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A inicios de los 80 nace Beatriz Salas -cuyo seudónimo literario es Renée Stavelot- en Santiago de Chile, la bisagra hipercrítica entre los años 80 y 90, cuna de la era post industrial en Sudamérica, inmersa en el contexto grunge, en medio del azote de los coletazos del capitalismo salvaje tiburonesco y la resaca última del nihilismo europeo post nietzscheano que en Chile se aglutinó en la jerga juvenil del no estar ni ahí. Ya a los once años autoedita la Revista El Moco Seco, sólo para menores de 12 años. Entretanto, escribe una novela inconclusa.
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Ella nace en Santiago de Chile un viernes 13, en 1981, antes de la dicotomía SI/NO, cuando muchos creían que Chile iba a estar bien.
Durante la primera infancia, en una casa grande en Ñuñoa, feliz; alimento, padres que se aman, una hermana, gatos, juguetes y estufa. Le encanta lavarse el pelo con shampoo de manzanilla en la tina mientras mastica esponjas. Esto hasta ahora es un caso para ser evaluado, tal vez la madre ocultaba cierto arribismo y anhelaba inconcientemente mantenerle lo rubio a sus hijas.
Apenas aprende a escribir, le dedica cuentos tristes y trágicos a la madre. Se pasa las tardes junto a su mágico y perfecto abuelo profesor de castellano, matemáticas, filosofía, yoga, gran erudito y parapsicólogo, con quien no tiene por qué entenderse con palabras. A los ocho años ya no habla, sólo observa y concluye que su mundo interior infinito es más creíble que su propia madre.
Con espíritu nómade, su familia se muda varias veces, de Ñuñoa a Vitacura y Las Condes hasta ese momento crítico en que la bonanza se acabó y tuvieron que bajar de Plaza Italia y adaptarse a otros barrios y liceos. El nomadismo debiera haber ayudado a tolerar los frecuentes desplazamientos y cambios de domicilio. Pero cuando se tiene 11 años, el padre es apresado por una falsa estafa, y hay que vivir con otra familia en el dormitorio de al lado, el golpe es muy fuerte.
Encasillada desde los ocho años en un cuadro de mutismo infantil vuelve de allegada a la morada de la familia materna, nicho de extrañas criaturas antisociales sin la menor pizca de asertividad para con los niños. A los 12 años vuelve a hablar para anunciar su repudio al mundo, se fuma su primer cigarro autodestructivo e insiste en la escritura, atormentada por la pérdida de la audición de su mejor amigo, su abuelo y, rodeada de buenos leedores, se empecina en no leer y escribir su historia, su verdad.
El ímpetu adolescente se acumula en una ira compulsiva y resentimiento social, busca amistades inconformistas y nihilistas, busca desintegrarse y dejar en algún lugar, su historia, a sabiendas que la muerte le llegaba en cualquier momento con tanta sobreintoxicación. No para de escribir, no para, de coleccionar testimonios e impresiones.
Ahora, sobreviviente de esa aventura subterránea, se monta en su destino, rumbo al resto de su vid
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