –dijo Daniel el día señalado, el que iba a ser el último de ellos trabajando allí si no lo remediaba antes nada ni nadie.

-         ¡Qué cabrón! –le soltó Fernando, riendo.

 

    Esa última parada, ese día en el que la tragedia que tanto había predicho Daniel se iba a mascar, Manolón, el jefe, comunicó a todos los que terminaban contrato que quería mantener una cena con ellos. En ella les iba hablar claro y a explicar lo que había.

 

    Ya de vuelta a sus puestos de trabajo, con la ausencia del jefe, Daniel se recreó a gusto con su característica y habitual sorna:

 

-         Será la última cena.

-         ¡Pero qué cabrón, pero qué cabrón! –dijo Fernando. Rieron gustosamente.

 

    Ya por la noche, acabado el turno, Daniel, Fernando y diez compañeros más acudieron al restaurante de empresa en el que les había citado Manolón, situado en las mismas instalaciones del almacén. Allí, al ser eso, un bar-restaurante de empresa, las comidas y consumiciones les salían bastante bien de precio.

    Era una noche de perros. Cuando llegaron hacía ya más de dos horas que llovía ininterrumpidamente, y los alrededores del local estaban llenos de charcos.

 

-         Limpiaros las botas en esa alfombra –fue indicando Manolón a sus empleados a medida que iban entrando-, que si no vais a poner el suelo perdido.

 

    Ya todos a la mesa, antes de cenar, comenzó a hablar:

 

-         Veréis –dijo, aflojándose el nudo de la corbata- la situación es esta: la empresa va bien, pese a los rumores que dicen lo contrario. Pero no os quieren renovar. Es así de claro. Prefieren contratar a otros antes que renovaros, porque a la mayoría ya os tendrían que hacer fijos. Sí, los directivos son unos sinvergüenzas, pero qué le vamos a hacer.

 

    Los doce empleados no se sorprendieron de la sinceridad de su jefe y de que estuviera de parte de ellos. Le conocían bien: era campechano y comprensivo, y siempre que podía ponía a parir a los grandes tiburones que manejaban los hilos más importantes de la sociedad en la que desarrollaban su actividad laboral. 

 

-         Pero sé que uno de vosotros es capaz de traicionarme, de aprovecharse de mis buenas intenciones y de mi sinceridad. Alguien es capaz de irse de la lengua y acudir a los jefazos a contarles lo que yo normalmente os cuento y digo de ellos. Es más, creo que ya me ha traicionado.

 

    Todos quedaron mirándose unos a otros con extrañeza.

 

-         Sí hombre, es uno que siempre está haciendo gracietas con sus frasecitas…

 

    Daniel ya sabía que Manolón se había estado refiriendo a él, pues desde el primer día se tenían calados el uno al otro. Pero a los demás les sirvió de enorme ayuda la pista dada.

    Cenaron. De postre tomaron unos dulces típicos de León, los Nicanores de Boñar, de hojaldre, que Manolón había llevado de allí, de donde era natural. Empezó a sentirse peor por la suerte de sus empleados.

 

-         A esta os invito yo, que quede claro. Y venga, vamos a brindar –animó, elevando el brazo derecho sosteniendo una copa en una mano- que este vino también lo he traído yo de mi cosecha particular que tengo en el Bierzo, que no es la zona donde está Boñar pero es muy bonito. Ya veis, el postre y el vino de León, y la cena en Algeciras. ¿Qué más se puede pedir?

-         Un trabajo –dijo Fernando, posando su copa en la mesa de mantel de papel blanco, lleno de migas de pan y de los dulces.

-         Yo ya no puedo hacer más –dijo Manolón, compungido-. Lo único, deciros que podéis echar currículums por varias empresas de la zona. Aquí en el Campo de Gibraltar hay bastante trabajo: ir al puerto, allí hay muchas empresas, o iros a San Roque, o patearos los polígonos que hay por aquí… ¡qué sé yo! El caso es que debéis confiar en vosotros mismos, ser valientes, poner toda la carne en el asador, que se suele decir. Pero acordaros que no debéis pisotear a nadie: actuar por la vida como buenas personas, respetando a todo el mundo.

 

    La sobremesa transcurrió con estos ánimos entrañables, de comprensión mutua y medias y dulces sonrisas. Se despidieron todos hasta otro rato, que, a decir verdad, era más bien hasta nunca, que es como suelen terminar estas celebraciones consistentes en decir adiós a unos compañeros laborales, a un trabajo y a una etapa de la vida.

 

    Ya terminado todo, con el cielo despejado y lleno de estrellas, Fernando acercó con su vehículo a Daniel hasta su casa. Antes de que éste bajara del auto lleno de gotas de lluvia, el aquella noche taxista recordó las palabras del jefe:

 

-         Lo que dijo Manolón…

-         Sí, se refería a mí –confirmó Daniel las sospechas, si es que no estaban confirmadas ya.- Y te voy a decir una cosa: me renuevan.

-         ¿En serio?

-         Sí, de verdad.

-         Pero si Manolón no te puede ni ver, supongo, después de lo que hoy ha dicho y… -Fernando se negaba a creer lo que oía.

-         Ya, pero mi renovación no es cosa de él, es cosa de los grandes jefazos. Ya te dije que esta era la última cena. Y ahora te digo que mañana es su crucifixión.

 

NOTA: en los escritos del Nuevo Testamento se conservan bastantes detalles acerca de lo que ocurrió en La última cena: según Joachim Jeremias, estaba Jesús solo con sus doce apóstoles, no le acompañaban ni María, su madre, ni las santas mujeres; según San Juan, al comienzo Jesús lava los pies a sus discípulos, luego Jesús anuncia que uno de ellos le va a traicionar; luego tiene lugar lo que se llama la institución de la Eucaristía: "tomando pan, se lo dio y dijo: esto es mi cuerpo, que es entregado por vosotros, haced esto en memoria mía"; luego también les dice: "este cáliz es la nueva alianza en mi sangre..."; de este modo, la tradición cristiana entendió la entrega de su cuerpo y de su sangre un signo del sacrificio que después habría de suceder; la sobremesa aconteció de una manera distendida y amena, entrañable: "un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros"

concursoderelatos
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  • 19 de Octubre de 2009 a las 22:24

El Libro de los Proverbios

 

Oye, hijo mío, la instrucción de tu padre,

Y no desprecies la dirección de tu madre;

Porque adorno de gracia serán a tu cabeza,

Y collares a tu cuello.

…………………

La sabiduría clama en las calles,

Alza su voz en las plazas;

Clama en los principales lugares de reunión;

En las entradas de las puertas de la ciudad dice sus razones.

¿Hasta cuándo, oh simples, amaréis la simpleza,

Y los burladores desearán el burlar,

Y los insensatos aborrecerán la ciencia?

Y los insensatos aprobaron la Ley; y muchas chicas, como Belén, se dejaron llevar.

--¿Sabes, Luisa?  Mañana cumplo los diez y seis. Mis padres se han ido este “finde” al apartamento y me han dejado sola.

--¿Vas a dar una fiestecita en casa? –y Luisa se quedó mirando muy seria a su amiga –No puedo entenderte, Belén. Yo, en tu situación, no tendría ganas de fiesta. ¿Has hablado con tus padres?

--¡Por favor, Luisa, déjame en paz! He tomado mi decisión y no voy a cambiarla por mucho que me digas. Tampoco tengo que hablar con mis padres. Ya sabes qué opino de ellos.

Caminaban de vuelta a sus casas. Luisa miraba de soslayo a su íntima amiga, mientras esta, una chica bastante atractiva que, nada más salir del colegio, su falda menguaba casi hasta la mitad de sus muslos, iba mirando a todos los chicos que se cruzaban a su paso.

-¡Bel, espera! –al grito, ambas se volvieron a esperar a Toni que salía de las últimas del colegio. Al llegar a su altura les preguntó --¿Dónde vais con tanta prisa?

-A mi casa, que tengo que preparar la fiesta de esta tarde –dijo Belén y, volviéndose, comenzó a andar de nuevo –si salieses del cole como todas, no tendrías que correr luego.

-Es que estaba hablando con la Seño de Historia. El Lunes tenemos que entregarle los trabajos para la calificación de este trimestre.

--¡Hija! ¿Tú no piensas en otra cosa que no sea estudiar?

--Ja, ja, aquí me quedo. ¿Me invitas, verdad? –y sin esperar respuesta entró en el portal.

-Belén, no seas así; ella no tiene ni tu cara ni tu cuerpo.

-Pues mi cara no, pero mi cuerpo ya no está para muchos desnudos; pero eso lo voy a arreglar la próxima semana.

-¡Por favor, Belén, hablas del tema como si eso fuera algo normal! ¿Estás segura de lo que vas a hacer?

--¡No empieces de nuevo, Luisa; ya lo hemos hablado; no voy a cambiar de idea!

-Pero… es que ya estás de tres meses y medio y según dicen…

-No me importa lo que digan, la que está embarazada soy yo y no me voy a desgraciar el resto de mi vida por culpa del fallo de una maldita goma. Y no hablemos más, no quiero que llegue a oídos de mis padres.

-¡Claro, como tus padres te dan todo el dinero que quieres, no necesitas decírselo para abortar!

-Si no lo tuviese yo, se lo pediría a Joca; al fin y al cabo es el culpable –y aceleró el paso.

…………………

 

Terminó la Semana Santa y de nuevo el Colegio. Las tres amigas se reunieron un poco antes de llegar a las puertas del Colegio.

--Por el color que traes en la cara está claro que te has ido a la playa –le comentaba Toni a Luisa, mientras Belén, algo apagada, miraba sin ver.

--Belén, te he echado de menos. ¿Te fuiste por fin con tus padres? –le reclamó la atención Luisa.

--¿Con mis padres? No, no, al final no me fui con ellos. Decidí ir a Valencia a ver a mi prima Ro.

-¡Ah! Nada sabía. ¿Qué tal lo has pasado?

-Bien, pero ahora no tengo ganas de hablar de eso. Vamos para clase y luego hablamos –y sin esperar a sus amigas, salió andando hacia el colegio.

Luisa no dejó de observar a Belén. Algo había en ella que no le gustaba, pero conociéndola bien, sabía que tendría que esperar a que Belén le quisiera contar sus problemas.

Y pasaron los días sin novedades, pero Luisa cada vez veía a Belén mas alejada y triste, hasta que aquella tarde de viernes, al salir de su casa para ir de compras, la encontró esperándola.

--Belén, ¿qué haces aquí?

--Nada. Estaba… --y sin terminar de hablar, se puso a caminar

--¿Me acompañas de tiendas? Tengo que comprarme un traje para la boda…

--¿Y tienes que hacerlo esta tarde? Entonces me voy, no tengo ganas de ir de tiendas.

--¡Espera, mujer! Vamos donde tú quieras. ¿Te apetece ir al cine?

--No sé lo que me apetece; solo quiero andar, no quiero pensar, ni estudiar, ni nada. Estoy harta de todo esto… --y sus lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. Luisa, al ver el estado de su amiga, se acercó a ella y cogiéndola por el brazo, la empujó hacia un pequeño parque. Se sentaron en el suelo, junto a un gran árbol.

Fueron unos minutos de silencio, donde solo se oyó el silencioso llanto de Belén.

--¡Esa maldita doctora me enseñó el feto! –gritó de pronto Belén y, llorando de nuevo, se apoyó en el hombro de su amiga --¿Por qué tuvo que hacerlo? ¡La odio, la odio tanto que por las noches sueño con matarla!

De nuevo el silencio entre las amigas, mientras abrazada a Luisa, Belén se tranquilizaba. Luisa, en absoluto silencio, con sus ojos anegados de lágrimas, intentando evitar que su amiga no notara su tristeza, le acariciaba el pelo, mientras esperaba pacientemente un nuevo arranque de Belén.

--¡Pero si solo tenía tres meses, Luisa, solo tres meses y ya tenía piernecitas y manitas! Era como… un pequeño… muñeco… -- su llanto no la dejó terminar.

Tres largas horas de confidencias en las que Luisa lloró toda la verdad de su amiga y tomó conciencia del tremendo arrepentimiento de esta. Nada se podía hacer ya, solo afrontar los hechos, pero… ¿Quién podía convencer ahora a Belén?

Ya anocheciendo, salieron  en dirección a sus casas. Por primera vez, Luisa entendió que debía romper su silencio.

--¿Lo saben tus padres, Belén?

--No, solo tú. A ellos no se lo podría decir nunca, ya sabes como son.

--En ese caso, yo creo que deberías hablar con alguien que te pueda ayudar. Yo no sé ni qué decirte.

--¿Quién me puede ayudar en esto? ¿Por qué no me avisaron de lo que luego se siente? Ya no tiene vuelta atrás y yo solo quiero morirme. No duermo desde entonces, ni tengo ganas de comer, ni de hablar. Siento vergüenza de mí misma y cuando voy al baño, tengo que apagar la luz para no verme la cara. ¡Luisa, yo ya solo quiero morirme! –y de nuevo su llanto rompió el equilibrio. Luisa la abrazó con fuerza, llorando con ella la tristeza de su amiga.

--Vamos a esperar unos días y entonces pensamos qué hacer. Intenta dormir, aunque tengas que tomarte algún calmante, debes relajarte. Finalmente, Luisa dejó a su amiga en la puerta de su casa.

Al entrar en casa, Belén encontró a sus padres, junto a unos amigos, en el salón.

--Hola hija. Ven a saludar a Ana y Germán. Belén entró con desgana y saludó a los amigos de sus padres.

--Mira, hija, esta foto es del día que naciste –y le enseñó un álbum con fotografías antiguas.

--Belén –intervino Ana, la gran amiga de su madre --¿Tú sabías que cuando tú ibas a nacer el médico le dijo a tu madre que si te tenía posiblemente muriese en el quirófano? Al oír aquellas palabras, Belén se quedó petrificada mirando a su madre; luego, sin decir una palabra, salió corriendo y se encerró en su cuarto. La madre pidió perdón a sus amigos y fue a la habitación de su hija.

--Belén, abre, por favor –Pero solo le contestó el silencio. Insistió la madre hasta que definitivamente también acudió el padre. Al ver que Belén no abría, golpeó con fuerza la puerta, que rompiéndose la cerradura, se abrió.

Solo les recibió una habitación a oscura, en silencio y totalmente deshabitada. La ventana de la habitación de aquel sexto piso estaba abierta y, a los pocos segundos un grito de horror rompió el silencio de aquel anochecer.

concursoderelatos
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  • 21 de Octubre de 2009 a las 16:23

La ley del profeta.

   Rezan las antiguas escrituras que el Profeta, por mandato del Creador, debía liberar a Su pueblo del cruel yugo egipcio y, como pastor que guía su rebaño, conducirlo hasta la Tierra Prometida. Que tras suplicar primero y amenazar después, logró que les dejasen partir tras enviar las diez plagas que azotaron al pueblo egipcio como castigo a la negativa de su faraón. Que no sin penurias ni desesperos, lograron cruzar las fronteras del imperio perseguidos por sus ejércitos que murieron ahogados por la mano del Padre. Y así, liberado su pueblo, el Profeta lo condujo hasta la falda del monte sagrado donde habría de subir para recibir del Creador su Ley y grabarla en tablas de piedra.

   Durante un ciclo entero de luna, esperó el Profeta señal del Padre. Ayunó, rezó y meditó preparando su cuerpo y su mente para Su llamada. Mas cuando la luna volvió a estar plena en la negra noche, las dudas comenzaron a manchar su alma y enturbiar sus oraciones.

   “Padre, tu siervo te espera”, murmuraba, inquieto. Pero el Padre no respondía.

Siete noches más pasaron y el Profeta veía menguar su confianza a medida que crecía en su interior un enojo que le impedía pensar con claridad. Voces extrañas le susurraban que su Hacedor lo había abandonado, dejando a Su pueblo a merced del desierto.

   “Padre, tu siervo te espera”, mascullaba entre dientes. Pero el Padre tampoco respondió.

   Tres días más pasaron, negros nubarrones oscurecían el cielo y el Profeta dejó de rezar y loco de ira empezó a pasear en círculos, dando grandes zancadas, farfullando quejas inconexas y maldiciéndose por su estupidez. “El Padre no vendrá. Te ha abandonado”, susurraban las insidiosas voces.

   “Padre, ¿es que no soy digno de ti?” gritó a los cielos, partiendo su bastón y lanzándolo al suelo.

   Un trueno retumbó amenazador, cabalgando los cielos. El Profeta cayó al suelo de rodillas, temblando incontroladamente. Entonces un rayo surgió de entre las nubes, fustigando la tierra. El Profeta lanzó un alarido y vio, horrorizado, como las llamas empezaban a arder allí. Se levantó y corrió hacia las zarzas que ardían, ante las que se postró reverencialmente.

   “¡Padre, perdóname!” sollozó, enterrando la cara arrasada en lágrimas entre sus manos. “¡Padre, te escucho!”. Pero tan sólo el indiferente crepitar del fuego llegaba a sus oídos.

   Entonces empezó a llover. Primero, grandes gotas comenzaron a caer, horadando el polvo aquí y allá. Después un intenso aguacero azotó el mundo. Los truenos rasgaban el aire, los relámpagos iluminaban la negra noche, el viento empezó a aullar con voz profunda y los cielos se abrieron sobre el Profeta que, con los brazos extendidos recibía la lluvia en su cara desprotegida.

   “¡Padre, te escucho!” bramó al aire. Tan sólo las gruesas gotas golpeando el suelo y apagando la ardiente zarza acudieron a él. Se despojó de sus ropas y las lanzó al barro, permitiendo así que el agua azotase y purificase su sucio e impuro cuerpo. Se arañó y golpeó el pecho mientras aullaba al rugir de la tormenta hasta que, exhausto por la falta de alimento y descanso, cayó al suelo sollozando.

   La mañana encontró al Profeta acurrucado en el suelo. Sus ropas, manchadas de fango, estaban esparcidas a su alrededor. Su cuerpo tiritaba mientras los primeros rayos de un sol rojizo lo bañaban. Se incorporó, apartándose la enmarañada melena de la cara. Abatido, permaneció un rato de rodillas, contemplando el desierto que se extendía a su alrededor. Miró después las tablas de piedra, vacías, tiradas algunos pasos más allá y suspiró.

   “Padre” murmuró, “¿porqué me has abandonado?” Y diciendo esto, se levantó, se cubrió con sus ajadas ropas y comenzó a descender, cabizbajo, hacia donde su pueblo lo aguardaba.

   Su pueblo. Aquel al que había liberado de su esclavitud para embarcarlo en un viaje incierto hacia una promesa mejor. ¿Cómo explicarles que ya no había esperanza? ¿Decirles que su Creador no estaba con ellos? ¿Justificar todo su sufrimiento? ¿Cómo explicarles que sus hermanos, sus hijos, sus mujeres, sus ancianos, todos aquellos a los que habían enterrado durante aquellas malditas semanas, habían muerto en vano? ¿Qué el Padre ya no se dignaba a hablarles? ¿Y qué le harían a él? Él era el Profeta, él los había convencido de que debían exiliarse, de que debían volver al Hogar largamente abandonado. Él había sido el portavoz del Creador y Su estandarte en aquella desgraciada campaña. Llorarían, protestarían. Luego acabarían con él. Moriría llevando a cabo la obra del Altísimo y a su lado permanecería por los siglos de los siglos, hasta el Último Día. “Que así sea”, suspiró, resignado.

   Aquella voz insidiosa y queda murmuró otra vez a su oído: “¿Y si el Padre no permite que entres a Su Morada?”. Un miedo hasta ahora desconocido se encendió como una chispa en la oscuridad. “El Hacedor no te ha escuchado hoy, ¿por qué habría de hacerlo mañana?” Una angustia como nunca había sentido anidó en su pecho. “Sería el final”, pensó. Se detuvo, mareado, y se sentó en una roca, tembloroso. “¡No!”, exclamó, irguiéndose. “¡Él no lo permitirá!”.

   ¿Seguro?” Exclamó, burlona, aquella voz en su cabeza.

   “Él no me...” empezó a decir.

   ¿Abandonará?” terminó la voz. “¡Ya lo ha hecho!” Sentenció, amargamente. “¡Estás solo!” Escupió.

   “Solo” murmuró el Profeta, con los ojos vidriosos dirigidos al cielo azul de la mañana.    “Estoy solo”.

   Dirigió su vista hacia el valle, donde su pueblo esperaba la Ley que había de guiarlos hacia la luz, el Profeta que había de llevarlos al Hogar, marcarles el camino a seguir. Él tenía un deber hacia su pueblo, una misión. “Muerte o vida”, pensó.

   Se sentó sobre una roca y comenzó a esculpir una de las tablas, sopesando cada uno de las palabras, cada uno de los mandatos: debían ser breves, claros, contundentes, persuasivos. Creíbles. “Diez será un buen número” pensó. Una nueva confianza, basada en su habilidad con la palabra orada y en el crédito que los meses de penurias no habían eliminado por completo entre los suyos, comenzó a renacer en él.

   Siguió esculpiendo mientras se convencía a sí mismo de que el temblor de sus manos era debido a la excitación.

concursoderelatos
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  • 22 de Octubre de 2009 a las 3:12
LÁZARO EN LA OSCURIDAD

Yo soy Lázaro, Lázaro de Betania, hermano de María y Marta, y recuerdo que aquel día desperté súbitamente de una profunda oscuridad. Me encontré sentado en una piedra, junto al viejo pozo, a pocos metros de mi casa, con una ramita larga y esbelta en la mano. En el cielo brillaba un sol penetrante, despiadado, separando con brusquedad intensos blancos y negros densos, aplastándolo todo con un peso invisible; el polvo dibujaba remolinos en el viento y había un mensaje escrito a mis pies, sobre la tierra muerta.

“Se acerca…”

Parpadeé y me detuve, la ramita temblando entre mis dedos. Incluso ahora, sigo sin recordar haber escrito esas palabras. Me sentía absolutamente desconcertado. En ocasiones, mi mente naufragaba por completo en esa bruma viscosa que se enredaba en mis pensamientos, la que me traje del sepulcro hace años, cuando Jesús de Nazaret me recuperó de la muerte, pero nunca antes había escrito nada estando en ese extraño trance.

Dejé caer la rama, y miré a mi alrededor, buscando respuestas. ¿Qué se acercaba? ¿O quién? ¿Y para qué? No había allí nada importante, tan solo un muerto viviente y mucha pobreza. Contemplé mi humilde casa, el desvencijado corral donde rumiaban parsimoniosamente dos cabras flacas, el sendero que conducía a la salida del pueblo de Betania, deslizándose torpemente entre peñascos y árboles. Recuerdo que pensé que yo era como ese camino, en mí también se entremezclaban confusamente lo vivo y lo muerto. La única diferencia era que él sí conducía a alguna parte.

Yo únicamente era “vacío”.

Lo llamaba así porque no sabía qué otro nombre darle. Era algo difícil de describir con palabras, algo que no se explicaba, que sólo podía sentirse. En aquel tiempo siempre tenía la impresión de que me rodeaba un círculo de nada absoluta, un espacio que sólo parecía existir para recordarme que no estaba donde debería estar, que ya no pertenecía a este mundo lógico calcinado por el sol. Más allá, siempre un poco más allá, quedaba el tumulto de lo normal y cotidiano, el eterno estrépito de la vida. Inalcanzable.

En eso pensaba, cuando vi que venía alguien por el camino, surgiendo tras la pronunciada curva que formaban los peñascos, un individuo moreno, de complexión ligera, la barba y el cabello largos, ondulando con el viento. Se sujetaba el costado con una mano, el lugar exacto donde la sangre manchaba de rojo intenso aquella túnica tan blanca. De entre sus dedos caían densas gotas, que siseaban de forma aterradora al tocar el camino y desaparecían en el polvo, como absorbidas con ansia. Tras él, siguiéndole como un manto de ondulantes grises, avanzaban gruesas nubes de tormenta, ocupándolo todo, y el viento arreciaba, pegando fuertes bandazos. La tempestad se tragaba la luz, las formas, el mundo…

Y aquel hombre se dirigía directamente hacia mí.

Era Jesús de Nazaret, mi amigo, mi hermano. Aquel que un día, hace años, pronunció mi nombre para traerme de vuelta; jamás, en lo que me quede de esta vida prestada, podré olvidar aquel potente “¡Lázaro, levántate y anda!” que me despertó de pronto, arrancándome de la tumba. Ahora, tras su ejecución en Jerusalén, era él quien regresaba del otro lado... Sentí miedo. Contemplé las nubes, vapores enfermos que consumían el azul del cielo y retrocedí hacia mi casa, dando tumbos. Estaba ya dentro cuando Jesús alcanzó el pozo.

Nos observamos mutuamente, a través del resquicio que dejé en la puerta. No sé qué vio él, yo contemplé un hombre que era muy distinto al que conocí en vida. Estaba muy delgado, mortecino, los ojos consumidos, como si hubieran visto demasiado en demasiado poco tiempo. Las uñas de la mano con la que se sujetaba el costado estaban rotas; las imaginé destrozadas contra la tapa de un sepulcro.

– Lázaro… – susurró. Reconocí su voz, pero parecía llegar de muy lejos, de muy hondo. De una fosa profunda, oscura, fría, que esperara ansiosa su retorno – Lázaro…

– ¡Vete! – mi orden sonó a súplica. Supongo que lo era – ¡Déjame, Jesús! ¡Ten piedad de mí!

– Lázaro… – volvió a gemir, tendiéndome la mano libre – Mi Padre me dijo que tú me ayudarías. Tú abriste el sendero entre la vida y la muerte. Conoces su tacto, su sabor, y puedes librarme de la oscuridad, purificarme…

– ¿Purificarte? ¿Pero qué puedo hacer yo? ¡Sólo conozco el vacío! ¡Un espacio helado que me mantiene eternamente al margen! ¿Te ocurre igual? – él asintió, aturdido – ¡Hemos cruzado una línea que no se puede cruzar, hemos vuelto por un camino sin retroceso, haciendo trampas! ¡Y ahora el mundo está lejos! ¡Lo que hacemos es contemplar la vida, intentando rozarla con las puntas de los dedos, pero sin vivirla realmente! ¡Ya no podemos alcanzarla!

Algo brilló en sus ojos.

– No es cierto. ¡Me dijo que viniera, que te buscara! – miró a lo alto, hacia el vórtice oscuro que estaba gestando su tormenta – ¡Padre, Padre! ¿Por qué me has abandonado? – todo tembló. El aire onduló a su alrededor de una forma casi perezosa, y luego se expandió repentinamente, con fuerza infinita, en todas direcciones. El corral quedó destrozado en un instante, las cabras balaron mientras huían buscando refugio.  La energía alcanzó la puerta, sacudiéndola violentamente. Grité, y luché como pude por mantenerme en pie, mientras la tempestad se extendía de horizonte a horizonte.

La noche cayó de pronto sobre el pueblo de Betania, en pleno mediodía. Una noche oscura y sin esperanza, que presagiaba como único amanecer el Apocalipsis.

¿Qué podía hacer yo? Creía, de verdad, que nada. Al fin y al cabo, sentía que no estaba aquí, ni estaba allá, odiaba mi situación y no conocía más respuestas que mis propias dudas.

Purificarle…

¿Sería cierto que Dios le había dicho que me buscara…?

Jesús seguía junto al pozo, muy erguido, el cabello arremolinándose locamente alrededor de su cabeza como una extraña aureola. Luchando contra el vendaval, y contra mis miedos, me acerqué a él y le abracé. Había tocado a otros desde mi regreso, había abrazado a mis hermanas y a sus esposos, a mis sobrinos, había acariciado animales… pero ninguno de esos roces me pareció real. Ese contacto, sí. Noté la fuerte corriente, el río de emociones estableciéndose entre nosotros.

Curándole, curándome…

Todo encajó de pronto, todo adquirió un sentido. Casi me eché a llorar de puro alivio al comprender que Dios me había devuelto la vida para que, más tarde, pudiera ayudar en ese terrible trance a su Hijo. La oscuridad de la tumba dejaba ciego, el frío aturdía… Jesús no hubiera podido superarlo, al menos en mucho tiempo, sin mi ayuda. Nadie podía hacerlo totalmente por sí mismo. Te quedabas lejos, al margen, en la línea, sin acabar de cruzar hacia ningún lado. Hasta ese momento, hasta ver a otro en la situación, yo no había podido entender realmente la única verdad: que la vida “siempre” es un regalo, la vida “siempre” es un Don del Señor. No importa si se nace de forma natural, o si se surge de la tumba por su divino poder.

– Ha quedado atrás… – susurré – El frío, la oscuridad, olvídalos, ya no pueden alcanzarte… Vuelves a estar vivo, estás vivo, Jesús…

Aumenté la fuerza de mi abrazo; absorbí su frío y su oscuridad, como el camino había absorbido su sangre. Juntos borramos dudas, miedos, desesperación. Nuestras almas muertas se fundieron, se completaron, renacieron. El dolor fue menguando hasta desaparecer, como desapareció la tormenta. La luz del sol nos iluminó.

Jesús se apartó, me miró a los ojos y me sonrió; el mismo Jesús de otros tiempos, aunque ya era más que un hombre, era Dios.

Y, sin embargo, nunca le había sentido más humano.

En algún momento, me besó en la mejilla y se marchó. Sé, porque me lo han dicho, que muchos le han visto y algunos han hablado con él. Milagros, prodigios, portentos, maravillas… Siempre se usan esas palabras en lo referente a su ascensión en cuerpo y alma a los cielos. Un cuerpo y un alma que no conservan rastro alguno de la oscuridad de la muerte.

Y yo también volvía a sentirme vivo. Realmente vivo.

Estaba atardeciendo cuando me senté en la piedra junto al pozo. En el cielo, de un azul sin mácula, brillaba un sol penetrante, despiadado, separando con brusquedad intensos blancos y negros densos, aplastándolo todo con un peso invisible; el polvo dibujaba remolinos en el viento y un mensaje se había borrado a mis pies, sobre la tierra muerta.
concursoderelatos
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  • 22 de Octubre de 2009 a las 12:32
Jesucristo García.

        Concreté la fecha de mi muerte con Satán. Le engañé y ahora no hay quien me pare, ya los pies. Razonar es siempre tan difícil para mí. ¿Qué más da?, si al final todo me sale siempre bien, del revés…
        Nací un buen día, mi madre no era virgen. No vino el rey, tampoco me importó. Hago milagros: convierto el agua en vino, me resucito si me hago un canutito. Soy Evaristo, el rey de la baraja. Vivo entre rejas, antes era chapista. Los mercaderes ocuparon mi templo y me aplicaron ley antiterrorista. ¿Cuánto más necesito para ser yo, Yo, ¡Yo!? ¿Cuánto más necesito convencer?

        ¡Yo no soy Jesucristo García!, a mí no vienen a verme los enfermos, a mí viene a verme gente sana, y yo los pongo a todos ciegos.

        Y perdí la cuenta de las veces que te amé. Desquicié tu vida por ponerla junto a mí. Vomité mi alma en cada verso que te di ¿qué te di? Olvidé, me quedan tantas cosas que decir, ¿qué decir?
        Por conocer a cuantos se margina, un día me vi metido en la heroína. Aún hubo más, menuda pesadilla, crucificado a base de pastillas. Soy Evaristo, el rey de la baraja vivo entre rejas, antes era chapista los mercaderes ocuparon mi templo y me aplicaron ley antiterrorista. ¿Cuánto más necesito para ser dios, Dios, ¡Dios!? ¿Cuánto más necesito convencer?

“No consigo recordar
cómo puede llegar
de la orilla hasta mar adentro,
¡ah sí, ya lo recuerdo!:
he muerto en el naufragio
de tu barco de guerra traicionero
y resucité al tercer día
en el psiquiátrico,
absurdo invento.”

concursoderelatos
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  • 22 de Octubre de 2009 a las 12:33

              OJO POR OJO

     Pedro intentó contener las lágrimas; llevaba así casi tres días, encerrado en sí mismo, inmerso en una espiral de culpa que no le dejaba conciliar el sueño.

     -¿Tienes que tranquilizarte? -La mujer parecía haber envejecido veinte años. La tensión de los días pasados había teñido su pelo de blanco y unas arrugas muy leves habían aparecido en su entrecejo.
     -No pude, no pude... -Era lo único que acertaba a murmurar. -No pude hacer nada.
     María decidió dejarle solo. Salió fuera; habían arrendado una pequeña casa en las afueras de Jerusalén, tal como él había indicado antes de morir. A María le gustaba aquel lugar; había cabras, y muchas gallinas que no paraban de cloquear entre sus piernas.
     La mayoría de los acólitos de Jesús habían desaparecido; no era de extrañar. Los sacerdotes habían dictado un edicto que ordenaba la persecución de sus seguidores. Querían acabaar de una vez por todas con la amenaza que suponían el falso profeta y sus discípulos.
     Los únicos que se negaban a dejarla sola eran Pedro y Magdalena; el primero de ellos por el sentimiento de culpa que le invadía desde que negara su nombre por tres veces, la segunda... la segunda tenía sus motivos y María no iba a entrar en ellos. Era su vida. ¿Quién era ella para juzgarla?

     Una mañana vio sombras moverse entre los olivos. Era muy temprano; hacía poco que el gallo se había encarmado en el alero del cobertizo para entonar su estridente bienvenida al nuevo amanecer.
     Aquello le inquietó, pero al ver que la cosa no iba a más, dejó de pensar en ello. Pedro también se había ido; María pensó que habría vuelto con los suyos. Después de todo sería lo más normal; ya no había otivos para continuar allí, cada cual tenía que continuar con su vida.
     Sin embargo aquella misma noche regresó. Parecía feliz; aquello le extrañó mucho. Pedro era un hombre dado a la tristeza, más aún desde la muerte de Jesús.
     -¿Dónde has estado? -Le preguntó María, al tiempo que se disponía a poner la mesa.
     -He estado con él. -Contestó Pedro de forma enigmática.
     -¿Con quién? -Quiso saber María; aufnque en el fondo conocía la respuesta.
     -Con él... con tu hijo. -María sintió un golpe tremendo en el pecho; como si una fuerza invisible la empujara hacia atrás.
     -¿Qué quieres decir? -Preguntó de nuevo con voz trémula.
     -Que ha vuelto, María. Ha vuelto de entre los muertos... "al tercer día resucitaré...". ¿Recuerdas sus palabras? -María le observaba estupefacta. Al final había enloquecido de dolor. Pobre Pedro, loco de atar.
     -¡No me mires así!, ¡te digo que ha vuelto! -Exclamó enojado.
     -Está bien, está bien. Te creo. Bebe leche; antes de que se enfríe.
     Pedro devoró el pan migado en leche de cabra. El líquido viscoso chorreaba entre los pelos de su barba. Mientras masticaba sonreía estúpidamente mostrando su amarillenta dentadura.
     -Ha vuelto. Ha vuelto. -Repetía una y otra vez.
    
     Poco a poco los antiguos discípulos de su hijo se iban reuniendo alrededor de la casa. Caía la tarde; estaban todos menos uno. A Judas Iscariote se lo había tragado la tierra. Lo habían buscado por todos sitios sin éxito.
     -Me han dicho que lo vieron refugiarse en el Sanedrín. -Comentó uno de ellos mientras jugueteaba con unas flores silvestres. A pesar de la hora tardía, todavía hacía calor y apetecía sentarse a la sombra. El campo olía a retama y lentiscos. Pedro guardó silencio.
     -Yo pregunté entre las caravanas de mercaderes. Dicen haberle visto camino de Egipto. -Santiago habló con prudencia; ni siquiera él se creía aquella versión. Pedro seguía callado; parecía absorto en sus pensamientos.
     -Estuvieron así más de una hora, hasta que María llamó desde el umbral de la casa. Las cabras balaron y emprendieron la marcha hacia el cobertizo. Los hombres siguieron tras ellas.
     -Si hubiera sabido que ibais a venir...-Se disculpó María. Los discípulos la tranquilizaron con halagos hacia su persona. Sentaron en el suelo frío, alrededor de la mesa. En un primer momento la mayoría no supo que decir; la última vez que se reunieron a comer él estaba con ellos. Poco a poco la tensión se fue diluyendo en medio de cálidas conversaciones.
     -Pedro, tú eras su preferido. Deberías bendecir la mesa. -Dijo Marcos. Pedro abrió las manos y murmuró la oración que había aprendido del rabino.
     Comieron en silencio; ninguno tenía nada que decir, en el fondo sabían que aquella era la última vez; la última cena que compartían.
     -Tengo algo que deciros. -Pedro se decidió a hablar. Los discípulos de Jesús se miraron atónitos unos a otros.
     -Dinos Pedro, ¿de qué se trata?
     -Él está aquí; entre nosotros. -Un murmullo de confusión se adueñó de la estancia.
     -¡Estás loco! -Le gritó Mateo.
     -Te repito que está entre nosotros. Y si no me creéis... ¡seguidme! -Pedro se incorporó con agilidad y salió de la casa. Los discípulos le siguieron presos de la angustia.

     La noche se cernía sobre las colinas salpicadas de olivos, mientras un coro de grillos despistados canturreaba entre los matorrales. Pedro se dirigió a una destartalada choza anexa a la cosa.
     -Mirad dentro, hombres de poca fe. -Pedro respiraba con dificultad.
     Mateo fue el único que se aproximó a la entrada de la chabola. Empujó la puerta con precaución y miró dentro. Un gruñido ininteligible surgió del interior.
     -¿Quién hay ahí? -Preguntó con cierto temor.
     -Mateo... ¿eres tú Mateo? -El discipulo reconoció aquella voz al instante.
     -¡Judas! -El resto de discípulos se arremolinó junto a la entrada.
     Pedro se interpuso en su camino.
     -¡Aquí tenéis al traidor! Decidme vosotros que debemos hacer con él.
     La incorporación y el miedo cundieron entre los amigos de Jesús.
     -¿Qué pretendes hacer, Pedro?
     -Él me dijo que yo sería la piedra sobre la que edificaría su iglesia. No quiero columnas torcidas en mi templo. -Pedro agarró por los pelos a Judas y lo sacó de la chabola. Un claro de luna descubrió la soga que Pablo portaba en la otra mano.
     -¡Ven aquí, perro traidor!, ¡ahora vas a recibir tu merecido!
     -¡No, por favor!, ¡hermanos, no dejéis que lo haga! Él dijo que nos amaramos como él nos había amado... -Chillaba Judas mientras era arrastrado por el brazo poderoso de Pedro.
     -¡No menciones su nombre en vano! -Exclamó Pedro al tiempo que le propinaba una patada en las costillas.
     -¡Ugggg! -El alarido de Judas asustó a los grillos, los cuales interrumpieron su sonata nocturna.

     Al pie de una barranca crecía un olivo centenario. Sus ramas retorcidas parecían los brazos de un ser esquelético.
     -No lo hagas Pedro. -Varios discípulos decidieron intervenir a favor de Judas.
     -¿Vosotros con quién estáis? -Los ojos profundamente tristes de Pedro se clavaron en ellos.
     -Yo estoy con la verdad... co nsu verdad. Él jamás hubiera aprobado que cometieras ete crimen en su nombre. -Dijo Santiago. -Pedro bajó la mirada un intante.
     -Él ya no está. Nos corresponde a nosotros hacer fuerte a su iglesia; si para ello es necesario arrancar las malas hierbas de cuajo, sea. -Declaró al tiempo que trazaba un nudo corredizo alrededor del cuello de Judas.
     -¡Noooo! -Chilló preso del pánico. Pedro lanzó el otro extremo de la cuerda por encima de una de las ramas y tiró co nfuerza de él.
     -¡Es que no vais a ayudarme! -Gritó Pedro resollando por el esfuerzo.
     Judas comenzó a patalear en el aire, intentando en vano alcanzar el suelo. Su lengua se fue amoratando e hichando, hata quedar colgando de una forma grotesca; poco a poco las convulsiones fueron cesando y el cuerpo de Judas quedó inerte. El grupo de discípulos se fue dispersando; unos caminaban cabizbajos, incapaces de creer lo que acababa de pasar, otros simplemente desaparecieron entre los olivos. Desde el interior de la casa, María observaba la escena en silencio. ¿Quién era ella para juzgarlos?

  
    
   
  

   
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  • 22 de Octubre de 2009 a las 12:39
EN UN LECHO DE BARRO

Cerca del Mar Rojo, en un punto perdido en el Egipto próspero de los faraones, seiscientos mil esclavos avanzaban en el éxodo más importante del que se tenía constancia. En su huida, el ejército de Ramsés les perseguía. Durante el recorrido, el desierto había dejado paso a una extensa llanura y a ésta le había sucedido un extenso barrizal. Sin posibilidad de rodearlo a tiempo, todas y cada una de esas seiscientas mil personas se sumergieron en el lodo con la esperanza de llegar a la otra orilla.

Con el paso de los metros la marcha se fue haciendo más lenta, y el grupo, que en un primer momento había avanzado junto,  poco después de que el sonido de las primeras trompetas se colara entre el chapoteo, no tardó en alargarse y disgregarse.

Pronto, los más jóvenes, los más fuertes, aquellos que no tenían pertenencias a las que agarrarse, aquellos cuyos fardos eran más pequeños y ligeros, subieron el ritmo. Cuando el ejército egipcio asomó en la orilla, poco a poco, los maridos e hijos, que hasta entonces habían permanecido cerca de los suyos, también alargaron el paso, mirando atrás, de reojo, con la esperanza de que los más ancianos, los tullidos, los niños y las embarazadas pudiesen seguirles.

Los que se quedaron atrás no tardaron mucho tiempo en comprender cual sería su destino. El ejército de Ramsés estaba cerca y ellos exhaustos. Si en condiciones normales muchos de los allí presentes, a pesar de la ayuda de sus compañeros, hubiesen perecido, solos y con un ejército liderado por un faraón sediento de venganza justo a sus espaldas, eran conscientes de que no les quedaba ninguna posibilidad.  

Entre el grupo de remilgados había un hombre mayor junto a un niño, su nieto. El anciano abrazó al chiquillo mientras luchaba por seguir respirando. Pese a estar exhausto, reunió sus últimas fuerzas para apretar con firmeza contra su pecho la cabeza del niño y susurrarle: “Tranquilo, todo va a salir bien”.

Sin embargo, el chiquillo no se tranquilizó. Lo que hasta ese momento habían sido poco más que sollozos, pronto se volvieron llanto. Y con el llanto empezaron a resbalar las primeras lágrimas por las mejillas del anciano.

El barro ya les llegaba a las rodillas. Sus túnicas, viejas y andrajosas, húmedas y sucias, ahora suponían un lastre excesivo. Y la masa espesa y oscura ofrecía una resistencia que ya no podían vencer. El viejo levantó la cabeza y miró al frente, hacia un futuro que era consciente que nunca alcanzaría. Pero no lloraba por él. Lloraba ante la certeza de que su nieto tampoco disfrutaría de un nuevo amanecer.

A escasos metros, cientos de sus compatriotas compartirían su destino. Mientras unos apuraban sus últimas fuerzas con el único fin de morir un poco más cerca de la otra orilla, otros simplemente se resignaban y se limitaban a rezar a ese Dios que parecía haberles abandonado.

Poco importaba ya, que, a sus espaldas, la avanzadilla del ejército egipcio empezase a retroceder ante la imposibilidad de que sus carros pudiesen abrirse paso entre la mugre. Nadie volvería a por ellos. Morirían de frío, de sed o, simplemente, fruto del cansancio.

A pesar de la cercanía de la muerte, al observar la retirada de los carros de combate, el anciano no pudo reprimir una última sonrisa. Al menos, su Dios había procurado por la salvación de los más fuertes.
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  • 22 de Octubre de 2009 a las 16:52
Nephilim.

«… y los Vigilantes, hijos del Cielo, las vieron y las desearon, y se dijeron unos a otros: "Vayamos y escojamos mujeres de entre las hijas de los hombres y engendremos hijos".»
Henoc. 6, 2.


          Bastardos de ángeles corruptos, los nephilim, gigantes desalmados, siempre insatisfechos, oprimieron a pueblos enteros. Estos enviaron sus lamentos al Cielo.

          Iahvé dispuso: Sariel prevendría a Noé, para que se salvara junto con las semillas del renacer; Rafael y Gabriel encadenarían a los Vigilantes; Miguel, primero de sus arcángeles, anunciaría la inapelable sentencia que caería sobre ellos: la destrucción de sus hijos ante sus ojos, y la ejecutaría.
          Y dijo Miguel:
          - Dejad que sea yo el primero en descender a la tierra y dé el aviso, tal y como se ha dispuesto. Venid luego con vuestros coros y los encontraréis postrados a mi superior autoridad.

          Así, el arcángel Miguel descendió solo a la tierra, mostrando su grandeza a quienes desde abajo lo vieron llegar. Y Shemihaza, líder de los rebeldes, rindió su espada. El enviado habló:
          - Es un gesto que te honra: reconocer mi superioridad y ofrecer tu rendición sin incurrir en más blasfemias. Pues nada podríais hacer tú o alguno de los tuyos para entorpecer mi tarea.
          - Cierto es, mi señor. ¿Cómo podría alguno de nosotros plantar batalla ante quien expulsó al Indigno de los Cielos? Ni aún todos juntos osaríamos.
          Y mucho satisfizo oír esto a Miguel. Anunció a los viles cuál sería su destino con un verbo inflamado, apelando al caudillaje que le otorga el Creador, cuando dos montañas se alzaron tras él apresándole brazos y piernas, y una tercera quebró sus alas. Miguel, inmovilizado por los poderosos nephilim, sufrió el castigo de doscientos truenos, sintiendo por primera vez el dolor de tener un cuerpo.



          Despertó, Miguel, pero nada vio pues la oscuridad era completa, y nada oyó más allá de su respiración. Todo era dolor, que nacía en su espada, pecho y miembros quebrados. El menor movimiento agitaba mil agujas en su interior, como descubrió al intentar alzar el brazo para conocer el mundo a través de ese extraño sentido que es el tacto para un arcángel. Pues, en el Cielo, siendo espíritus libres de las limitaciones de la carne, son la vista y el oído los sentidos regentes. Miguel no ignoraba lo que era el contacto: sentía el peso de los objetos que asía, sintió el baile de los aceros en la Guerra Sagrada, o el calor de la presencia de Nuestro Señor. Pero poco tenía que ver aquel tacto con el que la carne impone. De nuevo se rindió.
          Frío y humedad recorrieron la faz del arcángel mientras dormía, al tiempo que el pulso de sus venas abrasábale heridas y magulladuras. La oscuridad menguaba o crecía sin concierto. La vigilia se confundía con el sueño. El dolor y la desesperación, con una suave presión sobre su frente que se llevaba parte del mal que le afligía. Al tercer día las fiebres cesaron.

          Despertó al alba del cuarto. Su cuerpo seguía roto, mas el dolor había trasmutado en aturdimiento. Observó la estancia en la que se encontraba: una pequeña cabaña de un solo espacio, él en el camastro esquinado, un hogar ceniciento, una mesa baja sobre una alfombra de esparto, una puerta que apenas impedía el paso al viento, y poco más que algunos de los útiles que hacen más fácil la vida a los hombres.
          Pero no pertenecían aquellos a un hombre sino a una mujer, que abrió la puerta y dejó entrar la luz de la mañana. Al ver a Miguel despierto sonrió y se arrodilló a su lado, posando el dorso de su mano en la frente del herido. Retiró los vendajes y limpió las heridas, aplicó ungüentos y volvió a cubrirlas, todo ello en un silencio sólo roto por algún gemido del ángel, que se dejó cuidar admirado por la delicadeza de los movimientos de la muchacha y la suavidad del tacto de sus manos. Cuando terminó, Miguel comenzó a agradecerle los cuidados que le brindaba, pero ella lo interrumpió sellando con el dedo índice sus labios y sonriendo de nuevo antes de salir. Regresó con agua y miel, ahuecó la manta sobre la que descansaba el pecho del arcángel, le cubrió con otra, bendijo su frente con un beso y lo dejó descansar.

          Sucedió una noche. Una corriente se coló por las juntas de los maderos. El arcángel percibió un temblor en su anfitriona, se dio cuenta de que las únicas mantas de la casa estaban puestas a su servicio, y colmó de alabanzas el gesto de la hermosa hija de los hombres, y rompiendo su tácito pacto la llamó para que despertara, y, haciéndolo, se acercó ella a comprobar si algo turbaba su sueño. Miguel levantó la manta, sacó la que se acomodaba bajo su busto y ofreció un lugar cálido para dormir a la muchacha, quien se introdujo con él en el camastro y pronto se quedó dormida.
          El pecho del arcángel nunca encontraría mejor asiento. El perfume de su cabello hizo pensar al vencido que había vuelto a su hogar en los Cielos. La respiración de la niña era profunda, su pulso sereno. La del ángel agitada, su pulso una admonición que empujó a las sensibles yemas de sus dedos hasta toparse con la cadera de la muchacha, que recorrió con sumo cuidado, imbuido de la suavidad de ella a través del fino camisón de lino. La joven despertó y, desprendiéndose de la tela, por cada roce le brindó un beso, y Miguel fue sólo piel, fundido en la piel de ella, y se supo uno junto a Dios en la tierra.
          Varios días y noches más pasaron. Apenas unas leves molestias impedían alzar el vuelo al arcángel, unas leves excusas que le permitían continuar al lado de la muchacha, a la que comenzó a pagar su desprendida hospitalidad con la ayuda que sus brazos pudieron darle. Limpió de maleza los caminos que solía rondar su señora y dejó dispuestas grandes pilas de madera, reparó el tejado de la casa y selló al frío todas las grietas de los muros, y fue feliz viéndola feliz a ella, y se deleitaba recorriendo su espalda con las manos y ella apenas conseguía no romper a llorar sobrepasada de placer entre sus brazos.



          Una mañana se encontró con  Raguel, quien le dijo.
          – Ven conmigo, pues se acerca la hora de cumplir Su voluntad.
          Y nada excusó Miguel, pues nada hay que Raguel de algún ángel no sepa, y sin demora lo acompañó de vuelta. En el ascenso vio Miguel, colgando entre Cielo y Tierra, a los doscientos. Supo Miguel qué miraban y el peso del pecado oprimió su pecho, pues se supo igual a ellos.
          Le ordenó Raguel que esperara en sus estancias. Se retiró Miguel y, viéndose solo, dejó que sus temores afloraran. Y lloró por la suerte de la que había abandonado; y lloró por haberla contaminado; y lloró por la vergüenza de enfrentarse a sus hermanos; y lloró por haber pecado como el más vil contra Su ley; y lloró al saberse indigno de su confianza; y lloró al reconocerse tan soberbio como lo fue el Enemigo; y lloró al saber que no encontraría palabras para hacerse perdonar; y lloró al descubrir que estaba buscando esas palabras; y lloró en busca de perdón, sin percibir el paso del tiempo, hasta que ser perdonado, perdió toda importancia, y sólo cumplir Su voluntad anhelaba.

          Fue conducido hasta la presencia de Dios. Sariel, Gabriel y Rafael dieron parte de la cumplida misión. Al llegar el turno de Miguel, éste levantó apenas la mirada y dijo.
          – Señor, no soy digno de esta lanza y esta coraza, pues os he fallado.
          Los arcángeles se sorprendieron, pues todo mal había sido purificado por obra de Miguel.
          – Levántate – dijo Iahvé – y di: ¿acaso no anunciaste a Shemihaza lo que habría de acontecer, tal y como te fue ordenado?, y, ¿acaso no han depurado tus lágrimas, multiplicadas por las de los cautivos, el mal en que la tierra te mostró? Ve, humilde, a cantar gozoso entre tus pares, pues la Tierra ha renacido para Nuestra mayor gloria.
          Y Sus palabras fueron comprendidas por el primer arcángel, sabiendo su alma prevenida contra los excesos del ego. Y cantó Miguel, alabando la sabiduría de Iahvé.

concursoderelatos
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  • 22 de Octubre de 2009 a las 21:30
La Serpiente

Dos solitarias figuras descansan tumbadas sobre la hierba de un hermoso jardín. Flores de colores y aromas desconocidos para los mortales les brindan paz y un acolchado lecho sobre el que descansar. Mariposas de todos los tamaños revolotean sobre ellos, deteniéndose únicamente sobre alguna extraña flor. Una solitaria libélula espera sobre la punta de un junco a que el temido sapo olvide que la vio pasar para emprender de nuevo su vuelo. El viento mece dulcemente las largas y estilizadas ramas del sauce que les brinda sombra. Un par de juguetonas ardillas corretean alrededor de un viejo roble, recogiendo sus frutos. Cientos de destellos acarician la desnuda piel de la mujer y el hombre que yacen sobre la hierba envueltos por el murmullo del riachuelo que serpentea cerca. Allá donde poses tu mirada encuentras algo hermoso que contemplar.

En medio del jardín, un único árbol se levanta, sin animales correteando a su alrededor, sin más vegetación a su sombra que la hierba. Es un árbol hermoso, de hojas oscuras de un intenso verdor. Sus ramas son de un tono marrón brillante, salpicadas aquí y allá de motitas blancas.

Es el árbol más grande de todo el jardín y sus ramas están curvadas hasta casi rozar el suelo cargadas de cientos de frutas de color amarillento y de piel moteada.

Sobre la hierba, bajo la sombra del llorón, las dos figuras desnudas se sientan mirando directamente hacia el árbol de frutas prohibidas. Ella gira su cabeza hacia él y lo mira con esos ojos oscuros que sólo esconden dulzura. Él le acaricia la mejilla al sentir su mirada y le retira un rizado mechón que cae sobre su frente.

Ninguno ha sentido jamás la necesidad de probar esa fruta, y no porque esté prohibida, sino porque tienen todo lo que necesitan.

Junto a ellos decenas de animales corretean y se acercan al riachuelo a beber. Entre ellos, deslizándose sobre la húmeda hierba y produciendo un inquietante sonido, aparece un ser que nunca han visto.

Por primera vez en su vida, Eva y Adán sienten miedo.

El extraño animal se detiene a sus pies y tras mirarlos detenidamente ataca a Adán clavándole sus afilados colmillos en la mano. Por primera vez Adán siente dolor.

Eva aparta a la criatura de un manotazo y ayuda a Adán a levantarse. Juntos se refugian bajo el árbol de la fruta prohibida. Jamás han visto a ningún animal pasar cerca de él y piensan que ese ser no les seguirá hasta allí.

Pero la serpiente no se marcha, permanece tras el riachuelo sin apartar sus negros ojos de ellos.

El miedo los invade y les impide encontrar una solución a su problema. La sombra de la muerte, que jamás voló sobre ellos, provoca el pánico en Eva.

La mujer decide levantarse y espantar a la serpiente, pero el animal se encara y provoca más terror con su siseo. Pasa el tiempo y Adán comienza a encontrarse mal. Eva no se atreve a apartarse del árbol pues la serpiente la espera junto al río. Desesperada arranca una manzana del árbol y se la tiende sin preocuparse de las consecuencias, necesita alimento.

Cuando Adán da el primer bocado Eva ve cómo la serpiente desaparece entre los matorrales. Las nubes comienzan a cubrir el cielo y por primera vez ambos sienten frío.

Comienza a llover y los animalillos huyen en busca de refugio. Pero Eva permanece junto a Adán. Juntos se quedan bajo el árbol, quedando dormidos al anochecer. Por primera vez sienten frío.

Cuando despiertan observan aterrados que ningún árbol tiene fruta, la que no está podrida está llena de gusanos. Adán está mejor, pero no recuperado. Se levantan y parten en busca de alimento. El recuerdo de la serpiente permanece fresco aún en su memoria, pero ninguno sabe que ella es la culpable de que sientan frío y dolor. Pasan junto al río y comprueban extrañados cómo los animales huyen de su compañía.

Eva y Adán se pierden entre los árboles, conscientes de que pase lo que pase en adelante, nada volverá a ser igual, pero sin descubrir jamás que la fruta prohibida no era la manzana.