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Foro para escritores de Bubok

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elcubo
Mensajes: 1.617
Fecha de ingreso: 15 de Agosto de 2010

CI Edición (101) del concurso de relatos - RELATOS

13 de Abril de 2013 a las 0:12

Tema: Resucitar / resurrección.
Plazo recepción de relatos: hasta jueves 2 de mayo.
Plazo votación: hasta domingo 5 de mayo.

Todo aquel que quiera participar y que sea "nuevo en la plaza" que lea primero las bases del concurso.

Resurrección:
1. f. Acción de resucitar.
2. f. por antonom. resurrección de Jesucristo.
   ORTOGR. Escr. con may. inicial.
3. f. Pascua de Resurrección de Cristo.

Resucitar:
1. tr. Volver la vida a un muerto.
2. tr. coloq. Restablecer, renovar, dar nuevo ser a algo.
3. intr. Dicho de una persona: Volver a la vida.
elcubo
Mensajes: 1.617
Fecha de ingreso: 15 de Agosto de 2010
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  • 13 de Abril de 2013 a las 0:14

Vaya mieeeeeerda de foro.

Si se acerca a este concurso alguien que no haya participado nunca, por favor, pregunte en el hilo de comentarios o que me remita un mensaje privado.

Este hilo queda abierto para la recepción de relatos.
¡Salud y buenas letras!

concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 21 de Abril de 2013 a las 13:32
CIENCIA O CONCIENCIA

Su parsimonioso andar acerca lentamente al doctor Strong al despacho del Director del Centro. Sin llamar, abre la puerta. Al verlo, Chris se levanta y sale a saludarlo.

¬—Pero amigo Robert,  te he dicho que cuando quieras hablar conmigo me llames; en tu estado no debes moverte tanto.

—No te preocupes, Chris, estoy bien. He tomado una determinación y quiero decírtelo antes que a los demás del equipo.

—Por favor, siéntate. —Ambos, una vez sentados, se miraron con fijeza. Finalmente, el doctor Strong, habló

—Querido amigo, he decidido ofrecerme a una intervención quirúrgica.

Al oírlo, Chirs abrió enormemente los ojos, incrédulo ante aquella afirmación. Esperó unos segundos antes de hablar; finalmente, se levantó del sillón y paseó por el despacho.

—Pero… ya hemos tratado este tema y pensaba que todo había quedado claro para ti.

—Así es, buen amigo. Mi cáncer de hígado es terminal. No me doy más de dos meses de inútil vida. ¿Qué sentido tiene seguir? Sin embargo, someterme a una operación de ese tipo, no solo me puede dar la solución, también puede servir como experiencia para otros pacientes en mi estado.

—Pero sabes que la probabilidad de salir con vida es casi cero.

—No estoy de acuerdo; hemos realizado este tipo de intervención en algunos animales y los resultados han sido bastantes satisfactorios.

—Lo sé, Robert, pero en los animales no es tan compleja como en un ser humano; la ubicación del tumor hace casi imposible el acceso; además, con los dos infartos que ya has sufrido el riesgo es mucho mayor.

—¿Y seguir vivo dos meses más con estos dolores y lleno de morfina hasta las cejas es la alternativa? Tranquilo, Chris, lo he recapacitado profundamente y mi decisión es definitiva.

Chris daba vueltas en el despacho mientras oía a su amigo.

—El riesgo de parada cardiorespiratoria es tan alto que de nada nos va a servir intentarlo.

—Lo sé, Chris y es por eso por lo que quiero tu autorización —Chris le miró muy sorprendido; no entendía las palabras de Robert.

—¿Mi autorización? ¿Para qué quieres mi autorización? Solo tú…

—Porque he hablado con Ernest y Louis. Hemos calculado el riesgo de una parada y ante tan alto porcentaje de que así sea, de me ha ocurrido preparar el quirófano para realizar sobre mí una animación suspendida.

Al oírlo, Chris reaccionó volviéndose de golpe.

—¿Has dicho aplicar sobre ti el programa SAFAX? ¡Nunca! Entiendo que tu desesperación llegue hasta esos límites de locura, pero no me pidas… Las consecuencias podrían ser terroríficas, si es que sobrevives, que la probabilidad es de casi cero.

—¿Y por qué no? En ese programa hemos recuperado diez y ocho perros de veinte y cuatro; además, en los últimos experimentos han resucitado todos los animales. ¿Dónde está ese casi cero de probabilidad de salir con vida? Además, si soy capaz de superar la prueba, piensa que yo sí podría dar explicaciones de lo que se “vive” durante la muerte. Sería un gran avance para el programa.

—Robert, eres el neurólogo y psiquiatra más conocido del país; tus experimentos en el programa AWARO y SAFAX son uno de los avances científicos más importantes de este siglo. No me pidas que haga esto; no puedo, ni como médico, ni como director de los programas, ni como amigo.

—Gracias, Chris, pero tu negativa a mi ofrecimiento no es importante; solo necesito que apruebes, por supuesto una vez firmados todos los documentos legales, que el experimento se haga sobre mi persona. Todo lo tengo calculado. La operación para extirparme el tumor del hígado puede durar casi dos horas. Ya conoces la ubicación del tumor. Con dos infartos sufridos, es muy posible que yo sufra, durante la operación, una parada cardiorespiratoria. Si esto ocurriese, debemos tener preparado todo el sistema del programa SAFAX para que Ernest me mantenga en animación suspendida el tiempo necesario para que Louis termine la extirpación y limpie perfectamente. El drenaje sanguíneo duraría casi una hora. Para rellenarme con la solución salina, con la aportación del oxígeno necesario para mi capacidad pulmonar, que ya hemos calculado Ernest y yo, debe estar preparada en el quirófano. Para ello necesitamos tu autorización. El resto, ya lo conoces bien; es fácil, como si en la mesa de operaciones estuviese tumbado un perro.

Chris no paraba de dar vueltas por el despacho. Eran demasiadas dudas para tomar una determinación tan compleja. Sus creencias religiosas, su ética profesional y su amistad, se oponían férreamente a sus praxis médica, a su dedicación durante los cinco últimos años a aquellos dos programas que solo necesitaban de un pequeño paso para convertirse en el mayor avance médico de la historia: Mantener en muerte clínica a un paciente más de tres horas y volverlo a la vida en perfecto estado de salud.

Una semana más tarde, una vez obtenidas las autorizaciones necesarias, Robert entró en quirófano sobre una camilla. Allí encontró a todo el equipo. Ernest, el especialista en animación suspendida y con el que había preparado toda la solución salina, a 7º para cambiarla por su sangre. Louis, el cirujano que le extirparía el tumor. El bueno de John, su cardiólogo; anestesista, enfermeras y, mirando hacia el ventanal del techo, a todo el cuadro de mando del Centro Médico.

Cogió a Louis por la manga. Lo miró y sonrió.

—Adelante, amigo; ya tienes otro perro entre tus manos —Luego miró al anestesista y le indicó adelante con la cabeza.

—No quiero nervios, ni dudas. Sois los mejores y aunque en esta ocasión yo no estaré, espero que mi intervención no sea necesaria. Adelante y sin prisas, tenéis todo el tiempo del mundo.

Después de una hora de operación, el corazón de Robert comenzó a fibrilar. Aquella alteración del pulso puso nervioso a Ernest. No le gustaba. Cuando daba la orden de conectarle el desfibrilador, Robert sufrió una parada cardiorespiratoria.

Todo fueron prisas. Louis paró su intervención con el fin de dejar a Ernest espacio para drenar a Robert, pero este le ordenó seguir, mientras él comenzaba a drenar.

Después de casi tres horas de operación, en las que Robert ya llevaba casi dos horas en parada cardíaca, Louis dio por terminada su intervención. Todo había quedado limpio y posteriormente cerrado. Había comprobado la inexistencia de metástasis o ramificaciones en el hígado. Miró a Ernest asintiendo. En ese momento, Ernest comenzó el proceso inverso. Sacó toda la solución salina de la red de riego de Robert y volvió a introducir su sangre que, durante ese tiempo, había sido filtrada en un sistema que tenía preparado para ello.

Terminada la transfusión, miró el reloj. Habían pasado tres horas y cuarenta y dos minutos. Movió negativamente la cabeza y miró a Louis. Este acercó al pecho de Robert las palas del electro shok y le aplicó la primera descarga. El ecocardiógrafo mantuvo su preocupante línea recta. Louis insistió una segunda, una tercera y hasta una cuarta vez, pero aquel corazón parecía no querer volver a latir. Louis no sabía qué hacer cuando Ernest se acercó, le quitó las palas del desfibrilador y las aplicó fuertemente sobre el pecho de Robert. Una, dos, tres veces…

De pronto, en la pantalla del ecocardiógrafo comenzó un ilusionante baile de color verde. Todos se miraron sonriendo mientras Ernest seguía con su mirada fija en la pantalla. Finalmente, aquel corazón comenzó a latir con regularidad.

Todos se miraban incrédulos, sonrientes, se felicitaban con las miradas ilusionantes.
 
Durante los dos días posteriores a la intervención, mantuvieron completamente sedado a Robert. Atención continua y detallada de todo lo que podía significar cambio o alteración de la normalidad, pero aquel corazón a una velocidad de cincuenta y ocho pulsaciones, había decidido seguir funcionando.

Aquella mañana todos se reunieron en el despacho de Chris.

—Bien, señores, tenemos que tomar una determinación. Hay que despertarlo y enfrentarnos a las consecuencias de los hechos. Han pasado dos días y creo que no hay justificación médica para retrasar el momento.

Todos se miraron, pero nadie fue capaz de encontrar un solo motivo para mantener a Robert dormido. Por lo que se levantaron y fueron a la sala de cuidados intensivos. Nada sabían de sus funciones cerebrales; el único capacitado para saber lo que había sufrido aquel cerebro estaba inconsciente sobre la cama.

Se le retiraron todos los sedantes, el suero, los medicamentos y desconectaron de los equipos.

—Entiendo que en aproximadamente dos horas empezará a reaccionar. Alguien debe quedarse junto a él y cuando empiece a despertar llamarnos a todos.

En su despacho, Chris y Ernest hablaban.

—Nunca pensé encontrarme en una situación similar, Ernest.

—Lo sé, amigo; también yo tengo dudas sobre si hemos sobrepasado el límite de lo ético. Pero en el programa SAFAX habíamos llegado a una situación que ya no nos permitía dar marcha atrás. Además, científicamente hablando… —le interrumpió una llamada por el mensáfono de Chris.

Ambos salieron corriendo hacia la UCI. Al llegar, la cama de Robert estaba completamente rodeada de médicos y enfermeras.

Solo los dedos de sus manos se movían. El silencio era absoluto. Poco a poco fue tomando consciencia de la realidad y Ernest, algo nervioso se acercó y le cogió la mano. Lentamente, Robert  abrió los ojos y miró hacia el frente; luego miró a Ernest y sonrió.

Un enorme suspiro llenó la habitación y los cuerpos de todos los presentes se relajaron.

—Bob, si me oyes y entiendes, pestañea una vez.

Y Robert pestañeó una sola vez. Luego, cerró los ojos.

Nadie se movió. Se miraban entre ellos, hasta que Louis se acercó y le tomó el pulso. Bajó la sábana para comprobar los vendajes de pecho y, en ese momento, Robert abrió de nuevo los ojos.

—Tengo hambre. Si me dais algo de comer, luego os contaré algo muy grande e importante que he vivido.

concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 28 de Abril de 2013 a las 23:45

Siete vidas

 

Llegué a León por la noche. Nadie me esperaba porque allí nadie me conocía. La estación era un hervidero de gentes que iban y venían, agolpándose entre el frío y el viento que azotaba sus rostros y abrigos. El olor a ferrocarril lo impregnaba todo. Pasé al vestíbulo, fuertemente iluminado. Me dirigí al servicio y conseguí mear después de suplicarle a la mujer de la limpieza que me dejara entrar y que limpiara más tarde.

 

    Pronto salí a la calle, donde las luces tenues de las farolas se confundían con las hojas otoñales de los árboles. Cogí un taxi después de esperar un rato echando vaho por la boca. Para llevarme al hotel subió por travesías vacías mientras fui observando  ventanas oscuras tras las que imaginé gentes durmiendo.

 

    En la recepción no había nadie. Tras tocar el timbre apareció un señor menudo y con corbata. Me dijo que no había ninguna reserva a mi nombre. Le contesté que en efecto, pero que si quedaba alguna habitación libre. Me proporcionó una en la segunda planta que daba al exterior.

 

    A primera hora me despertó el camión de la basura. Cuando de nuevo estaba conciliando el sueño, me desveló esta vez el ruido de una ambulancia. Aparté un poco la cortina de la ventana atraído por el alboroto de los cláxones de los vehículos cuyos conductores, exasperados, clamaban espacio libre para la emergencia.

 

    Regresé al interior de mi habitación y puse algo de orden en mi equipaje, almacenándolo en un armario. Estaría durmiendo –o intentándolo- en ese lugar hasta que encontrara algún piso de alquiler medianamente decente.

 

    Me vestí y bajé a la cafetería a desayunar. Con el olor de cafés y churros pensé que debía mirar el periódico, a ver qué anuncios clasificados había. Encontré varios interesantes: dos pisos pequeños pero baratos y un empleo que podía encajar con mi experiencia laboral. Anoté los números de teléfono correspondientes en mi bloc de notas y salí a la calle.

 

    Observar a los habitantes de la ciudad hacer sus vidas me animó. Con envidia sana vi que todos parecían tener un objetivo, una meta que cumplir, un lugar donde arribar. Sus pasos parecían firmes, seguros de un destino feliz por conocido y, lo que parecía más importante, decidido de antemano por las altas esferas de la capital leonesa, esa que todo lo mueve, elegida o aceptada –según el caso- por la propia masa afianzada, establecida en aquel lugar sobrio y gentil.

 

    Llamé al número de uno de los anuncios de pisos que me interesaban. Al otro lado del aparato sonó la voz de un hombre algo mayor. Recién jubilado, quizá. La operación se haría de propietario a inquilino, sin mediar agencias ni gaitas. Fui a ver el piso aquella misma tarde. Me gustó en un primer momento, pero el hombre –canoso y, en efecto, recién jubilado- me exigió contrato de trabajo. Era, sin duda, un miembro más del sistema. Aunque recientemente apartado de la vida laboral –parecía más por cuestiones de edad antes que por que él hubiera querido- el hombre aquel era desconfiado. Me puse en su lugar y pensé que era normal su petición. Le dije que no tenía trabajo, pero que como muestra de que yo era solvente, le pagaría los seis primeros meses por adelantado. Accedió y sin más alquilé el piso.

 

   
    Mi nueva vivienda en aquella nueva ciudad para mí, era pequeña. Eran cincuenta metros cuadrados muy bien aprovechados, suficientes para una persona sola. Estaban distribuidos en una habitación pequeña, un baño, una cocina y un salón, que era lo que más me gustaba. El piso estaba amueblado, por lo que ya no tenía que preocuparme de nada. Ahora lo que quedaba era buscar empleo.

 

   Llamé al número de teléfono que había cogido de aquel periódico mientras desayunaba, pero me comunicaron que, sintiéndolo mucho, el puesto ya estaba cubierto. No tenía que haber esperado tantos días. De todas formas, bajé a la calle y compré el diario. Subí de nuevo y en la mesa del salón empecé a subrayar todas las ofertas que me interesaron. Al día siguiente llamaría.

 

    Antes de cenar fui a darme una ducha, pero el agua salía fría. El calentador no funcionaba. Eché de menos la habitación del hotel.

 

    A la mañana siguiente llamé pronto al propietario para que diera solución a lo del agua caliente. Luego telefoneé interesado en una oferta de trabajo en un concesionario de vehículos de segunda mano. Me dijeron que pasara esa misma tarde a hacer la entrevista.

 

    El concesionario estaba en la carretera León-Puente Villarente, fuera de la ciudad. Tuve que coger un taxi para llegar, pero había cerca una parada de autobús y pensé que si me cogían acudiría en él. La entrevista me la hizo el gerente. Le conté que anteriormente había trabajado en dos concesionarios oficiales, de coches nuevos o, como mucho, de kilómetro cero, y que, en consecuencia, no me iba a resultar difícil desenvolverme. Al día siguiente ya estaba allí trabajando.

 

    El primer cliente venía a ver un Renault 5 de color blanco. Estos vehículos se venden bien por unos mil euros: sus compradores son amantes de los coches clásicos y no dudan en pagar cantidades incluso más elevadas de las que pagarían por otros menos viejos. Pero éste tenía un problema, o varios. El color blanco se vende mal, quienes se interesan por un Renault 5 lo prefieren en azul, verde o amarillo. Y por dentro estaba hecho polvo, tanto de tapicería como de motor. Necesitaba una buena restauración. Afortunadamente, el chaval estaba muy entusiasmado, así que con un par de mentirijillas conseguí endiñárselo por mil doscientos euros, cantidad nada desdeñable para los tiempos que corren. Cuando se montó al volante para llevárselo, le dije que el depósito estaba casi vacío. A decir verdad, no funcionaba el indicador del nivel de gasolina y ni yo mismo sabía cuánta había. El chico jamás se presentó a reclamar, posiblemente avergonzado por haber sido estafado.

 

    En los meses siguientes todo parecía discurrir perfectamente: había conseguido resurgir encontrando un empleo, tenía una vivienda -de alquiler, sí, pero una vivienda-, e incluso había hecho un par de amigos, unos vecinos, socios de la Cultural con los que iba los domingos a ver el fútbol y con los que tomaba el vermut en el Húmedo. Una vida sencilla y sin complicaciones, hasta que apareció ella.

 

    Una chica que se había acabado de sacar el carné. Quería un coche bonito, bueno y barato. Qué guapa era. Nada más verla entrar por la puerta del concesionario me dio un golpe al corazón. Su figura delgada y su cara de gata me encandilaron enseguida. A ella no podía engañarla, tenía que venderla el coche más bueno al mejor precio. Me extrañó que viniera sola. No le di importancia porque no iba a estafarla. A ella no. Le vendí un Polo azul por tan sólo dos mil euros y cuarenta mil kilómetros en cuatro años. Cuando se fue quedé aliviado pensando que jamás volvería a verla.

 

    Pero, curiosamente, tres días después me la encontré en el autobús camino del concesionario. Resulta que ella también trabajaba allí cerca. Le pregunté cómo que no iba en el coche, y me dijo que aún no tenía mucha práctica y que le daba miedo. En los días siguientes procuré coger el bus a la misma hora para coincidir con ella. Durante varias mañanas fuimos entablando una curiosa amistad hablando de temas banales hasta que conseguí invitarla a salir un sábado.

 

    La llevé a cenar a La Competencia. Cuando salimos del restaurante tomamos algo junto a la catedral y luego me llevó a su casa, que estaba cerca de la Plaza del Grano. Pasó lo que tenía que pasar y al día siguiente no fui con mis amigos a ver a la Cultu ni a tomar el vermut.

 

    Durante un tiempo estuvimos saliendo pero sin pretender que fuera nada serio, al menos por mi parte. Todo cambió un día en el que me dijo que íbamos a comer el domingo en casa de sus padres. Ahí es cuando recordé mis seis vidas pasadas en otros tantos lugares. Sin despedirme de ella ni de nadie cogí los bártulos y lo dejé todo. Una vez más huía y me disponía a iniciar una nueva vida -la séptima- en otra ciudad en donde nadie me conociera, temiendo y deseando, a la vez, encontrarme con otra gata valiente de ojos tristes.

   

concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 30 de Abril de 2013 a las 18:55

16'30 Telenovela

El regreso de Venancio de la Cruz y Diéguez

¿Cuánto tiempo, cuántos días, cuántas horas y minutos habían transcurrido desde entonces? Sus manos temblaban y las venas, gruesas y azuladas, las cruzaban como arroyos de agua oscura. Sus ojos miraban, nublados y húmedos. Hasta la vieja tos, su compañera de años, había perdido su fuerza.

— Soy Venancio de la Cruz y Diéguez — sus palabras sonaban como un cántico, una letanía dicha en voz alta, a cada una de ellas agitaba los brazos al aire— tengo que recordar quién soy y por qué estoy aquí encerrado desde el 14 de mayo de 1864. Que no se me olvide, debo tener presente lo que hice y por qué lo hice. Sí, lo recuerdo claramente aunque hayan pasado tantos años. Y a pesar de este duro encierro sé que lo volvería a hacer si no estuviera ya hecho.

En cuclillas en un rincón de la celda trataba de defecar una vez más sin éxito. ¿Qué podía devolver al mundo si ni para sostenerlo en pie servía lo que podía comer?

— Me llamo Venancio de la Cruz y Diéguez, tengo treinta y cinco años, o eso creo y he matado a un hombre —rezaba en voz baja.

Miró de nuevo por el hueco que, en lo alto del muro, cumplía las funciones de ventana, por ella entraba un rayo mortecino de luz y una brisa que, al unirse a la pestilencia de la celda, escondía por completo los viejos aromas a tierra húmeda o hierba recién segada.

— Venancio de la Cruz y Diéguez, sí, ese soy yo —levantó la voz mirando al cielo—Estoy aquí porque maté a un hombre. ¿Cuánto tiempo hace? No lo recuerdo, no lo sé, pero han pasado muchos años. Mi cabeza es ahora una esfera pelada y fría en la que ya no tengo apenas pelo y lo poco que me queda se ha vuelto blanco y áspero. Soy un cadáver.


La casa de los de la Cruz y Diéguez ocupaba toda la esquina de la calle Real y el callejón al que llamaban de la porteña. Era una casa hermosa, llena de ventanas adornadas con geranios. Venancio era un joven prometedor que estudiaba para letrado y no tenía madre, ni hermanos pero sí un padre anciano y enfermo. Cuando cumplió veintiún años conoció a Elvira. Y veintitrés el día que lo detuvieron y lo llevaron a prisión acusado de asesinato. Así fue como perdió la libertad, su vida e ilusiones y a su amada.


Aquel joven que ahora se le aparecía a diario en sus sueños, había sido él. Él enamorado de la joven hija del amigo de su padre. Él viéndola a escondidas, para luego llevarla a su lado como un delicado regalo de la suerte. Elvira, que se le entregó sin reservas, apasionada y sin miedo. Sentado en aquella losa que lo mismo servía de lecho que de asiento, se miraba las uñas, largas y duras como garras. Aún la quería, no podía remediarlo, a pesar de todo lo sucedido y de que llevaba años esperándola. Soñaba con ella casi a diario, le hacía el amor o paseaban juntos por campos abiertos y soleados. Cuando despertaba de sus ensueños, sus ojos despedían brillos de locura. No tenía ni un minuto de reposo, se balanceaba de un lado a otro como si una energía misteriosa lo moviera. Había matado a aquel hombre, lo había hecho y aún después de tanto tiempo y tantos sufrimientos, no sentía ningún arrepentimiento. Estaba seguro de que se lo merecía porque era un canalla. Había engañado a Elvira, a ella y a toda su familia haciéndose pasar por un hombre honrado que luchaba por labrarse una posición como economista. Sedujo a los Bermúdez, les engañó con palabras, con visitas y atenciones para con Elvira y su madre y cuando consideró que era el momento oportuno, con apetitosas ofertas de negocios que reportarían magníficos beneficios a la economía familiar. Don Álvaro Bermúdez, padre de Elvira, era un hombre entrado en años, de aspecto cansado, acostumbrado a la buena vida, al que administrar su fortuna y propiedades aburría soberanamente. Por eso pronto delegó en Roberto Carlos sus obligaciones y aceptó sus consejos confiadamente.

Roberto Carlos de la Osa era ambicioso, así que había decidido conquistar a Elvira. Era guapa y simpática, no era tonta pero estaba acostumbrada a obedecer a su padre. Sería dócil y fácil de manejar, inexperta, si se casaba con ella podría controlar los bienes de la familia más fácilmente, sobre todo cuando falleciera Don Álvaro.

Venancio la miraba incrédulo. ¿Qué le estaba diciendo, que se iba a casar con otro?
— ¿Por qué? —le preguntó
— Porque tengo que hacerlo —fue la respuesta de ella sin mirarle a los ojos.
— Pero tú me amas, me lo has dicho y yo lo sé. Te has entregado a mí y yo te quiero.
 — Tengo que obedecer a mi padre. Y Roberto me quiere mucho.

A través de la puerta cerrada se escuchaban los lamentos de alguien que estaba sufriendo. Se tapó los oídos con las dos manos, no quería escuchar, no quería pensar en lo que le estaría sucediendo a aquel desgraciado. Sabía bien qué significaba aquello, otras veces le había tocado a él. ¿Quién iba a enterarse de lo que pasaba en aquel lugar, quién iba a preocuparse por ellos?

— Sí, yo lo hice, señor Juez. Le he matado. Se lo merecía. —dijo, no se defendió y no dio más explicaciones.
¿Cómo iba a contarle a nadie lo que había hecho aquel desgraciado? No podía, sería como matar a Elvira, todo el mundo hablaría de ello, sería tal el escándalo que ella no podría vivir con él, todo el mundo le volvería la espalda.

— Le esperé a la salida de su casa y le conminé a defenderse. No quiso el muy cobarde y entonces le maté. No me arrepiento. Condéneme porque lo merezco, señor Juez.

¡Doce años! doce debían de haber pasado más o menos, desde que entró en prisión. Doce años habría tenido su hijo si aquel desgraciado no lo hubiera matado a golpes en el vientre de su madre, cuando supo que lo esperaba y no era suyo.


Oyó cerrarse el portón a sus espaldas y se dispuso a mirar el mundo como si fuera la primera vez. Por fin estaba libre y ahora veía la luz sin levantar la cabeza al ventanuco. La ciudad había cambiado mucho, casi no la reconocía después de tanto tiempo encerrado. ¡Volvía a la vida! Pero no iba a ser fácil, tendría que reaprender a tomar decisiones por sí mismo.
Dejó pasar un tiempo prudente y de mientras arregló sus asuntos legales y puso en orden su casa.

Después preguntó por ella.

Como si fuera casual un día se encontraron. Estaba muy hermosa, había madurado y eso le sentaba bien. Para su sorpresa ella le miró con ojos vacíos, sin reconocerle. Apenas se detuvo un momento y luego siguió su camino.

— ¡Elvira, Elvira! Espera. Soy yo —la voz y todo su cuerpo le temblaban como una pluma

— ¿Pero quién eres tú? —preguntó enojada, mirándole indiferente

— Venancio de la Cruz, Elvira. He vuelto, he sobrevivido a la fría muerte en vida de aquella prisión.

— ¡Venancio! No te había reconocido. ¡Qué cambiado estás!

Había horror y rechazo en sus palabras. Y temor en sus ojos.

— ¡Por fin has salido de la cárcel! —le miraba desde la altura fría de la indiferencia— Me alegro por ti. Pero no vuelvas a molestarme. Ahora estoy casada, todo aquello ya se ha olvidado y no quiero que vuelvan a resurgir de nuevo los chismorreos. Lo pasé muy mal, pero tú no puedes comprenderlo.

— Nunca viniste a verme, Elvira, durante años estuve esperando creyendo que lo harías o quizá que recibiría alguna carta tuya. Decías que me amabas y yo te creí. Por ti le maté, porque te engañó, os engañó y os arruinó. Pero sobre todo por lo que te hizo y le hizo a nuestro hijo. Tú me lo pediste, lo hiciste sin palabras y yo te entendí.


El reflejo de la luz solar había cambiado de lugar las sombras. Volvió a acuclillarse sobre el cubo que servía de retrete. De nuevo volvía a dolerle el vientre y estaba inquieto porque deseaba evacuar y no podía. Ya conocía los síntomas. El piso que rodeaba aquel balde pestilente estaba resbaladizo y pegajoso. Ya no sentía el hedor, había aprendido a vivir con él. Se miró las manos. Las venillas azuladas parecían cuerdas arrugadas.
Ella le había despreciado, no quería volver a verle nunca, le había dicho airada. Era feliz con su marido, tenía un hijo y él era un estorbo, alguien difícil de explicar a las personas con las que se relacionaba ahora.

Sus manos temblaban, eran las mismas que se habían cerrado rodeando el cuello de Elvira, las que apretaron con fuerza hasta que fue consciente de que la estaba ahogando. Veía aún los ojos saltones de la mujer a la que tanto amaba, la piel de su rostro que pasaba del tono sonrosado al rojo y luego al morado. Escuchaba sus súplicas y luego los estertores de su garganta. Ya estaba, no volvería a molestarla, no podría mirarle de nuevo con aquella expresión de desprecio y repulsión, era una mala mujer y él un desgraciado. Ya no tendría que temerle, ni recordarle. Luego fue a la comisaría y se entregó. Había vuelto a la prisión, había regresado a casa. Miró hacia arriba y a través del ventanuco vio que fuera estaba lloviendo.

concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 30 de Abril de 2013 a las 23:51

¡Maldita sea tu estampa, caramba! ¡Maldito formato de los foros de bubok!

concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 30 de Abril de 2013 a las 23:59

La no resurrección del tío Pepe

 

El tiempo era malísimo. Llovía a cantaros y soplaba un viento muy desagradable que agitaba los árboles como fantasmagóricos espectros. De vez en cuando caía un rayo y resonaba el trueno en el valle.

 

Paco se había refugiado en un viejo cobertizo situado al lado del camino, apenas a un centenar de metros de su casa. No podía verla desde allí por lo negro y oscuro de la noche. Pero de súbito cayó un rayo y el paisaje se iluminó por breves instantes.

 

¡Dios mío! A la efímera luz Paco vio que allá donde debía estar su casa tan sólo se veía una masa informe de tierra y árboles retorcidos, que parecía cubrirlo todo.

 

—¡Cagüen la hostia! — gritó Paco. — ¿Que ha pasado aquí?

 

Un nuevo relámpago iluminó fugazmente el lugar.

 

Estaba claro. La casa  estaba situada al pie de una ladera boscosa muy empinada. Aquel pequeño diluvio nocturno sobre las crestas del valle había provocado una avalancha y cientos de toneladas de tierra, lodo, leños, troncos y maderos habían caído sobre su cabaña y la habían sepultado por completo.

 

En aquel momento volvió el fluido eléctrico, que había estado interrumpido seguramente por las inclemencias del temporal, y al mismo tiempo que allá frente a su casa su iluminaban unas viejas farolas, una lámpara situada en sobre el dintel del cobertizo se encendió, no sin hacer antes varios intentos y provocar un chisporroteo, por la humedad del portalamparas.

 

Paco estaba anonadado.

 

—¡Joder! — pensó — ¡Me he quedado sin casa! Pues aquí se acaba mi breve intento como emprendedor rural. No tengo dinero para remover todo eso ni levantar otra cabaña.

 

Se acercó hacia la puerta del cobertizo, situándose bajo la luz y vio que ya no llovía. ¡Ahora ya no llovía! Maldita sea, ya no llovía pero no podía ir a su casa. Ya no tenía casa.

 

—Y menos mal que me quedé a cenar con los Murillo.

 

Al pensar en esto, Paco sintió que algo no debía ir bien en su memoria. Por un momento le pareció recordar que hacia las ocho y media, justo antes de cenar, se había sentido muy cansado y se había disculpado con Maria, la mujer de Murillo, diciéndole que necesitaba acostarse pronto, pues al día siguiente pensaba darle marcha a la sierra y a los maderos del cobertizo. Allí estaban los grandes tablones, apilados contra la pared del fondo. Con ellos pensaba hacer un pequeño almacén junto a la cabaña. Junto a esa cabaña que ya no tenía.

 

Era evidente que estaba equivocado. Seguro, segurísimo que se había quedado con los Murillo, y por eso había regresado ya entrada la noche y bajo el temporal.

 

—¡Caramba!— pensó — ¡El frío y el viento no me han sentado bien! Tengo la cabeza espesa y los recuerdos confusos... pero estoy seguro que me quedé a cenar. Y luego debimos tomarnos unos orujos a la luz de la lumbre, como hemos hecho otras veces...

 

Mientras pensaba estas cosas, apoyado en el marco de madera de la entrada del cobertizo, vio que varios vehículos llegaban por el camino del fondo del valle, y se dirigían al lugar donde había estado su casa. Algunos de ellos llevaban luces intermitentes. Le pareció que uno de ellos era la camioneta de los bomberos del pueblo cercano. Los otros parecían un par de coches todoterreno claros, como los de los agentes rurales. El cuarto vehículo no pudo verlo bien pues se colocó cerca de la montaña de lodo y troncos, por detrás de la camioneta.

 

Cuando Paco se disponía a dirigirse hacia allí vio que bajo el viejo roble, a pocos metros camino abajo del cobertizo, alguien le observaba. A la débil luz de la cercana bombilla vio a un hombrecillo vestido con sencillas ropas de campesino, con las manos en los bolsillos, y con una boina calada hasta las cejas.

 

—¿Qué hace usted? ¿Qué...? ¡Coño! ¡Esto es la hostia! ¡Tío Pepe! ¡Ven aquí al cobertizo, que ahí fuera vas a coger una pulmonía!

 

El hombrecillo le saludó levantando la mano hasta la altura de la cara, y agitándola levemente. A continuación se acercó caminando con paso inseguro.

 

—Buenas, sobrino... ¡Vaya noche que has escogido, muchacho!

—Yo no la he escogido. Vino así ella sola, la puñetera. Pero tío... ¿Qué haces aquí?

—Me ha tocado a mí venir. Me han enviado.

—¿Que te han enviado? Pero... ¡Cagüen la leche, tío! ¡No es posible! ¡Tu la palmaste el año pasado cuando te cayó la carreta encima!

—Me estuvo bien merecido. Por no hacer caso de mi Loli que me decía siempre que tenía que cambiar aquella vieja carreta por un tractor.

—No puedo creerlo, tío. ¡Has resucitado!

—No, Paco. No he resucitado. Confío hacerlo algún día, cuando llegue el fin del mundo. Pero por ahora, sigo más muerto que carracuca.

—¡Coño! ¡Pues yo te veo perfectamente!

—Es normal. Suele ocurrir entre nosotros.

—¿Entre nosotros?

—Mira, Paco, allí en la otra vida hay unas normas. Cuando algún pariente va a morir, alguien de la familia debe acudir a recibirlo, para guiarle luego hasta allí. Y en esta ocasión me eligieron a mí. Y allí no puedes negarte, sobrino. No puedes.

—¿Pero a quien tenías que recibir, Pepe?

—¿Quién va ser? Ven. — Su tío le tomó del brazo y le hizo seguirle. Poco a poco llegaron hasta la zona donde la avalancha había sepultado su cabaña. Había movimiento de personas por allí, y dos de los vehículos iluminaban con sus faros el lugar donde había estado la vivienda. Un grupo de hombres habían excavado un amplio pasillo entre el lodo y la tierra, y se veía parte de la cabaña, totalmente aplastada por el alud. Habían separado unas tablas de lo que quedaba del tejado y quedaba a la vista un hueco obscuro, por el que en aquel momento salían dos hombres llevando entre ambos un bulto, un saco de grueso plástico negro de esos que todos hemos visto alguna vez en los telediarios, de los que se usan para envolver a los muertos en las catástrofes. Y por el aspecto del saco y por los esfuerzos que hacían para moverlo, aquel contenía, seguro, un buen pedazo de muerto. De nada iba a servir la ambulancia, aquel cuarto vehículo que ahora pudo ver perfectamente.

 

—Piensa, Paco. Esta es tu casa. ¿Quién crees que llevan esos hombres en el saco?

—Pues no tengo ni idea, tío.

—¡Pareces tonto, sobrino! Lo que llevan dentro del saco eres tú. Vamos, es tu cadáver, para decirlo con propiedad. Ven, no podemos estar mucho más tiempo por aquí. Nos esperan en la otra vida.

 

concursoderelatos
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  • 1 de Mayo de 2013 a las 21:28


concursoderelatos
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  • 1 de Mayo de 2013 a las 21:30
                                                              Esta vez será diferente

De nuevo otra noche más, otra cara guapa a mi lado.

Tengo un don especial. Podría conseguir a la chica que quisiera. Soy un tipo solitario, ya casi carezco de amigos y mi pasado paramilitar me pesa como una losa. Pero lo que nunca he perdido es mi capacidad para conquistar. Y, para qué negarlo, mi cuerpo de atleta. Llegué a un punto en el que me di cuenta de que las mujeres también son, en el fondo, jodidamente superficiales. Como yo, cuya único soplo de vida ha llegado a ser aspirar el perfume de una mujer sin nombre cada varias noches, como la costa que nunca es bañada por la misma ola. En el fondo de mi ser, aún así, cada vez estoy más seguro de que sólo soy un crío asustado en busca de una madre.

Mi relación más larga duró poco más de un año. Ella era maravillosa, ablandó mi corazón de piedra y me hizo sentir lo que era estar vivo después de pasar gran parte de mi vida con los Guerrilleros del Sol. Pero nuestro vínculo se carbonizó en el mismo momento en que, amparado por nuestra supuesta confianza, y no sin dificultad, le conté a ella mi pasado. Ya nunca más me miró de la misma manera, y lo dejamos poco después.

Después de descartar el suicidio, entendí que se me abrieron dos caminos. Podía ocultar mi pasado para siempre, enterrarlo y no dejarlo salir jamás, o podía hacer absolutamente todo lo contrario. Sólo me bastó recordar la sensación de alivio interior que me produjo quitar mi velo delante de mi ex pareja para darme cuenta de que nunca, nunca podría encontrar la paz si intentaba lo primero.

Así pues, desde ese momento, al final de todas y cada una de mis primeras citas, de las cuales ya ni conservo la cuenta, lo confieso todo. Y dejo que sean ellas las que me busquen más tarde. De momento, ninguna lo ha hecho.

Las citas han ido pareciéndose más a medida que avanzan. Antes, mi parte favorita era la del sexo en mi piso de soltero, y también aquella en que le ponía más ganas. Me adaptaba a cada chica como una camaleónica bestia erótica, y provocaba momentos que harían retorcerse de placer (envidia) a todo hombre o mujer sólo con presenciarlos. Pero, de alguna manera, el saber que justo después yo mismo apagaría el fuego entre los dos (las aterrorizaría) fue desanimándome cada vez más, hasta el punto en el que ya simplemente me vi a mí mismo teniendo citas con la excusa de acostarme con alguna chica y luego ahuyentarla para siempre. Eso me afectó, y poco a poco sentí que ya no era el mismo en la cama (que me masturbaba con vaginas). Empecé a valorar más los momentos iniciales: quizás un paseo, quizás cine, quizás billar, incluso practicar deporte o alguna excursión por la montaña; sé adaptarme a las pasiones de cada mujer (embaucarlas) y llevar al éxito cada encuentro. Luego, vendría la cena en un restaurante, salir a tomar algo, y finalmente la ineludible invitación a mi casa.

A veces empiezo a contarles mi historia justo después de hacer el amor (follar), o a veces, si me siento demasiado solo, espero hasta la mañana siguiente. Pero nunca me permito eludir el momento fatídico.

Esta noche, siento algo especial. Llevo sólo unas pocas horas con esta chica y por primera vez percibo algo mucho más profundo que su belleza exterior. He estado con incontables mujeres de todo tipo y, por primera vez, tengo la sensación de haber hallado una diferente a todas las demás. En tan poco tiempo ella no sólo ha entrado en mí por los ojos, sino que ha calado en mi corazón, cada vez más duro, más insensibilizado... se ha adentrado en él como si fuera de mantequilla.

Llega el momento de invitarla a casa y por primera vez me siento frágil, vulnerable. Incluso llego a sentir un atisbo de miedo a su negativa, signo de que por primera vez realmente me importa el hecho de que la chica acepte o no.

Ella lo capta en mis ojos, no se le escapa nada. Pero sonríe, y me dice que sí.

Conforme subimos las escaleras de mi finca, se aloja en mí un nerviosismo que creía olvidado muchísimo tiempo atrás. Me siento como cuando era virgen, como si fuera a follar (hacer el amor) por primera vez en mi vida.

Y siento miedo, mucho miedo, del momento en que ella inevitablemente se alejará de mí. Mi cerebro se inunda de hormonas que hacen tambalearse a mi yo más racional... me he enamorado y sé, algo me dice, Dios, quizá, que ha llegado por fin la mujer de mi vida.

Decido ser más valiente que nunca antes en mi existencia. Más que las incontables veces en que me jugué la vida con los Guerrilleros del Sol en toda clase de conflictos, crímenes y asaltos terroristas. Por primera vez, decido saltarme la parte del sexo y contar primero mi historia, a la chica que más me ha importado a día de hoy. Me pasa por la cabeza con tanta serenidad que me asombro a mí mismo: si luego ella me rechaza, como todas las otras, si ni siquiera me pide mi teléfono o me dice de quedar en otra ocasión, esta madrugada me pondré la pistola en la boca.

Nos sentamos en el sofá. Yo tequila, ella whisky con hielo. Mi cara denota mi preocupación. Ella sabe que algo pasa. Hago de tripas corazón y voy al grano.

-Antes de ir más allá, hay algo que debo contarte. Formé parte de los Guerrilleros del Sol desde los dieciséis hasta los veinticinco años.

Su cara ha mutado, cómo no. Siempre ocurre. Pero en ella hay algo distinto, no sabría decir el qué. Sigo hablando, siempre empezando por lo más general, y sorprendentemente, ella sólo escucha. Muy pocas escuchan, la mayoría simplemente me cortan y se despiden de mí. Pero ella, también en esto, es distinta.

Creo que lloro, en parte por revivir mis culpas, en parte de felicidad. Ella claramente siente lo mismo por mí. Por primera vez, sé que la chica a la que se lo cuento todo no se limita a pensar en las víctimas, en los crímenes, en la moral y en el miedo, en el pasado y la culpa. Ella es capaz de ponerse en mi lugar, de sentir mi arrepentimiento, el peso que tapona el pozo de mi alma.

Las horas van pasando, y ella se limita a escucharme intentando mantenerse serena y con lágrimas también bajando por sus mejillas.

Llego a quedarme yo mismo sin nada más que decir. Nunca antes llegué a este punto, y me siento absolutamente liberado. Pero el silencio me atenaza. Ella está sentada a pocos centímetros de mí, y me veo incapaz de mirarla a la cara. Me levanto del sofá.

-Si no quieres que nos veamos más, lo comp... -ella también se levanta, y posa su dedo índice sobre mis labios.

Sin mediar palabra, simplemente me abraza. Me abraza fuerte, y yo a ella. No puedo aguantarlo más; empiezo a llorar como un niño desamparado. Es el abrazo más largo y reparador de toda mi vida.

Por fin, dejo de llorar. Ella separa su cuerpo un poco, besa mis labios. Me sonríe, y me pregunta dónde está el dormitorio. Se lo indico. Me dice que la espere allí.

No puedo creérmelo, estoy en una nube. Creo que nunca en mi vida me había sentido tan feliz. Voy a mi dormitorio, me quedo en ropa interior y espero pacientemente. La tenue luz de mi lámpara crea un idóneo ambiente de intimidad.

Los minutos van pasando y no me extraña que ella tarde tanto en venir, comprendo perfectamente que debe de serle difícil asumir el shock de mi larga confesión.

Finalmente, el amor de mi vida llega y me abraza en la cama. Veo que sigue llorando.

-Te quiero... lo siento.

Noto un pinchazo en mi corazón. Literalmente. Los pocos segundos en los que el riego sanguíneo aún alimenta mi cuerpo los paso bajando la mirada, viendo el picahielos que ella ha colado en mi caja torácica. Subiendo la mirada, viendo los ojos de aquel ángel (zorra) que ha decidido redimirme (asesinarme). No sé si llego a escuchar entero el discurso que pronuncia antes de retirar el picahielos y mojar mi cama con litros de mi propia sangre.

-Aquel día, en Villaverde... no llegasteis a matar a toda la familia. No durante mucho tiempo. En el hospital, volvieron a hacer latir mi corazón y estuve en coma dos meses. Te quiero, te juro que te quiero pero... pero he de hacer esto.

Simplemente lo he de hacer.
concursoderelatos
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  • 2 de Mayo de 2013 a las 18:25

Lázaro

Yo, Lázaro, vivía con mi madre. Ella estaba soltera y yo tenía diecisiete años y un deseo irrefrenable de aventuras; quería escapar de mi mísero destino, evadirme, desaparecer, acabar para siempre con mi asquerosa vida de mozo de almacén y dejar de pasarme las noches en vela esperando a mi madre hasta la madrugada.

Una noche metí en casa a un joven mendigo que estaba en la calle temblando de frío. Estaba intentando calentarle un vaso de leche cuando empezó a gemir y a retorcerse de dolor. Me volví con el vaso en la mano para dárselo pero el mendigo emitió un gruñido, cayó de espalda y se quedó con los ojos muy abiertos y fijos en el techo. Al ver que no se movía supuse que había muerto y en ese mismo instante concebí la idea  que habría de cambiar para siempre mi vida: Vestí al mendigo con mis ropas, mis zapatos y mi reloj de bolsillo y yo me puse sus harapos, amontoné sobre él algunos cartones y revistas y le apliqué una cerilla. Una hora después contemplaba, desde la esquina de la calle, la humareda que salía por la ventana de la cocina de mi casa. Corrí a esconderme mientras los vecinos acudían con calderos de agua en un vano intento de apagar el fuego.

Al día siguiente, asistí a mi propio entierro escondido detrás de la tapia del huerto del señor cura.

Desde aquel día hasta hoy han transcurrido cuatro décadas. Me cambié el nombre por el de Renato y me he dedicado a recorrer España pidiendo limosna, cometiendo pequeños hurtos, durmiendo entre cartones, viajando en los trenes sin billete y de vez en cuando trabajando en los más diversos oficios: Recolecté naranjas en Valencia, aceitunas en Jaén, fresas en Almería y patatas en La Rioja; compré chatarra, trabajé de pastor, de peón de albañil, e incluso llegué a enrolarme en un circo. Y aún tuve tiempo para casarme con una yonqui a la que ayudé a morir de una sobredosis. No tengo ningún documento que acredite mi existencia, porque para todos los que me conocían estoy muerto: Todos ‘saben’ que fui pasto de las llamas que arrasaron mi casa y las dos viviendas adyacentes el fatídico mes de marzo de 1941.

La yonqui se llamaba Violeta y era como una flor de invernadero. Cuando murió lloré de impotencia por no haber podido sacarla de su particular infierno. Aquel día, cuarenta años después de la supuesta muerte de Lázaro, Renato murió con Violeta y, entre la tristeza y la desolación, Lázaro resucitó.

Ahora vuelvo a mi pueblo confiando en que nadie me reconocerá.

Todo está muy cambiado: Han asfaltado las calles, han instalado semáforos y han pintado pasos de cebra. En el lugar donde se alzaba mi casa y las otras dos que se quemaron, han construido un bloque de viviendas y el bar donde antiguamente trabajaba mi madre es ahora una tienda de ropa infantil. Me asomo a la puerta. Dentro hay dos mujeres; una está detrás del mostrador, debe de ser la dependienta, la otra es una anciana de unos ochenta años, más o menos. Me quedo mirándola cada vez más convencido de que aquella anciana es mi madre. Ella también me mira fijamente, parece asombrada. La dependienta me aborda:

-Buenas tardes, señor. ¿Qué desea?

Yo guardo silencio. La anciana y yo seguimos mirándonos. Ella parece muy nerviosa y yo pronuncio, sin darme cuenta, una palabra entre dientes, apenas un susurro:

-Mamá.

Ella abre desmesuradamente los ojos, grita, ¡Lázaro!, y se desvanece. Y yo, acudo a sostenerla para que no se caiga de la silla.
Ella, al volver en sí me abraza y me dice:

-Nunca llegué a creer que aquellos restos chamuscados fueran tuyos. Lo único que me hacía dudar era que el quemado tuviera tu reloj.

Una hora después corría por el pueblo la noticia de que Lázaro había vuelto.

-¿Pero no había muerto quemado?

-Sí, pero se ve que ha resucitado de sus cenizas.

concursoderelatos
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  • 2 de Mayo de 2013 a las 21:46
Sucedió en un cementerio. 1-    Una broma de mal gusto.

Considero oportuno, aunque algunos se indignen por ello, decir que Jesucristo no era lo que parecía. Se ha idolatrado y divinizado a un hombre cualquiera que no hizo nada especial, salvo charlatanear e ir de listo por la vida.

Luego se flipan todos diciendo que resucitó, así, como cualquier cosa. Y nos lo hemos creído durante dos mil años, sin que aportasen prueba alguna, apelando a la fe de los tontos.

Pues bien, yo ahora tengo las pruebas de lo que era y es. Así que, chupapollas y violadores de niños de la iglesia, chupaos esta: ¡Jesús el Ungido es un zombi!

Sí, sí. Uno de esos seres de ultratumba que vuelven de la muerte en forma de español de la castilla profunda y que sólo sabe decir una palabra: cereeeeeeeebroooo

Y no he perdido la cordura, aunque algunos ya lo estéis pensando. Pero sí que es verdad que muchas veces, y después de lo sucedido, me he dejado llevar por mis locas fantasías hacia esos senderos que sólo la serie Z ha explorado a tientas. A menudo me pregunto muchas cosas sobre estos seres, los zombis, los que creía que eran una invención barata por escritores poco inspirados y de limitada creatividad. Una de ellas es: ¿cómo escribirán la única palabra que conocen si por alguna razón necesitaran escribirla? ¿Pondrán tantas es y tantas os con lo vagos que parecen ser?

A mí, esto me parece fascinante, ¿a vosotros no? Vale, vale. Quizá no es tan fascinante como os quiero vender, de hecho todo esto está más visto que un español pegando a un indio. Que los vampiros luciérnaga que deberían estar guardados en la colección de insectos de algún lunático. O que esos zombis que te darían una paliza en cualquier competición de atletismo. ¿Heracles? ¡Va! Cualquier zombi de Resident Evil le humilla en los Juegos Olímpicos ante la mirada desconcertada de Zeus y un Caín avergonzado que saca la cabeza tímidamente.

Pero dejando de lado la falta de originalidad de las modas zombi y todos estos rollos post apocalípticos en los que el mundo está habitado por seres estúpidos y babeantes, –cómo si esto fuera muy diferente de la realidad como cuando juega el Barça o el Madrid–, os tengo que decir que mi historia, aunque aburrida, pegajosa y vomitiva; tiene algo que ninguna otra tiene: ¡el descubrimiento de que el melenas fumeta es un zombi que distribuía hierba a sus colegas!

Bien, todo sucedió en un viaje que hice a la ciudad de Estocolmo. Me propusieron un proyecto artístico muy interesante: fotografiar desde un punto de vista íntimo y sosegado, las acrobacias de unos atletas que transformarían el paisaje moribundo en emociones llenas de vida y calidez.

Además, este proyecto obedecía a una causa social más que digna: resucitar una zona abandonada y muerta de las afueras de Estocolmo.

Quién hubiese sabido entonces que lo que resucitaría ese día no sería precisamente un paisaje urbano de la fría Venecia del norte…

2-  Rojo anochecer, roja resurrección. 

-Hagamos otras allí, en el puente –dije mientras bajaba la cámara y les indicaba con la cabeza a Jacob y Milena un puente de aire mitológico que unía las islas de Fágelön y Kársön.

Ellos asintieron con una sonrisa en los labios y anduvieron majestuosamente hacia el punto de mayor curvatura de un puente que observaba ensimismado el agua fría correr bajo él.

Entonces, los dos artistas comenzaron a esbozar movimientos esbeltos en el aire. Sus brazos y sus piernas danzaban con la elegancia de los cisnes. Sus dedos parecían trenzar hilos mágicos con la luz de un ocaso que parecía estallar en el horizonte, como la bomba más potente del mundo.

El cuerpo de Milena se elevó por los cielos de Estocolmo en una postura que estimulaba los sentidos. Podía maravillar al espectador con la ternura de una caricia de seda, y a la vez excitarlo de una forma afrodisíaca en una fantasía de líquidos dorados en los que se mezclaban peras, manzanas y fresas en el chocolate de su piel que se derretía y resbalaba con el calor de un ambiente fogoso y perlado de gotas de sudor.

Y así estuvieron así unos instantes, bailando como Nefilims aladas y excitándome cada vez más con los movimientos de serpiente de la tostada Milena.

El tiempo volaba raudo a través de suspiros y otras exhalaciones llenas de deseo que emergían de nuestros cuerpos calientes, atormentados por la desesperante espera antes de sucumbir al deseo, y aplacar las ansias que te comen por dentro. Hasta que llegado un momento los dos acróbatas cesaron sus bailes y bajaron del puente hacia mí. Yo dejé reposar la cámara sobre mi pecho y les miré cómo si sólo hubiese pasado un instante y todo ese espectáculo me hubiese dejado con ganas de más.

–Por hoy creo que ya hemos terminado –dijo Jacob, de una forma tan suave como la misma oscuridad se hubo colado entre nosotros, abrazándonos.

–¿Quieres venir con nosotros a tomar algo? –me preguntó Milena, con un acento siseante que se le escapaba de los labios como la miel.

–Me encantaría –proferí yo, de una forma alegre y animada. –Conozco un lugar en el centro que os encantará.

Los dos me sonrieron y se adelantaron a mí, no antes acariciándome Milena el hombro y Jacob la cintura, de una forma fácilmente malinterpretable. Todo mi cuerpo tembló de excitación y mi pecho empezó a vibrar y a sufrir espasmos. El corazón me mandó los latidos directamente hacia la pelvis y sentí cómo la corriente sanguínea me bajaba por los pantalones como ríos de lava. Una ligera calidez me coronó las sienes y embriagó mis mejillas, transformándolas de mi rosado natural a amapolas rojizas.   

Anduve detrás de ellos con tanta excitación, con mi mirada usurpada por el incesante bamboleo de los glúteos de Milena, que no puede evitar que mi sexo se mojara y bajo mis pantalones empezara a reclamar el dominio de mi cuerpo y de mi cordura.

El calor que me llenaba por dentro y emergía a flor de piel me embriagó de placer. A principios de julio, con un centelleante solsticio tan cercano, la ciudad de Estocolmo gozaba de una temperatura suave. Cálida de día. Fresca de noche. Y el calor de la excitación sexual se hacía tan agradable que te invadían las ganas de hacerlo en la calle, en los húmedos parques donde la tierra con olor a pino te invitaba a tumbarte y hacer locuras hasta que el vicio dijese basta.

¡Pero el destino me tenía deparado algo muy diferente!

El deseo impúdico de follar nos dejó como ausentes, como embarcando en el crucero de un sueño que no tenía puerto. Y sin conocernos demasiado bien las estrechas callejuelas de esa isla, nos perdimos.

Al rato, entre la espesa oscuridad que caía a nuestros pies, empujada por la fría luz de la luna, un cementerio demacrado y ruinoso apareció como el botones de un hotel que había tenido una mala noche.

Y como de ese mismo botones, recibimos una invitación que hubiese carcomido la voluntad más débil. Pero nosotros, teniendo ya tantas ganas, decidimos entrar en el burdel de Satanás y ofrecer un poco de espectáculo a los residentes putrefactos de ese antro.

Milena hizo que me sentara encima de una lápida que me pareció extrañamente cómoda.

Mientras me bajaba los pantalones observé con fascinación una sonrisa perversa que se dibujaba en sus delgados labios y que me insinuaba que iba a tragarse todos los líquidos de mi sexo cuando me corriera.

Pero mi libido se apagó ahí, como si me hubiesen tirado encima un cubo de agua helada.

De pronto un brazo que presumía de huesos amarillentos perforó el estómago de la bailarina más sexy que hubiese conocido nunca. Jacob gritó llevándose las manos a la boca, y antes de poder siquiera girarse para huir, una decena de brazos más emergieron de la tierra como estacas que se clavaron en sus piernas.

Mis ojos se negaban a creer lo que estaban viendo y no reaccioné hasta que dos manos huesudas se posaron en mis tetas, y me las empezaron a estrujar como si pudieran sentir placer. Salté a un lado e imaginé que en ese momento me hubiese venido bien un muelle. Pero al impactar contra el suelo no reboté, todo lo contrario: me quedé enganchada en un denso barro en el que había dibujadas caras huesudas que reían con mandíbulas desencajadas.

Empecé a gatear patosamente intentando escapar de ahí. Pero los pantalones medio bajados me hicieron tropezar y volví a caer de bruces en el fango. A decenas de ojos les empezó a salir sangre cuando me miraron las tetas y mi sexo palpitaba y gritaba furioso al no haber podido ser saciado ni tan siquiera por una sola lamida de esa lengua escurridiza de Milena.

Cuando conseguí levantarme, medio desnuda, sólo conseguí recuperar mi cámara. Mi ropa había sido hecha añicos bajo las mugrientas uñas de esos seres.

Corrí tan rápido como pude buscando la salida de ese cementerio asqueroso que me había privado de una felación. Pero de pronto, con la frustración y el sentimiento de fracaso que llevaba encima, sentí la necesidad de fotografiarlo todo.

Y fue entonces, cuando lo único que tenía para tapar mis vergüenzas era el lodo, que apareció él: los zombis parecían bailar en alguna especie de ritual. Milena y Jacob se levantaban en ese momento, riéndose de la muerte, volviendo a la vida con algunos cambios estéticos; y detrás de ellos, la puerta de un mausoleo se abrió y de entre sus piedras, Jesucristo el fumeta, el primer zombi, el primero de su estirpe; salió con aire victorioso ofreciendo porros de marihuana a todos sus hermanos muertos vivientes.

Por mi parte volví al hotel. Me masturbé sin poderlo evitar –¡iba tan necesitada! –, me duché y ahora, con las fotos en mi poder y la experiencia contada; haré el reportaje que cambiará la historia de la humanidad.

 

 

elcubo
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  • 2 de Mayo de 2013 a las 22:08
Se cierra el chiringuito. Gracias concursantes.