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concursoderelatos
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Re: LXXX Edición del Concurso de Relatos: SECRETOS. Hilo para los relatos.

12 de Abril de 2012 a las 20:06
Connatural

Tomás y Eva permanecían desnudos, acurrucados, como queriendo darse calor a pesar de estar los dos empapados en sudor.
—Dime, ¿tienes algún secreto?
—¿Bromeas? —preguntó ella levantando la cabeza para mirarlo frente a frente—. ¡Toda yo soy un secreto!
—Es verdad —Tomás sonreía—, mi secreto. Estoy pensando que quizás debería hablarle de ti a un psiquiatra. Lo nuestro empieza a preocuparme; no sé si hemos traspasado algún límite y estamos empezando a rayar la locura.
—¿Y perderme?
—¿Me dejarías si le hablara de ti a un psiquiatra?
—No. Serías tú el que haría que me alejara.
Tomás abrazó con más fuerza a Eva y ella le besó en los labios al tiempo que empezó a acariciar su sexo con suavidad.
—Si quieres hablarle a alguien de mí…  díselo a tu mujer.
—No empieces con eso otra vez. No. No puedo decírselo a mi mujer.
—¿Por qué? ¿Qué crees que pasaría? ¿Crees que pensará que eres un bicho raro, un enfermo? Lo entenderá, María no es tan diferente a ti.
—No lo entendería. ¿Y si me hiciera elegir: tú o ella?
—En ese caso le dices que todo ha sido una locura pasajera, que sólo la quieres a ella, que nunca más estarás conmigo, lo que quiera escuchar; y luego seguimos como hasta ahora —afirmó sin dejar de besar su cuello— , viéndonos en secreto.
—¿Mentir?
—Sí. Como has estado haciendo hasta ahora.
—¿Y si nos pillara?, ¿y si una noche se sintiera mal y regresara a casa antes de tiempo y nos viera en plena faena?
—Eso podría ocurrir ahora mismo.
—Pero es distinto, ahora ella no sospecha nada y siempre podría inventar algo… una excusa.
—No seas tonto. Ella lo entendería, estoy segura. Posiblemente esté haciendo lo mismo que tú; quizás ahora mismo, mientras piensas que está trabajando. Y quizás no sea con un hombre, tal vez sea con dos…
—No digas tonterías.
—O con una mujer… —Eva no dejaba de acariciarlo—. Parece que te gusta la idea, ¿te anima imaginar a la buena de María a cuatro patas comiéndosela a uno mientras otro le da bien por detrás?
—Eres una pervertida.
—No me vengas con ésas —Eva tenía la voz melosa y no dejaba de besarle mientras le hablaba—. Soy exactamente lo que tú deseas que sea. Pobrecito Tomás… seducido por una guarrilla. ¿Te gustaría que María estuviera aquí ahora? Anda, cuéntame lo que haríamos los tres.

El despertador sonaba sin cesar. Tomás al fin abrió los ojos. Comprobó que el otro lado de la cama estaba vacío y silenció el molesto pitido que le había despertado.
Una ducha rápida mientras se hacía el café. Una mirada preocupada al reloj mientras lo tomaba. Un sonido de llaves que le tranquilizó.
—Hola, mi vida.
—Vienes más tarde, ¿ha pasado algo?
—No. Me he parado a desayunar con las compañeras. —María se sentó después de darle un beso a su marido.
—¿Mucho trabajo?
—Ha sido una noche tranquila. Nos han subido a un chaval de urgencias, su padre le cortó la mano por accidente con una radial. La trajeron en hielo y se la han vuelto a poner. La enfermera jefe dice que es fácil que quede bien del todo.
—Qué interesante.
Tomás le acercó una taza de café a María y le acarició la cara. Después la besó lleno de deseo.
—No nos da tiempo —dijo ella acortando el beso—. Además estoy cansada. Si vienes a comer no me despiertes, ¿vale?
Tomás, tras salir, cerró con llave la puerta de su casa. Suspiró, no sabía si aliviado o resignado, e hizo los planes del día: “comeré con Eva. En cuanto llegue al trabajo me encerraré con ella en el cuarto de baño, una cosa rápida. Luego la invitaré a comer”.

Entraron juntos en la casa. Tomás se dirigió hacia el dormitorio para asegurarse de que María seguía durmiendo. Cerró la puerta para que ningún ruido la despertara. Eva lo esperaba en la cocina, también cerró esa puerta.
—Está como un tronco.
—Pues no la despertemos.
—¿Tienes hambre? —preguntó él abriendo el frigorífico.
—Mucha —Eva abrazó a Tomás por la espalda.
—¿Qué te apetece que te prepare? —girándose para mirarla.
—No te preocupes, ya me lo preparo yo —dijo arrodillándose frente a él mientras le desabrochaba el cinturón.
Tomás estuvo a punto de no dejarla continuar. Estaban en la cocina, su mujer dormía en la habitación de al lado… era una locura. No pudo evitar pensar qué ocurriría si María entraba en ese momento.

Un beso húmedo lo despertó. Creyó que era Eva. Al abrir los ojos vio a su mujer inclinada sobre el sofá en el que él se había quedado dormido. Tenía el pelo mojado, sólo llevaba una ligera camiseta de hombreras y unas braguitas.
—No te molesta que te interrumpa la siesta, ¿verdad?
—En absoluto —respondió sonriendo y alargando una mano hasta conseguir acariciar uno de sus senos.
—Estabas tan sexi así, desnudo sobre el sofá… que no he podido resistirme —le explicó acariciando todo su cuerpo mientras hablaba.
—Tenía mucho calor —se justificó Tomás dejándose hacer.
María comenzó a besarlo: primero en la boca, luego en el cuello, continuó su recorrido por el pecho, se entretuvo en el pubis, siguió bajando… Tomás notó una sacudida al sentir la lengua de María en su falo; en un acto reflejo giró la cabeza y vio a Eva salir desnuda de la cocina. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo.
La muchacha los contempló y dio un paso hacia atrás; se marchaba sin llamar la atención. Tomás la miró con cara suplicante. Eva comprendió.
Sigilosamente se situó junto a la cabeza de Tomás, le ofreció uno de sus pezones para que él lo lamiera, luego se separó un poco y le susurró al oído.
—¿Quieres que me quede?
—¡Sí! —respondió él sin disimular la potencia de su voz.
—Entonces haz que ella abra los ojos y me vea.
Eva se arrodilló tras María y asomando la cabeza sobre su hombro volvió a susurrar.
—Díselo. Háblale de mí.
Tomás dudó durante un instante: Eva lo apremiaba con la mirada, María seguía traveseando con su miembro, Eva amenazaba con alejarse… Tomo entre sus manos la cabeza de su mujer e hizo que la levantara para verle los ojos.
—¿Quieres que juguemos?
María mostró una sonrisa plena de sensualidad que dejaba escapar un silencioso “sí, juguemos” que inundó toda la casa. Tomás recogió con dulzura la melena de su mujer y la apartó hacia un lado para que Eva pudiera jugar con su lengua en el lóbulo de María.
—Hay una mujer con nosotros, está desnuda, justo detrás de ti. Ahora te está lamiendo la oreja y te está acariciando los pechos bajo la camiseta. ¿Puedes sentirlo?


concursoderelatos
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  • 15 de Abril de 2012 a las 17:09

TRES SECRETOS



Le gustaba montarse en el tranvía, siempre que venía a Lisboa lo hacía, subía por aquellas calles estrechas y decadentes en las que resonaba la campana, avisando que el convoy pasaba, hacerlo, siempre había sido para él motivo de inspiración y gozosa alegría.

A Esteban Padilla le gustaba viajar, viajar no como un turista sino ir al lugar y quedarse el tiempo suficiente como para conocer y entender sus particularidades.

Había pasado la mañana con Alexander Borreiro, adjunto en el Museo Calouste Gulbenkian, viejo amigo. Nadie como él para hablar de todas las piezas maravillosas que se coleccionaban en él, de las que conocía cualquier pequeño detalle y algunas curiosidades. A Esteban le gustaba ese país, era acogedor y amable, además de hermoso.

Habían quedado para ir a comer juntos, hacía un día espléndido, así que decidieron darse un paseo para despejarse. Iban por la Avenida de la Libertad en dirección al parque Eduardo VII, porque otra de sus manías era darse una vuelta por la Estufa Fría a admirar la maravillosa variedad de plantas y flores que cuidaban allí.

Tomaron bacalao dorado, una receta tradicional, en un pequeño restaurante rústico, de manteles a cuadros. Y bebieron un buen vino tinto a la vez que mantenían una conversación entretenida y reconfortante. Hablaron de política, de vacaciones, de la familia y de las costumbres y así empezaron a hablar de Fátima y sus milagros.

Ambos eran hombres modernos, de mentes más bien científicas y poco o nada religiosos.

—No podría explicarlo, Padilla, para mí es incomprensible, pero hay miles y miles de personas que acuden año tras año, después de tanto tiempo, con una fe envidiable a postrarse ante aquella imagen minúscula, esperando que ella solucionará sus problemas y alejará sus penas.

—Pero eso se debe a la ignorancia de la gente, Alexandre, a poco que pudieran pensar con algún conocimiento, se darían cuenta de que todo eso es una mentira, una manipulación de gente interesada.

—No creas, no creas que todos son ignorantes, hay otros que no lo son y sin embargo llegan convencidos de que hay algo místico y milagroso en aquel lugar y si tienes la oportunidad de verlo, comprenderás por qué, hay algo mágico allí, te  lo aseguro.

Leäo de Souza vivía en Fátima, era funcionario público y Esteban lo había conocido en uno de sus múltiples viajes. Mantenían correspondencia con bastante asiduidad, recomendándose lugares que hubieran visto recientemente y cualquier otro tema de interés para ambos.

Aquella tarde Esteban volvió al hotel y llamó a su amigo para avisarle que iba a pasar en Fátima un par de días y que le gustaría verle. Alexandre había despertado su curiosidad.

Esteban pasó el primer día caminando a su aire, luego pidió a un taxista que le llevara a la Cova de Iria, deseaba verlo por primera vez estando solo, no quería perderse ninguna de las sensaciones que pudiera recibir. Al llegar, la explanada enorme que abre la entrada a la basílica, estaba llena de gente que paseaba y recorría el interior de las columnas que rodean la iglesia. Se mezcló entre ellos, esperando tal vez, recibir el hálito divino de la fe. Pero su mente colonizada por la racionalidad solo veía una inmensa mole blanca, que quizá era hermosa arquitectónicamente pero que a él le parecía un pecado de ostentación.

Aunque se recomendaba no hacerlo, varias mujeres caminaban de rodillas, sangrando a pesar de unas rodilleras improvisadas, a ellas parecía no importarles. ¿Qué esperaban con aquello? no podía entenderlo.

Se alegró mucho de ver a su amigo al día siguiente, se abrazaron con cariño y fueron a dar un paseo por la ciudad para contarse las últimas novedades y hacer planes para un próximo viaje que deseaban hacer por el norte de China.

—¿Lo has visto, verdad? —le preguntó sonriente Leäo— siempre es así, gente que va y viene llena de fe esperando un milagro, ahora no hay demasiada, pero a veces hay tanta que agobia mucho y hace pensar en cuál es el secreto que empuja a todos ellos a venir desde lejos a postrarse ante la Virgen.

Dicen que La Virgen dejó en prenda a los pastores tres secretos que se irían conociendo con el tiempo. Los tres iban a revolucionar el mundo, luego se dieron a conocer y nada varió en la tierra, los humanos continuaron con su ambición, egoísmo y avaricia.

— Sí, ¿quién no ha oído hablar de ellos? —dijo Esteban, sonriendo abiertamente— otra cosa es que haya muchos que hayan entendido esos mensajes redactados en frases floridas llenas de metáforas que pudieran interpretarse al gusto del que las lea. — gesticulaba con las manos dibujando imaginarios arabescos en el aire— Todos estos misterios son siempre igual, como Nostradamus, ¿Quién comprende claramente lo que quiere decirnos? Una vez que las cosas han sucedido, es fácil adaptar el sentido a lo que nos conviene.

— Jaja.. veo que no soy el único que se escapa de esta especie de locura colectiva que es esto, de los milagros y los secretos ocultos que se conocerán después de demasiados años. Ya sabes que en la última visita del Santo Padre a Portugal, dijo que el último secreto reveló el escándalo de pederastia de la Iglesia.

Este secreto se dio a conocer al mundo en el año 2000, aunque debiera de haberse hecho en 1960, supongo que habría motivos de peso para ese retraso. Pero no fue lo mismo que lo que dijo Juan Pablo II cuando, después de 83 años de las apariciones, se beatificaba a dos de los pastorcillos, que ya habían muerto, abrió el sobre donde se guardaba el último de los secretos: hablaba sobre la misión de los mártires del siglo XX y que el Papa estaba destinado a ser uno de ellos. El santo padre lo relacionó con el atentado que había sufrido él en San Pedro de Roma en el año 1983.
No sé hay algo poco claro en todo esto.

Se fueron, tomados del brazo, haciendo comentarios sobre el tema, que les llevaban cada vez más al convencimiento de que aquello era solamente algo artificial, sin que pudiera garantizarse que hubiera nada de cierto en ello.

Nilda Somoza había trabajado mucho durante todo el año, era enjuta, de cabellos ralos y boca desdentada. Solo tenía cuarenta años, pero aparentaba cien. Su vida nunca había sido fácil, ni en su infancia, ni después.

Su sufrimiento más grande no tenía nada que ver con ella misma, sino con su hijo Belchior, de diecinueve años, que se había perdido por esos mundos de la droga y al que hacía unos meses, su padre había echado de casa y al que no habían vuelto a ver.  Que era lo mejor, les habían aconsejado, que necesitaba tocar fondo para poder recuperarse. Puede que fuera verdad, pero el dolor era insoportable.

Cuando llegó a Fátima, su fe era tan grande que estaba segura de que su hijo volvería pronto y que lo haría curado de su dependencia. Atravesó la explanada arrastrando sus rodillas, huesos deformes, en medio de fuertes dolores. Nada le importaba, sino llegar a los pies de la dama y pedirle que le devolviera a su hijo.

Ni una sola duda anidaba en su corazón, la Virgen iba a ayudarla, por eso había trabajado tanto para poder llegar allí, no le importaba cualquier sacrificio por grande que fuera, tal era su seguridad, que la sangre que brotaba de la poca carne que tenía, era una pobre ofrenda para el gran favor que esperaba recibir.

concursoderelatos
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  • 18 de Abril de 2012 a las 14:26
Una caja de zapatos

A Sandra le encantaba curiosear. Vivía con sus padres en una casa muy grande, llena de habitaciones con muchos armarios y cajones que explorar. A veces, se perdía en alguna de aquellas habitaciones y se pasaba las horas examinando los tesoros que en ella hallaba. Su madre, que lo sabía, cambiaba las cosas de sitio a menudo, mientras la niña estaba en el colegio, de modo que, cuando empezaba a buscar, nunca sabía qué iba a encontrarse.
Pero había algo que nunca se movía y que constituía uno de los mayores tesoros que Sandra había encontrado: una caja de zapatos llena de fotos y recortes de prensa en los que aparecía su madre, mucho más joven, cantando y posando como una estrella de ésas que sólo se veían en la televisión.
La primera vez que vio aquellas fotografías, Sandra pensó que no podía ser ella. Nunca cantaba y, cuando ella se lo pedía, siempre se excusaba diciendo que lo hacía muy mal. Estuvo a punto de preguntarle por qué le había mentido pero, de alguna manera, supo que era mejor callar.
Le encantaban aquellas fotos, las había mirado y revisado docenas de veces. Igual que los recortes de prensa, escritos en un idioma que no entendía, con los que fantaseaba imaginando que alababan su extraordinaria belleza y su gran voz. Después, un extraño desasosiego la invadía porque no entendía qué podía haber pasado para que se madre ya no fuese una gran artista ni quisiese explicarle nada.
Poco a poco, aquellas fotografías y aquellos artículos ininteligibles perdieron su magia y se convirtieron en algo que le dolía mirar.
- ¿Qué te pasa, cariño? –le preguntó su madre un día que la vio más triste de lo habitual.
- Nada –farfulló ella con desgana.
- Estás triste. ¿Qué te preocupa?
- Nada…
- ¿Ya no quieres explicarme las cosas?
- ¡No! –gritó, enfadada.
- ¡Sandra! –exclamó su madre- ¿Se puede saber qué te pasa?
- ¿Por qué tendría que decírtelo? ¡Tú no me explicas nada!
- ¡Sandra, sabes que eso no es cierto!
- ¡No! ¡No me explicas nada, ni de cuando eras cantante y sabías cantar! ¡Siempre dices que no sabes pero no es verdad! ¡Sí que sabes! ¡Yo he visto las fotos y eras famosa y muy guapa! ¿Por qué no quieres cantarme? ¿Por qué?
- ¡Sandra! –la niña enmudeció ante el tono cortante de su madre-. ¿Has estado revolviendo mis cosas?
- Yo…
- ¡No quiero que revuelvas mis cosas!
- Pero…
- ¡No hay peros que valgan! ¡A tu cuarto!
La pequeña se quedó petrificada ante la terrible expresión que vio en el rostro de su madre.
- ¡A tu cuarto! ¡AHORA! –le repitió, chillando, como si no soportase su presencia.
Dando un respingo, Sandra salió corriendo y se encerró en su habitación dando un portazo. Se lanzó sobre su cama y empezó a llorar.
Nunca había visto a su madre tan enfadada, nunca le había gritado de aquella manera, ni siquiera cuando metió su muñeca en el microondas para que se secase y éste empezó a echar chispas. ¿Por qué se había puesto así? No eran más que unas fotos. ¡Y tan sólo las había mirado, ni siquiera las había manchado!
Con aquellos pensamientos, la niña se quedó dormida.
Soñó que su madre era una famosa artista que siempre la encerraba cuando tenía que cantar porque no quería que la niña la escuchase y, por mucho que ésta le suplicaba, su madre siempre se negaba y, gritándole, la encerraba en la habitación más apartada de la casa para que no pudiese oír nada. Y Sandra chillaba y pataleaba pero nadie venía a buscarla.
“Sandra”.
Alguien la llamaba.
“Sandra”.
Quiso hablar, decir dónde estaba para que viniesen a rescatarla pero no podía hablar.
- Sandra.
¡Se había quedado sin voz!
- Sandra –volvió a murmurar su madre, sacudiéndola ligeramente-. Despierta.
Sandra abrió los ojos. Su madre la miraba. Ya no parecía enfadada, más bien parecía triste.
La niña se sentó en la cama, abrazándose las piernas.
- Siento haberte gritado –dijo su madre-. No debería haberlo hecho.
- Siento haber fisgoneado en tus cosas –dijo ella, al cabo de unos segundos.
- No pasa nada, cariño –respondió, acariciándole los cabellos-. Pero no quiero que vuelvas a hacerlo. ¿De acuerdo?
Sandra asintió.
- Mamá.
- Dime.
- ¿Las fotos? ¿Y los recortes? Eres tú, ¿verdad?
- Sí, cariño, soy yo.
- ¿Y por qué no…?
La pregunta quedó en el aire.
La madre de la pequeña suspiró.
- Fue hace mucho tiempo –respondió, al fin-. Antes de que tú nacieras yo era una joven promesa en mi país.
- ¿Hacías conciertos?
- Sí.
- ¿Y grababas discos?
- Un par, sí.
- ¿Y tenías fans?
Su madre sonrió y asintió con la cabeza.
- ¡Vaya! ¿Y qué paso?
- Conocí a tu padre, nos casamos… y llegaste tú.
- ¿Dejaste de cantar por… mí?
- No, cariño, por ti no. Mi vida cambió, tenía otros objetivos, otras metas. Lo más importante era mi familia, mi niña. No quería separarme de vosotros.
Sandra miraba a su madre con atención. En la penumbra no podía distinguir bien sus rasgos pero su voz sonaba cansada, triste.
- Pero, mamá, ahora… podrías volver a hacerlo. Volver a cantar.
Su madre suspiró.
- Aquello pasó, cariño. Hay cosas que no pueden revivirse, por mucho que uno quiera.
Su figura pareció empequeñecer, encogerse. Sandra tuvo miedo de que fuese a desvanecerse. Como un resorte, se lanzó en sus brazos, con un nudo en la garganta.
- Lo siento –balbuceó.
- ¿Qué sientes, cariño?
- Que no puedas cantar… por mi culpa.
- No, mi vida, no es culpa tuya, no es culpa de nadie. La vida es así, a veces tienes que escoger y ¿sabes?, no me arrepiento.
- ¿No?
- No.
La estrechó en sus brazos y apretó su cabeza contra su cuello.
- Mamá –dijo la niña, tras unos segundos.
- Dime.
- ¿Me cantarás una canción?
Su madre rió.
- Sí, cariño –respondió. Y empezó a cantar una vieja canción de cuna.
Sandra notó cómo se le erizaba el vello de la nuca mientras la nana penetraba en su cerebro como un bálsamo. Con la cálida voz de su madre en los oídos, se quedó dormida.
La madre de Sandra la metió en la cama y cerró la puerta tras de sí, sin hacer ruido.
Se fue a su habitación y cogió la caja de zapatos. Se sirvió una copa y, con un suspiro tembloroso, la abrió y empezó a curiosear en su interior. Hacía casi diez años que no se asomaba a aquella ventana de su pasado. Las fotos le mostraban a una muchacha más luminosa, menos arrugada y gris, más llena de vida, de sueños, con un gran futuro, excitante y prometedor. Sin darse cuenta, estaba tarareando las canciones que habían de hacerla famosa, letras infantiles cargadas de inocencia y optimismo. Hasta que un nudo le atenazó la garganta y sintió que le faltaba el aire. Guardó apresuradamente las viejas fotografías y recortes en la caja y los lanzó al fondo del armario. Se fue al lavabo y se refrescó la cara y el cuello. El espejo le devolvía su rostro fatigado, sus ojos sin brillo. De pronto, las paredes parecieron más juntas, el techo, más cerca. Se tiró al suelo echa un ovillo sintiendo que no podía respirar, que si no salía de aquel cuarto menguante, éste se la tragaría, pero incapaz de mover ni un músculo de su agarrotado cuerpo. Un gemido casi animal emergió de su pecho y el pánico y el dolor fueron anegados por un torrente de lágrimas que parecía no tener fin.
Entrada la madrugada, se arrastró hacia su cama y se derrumbó sobre ella. Dentro de pocas horas, pensó mientras miraba de reojo el despertador, vendría Sandra con su cháchara incesante, con su energía inagotable. Aunque sintió un cierto desasosiego sólo de pensarlo, no pudo evitar dormirse con una pequeña sonrisa en los labios.
concursoderelatos
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  • 18 de Abril de 2012 a las 18:29
GOMORRA Y SODOMA
Un invierno hacia 1870. El primero tras la muerte de su suegro. Por eso, para hacerle compañía, su suegra les ha invitado a pasar la Navidad en aquella vieja casona solariega.
El viaje en tren de toda la familia, él, su mujer, sus dos niños gemelos y aquel gato de Angora muerto poco después. El viejo jardinero les espera en la estación con el landó y, cargado el baúl, llegan a la casa tras media hora sorteando barrizales.
Al llegar, besos y abrazos. Después, su mujer le pide que, para que no estorben, se lleve a los niños mientras ella, con la doncella, vacía el baúl y distribuye la ropa por los armarios. Pero los niños ya se han perdido por alguna escalera y se oyen sus voces por la planta superior. Decide salir al jardín que da a la parte posterior.
Se sienta en un banco de la glorieta. La fuente con su Cupido está seca pero no así todas las palabras de amor que Ana y él se dijeron allí aquel verano en que acudió a pedir su mano. De pronto, los dos niños, que vienen corriendo, le sacan de su ensueño:
-Papá, papá, hemos descubierto una habitación secreta.
-Sí, ven y verás.
Cruzan el jardín y suben escaleras arriba hasta la última planta. El gato se les añade. Un pasillo de luz escasa con puertas a un lado equidistantes unas de otras. Nunca había subido allí pero sabe que son las habitaciones del servicio o cuartos a donde van a parar cachivaches que nunca más servirán. Casi al final los niños se paran:
-Es aquí.
Y señalan a la pared. Efectivamente, no hace falta medir las distancias entre las puertas para ver que falta una. O que había una que ha sido tapiada. El gato se sitúa enfrente y se sienta sobre sus patas traseras. Quieren comprobar si las habitaciones de ambos lados son más amplias y ocupan el espacio que ocuparía la habitación que falta pero, cuando intentan abrir las puertas, ven que están cerradas. Los niños no creen la explicación que les da su padre:
-Seguramente ahí nunca ha habido una puerta y las dos habitaciones de los lados son mayores que las demás.
Recorren el pasillo a la inversa para volver abajo y, ya en la escalera, se dan cuenta de que el gato sigue inmóvil donde estaba. Lo llaman tres veces hasta que acude.

Ana ha vaciado ya el baúl y está en la cocina. Él oye como su mujer y su suegra discuten sobre si, para la comida de Navidad, vale la pena abrir el gran salón, cerrado, con otras zonas nobles de la casa, desde la muerte de su suegro. Su mujer quiere ver la casa en todo su esplendor mientras su suegra alega el trabajo para adecentar el salón. Los niños entran corriendo:
-Abuela, abuela, hemos descubierto una habitación secreta.
-Los niños se callan cuando los mayores están hablando.
Él nunca ha entrado en la cocina. Sería como hollar un espacio en el que sólo las manos femeninas dan sentido a las cosas. Y como se acerca la hora de comer va hacia la alcoba a cambiarse. El gato tampoco entra en la cocina con los niños porque sabe que allí está el otro gato, el titular de la casa. Decide acompañarle a la alcoba y acaba sobre el edredón. Él se cambia y observa cómo Ana ha dispuesto todo ordenadamente y le ha dejado sobre la mesita de noche su Biblia. Cuando va a salir de la alcoba ve que el gato vuelve a estar sentado sobre sus patas traseras y con la vista fija en el techo. Él mira hacia allí y no ve nada, ni una telaraña, ni un pequeño insecto. ¿Qué estará mirando el gato?

Han cenado ya, han acostado a los niños, que no querían dormir sin el gato, y ahora él está en un sillón frente a la chimenea del comedor dispuesto a leer. Al otro extremo su mujer habla con su suegra, que al fin acepta abrir el salón para la comida navideña.
    Cuando, tiempo atrás, se propuso leer la Biblia fue por curiosidad, no por devoción. Es más, de lo que ha leído, y ya va muy avanzado, poco ha encontrado de edificante: ¿o es que la matanza de los primogénitos de Egipto lleva a algún lado?, ¿y el diluvio? Sin embargo, de esos episodios de destrucción el que mayor interés le despierta es el de Sodoma y Gomorra o, mejor, el caso de Gomorra. Por él no había abandonado la lectura y seguía intentando saber más.
    Apenas abre el libro por donde lo había dejado irrumpen, descalzos, los dos niños:
    -¡Papá, mamá, hemos oído un fantasma!
    Él ríe:
-¿Cómo sabéis que es un fantasma?
-Hemos oído ruidos extraños por arriba. Seguro, es un fantasma.
-Serían las criadas acostándose. Además, en todas las casas antiguas se oyen ruidos: el viento moviendo las tejas, cañizos crujiendo…
-El gato también los ha oído y se ha quedado quieto mirando hacia el sitio de donde venían.
Su mujer se levanta, coge de la mano a los niños y vuelve a acostarlos. Él empieza a leer por el libro de las Lamentaciones con todas las desgracias que caen sobre Jerusalén, otra ciudad castigada por su impiedad, como Sodoma y Gomorra... ¿Cómo Gomorra? Él no lo sabe exactamente y es lo que trata de averiguar recorriendo la Biblia en busca de alguna referencia al pecado de Gomorra.
Media hora después Ana vuelve, le dice que los niños duermen profundamente y le propone acostarse ya. Mientras se desnudan ella sugiere que, si amanece despejado, pueden ir al cementerio a visitar la tumba de su padre. Se mete en la cama y ella le abraza. Aún está dando vueltas a la destrucción de tantas ciudades cuando cree percibir sonidos en el piso superior. Aguza el oído y sí, un ruido rítmico, diríase el de una mecedora balanceándose. Y parece venir de la habitación tapiada. Sin preocuparse más, acaba por dormirse imaginando al gato, en la alcoba de los niños, mirando fijamente al techo.

A media mañana han salido camino al cementerio. Entran en el panteón familiar y Ana cambia el agua de los jarritos con flores mientras él lee las inscripciones de las lápidas. Ahí están su suegro y otros dos hermanos suyos muertos; dos hermanas, también fallecidas, reposan seguramente con las familias de sus maridos. Sin embargo, ¿dónde está el tío Sebastián?
    Él sabía de la familia de su mujer sobre todo por las cartas que ésta recibía regularmente de sus padres y, últimamente, de su madre. Ana se las leía y él se ponía al día de fallecimientos, matrimonios o nacimientos. Pero no recordaba haber oído que el tío Sebastián muriera. Es más, no recordaba haber oído nada de él desde hacía bastante tiempo.
El tío Sebastián, el hermano más joven, y soltero, de su suegro, había sido militar de carrera, de caballería, y había pasado la mayor parte de su vida destinado en la capital y frecuentando salones y teatros. Alguna aventura galante había tenido, pero poco más allá. Cuando él lo conoció, con motivo de la pedida de mano de Ana, vivía ahí en la casa familiar: una caída del caballo lo había dejado impedido y pasaba los días dormitando en la mecedora frente a la chimenea del salón.
Ninguna lápida contiene su nombre pero él no pregunta. Por miedo de que Ana conteste que ya le había contado esto o aquello pero lo que ocurre es que él no presta suficiente atención. O no pregunta porque, simplemente, no le interesa.
Vuelven a casa y, al entrar en la alcoba, se encuentran a los dos gatos, el suyo y el de su suegra, mirando fijamente al techo.

Por fin Navidad. Entran al salón, que ha quedado deslumbrante. Se sienta junto a Ana lleno de entusiasmo bien porque se lo han contagiado los niños bien porque el día anterior había encontrado otra cita de Sodoma en el libro de Ezequiel donde se decía que había sido castigada por abominación. Ya sabía él qué abominación era: en el Génesis dos ángeles en forma humana llegan a la casa de Lot y los habitantes de la ciudad los reclaman; Lot ofrece a sus hijas pero ellos quieren a los hombres. Sodomía. Yahveh castiga a Jerusalén por impiedad y a Sodoma por el pecado nefando pero, como sospechaba, tras el Génesis no ha encontrado ninguna alusión posterior a Gomorra. ¿Por qué, pues, fue castigada?
    Se sientan a la mesa y recuerda la primera vez que se sentó, el día de la petición de mano. Mientras la criada sirve mira el cuadro de enfrente: ¿es o no el mismo de aquel día? Entonces era un cuadro con esa misma mesa a lo ancho y los abuelos paternos de Ana sentados; a ambos lados, de pie, sus seis hijos simétricamente repartidos. Recuerda perfectamente que estaba el tío Sebastián con su uniforme y su sable. Ahora en ese mismo cuadro el tío Sebastián ya no está y el pintor que lo habrá retocado ha sustituido su espacio con un gato, sin duda antepasado del de la casa, sentado sobre sus patas traseras.
Apura una copa de vino mientras se fija en que la mecedora del tío Sebastián frente a la chimenea tampoco está. ¿Por qué borrar todo vestigio de él? Ni su imagen en el cuadro, ni su lápida en el cementerio en el caso de que esté muerto… ¿Qué extraño secreto hay detrás?, ¿guardará relación con la habitación tapiada?, ¿lo emparedarían allí vivo o muerto y será cierto lo del fantasma?, ¿será ese fantasma lo que los gatos ven a través del techo?, ¿será el vaivén de su mecedora el ruido que se oye por las noches?
¿Qué extraño secreto familiar encierra esa casa? Da igual, piensa, mientras bebe otra vez. Porque el único secreto que le interesa es ese que guarda la Biblia y, con ella, la historia entera, el de Gomorra. ¿Qué harían sus habitantes para merecer la lluvia de azufre y fuego?, ¿sería un pecado aún más nefando que el de Sodoma y de ahí ese secreto que pereció con la propia ciudad y nunca será desvelado?

concursoderelatos
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  • 19 de Abril de 2012 a las 21:21

40 florines

 

Quien haya visitado alguna vez la ciudad de Amsterdam, habrá podido contemplar las estrechas fachadas de esas casas a orillas de los canales, que sirvieron como vivienda y almacén a mercaderes holandeses durante el siglo XVII. Por esta razón, muchas de esas casas conservan aún en sus hastiales las viejas poleas que se usaban antaño para cargar y descargar las mercancías de los barcos que remontaban el río hasta el mismo centro de la ciudad. Como consecuencia, las orillas de los canales dieron cabida a una presencia ingente de mercaderes, que convirtieron Amsterdam en un floreciente centro de comercio en aquella época. Pero a nadie debiera extrañar que al cobijo de la euforia que acompañaba aquella incipiente prosperidad, se alimentaran también oscuros negocios de tráfico de mercancías, a cuyo fin sirvió eficazmente la configuración alargada de aquellos almacenes, pues pronto se pudo comprobar que la trasera de estas construcciones eran un lugar perfecto para habilitar camuflados anexos donde ocultar las mercaderías de contrabando.

 

Pero curiosamente, hubieron de transcurrir más de doscientos cincuenta años para que acabara evidenciándose ante el mundo la utilidad del fondo de estas casas como perfecto lugar de escondite; un escondite que acabaría convirtiéndose en el más afamado de todos cuantos se hayan conocido.

 

En 1941, mi madre vivía en una de esas casas a orillas del canal, concretamente en el 275 de la calle Prinsengracht, muy cerca del almacén de Gies & Co. Yo tenía, por aquel entonces, veintiséis años. Al fondo de nuestra casa, mi padre, un pequeño comerciante de madera bien relacionado en el negocio de la construcción, había levantado un pequeño anexo donde tenía instalado mi particular rincón de juegos. Años más tarde, aquel anexo acabó convertido en una vivienda con una amplia buhardilla, donde yo me alojaba los fines de semana que acudía a visitar a mi madre. Aquellas visitas a mi madre se hicieron cada vez más frecuentes, sobre todo después de que ella enviudara a finales del 36. La muerte de mi padre supuso además un duro revés, pues en 1938 tuve que abandonar mis estudios en la universidad, y hube de tomar las riendas del negocio de la madera, negocio que a los pocos años acabó poniendo de manifiesto mis escasas dotes para ejercer como empresario.

 

Fue por entonces, una tarde a finales de 1939, cuando Derek me hizo una visita para anunciarme que se marchaba del país. Derek era el hijo de los Gosselt, un matrimonio vecino y amigo de mis padres, que vivía en el bloque 263 de la misma calle. Él era dos años menor, y ambos nos conocíamos ya desde niños. Juntos compartimos nuestra infancia y era frecuente que nuestras madres, sobre todo en verano, consintieran sin apenas resistencia que nos quedáramos a dormir indistintamente en la casa de uno u otro, a veces incluso durante varios días.

 

Tal era la amistad entre las dos familias, que a menudo nos juntábamos los sábados para cenar en la casa de los Gosselt e incluso recuerdo que, a mediados de los años 20, mi padre trabajó durante muchos fines de semana ayudándoles a construir en la trasera del edificio, una vivienda anexa con acceso a una amplia buhardilla, muy similar a la que mi padre había construido en nuestra casa algunos años antes.

 

El caso es que, finalmente, los Gosselt emigraron a Estados Unidos poco antes de que la ciudad fuera tomada por el ejército alemán en mayo de 1940. Para entonces, la antigua casa de Derek estaba ocupada por un matrimonio belga, familia de los Gosselt, que se hicieron cargo de la vivienda poco después de que estos emigraran. No obstante, al poco tiempo, la casa fue vendida, y en el 263 de la calle Prinsengracht se instaló un negocio minorista de condimentos y mermeladas: Gies & Co. Specerijen Drogerijen Specialiteit, rezaba un gran cartel a la entrada del establecimiento. El negocio estaba regentado clandestinamente por un alemán de origen judío llamado Otto Frank, que se había afincado en Amsterdam algunos años atrás. Su socio, el Sr. Gies, era la cara visible de la empresa. Y es que, en octubre de 1940, los alemanes prohibieron a los judíos disponer de sociedades propias, y algunos se las tuvieron que ingeniar para continuar gobernando sus negocios a pesar de la prohibición. Tanto es así, que era frecuente ver al propio Otto entrar y salir de las oficinas de Gies & Co., e incluso, en más de una ocasión, yo mismo tuve oportunidad de ver a las puertas del almacén a su hija Margot y a la pequeña Anneline, la niña que años más tarde moriría de inanición en el campo de Bergen-Belsen, si bien su voz ha sobrevivido hasta hoy en el eco de las letras de su afamado diario.

 

Pero a mediados de 1942, corrió el rumor de que Otto y su familia habían huido a Suiza ante el temor de ser deportados a los campos de trabajo. Nunca las sospechas de lo que en aquellos campos sucedía, fue siquiera un mínimo reflejo de la enorme crueldad a la que daban cobijo; aquella realidad, que fue la mayor muestra de barbarie jamás conocida, estaba muy lejos de lo que cualquier ser humano hubiera podido imaginar por entonces.

 

En mi casa, el negocio de la madera iba de mal en peor, y finalmente, no me quedó más remedio que liquidar la empresa de carpintería que había heredado de mi padre. Así las cosas, una tarde, en el verano de 1944, decidí llamar a las puertas de Gies & Co. para saber si disponían de algún empleo que pudieran ofrecerme. Lo cierto es que tuve que vestir mi dignidad y armarme de valor para ocultar mi frustración, pues no alcanzaba a comprender cómo aquel negocio era capaz de mantenerse firme, sabiéndose la razón por la que estaba huido uno de sus principales socios. Aquella era la primera vez que entraba en la antigua casa de Derek desde hacía diez años. Y a pesar de que el recibidor había sido adaptado para el despacho de mercancía a modo de tienda, lo cierto es que no pude evitar recordar la gran cantidad de tardes que había compartido en aquella casa.

 

El Sr. Gies salió a recibirme. No tardó en reconocerme, y a pesar de que sabía las razones por las que había liquidado el negocio de la madera, mi petición, algo desesperada, le dejó ciertamente desconcertado. Y sin atreverse a darme un no por respuesta, me citó a la mañana siguiente para hablar con más calma del asunto.

 

Puntualmente, el Sr. Gies me estaba esperando a la hora convenida y me hizo acompañarle hasta el despacho de la primera planta del edificio. A medida que subía las escaleras, yo iba reubicando mentalmente la gran cantidad de recuerdos que me traía de nuevo aquella casa. El despacho del Sr. Gies ocupaba entonces el que fuera en su día el viejo cuarto de Derek. Y si bien tuve al principio el convencimiento de que el Sr. Gies tenía en mente ofrecerme algún tipo de empleo, lo cierto es que, en cuanto le relaté los buenos momentos que había compartido en aquella casa, se aprestó a zanjar rápidamente la reunión, despidiéndome sin oferta alguna de trabajo e invitándome a salir del despacho de manera bastante descortés.

 

Entonces, al girar hacia el pasillo camino de las escaleras, me di cuenta de todo. En el espacio donde antaño estaba la puerta que daba al anexo que mi padre había ayudado a construir a los Gosselt, alguien había ubicado una amplia estantería de madera, como si con ello quisiera ocultar el único acceso a la vivienda que estaba al otro lado del edificio.

 

Sí. Yo soy el malnacido sobre cuya identidad se ha especulado lo indecible; soy el infame guardián de un secreto que llevo conmigo desde hace casi setenta años. Sí. Yo hice aquella llamada a la Gestapo la tarde del 4 agosto de 1944; yo fui el delator del escondite donde la familia Frank permaneció oculta durante más de dos años. Y a lo largo de toda mi vida, he sentido las palabras del diario de la pequeña Anne como un látigo constante a mi repudiada conciencia.

 

40 miserables florines. Esa fue mi recompensa. Que Dios me perdone por lo que hice, pues el mundo entero hace ya tiempo que me ha condenado a morir abrasado en las llamas del infierno.

 

concursoderelatos
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  • 19 de Abril de 2012 a las 22:45

El silbato de Argelers


Fue en su decimoctavo cumpleaños cuando Elna decidió abrir la cajita que su madre guardaba con tanto recelo. En ella seguramente encontraría muchas respuestas que necesitaba desde hacía años. Respuestas sobre su pasado, respuestas que arrojarían un poco de luz sobre las tinieblas que rodeaban su origen; incierto, velado por la tragedia de un exilio que marcó su vida.

 

En efecto, el éxodo que se originó después de la aplastante victoria de las fuerzas franquistas marcó la vida de muchas personas. Y no solo las que lo vivieron, también a su progenie, destinada a destapar los secretos más sórdidos de esa etapa de la historia.

 

Elna estaba en ello. Hacía ya tiempo que hubo conseguido la llave de la cajita sin que su madre se diera cuenta. Hizo una copia, para poder usarla cuando se sintiese preparada, y devolvió la original a su sitio.

 

Ahora se sentía preparada.

 

Cogió la cajita con suma delicadeza, la puso encima de su mesita y, con una mano que delataba su nerviosismo, cogió la llave guardada en un cajón secreto.

 

Un suave “clic” anunció que el camino ya se estaba andando. Sin saberlo, había puesto los pies en un sendero que la llevaría mucho más allá de su origen y de su propio conocimiento.

 

Varias fotos en blanco y negro salieron a la luz cuando la tapa de la caja despertó de su largo sueño, moviéndose hacia atrás como el bostezo de un gólem dormido.

 

Un brillo iluminó los ojos de Elna al reconocer, con súbita emoción, que su madre aparecía en todas las fotos que iba sacando.

 

Eran fotos antiguas y, aunque bien conservadas, el paso del tiempo siempre hace mella, aunque no lo advirtamos. Algunas delataban los malos momentos que les había tocado vivir, las arrugas que les habían infligido y las marcas imborrables de los lugares en los que habían estado. Aunque eso no era lo más importante que todas ellas tenían en común.

 

La mirada de Elna lo advirtió. Sus dedos, cuales tiernas plumas de ángel, acariciaron el contorno de la imagen de su madre, queriendo transmitir toda la suavidad y el amor que ella sentía al observarla, y al observar sus manos, anidando en su vientre.

 

Continuó andando, pues sabía que iba por el camino correcto. De entre todas esas fotos encontró un saquito pequeño forrado de cuero. Su tacto, frío; creó una mueca de incertidumbre en el rostro de la joven Elna.

 

No obstante quiso abrirlo, pues las inquietudes que ahora habían sido reafirmadas en las fotos de su madre le alentaron a ello.

 

Tiró de la cuerdita y lo abrió, sin dilación. Una vehemencia crecía en su interior.

 

Vio algo marrón dentro. Algo granuloso, de un color sucio. Se aventuró con dos dedos y, sacando una pizca de su contenido, vio que era arena de alguna playa.


Eso le sobresaltó. Sus manos saltaron a su boca, que en ese momento se abría para lanzar una exclamación.

 

Sus ojos temblaron, su mirada se tornó vidriosa.

 

Mucho o poco todos sabemos parte de la historia del éxodo que afectó a más de medio millón de personas. Ella, al ser la hija de una mujer que lo vivió en sus carnes y la hija de un padre que nunca llegó a conocer; lo sabía muy bien.

 

Vaciló un momento antes de volver a cerrar el saquito. Se dio cuenta que estaba pisando un terreno que quizá era demasiado peligroso. Que quizá el lugar al que llevaba ya no quería conocer.

 

Y, al dejar caer el saquito dentro de la caja, un crujido de madera despertó de nuevo su apetito incauto. Percibió que ese sonido no había sido adecuado para ese tipo de golpe, entre un montoncito liviano de arena contra una madera gruesa y bien fijada que cumplía de base para una cajita de más de dos quilos.

 

Volvió a sacar la arena y adentró a la vez sus dos manos, para palpar con hambre esa madera que ahora mostraba una pequeña fractura.

 

Entonces descubrió la argucia, la falsedad de esa tablilla que ni era gruesa ni la base de la caja, sino que era la máscara que escondía un falso fondo.

 

La sacó sin pensar.

 

El silbato que durante dieciocho años había estado allí escondido salió a la luz con un aire de derrota, pues, su imagen mediocre, defraudaba con un profundo sentimiento de fracaso a la impetuosa Elna.

 

La jovencita esperaba encontrar algo que respondiera todas sus preguntas, algo que diera un poco de paz a la hambrienta ansiedad que se la comía por dentro. Pero no obtuvo respuestas ni alivio, y todo su ser se colapsó al ver sus expectativas fallidas.

 

Y ahora, con ese patético silbato entre sus dedos, su mente se turbó entre un remolino de adagios inconclusos, de axiomas que se habían perdido, como todos sus sentidos, ignorando ahora el chirrido de una puerta vieja, un golpe seco y unas pisadas cada vez más audibles.

 

-¡Elna! ¡¿Pero qué has hecho!?- nació una desgastada voz a sus espaldas.

 

El demacrado silbido se desprendió entre los dedos de la impulsiva chica. Decenas de fotos en las que aparecía siempre una mujer embarazada resbalaron y volaron hacia el suelo. Elna se había alertado de tal manera que, al girarse, todo a su alrededor se desmoronó, mas en su interior también.

 

-Mamá… mamá…- vociferó Elna -lo siento, no te enfades…-

-¡¿Pero qué has hecho hija!? ¡El silbato!- y mientras pronunciaba esa última palabra, que se refería a un chisme tan banal e intrascendente, se lanzó al suelo a recogerlo, como si se tratase de la joya más valiosa del mundo.

 

Resbaló y no pudo contener su cuerpo, que se dio de bruces contra el suelo. Pero el silbido lo había protegido con sus dos manos, y ahora descansaba en su pecho, al regazo de su calor.


Elna se arrodilló liberando una gran bocanada de aire. Estaba temblando del susto y sus manos fracasaron en el intento de calmar a su madre, que lloraba a moco tendido, como si una gran calamidad estuviese planeando sobre sus cabezas.

 

-¡Mamá! ¡Mamá! ¿Estás bien?- gritó Elna, lanzando las palabras a gran velocidad.

 

Su madre seguía llorando de espaldas a ella.

 

La imprudente muchacha no sabía qué decir. Su boca no podía pronunciar fonema alguno, parecía como si una barrera de aire le privase de ello. Sus pulmones estaban cargados de gemidos mudos.

 

Poco a poco las dos fueron adoptando posturas más cómodas, apoyándose en sus rodillas y dejando caer su peso sobre las piernas. La hija abrazó a la madre. Pero la madre no hizo nada.

 

-Mamá… ¿Estás enfadada?- logró pronunciar Elna.

-¡¿Qué si estoy enfadada?!- repuso su madre. Y con unos ojos brillantes y llenos de color, como si todo el rosado de sus mejillas se hubiese ido a las córneas de la afectada mujer, le lanzó una mirada que atravesó sus pupilas, su cabeza y se hendió en su corazón.

 

Elna bajó la suya.

 

-¡Hija mía! No estoy enfadada… ¡Estoy dolida!- anunció su madre con palabras entrecortadas.

-Lo siento mamá…- manifestó Elna.

-¿Pero por qué lo has hecho? Pensaba que podía confiar en ti…- su mirada se fue apaciguando.

-No digas eso mamá, yo solo quería saber...- alegó denotando arrepentimiento en sus palabras.

-¿Para qué quieres saber? El pasado, pasado está y no se puede arreglar. Solo traerá dolor…- la sombra de una tormenta se manifestó en sus pupilas.

Elna negó con la cabeza, tragando saliva.

-No- pronunció ese monosílabo con un sonido gutural, como si estuviese a punto de llorar -yo quiero saber… ¿quién soy mamá?-

-Hija… ¿por qué preguntas eso?- solicitó la madre, con la preocupación sumida en su rostro.

-Ya lo sabes mamá… no me hagas decirlo por favor…- dijo Elna, casi suplicando.

-Hija, cariño… no llores cariño, por favor. No hay nada por que sufrir…-.

 

La madre, habiendo ahora intercambiado el enfado por la lástima, se abrazó a su hija, y acarició su rostro sin dejar de pronunciar la palabra “cariño”.

 

-Cariño por favor no me hagas esto… sabes que es muy duro para mí… Ahora no es el momento…- concluyó.

-¿Y cuándo será el momento? ¿Cuándo sabré quién es mi padre…?-.

-Ya sabes quién es tu padre cielo…-

-¡No mamá!- gritó acompañando las palabras con un sollozo -Jordi murió en la guerra, ¡él no te dejó embarazada! Estas fotos…- miró hacia todos lados, recogiendo con voracidad los retratos que habían caído por el suelo -son del exilio, ¡¿verdad?!-.

-Sí…-

-Te quedaste embarazada ahí…-

-Sí cariño…-

-¿Por qué no me lo dijiste?- inquirió Elna.

A lo que su madre respondió con otra pregunta: -¿Sabes, cariño, qué es este silbato?-.

-No… ¿Qué es?- preguntó dirigiendo su mirada a ese objeto que descansaba en las manos de su madre.

-Este silbato, lo usé yo una vez y no funcionó. Representa mi arrepentimiento, mi derrota y el ruego para que alguna vez, quizá, solo quizá, puedas perdonarme…-

-¡Yo no tengo que perdonarte nada mamá! No digas eso…-

-Hija mía, ahora quizá sí que es el momento de que te cuente la verdad…-

 

Elna no dijo nada, pero su mirada lo decía todo.

 

-¿Sabes qué pasó cuando nos exiliamos a Francia?-.

-Estuviste en una casa de acogida…-.

-Sí, pero eso fue después de Argelers…-

-¡¿Argelers?!- preguntó Elna. Ya conocía ese nombre y un gran miedo se apoderó de ella.

-La playa de Argelers. Muchas personas estuvimos ahí hasta que Francia fue invadida por los ejércitos de Hitler.

-¡¿Pero saliste y te quedaste embarazada en la casa de acogida, verdad?!-.

-No hija mía no…-

 

Los ojos de Elna se abrieron como dos Lunas.

 

-Intenté silbar cariño, te lo prometo, intenté silbar… pero nadie lo escuchó y los soldados me violaron.-

-¡¿Qué?!- gritó Elna -No… no… ¡No me lo puedo creer mamá…!-.

-Lo siento mucho hija mía… ¿Podrás perdonarme…?-

 

Elna agitó la cabeza de un lado a otro, con la mirada cayendo en picado.

 

-Soy un monstruo mamá… ¡Soy un monstruo!-.

-¡No hija, no! ¿No lo ves? ¡Ningún niño sobrevivía ahí, los enterrábamos en la arena! ¡Tú… eres un milagro!-.

concursoderelatos
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  • 19 de Abril de 2012 a las 23:46

Agustín

Agustín era un buen tipo. Y listo. Vaya si era listo. No había estudiado en la universidad, pero había leído mucho. Era un autodidacta y no sé de qué modo lo hizo, pero había llegado a saber más sobre la naturaleza de las cosas que cualquier sabio de esos premiados con los nobel.

No recuerdo bien cuando fue, pero un buen día le dio por estudiar el tiempo. Recuerdo que se hizo con todo cuanto se había publicado sobre esa extraña dimensión del universo. En sus estanterías vi aparecer obras sobre la teoría de la relatividad. Y también algunas novelas de H.G.Wells, Asimov y Jules Verne. Todo lo relacionado con el tiempo y la posibilidad de viajar por el mismo le interesaba.

Hace unos meses comenzó a faltar a las habituales reuniones de los viernes en el club, y poco a poco dejé de verle. De vez en cuando me llegaba alguna carta suya. Por ellas supe que se hallaba hospedado en un viejo monasterio, lejos de la ciudad, al que se había retirado para estar lo más aislado posible. Por lo visto estaba desarrollando unos estudios y unos trabajos que requerían la máxima tranquilidad y concentración.

Y hace dos días apareció por casa. Sí, he dicho que apareció pues eso es lo que hizo literalmente. Yo estaba en la sala, sentado un mi sillón favorito viendo las semifinales de la champions cuando en un plano de las gradas del campo del Bayer me pareció verle. “Ese tipo con gafas se parece a Agustín” me dije, “¡Coño! ¡No es que se parezca, es que lo es!”

Y entonces ocurrió. Agustín me miró y me saludo con la mano. Sacó una pequeña botella de un bolsillo y bebió de ella. La imagen de la tele pareció apagarse por un instante pero reapareció enseguida... y Agustín ya no estaba allí. Estaba justo detrás mió, con el mismo atuendo de viajero y las mismas gafas con que le acababa de ver en Munich. En la sala de casa. Sonriendo como un crío, con aquella botella, de la que le había visto beber, en la mano.

-¡Agustín! ¿Cómo has entrado en casa?
-Como has podido comprobar, Pepe, he viajado por el continuo espacio tiempo y he aparecido aquí, en tu casa.
-No me digas...
-Mi intención en los últimos tiempos ha sido la de encontrar el modo de viajar por el tiempo. Y ahora sé que no es posible. Podemos entrar en la rejilla del continuo espacio tiempo pero no podemos avanzar ni hacia el pasado ni hacia el futuro. Pero en esa situación podemos desplazarnos en las otras tres dimensiones como si la cuarta, el tiempo, no existiese. Por ello puedo transportarme a cualquier lugar de manera instantánea. No viajo por el espacio habitual. Para ello requeriría trenes, coches o barcos y me tomaría mucho tiempo. Viajo por detrás de la realidad, por decirlo de algún modo, por el continuo espacio tiempo. Puedo aparecer allá donde quiera de forma inmediata y a pesar de los obstáculos materiales que pudiesen interponerse en el camino.
-¿Y todo lo que llevas contigo viaja igual que tú? Lo digo por las gafas, la bufanda y el resto de tu atuendo de hincha de fútbol. No has llegado a casa desnudo, que yo sepa.
-Todo cuanto llevo conmigo viaja conmigo, Pepe.
-¡Caramba, Agustín! ¿Quieres decir que podrías entrar la cámara acorazada de un banco, coger una pequeña fortuna y luego salir con ella?
-Podría. Pero no pienso hacerlo. No sería ético.
-¿Que no sería ético? ¿Dices que no sería ético? ¡Anda ya! Podrías ser millonario sin esfuerzo...
-Eso sería robar. Y robar está mal, Pepe. La verdad es que yo no necesito el dinero para nada.
-A mi en cambio me iría muy bien... Oye, ¿cómo lo haces?
-He descubierto una combinación de bebida energética con un ingrediente especial que disocia nuestra materia y nos coloca en la rejilla temporo espacial. Una vez en ella es fácil desplazarse.
-¿Cuál es ese ingrediente especial?
-Se trata de algo muy sencillo, muy común. Algo que no te imaginarías jamás. Algo que ves todos los días... ¡Quién iba a decirlo! Una simple combinación de bebidas energéticas variadas con ese ingrediente fundamental, ¡Y zas, allá vas!

Agustín hizo un expresivo gesto y rió a gusto un buen rato. Finalmente se calmó y mirándome con una enigmática mirada me dejó ir lo del secreto.

-Mi fórmula es un secreto que sólo yo conozco. Había pensado en patentarla pero si lo hiciese no podría conservar el secreto. De modo que está aquí – señaló su cabeza – a buen recaudo.
-¿Pero y si te ocurre algo? ¿No querrás llevarte a la tumba un secreto como ese?
-Por eso estoy aquí ahora en tu casa. La fórmula está escrita y guardada en un lugar seguro. Si algo me ocurriese tú pasarías a ser su dueño.
-No te entiendo...
-El día que yo muera se abrirá mi testamento. Te legaré algo. Con ese algo sabrás como llegar a ella. Pero estate tranquilo, pienso vivir todavía muchos años.

Era un tipo listo pero demasiado honrado, la verdad. Aquellos remilgos que le impedían tomar lo que no era suyo... ¡no los tengo yo, desde luego!

Bien, ya estoy llegando a casa del notario. Si todo va bien, en poco rato el secreto de Agustín ya no será su secreto sino que será mi secreto. La verdad, me supo mal pero no me dejó otra alternativa. Siempre he sido muy impaciente y esta vez, como suele ocurrirme a menudo, no me apetecía esperar más. Después de todo, si pensaba legarme ese poderoso brebaje ¿para qué esperar unos años?

elcubo
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  • 20 de Abril de 2012 a las 0:06

Y se acabó.

Muchas gracias a los participantes y mucha suerte para todos.