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romi
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Navidad desde la Alhambra y Albaicín - I

22 de Diciembre de 2013 a las 11:28

Bubok

NAVIDAD DESDE LA ALHAMBRA Y ALBAICÍN

Cuento de Navidad  2013 // Con tres pequeños capítulos:

I- El niño del Saco  II- Ramitas de mirto  III- Noche de Navidad

                   

                    I- El niño del saco

               Caía la tarde y el sol calentaba débilmente. El cielo estaba despejado, mostrando un azul intenso por encima de las torres de la Alhambra. El ambiente era frío y por eso, en la umbría de la Alhambra que desde las murallas cae hacia el río Darro, la escarcha relucía blanca. A pesar del sol que limpio brillaba, todo por este rincón de Granada era gris, húmedo y olía a musgo, propio del más auténtico día de invierno.  

 

               Por eso, aprovechando los últimos rayos de sol y para calentarse un poco, cerca del viejo puente se acurrucaban. Frente justo a las ruinas del Puente del Cadí pero al otro lado. Donde la calle se ensancha y junto a la puerta del edificio Zafra, hay un pilar que no tiene agua desde hace muchos años. Justo aquí a la calle le hicieron una acera un poco elevada del nivel del paseo y es el rincón que más les gusta a ellos. Para tomar el sol, como esta tarde, para ofrecer sus pequeños espectáculos con guitarras, flautas y acordeones y también para vender sus sencillas obras de arte: collares, pulseras de cuero, pendientes, colgantes, bufandas y gorros y otros objetos más o menos similares.

 

               Y ellos son los jóvenes de pelos con rastas y barbas largas que viven tanto en las cuevas del Albaicín como en las del Sacromonte y rincones por la Fuente del Avellano. Al caer las tardes, siempre aparecen por aquí con el deseo de que alguien les de unas monedas, como ya he dicho, por las cosas que venden y por las canciones que cantan. Algunos, hasta escriben y reparten poesías. Hoy, se habían parado aquí no solo para tomar el sol sino también para descansar un poco. Momentos antes habían subido por la Carrera del Darro, en una pandilla bastante grande y mezclados con los turistas, portando cajas y bolsas de frutas y verduras. Venían de recoger esta comida en los contenedores de los supermercados y por donde el mercado central de Granada.

 

               El hombre mayor que cada tarde recorre esta calle a los pies de la Alhambra, también se había parado en el pequeño muro, frente a las ruinas del Puente del Cadí. Y observaba con interés al grupo de jóvenes, habitantes de las cuevas, ahora mismo parados al otro lado de la calle cuando, desde el Paseo de los Tristes, lo vio avanzar. Un niño de unos diez años, no muy alto ni grueso, pelo corto y negro y cara algo redonda y con un saco de esparto en sus manos. Bajaba solo y miraba a los que en dirección contraria, con él se cruzaban sin que estas personas advirtieran su presencia. Tampoco parecían verlo, los jóvenes de las cuevas pero el pequeño sí que aparentaba conocerlos a todos. Por eso, al llegar a la altura del grupo de jóvenes con rastas en el pelo, extendió un poco la mano hacia ellos y dijo:

- Podéis seguir vuestro camino por esta calle arriba en busca de las cuevas que os dan cobijo. Por mi parte, nada os voy a dar ni tampoco deseo nada de vosotros. Continuar en paz en la dirección contraria a como corren las aguas del río.

Al oír esto, el hombre mayor que estaba parado a la altura del Puente del Cadí, observó con gran interés al tiempo que se preguntó: “¿Por qué le dirá a estos jóvenes lo que he oído y hasta parece que con autoridad y sabiduría suprema? No se parece ni mucho menos a los cientos de niños que cada día veo por estas calles de Granada”

 

                Siguió muy atento mirando al pequeño que por la calle bajaba y al poco vio como se paraba justo a la entrada del puente de piedra conocido con el nombre de Espinosa. Se situó junto al muro de la derecha, abrió el saco de esparto que traía en las manos y frente a las personas que iban llegando calle arriba hacia la iglesia de San Pedro, comenzó a realizar algo que desconcertó por completo al hombre que observaba: con la mano izquierda sostenía el saco procurando que se mantuviera abierto y con la mano derecha, señalaba a las personas. Extendiendo el brazo como si les pidiera que se pararan pero lo único que hacía era coger algo invisible de cada una de estas personas. Algo que parecía salir del pecho de todo aquel que con su mano marcaba, sin rozarlo ni herirlo y sin que tampoco advirtieran lo que en ese momento ocurría. No hacía esto con todas las personas sino solo con algunas. Porque las que subían por la calle, ni se paraban ni se daban cuenta de la presencia del pequeño ya que ni siquiera lo veían. Era por completo invisible a todo el que por la calle iba o venía y lo mismo era invisible lo que con su mano derecha extraía de cada una de las personas que señalaba.

 

               El hombre mayor que observaba, sí veía que desde el pecho de cada una de estas personas, al aproximar la mano derecha, salía como un pequeño ramo de flores en muchos colores y casi transparentes que el pequeño apresaba con su mano y echaba dentro del saco al tiempo que decía:

- Tú, vete por la calle de la izquierda. Tú, sigue al frente y tú, vete por esta calle de la derecha.

Y en ese momento, el hombre descubría que las persona señalada, se dividía en dos: la real y de carne y hueso que seguía su camino con la misma serenidad y la otra imagen, la que parecía salir de la personas real, algo transparente y que tranquilamente se iba en la dirección que el pequeño le indicaba. También parecía ajena y por completo obediente a las palabras del niño del saco.

 

               Quiso acercarse el hombre mayor y presentarse ante el pequeño para preguntarle pero permaneció quieto donde estaba. Observando con más interés lo que este personaje hacía. Y al poco, cuando ya el sol empezaba a ocultarse al fondo de Granada y el frío airecillo se dejaba notar, vio que el pequeño, además de divertirse mucho, había juntado una gran cantidad de ramos de flores transparente extraídos como de los corazones de algunas de las personas que por la calle iban y venían. Y vio también y esto es lo que le parecía aun más divertido a la vez que confuso y misterioso, como las calles se llenaban de más y más personas. La calle de la izquierda, la que lleva al Paseo de los Triste y la de la derecha, que parecía como subir a la Alhambra por entre el bosque de la umbría. Y todas estas personas, eran la copia algo transparente de las mismas que caminaban calle arriba hacia la iglesia de San Pedro. Pero ninguna se quejaba de nada ni se echaban de menos entre sí. Por eso seguían pareciendo felices y hasta contentas de caminar en la dirección que el pequeño les había indicado.

 

               Se vía ya casi por completo lleno el saco de los originales ramos de flores que el niño había extraído de los corazones de las personas. Y por eso, se disponía a concluir su misión cerrando su saco de esparto y miraba para la Alhambra hacia donde parecía iba a irse, cuando alguien se le acercó. Era un hombre de estatura baja, pelo blanco, bastante calvo y cuerpo delgado. Traía en sus manos un puñado de ramitas de mirto, muy verdes y con su cosecha de bayas grises y relucientes. Separó una de estas ramitas, se acercó al niño del saco y se la ofreció diciendo:

- Es mirto criado en el jardín de mi casa, en el barrio del Albaicín y frente a la Alhambra. Te lo regalo porque es Navidad y quiero compartir cosas con las personas de corazón bueno y noble voluntad.

Miró el pequeño al hombre de las ramitas de arrayán, cogió la que le daba, terminó de cerrar su saco y por una estrecha calle que discurre desde el Puente Espinosa hacia la Alhambra, comenzó a subir con su saco de esparto a cuestas y por completo lleno.

 

               Durante unos segundos, el hombre de las ramitas de mirto, lo estuvo mirando y luego siguió su caminar Paseo del Darro arriba. Ofreciendo ramitas de mirto a las personas que encontraba y que ninguna aceptaba. El hombre mayor que apoyado en el muro del río había observado al niño del saco, se fijó ahora en este pequeño hombre con ramitas de arrayán. Se movió, le salió al paso, lo paró y le preguntó:

- ¿Por qué regalas estas ramitas verdes con baya grises y maduras?       

Y al ver y oír la pregunta de este hombre mayor, el que sujetaba tallos pequeños y verdes, se paró, miró muy interesado y al rato peguntó:

- ¿De verdad quieres saberlo?

- Crece en mí por momentos más y más la curiosidad. Párate un momento conmigo y respóndeme a lo que te he preguntado.