Claustrofobia. Éramos veintiséis y apenas quedaba aire. Sudábamos pegados unos a otros y el ambiente enrarecido saturaba mi cerebro. Intentaba respirar con calma y no pensar en nada, ni siquiera en el capullo de la izquierda que se había propuesto romperme alguna costilla con el codo. Las paredes brillantes parecían desplazarse reduciendo el espacio que nos albergaba. El nudo de mi garganta taponaba el grito que me rebotaba por dentro. Y a punto del colapso se obró el milagro... Al abrirse la puerta escuché una voz metálica diciendo: “Din don din, planta cero”.
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Matrícula de Honor. Éramos veintiséis en clase. Diez dejaron de asistir al mes de empezar el cuatrimestre. Otros tantos eran repetidores que se pasaban por allí de vez en cuando, puesto que a esa hora tenían las prácticas de otra asignatura. De los habituales, sólo Marina y yo nos tomábamos las clases en serio. Tanto, que Don Eduardo nos había dicho que tenía sobrados motivos para aprobarnos, pero sólo una de nosotras podría optar a sacar Matrícula. Competir con Marina era imposible pero, después de haber amañado los frenos de su coche, dudo mucho que vuelva a dejarse caer por la facultad...
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Baja laboral Éramos veintiséis en mi patrulla, los veintiséis bien entrenados, dispuestos a todo y deseando empezar. Cuando la reina dio la orden salimos los primeros, todos al paso, silenciosos, no había tiempo que perder. Seguimos el rastro de nuestro guía y los centinelas ocuparon sus puestos. Nuestras compañeras trabajaban rápidamente, seguras por nuestra presencia. En total éramos veintiséis y volvimos quince, ellas con su carga al hombro, todos iguales de rápidos y silenciosos, pero quince. A nuestros compañeros les pisó aquel niño al que no le gustaban las hormigas.
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Mirando esquelas Éramos veintiséis en aquel trabajo, cuando yo era joven. Ahora quedamos dos. Cada mañana bajo donde los periódicos, junto al bar de la residencia, y miro las esquelas una a una. Pero no hay suerte, no encuentro la suya. En fin, quiero ser el último. Esa es la razón de que me levante cada mañana, que se muera antes que yo. Entonces ya podré olvidarme de todos. Habré ganado.
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Demagogia Eramos veintiséis diputados de los trescientos cincuenta que componían el Congreso. Presentábamos iniciativas y más iniciativas parlamentarias y una detrás de otra eran rechazadas por los dos principales partidos, alegando que eran “totalmente demagógicas”. Olvidaban, intencionadamente, que esas mismas propuestas las habían prometido ellos en campaña e, incluso, que algunas de ellas las habían incluido en sus respectivos programas electorales. Por lo tanto, en el momento de rechazarlas los demagogos eran ellos.
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El cachorro político Éramos veintiséis aspirantes para tan sólo tres plazas. Está claro que no podía fiarme. Un fallo de memoria o una mirada involuntaria a la voluptuosa encargada de la selección son cosas que no puede uno controlar. Por eso aquella noche llamé a mi tía Celia, para que le hablase del asunto a mi tío Nicolás. Y obtuve una de las plazas. Tranquilos, no voy a defraudar al presidente. Puede estar tranquilo y seguro de que su sobrino, Leopoldo Maduro, iniciará una carrera brillante en el departamento de asuntos comerciales de la embajada de Venezuela. Quizás tan brillante como la suya.
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En el campo Éramos veintiséis; aunque algunos sólo se fijaban en veintidós, y algún que otro ilustrado se fijaba en tres más, así que veían veinticinco. De aquellos veinticinco había uno que despuntaba más que los demás, y precisamente en aquél, que vestía de negro, fue en quien me fijaba yo momentos antes del incidente. Fue entonces cuando el público de las gradas se fijó en mí, en el número veintiséis, en el hombre que gritaba: “¡Ha sido penalti hijo de….!” Y ya no recuerdo más. Creo que uno de los vigilantes me placó antes de poder agredirle, y perdí el conocimiento.
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