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No son nuestros últimos años: Un cuento de Navidad que invita a la esperanza

 

El salón ordenado, la cama hecha, ventilada la habitación, la comida preparada y la cocina limpia. Se imponía las obligaciones que le sentaban bien. El teletrabajo la mantenía ocupada de lunes a viernes. Los días festivos eran más difíciles de soportar. Se sentó en la cama para ponerse las zapatillas de deporte. Quitarse la pereza y caminar. Siempre iba en contra de lo que quería hacer y a favor de lo que tenía que hacer.

Convivir consigo misma, con sus altibajos anímicos, con la inevitable medicación, con la soledad. Toda una vida de lucha por educar a un cerebro enfermo que desde la adolescencia debutó como el órgano que más problemas le traería para el resto de su existencia. Domesticar una enfermedad mental, hacerla tuya, admitirla, superarla y creer en ti no es tarea imposible, solo requiere un esfuerzo titánico.

Pasó por delante de la puerta entornada de la habitación que ocupó su madre hasta que se la llevaron al hospital. No pudo volver a verla. No pudo despedirse. Una madre que entendió que su hija tendría una vida complicada, que luchó porque se reconocieran sus capacidades, que la llevó a los colegios que mejor se adaptaban a ella. Una madre que hizo todo lo que pudo. Y morir así, sin darle un último abrazo era lo peor de toda esta pandemia de miedo y tristeza.

Pero una frase no dejaba de cruzarse en su cabeza, Isabel, no son nuestros últimos años…las palabras con la que su madre se despidió mientras aquellos sanitarios vestidos con trajes blancos se la llevaban en la ambulancia.

Mirándose en el espejo del recibidor hizo un último esfuerzo.

Ella era la discapacitada, la que hablaba con dificultad, a la que los hermanos no confiaban temas de reparto de herencia o asuntos complicados con hacienda, pero si la que fue válida como cuidadora sin sueldo.

De nuevo recordaba la frase de su madre…Isabel, no son nuestros últimos años.

Cogió de la caja del aparador una mascarilla nueva y se echó las llaves al bolsillo. En el abrigo un pequeño monedero con la tarjeta de transporte por si se le daba bien la caminata y se alejaba demasiado como para volver andando.

Sus rápidos pasos iban al son de la música que los auriculares reproducían.

Versiones de los cinco continentes cantaban a una sola voz Jerusalema. El ser humano sacaba su instinto de supervivencia. Empezó a sentirse más animada. De pronto la radio tras una breve pausa anunció una canción de Rosana “La vida es bonita” y subió el volumen.

Después de escucharla por primera vez la buscó en el móvil y seleccionó la reproducción automática.

En el autobús de regreso a casa prácticamente la había memorizado en su totalidad, letra, silencios, estribillo. Sentada, con una dulce sonrisa oculta tras la mascarilla, sus piernas se balanceaban discretamente al ritmo de la música.

Estaba sola. Ahora tenía que cuidarse ella.

A través de la ventana gigante del autobús, mirando al cielo, habló bajito a su madre.

Mamá la pandemia pasará, llegará la vacuna y recordaré esta época como algo que logré superar. Tu me seguirás apoyando en la distancia y yo haré que mi vida sea bonita.

Es verdad, no son nuestros últimos años.

Amalia Marugán
Autora del best seller Vivir como si ya hubieras muerto
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