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elcubo
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LXXV edición del concurso de relatos: ROBAR (para colgar los relatos)

30 de Enero de 2012 a las 4:11

Serán bienvenidos textos relativos a los robos (de cualquier tipo).


Robar: (Del lat. vulg. *raubare, y este del germ. *raubôn, saquear, arrebatar; cf. a. al. ant. roubôn, al. rauben, ingl. reave).
1. tr. Quitar o tomar para sí con violencia o con fuerza lo ajeno.
2. tr. Tomar para sí lo ajeno, o hurtar de cualquier modo que sea.
3. tr. raptar (‖ sacar a una mujer con violencia o con engaño de la casa y potestad de sus padres o parientes).
(...)
8. tr. En ciertos juegos de cartas, tomar del monte naipes.
9. tr. En el dominó, tomar fichas.
10. tr. Atraer con eficacia y como violentamente el afecto o ánimo. Robar el corazón, el alma.

Todos los relatos deberán narrarnos en mayor o menor medida un robo. Sed originales.

El plazo para la recepción de los relatos terminará el día jueves 09/02/2012 a las 22h.

Los que os acerquéis por primera vez a este concurso, por favor, leed antes las bases o preguntad lo que queráis en el otro hilo que he abierto (comentarios) y os responderé con gusto. También podéis remitirme un mensaje por privado si lo deseáis.
concursoderelatos
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  • 3 de Febrero de 2012 a las 19:40
MANUALIDADES


Nos llamaron de la residencia a las nueve de la mañana. La abuela había muerto a las cinco, eso pone en el certificado, pero pensaron que no merecía la pena despertarnos tan temprano.
La abuela no estaba bien, tampoco para morirse, aunque a su edad, cualquier cosita podía ser mortal. Parecía un simple catarro que se le había agarrado al pecho, eso dice mi madre que fue la última que fue a visitarla el domingo pasado, y resultó ser una pulmonía que no pudo superar.

Ir a ver a la abuela era aburrido, no tenía mucho tema de conversación. No era una de esas ancianas que guardan en su memoria hechos importantes, anécdotas graciosas o vivencias dignas de contar.
No había vivido la guerra, de la postguerra apenas se acordaba, era muy niña, decía siempre, y sólo se había grabado en su memoria el hambre que pasó. Nunca viajó, su familia era humilde y, como solía decir: aunque no lo hubiera sido, no estaba bien visto que una mujer viajara sola y nada se le había perdido en el extranjero. Conoció a mi abuelo con quince años, el viajaba por razones de trabajo y ella esperaba su regreso en casa, sin apenas salir, porque era una joven muy decente y… teniendo novio, qué pintaba ella por ahí con las amigas. Se casó con veinte años y a partir de ahí su vida se limitó a ser esposa y madre. Nunca trabajó fuera de casa. Los sesenta fueron la continuación de los cincuenta y la antesala de los setenta. La muerte de Franco le afectó tanto como "la movida", es decir, nada. Cuando mi madre y mis tías ya vivían sus vidas en sus casas y mi abuelo murió, todos pensamos que se derrumbaría, no le encontrábamos sentido a su vida y creímos que tampoco ella sería capaz de dárselo.

Se apuntó a un curso de manualidades que daban en el barrio. Acudía con un par de vecinas a las que conocía desde siempre y que se encontraban en una situación muy parecida a la suya: viudas setenteras con mucho tiempo libre y pocas aspiraciones.
Se especializó en modificar láminas de cuadros. Las compraba a granel y las trataba para que parecieran cuadros pintados. Después, con un marco de los chinos, les daba el toque final y aumentaba su colección privada de obras de arte. No le quedaban demasiado mal y al principio nos hacía ilusión que nos regalara alguna de sus creaciones. Era entrañable, supongo que algo parecido a cuando un hijo regala una manualidad en el día de la madre o del padre; no importa si es bonito o útil, lo que importa es que lo ha hecho “el niño”. A mí me dio de primeras “El Hombre de Vitrubio” y “La Gioconda”. No pasaban ni por malas copias, pero los había hecho la abuela, así que los colgué en mi habitación con gusto. Pero después la afición comenzó a ser molesta. Parecía que cobrara por piezas acabadas y nos tenía a todos saturados con cuadros que ya no sabíamos dónde esconder.

En el 2004 nos sorprendió a todos diciendo que se había apuntado a un viaje. A Noruega, nada menos. Le costó una pasta incluso con los descuentos que tenía por ser vieja. Yo pensé que ese dinero habría lucido mucho más si el viaje me lo hubiera pagado a mí. Después de todo, ella ya no estaba para muchos trotes y… si se había pasado la vida sin hacer nada… ¿qué sentido tenía empezar a hacerlo ahora? Ya nadie le iba a devolver el tiempo perdido, me parecía una tontería ese intento tardío por recuperar algo que… ¿no había podido vivir antes?
Cuando regresó llegó con  un montón de láminas del Museo Munch, seguro que había tenido que comprar una maleta para meter todo aquello. Venía contenta porque el robo al museo se hizo al día siguiente de su visita, si los ladrones se hubieran adelantado un poco no habría podido disfrutar de aquellas obras de arte.
Se enfrascó en preparar nuevos cuadros, su casa se convirtió en una versión cutre del museo noruego.
Creo que fue por entonces cuando empezó a perder la cabeza. Desvariaba y se le olvidaba hasta su nombre algunas veces. Mi madre y mis tías, después de darle muchas vueltas, pensaron que la mejor solución era una residencia.
Se lo comunicaron en un momento de lucidez y no sólo lo entendió sino que estuvo de acuerdo en que era lo más apropiado dadas las circunstancias. La lucidez no duró demasiado, pues inmediatamente empezó a preparar sus cuadros para llevárselos consigo. Conseguimos que comprendiera que iba a estar en una habitación compartida y que toda su “pinacoteca” no iba a tener cabida. Aun así, no hubo forma de que se desprendiera de la” Madonna” y “El grito”. Los colgamos en su  parte del dormitorio y allí han permanecido hasta hoy.
 
Ahora tenemos que recoger sus cosas. Mi madre y mis tías están en el tanatorio y yo me he subido con mi primo para hacer la limpieza. Las cosas del cuarto de baño las hemos metido en una bolsa de basura para tirarlas. La ropa, en la maleta que tenía en el armario; la llevaremos a algún centro benéfico. Y los cuadros… mi primo los ha descolgado y me los ha cedido con una sonrisa burlona.
Los he cogido y los he mirado de cerca. No están tan mal, parecen cuadros de verdad, creo que es de lo mejorcito que ha hecho la abuela. Dan el pego. Creo que quitaré los “Leonardos” de mi dormitorio y pondré los “Munch”.


                              ESCÁNDALO EN EL MUSEO MUNCH

Al iniciar los trabajos de restauración de las obras robadas en el 2004, descubren que son simples láminas tratadas con barniz.

Ni siquiera los ladrones conocían el engaño. Según informes de la policía, es posible que los auténticos cuadros fueran sustituidos por estas farsas antes de que se llevara a cabo el robo. Fuentes acreditadas del museo nos confirman que las medidas de seguridad no eran las más adecuadas…

concursoderelatos
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  • 4 de Febrero de 2012 a las 9:12
El tiempo, la espada y la rosa

Las  lápidas se erguían por entre la frondosa maleza, y las flores, como pequeños pezones, salpimentaban el lugar. El único sonido que inundaba ese recodo de paz era el lejano murmullo del embravecido mar, y el del loco canto de la selva que se alzaba amenazadoramente por detrás del cementerio. No había ninguna cadencia que pudiera romper esa monotonía. Hacía años que nadie se paseaba por ahí; quizás, demasiados, y demasiada soledad para las pocas estatuas que aún quedaban en pie, y que como grisáceos espíritus de suplicantes miradas, lanzaban sus mudas plegarías al cielo.
 Pero hubo un tiempo en que las cosas fueron diferentes… Un tiempo en que los dueños de los esqueletos blandían sus espadas, teñidas de sangre, por el vasto océano; y el clamor de sus cánticos conseguía helar el corazón más ardiente. Cuando el bramido de los cañones sembraba el terror, y la vida y la muerte bailaban juntas en la pasarela de algún barco. Pero hasta esas viejas carcasas de infernales bocas, encontraron su cementerio particular en el fondo del mar, donde sus maderas siguen custodiando los secretos de aquellos a los que pertenecieron: hombres que se dedicaron, en cuerpo y alma, al saqueo y al robo; y, que ebrios de libertad, soñaron con el mayor de los tesoros: ser esclavos de sus pasiones.   
Pero el tiempo se encarga de todo: deshace entuertos, pone a cada uno en su lugar, ensalza a al héroe y mata al villano. 
Así pasó, y ha de pasar. 
Ahí, en esa tierra olvidada por todos, en un islote en medio del océano, descansan los huesos de esos hombres que fueron, para muchos, el terror de los mares. Pero acaso, ¿alguien los llora, los recuerda, los extraña?
De tanto en tanto, un pobre pescador descubre esa isla y deja que las cálidas aguas del pacifico bañen sus pies. Entra en la selva sin oír el lastimero canto del viento cuando entona una triste balada de amor: de cómo un intrépido hombre murió antes de que el frío acero de una espada, lo traspasara. Pero él sigue adentrándose en esa tierra indómita: aparta una liana, esquiva un tronco, se agacha y trepa, lo que haga falta para descubrir qué esconde esa maraña de vegetación. Y cuando su cuerpo, sudoroso por el esfuerzo, está a punto de caer, se abre ante él una gran explanada de espíritus encurtidos en viejas lápidas que apenas y si conservan los nombres de los que custodian: son como libros sin páginas. 
Pero, ¡Ay, del tiempo! capricho de dioses, que no siempre juega el mismo papel para todos. 
 En el centro de ese viejo y olvidado cementerio, yergue una estatua de singular hermosura. Sus ojos, ciegos, claman justicia a los dioses reclamando lo que un día fue suyo, y un pescador les robo: su visión, dos pequeñas esmeraldas. Su mano derecha sujeta con ternura una rosa de cristal, mientras que la izquierda, en su día, contenía una espada de bella empuñadura, que acabó en las manos de un rapaz anticuario. Al pie de la estatua hay un bello refrán que canta así: “A quién espada hiere, muere desangrado. A quién una espina desgarra, muere de amor”.
El tiempo no perdona, el hombre tampoco. Y si encuentra algo suculento, goloso, que pueda apaciguar sus ansías, sean cuáles sean, lo coge para poseerlo, si preguntar, sin saber, sólo por tener. Así, esa estatua fue perdiendo todo de cuanto valor podía poseer: sus ojos, la espada…, hasta el refrán se lo robaron por un instante de gloria; pero nadie, en todos los años que pasaron y han de pasar, se adueñó de la rosa… 
concursoderelatos
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  • 4 de Febrero de 2012 a las 10:00

La aventura de mi amigo

Siempre fue un buen amigo. Nos teníamos confianza a esa edad juvenil en que gustas de contarlo todo, compartir buenos y malos momentos, fiestas pero también preocupaciones. Teníamos poco más de veinte años. Por entonces era técnico especializado en instalaciones de tráfico y viajaba con frecuencia de un lado a otro. Un día me dijo:
- He conocido una chica, voy en serio con ella.
Me extrañó porque le había conocido muchas aventuras antes de aquella Isabel de la que empezó a hablarme.
Resultó que la había encontrado en un pueblo de la provincia de Burgos. Él siempre fue un hombre cordial con todos, sabía manejarse con la gente, no era raro que se reuniera con los que le encargaban el trabajo allí (normalmente, personas del Ayuntamiento) y tomara unas cervezas. Pero el cómo entró en relación con esta Isabel nunca llegó a decírmelo. Sin embargo, me daba tantas explicaciones de aquel viaje, detalles sin importancia en los que se detenía de tal manera, que empecé a sospechar que algo le inquietaba.
Se lo dije directamente, teníamos confianza para eso. Ella era muy pueblerina, me dijo, no tenía mucha educación tampoco, ni siquiera había terminado el bachillerato. “Un diamante en bruto” sostuvo, forzando el entusiasmo. Algo me sonaba mal pero no sabía qué exactamente. Al tiempo, le veía aparentemente tan entusiasmado que no me atrevía a ponerle las objeciones que empezaba a formular para mí mismo.
Una tarde en que quedamos con toda la peña, me comentó que Isabel vendría con nosotros por primera vez. Para entonces, él le había buscado un trabajo en Madrid. Me lo había dicho en la cara, con cierto desafío:
- Está trabajando ayudando en la casa a mi tía, que vive sola. Quiero que estudie secretariado, que progrese.
Le dije que estaba bien pero las campanas de alarma seguían sonando.
La chica era rubia, no muy expresiva, se la veía tímida frente a todos los amigos desenvueltos de su novio. Me quedé sorprendido al verla llegar con una capa de maquillaje mal repartida, unos labios rojos de carmín que destacaban sobremanera en su cara tan pálida. Cuando fuimos a tomar algo a un bar Loli, siempre tan buena gente, se la llevó al cuarto de baño para que volviera mucho más presentable. “Esta chica no sabe pintarse” me dijo en un aparte, en voz baja.
Mi amigo estaba nervioso por ella, se daba cuenta de que no encajaba, el contraste entre la informalidad de sus amigos y el envaramiento de Isabel era notable. Ella me dio algo de pena, estaba como un pez fuera del agua, sin atreverse a hablar apenas. Hicimos todo lo que pudimos para que se encontrara bien.
Pasó el tiempo y la relación continuó, ella empezó a venir con nosotros, cuando lo hacía, vestida de otra manera, la cara casi limpia, parecía adaptarse a nuestro estilo. Mi amigo, sin embargo, se encontraba cada vez más nervioso. Me habló de que ella no quería estudiar, de cuando perdió la virginidad con él, algo que no le había confesado que aún conservaba, de los regalos que le hacía continuamente.
- No sé de dónde los saca, pero debe estar gastándose todo el dinero que le da mi tía en hacerme regalos.
No le gustaba pero no sabía cómo rechazarlos, decirle al menos que se contuviera.
- Además –añadió-, quiere que estemos continuamente juntos, no me deja ni salir por mi cuenta a nada. Como en su pueblo -concluyó.
Se lo comenté a Loli. Me dijo:
- Eso no va a durar mucho. Ella se está agarrando a él.
Un día mi amigo me buscó en casa. Hacía días que no sabía de él. Salimos a dar una vuelta, nos tomamos una cerveza. Me contó una extraña historia.
- Era una ladrona…, sí, como lo oyes -insistió al ver mi cara de sorpresa-. Todos los regalos que me hacía eran de casa de mi tía. Ella empezó a darse cuenta hace poco y a vigilarla, le encontró varias de sus cosas guardadas en la maleta de Isabel.
Le pregunté dónde había ido a parar la chica.
- La llevé al pueblo de vuelta. Todo el camino ella llorando, que lo había hecho por mí, para que la quisiera… ¡qué mal rollo!
Me dio pena aquella pobre muchacha enamorada.
- En el pueblo muy mal –continuó-. La llevé a su casa. Su padre me amenazó, salió el hermano, tuve que irme casi por pies. Diciéndome que la había deshonrado… ¡coño! Cuando le dije que viniera a Madrid bien contentos que estaban de deshacerse de ella.
Nunca volvimos a hablar de Isabel, no sé qué sería de su vida en el pueblo, señalada para siempre como aquella que marchó a Madrid y de allí volvió como una perdida y una ladrona. Sé que aún escribió a mi amigo una carta varios meses después, haciéndole promesas, pidiéndole que fuera a buscarla, pero éste no quiso saber más. Para entonces ya salía con otra.

concursoderelatos
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  • 7 de Febrero de 2012 a las 21:49
(Este Relato ha sido modificado por la autora, después de celebrarse las votaciones)



NO TE METAS EN LÍOS

A Boni le gustaran mucho las angulas y además, aquellos minúsculos pececillos eran un buen pico para el presupuesto familiar. Cada otoño, al anochecer, salía de casa con su farol, cedazos,  un buen trozo de queso y pan en la cesta y la bota de vino colgando del hombro. Bien abrigado, aunque sabía que le tocaría pasar frío y que los huesos le dolerían durante una buena temporada. Se sentía bien. En su casa se acostaban como las gallinas, a las nueve todo el mundo, personas y animales, ya dormían en el caserío.

Con la boina bien calada hasta las cejas, bajaba por la cuesta hacia Las olas, la playa de su pueblo y luego, por el paseo marítimo, a buen ritmo se encaminó hacia la embocadura del río, allí donde moría fundiéndose con el mar. Sentado en el pretil, su amigo Boni vigilaba el sedal de las cañas, atentamente.
-    Aupa Txomin! ¿Qué tal la pesca hoy?
-    Ya sabes Boni, no hay mucho que pescar. Pero algo siempre cae: hoy una mojarra y dos lubinas de buen tamaño. Espera,  que recojo y me voy contigo, que quiero ver si encuentro algún lenguado en la entrada de la ría. Te veo con el farol, así que irás a angulas, seguro. ¿Cuándo vas a decirme por donde las pescas?

Txomin y él eran vecinos desde hacía muchos años; vivía en el caserío Mendigoikoa, que lindaba con sus tierras de pastos y siempre se habían llevado bien. El deporte favorito de Mendi era indagar  dónde echaba Boni Aurtenetxea, del caserío Aspaldiko, los reteles. Porque el de Aspaldiko era una leyenda entre los anguleros.  Boni llevaba saliendo a pescar aquellos diminutos pececitos desde que pudiera recordar; su aitxitxe le llevaba en su barca y pasaban la noche parados en medio de la ría, silenciosos y expectantes, a la espera, como dos depredadores vigilando a su víctima.

Las angulas son peces curiosos, dicen que son las crías de las anguilas, estas desovan en lugares muy alejados del pueblo de Boni, pero las corrientes y el tiempo acaban empujando a los pececillos hasta aquel  mar frío, para luego hacerles subir de nuevo, buscando remansos para transformarse en lo que serán de adultas.

-    Agur Txomin, que tengas suerte en la pesca, ya me dirás pues – Boni no gastaba demasiadas palabras. Le gustaba más escuchar que hablar.
-    Gero arte, Boni. Veo que hoy tampoco, eres un zorro que se esconde bien. Pero si quieres te acompaño jajaja…
-    No, prefiero estar solo que tú no callas, jeje eres lo más parecido a una vieja cotilla.

Podía quedarse en la orilla, buscar los recodos por donde él sabía que las angulas descansaban de su viaje, dudó un momento si quedarse en la allí o remar al centro de la ría y esperar pacientemente a que la corriente empujara a las angulas que aún eran jóvenes y se dejaban arrastrar. Optó  por lo último y remó despacio. Lo primero que hay que tener para ser angulero es paciencia y mucho aguante a las inclemencias del tiempo. Él tenía todo eso y una cabeza que siempre estaba dando vueltas a las cosas. Pensó en el dinero que sacaría por la pesca de aquel día. Si era buena le sacaría un puñado de duros a Gervasio el del restaurante La Gaviota y también al alcalde, que siempre le tenía dicho que las primeras debían ser para él. Incluso podría llevarle algún kilito a la Martina la pescadera, para que las vendiera a la mañana en su tienda al triple de lo que le había pagado a él. Eso sería suficiente para pagar al Joseba, porque si no le daba lo que le debía, este no dudaría en reclamárselo y se enteraría Itxaropena de que había vuelto a jugar y de nuevo había perdido. No quería pensar en ello, porque esperaba solucionarlo y nadie lo sabría. Joseba era un bruto a todas horas, pero mucho más cuando alguien le debía dinero del juego y no le pagaba; él también tenía que dar cuentas a los mafiosos de las apuestas y estos no se andaban con bromas si las cuentas no estaban claras. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, no sabía si de miedo o de frío.


A eso de las seis de la mañana la cesta estaba a medias, envueltas en el lienzo blanco habría unos cinco quilos de angulas; no serían suficientes, pero aquella noche ya no daría más de sí. Tomó los remos y empezó a aproximarse a la orilla. Aún estaba oscuro cuando vio una lucecita que temblaba en el recodo; alguien pescaba por allí; ¿Quién se atrevía? nunca había visto a nadie en aquel lugar; todo el  mundo sabía que aquella era, más o menos su zona. Respetar  el lugar de trabajo de los demás, era una ley no escrita. Dejó que la corriente arrastrara silenciosamente la embarcación hacia la orilla y echó una ojeada a ver si veía al ladrón.  No había nadie, así que decidió meterse entre los arbustos para pescarlo in fraganti. Escondido allí, como un furtivo, pudo verle, recostado en el tronco de un árbol cortado, con las manos sujetas tapándose el estómago, plácidamente dormido. Sin meter ruido se paró frente a él y vio que no le conocía de nada. Miró en su cesta y comprobó que había hecho una buena captura, claro, se dijo, cómo voy a pescar yo.

Estaba furioso, aquel hombre le había robado lo suyo. Ya se iba con mucho sigilo para no despertarle, cuando lo pensó mejor y volvió sobre sus pasos, metió la mano en el cesto y sacó el atadillo de angulas y se alejó de allí.

A media mañana, todo el mundo hablaba en el pueblo de la suerte del Boni, que había pescado como unos diez kilos de angulas aquella noche y había recibido buenos duros por ellas. En aquel lugar no había secretos fáciles de guardar, así que no pudo ocultárselo a  Itxaropena que, en cuanto lo supo, tomó aquel dinero y lo guardó en la caja metálica cerrada con un candado, que escondía en algún lugar del caserío, tan secreto que ni el mismo Boni lo conocía. Lo buscó por todos lados, pensando que si podía encontrarlo y coger lo que debía, luego ya le contaría  a su mujer algo para convencerla, pero sobre todo, quería que no se enterara de que había vuelto a jugar y tenía deudas de nuevo. Bastantes disgustos habían tenido ya  en otro tiempo a causa de ello. Y, sobre todo, porque le había jurado que no volvería a apostar en el frontón nunca.

Empezó a no dormir por las noches como entonces, no sabía qué hacer para salir del apuro. No se atrevía a salir del caserío, por temor a encontrarse con el bruto de Joseba y le reclamara el dinero, sin importarle si Itxaron se enteraba o no. Una y otra vez se preguntaba para qué le había servido robar a aquel hombre. Por más vueltas que le daba a la cabeza no veía ninguna solución. Lo más sencillo era haberle contado todo a su mujer y ella le ayudaría, pero no podía hacerlo, no tenía derecho a darle aquel disgusto, después de que la última vez, había estado a punto de perder el Caserío a causa de las deudas.
 

El miércoles fue un día horrible, amenazaba lluvia y empezaba a hacer frío. Boni había madrugado bastante, sacó las vacas al río  y las dejó en los pastos de arriba. Vio al hombre recostado en un árbol del camino, entretenido en limpiarse las uñas con mucho cuidado, con una navaja de hoja corta y bien afilada. Cuando se cruzaron, Boni se quitó la boina y saludó: egun on.  El hombre le miró fijamente y sin decir una sola palabra, se acercó a Boni y le clavó la navaja en el vientre.
-     ¡Cabrón!  - Le dijo - te vas a acordar de mí por robarme mientras duermo.
Boni apretaba la herida, mientras veía la sangre que brotaba entre sus dedos. Se lanzó contra aquel hombre y a cabezazos consiguió hacerle correr, antes de irse, hizo una cruz con los dedos y la besó, diciendo:
-    Te vas a arrepentir de esto el resto de tu vida. ¡Como me llamo Agustín!
De nuevo el pueblo se vio alborotado con la noticia: Boni estaba en el Hospital en la ciudad, muy grave y no se sabía cómo acabaría aquello. Todo el mundo hablaba: que si había sido una cuchillada, que si un tiro, otros decían que se había caído por el acantilado.

 Joseba secaba los vasos en la barra de su bar, murmurando :
-    Me cago en todo lo barrido! este cabrón es capaz de morirse con tal de no pagarme lo que me debe. Y a ver que hago yo cuando vengan los Pepes a cobrar.





concursoderelatos
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  • 9 de Febrero de 2012 a las 10:50
El robo que cambió el mundo

     En ocasiones se cometen robos que la prensa sensacionalista (y la otra también) no dudan en calificar como “el robo del siglo”. Son muy libres de hacerlo. Pero yo los considero meramente trabajillos de aficionados. Eso de alejar por unos días a los inquilinos del pequeño taller situado en un edificio próximo para poder excavar un túnel hasta la cámara de seguridad de un Banco es más propio de novelas o películas que de un plan auténtico, serio y meditado para llevar a cabo un gran robo. Si hasta Woody Allen parodió ese tipo de atracos en su peli aquella de los granujas de medio pelo. O el detener la marcha de un tren correo cargado con valiosos bonos para desvalijarlo con tranquilidad, o el penetrar en el interior de archivos ultrasecretos para robar documentos potencialmente de gran valor. Todo ello puede parecer para algunos merecedor de que lo llamen “robo del siglo”, sin importarles, por lo visto, que en el mismo siglo se hayan dado ya tres o cuatro robos como esos.

     Pero en general yo no comparto la opinión de periodistas y políticos. Esos robos supuestamente audaces suelen producirme únicamente un malestar que, de tenerlo, equipararía a un dolor de estómago, al pensar en tantas cosas que suelen hacerse mal y entender que, de pura chiripa, no llevaron al traste sus asuntos. Fueron, en general, trabajos de unos chapuceros indecentes con suerte. Nada más.

     El verdadero robo del siglo, del milenio, de la era de los seres humanos me atrevería a decir, ese robo lo llevé a cabo yo. Y si estoy orgulloso no es por lo complicado o trabajoso de su ejecución. No. Ni por lo audaz y arriesgado de la empresa. Tampoco. Simplemente por lo ingenioso y sencillo de mi plan y por el formidable alcance de las consecuencias que mi robo tuvo para nuestro planeta. Desde la perspectiva que me da existir en eso que otros llaman el “más allá” o “la otra vida”, contemplo el tiempo como un extenso y formidable paisaje y pocos actos veo que tengan parangón con mi audaz pero sencillo robo.

     Me enorgullece ver al género humano logrando un entramado social casi perfecto, basado en la secularización y con la laicidad como principio. Los valores de la ética y de la moral humana prevaleciendo sobre prejuicios y supersticiones religiosas. Al menos entre la mayor parte de los pueblos civilizados de occidente.

     ¿Qué hubiese sido de esa pobre gente si no llego a intervenir en forma tan decisiva en aquellos momentos? Si bien los panteones con numerosas divinidades no dejaban de ser un lastre, tenían por lo menos la ventaja de que la mayoría de sus diosas y dioses asumían una cierta proximidad a los humanos, y siempre podía encontrarse alguno que nos conviniese para nuestros proyectos o intenciones. En cambio, el monoteísmo, poniendo tanto poder en una sola figura, poder que sería luego ostentado por unos cuantos supuestamente elegidos, era un peligro muy serio para el progreso y e incluso para la vida de los librepensadores.

     Bien. Creo que hice lo correcto. Me limite, sencillamente, a robar un pequeño borrico que se hallaba atado a un árbol justo al lado de una sencilla fonda cerca de Jerusalén. El pequeño grupo de hombres jóvenes que almorzaban en aquellos momentos, salieron poco después y vieron que había desaparecido el pollino con el que pensaban entrar de forma triunfal en la ciudad a su líder, un joven visionario de unos treintitres años, al que no entendían muy bien cuando hablaba, pero que entre parábolas y acertijos parecía estarles prometiendo un reino eterno o algo por el estilo. Al ver que les habían robado el burro soltaron primero unos cuantos tacos y algunos reniegos. Pero enseguida se lo tomaron a broma. Recuerdo que uno de ellos, Tomás, que sabía tomarse todo muy bien y era más crédulo que listo, salto diciendo:

     − ¿Sabes, maestro? Será mejor que dejemos para otra ocasión lo de la entrada en Jerusalén y las ramas de olivo, las palmas y todo eso. ¿Por qué no nos vamos a pescar un rato al lago y nos enseñas un poco a caminar sobre las aguas?
     − ¡Eso, eso! ¡Vamos al lago, vamos!

     Sólo me queda decir que aquello supuso una aplazamiento sine die de los planes del líder que, encogiéndose de hombros, había seguido a su amigos hacia la orilla del lago de Tiberíades, tomando del brazo a uno de ellos que parecía algo preocupado.

     − Vamos, Judas. Alegra esa cara. ¡Parece que te hayan robado treinta monedas, tío! No hay para tanto, hombre. La verdad es que me han dicho que en Jerusalén si no les caes bien y tienes la desgracia de que te encarcelen puedes pasarlo muy mal. Un auténtico vía crucis, por lo visto.

concursoderelatos
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  • 9 de Febrero de 2012 a las 12:03
                                                                                     El portador del fuego

—¿Queréis saber más de los Uhmales?— preguntó nada más cerrar la puerta tras ella.

Llevaba un par de semanas explicando las aventuras de una tribu nómada inventada que recorría el valle de un río recolectando alimentos. Había contado a sus alumnos como la necesidad los obligó a fabricar las primeras herramientas; primero de madera y después de hueso y piedra. Les había hablado de una tribu en la que todos eran iguales, sin jefes. Sabían que tenían una comunicación muy primaria, y que nos incomodaría lo gutural de su lengua. Marta intentaba imitarla porque creía que era mucho mejor conseguir que se imaginaran y vivieran las cosas; despertar su interés para que su curiosidad hiciera el resto. Se tomaba muchas molestias para que esos niños visualizaran las historias y había surgido efecto. Sus alumnos ya se habían familiarizado con esa tribu y esa época sin prestar atención a fechas y lugares que iban a olvidar de todos modos.

—Ha llegado el momento de que os hable de Uhmae— dijo tan seria como pudo.
—¿Quién era, Marta?—preguntó Alberto—. ¿Un enemigo de la tribu?
—No. Uhmae era el chamán.
—¿Qué es un chamán?— preguntó Cristina.
—Un chamán es como un hechicero. Un mago. Hasta ahora, os he contado como nuestros amigos viajaban recolectando frutos y raíces. ¿Os acordáis que Uhneor había aprendido a hacer una trampa para cazar? Ya no tenían que conformarse con animales muertos; conseguir carne dejó de ser un problema. El problema era cocinarla.
—¡Necesitan fuego!— interrumpió Javier emocionado.
—Y no sólo para cocinar—contestó Marta—. Necesitan el fuego para calentarse. Descubrieron que  puede hacer su vida mucho más fácil. Si es que conseguían encontrarlo… A veces, durante una tormenta, un rayo prendía fuego a unas ramas y eso les servía. Fijaban su campamento cerca e intentaban mantener la hoguera encendida. Mientras encontraban comida cerca y el fuego seguía encendido se quedaban a vivir junto a ella. Si la comida se acababa o se apagaba la hoguera, seguían viajando.
—¿Y no sabían hacer fuego frotando una piedra?—preguntó Toni.
—No tardaron mucho en aprender. Pero no siempre supieron.
—¿Y no era mejor quedarse en algún sitio y mantener el fuego? ¿Aunque tuvieran que andar más para buscar comida?
—Hicieron algo mejor— después hizo una pausa y se forzó para poner el tono más grave del que era capaz—. Le pidieron al chamán que fuera el portador del fuego.

Los niños abrieron los ojos con expectación. Todos se callaron al escuchar que la voz de Marta había abandonado su dulzura habitual. Algunos se aguantaban la cabeza con ambas manos, otros abrían la boca exageradamente y otros se movían nerviosos en su silla. En ninguna otra hora la clase de quinto A iba a estar tan silenciosa.

—Uhmae se sentía muy orgulloso de la tarea y se esforzó, como nunca se había esforzado, en construir una caja para transportar el fuego. Era una estructura hecha con ramas y pieles que tenía una pequeña piedra plana en el fondo. Se la colgaba del cuello y la dejaba reposar en su barriga.. En la piedra, Uhmae dejaba arder lentamente pequeñas ramas que él mismo seleccionaba. Eran de un arbusto que ardía muy despacio, con muy poca llama y menos humo.

>>Durante sus largos desplazamientos, Uhmae llevaba el fuego y comprobaba continuamente que no se apagara. En cierto sentido, era como si cuidara de un niño pequeño, meciéndolo y alimentándolo. Se sentía bien por ello; por esa conexión tan extraña que había establecido con uno de los elementos. Se convirtió en la persona más importante de la tribu y cuidar el fuego se convirtió en su única obligación. Cuando encontraban algún lugar para quedarse o cuando paraban de noche, todos buscaban leña y Uhmae encendía una hoguera. Cantaba y bailaba para que los dioses despertaran la rabia que el fuego llevaba en su interior. Pronto lo imitaron los demás Uhmales y encender la hoguera se convirtió en el rito para celebrar que habían vencido a su propia era.

>>Raras veces se cruzaban con otras tribus y hasta entonces, solían ignorarse mutuamente. Pero un día un grupo de hombres llegó a su cueva guiado por el tono anaranjado de las paredes de la montaña. En una época en que las posesiones no tenían sentido y las ambiciones no abarcaban más que la comida, buscar era el único objetivo.

>>Hacía demasiado que una tormenta no regalaba fuego a la tribu de Grepsto. Habían andado durante horas hacia la montaña iluminada y, cuando vieron la hoguera, corrieron hacia ella gritando. Cuando nadie tiene nada, se establecen lazos de pobreza; cuando nadie tiene nada, tener el fuego es una provocación. Todos los Uhmales se apartaron asustados al ver que Grepsto y sus amigos se ponían ante la hoguera gruñendo y haciendo aspavientos. Era la primera vez que otra tribu les atacaba y no sabían cómo actuar; no habían aprendido a defenderse. Grepsto cogió un palo de la hoguera y sin pensar mucho en lo que hacía arrojó arena con los pies hasta que consiguió apagarla. Sólo el palo que había robado seguía encendido. Lanzó un último gruñido mirando a su tribu rival amontonada contra la pared y salió corriendo levantando el tronco ardiendo como símbolo de victoria. Sus compañeros imitaron el gruñido y corrieron tras él.

>>Uhmae conservaba el fuego dentro de su caja y eso lo tranquilizó, pero algo había cambiado para siempre y comprenderlo lo asustó. Nada volvería a ser igual y, mientras ellos tuvieran el fuego, siempre habría quien se lo quisiera robar. Desde aquel día toda la tribu se organizó para poder vigilar el fuego. Cuando viajaban, un grupo de hombres rodeaba a Uhmae armados con palos y piedras. Se sentía incómodo con tanta vigilancia pero asumía que el valor de su carga merecía ciertos sacrificios. Las hogueras sólo se encendían en las entradas de las cuevas y siempre había un grupo de hombres vigilando. Mantener el fuego requería un esfuerzo de todos los miembros de la tribu y no podían permitir que alguien lo tuviera sin merecerlo. Habían convertido el fuego en su tesoro y al resto de tribus en ladrones; poseer el fuego los había convertido en un una tribu distinta. Mejor.

>> Cuando el frío y las nieves llegaron, los Uhmales empezaron a sufrir ataques esporádicos. El fuego era mucho más que un capricho cuando las temperaturas empezaron a caer. Cuando el viento venía de los glaciares no había cueva ni pieles suficientes para abrigarse y todas las tribus querían el fuego para poder sobrevivir. Uhmae sabía que muchos matarían por tenerlo.

>>Aunque sus enemigos deberían estar debilitándose por el invierno, en cada ataque perdían algún guardián. Proteger el fuego era cada vez más difícil y empezaba a pesar cada vez más. Pero Uhmae también sabía que la tribu vivía mejor desde que él era el portador; no se ponían enfermos por comer carne cruda ni por pasar frío en las cuevas. No podía permitir que se lo quitaran; tenían que resistir hasta el verano y le pidió al fuego que le diera el coraje suficiente.

>>Una noche sintieron la presencia de la otra tribu muy cerca de su cueva  y ninguno sabía muy bien qué hacer hasta que un chico joven se acercó a la hoguera y empezó a echar tierra encima hasta que consiguió apagarla. Uhmae sintió cierto alivio, pensando que eso alejaría a sus enemigos, pero cuando escuchó los gritos cargados de rabia acercándose comprendió que no había sido buena idea quietarles la hoguera que tanto anhelaban.

>>Entre tanto alboroto nadie se percató de que Uhmae abandonaba solo la cueva. Odiaba dejar a sus compañeros antes del ataque pero no podía poner en peligro aquello que los estaba manteniendo. Lloró sabiéndose traidor y corrió a oscuras durante unos minutos hasta que llegó a otra cueva suficientemente grande como para poder esconderse. Las lágrimas habían limpiado dos surcos en su cara eternamente sucia para cuando entró en la cueva, tan adentro como pudo, recorriendo un pasillo oscuro que parecía no tener final. Sólo escuchaba su pulso y su propia respiración entrecortada por los sollozos. Cuando se detuvo, asustado, volvió la vista a la entrada para asegurarse que nadie lo seguía. La oscuridad era menos intensa fuera de la cueva y no veía sombras ni movimientos sospechosos. Convencido de estar a salvo, el pulso volvió a disminuir. Su respiración se volvió menos ruidosa y pudo encontrar el silencio de nuevo. Pronto pudo comprobar que la suya no era la única respiración que se oía en la cueva. Ahí estaban escondidas las mujeres de sus enemigos que le quitaron la caja, el fuego y la vida.

>>El fuego tenía un nuevo dueño: una nueva tribu que no sabía mantenerlo y portarlo. Así que tardó muy poco tiempo en morirse. Otras tribus aprendieron a portar el fuego hasta que un niño, jugando con dos ramas secas, prendió un montón de paja.

—¿Y por qué no les dieron el fuego?— preguntó Laura —. Es absurdo morir por eso.
—Porque ellos lo necesitaban para cocinar y calentarse— contestó Marta, esperando que Laura fuera un poquito más allá.
—Pero ellos sabían hacer más fuego con fuego. Podrían haberles dado un poco sin perder el suyo.
—¿Por qué creéis que no les dieron el fuego si podían tener tanto como quisieran?
—Porque habían sido malos cuando los atacaron—respondió un niño convencido de su respuesta.
—Porque no sabían cómo dárselo. Uhmae sólo tenía una caja— contestó otra niña al ver que Marta no daba la respuesta por buena.
—Porque querían ser los únicos que tuvieran el fuego—dijo Antonio que llevaba un rato pensativo. Marta sonrió y evitó añadir nada más. Era el momento de que su imaginación y su curiosidad hicieran el resto.

concursoderelatos
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  • 9 de Febrero de 2012 a las 16:51

CUALQUIERA TIEMPO PASADO…
Un día y otro día, un mes y otro mes. Pasea por el patio de la prisión en línea recta de un muro a otro y vuelta atrás. Sólo que lo hace como siempre ha sido entre los reclusos, deteniéndose y girando dos pasos antes de la pared: para quedarse con la sensación de que no es el muro el que detiene su paseo, para autoengañarse pensando que ha dado la vuelta ahí por propia voluntad.
    Sabe los pasos exactos que hay y sabe que son siempre los mismos. Sin embargo, cada vez que va y viene sabe también que le quedan menos paseos que dar porque se va acortando el tiempo de seguir ahí.
   -A ti lo que te pasó es que te quedaste obsoleto.
   A veces detiene sus paseos y se para a hablar con uno u otro.
   -¿Y eso qué quiere decir?
   El de la palabra rara es un preso de los finos. Dicen que era director de una sucursal bancaria y que un día se cansó de limitarse a ver pasar el dinero delante de sus narices. Y mantiene el respeto de los demás presos a base de darles cigarrillos:
   -Pues eso, obsoleto. Cuando en una fábrica una máquina se queda antigua hay que renovarla. Es lo que te ha pasado a ti, que no te has renovado. Como si te hubieras pasado de moda.
   -Quizá tengas razón.
   Tira la colilla y vuelve a su paseo.
 
No es la primera vez que se lo dice de una u otra manera. Y quizá sí –piensa-, quizá tenga razón y mi tiempo haya pasado.
   Él era –o había sido- un carterista disciplinado, elegante y fino. Cada mañana salía de casa puntualmente a las siete y entraba a tomar café en el bar de la esquina con el pelo engominado, americana y corbata, y zapatos brillantes de limpiabotas, otro oficio que ha pasado a la historia.
   -Obsoleto, eso es, a ver si me aprendo la palabra. Los limpiabotas también se han quedado obsoletos… Y los afiladores, y los organilleros, y los sacristanes, y tantos otros oficios. Vete tú a saber. Sí, pero los afiladores han desaparecido porque hay aparatos eléctricos que afilan; en cambio, ¿por qué han desaparecido los limpiabotas si la gente sigue llevando zapatos?
   Al acabar el café, al metro a trabajar. En los mejores tiempos entre el metro, el fútbol y los toros no había más de cinco o seis del oficio. Y si él entraba en un vagón de metro y, casualmente, se encontraba con un colega, se saludaban discretamente con los ojos y, en la próxima estación, se apeaba y cambiaba de vagón para no estorbar. Por compañerismo, solidaridad o lo que fuera.
   Pero ahí está el asunto, en que cuando al fin lo detuvieron sólo quedaban dos carteristas en toda la ciudad, él y Paco el Rubio. Carteristas de la vieja escuela se entiende, de los que sabían moverse en las aglomeraciones. ¿Y por qué habían ido desapareciendo? Quizá porque también habían desaparecido las aglomeraciones del metro: entre que ahora los convoyes llevaban más vagones y que habían inaugurado líneas nuevas tanto de metro como de autobús, la gente se repartía más y ya no cabía aquello de comparar el metro con una lata de sardinas. Cosas que quedaron para el tiempo pasado cuando el mundo era en blanco y negro.
   Y, claro, luego estaban esos que atracaban a punta de navaja. Eso es, atracaban, no como él, que trabajaba sin asustar al cliente. O esos otros venidos de países que, si existen de verdad, a ver quién es el guapo que sabe situarlos en un mapa. Ésos son los que entran en horda en el vagón, el padre, la madre, el cuñado, los primos: uno por cada puerta y como si llevaran sus intenciones escritas en la frente.
   En cambio él, su americana, su corbata, sus zapatos bien brillantes. No para pasar desapercibido y que lo confundieran con un vulgar oficinista sino por educación, por presentarse decentemente ante los clientes. ¿O es que el director de un banco decide un desahucio vestido con chándal? Claro que al desahuciado qué más le dará; lo mismo que a aquel a quien le quitan la cartera. Ah, y otro detalle: cuando robaba una salía del metro, buscaba el primer bar, pedía una caña, se metía en el servicio y le vaciaba el dinero. Si lo había, claro, que cuántas carteras vacías no habían ido a parar a sus manos. Luego se tomaba tranquilamente la caña y, al salir del bar, buscaba un buzón donde echarla. Cuestiones de clase: un vulgar atracador la tira en una papelera o en un contenedor de basura y, seguramente, la cartera acaba triturada. En cambio él, ¿para que provocar más perjuicios?: metida en la saca de correos del buzón es más que probable, es casi seguro, que la cartera acabe volviendo a su dueño y, si ya le has quitado el dinero, para qué causarle la molestia de ir a la comisaría a sacarse otro documento nacional de identidad o renovar el carné del gimnasio y la tarjeta del Carrefour… Bueno, y las fotos de la familia, que muchas veces se quedaba mirando a la mujer pensando que le gustaría tener una igual.

Y sigue paseando hasta casi llegar al muro y vuelve a dar la vuelta hacia el otro muro. Y sigue pensando en sus antaños y en que lo que más echa de menos son esos actos cotidianos y rutinarios, el café, la cañita… incluso el olor del metro. ¿Puede ser que en prisión se añoren tanto los olores? Sí, el olor del metro, o el del café como se lo hacían en su bar, o el de la espuma de una caña bien tirada. O, ya ves qué tontería, lo de decir buenos días al entrar al bar y que te contesten. Porque en prisión, ¿para qué lo vas a decir si sería ironía?
   Cuando empezaron a verse claros en los vagones del metro, cuando ya no ocurría aquello de que no podías entrar en la puerta del vagón que más cercana te caía porque no cabías físicamente, tuvo que buscar nuevos horizontes: situado en paradas céntricas de autobús, estudiaba qué líneas venían más cargadas y, madrugando más, iba hasta el origen de la línea, esperaba, cogía el siguiente autobús de vuelta y se quedaba de pie en la plataforma trasera a ver qué pillaba. O a los toros, que una vez llegó a ir a los toros. Pero también fue porque le gustaban. Y entre lo que consiguió antes de entrar a la plaza en los bares de alrededor y luego, ya dentro, en la aglomeración que se formó junto a la puerta por donde entran en coche los maestros… Fue una buena tarde: por la recaudación y por la faena de César Rincón
   Obsoleto, eso es. Por eso lo cogieron, por las nuevas tecnologías. Fue porque volvió a trabajar al metro. Le estaban esperando dos guardias de seguridad al final de la escalera mecánica. Uno a cada lado:
   -¿Hace el favor de acompañarnos?
Educados sí eran, que sabían hablar de usted y no como en esas películas en que a los delincuentes los tutean por el mero hecho de serlo. Lo llevaron a una sala y le pasaron una cinta de vídeo en la que se le veía claramente. Vergüenza le dio: no que le cogieran sino verse trabajando de manera tan zafia. Se lo merecía por confiarse, por bajar la guardia. Y por no hacer caso de esas nuevas tecnologías, de esas cámaras en cada extremo de los vagones. Él creía, inocentemente, que eran para vigilar a los que salían borrachos de la discoteca el sábado por la noche y molestaban a las mujeres o lo rompían todo… Pues nada, a juicio y, como era reincidente, a prisión.

Sigue arriba y abajo por el patio. Si me hubiera puesto al día –piensa-, si hubiera, al menos, aprendido a utilizar los ordenadores cuando salieron y hubiera estudiado informática, si luego me hubiera puesto con eso de internet, otro gallo cantaría y, a lo mejor, no hubiera necesitado ni salir a la calle para ganarme el jornal, pero ya ves.
   Cada día le quedan menos paseos que dar, cada día le queda menos condena que cumplir. Sólo que cuando salga...

concursoderelatos
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  • 9 de Febrero de 2012 a las 18:24

EL LADRÓN DE LOS ZAMORA

Nadie de los que bien me conocen diría de mí que soy un hombre asustadizo. Sin embargo llevo tres días sin dormir víctima de funestos temores, y quisiera tener el tiempo suficiente y la cordura necesaria para dejar constancia de la razón de mi angustia. Sirva esta misiva también para expresar un último deseo antes de morir: Vengarme de un hombre. De un miserable. Un ladrón.

Quizá he de comenzar diciendo que siempre he sentido una especial atracción por los objetos antiguos. De hecho hay quien dice que algunas estancias de mi casa le recuerdan a esas tiendas de viejos anticuarios que atesoran desvencijados cachivaches de siglos pasados. Y en cierto sentido no les falta razón, si bien he de decir también que ni uno solo de los objetos de mi valiosa colección está en venta, y eso a pesar de que guardo algunas codiciadas piezas por las que más de uno daría gran parte de su fortuna.

Todo comenzó siendo yo niño, y no es casualidad que mi atracción por las antigüedades tenga su origen en el viejo reloj de bolsillo que era propiedad de mi abuelo Antonio: una pieza única trabajada en oro por las manos de un prodigioso artesano que tenía su taller en un viejo sótano de Amberes. Para mi abuelo aquel reloj era como una seña de identidad, algo que cargaba y lucía con orgullo, pues antes había pertenecido ya a mi tatarabuelo, D. Ernesto Zamora, persona ilustre en honor a quien debo la razón de mi nombre, y a la sazón hombre versado en artes oscuras y nigromancia, según testimonio que tenía por costumbre hacer a escondidas la viperina lengua de mi abuela Rosalía. Y digo bien que no es casualidad, porque recuerdo perfectamente el día en que, poco después de quedar yo huérfano de padre, mi abuelo Antonio se rindió a mis reiteradas peticiones y me prestó el reloj para que pudiera tenerlo un rato entre mis manos. Un pequeño resorte en la corona abría la tapa de filigrana que cubría una esfera blanca circundada por números romanos. En el interior, justo en el medio del reverso de la tapa, llevaba inscrito el nombre de mi tatarabuelo y la fecha de su sexagésimo cumpleaños: Para Ernesto. 16 de febrero de 1862. Y aún recuerdo su mirada cómplice llena de orgullo, cautivado por mi asombro ante aquella pieza de museo que acariciaba yo suavemente con mis dedos.

Fue seguramente mi entusiasmo la razón que llevó a mi abuelo a prometerme en confidencia, que algún día yo sería el propietario de aquel magnífico reloj. Pero a cambio, por mi parte, hube de adoptar el compromiso de que, pasara lo que pasara, cuidaría del reloj hasta el fin de mis días, y que una vez lo tuviera en mis manos, me guardaría de que siempre estuviera a buen recaudo.

Pero algo vino a corromper aquel pacto de tintes furtivos, pues al poco de acontecer aquello supe que el reloj arrastraba consigo una historia desgraciada; tres días después de cumplir los sesenta años, mi ilustre tatarabuelo moría ahogado en circunstancias nunca del todo aclaradas, y el mar sólo tuvo a bien devolver de entre sus restos el reloj de bolsillo que, si acaso conjurado por los duendes de la diosa coincidencia, mi abuelo encontró pocos días después mientras jugaba en la playa de Las Lapas. Y a pesar de la noble mecánica que gobernaba las entrañas de aquel reloj, aún hubo de pasar un buen tiempo en la mesa de trabajo de uno de los mejores relojeros de la comarca, antes de que su maquinaria volviera a ser digna fedataria del paso del tiempo. Y como quiera que, al igual que yo, mi abuelo había quedado huérfano de padre siendo él niño, se convirtió de esta manera en justo heredero del recuerdo que tuvieron a bien devolver las furiosas olas del Atlántico.

El caso es que la historia de tan macabro hallazgo, unida a los funestos enredos que mi abuela Rosalía nunca se cansaba de contar, sembraron mis noches de un miedo cerval al reloj de mi abuelo, llenándome de incertidumbre y desasosiego, pues he de decir también que nunca en mi vida he sido discípulo crédulo de las casualidades. Así que, desde el día que supe de los siniestros avatares de aquel reloj, mi mayor deseo fue encontrar la fórmula para desprenderme de la carga de mi herencia, sin por ello faltar al compromiso que había contraído para mantener a buen recaudo tan bella reliquia. Y la verdad es que no tardé mucho en encontrar la solución para resolver mi particular dilema, si bien nada podía hacer yo en tanto no me viera comprometido a ejercer mi derecho como heredero.

Sucedió incluso que todo fue más fácil de lo que yo había supuesto, pues cuando falleció el abuelo Antonio, tres días después de cumplidos los sesenta, me costó poco convencer a mi madre para que el abuelo fuera enterrado junto a su sempiterno reloj. Y en virtud del derecho que me asistía como legítimo heredero, hice valer mi deseo amparado en la estima que sabíamos le tenía el abuelo a su singular joya, y ni siquiera mi madre llegó a sospechar nunca de los motivos ciertos de aquella decisión. De esta manera, pude paliar mis miedos y evitar hacerme con la herencia que tiempo atrás me había prometido el padre de mi padre, al tiempo que entendí también cumplida mi parte del compromiso, pues juro que yo mismo vi como aquel reloj descendía a la fosa dentro del féretro donde aún reposan los restos mortales de mi abuelo Antonio. Y allí debería seguir, junto a la oscuridad perpetua que gobierna la paz de los difuntos, con el tiempo detenido en la hora en que mi abuelo dejó de ser parte del mundo de los vivos.  

Y toda esta historia carecería de sentido si no fuera porque hace hoy tres días que he cumplido los sesenta años; sin duda, los peores tres días de mi vida, pues sé que no llegaré vivo a cruzar la medianoche.

 Pero he aquí que antes quiero dejar constancia pública de una última voluntad: Mi colección entera de antigüedades para el hombre que se atreva a vengar mi memoria; para aquel que entierre al canalla que se ha hecho dueño del destino de la noble estirpe de los Zamora; mi colección entera para aquel que encuentre al ladrón que se conjura con el más allá, atreviéndose a profanar el merecido descanso de los justos, el mismo malnacido que me ha enviado como presente, este reloj de bolsillo que tengo aferrado entre mis manos desde hace tres días, y que reza en su interior la siguiente inscripción: Para Ernesto. 16 de febrero de 1862.

concursoderelatos
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  • 9 de Febrero de 2012 a las 18:36
 Ladrón por amor

Declinaba la tarde cuando Antón, el chatarrero, aparcó su vieja furgoneta delante del único bar del pueblo. Acostumbraba a aparecer por aquellos andurriales cada dos o tres meses y no siempre entraba en el bar, pero en esta ocasión consideró que no tenía nada mejor que hacer; empujó la puerta y alzando el sombrero como solía hacer siempre, saludó: 
-Muy buenas tardes, señores.
Dentro había tres clientes, los tres arrimados a la barra. Tras indagar un poco en su memoria, Antón  fue recordando sus nombres; a uno le llamaban García, rondaba los setenta años y, entre otras frases lapidarias, solía afirmar: “el mando nunca se equivoca;” siempre llevaba la camisa remangada hasta el codo, la boina calada y reloj de bolsillo con su leontina de plata colgando del ojal del chaleco; otro se llamaba Facundo, tenía siempre el cayado colgando de la barra, fumaba gruesos cigarros y lucía un  bigote muy poblado y canoso, manchado de nicotina; el tercero y más joven del grupo se llamaba Lolo. Él fue  quien, levantando la vista de su teléfono móvil, miró a Antón y le contestó:
-Yo no veo aquí a ningún señor, Antón. 
Facundo pidió una botella de vino para ellos tres y mandó ponerle al chatarrero lo que quisiera beber.
-Muchas gracias –dijo éste-, tomaré un vaso con ustedes si me lo permiten.
Luego, les preguntó si sabían de alguien que tuviera chatarra o algún electrodoméstico para desguazar.
-No sé. Tal vez García –dijo Facundo. 
García, que estaba leyendo una revista, volvió la cabeza y contestó:
-Qué vamos a tener, hombre, si hace menos de dos meses que pasaste por aquí la última vez. 
Facundo cogió la botella y llenó el vaso del chatarrero. García se sumergió de nuevo en la lectura pero al rato se volvió hacia sus compañeros mostrando la revista.
-Mirad que dice aquí.
Cuando constató que todos le prestaban atención leyó: “Aseguramos perros, gatos, loros y toda clase de animales de compañía. Asegure a su mujer, amigo”
-¿Qué? –exclamó Lolo, arrugando el entrecejo -. ¡Déjame ver! 
Dejó el móvil encima del mostrador, le arrebató la revista y leyó en voz alta: “Asegure a su mejor amigo” Y, apuntando a García con el índice, le instó:
-García, vete al oculista.
-Bueno, es que estas letras pequeñas no las veo bien sin gafas –se excusó García.
-Yo le vendo unas gafas graduadas, de las mejores que hay en el mercado y a un precio de ganga –dijo Antón. 
-No, tengo unas en casa que eran de mi abuela y me van muy bien de momento.
-Le ofrezco unas gafas de primera calidad a cambio del  espejo que tiene arrumbado en su almacén. Total no lo usa. Y le doy diez euros encima.
Se refería a un espejo ovalado, enmarcado en una aleación de cobre, con mucho ornato y filigranas, que el chatarrero había visto un día que se asomó a la puerta del almacén. 
-Ese espejo no está en venta.
-¿Quince euros?
-No hay trato.
Facundo llenó el vaso de Antón y pidió otra botella. Lolo seguía tecleando en su móvil. De vez en cuando dejaba que sonara  una canción. Entre trago y trago, Antón seguía negociando con García la compraventa del espejo, llegando a subir la oferta hasta los veinticinco euros y las gafas graduadas. Pero García, de pronto anunció que se iba, que era la hora de la cena y “mañana es día de escuela.” A una seña suya, el dueño del bar sacó de detrás de la barra una caja de plástico con doce botellas de vino y la dejó en el suelo a su lado. García echó la caja al hombro y se despidió de sus amigos con una de sus frases favoritas: “Salté a Francia. ¡Buen país!”
Sorprendiendo a todos, Antón apoyó la mano en la cadera, sobre la empuñadura de una espada imaginaria y terminó la estrofa:
-Y como en Nápoles vos, / puse un cartel en París / diciendo: Aquí hay un don Luis / que vale lo menos dos.

Cuando, cerca de la medianoche, Antón salió del bar, se acercó, con paso vacilante y ocultándose en las sombras, a la parte trasera de la casa de García, donde había una puerta que daba acceso al almacén. Giró el picaporte, empujó y la puerta se abrió con un leve gemido de sus goznes. A punto estuvo de tropezar con la caja de vino que García había comprado aquella misma tarde. Permaneció un rato inmóvil hasta acostumbrarse a la oscuridad, contempló con un poco de envidia la caja de vino y acabó cogiendo una botella; la abrió con un destornillador que traía en el bolsillo, echó un buen trago a morro y se puso a buscar el espejo que tanto le obsesionaba. Lo encontró semioculto en una esquina, entre unas cajas de cartón vacías, lo acarició pasando la mano por las suaves filigranas del marco, suspirando de placer, lo besó, dejó la botella en el suelo, lo cogió en brazos, lo sacó afuera y lo cargó en la furgoneta. Regresó para cerrar la puerta de almacén, pero entonces se acordó de la botella de vino, la cogió y le dio un segundo tiento que la dejó temblando. Fuera, el viento traía jirones de niebla que difuminaban el paisaje. “La verdad es que esta noche hace frío y aquí dentro se está mejor que en la furgo,” pensó. “Voy a sentarme un rato al abrigo, ¿qué prisa tengo? Puedo quedarme aquí tranquilamente hasta las cuatro de la mañana sin miedo a que me descubran.” Bebió el vino que le quedaba de un trago, cogió otra botella y se sentó en una caja de cartón. Cinco minutos después y con la segunda botella por la mitad se quedó dormido.

Se despertó al oír un golpe y notó de inmediato la sensación de hallarse en un barco de pesca en medio de la mar. El capitán del barco se parecía mucho a García, pero juraría que más grande. Miró en torno suyo y, poco a poco fue reconociendo el almacén, aunque todo le daba vueltas menos el maldito capitán que seguía allí firme frente a él como un poste. La luz del sol entraba por la puerta entreabierta del almacén, deslumbrándole. Después de mucho intentarlo consiguió levantarse, pero cuando ya estaba de pie, pisó una botella vacía y se desplomó sobre unos botes de pintura que rodaron por el suelo con enorme estrépito.
Y de pronto, allí mismo desde el suelo, ¡vio su reflejo en un espejo idéntico al que había robado unas horas antes! ¡No podía ser! Cerró los ojos unos segundos, los abrió de nuevo y el espejo seguía allí delante, reflejando su cara profundamente demacrada.
García se lo explicó:
-Al ver que no estaba donde siempre, no sé por qué me figuré que estaría en tu furgoneta. Fíjate, parece increíble pero acerté. Me permití coger también unas gafas para leer. Dime cuanto te doy por ellas.
-Nada –dijo Antón-, déjelas en compensación por las dos botellas de vino que me bebí. Yo quería comprarle el espejo, señor García. No quería robárselo –se excusó, con acento lastimero. 
-Ya –replicó García, meneando la cabeza-, pero al negarme a vendértelo  decidiste robármelo.
-En otras circunstancias nunca lo hubiera hecho, se lo juro, pero quería regalárselo a mi novia que cumple treinta años pasado mañana. Ella buscaba un espejo así como el suyo y yo se lo había prometido.
Y te salió mal la jugada por emborracharte y luego dormirte. Vamos a hacer una cosa: voy a ayudarte a llegar hasta la furgoneta y cuando se te pase la moña te largas.
García agarró a Antón de un brazo, lo llevó a la furgoneta, volvió a por el espejo y se lo puso  con cuidado encima del asiento de al lado.
-Regálaselo a tu novia –dijo y, dándose la vuelta, desapareció en el interior del almacén antes de que el chatarrero consiguiera salir de su asombro.

elcubo
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  • 10 de Febrero de 2012 a las 4:03

Se acabó. Se  cierra la edición robada.

Ahora a leer los relatos y a votar: 3, 2 y 1 puntos; por mensaje privado a éste que os escribe.