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romi
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Agua con sabor a Navidad

26 de Diciembre de 2013 a las 11:57

Bubok

AGUA CON SABOR A NAVIDAD

 

               Todos los días, al caer las tardes, da su paseo. Y siempre lo hace por la Carrera del Darro, Paseo de los Tristes hasta el Puente del Aljibillo. Al llegar a este punto, se para y durante un rato, observa la corriente del río con la imagen de la Alhambra al fondo y en lo más alto de la colina, coge un par de almecinas del árbol que ahí crece, piensa un momento en la muchacha que vive en las cuevas por encima de la Fuente del Avellano, da media vuelta y regresa. Satisfecho consigo mismo por el nuevo paseo y el aire puro que por aquí respira pero no contento del todo.

 

               Porque nunca, en estos paseos de cada tarde, lleva compañía y su corazón la necesita. Sueña con ella pero ya hace tanto que no la ve ni sabe nada de su vida que hasta se ha perdido su memoria imperceptiblemente en el tiempo. Por eso, cada tarde se para justo a la altura de la iglesia de San Pedro, según se sube a la izquierda. Aquí, tras unas rejas de hierro en un pequeño patio que años atrás fue colegio, vive un gato negro. Libre y a su aire pero es muy manso con algunas personas y bastante desconfiado con los que por aquí pasan con perros. Pero a él, le gusta verlo y por eso, al pasar por delante de las rejas, se para, lo llama y al instante, lo ve salir de la caja de cartón que alguien le puso en el dintel de un ventana casi al ras del suelo, para que durmiera.

 

               Y este gato negro, parece que lo conoce y hasta le gusta acercarse a él y dejar que lo acaricie. Como si el animal intuyera la ternura y el amor que en su corazón lleva y por eso se muestra tan confiado. Al salir de la caja de cartón, lo mira, lanza un débil y afectuoso maullido, se estira un poco y después de mirarlo de nuevo, camina lento desde la ventana hasta el pequeño muro de la reja de hierro. Al llegar aquí, da un salto, se coloca sobre el muro pero por detrás de la reja y comienza a ronronear. Con gusto se deja acariciar y hasta alza su cabeza, estira el rabo y se restriega contra los hierros de la reja, indicando de este modo que confía en él y agradece sus caricias. Sin prisa y con cuidado, le regala estas caricias sobre su cabeza, por el lomo y por el cuello. Las personas que por la calle pasan, al verlos a los dos en este inocente juego, miran. Algunos se paran, hacen fotos y también se acercan para acariciarlo pero el gato negro desconfía. Casi nunca se deja acariciar por estas personas. Y esto a él le sirve para reflexionar y se pregunta: “¿Por qué desconfiará de casi todas las personas que se le acercan y hasta parece temer que lo toquen? ¿Por qué si se viene a mí dócil y con su maullido tierno y, mientras lo acaricio, hace carantoñas y se muestra cariñoso?”

 

               Y la otra tarde, veinticuatro de diciembre, ya invierno y por eso frío, gris, con olor a turrón y reflejos de luces navideñas, por donde las rejas del rincón, se paró. Llamó al gato y al instante salió de la caja de cartón que le sirve de refugio. Se subió al pequeño muro de la reja y comenzó a regalarle suaves caricias, a la par que lo saludaba con palabras afectuosas. Como si hiciera ya mucho tiempo que no lo hubiera visto. Y por eso, prescindía por completo de las personas que por la calle pasaban y de los que se paraban para hacerle fotos. Y tan entusiasmado estaba que ni siquiera se dio cuenta de las dos personas que de pronto se colocaron delante de él.

 

               Dos niñas de unos doce años, pelo rubio, ojos azules, piel de sus caras blanca y suave como la seda, lo miraron y sin pronunciar palabras, comenzaron a regalarle caricias al gato negro. Se le llenó el corazón de ternura al ver sus pequeñas y blancas manos pasando con delicadeza por el lomo del animal al tiempo que volvían sus cabezas y lo saludaban sonriendo. Creyó que eran extranjeras y que hablaban otro idioma y por eso pensó que no lo entenderían si les decía algo. Pero sí advirtió que junto a la puerta de la iglesia de San Pedro, una mujer muy guapa, joven y alta, miraba fijamente y muy interesada. Se dijo: “sin duda, es la madre de estos dos niñas. No haré nada que a ella le haga pensar que puedo dañar a sus niñas”.

 

               Sí ahora les dijo:

- Acariciarlo por entre las orejas, encima de su cabeza. Es lo que más les gusta a los gatos.

Y se dio cuenta que lo entendieron porque al instante, pasaron sus delicadas manitas de piel blanca, por entre las orejas del gato negro. Éste, parecía sentirse feliz pero mientras se movía haciendo carantoñas y dejándose tocar, lo miraba como lleno de curiosidad y diciendo: “Son tiernas y bellas estas dos niñas que parecen gemelas pero no me fío del todo de ellas. Ni tampoco me fío de los que por la calle pasan con sus perros pero confío en que tú me defiendas en caso de peligro”.

 

               Por la calle, en ese momento, bajaba un niño pequeño con un vaso de barro en una mano y en la otra, portando una calabaza de peregrino. Al ver a las niñas de pelo y ojos azules, se vino hacia ellas y les dijo:

- Traigo agua con sabor a Navidad ¿queréis un trago?

Las dos niñas, como desorientadas y también como pidiendo ayuda, miraron al hombre que tenían a su lado, luego miraron al niño del agua y después miraron a la madre que las seguía observado desde el otro lado de la calle. El hombre, no supo qué decir porque de nada conocía al niño del agua ni tampoco sabía quiénes eran las dos niñas. Sí le preguntó al pequeño de la calabaza:

- ¿De dónde es esta agua que regalas?

- De corazón de la Alhambra.

- ¿Y eso dónde está?

- Pasando el puente del Aljibillo, al otro lado del río Darro, en la ladera que cae desde la Torre de Comares, brota el manantial.

- ¿Y qué manantial es ese?

- El que surgen del corazón de la Alhambra porque brota de las entrañas de esa colina y por eso es agua muy fresca, clara como el viento más limpio y sabe a Navidad.

 

               Las niñas miraban al hombre, la madre miraba a las pequeñas y el niño de la calabaza dijo otra vez:

- Es la mejor agua que puede beberse aquí en Granada. Acabo de cogerla del manantial de la Alhambra y la regalo porque sabe a Navidad y eso es algo muy bueno y especial para el día de hoy. ¿Queréis probarla?

Les dijo de nuevo a las dos niñas de pelo rubio y ojos azules. Y de pronto oyó que una de estas dos niñas preguntó, en un español muy claro pero con gran acento extranjero:

- ¿Podemos ver ese manantial que dices?

- Si os venís conmigo, en un momento vamos a ese sitio y os lo enseño.             

Miraron las niñas a la madre, ésta se vino con ellas, las cogió de las manos y dijo al pequeño:

- Mis niñas quieren ver el manantial ese que brota del corazón de la Alhambra y yo quiero beber del agua de Granada que sabe a Navidad. Vamos y nos lo enseñas.

- Y también de paso, si tus niñas quieren, les regalo una de estas calabazas de peregrino llena de agua con sabor a Navidad. Mi padre las ha criado en su huerto y el otro día me dio tres para que las llenara de agua y la repartiera por Granada.

 

               Calle arriba, hacia el Paseo de los Tristes, los vio perderse. La madre con sus dos niñas de las manos y el niño junto a ellas con su calabaza y vaso de barro. El hombre los observó durante unos instantes y regalando una nueva caricia al gato negro, le dijo: “Ya ves las cosas que ocurren aquí en Granada y por estos rincones a los pies de la Alhambra. Agua con sabor a Navidad que mana del corazón de los palacios sobre la colina Roja y niños que van por las calles regalándola. No sé si esto será cierto porque se parece mucho a un sueño pero quizá luego yo también me acerque a ese manantial para seguir jugando con las niñas de ojos azules y con el niño que con su calabaza, regala agua por las calles de granada con sabor a Navidad. Es algo que creo es bueno y hace mucha falta. Y más, si lo llevan a cabo niños como estos”.