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zarax
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Fecha de ingreso: 14 de Enero de 2009

1ª EDICIÓN DEL TALLER DE RELATOS - Tema VOLVER - RELATOS

1 de Abril de 2014 a las 10:52
Ya está abierto el hilo así que, cuando queráis podéis empezar a publicar vuestros relatos. Tenéis de plazo desde hoy día 1 hasta el jueves día 10 de abril. ¡Adelante!
pedrocarmona
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Fecha de ingreso: 22 de Marzo de 2014
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  • 2 de Abril de 2014 a las 0:16

zarax
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  • 2 de Abril de 2014 a las 1:07

concursoderelatos
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  • 3 de Abril de 2014 a las 1:21

La vida es sorprendente

Raúl se quedó mirando con cierta tristeza la lista de relatos que, después de haber participado en aquel concurso de internet durante más de ocho años, dos veces al mes, era lo único que le iba a quedar.

Los había contado ya en cuatro ocasiones. En el encabezamiento de cada uno, junto al título, estaban el tema sobre el que había escrito, los puntos alcanzados y su lugar en cada edición. En una segunda carpeta tenía guardados más de tres mil ochocientos cincuenta relatos ajenos, cada uno con su crítica adjunta y la valoración que les había dado en su momento.

¡Ciento ochenta relatos! No solo los había contado, también leído y vueltos a leer; como buscando entre líneas los motivos por los que aquel concurso al que le había dedicado todo su esfuerzo, toda su capacidad literaria, toda su ilusión por ser leído por otras personas, había desaparecido de la noche a la mañana.

Cada vez que lo pensaba no podía evitar cómo las lágrimas y la desilusión le inundaban el alma. Aquel regalo que sus compañeros, desconocedores e inconscientes, le habían hecho, abandonando poco a poco el concurso, justo cuando cumplía veinte y siete años y terminaba su carrera, y el Master Universitario UGR recién estrenado en el bolsillo, le dejó hundido.

Cerró enfadado la ventana de su ordenador y entrando en Word, terminó de escribir su corta vida profesional. En ella contaba toda su experiencia, tanto universitaria como de trabajos realizados (en PizzaHut; repartiendo panfletos de una editorial; dando clases a pequeños amigos de la familia…) ¡Extensísimo curriculum capaz de impresionar a toda la Universidad a la que iba dirigido; o a todas las editoriales del país!. Movió la cabeza con cierta ironía y, abriendo su correo electrónico, comenzó el proceso avasallador.

Pero no llegó a enviar ninguno. Justo cuando iba a completar el primer envío, pensó: ¿Acaso no ha sido una gran experiencia el haber estado escribiendo un relato cada quince días durante tanto tiempo? ¿Y si mis relatos le gustan a una editorial…?

Preguntas y preguntas que al final le convencieron y, finalmente, abrió de nuevo su historial y añadió su gran experiencia literaria: “Ciento ochenta relatos de mil quinientas palabras de media. He ganado el concurso contra más de veinte escritores en cinco ocasiones. He valorado, puntuado y comentado más de tres mil ochocientos cincuenta relatos a mis amigos del concurso… Adjunto, al final de este Historial alguno de mis relatos y algunos de los comentarios que he hecho a los relatos de los demás”.

¡Ahora sí! Ahora se encontraba satisfecho con su Historial y la red se inundó de conocimientos de Raúl.

Un mes más tarde, Raúl abrió su correo electrónico. Cientos de anuncios de trabajo, aunque ninguno sería para él. Miles de páginas relacionadas con la Literatura y…

“¡Diablos! ¡Un correo de la Editorial Universo! Me escriben a mí” Y sin pensarlo, abrió el correo. Cinco días más tarde entraba en el edificio de la Editorial a una entrevista. Iba impecablemente trajeado, con su corbata y zapatos brillantes, como si con ellos fuese a escribir su primer libro.

En un serio despacho le esperaba alguien cuyo nombre ni recordaba, dado su estado de nerviosismo.

—¿Sabe por qué está aquí?

—Sí, señor, porque usted me ha citado hoy.

—¡Ja, ja! ¿Esa contestación es por los nervios o por su desparpajo?

—No lo sé, señor.

—Está bien, Raúl, vamos� a relajarnos un poco. He leído tu curriculum y, cuando lo iba a tirar a la papelera me quedé algo sorprendido al ver que, al final, hacías una reseña sobre tu participación en un concurso de internet —Raúl hizo intención de intervenir, pero él le calló con un gesto—. Con tu referencia entré en la página donde escribes y leí. A ti y a otros muchos. Es interesante lo que habéis estado haciendo durante tanto tiempo. Pero no entiendo el porqué de que tus compañeros hayan terminado por abandonar el concurso. El cambio de calidad literaria que habéis sufrido a lo largo de ese concurso es extraordinario; todos, en general y eso me ha sorprendido bastante pues desconocía que en la red haya ese tipo de experiencias literarias entre los que empezáis en la Literatura.

Hizo un receso mientras miraba a Raúl sonriente.

—¿Y sabes que es lo que más me ha llamado la atención y el motivo por el que te he llamado a esta entrevista?

—¿Le han gustado mis relatos? ¿Piensa que puedo ser un buen escritor? Tengo mucho escrito, novelas, cuentos… —a medida que hablaba, Raúl se iba animando, pensando en el futuro tan prometedor que le esperaba como escritor famoso. ¡Miles de libros suyos inundando las librerías. Entrevistas en TV, en la radio. Firmas a las puertas de El Corte inglés…!

—No escribes mal, amigo, pero hay otros muchos en ese grupo que lo hacen bastante mejor.

Al oír aquellas palabras, el cuerpo de Raúl comenzó a menguar hasta casi desaparecer en el sillón donde se sentaba.

—Entonces… ¿Quiere usted contactar con alguno de ellos a través mía?

—Tampoco es eso. Te diré el motivo. Eres, con una gran diferencia, el mejor crítico literario que he leído, no solo en tu concurso, sino también en otras editoriales y periódicos. Eres muy bueno, Raúl, francamente bueno y nos gustaría que entrases a trabajar con nosotros como crítico literario.

Ni los ojos, ni los oídos de Raúl daban crédito a lo que estaban viviendo. ¡Crítico literario! ¡Aquel señor le estaba diciendo que él era bueno comentando los escrito de los demás! No lograba reaccionar. Era cierto que durante la carrera había asignaturas dedicadas a interpretar y comentar textos y que siempre había recibido buenas calificaciones en ellas, pero a él lo que le gustaba era…

—¿Decepcionado? Piensa que en este mundo en el que me muevo hay casi mil veces más escritores que críticos y, si hablamos de calidad, entonces esa cifra podría multiplicarse por diez. Por tanto, te doy una semana para que me contestes a esta oferta que te hago. Entrarás fijo desde ya y cobrarás…

-----------------------------------

Aquella noche, Raúl, al llegar a casa, se preparó la cena y con ella en una bandeja, se acercó a la TV para conectarla. Movió la cabeza negativamente y, levantándose, fue a buscar su portátil; lo abrió y conectó. Ya llevaba trabajando en Ediciones Universal medio año. Aquella misma mañana, le habían editado su nueva crítica a un ensayo que un afamado filósofo había escrito sobre la interrupción del embarazo. Estaba en internet y abrió la página para leerse una vez más, pero, en esta ocasión, descansado desde casa. Terminada su lectura se regodeó en sí mismo. “La verdad es que no pensaba yo que hacía unas críticas tan buenas. Y pensar que en el concurso quincenal he comentado tantos relatos… No puedo quejarme pues muchos me decían que les gustaban mis críticas” Y se quedó pensando.

Con añoranza y algo de tristeza, abrió la web del concurso y buscó los foros donde se desarrollaba el mismo. Todo había terminado; le costó Dios y ayuda encontrar aquel recuerdo escrito en la red, pero al final lo tuvo ante sus ojos y disfrutó leyéndolo una vez más. Mientras iba leyendo, en su mente se fue formando una idea, hasta que esta tomó definitivamente forma y, abandonando la lectura, se recreó en ella.

Nada más llegar a la editorial, a la mañana siguiente, se acercó al despacho de su jefe y llamó a la puerta

—Buenos días. Anoche estuve dándole vueltas a una idea y me gustaría que me dijese su opinión y si pudiera ser interesante para la revista que editamos mensualmente.

—Cuéntame; estoy abierto a nuevas propuestas.

—Bien…

Después de algunos contactos entre la editorial y la empresa que gestionaba la web del concurso de Raúl, en una nueva página con todo tipo de llamadas de atención a todos los escritores de la web, se anunciaba la reapertura, la vuelta del afamado internacionalmente Concurso de Relatos Cortos, dirigido todo por el conocido crítico literario Raúl Estébanez, antiguo concursante. El premio semanal sería que el relato ganador aparecería en la Revista Literaria El Universo Impreso, con la crítica del propio Raúl Estébanez.

Más de cien concursantes intervinieron en� aquella primera edición de la vuelta del concurso.

concursoderelatos
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  • 4 de Abril de 2014 a las 0:51

Pegando por encima de su peso


"Nunca más", se dice. Y suelta un crochet de izquierdas al saco. Josué siempre ha pegado por encima de su peso, por eso siempre ha peleado dos categorías por encima de su peso... ¡Boom! Un directo con la derecha que deja huella. "Son 35 años... cuántos chavales hay que están deseando entrar en la jaula; jóvenes llenos de ganas, explosivos...". Paf, paf, ¡boom! Uno-dos y un derechazo que deja en el saco una marca aún más profunda y solapada que la anterior. "Regresar a la jaula por una pasta gansa, una última pelea...", se miente Josué. Se cubre frente al saco de arena... retoma aliento y sigue con los puños bien arriba, enmarcando sus parietales; encauzando la mirada perdida en el saco azul que está machacando. Ve cómo los huecos se recomponen.


No quiere más golpes ―Josué no baja la guardia delante del saco―. 7 segundos son suficientes para dar el cante en el gimnasio. 7 segundos que se convierten en 9 mientras se lo piensa. "Una pasta gansa, sí". Y suelta su gancho de izquierda justo al hígado del oponente. Su famoso familia de luto.



―Sr. Josué Martínez, ¿se está tomando la medicación?


―Sí, Doctor ―y piensa: "Y como me rete, estupidólogo de mierda, le meto a la pantalla del puto ordenata".


El puño tensándose ―el nudo― bajo la mesa, dispuesto a reciclar la pantalla en cristal roto y pedacitos de plástico multicolor; un crochet de izquierdas ―el Chi― proyectándose en su mirada punzante.


―Josué ―dice el doctor Josep Pla mientras teclea en su ordenador con dedos ágiles―, debe usted saber que su talento como boxeador no tiene nada que ver con su trastorno. Por mucho que me diga, lo estoy viendo. Y veo tensión psicótica en su mirada. No puede volver a pelear, ya lo hablamos...


―Pero (...)


―Le he dicho que NO. Le dije que no se trata de un sólo golpe, que han sido años de recibir impactos en la cabeza y no ser noqueado... Y eso, eso es lo peor. Los golpes amortiguados por guantes son peores para el cerebro. Se le ha acabado la renta..., Jo-suuuu-é.



―¡Josuuué, charnego, que el saco no las devuelve!


Y el estruendo de las risas de los compañeros lo saca del trance. 11 segundos cubriéndose delante del saco son canchondeo asegurado. Sí, se lo merece. Baja los puños, tan compactados que su peso arrastra los hombros y el torso. Sonríe a sus compis con desdén y un gesto de la cabeza. "Hijos de puta", piensa, y vuelve a castigar al saco. ¡Boom! Cabezazo ilegal propinado con el parietal izquierdo. Antes que el dolor, siente el calor de la sangre cubriéndole la cara. Eso es una ceja rota; "perfecto", se dice.


Así que se encamina a la enfermería a que Tito le cosa la herida. Se aleja de la zona de sacos. Dejando a la derecha el ring, se intenta taponar la herida con el guante. "Es ridículo", se dice lastimero ―oye alguna risa ronca entrecortada― y baja el guante despacio. Lo mira, evalúa la mancha de sangre: "6 puntos, colega", resuelve.



Tito está ordenando los botiquines; gestiona como 15 unidades, nunca lo sabe seguro. Mete 2 paquetes de gasa Banego© en uno y resopla; los carrillos se hinchan como los de un sapo, un sapo con pequeños lunares salpicando toda la piel. "Tono café con leche, muhiaio", diría el propio Tito, "el que más le gusta a la mujel" y reiría todo sonrisa y estertor.


Tito se aburre hasta la muerte con las gasas. La puerta de la enfermería hace pom, pom, y a Tito se le iluminan los ojos como a un niño pequeño que no ve a su madre después de 3 días. Tito resucita y asciende cuando ve que es Josué, que tiene una ceja rota y que no podrá ir a la jaula.


―Muhiaiooo... ¿qué hiciste esta vez? ―lo suelta sonriente, a la vez que saca el Kit de Sutura; movimientos de director de orquesta en pleno paroxismo―.


Se pone los guantes de látex y examina la herida de Josué, que lleva cara de haber recibido su propio gancho de izquierda. Familia de luto, ya sabéis.


―Muhiaio, esto son 4 puntos ―dice Tito negando con la cabeza y arrugando las comisuras de los labios. Media sonrisa agria.


―Hum, vaya ―dice Josué, rascándose la cabeza.


―Gato con guantes ni caza ni rasca. Sácatelos y siéntate en la camilla que te coso, muhiaio.


―Ayúdame con esta mierda, Tito ―y le ofrece las muñecas para que corte la cinta.


Tito saca unas tijeras y corta.


―¿Sabes una cosa? ―sigue cortando, ahora la izquierda, ahora la derecha, mientras la herida de Josué sigue palpitando; con cada palpitación, la sangre le resbala por la cara― Cuando peleabas maníaco, nadie podía paralte, muhiaio.


Y Josué medio sonríe, parpados entornados, y recuerda:



Josué en la jaula por primera vez, con los ridículos calzones de licra, descalzo... y la guardia a medio bajar. Se acerca despacio a su rival apretando los puños; los guanteletes de cuero sueltan un leve crujido por la presión que ejerce el boxeador maníaco, todo sonrisa y mirada seca. Enfrente, un practicante de kick-boxing y maestro de Jiu-jitsu que se adelanta al maníaco con la guardia cerrada en bloque. Un asturiano que confía en su técnica de patada lateral... distancia de combate más larga que la que pueda tener un boxeador. "Esto son artes marciales mixtas", piensa el asturiano, "¿qué pinta aquí un boxeador?". Así que el asturiano lanza su patada lateral: Fuhf, paf. Contra la guardia del boxeador. El empeine dirigido a la nuca impacta contra el antebrazo izquierdo de Josué, que responde: uno-dos paf, paf. En el pecho y en la boca del estómago del asturiano. Éste siente miedo por primera vez... ese canijo le había dado muy duro. Intenta recuperar algo de aire y sube la guardia para no ser noqueado ―los codos protegiendo el hígado y los pulmones―. Josué tiene hambre, hambre de verdad, así que le mete un gancho de derechas-uno y un gancho de izquierdas-dos: poum-paf. Fue muy rápido. El público sólo alcanzó a ver al asturiano cayendo de bruces y llevándose una mano al hígado. El quejido se transforma en lamento mientras el árbitro retiene a Josué que va a por más carne.


¡Fuera!, se escucha al final de la canción.



―Quita la radio... ―dice apenado Josué― No me gusta ―concluye.


―Ya estás listo, Muhiaio.


―Eeeh... córtame los puntos que sobresalen, amigo, porque creo que voy a aceptar esa pelea.


Tito niega con la cabeza, gesto de postoperatorio.


―Josué.... El andaluz... Ese «Perro andaluz debaser» va a acabar contigo conque te dé un sólo golpe ―y resopla con mirada severa―. ¿Quién va a cuidar de los tuyos, muhiaio?


―Tú... ―dice Josué con los ojos húmedos.


Y ambos se descojonan.


―Tengo 5 hijos, Josué ―dice Tito todo sonrisa.


―Ya... ―dice Josué sonriendo― pero córtame los puntos que sobresalen. Por favor... es lo único que sé hacer.



Josué en la jaula por última vez a cambio de una pasta gansa. La guardia baja, la mirada ausente. Enfrente el «Perro andaluz debaser»: 20 años de explosividad y ganas. Todas en realidad. Disciplinas: Kick Boxing y suelo.


¡Ding!


Y Josué sube una guardia perfecta. Cuando levanta la vista, ya tiene encima al chico andaluz que ha decidido jugar a boxeador y también lleva una guardia que parece inquebrantable. Uno-dos de Josué; paf, paf para evaluar al chico. Y el chico paf de izquierdas y boom de derechas. Justo al pecho de Josué, al que le cambia el gesto. Eso ha parecido una advertencia. No es la ceja cosida y camuflada lo que preocupa y comienza a asustar a Josué... Muerde el protector bucal y retrocede un par de pasos. Aumentada la distancia de combate, al «Perro andaluz debaser» no le queda otra que lanzar una patada lateral: Fiuhf. Antes del paf, Josué decide bajar la guardia; aún medicado, sigue siendo rápido. ¡Paf! Noqueado a la primera.



―Y así fue como el único cao que he tenido me salvó la vida, pequeño.


El pequeño sonríe sin comprender, pero le gusta que su padre le cuente historias de boxeo.



concursoderelatos
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  • 4 de Abril de 2014 a las 17:38

Piel ajena

Los limpias apenas facilitaban la visibilidad durante una fracción de segundo entre pasada y pasada. Tal vez sería una buena idea abandonar la vía y esperar a que la lluvia amainara. Conocía la carretera; a pocos metros, tras aquella curva, salía un camino en el que podría apartarse de forma segura. Y habríasido así de no haber tenido la misma idea el conductor de un camión al que se le habían averiado las luces. Su coche quedó convertido en un amasijo de hierros entre las enormes ruedas del tráiler.

Todos, los médicos, las enfermeras, los fisios, incluso las limpiadoras, me decían que había vuelto a nacer. Y era verdad; pero maldita la gracia que tenía ser una recién nacida de… unos treinta y cinco años; eso me dijeron.

Por lo que me contaron, aparecí (de la nada, nadie vio quién me llevó hasta allí) medio muerta en la puerta del hospital, llena de fracturas, golpes y magulladuras.Estaba muy mal, tanto como para que los médicos no dieran ni un duro por mí. Estuve casi un mes en el otro barrio y, milagrosamente, un buen día recuperé el sentido y empecé a mejorar por momentos. Lo malo fue que no tenía ni idea de quién era. Ni forma de averiguarlo. No llevaba documentación y nadie había preguntado por mí. Tampoco me correspondía con la descripción de ninguna desaparecida.

La recuperación física fue lenta y dura, pero cada pequeño avance suponía un gran triunfo que me llenaba de orgullo. El tema de mi desmemoria era distinto; los días, las semanas, ¡los meses!, pasaban y nada parecía querer despertar dentro de mi cabeza.

Era raro, sabía muchas cosas: el año en el que estábamos, el nombre del presidente del gobierno, reconocía a los actores cuando veía películas… Sabía leer, escribir, sumar, restar, multiplicar, dividir… pero no era capaz de verme en el espejo y ponerme un nombre y un pasado.

Todos los días venía a verme la doctora Cifuentes. Era psiquiatra forense (la policía investigaba mi caso) y, en colaboración con el doctor Ramos (un psiquiatra del hospital), intentaba ayudarme a iluminar mi vida anterior.

El ejercicio de las fotos me divertía. Me enseñaban fotografías de personas de espaldas y yo tenía que ponerles un nombre. No tenía que pararme a pensar, sólo decir el primer nombre que se me viniera a la cabeza. Era divertido porque, a pesar de estar amnésica perdida, lo cierto era que tenía una memoria reciente muy buena y las fotos (unas treinta en total), después del tercer día se repetían y yo recordaba perfectamente el nombre que les había asignado en las sesiones anteriores. Podría haber mantenido la nomenclatura para cada imagen, pero no lo hice; no sé por qué en cada sesión les cambiaba el nombre y, la que ayer tenía espalda de llamarse Marta, hoy se llamaba Luisa y mañana Carolina. Lo mismo pasaba con Fernando-Pepe-Severino-Carlos y con todos los demás. Me hacía gracia ver cómo el doctor y la doctora tomaban nota de todo y pasaban las páginas de sus cuadernos hacia atrás para comprobar que ni un solo nombre se repetía.

Un día apareció una foto nueva; era una niña sentada en un columpio. Tenía la cabeza echada hacia atrás y le colgaba una larga melena rubia. Sentí algo al ver esa foto. Algo muy parecido a la alegría. La llamé Isabel.

Al día siguiente la foto de la niña volvió a salir. No le cambié el nombre.

��������������� —Isabel —dije sin dudar—. Se está riendo.

��������������� —¿Cómo dices? —preguntó la doctora mirándome sorprendida.

��������������� —Que se está riendo, la niña.

El doctor Ramos cogió la foto y la miró.

��������������� —No se le ve la cara —dijo mostrándomela.

��������������� —Ya. Pero se nota. Está nerviosa, asustada y feliz al mismo tiempo. El columpio llega muy alto y eso le da un poco de miedo, pero le encanta sentir el aire en su cara e imaginar que está volando. Está riendo a carcajadas.

Los doctores se miraron y anotaron rápidamente un montón de cosas en sus libretas.

��������������� —Bien —dijo la doctora Cifuentes cuando terminó de escribir—. Vamos a hacer una variante con este ejercicio. Te enseñaré las fotos y en lugar de decirme un nombre me dirás un parentesco o relación: abuelo, padre, hijo, vecino, amigo… ¿lo entiendes?

Asentí con la cabeza y comenzamos con la galería de imágenes. Empecé a decir parentescos al tuntún: “hermano, prima, compañera de trabajo, abuela…” Cuando llegó la foto de la niña, de nuevo, algo se movió en mi interior. No pude evitar fijar mi vista en ella guardando silencio.

��������������� —No te pares a pensar, di lo primero que se te ocurra —me apremió el doctor.

��������������� —Soy yo.

Lo dije convencida. No era yo exactamente, pero yo había sido así. En algún momento de mi vida, durante mi niñez, me había subido en un columpio y había llegado tan alto como para estar un poco asustada y al mismo tiempo sentirme feliz porque podía soñar que volaba.

��������������� —¡Soy yo! —repetí emocionada y dando libertad a mis lágrimas—. Dios mío… soy yo.

Los médicos me observaban con atención. Sonreían. Ella tomó la foto y, después de mirarla durante un segundo, me la devolvió.

��������������� —¿De pequeña eras rubia? —interrogó divertida.

��������������� —No lo sé.

La doctora Cifuentes y el doctor Ramos se fueron muy satisfechos ese día. Según ellos habíamos avanzado mucho. Me dejaron un cuaderno y un bolígrafo para que escribiera cualquier cosa que se me pasara por la cabeza y que, en mi opinión, pudiera servirme de ayuda para recordar.

Me dormí meciéndome en el columpio del único recuerdo que poseía. Por la mañana, cuando desperté, mi cabeza no dejaba de repetir un nombre y unos números; agarré el boli y escribí de forma mecánica: “Isabel Clavero Prado. Cinco seis siete tres cuatro uno cuatro tres”.

��������������� —¿Qué crees que es? —me preguntó la doctora.

��������������� —No lo sé. ¿Mi nombre y mis apellidos?

��������������� —¿Y los números?

��������������� —No sé. Tal vez un número de teléfono.

��������������� —Si es así, falta uno. No importa, tomo nota de todo, se lo paso a los compañeros de la policía y veremos sinos lleva a algo.

��������������� Al día siguiente la doctora vino sola, sin el doctor Ramos.

—Tenemos noticias. —Sonreía, pero no parecía satisfecha—. Los números se corresponden con un D.N.I, el de Isabel Clavero Prado. ¿La reconoces? —dijo enseñándome una fotografía.

Miré el retrato y mi estómago empezó a dar volteretas.

—Soy yo.

—¿No te has visto en un espejo desde que estás aquí? —La doctora Cifuentes intentaba mantener un delicado equilibrio entre el desconcierto y el enfado.

—Todos los días cuando me lavo la cara. —La miré queriéndole dar a entender que, aunque entendía su perplejidad, yo no estaba mintiendo.

La chica de la foto era rubia, con el cabello liso, ojos claros y la piel blanca. Yo tenía los ojos marrones y el pelo rizado y tan negro como mi piel. Sin embargo, al verla me reconocía a mí misma sin lugar a duda alguna. Yo era la chica de la foto, estaba segura.

—Esta mujer murió en un accidente de tráfico el mismo día en el que tú apareciste en la puerta del hospital. Posiblemente la conocieras pero, desde luego, ésa no eres tú. No es muy normal —continuó diciendo— que alguien se sepa el D.N.I. de otra persona; eso nos lleva a pensar que tuvisteis que tener una relación muy estrecha, tal vez profesional, pero esa vía ya la hemos descartado. Otra opción es… que tú te dedicaras… a algún tipo de… estafa. Eso explicaría que conocieras un dato tan personal. ¿De verdad no recuerdas nada o estás jugando con nosotros? En el ejercicio de las fotos haces trampa, lo sabemos.

—Ojalá estuviera jugando. Es horrible vivir así. No recuerdo nada, se lo juro. —Intentaba parecer convincente y mantener la serenidad. Decía la verdad, pero era consciente de que ni yo misma, en el lugar de la doctora, creería ni una sola de mis palabras—. Con las fotos no hago trampas, es que ninguna me dice nada y los nombres que les doy tampoco me ayudan, por eso se los cambio; no lo puedo evitar, las recuerdo cuando salen repetidas y también recuerdo el nombre que les puse. Con la de la niña fue distinto, el nombre afloró de otra forma, por eso lo mantuve. Y el recuerdo del columpio es real, se lo aseguro. Yo tampoco entiendo por qué al ver esta foto —señalando la de la chica muerta en el accidente— me veo a mí misma, sé que no soy así, pero la veo y… —No supe explicarlo—. Tal vez sea una estafadora. No lo sé.

Ese día no hicimos ejercicios. Tuve todo el día para rebuscar en el vacío de mi mente y toda la noche para soñar, tal vez recordar.

Las estrellas crecieron hasta parecer focos; había una que la atraía con gran fuerza. A su alrededor muchas, tal vez cientos o miles de personas, se elevaban hacia las luces. Sabía lo que había pasado: estaba muerta, los demás también. Entonces la vio, ella era diferente, su luz no la atraía, la repudiaba, le decía que tenía que volver, pero ella se resistía. No lo dudó, sacó fuerzas para deshacerse de la atracción de su foco y acudió al encuentro de aquella mujer.

—¿Dónde está tu cuerpo?

—No quiero volver, quiero descansar. Me prometieron trabajo y una vida mejor, pero era mentira, me obligan…

—No me cuentes tu vida, ¿dónde está tu cuerpo?

—Quiero morir. Me pegan, la paliza de hoy ha sido terrible, no quiero…

—¡¿Quieres hacer el favor de escucharme?! No quiero que vuelvas. ¡Dime dónde está tu puñetero cuerpo!

La mujer señaló y pudo verla tirada en el suelo. Apenas le quedaba un hilo de vida. Si no la atendían pronto, moriría. Tenía que hacer algo. ¿Tendría poderes telequinésicos? ¿Por qué no? Era casi un fantasma.

Quería vivir. Sólo tenía que llevarla a un hospital y ocupar su cuerpo. ¿Qué podía perder?

concursoderelatos
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  • 5 de Abril de 2014 a las 14:06

El encargo

� �� Las luces del edificio aún permanecían encendidas, a través de los cristales algunas sombras se movían misteriosas. Mirando desde uno de ellos Juan Delgado volvía a repasar mentalmente las cifras y los detalles fundamentales que deseaba tratar en aquella reunión, antes de llevar el proyecto a su cliente.

� ��� En ese momento, Enma se apresuraba entre el tráfico. Eran las ocho y cuarto y andaba un poco tarde. Pensaba en la reunión que le estaba esperando y en que hacía días que no llamaba a su madre. Miró el reloj. ¡Uff! que tarde era. De nuevo empezó a dolerle la cabeza. Últimamente le pasaba a menudo, era un dolor intenso que parecía estrujar su cerebro y que aparecía y se iba cuando menos lo esperaba.
��
���� Trató de centrar la atención en la voz de Leonard Cohen cantando In my secret life, que sonaba suavemente en la radio del coche. Le gustaba escuchar música cuando conducía.

� � � Los ojos de los cuatro hombres se volvieron hacia ella cuando entró decidida en la sala de reuniones. ¿Llegaba tarde? pues mejor entrar atacando, se dijo con sorna.

���� — Ya hemos empezado, Emma —dijo el vinagre con cara seria.
���� — El tráfico... — levantó los hombros con pereza y no dijo nada más
��
���� Elezcano, siguió con lo que estaba diciendo.

���� — Tenemos un problema serio con lo de los suelos, se nos va de las manos el presupuesto.
��
���� Empezaron a hablar todos a la vez. Enma escuchaba, le llegaban las palabras a lo lejos, como si ella estuviera en otro lugar. El dolor de cabeza seguía ahí, debía haber tomado una aspirina. Dudaba si levantarse e ir a buscar una o quedarse esperando que todo aquello, la reunión y el dolor, se pasara pronto.
��
���� Hacía mucho calor allí, se notaba la frente húmeda y fría y sin poderse controlar empezó a temblar. Elezcano le preguntaba qué le pasaba y si se encontraba bien. ¡No, no se encontraba bien!
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���� Había llegado allí sin saber cómo. Lloviznaba pero era poco porque, a pesar de que no tenía paraguas, no se mojaba. El camino por el que avanzaba discurría sumergido en la espesa niebla, era estrecho y serpenteaba. A ambos lados se cernía la oscuridad. Bueno, se dijo nerviosa, qué hago yo aquí y a dónde voy. Miró a un lado y otro a ver si recordaba algo y se daba cuenta de dónde estaba. Entonces vio, paralela a la senda por la que circulaba, otra similar por la que caminaban unas sombras en dirección hacia el lugar de donde ella venía. No podía verlas bien entre la niebla, pero tenían una manera extraña de moverse.

� � � No sabía qué hacer, pero un minuto fue suficiente para que se adaptara al lugar y tomara la decisión de seguir el camino. Anduvo lo que le pareció un rato largo, el recorrido era monótono, la única cosa que varió fue la luz. La niebla se fue disipando poco a poco y una claridad blanquecina comenzó a atravesarla. Al otro lado ahora no había nadie. Alguien le tocó en la espalda y le retiró a un lado. Apenas le rozó, pero le había desplazado como si fuera una pluma. Él le adelantó rápidamente, no dijo nada, como si no la hubiera visto se alejó casi corriendo. ¡Por dios! pensó ¿a dónde va con tanta prisa? Qué tipo más raro.

� � � Por fin vio a lo lejos un muro, no podía apreciarlo bien, pero era un muro que se extendía a lo largo hasta donde podía ver. Al acercarse descubrió una puerta, era muy alta, y consistente. Algo en su cabeza le decía que tenía que abrirla y entrar dentro. Un ramalazo de miedo recorrió su espalda y luego todo su cuerpo se relajó y dejó de sentirlo. Misteriosamente aquel portón no pesaba nada y se abrió mansamente al primer empujón que le dio. Se miró las manos sorprendida, parecían de papel celofán, brillantes y transparentes, como rellenas de niebla. Busco su cuerpo y vio que tenía la misma apariencia. ¿Qué estaba pasando? Volvió a sentir aquel miedo terrible, en su cabeza las ideas se agitaban. Decidió que lo mejor sería dar la media vuelta y salir corriendo, pero se dio cuenta que tendría que pasar al otro camino y no sabía cómo podría hacerlo, por ningún lado se veía un cruce o algo similar.

� � � Entonces, una voz familiar le dijo:

���� —Pasa Enma, te estaba esperando.
���� — ¡Papá! ¿Papá? ¿Qué haces aquí?
���� —Ya te he dicho que te estaba esperando
��
���� Le miró espantada, sí, sí que era su padre. ¿Cómo podía ser aquello si su padre había muerto hacía tiempo? Era él, solo que ahora tenía el cuerpo alargado, como hecho de humo, inconsistente, casi podía verse a través de él. La cara no tenía ninguna expresión, los ojos fríos, como muertos, parecía libre de cualquier emoción. Era muy diferente a su padre y sin embargo ella sabía que era él. Cuando pasó a su lado sintió un frío que calaba hasta los huesos. Después de la primera impresión constató que tampoco ella sentía nada. Aquella especie de lejanía, de ausencia de sensaciones se había apoderado también de ella.
��
���� Como si temieran quedarse allí dentro, varias de aquellas sombras humanas salieron deprisa por la puerta que acababa de abrirse y se dirigieron hacia el camino paralelo al suyo. No miraron atrás, no se hablaban entre sí, era como si no se vieran. Dio un paso dentro y sintió la puerta cerrarse suavemente. Ya no podría volver atrás, pensó. Se quedó allí quieta pensando que no quería, pero sí quería aquello que le estaba pasando. Era muy raro porque ahora no tenía miedo, ni tristeza, ni alegría. No sentía nada, solo una fuerte sensación de bienestar y paz. Estuviera donde estuviese, le gustaba aquello. Su padre le hacía señas con las manos, ampulosamente, como si recogiera con ellas la niebla para cambiarla de lugar.

���� —Date prisa hija. Quiero enseñarte algo y no tenemos mucho tiempo.
���� — ¿A dónde vamos? —le pregunto ella
���� —Aquí cerca, sígueme.

� � � No había nada alrededor, era como una especie de jardín enorme sin flores ni plantas, con un césped brillante, blando, en el que se hundían los pies, creando la sensación de volar sobre el suelo. El lugar a donde iban no estaba tan cerca, pero por fin llegaron. Se trataba de una enorme terraza con unas balaustradas gruesas, ennegrecidas por la humedad. Los barrotes estaban muy juntos, como para evitar que alguien se colara entre ellos y cruzara al otro lado.

���� —Mira bien, porque lo que vas a ver lo verás solo una vez y quiero que luego lo recuerdes punto por punto.
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���� Hizo lo que le decía, abrió mucho los ojos como si así lo que fuera que iba a ver penetraría por ellos mejor y miró atentamente.
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���� El paisaje lo formaban varios racimos de casas desperdigadas por el campo, había caminos asfaltados, un río con bastante agua y una iglesia al lado del edificio que parecía ser el ayuntamiento en una plaza. Allí abajo era de noche pero, a pesar de la oscuridad, podía verlo todo bien. Media docena de hombres caminaban sigilosamente por las calles, golpearon en una puerta y agarraron al hombre que la abrió, lo inmovilizaron y se lo llevaron fuera del pueblo. Primero Enma no se dio cuenta, luego vio que aquel hombre era su padre tal como ella le recordaba, a pesar de que era una niña el día que él se fue. Todos montaron en una camioneta y se alejaron de allí. Nadie había visto nada. El pueblo dormía. Solo una mujer miraba por la ventana y lloraba desconsoladamente. Enma reconoció a su madre.
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���� En medio del campo, a la orilla de los sembrados, le colocaron contra un árbol, él les hablaba persuasivamente y ellos le golpearon hasta que consiguieron que callara. Luego uno sacó una pistola y le disparó en el pecho y después en la cabeza. Cayó como un fardo aplastando el surco. Luego lo enterraron en el mismo sitio donde había muerto.
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���� Enma estaba consternada, aterrorizada. Miró a su padre que seguía allí impasible. Comenzó a temblar, su cuerpo se agitaba por fuertes calambrazos que le producían un dolor horrible en la cabeza. Tenía muchas ganas de llorar, arrugaba su rostro, pero de sus ojos no brotaba ninguna lágrima.

���� —A madre le dijeron que te habías ido, que habías huido cuando te llevaban a la comisaría. Y que seguro que nunca volverías.
���� —Cuéntaselo a ella y luego consigue que me busquen, ahora ya sabes dónde.
���� —No me creerán
���� —Conseguirás que lo hagan si eres lista. Necesito esto para acabar mi ciclo y descansar en paz. Esto es lo que hay, hija, finalizar nuestro camino y gozar de la muerte eterna.
��
���� En ese momento algo tiró de ella, de nuevo recibió una descarga que le hizo temblar y que desencadenó en su interior una especie de furia que le obligaba a volver atrás de inmediato. Su padre se dio cuenta enseguida de lo que estaba pasando.

���� —Vamos, date prisa. Tienes que volver ahora mismo. No olvides lo que te he dicho, ni lo que has visto.

� � � — ¡Dale, dale otra vez! ¿Cómo vamos de tiempo?
���� —Bien, aún queda. ¿Una fuerte?
���� —Tú dale ya, venga que esta va a ser la buena.


���� Enma, desde el camino de vuelta, giró la cabeza y miró a su padre. De pie en la puerta parecía la imagen de un cuento de fantasmas, pero no era un fantasma. La observaba atentamente, en su rostro no había ninguna expresión de dolor, de alegría o de pena. Nada. No debía sentir nada y curiosamente ella tampoco. Lo dejaba sin preocuparse de lo que sería de él o de qué era lo que esperaba y que parecía estar en su mano proporcionárselo.

���� — ¡Bien, bien! ya la tenemos —oyó que decía una voz excitada—entubarla y seguir la rutina, a ver cómo reacciona. Por un pelo ¿eh? ha tenido suerte, ya puede decirlo. Dentro de un rato la subís a la UCI. Enseguida voy.

� �
���� Escuchó el vip, vip, vip primero fuerte, luego cada vez más suave hasta que dejó de escucharlo. Supo que había vuelto a la vida. Recordó que tenía un encargo que hacer. Luego, de nuevo perdió la noción de las cosas.

concursoderelatos
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  • 7 de Abril de 2014 a las 19:11

VOLVER COMO MENCIN SIMPLEMENTE CIRCUNSTANCIAL.


-Nos volvemos a casa.

-Volver?

-S, volver.

-Yo hago todo lo que ordenes.

-Claro, eres un perro y los perros obedecen.-Ana meti el dedo en la correa que Paco
tena al cuello y tir un poco de ella.

-S, soy un perro y obedezco.- Baj los ojos.

-Pon la carita; voy a darte un par de bofetadas.

-S.- Paco tena la cara un poco huesuda y delgada, como todo su cuerpo atltico. sin un gramo de grasa; todo msculo y fibra. De pelo corto, rubio y belleza viril, sin dejar de tener un atractivo punto delicado. Junto los labios, como si fuese a mandar un beso a ninguna parte, cerr los ojos y acerc el rostro a Ana ofrecindole una mejilla. Y se qued as, parado, esperando las bofetadas.
Ana se irgui en el asiento del coche y le lanz un par de sonoros cachetes, luego le cogi con fuerza la mandbula y ms que un beso, le meti la lengua en la boca.

-Ahora qutate el pantaln; de cintura para abajo irs en pelotas, slo llevars los deportivos, hasta que lleguemos a tu casa.

-S- Paco se quit la prenda de inmediato y la dej en el asiento de atrs.

Ana observ que Paco tena la polla dura pero no levantada. Su hermoso miembro se apoyaba estirado entre sus dos piernas juntas. Entonces ella sac un consolador de tamao mediano y despus dej tambin el bolso detrs. Se lo dio a Paco.

-Venga. Mtetelo por el culo perro. Lo llevars dentro hasta que lleguemos.

-S.

Paco se pas el consolador a la mano izquierda y con la derecha se ech saliva en la punta de los dedos y se inclin para lubricarse un poco el ano. Luego retom el consolador con la derecha y se lo empez a meter. Por ltimo, para dejarlo bien adentro, se sent muy recto, con fuerza, hundiendo a conciencia el culo sobre el asiento. Despus puso amabas manos sobre el volante y mir a Ana.
-Ya est.

Ella le cogi la polla y se la mene un poco. Breves segundos.

-Uf, qu salida estoy... uf...-Dijo. Luego volvi a dejarle el miembro como estaba. Se le haba levantado unos centmetros.

-Arranca, vaymonos.

-S.- Obedeci Paco.

-Uf...-Ahora se tocaba las tetas.- Cmo me gustara que me azotaran el culo. Pero bien azotado.
-Te gusta ser azotada verdad?

-No me recuerdes que eres incapaz de hacerlo, cabrn, porque me empiezo a cabrear.

-Lo siento.

Volvi a cogerle la polla y aunque esta vez no se la meneaba, estuvo as, apretndola con fuerza, casi todo el rato hasta que llegaron. Paco conduca despacio y con prudencia. A pesar de ir desnudo de cintura para abajo, con un consolador en el culo y con el pene agarrado por Ana, no se distraa de la conduccin ni haca nada raro. Cuando llegaron al bloque de pisos de Paco apenas haba nadie por la calle; era medioda en un barrio sencillo de trabajadores. Adems, su coche tena los cristales oscurecidos. Paco pens en todo ello con cierto alivio, porque no le habra gustado que le vieran como iba ahora y como le tena Ana. No le gustaban los escndalos y mantena una relacin amable y educada con los vecinos. Para evitar riegos se dirigi enseguida al garaje comunitario del edificio; situ el coche justo frente a la gran puerta metlica y puls el botn del llavero. Entraron y Paco aparc en su sitio habitual. El parking estaba solitario y poco iluminado.

-Scate lo polla del culo y limpiala. Luego te pones el pantaln.

-S, enseguida.

Ana le haba soltado y ahora se acariciaba a s misma con fuerza, dndose grandes pellizcos en la zona entre el chocho y el ombligo. Paco ya saba que so le gustaba. A l se le escaparon un par de suspiros de alivio al sacarse el consolador del todo. Luego lo limpi cuidadosamente con clnexs. Mientras tanto Ana se meta y se sacaba los dedos, se los chupaba y se los volva a meter en el coo. Estaba muy concentrada y no deca una palabra. Paco ech mano al asiento de atrs y cogi el bolso de Ana y su pantaln de chndal. Meti el consolador, ahora reluciente, en el bolso, y elevndose e inclinndose como pudo se puso el pantaln.

-Bien. A casa.

-S, vamos.

-La verdad es que me estn entrando ganas de castigarte.- Dijo Ana, mientras caminaba junto a Paco, cogindole del brazo cariosamente.

-Ya sabes que puedes hacer conmigo lo que te plazca.

-Eres mi perro.

-S, soy tu perro obediente, Ana.- Entraron en el ascensor.

-Me entran ganas de castigarte cuando veo lo bueno que ests y la buena polla que tienes. T tenas que castigarme a mi; pegarme, insultarme y humillarme, pero como no te sale, como eres incapaz de hacerlo, me pongo furiosa contigo.

Legaron al piso y se abri la puerta del ascensor. Ana esta hablando con sinceridad y haba un punto de autntico enfado en su voz.

-Lo siento de verdad.

-!Perro estpido!

-Lo siento.

-Abre la puerta de una vez, maricn.

Entraron en la casa.

-Qutate todo menos el collar de perro, que es lo que eres !Vamos!

-S, s, enseguida.

-Esta vez voy a darte tu merecido, perro maricn.

-Lo que t digas Ana, lo que tu digas.- Ya se haba quitado la sudadera y ahora se bajaba el pantaln.

-Salimos a dar una vuelta, me excitas y tenemos que volver !Pero claro! El muy intil no es capaz de ponerme el culo y las tetas rojos a correazos mientras le chupo la polla como a m me gustara !No es capaz! Perro de mierda, hoy s que la has cagado.

-Perdname Ana, merezco ser castigado.

-Pues claro, trae la vara inglesa y los grilletes, para inmovilizarte mientras me despacho a gusto contigo !Cabrn! Voy a ensearte para qu hemos vuelto esta puta vez !Vamos!

Ana, furiosa, se haba deshecho del vestido mientras hablaba y expanda su melena de azabache por toda la habitacin con cada airado movimiento de cadera. Slo luca sus zapatos de tacn. Su visin, ahora, sudada, excitada, envuelta en sus curvas infinitas, y enfadada, era la visin de una de esas diosas que seorearon en el planeta antes de que se inventara la historia.

Paco sali corriendo a por lo que se le haba ordenado, con autntico miedo, con la polla muy dura y levantada, pero sobre todo, con un miedo excitante y profundo sumergido en la noche de los tiempos.

Tenan que volver.

Y volvieron.


concursoderelatos
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  • 8 de Abril de 2014 a las 22:23

Dulce hogar.

Hermanita ven conmigo… …Donde no hay sufrimiento…”

La vieja canción de los Pixies sonaba en la radio con acordes de hojalata. Al acelerar, un rugido desgarrado salía del capó como si una fiera moribunda se alojara en él. Entonces no escuchabas ni la radio, ni tus pensamientos, ni siquiera tus juramentos gritados entre dientes porque “el puto cacharro” no daba más de sí. Y aunque en realidad no ibas a ninguna parte, seguías pisando a fondo el acelerador, con esa urgencia irracional que te invadió desde el mismo instante en que viste la luz de la calle.

Y es que dentro todo era distinto. Ni siquiera el azul del cielo se veía igual. Fue duro al principio, tanto que llegaste a creer que no durarías mucho con vida. Eras joven y no sabías morderte la lengua y eso siempre traía problemas. Un brazo roto o tres puntos en la ceja. Seis semanas incomunicada o dos años más de condena. Pero con el tiempo aprendiste las reglas. Aprendiste a quién obedecer y a quién mandar, a trabajar en el taller y a trapichear con lo que fuera para sacar algo de pasta extra. Con el tiempo llegaste a encajar y te tenían respeto y tenías tu chica y llegaste a creer que no se estaba tan mal, que tal vez ese fuera tu lugar.

Once años es mucho tiempo, pero acaban por pasar. Apenas dormiste esa noche y te levantaste antes del amanecer. No recogiste tus cosas, no querías llevarte nada. Te duchaste con agua fría, te vestiste con prisa y te sentaste en la cama. No había quien te esperara fuera, ni nadie con quien quisieras estar. No tenías planes, no sabías por dónde empezar y preferías no pensarlo. Al cabo de hora y media pasó a buscarte un funcionario y le seguiste sin despedirte de nadie. Entre la psicóloga y el director te dieron la charla, aunque en tu mente cerrada no entró una sola palabra. Recogiste doscientos euros en efectivo y un cheque que ni miraste, y lo juntaste en el bolsillo del vaquero con otros tres billetes de cincuenta. La puerta se cerró a tu espalda con chirrido de goznes oxidados. El aire fresco olía a incertidumbre y a miedo.

En la parada sólo estabas tú, con la mente en blanco y los ojos llenos de esa luz inesperada que deslumbraba y atenazaba la razón. Al subir al autobús el conductor te miró con una expresión indescifrable, que luego creíste reconocer en todo aquel con quien te cruzabas. Llegaste al centro de la ciudad y te costó encontrar una cabina o algún lugar desde el que hacer la llamada. La Maru por fin fue a recogerte y permitió que te alojaras una semana en su casa. No eráis verdaderas amigas, pero teníais ese tipo de pacto sin palabras, más fiable que cualquier contrato firmado ante un notario. De haber sido al revés, hubieras hecho lo mismo también.

Tras las primeras de noches de alcohol y algo de coca, de sexo de emergencia, con tíos para variar, no sacabas a nada el sabor que esperabas. Era hora de tomar una decisión. Aunque pensaba que estabas loca e intentó disuadirte como si la vida le fuera en ello, la Maru al final claudicó. Te consiguió una antigualla de Audi, roñoso y destartalado, una pequeña Beretta “limpia” y dos cargadores llenos por lo que pudiera pasar. No tenías claro el plan, pero sí lo que buscabas y aunque las cosas podían no acabar como deseabas, tampoco importaba demasiado. Ya no había marcha atrás. Al salir del polígono desierto donde recogiste tus encargos, se te caló un par de veces el coche y le añadiste algún rayón nuevo al rozar con una señal. Hacía demasiado que no conducías y pensaste que tal vez tu aventura podría terminar antes de empezar, pero enseguida le pillaste el punto al cambio de marchas y al volante y no te volviste a preocupar.

El cielo se oscureció de repente. Comenzó a diluviar, pero no te quitaste las gafas de sol que parecían aislarte de una realidad en la que no tenías lugar. Ya no se oía nada en la radio y empezabas a estar cansada, así que tomaste el primer desvío a un área de servicio. Aparcaste frente a la cafetería y te fuiste a sentar a la barra. Pediste un chupito de orujo y una cerveza. El sitio era un asco y estabas inquieta. Sentías pequeñas descargas eléctricas, finos pinchazos de alfiler, recorriéndote la piel. No aguantabas más allí. Pagaste, te tomaste el orujo de un trago y saliste con la cerveza fuera. Echaste un vistazo alrededor y te decidiste por Volvo negro, al que enfocaba una cámara de la gasolinera. Esperaste a que el dueño abriera la puerta y te acercaste con sigilo. Le pusiste la pistola en la nuca y le pediste la cartera y las llaves. Hizo un amago de resistirse, tu suave voz no le asustó. Le diste un gran golpe con la culata en la sien haciéndole una brecha. “La próxima va con bala” le susurraste al oído, mientras la sangre se escurría por su cuello. No intentó nada más.

Saliste quemando yanta de vuelta a la ciudad. Tras setenta kilómetros a ciento ochenta, viste las luces azules por el retrovisor, antes de oír las sirenas. Pronto estuvieron a tu lado y escuchaste claramente cómo te daban el alto. Continuaste sin disminuir la velocidad, obligando a una de las patrullas a cruzarse delante como si de una película yankee se tratara. Apenas si pudiste frenar y te llevaste por delante la mitad de su parachoques trasero. El Volvo dio varios bandazos y fuiste a parar a la cuneta. Bajaste del coche algo atontada y encontraste cuatro armas apuntándote a la cabeza.

---------------------

-Pues sí que has tardado en volver... -dice el funcionario quitándote las esposas-. Anda, ya sabes lo que hay, sígueme. No sé de qué te ríes..., ¿estás gilipollas o qué?

concursoderelatos
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  • 8 de Abril de 2014 a las 22:51

Y nos dieron las diez, y las once y las doce…

Mi padre, a sus setenta y seis años, pero lleno de salud, quedó viudo y dio fin de ese modo a su segundo matrimonio. Su exótica mujer, a la que conoció a poco de nacer el más pequeño de mis hermanos, aquella hermosa diosa de ébano de la que se enamoró como un colegial y que se lo llevó al otro lado del Atlántico, para empezar allí una segunda vida dejándonos a mamá y nosotros atrás, había muerto a los pocos meses de habérsele diagnosticado un  tumor cerebral. Y el pobre hombre, al verse solo, tomó la decisión de regresar a España, a su antiguo hogar, con su antigua familia. Quiso, por lo visto, llevar todo en secreto, y esta mañana, cuando he acudido a abrir la puerta, preguntándome quien podía ser que llamaba tan temprano, me he llevado la sorpresa de encontrarme frente a mi progenitor, al que hacía casi treinta años que no veía.

 

Son casi las once de la noche y mi padre no ha regresado todavía. Comienzo a estar preocupado. Esta mañana, tras abrazarme un par de veces y mirarme de arriba abajo, ha entrado en casa y en breves palabras me ha puesto al corriente de su viudedad y de la ilusión con que regresaba a sus orígenes. Me ha dicho que tenía un buen estar y que se buscaría un apartamento para vivir solo, pero que esperaba pasar buenos ratos con su antigua familia, con nosotros y con mamá. ¡Pobre hombre! Por lo visto no había recibido nuestra carta y no estaba al corriente de que era viudo por partida doble. Cuando le he contado lo de mamá se le ha mudado el color. Se ha quedado callado unos instantes y ha mirado por la ventana del salón hacia lo lejos. Creo que, en el fondo, había regresado a España con la secreta ilusión de que tal vez mamá le perdonase y, quien sabe, de volver a revivir con ella su primer amor. Al final ha reaccionado y me ha dicho:

¡Caramba! ¡Pobre mamá! Como lo siento, hijo mío. Tu madre era una buena mujer… sí, sé que la dejé. Pero no le faltó de nada, siempre contó con una generosa pensión por mi parte.

—Todo eso es agua pasada, papá.

—Mira, hijo, no voy a entretenerte. Tienes que ir al trabajo, supongo. ¿En una hora? Estupendo. Déjame asearme y cambiarme y luego saldré contigo. Eso sí, guárdame aquí el equipaje. Mientras no encuentre un buen pisito me instalaré en ese hotel que hay al final de la calle, pero prefiero dejar aquí las maletas.

—Si son sólo unos días puedes quedarte aquí, papá.

—Ya hablaremos de eso más tarde. Hay muchas cosas que quiero hacer hoy.

 

Finalmente ha llegado mi padre ha casa. Cerca de medianoche. Ha llamado desde el interfono y he bajado a abrirle la puerta. Ahora está acostado en la habitación de los huéspedes, roncando sonoramente. ¡Pobre hombre! Creo que su regreso a casa no le ha sentado bien. Confío que lo de esta noche sea tan sólo un jet lag emocional y no vuelva a repetirlo. La verdad, puedo entenderlo. Todo lo que le ha ocurrido hoy es demasiado para asimilarlo de un golpe.

Recuerdo el sobresalto que he tenido cuando, al abrir la puerta de la calle, le he visto allá fuera, a la luz amarillenta de la farola. ¿Dónde había quedado el feliz caballero que había estado esta misma mañana en casa? Lo que ahora tenía frente a mí era la imagen de la desolación. Despeinado, con las ropas medio desabrochadas, los ojos llorosos, y como encogido por el peso de la tristeza o la decepción. El pobre anciano me ha dado mucha pena. Hemos tomado el ascensor, pues no le he visto en condiciones de remontar los veinte escalones que llevan al descansillo de casa.

Hemos entrado y le he llevado a la sala. Allí le hemos sentado en una butaca, y cuando nos ha tenido sentados frente a él, nos ha mirado a los tres, a mi esposa, a mi hijo y a mí y nos ha explicado lo que había hecho durante el día.

—Saber lo de mamá me supuso un disgusto, la verdad. Pero pensé que era ley de vida y que a mí me quedaría el recuerdo de los buenos años que pase con ella y con vosotros, tus hermanos y tú, Paco. Te confieso que si algo me arrastró de vuelta fue el deseo de volver a ver algunos lugares y rincones de mi infancia y mi juventud. En cuanto quedé viudo se despertó en mí ese tremendo anhelo. Presentí que me quedaban pocos años de vida y no quise dejar de visitar de nuevo los añorados rincones que habían sido el escenario de tantos y tan buenos recuerdos. Por eso, y también por la posibilidad de volver a estar con mamá y con vosotros, cancelé todos mis asuntos, traspasé mi dinero y vendí mi casa y la mayoría de mis pertenencias, excepto unas cuantas cosas que guardé en un contenedor que llegará un día de estos por vía marina. Dame un vaso de agua, hijo… gracias.

Aunque ella ya no estuviese allí, quise visitar la casita donde vivimos varios años juntos tu madre y yo. Aquella bonita casa de una planta con jardín, a pocos metros de la avenida por la que pasaban aquellos tranvías de color rojo. ¡Cuántas veces llegué colgado del estribo para bajar de un salto aprovechando que la curva frente a casa les hacía aminorar la marcha!

—Pero papá, de eso hace mucho tiempo. Aquel barrio ha cambiado mucho.

—¡Ya lo creo! Por dios, ¿cómo fue que nuestra casita se convirtió en un bloque gris de apartamentos? ¿Y qué se hizo del jardincito?

—Cuando nos hicimos mayores y nos independizamos, a mamá le hicieron una oferta. Ella vivió los últimos años en uno de los pisos del bloque. Y  la constructora se comió el jardín, pues limitándose a respetar la acera ganaban en metros edificables.

— ¡Fue como si me arrancasen un trozo de mi vida! Esperaba ver la casita y el jardín y escuchar el sonido del tranvía, y me encuentro aquel monstruo de cemento y una avenida asfaltada con un tráfico infernal. ¡Y ni rastro de las vías del tranvía! ¡Se lo han cargado!

—Con la densidad de vehículos que pasan por allí se había convertido en un estorbo obsoleto, papá.

—Quizá. Pero a mí me gustaba… Desengañado, me alejé de aquel lugar y me dirigí a otro sitió que me hacía mucha ilusión volver a ver. Recuerdo que cuando os llevaba de pequeños en coche al colegio, al pasar por aquella esquina miraba hacia aquella pequeña Maternidad, situada en las afueras, y pensaba “¡Aquí nací yo!”.

—Pero papá, no me digas…

—Sí, te digo. Me hacía ilusión ver el lugar donde nací, ver la pequeña Clínica del Doctor Schmidt, el pequeño edificio blanco con la escalinata de mármol de la entrada principal. Y… ¡Dios mío! ¿Es que todo el mundo se ha vuelto loco en esta ciudad? En vez de la clínica y sus jardines encontré un bloque de viviendas. Pero  no sencillo como aquel en que vivía vuestra madre, no. ¡Un monstruo de diez plantas, con los bajos llenos de horribles escaparates!¿Qué se ha hecho de mis orígenes? ¡Es cómo quedar huérfano! ¡Perdí mis raíces, hijo!

—Créame que lo sentimos, de verdad.

—Gracias, muchacha. Pero no podéis haceros idea del disgusto que tuve. Vine acá con tanta ilusión, esperando ver esos lugares, y ¿qué encuentro? Frío hormigón y cemento gris.

Pero no penséis que acabó aquí mi desencanto. No. Otro lugar que recordaba con especial cariño es el colegio de doña Gertrudis, donde aprendí mis primeras letras. Con un mal pálpito me dirigí hacia la calle Esperanza, y comencé a buscar el número catorce. Y el mal pálpito resulto justificado. El parvulario no existe. Como un nuevo despropósito, mi antiguo colegio se transformó en un taller de mecánica del automóvil, junto a las oficinas de un concesionario Nissan.

¿Qué quedaba de mis recuerdos? ¡Caramba, me quedaba “El rincón de Becker”, con sus barriles vacíos a modo de mesas, y sus grandes barricas de vino al fondo, con sus  bocatas, sus aceitunas, sus boquerones en vinagre y sus berberechos! Pensé que Matías no estaría al frente  del negocio, pero es posible que alguno de sus dos hijos siguiese llevando las riendas de aquel simpático garito.

—No me suena esa bodega en el barrio. ¿Encontraste a alguno de sus hijos?

—¡No, maldita sea¡ Como en una mala versión de una canción del Sabina, en lugar de aquel entrañable rincón con olor a vino lo que encontré fue una oficina del banco Bilbao Vizcaya! ¡Dios mío, que han hecho con mi pasado, que han hecho con mis recuerdos…!

—Pero papá, te quedan otras cosas. Tienes una familia, unos hijos, unos nietos… toma un poco más de agua.

Al acercarme a mi padre note algo que me había pasado desapercibido, pero que explicaba cierta torpeza en sus palabras y el extraño brillo de sus ojos. ¡Mi padre olía a vino! Yo sabía que de joven había estado a punto de tener disgustos por su afición a la bebida. Pero sabía también que había logrado dejarla definitivamente y nunca, en los años que vivimos con él, le habíamos visto bebido.

—¡Papá! ¡Te huele el aliento! ¡Por dios, no me digas que ha vuelto a beber!

Llegado este punto, mi pobre padre no pudo aguantar más y rompiendo a llorar me contestó.

—¡No lo pude evitar! Después de ver lo que había ocurrido con mi casa, la clínica, el parvulario y la bodega, sólo me falto ver el desaguisado que han hecho en la ermita en que nos casamos tu madre y yo hace años. ¡Algún moderno de esos que se creen que le pueden corregir la plana al románico y al gótico! Luego encontré un pequeño bar cerca de aquí. Entré y… no pude más. Pedí una botella de vino tinto y un vaso… luego otra… y no pude seguir pues cerraron y me echaron a la calle. Lo siento, hijo. Sí, he vuelto a beber.

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  • 10 de Abril de 2014 a las 1:57

Las dos orillas

A hijuemil metros de altura y divisando la costa atlántica por la ventanilla me afligí por haber dejado pasar tanto tiempo sin regresar. Nunca encontré el momento oportuno: el trabajo, la escasez de medios económicos que tantas veces me obligó a deshacer los planes… Pero sobre todo el miedo, la vergüenza y las pocas ganas de dar explicaciones. «El año que viene me regreso, papá». Así, año tras año, durante demasiado tiempo. Me había acostumbrado a sus peroratas y ellos tanto o más a mis excusas. «La señoritinga ya no quiere estar con los pobres», me decían con sorna desde el otro lado de la línea cada vez que llamaba a la casa para saber de ellos. Yo perdonaba sus pendejadas porque me gratificaba escuchar la musicalidad de ese fraseo familiar que tanto echaba de menos. Pero dos días antes de mi viaje mi hermano Gustavo sonó demasiado serio para ser él y adiviné que algo ocurría: papá enfermó.

Ni siquiera avisé de mi llegada. Me planté en el aeropuerto con una maletica y un revoltijo de ropa en su interior, y unas horas más tardes la brisa del Caribe saludaba mi rostro, como cuando íbamos de comida familiar los fines de semana a Bahía Concha, para escapar del bullicio turístico de Santa Marta. Papá y yo agarrábamos dos cañas andrajosas y nos poníamos a pescar desde la orilla. Él decía que yo era la única que tenía paciencia para aprender. A la única a la que podía enseñar. Yo observaba a los demás con envidia mientras bailaban salsa, a sabiendas de que el único pez que picaría el anzuelo en aquellas tardes dominicales sería yo con las historias que él me relataba durante la espera. Después todo cambió. Crecí. O él se hizo mayor. Aunque siempre tuvo esa manera de pensar tan suya. Tan de «aquí mando yo». Tan de «tú no sabes lo que te conviene porque siempre serás mi niñita». Pero la niñita tenía carácter. Lo heredé de él.

Llegué pronto al Rodaero, desde Barranquilla, y eché la vista al Cerro Ziruma. Tras él Santa Marta se vería preciosa. Mucho más moderna. Con relucientes edificios que «se alzaban hasta al cielo». Eso me decían mis hermanos y no mintieron. Unos minutos callejeando lo certificaron. Otros pocos más y la casa apareció frente a mis ojos. María, una negrita chocoana que contrataron mis hermanos al morir mamá, salió a recibirme y me vi engullida por su abrazo.

-¡La niña Gloria! ¡Ay, Dios Bendito! ¡La niña Gloria se regresó! -dijo sin parar de besarme-. Sus hermanos no volvieron todavía de trabajar, pero su papá está en la casa.

Los recuerdos se mezclaron con el olor a pandebono recién hecho y cerré los ojos para disfrutarlo. Cuando los abrí de nuevo mi padre bajaba por las escaleras, alarmado tras escuchar el júbilo de María.

-Hola, papá. Perdóname por no avisar de mi llegada –acerté a decirle. Él me miró como sólo miran los vencidos y el tiempo se detuvo para los dos. Los ojos se le enrojecieron; a mí el alma.

-Se te borró hasta el acento, hija –me dijo antes de abrazarme. Esbozó sólo media sonrisa. Como si hasta entonces no hubiera tomado conciencia plena de mi ausencia. Como si yo no hubiera reparado nunca en su penar.

Se le veía bien. Mucho mejor de lo que esperaba. Quizá no estuviera tan enfermo. «Quizá mis hermanos sólo me han gastado una broma desagradable», pensé. Pero pronto empezaron las toses. Pronto tronaron sus interminables carraspeos y María le ayudó a sentarse en el sofá de la sala grande. Yo le acompañé a su diestra, bajo el retrato de mamá.

-Sois igualitas –dijo mi padre al darse cuenta de mi ubicación -. ¿Qué edad tienes ya? ¿30…? ¿32 años?

-34, papá.

El cabeceó hundiendo la vista en sus recuerdos. Debió pensar que, a mi edad, mamá ya había criado a tres niños y yo seguía soltera; pero no lo dijo.

-¿Qué tal por España, Gloria? Oí que están teniendo problemas con el dinero. Aquí, sin embargo, la economía crece todos los años –los ojos se le iluminaban cada vez que me sonreía; aunque entremezclara sus mimos con dardos envenenados. Yo los encajaba estoicamente.

-Estoy bien, papá. En el periódico me tienen en mucha estima. Estoy muy bien mirada.

Un pequeño yorkshire se aproximó a olisquearme atraído por los pandebonos que nos había acercado María hasta la sala.

-¿Y éste quién es? –pregunté a mi padre.

-Se llama Bruno. Uno más de la familia desde que tu hermano Gustavo se lo regalara a una de sus últimas novias y ella no lo aceptara. No le debió perdonar, porque el perro sigue por aquí –papá comenzó a acariciarlo con frenesí-. ¿Sabes? Es un buen pescador. Cuando vamos a Bahía Concha se queda junto a mí dándome compañía. Aunque últimamente ya no vamos mucho –se lamentó-. Tus hermanos andan muy ocupados con sus cosas.

-¿Y por qué no van mañana? -dijo María mientras nos servía un café.

-Me parece muy buena idea, papá. Hablaré con “Gus” y con Alfredo.

-Tal vez –dijo encogiéndose de hombros. Le intuí alegría, pero un nuevo acceso de tos la alejó de su rostro.

�A la mañana siguiente, “Gus” nos llevó a todos a Bahía concha. María llevaba en la parte de atrás una enorme perola con sancocho de pescado. Papá viajaba delante con Bruno en su regazo. Yo me la pasé todo el camino escuchando a la nueva novia de mi hermano: una modelo venezolana de interminables piernas.

Cuando llegamos, la playa estaba llena como si fuera año nuevo. A mí acudieron a saludarme tíos y primos y también sobrinos de cuya existencia sólo sabía por algunas fotos de internet, pero mi hermano Alfredo se limitó a mirarnos pensativo y con gesto serio. Los niños jugaron toda la mañana desperdigados correteando por la arena mientras los mayores nos poníamos al día de nuestras vidas: risas, la música de Joe Arroyo y cotilleos sobre la última conquista de mi hermano “Gus” animaron esas horas. A mediodía, María repartió su famoso sancocho para algarabía de todos; la chocoana presumía, con razón, de ser la más reputada cocinera de la zona.

Después de la comida, mi hermano Alfredo hizo un aparte conmigo y me alejo unos metros del bullicio para hablar. “Gus” se nos unió poco después.

-Papá está muy enfermo –me dijo.

-“Gus”, me lo contó. Por eso vine.

-O sea, que si no hubiera sido por eso ni siquiera estarías aquí. Tienes dos hermanos, Gloria. Mis hijos ni siquiera te conocían…

-Lo sé, lo sé… He estado ocupada…

-¿Tú crees que puedes venir así como así como si tal cosa, Gloria? Han pasado 15 años. ¡15!

-Alfredo…

-¡Déjame, “Gus”! ¿Ocupada dices? Siempre has pensado en ti y en nadie más, Gloria. Te marchaste a estudiar a Europa y “Gus” y yo respetamos tu decisión, pero para nosotros no fue nada fácil, ¿sabes?

-Alfredo, déjalo ya…

-Nos hicimos cargo del negocio y de la casa. Papá no ha sido el mismo desde que murió mamá. Y tú te fuiste. Eras su «niñita» y te fuiste. Él nunca entendió por qué, aunque no te lo dijera. Tú querías hacer tu vida. Es muy respetable, Gloria, pero sólo pensaste en ti. ¿Ahora regresas y pretendes que actuemos con «naturalidad»?

-¡Alfredo! ¡Para ya!

-¿Qué pasa, “Gus”? ¿Acaso te parece bien lo que hizo la “españolita”? ¿Por qué te pones de su parte?

Me llamaba “la españolita”. Como si fuera un navío de esos que recorría los mares en tiempos de la Conquista de América. Y no me gustaba. Ni de allí ni de aquí; ni de allá ni de acá. En el limbo de los apátridas y proscritos. «Ciudadana del mundo», en horas altas; «Vagabunda en el exilio», en las bajas.

Abrí mi cartera y saqué una foto de su interior para dársela a Alfredo. Supe que él lo entendió todo cuando las arrugas de enfado de su frente desaparecieron.

-¿Tú…? ¿Lo sabías? –le preguntó a “Gus”.

-No, hasta hace dos años. Me hizo prometer que no diría nada.

-¿Y papá?

-No. Papá no lo sabe –le expliqué-. Por eso no podía regresar. Quería hacerlo. Muchas veces he tenido los pasajes en la mano y en el último momento me arrepentí. Me dio vergüenza. Aún ahora me la sigue dando.

-Le queda poco tiempo… -me advirtió él devolviéndome la foto.

Asentí y me alejé de ellos en dirección a mi padre. Caña en mano, miraba el océano mientras el perro saltaba a su alrededor jugueteando. Se giró y sonrió al sentirme llegar. Yo le correspondí.

-Os he escuchado pelear. Parece que no hubiera pasado el tiempo. “Gus” y tú siempre hicisteis buenas migas, pero con Alfredo…

-No era nada importante, Papá. Ya sabes que Alfredo es tan intenso como solía serlo mamá.

-Y tú tan cabezota como tu padre, ¿verdad? –los dos reímos.

-Papá…

-Dime, hija.

-En unos días me regreso a España.

-¿Tan pronto? Pensé que estarías más tiempo –dijo sin disimular su fastidio.

-Tengo asuntos que atender en España, pero volveré en unos meses. Cuando allá sea verano y tengamos vacaciones.

-Está bien, mi niña.

-Pero, papá… no vendré sola –dije sin apenas mirarle mientras sostenía la foto entre mis manos. Él sonrió sin sorprenderse.

-¿Y cómo se llama el afortunado? –preguntó. Yo le entregué la foto para que la viera.

-Se llama Gloria como yo. En julio cumplirá los 15.

Recibí un único beso en la frente, como cuando me arropaba por las noches cuando era niña. Me supo a un millón de arrumacos. A un océano de abrazos que llegaron con retraso.

El perro se alejó correteando entre las dunas hacia una curiosa formación de arena frente a las rocas, al este del faro, donde la marea descubría con prisa un pequeño islote. El oleaje barría de izquierda a derecha, y viceversa, creando alargados y concéntricos anillos; cincelando escaleras, con destino a ninguna parte, que obligaban al paseante que las recorría a preguntarse si subía o bajaba. Sin más compañía que el sonido de las olas golpeando la orilla con insistencia, saludamos la costa que nos recordó que también había vida al otro lado del mar.

zarax
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  • 10 de Abril de 2014 a las 23:55

Y colorín colorado doy este sitio por clausurado.