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elcubo
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2ª EDICIÓN DEL TALLER DE RELATOS - Tema TEMOR - RELATOS

14 de Abril de 2014 a las 16:32

Podéis ir incorporando relatos desde hoy hasta el día 01/05/2014 a las 22:00 hora española (con el usuario CONCURSODERELATOSBUBOK).

Aquellos que no seáis habituales del taller/concurso, por favor, poneos en contacto privado conmigo mediante mensaje y os resolveré las dudas que tengáis.
Igualmente podéis utilizar, como medio de comunicación, el hilo de COMENTARIOS que acabo de abrir.

temor.
(Del lat. timor, -ōris).
1. m. Pasión del ánimo, que hace huir o rehusar aquello que se considera dañoso, arriesgado o peligroso.
2. m. Presunción o sospecha.
3. m. Recelo de un daño futuro.
4. m. germ. Cárcel de presos.
~ de Dios.
1. m. Miedo reverencial y respetuoso que se debe tener a Dios. Es uno de los dones del Espíritu Santo.

concursoderelatos
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  • 19 de Abril de 2014 a las 13:16

SOBRE EL TEMOR DE DIOS

Don Ignacio de la Sierra se dio la vuelta y acercándose al encerado, escribió:

“SOBRE EL TEMOR DE DIOS”. Luego, miró a sus oyentes.

—De nuevo, aquellos de vosotros que busquéis el conocimiento, nos encontraremos aquí la próxima semana, el martes a las diez. Este será nuestro tema a discutir. Solo les ruego que de estar interesados en participar en la discusión, se preparen, pues, dentro de la Teología, este que vamos a tratar es uno de los puntos fundamentales del verdadero conocimiento  —les miró a todos y sonrió—. Buenos días.

Todos fueron saliendo entre rumores y cuchicheos, pero Alberto, sentado en su silla, se mantuvo en espera de que saliesen. Cuando solo quedaban don Ignacio y él en el aula, se levantó y se acercó al catedrático.

—Perdone don Ignacio, pero necesitaba hacerle alguna pregunta.

—¿Por qué no durante la clase?

—Porque me surge al ver escrito en el encerado el próximo tema a tratar.

—¿Y no le sería más practico preparar el tema antes y, el próximo martes, hablamos detalladamente de sus dudas?

—Porque no tengo dudas, señor —al oírle, el catedrático dejó su maletín sobre la mesa y le miró sorprendido.

—¿Ya ha preparado este temario?

—No necesito hacerlo, sabía que el tema saldría algún día y solo he esperado a que así sea. Usted sabe de mi agnosticismo, que algunos llaman exacerbado, yo lo considero profundamente razonado y apoyado en el conocimiento, de ahí mi interés en preguntarle algo.

Don Ignacio le miró mientras pensaba. Luego miró su reloj y…

—De acuerdo, Alberto, contestaré a tu pregunta, pero solo a una, pues no tengo suficiente tiempo para más.

—Gracias, señor. Bien; solo quisiera saber si el tema tratará exclusivamente del temor de Dios como único camino para el conocimiento, o conlleva la segunda versión del “temor a Dios”. Es porque si piensa usted cubrir ambas versiones, entonces no asistiré a su clase, no me interesa, ya que al considerarme  agnóstico no puedo temer a aquello que para mí no existe.

Antes de contestar, Don Ignacio sonrió de nuevo; se volvió hacia la mesa y cogió su maletín. Se dirigió hacia la puerta y llegando a ella, se volvió.

—Hijo, solo hablaré y discutiré sobre el Temor de Dios, ya que “temer a Dios” no es un tema de Teología. Pero, si asistes, ven bien preparado, ya que el tema será muy intenso y quizás algo complejo para algunos de vosotros —sin dar opción a más diálogo, salió del aula, dando por terminada la conversación.

La semana fue intensa en estudios y preparación. Todos los alumnos de don Ignacio conocían de su fama como gran filósofo y hombre de profundos conocimientos. Por su lado, Alberto era un perenne estudiante de Filosofía, con demasiados años de Universidad; por la Facultad corría la voz de que pertenecía a una extraña logia  filosófica pero, lo que más les llamaba la atención, era la “leyenda urbana” de sus poderes mentales, que solo afloraban cuando estaba al límite de sus conocimientos, cuando le provocaban hasta ponerlo entre la espada y la pared; decían que cualquier cosa podría ocurrir.

Dos días estuvieron preparando el tema Alberto y dos de sus amigos. Estaban muy interesados, tanto en poner en evidencia las contundentes conclusiones filosóficas de don Ignacio, como en presionarle filosófica y razonadamente para ver si lo llevaban hasta el límite.

Finalmente la clase comenzó.

—Y como nos especifica san Basilio, “o se es esclavo, o mercenario, o hijo.”  Pero debemos sacar nuestras propias conclusiones de todo lo expuesto, no nos vale la deducción, por muy razonada que sea,  que hayan podido sacar otras mentes, por muy filósofos y eruditos que hubieran podido ser. Son nuestras propias conclusiones las que nos llevarán a la verdad, al conocimiento y, por tanto, a la sabiduría.

Terminada su intervención, don Ignacio se sentó en el borde de la mesa, mientras esperaba preguntas o intervenciones. 

—En toda su filosófica pero nada razonada exposición —intervino de inmediato Alberto—, nos habla de Dios, como objetivo final de su Teología, sin embargo, entiendo que es necesario partir de una obligada premisa para poder “digerir” toda esa argumentación, señor: Es necesario aceptar la existencia de un Dios creador para seguir ese teórico razonamiento. ¿Y si esa premisa fuera falsa? Dios no existe porque existe, sino porque, según usted y su filosofía, sin su existencia toda su argumentación se vendría al suelo.

—Explíquese algo mejor, Alberto. Quizás yo le haya entendido, pero observo que muchos de sus compañeros se miran extrañados ante sus palabras. Por favor.

—Por supuesto. Recuerden todos a Leibniz y su conocida Teodisea. Él no buscaba dar explicación a un Dios creador, sino demostrar, por la conocida teoría del bien y el mal, que el Dios en el que todos creen es un error de concepto. Dios no es bueno, ni malo. Dios es la contraprestación de la bondad a la maldad existente, lo cual es un absoluto absurdo, ya que si Dios es ese ente que todos definen como la energía pura que todo lo inunda, en su presencia nunca podría existir el mal, pues va en contra de su propia existencia. Sin embargo, don Ignacio, el mal existe. ¿Está de acuerdo?

Después de unos segundos de silencio generalizado, las cabezas de los asistentes comenzaron a asentir.

—Creo que comete un pequeño error de razonamiento, Alberto. El mal existe, efectivamente, pero es una consecuencia de la libertad que Dios le ha dado a los seres que ha creado.

—Otra falsedad filosófica, puesto que si así fuere, ese mal siempre estaría controlado por el bien que lo permite; entonces, no existiría esa libertad de la que habla. No, señor, el mal existe y es incuestionable pues somos responsables de parte de su existencia, ya que somos malos; por tanto, ese mal conforma la propia naturaleza de su Dios.

A medida que avanzaba en su razonamiento filosófico, la cara de don Ignacio se rigidizaba y sus ojos cambiaban de expresión, haciéndose la mirada más severa e hiriente. Fue a intervenir cuando Alberto sintió cierta presión en su pierna. Miró a su compañero de mesa; se intercambiaron miradas y, asintiendo, volvió a mirar a don Ignacio.

—Perdone, señor, aún no he terminado. El problema no es que Dios sea bueno y malo al mismo tiempo, sino que la bondad y la maldad no existen en su pensamiento, ya que son soluciones que el ser humano da a nuestro comportamiento. Es el ser humano el que según una acción pueda provocar malestar o daño al resto de los humanos, la defina como acción mala. Y al contrario para la bondad. Si esto es así y entiendo que nadie puede demostrarme lo contrario, al no existir la bondad en Dios, le desaparece ante mi razonamiento una de sus bases fundamentales de existencia, por lo que creo que Dios no existe —y Alberto extendió su mano hacia el catedrático, cediéndole la palabra. Este, antes de hablar, paseó por el estrado unos momentos. Andaba algo nervioso, ya que llevando sus manos en la espalda, las movía continuamente. Se acercó al encerado, tomó tiza y fue a escribir, pero, pensándolo mejor, tiró la tiza al suelo y se volvió.

—Interesante forma de razonar la no existencia de Dios, pero, Alberto, me gustaría preguntarle y que usted me contestase con absoluta sinceridad. ¿Realmente cree que Dios no existe porque en él no se pueden dar el bien y el mal al mismo tiempo? ¿Qué impedimento puede haber en el Universo creado que se lo prohíba?

—Le contestaré con una pregunta que se hizo Leibniz. ¿Qué sentido teológico tienen el bien y el mal? Y en ese estado de duda, le pregunto, ¿qué sentido teológico tienen la existencia, la vida, nosotros…? Ninguno, señor, porque somos porque nos reconocemos, como reconocemos todo lo que existe, pero no hemos necesitado ser creados. Somos la consecuencia de una evolución caótica que ni siquiera es capaz de seguir unas determinadas reglas de comportamiento. Quien quiera ver una mano pensante detrás de todo esto es porque lo necesita, no porque sea razonablemente lógico y necesario.

—Luego, según su filosofía, todo es porque nuestra mente lo reconoce; lo que nos llevaría a la conclusión de que somos el propio Dios de nuestro Universo. Mucho poder le da usted a su “mente divina”. ¿Por qué no nos hace una pequeña demostración de ese poder que cree disfrutar?

—¿Aquí? ¿Ahora? ¿Está usted seguro? Yo no me responsabilizo de las consecuencias.

—Alberto, déjalo, no entres en ese juego de don Ignacio —le recomendó su amigo.

—Pero… —don Ignacio le miraba atónito—, ¿acaso va usted a tener la osadía, mejor, la soberbia, de intentar demostrarnos a todos sus poderes mentales? Ya me gustaría sufrir sobre mí mismo esa divinidad que lleva dentro. Yo le animo a hacernos una demostración —y don Ignacio se quedó mirándole retadoramente, mientras ponía sus brazos en posición provocadora.

—A su entera disposición, señor —dicho lo anterior, Alberto se puso en pie, miró fijamente a su catedrático durante más de un minuto y al poco, sonriendo, se sentó.

Después de un corto silencio, un murmullo se oyó por todo el aula, hasta que al final, otro de los alumnos intervino.

—¡Fantástica demostración, Alberto! Ahora nos gustaría que nos explicases qué has hecho.

—Mejor que lo haga don Ignacio —todos miraron al catedrático que en ese momento comenzaba a mover enérgicamente su cabeza y brazos. Todos vieron cómo se llevaba ambas manos a la garganta, hasta que, volviéndose hacia el encerado escribió:

“NO PUEDO PRONUNCIAR PALABRA. ALGO EN LA GARGANTA… y, después de unos segundos de duda, se volvió mirando a Alberto con ojos incrédulos.

concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 20 de Abril de 2014 a las 17:13

Duelo de honor y miedo

 

 

Don Pedro terminaba de ponerse la sobrevesta cuando reparó en que la cortinilla de su aposento se movía.

 —¿Quién vive? —preguntó al tiempo que su criado le acercaba la espada de forma apresurada.

             —Uno al que tuvisteis como amigo y que se sigue considerando a sí mismo como tal. —La cortina se desplazó hacia un lado por completo dejando ver la figura de quien tales palabras había pronunciado.

             —¡Don Álvaro! ¿Cómo osáis…?

            Don Pedro levantó su espada sin descifrar aún si correspondía atacar o defenderse. Su criado se interpuso entre los dos empuñando una daga que, sin lugar a dudas, anunciaba que se clavaría en el pecho de Don Álvaro si éste se atrevía a arremeter contra su señor.

             —Calmaos. Por Dios os lo pido —dijo el visitante alzando su mano en son de paz—. Ved que vengo sin vestir aún las ropas de la contienda y que no hay pliegue en el que pueda ocultar un arma traidora con la que atacaros de forma deshonrosa.

            —¿Qué hacéis aquí, pues? —Don Pedro, bajando su espada, hizo un gesto a su criado para que envainara la daga y se retirara a un rincón discreto. El vasallo obedeció sin dejar de vigilar la seguridad de su amo.

             —Vengo a hablar con mi amigo, mi hermano, el hijo que hubiera querido tener, el padre protector que siempre miró por mi bien… en definitiva, vengo a hablar con vos.

             —Vive Dios que, o estáis borracho o alguna bruja os ha hechizado de tal modo que habéis perdido el tino. ¿O es que acaso vuestro deshonor alcanza tal altura que pretendéis venir a suplicar clemencia?

             —Don Pedro… no tentéis al destino. Vengo a hablar como amigo, pero si seguís poniendo en duda mi honor, por Santiago que no miraré que aún no es la hora fijada para nuestro encuentro y aquí mismo, sin armas y con mis propias manos, os daré muerte sin miramiento alguno.

            El criado se incorporó como un resorte. Frenó en seco al ver que la mano de su señor le daba el alto.

             —Por la amistad que hasta ayer, en la hora maldita, nos unió, os concedo que habléis conmigo. Pero sed presto, pues ni creo que me interesen vuestras palabras ni que el destino escrito por Nuestro Señor, para hacer prevalecer la verdad y salvar el honor de mi hermana, pueda sufrir cambio alguno. Moriréis porque  Dios y la razón les darán fuerza a mi brazo y a mi espada.

             —Moriré, eso lo sé. —Don Álvaro tomó asiento e invitó a su contrincante a que hiciera lo mismo a su lado—. Pero no por las razones que decís ni antes de haberme confiado a vos para haceros conocer la verdad. Lo cierto es que moriré porque tengo miedo.

             —¿Reconocéis vuestra cobardía? Me conocéis poco si pensáis que este comportamiento mezquino que mostráis moverá mi ánimo hacia la debilidad concediendo un perdón que mancharía el nombre de mis antepasados y el de mis herederos, además del mío propio.

             —No, Don Pedro. No pretendo mudar vuestra determinación. Sé que vuestro propio miedo os lo impediría del mismo modo que el mío me obliga a morir.

             —¡Sucio rufián! —gritó dando una fuerte patada al suelo—. ¿Habéis venido a insultarme?

             —Ha mostraros la verdad. Y calmaos, os lo suplico. Muchacho —dirigiéndose al criado que seguía atento los acontecimientos—, trae un poco de vino para que tu señor temple algo su genio y a mí no se me seque la garganta mientras hablo.

            Don Pedro asintió con la cabeza y el chico salió veloz a cumplir lo mandado.

             —Lo cierto, Don Pedro, es que vuestra “dulce e inocente” hermana me juró lealtad y amor eternos hace ya más de dos años. Por favor, retened vuestro ímpetu y escuchad —recomendó al ver que de nuevo el suelo era pateado—. Nos enamoramos y, teniendo yo que partir –junto a vos, lo recordaréis- a defender el castillo de Don Hernando del asedio al que estaba sometido, ante la imagen de Nuestra Señora, en la capilla de la casa de vuestros padres, nos desposamos ante Dios teniendo como únicos testigos a Jesucristo Nuestro Señor y a su Inmaculada Madre.

             —Testigos de alto rango los que habéis mencionado. Si es verdad lo que decís, darán su testimonio verdadero cuando nos enfrentemos y seré yo el que acabe besando la arena. Y… puesto que habéis dado vuestra muerte por segura -tanto como la doy yo, pues no doy crédito a vuestras palabas- no alcanzo a adivinar qué maniobra estáis urdiendo.

             El criado entró en ese momento y sirvió dos copas generosas de vino dejando la jarra al alcance de los caballeros. Regresó a su rincón sin hacer ruido.

             —Dios y su Santa Madre tienen asuntos más importantes de los que ocuparse. No será su testimonio, ni su juicio, el que tercie en nuestra lid. Como ya os he dicho, será mi miedo, doblegando a mi voluntad, el que determine el resultado de la contienda.

            »Como os decía, vuestra hermana y yo contrajimos sagrado matrimonio hace ya más de dos años. Guardamos el secreto sabedores de que no había estado bien tomar tal determinación sin haber solicitado la bendición de vuestro padre y, seguros de que llegado el momento, mediante vuestra mediación atendiendo a los estrechos lazos de amistad que nos unían, obtendríamos el permiso paternal que haría válido ante los hombres lo que ya lo era ante Dios, pusimos como fecha el día de hoy para solicitar su mano.

             —¿Por qué esperar tanto tiempo? Vuestra historia no se sostiene.

             —Porque hoy es mi cumpleaños y cumplo ya  los treinta y cinco. Con tanto ajetreo lo habéis olvidado, estoy seguro, pero será innegable que no tendré que ahondar mucho en vuestra memoria para que recordéis que en esta fecha pasa a mi dominio el palacio que en testamento me dejó mi buen tío el Arcipreste.

             —A fe mía que lo había olvidado y que estáis en lo cierto en ese asunto.

             —Aparte de mi valía como soldado y de mi honor, es la única hacienda que poseo. No quería presentarme ante vuestro padre como un mendigo necesitado de techo.

            »En este tiempo me llegaron rumores de que vuestra hermana había sido presentada a nuestro Rey y que a ambos les resultó agradable el conocimiento. También me dijeron, gente de palabra y en la que confío, que pasado ya un tiempo más que suficiente para mantener la compostura requerida, nuestro Rey había dado por terminado el luto por nuestra Reina, que Dios tenga en su gloria, y que estaba dispuesto a buscar digna consorte en cuya cabeza ceñir la regia corona.

             —¿Insinuáis…?

             —Aseguro. Vuestra hermana aceptó las cortesías de nuestro Rey olvidando el juramento que tenía conmigo. Quiere ser Reina.

            »Ayer en la mañana busqué la forma de hablar con ella a solas para que me desmintiera lo que yo, en ese momento, consideraba felonías de falsos amigos traidores. No hizo tal. Con desmanes airados me dio cita en su aposento pasada la hora de completas. Acudí aún crédulo de su inocencia. Mejor hubiera sido que me clavara un cuchillo en vez de hablarme como lo hizo y de obrar como después obró.

            »Admitió todas las habladurías como verdaderas. Acto seguido empezó a gritar, tal y como la escuchasteis, pidiendo auxilio y acusándome de intentar mancillar su virtud.

             —¿Por qué no hablasteis entonces?

             —¿Me hubieseis creído?

             —¡Voto a Dios….!¡No lo sé!

             —Y aun creyéndome… ¿teníais otra elección desemejante a la de retarme en duelo para limpiar el honor de vuestra familia?

             —¡Sí, darle muerte a ella!

             —¿Y admitir públicamente la impiedad y el deshonor de vuestra hermana?

             —Pero, si es verdad lo que decís… no entiendo por qué ella…

             —¿Me acusó en lugar de despreciarme sin más? Por la misma razón por la que vos me retasteis y mantendréis el reto una vez conocida la verdad; la misma por la que yo moriré dentro de pocas horas.

             —No entiendo.

             —Miedo, mi querido hermano. Miedo. Vuestra hermana teme que yo pueda denunciar en público su juramento incumplido y manchar así su nombre, y el de vuestra familia, haciéndose indigna a los ojos del Rey para sus propósitos. Vos teméis que vuestro honor y valentía quede en duda si no hacéis frente a lo que todos ven como escarnio sufrido. Y yo… poco importa si vivo o muero en esta querella; los gritos de vuestra hermana dejaron mi nombre ligado a la vejación sin quita posible.

            »Por eso doy mi muerte por segura, amigo; ni Dios ni la Santa Virgen podrán impedir que yo deje que me deis muerte cuando nos enfrentemos. No quiero una condena eterna por matar a un inocente al que amo –bien sabe el Santísimo que sois inocente y que os amo como sólo la sangre ama a su propia sangre-; y temo, más que nada, una vida en la que mi honor sea tan sólo un vago recuerdo del mejor bien que me legaron mis antepasados y que yo, por confiado y candoroso, no supe conservar.

             —Mas… si todo lo que referís es realidad… ¿qué oscuro resentimiento os ha traído a contármelo? ¿Queréis mi castigo eterno? Bien sabéis que si os diera muerte, sabiendo que no sois culpable, Dios no me lo perdonaría. ¡Hablad!

             —He venido a perdonaros y a aseguraros que, hasta que la muerte os alcance, incluso después si fuere necesario, no dejaré de interceder por vos ante Dios Nuestro Señor para que no tenga en cuenta este pecado que no os queda más remedio que cometer.

            »Brindad conmigo, Don Pedro, mi hermano, mi hijo, mi padre, mi amigo… Brindemos por el temor que nos llevará a enfrentarnos en breve y que nos unirá, como siameses, en el Juicio Final ante Dios.

 

             

      

concursoderelatos
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  • 21 de Abril de 2014 a las 11:33
Mi familia dice que soy hipocondríaca

     No siempre somos conscientes de lo mucho que influirán en nuestras vidas las pequeñas cosas que nos suceden. Yo no me di cuenta hasta que fui mayor y para entonces ya estaba tocada y hundida como un acorazado en el juego de los barcos.
     
     Yo era una niña tímida y soñadora, hija única en una casa feliz. Mi padre era un hombre alto, moreno y muy guapo, parecía imposible que hubiera algo en él que no fuera perfecto. Yo era su niña y cualquier cosa que él dijera a mí me parecía la Biblia. Un día sucedió algo y me di cuenta de que ni siquiera él era perfecto. Cuando volví del colegio me enteré de que le habían llevado al hospital y por eso estaba en casa sentado en su sofá favorito, pálido y con su hermosa sonrisa apagada, los ojos empañados por un extraño velo que antes no estaba allí.
     
      El resto fue sucediendo a medida que pasaba el tiempo, el corazón de mi padre no iba bien y así su vida se transformó en otra muy diferente. Dejamos de juguetear por la casa y de salir al campo a recorrer caminos entre pinos, hayedos y rocas blancas. Había temporadas en que parecía que iba a volver a ser el mismo de siempre. En esos días me tomaba de la mano y me acompañaba al colegio, para luego acudir a su trabajo y yo era la niña más feliz del mundo.
    
      El primer día en que vi a mi padre auténticamente grave yo tendría unos quince años, me iba bien en el colegio y tenía muchos amigos. No pensaba en nada más que en pasármelo bien, arreglarme para gustarme y gustar a los chicos y en estudiar para aprobar y poder disfrutar de las vacaciones. Llevábamos una buena racha en casa y los médicos y practicantes casi se me habían olvidado. Estaba jugando en la plaza junto a casa cuando me llamaron. Subí corriendo al piso, mi madre lloraba y yo tuve que ir corriendo a la Iglesia a buscar a un cura cuando el médico dijo que seguramente no resistiría mucho. Pero sí resistió. Y mi padre se transformó en otro al que no reconocía. Sentado en su butaca apenas podía moverse, estrechez mitral, le habían dicho, algo que hoy es perfectamente controlable, en aquel tiempo era mortal ya que no había cirugía para controlarlo, al menos en España.
     
     Veía a mi madre continuamente preocupada, mirándole a la cara temiendo que en cualquier momento fuera a quedarse muerto. El se daba cuenta de que todos vivíamos pendientes de él, aunque nosotros creíamos que lo disimulábamos. Durante un tiempo su carácter se hizo violento y resentido, era muy joven y no quería estar enfermo y se volvía contra nosotros porque, siendo jóvenes como éramos, nos reíamos o metíamos ruido por la casa. Una mañana mamá lo encontró muerto al levantarse. Aún recuerdo su manera de llorar tan terrible, tan animal. Mi incredulidad y resentimiento porque nos dejaba solas y luego el dolor y la sensación de pérdida que aún conservo en el corazón.
    
      Me hice mayor, la vida siempre continua y los años hacen que todo se serene. Conseguimos salir adelante, mi madre mantuvo el negocio de la familia y yo empecé a trabajar en una oficina.  Cada mañana salía de casa, a menudo con el tiempo justo. Volaba por la calle para no llegar tarde y de pronto me paraba en medio de la acera preguntándome a dónde iba y sintiendo que el corazón me palpitaba muy fuerte, entonces me sentía perdida. A mí también va a pasarme, me decía asustada. Lo mismo me sucedía si íbamos al monte o si andábamos en bicicleta en verano. Yo controlaba a cuantos metros íbamos a subir en la montaña por si eran demasiados y eso al corazón no le iba bien. Se lo había escuchado decir a mi mamá cuando hablaba con mi padre. Otra cosa era lo de viajar en avión, no lo haría nunca, me había prometido. La sola idea me producía un enorme desasosiego. Y así, mis manías fueron en aumento sin que yo me diera cuenta de que se estaban convirtiendo en un problema que empezaba a afectar a mi vida. Para entonces había recorrido la consulta de varios médicos de diferentes especialidades, porque realmente no me sentía bien. Lo que al principio era solo aprensión se había convertido en algo enfermizo y obsesivo. No tenía nada, me decía el galeno de turno y yo me decía: este no tiene ni idea, no me entiende, iré a otro.
     
     Me casé, mi marido escuchaba mis temores, pero no les daba importancia. La mejor época para mí fue cuando nació mi hijo. No tenía tiempo para preocuparme por mí, ya no me dolía nada y era muy feliz. Pero entonces mis miedos los puse en él. Sufría porque podría pasarle algo, se enfermaría o se caería o podían raptarlo Y toda mi alegría volvió a transformarse en aquella angustia que había vivido conmigo siempre. Hablaba continuamente de enfermedades, de dolores y de miedos hasta que llegó un momento en que dejé de ser la mujer agradable que siempre había sido, o eso creía yo, y los amigos empezaron a espaciar sus llamadas. Yo era un problema, les hacía sufrir sin darme cuenta, les causaba preocupaciones y no hacía nada por remediarlo.
     
     Mi hijo creció en medio del cuidado excesivo y yo decidí que iba a volver a trabajar, a ver si así me distraía de aquella angustia constante por cosas que no pasaban y que pudieran no pasar nunca. Mi marido estuvo de acuerdo y yo diría que muy contento. Más tarde me di cuenta de que yo era una carga pesada para él y que le daba pocas treguas de alegría. Me vino bien volver a la oficina. En poco tiempo había recuperado mi puesto y mi jefe empezó a confiarme asuntos relevantes. Pensé que todo se acabaría el día que me dijo que debía acompañarle a Londres porque tenía una reunión importante y no hablaba demasiado bien inglés. Yo le haría de intérprete. Esto se acabó, me dije. No pensaba ni por lo más remoto viajar en avión.  Volvía a temblar como en los viejos tiempos, no podía pensar y sentía un sudor frío bajando por mi espalda. Lo comenté en familia y a todo el mundo le pareció muy bien que fuera. De esta, me dijeron, se te irán definitivamente todos los miedos.
     
     En mi vida me han temblado más las piernas, subía la escalerilla pensando que, de un momento a otro, iba a caerme. La boca oscura del avión quería engullirme y de nada me servía la sonrisa abierta de la azafata que nos esperaba. Sentada en mi asiento pensaba que luego tendría que volver de la misma manera, aún no nos habíamos ido y yo ya estaba pensando en volver. Todo fue bien y empezaba a relajarme diciéndome que era tonta, que no pasaba nada y hasta incluso era divertido. Mi jefe me miraba de reojo, sabía perfectamente lo que me pasaba. No faltaba mucho para llegar a Heathrow, cuando el cielo se puso negro y unas nubes espesas nos cubrieron. El avión empezó a dar botes y subía y bajaba como si fuera un tiovivo. Me agarré a los brazos de mi butaca, me puse el cinturón y me despedí de este mundo para siempre. Luego agarré a mi jefe de la mano y después del brazo, sin saber lo que hacía. Ya parará, me decía, pero no se calmaba. Cuando ya iniciábamos la maniobra de aproximamiento dimos dos brincos y todo el fuselaje pareció que iba a soltarse repentinamente. Entonces el corazón empezó a palpitarme a cientos de pulsaciones y yo empecé a gritar como una loca, quería levantarme, salir de allí, quería que aquel avión tomara tierra de una vez y se acabara todo aquello. Mi jefe me sujetaba con fuerza y yo le arañé en la cara y le mordí una mano.
     
     Hice el ridículo más grande así que para volver me tomé medio tubo de pastillas y acabé dormida. Mi jefe me dijo que no podría viajar con él en esas condiciones y me destinó a labores menos importantes. Mi marido acabó por confesarme que estaba muy cansado de todo aquello y mi hijo aseguró que no se podía vivir conmigo, que siempre estaba igual. Así que me fui a dar un paseo muy largo y pensé, estuve pensando mucho tiempo.
     
     Y aquí estoy, tumbada en este canapé, mirando al techo, contándole todo esto. Usted es psicólogo, espero que pueda ayudarme.

concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 23 de Abril de 2014 a las 18:15
Jacinto y los gitanos

Lo peor que nos ha pasado a los de mi generación es haber venido al mundo demasiado pronto, en un país que no lograba recuperarse del desastre de una guerra brutal. Nací en una pequeña aldea sin luz eléctrica, sin cuartos de baño, sin calefacción y casi sin más opciones alimenticias que patatas y berzas. Por las noches, cuando no nos alumbraba la luna, la aldea sólo daba señales de su existencia gracias a la débil llama de algún candil parpadeando detrás de una ventana, a los ladridos de algún perro o al ¡ijujú! de algún borracho saliendo del bar. Las estrechas callejas e incluso las inhóspitas viviendas, eran compartidas con las vacas, los cerdos y las gallinas. Algunos vecinos compartíamos también un retrete común en medio del campo; no tenía cisterna y tampoco tenía taza, no tenía más que la arena del suelo, pero estaba rodeado de unas hermosas retamas que nos resguardaban de las miradas indiscretas y disimulaban con su aroma nuestros eflubios. No, no, amigo, no es de Somalia de quien te hablo, es de la España campesina y tercermundista de los años cuarenta. Recuerdo que en una ocasión me encontré con una vecina en el retrete; yo entraba bajándome los pantalones y ella se disponía a salir subiéndose las bragas. Valga como disculpa de mi poca precaución, que yo era sólo un niño de nueve o diez años, bastante despistado  .
Los adultos nos inculcaban el miedo a la noche, contándonos historias de forasteros ladrones de niños, o de lobos hambrientos que se amparaban en la oscuridad para acercarse a la aldea. Pero más miedo que a los lobos teníamos a la Guardia civil, con sus tricornios y sus fusiles, desde aquel día que vinieron, de madrugada, con la intención de llevarse al padre de Jacinto. Éste logró esquivarles saltando por una ventana e internándose en el bosque. 
No volvimos a verle.
 Jacinto arrastró a lo largo de toda su vida sus miedos infantiles, a los que sumó alguno más que adquirió con los años. A lo que más miedo tenía era a los reptiles; daba igual si se trataba de una víbora, una culebra o un lagarto. Ya teníamos dieciséis o diecisiete años cuando Jacinto, en verano a pleno sol y a treinta y cinco grados centígrados, tenía que ir al prado a segar hierba y se calzaba unas botas de goma hasta la rodilla, por miedo a pisar una culebra y que le mordiera. Sus miedos, por excesivos, le convirtieron en víctima de las bromas de Pedro; bromas crueles como la del día que le metió, sin que le viera, una víbora de juguete dentro de la bota. Su reacción de pánico fue tal que al borde estuvo de un síncope. 
Pero un susto más espectacular aún que el de la víbora, había de llevarse Jacinto una tarde de aquel verano; susto en el que, por supuesto, no faltó la participación de Pedro:
Todo empezó con el gitano Antón, un gitano viejo, de oficio chatarrero, muy conocido, pues venía a menudo por la aldea, alternaba con los parroquianos en el bar y  cantaba por soleares. Aquella tarde, Pedro, Jacinto y yo, estábamos charlando delante de la puerta del bar; empezaba a anochecer cuando Antón llegó. Siempre venía solo, pero en esta ocasión llegó acompañado de otro gitano más joven, que parecía muy enfadado. Llevaban dentro cinco minutos cuando los oímos discutir. Entramos, atraídos por los insultos y amenazas que, según Pedro, eran el preámbulo de un espectáculo que estaba a punto de empezar. Y así fue, el gitano joven dejó sobre la barra el vaso de cerveza que estaba tomando, se giró frente al viejo abriendo una navaja de gran tamaño y se lanzó sobre él con la intención de apuñalarle, pero Antón logró esquivarle fácilmente. Yo miré de soslayo a Jacinto que, pálido y desencajado, se había situado detrás de mí, pero al no confiar en mi protección, retrocedía poco a poco hacia la puerta. La navaja rasgó varias veces el aire, acercándose con peligro al gitano viejo y de paso a Jacinto que parecía que tuviese un imán capaz de atraer a los contendientes. Tropezó el gitano joven con una silla derribándola; alzó el cayado Antón y de un golpe certero desarmó al joven. La navaja cayó a los pies de Jacinto y éste, después de saltar para evitarla, echó a correr calle arriba en dirección a su casa. Tras romper el cayado en la espalda del joven, Antón dio por concluida la pelea y se fue en la misma dirección que Jacinto. Sorprendentemente, el gitano joven, se recuperó del golpe y salió corriendo detrás de Antón. Pedro y yo les seguimos para avisar a Antón del peligro. Éste se detuvo justo enfrente de la casa de Jacinto quien, por si acaso, ya había cerrado la puerta con tres vueltas de llave. Cuando el gitano joven se acercó al viejo, éste le propinó un empujón y lo lanzó contra la pared de Jacinto. Pedro, oportuno como siempre para la broma, extrajo del bolsillo de su pantalón un petardo y lo lanzó contra el suelo; la explosión sonó como un tiro de escopeta. En ese momento el gitano joven, quizá mareado por el golpe que se había dado en la cabeza, se dejó caer al suelo. Desde la ventana de la cocina, Jacinto le vio caer y le creyó muerto de un disparo. Cerró las contraventanas, apagó la luz y enseguida oímos mucho ruido en el interior de su casa; algo así como si estuvieran arrastrando muebles. Fuera, el espectáculo concluía; el gitano Antón abandonó al joven tumbado en el suelo y se fue calle arriba; el joven se incorporó renqueando, con un chichón en la cabeza y la espalda dolorida y se fue también, pero en dirección opuesta. La casa de Jacinto continuó a oscuras mucho después de que los gitanos se hubieran marchado. Le llamamos: ¡Jacinto, sal que ya se fueron! ¿Y el muerto? –gritó  Jacinto. No sé; habrá que llamar a la guardia civil –dijo Pedro, aguantando la risa. ¡No, no, a la guardia civil, no! –gritó Jacinto. No hagas caso, no hay ningún muerto –dije yo- ¡Venga tío, abre la puerta; confía en mí! Esperamos cinco minutos. Dentro se oía bastante ruido, golpes, jadeos y algún plato que se hizo añicos contra el suelo…; Jacinto no contestaba. Llamamos a su madre: ¡Asunción, dígale a su hijo que salga un momento, que no pasa nada! Y Asunción se asomó entre las rejas de la ventana y nos explicó que Jacinto no podía salir, porque había atravesado el armario de la cocina delante de la puerta y ahora no conseguían quitarlo.  

concursoderelatos
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  • 29 de Abril de 2014 a las 12:55

Acerca de mi temor

 Hay temores muy raros. Y aunque en ocasiones están bastante justificados, otras veces carecen de sentido y encajan mejor en lo que llamamos fobias o paranoias.

La agarofobia, por ejemplo, que lleva a determinadas personas a ser incapaces de alejarse de su hogar o de los lugares concurridos donde siempre sería fácil recibir ayuda en caso de tener un ataque cardiaco, o de enfermar súbitamente, fuese de lo que fuese. Creo que en cierto modo, el temor a la soledad de los grandes espacios abiertos tiene algo, también, de hipocondría. Compadezco sinceramente a aquellos que viven  siempre presas del temor a enfermar, que en el más simple dolorcillo, o en un involuntario carraspeo o tosecilla, ven los primeros síntomas de una grave dolencia.

Hay quienes temen volar. Su miedo a los aviones les hace, en algún caso, preferir un desplazamiento en ferrocarril de un día y medio a la alternativa de un vuelo de apenas un par de horas. Otros temen, simplemente, viajar. Como una forma especial de agarofobia. Recuerdo un amigo, que durante un congreso en el extranjero, padeció un infarto de miocardio. Tuvo la fortuna de estar en una ciudad con un moderno hospital, donde fue tratado adecuadamente. Sin embargo, a partir de aquel momento se volvió incapaz de hacer un excursión por el campo, o de viajar a zonas rurales, alejadas de las ciudades y de sus hospitales. Teme una recaída de su cardiopatía, que en esos lugares podría suponer la muerte por una grave arritmia ventricular.

Algunas personas, siempre que un ser querido se aleja por un tiempo, temen que le pueda ocurrir algo. Un accidente durante los viajes, por ejemplo. Suelen ser ese tipo de personas que las primeras veces que sus hijos salen una noche con sus amigas y amigos, pasan las horas temerosos de que les pueda ocurrir algo, y cuando los chavales llegan a casa de madrugada, los  encuentran insomnes sentados en una butaca en la sala esperándoles.

Los hay incluso que temen a la vida misma. Al levantarse tratan de poner el pie derecho en el suelo antes que el izquierdo. Van temerosos por la calle, alejándose de cualquier extraño sospechoso a sus ojos. Se lavan las manos concienzudamente. Son sumamente conservadores. No asumen el menor riesgo. Se refugian en casa en cuanto anochece. Y con todo eso no logran quitarse de encima un temor latente, que de forma constante aparece por sus pensamientos. Se saben mortales y saben que un día u otro les tocará morir. Se saben frágiles y piensan que tal vez llegue un momento en que tendrán que sufrir. Saben que las desgracias pueden ocurrir, las calamidades pueden acontecer, que las cosas pueden ir de mal en peor, y aunque nada de ello vaya a ocurrirles realmente, se amargan la vida temiendo que ocurra.

Otro curioso temor es el que tienen algunas personas a los espacios cerrados. Antes que entrar en un ascensor preferirán subir cien escalones. ¡Pero no les hagáis subir por esas estrechas escaleras de caracol de algunas torres y monumentos! Y desgraciados de ellos si, por alguna razón, tuviesen que someterse a una resonancia magnética en un hospital. Sólo una buena sedación les permitiría soportar, semidormidos, los treinta o cuarenta minutos pasados en el interior de aquel estrecho cilindro.

Ya que hablo de sedación, me viene a la cabeza ese temor que, poco o mucho, nos produce a todos el ponernos en manos del anestesista para una operación. ¿Y si no despertamos? ¿Y si durante la intervención hacemos un paro cardiaco? Hay quien siente auténtico temor a morir en esas circunstancias. Aunque es preciso decirlo, también  existen personas que se entregan con plena confianza en manos de los médicos, y que prefieren que les  duerman incluso para pequeñas exploraciones. Sin embargo, también esconden un temor detrás de su conducta. El temor al dolor, el temor al ambiente del quirófano, el temor a vivir despierto esos momentos en que les harán incisiones, les reducirán luxaciones, les colocarán clavos y tornillos, o les coserán la piel.

Pero mi temor es algo distinto de todo eso que os he contado. Mi temor, ese temor que me esta haciendo pasar toda la tarde presa de ansiedad y desasosiego, que me impedirá dormir tranquilamente esta próxima noche, que no dejará de sacudirme, castigarme y torturarme, es un temor algo distinto. Me ocurre cada siete días, en las mismas circunstancias. Cuando estoy apurando las últimas horas de lo mejor de la vida, me llega ese temor. Es un círculo vicioso, temo lo que ocurrirá mañana, y mañana, por culpa del insomnio que me produce ese temor, estaré derrotado y se me hará una montaña enfrentarme a los retos del día. Cada semana lo mismo. Temo al día de mañana. No puedo evitarlo.

 Y es que mañana es lunes, amigos míos.

Y como dice el refrán, el que no teme a los lunes, no tiene temor de Dios.  
concursoderelatos
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  • 1 de Mayo de 2014 a las 17:21
Agorafobia
El doctor Westinghouse había examinado a Adam a conciencia y no apreció ningún síntoma nuevo que hiciera cambiar el diagnóstico de la enfermedad para la que le había estado tratando durante años. Nada que pudiera explicar las voces y visiones recurrentes que habían agravado las últimas semanas ese temor exacerbado que le condenaba a su enclaustramiento. Era tal su desconfianza que Adam incluso despidió al buen doctor cuando de nuevo volvió a mencionarle la posibilidad de un internamiento en una casa de reposo cercana. Igualmente despidió enfurecido a todos sus empleados, temeroso de que alguno de ellos pudiera cooperar con el galeno para desalojarle de su cárcel dorada.
Adam era el único hijo de los condes de Carrick y heredero de la mansión Ormond y de todos sus terrenos adyacentes. Allá donde la vista alcanzaba, hasta las colinas del monte cercano a Ayrshire, se extendían sus posesiones. Pero Adam no podía disfrutar de ellas. Ni del ocaso del día a lomos de cualquiera de los caballos de su yeguada, ni del frondoso verdor de los collados cuando los primeros rayos del día alegraban sus parajes… Ni siquiera de un inocente picnic a la orillas del arroyo cercano a la mansión. No era capaz de dar un paso fuera de la descomunal prisión en la que se había convertido aquel casón victoriano, pero esa noche sí se aventuró fuera de sus entrañas. Se sentía observado aunque todos los cuadros de la morada descansaran virados ocultando la belleza de sus tapices.
-«El coraje no es la ausencia de miedo, sino la expresión de que algo es más importante que tu miedo» -murmuró Adam. Un paso siguió a otro y abandonó el quicio de la puerta. Su espalda, contra el muro de piedra, serpenteaba lentamente; sus manos se afianzaban a los salientes como si un abismo se abriera bajo sus pies y su vida dependiera de cómo se aferrara a ellos, pero sólo caminaba sobre la apacible calzada a la entrada de su mansión. A duras penas, pero avanzaba, hasta que un aullido en la distancia rompió el silencio de la noche. Cuando se escuchó por segunda vez, Adam ya había emprendido el viaje de regreso.
Apoyó todo su peso sobre el portón que dejó tras de sí, y a pesar de su empeño, éste apenas se desplazaba unos pocos milímetros. Los chapoteos que creyó oír en el exterior se tornaron en pasos y los pasos en zancadas y, cuando el fétido aliento de su imaginario perseguidor casi le hubo alcanzado, cuando ya presagiaba el abrazo de la muerte, la puerta se cerró con violencia. Una pavorosa sensación de ahogo comenzó a apoderarse de él bloqueando el movimiento de sus brazos y piernas. Como si de columnas del Partenón se trataran. Cuanto mayor era su esfuerzo por evitarlo, con superior intensidad crecía su ansiedad y frustración. Adam exhaló un grito desde lo más profundo de su alma como último intento para liberar el terror que le paralizaba, pero de su boca sólo brotó una muda bocanada de aire. Fue entonces cuando experimentó la aparición de los seres que había estado presintiendo desde fechas atrás.
-¡Se acercan! Ya puedo escuchar sus pasos –se dijo. Y oculto entre las sombras de la estancia así se oyó:
-Hola Adam –un susurro viajó como viento helado a través de la sala.
-¡¿Quién sois?! ¡Fuera de aquí! ¡Dejadme en paz! Sé que no existís. Sois sólo fruto de mi imaginación…
-Somos tan reales como tu miedo –contestaron en manada desde todos los rincones de la casa-. ¿Tienes miedo a morir, Adam?
-¡¡Fuera!! ¡San Andrés me proteja! ¡Fuera Satán y sus adláteres! ¡Fuera de esta casa!
-Llegó tu hora, Adam… -susurró de nuevo la voz.
-¿Tienes miedo a morir? –repitieron desde todos los frentes.
De repente, los cuatro relojes de la mansión comenzaron a sonar al unísono. Cada uno dando las horas a su libre albedrío. Adam, arrodillado en un rincón y con los ojos enrojecidos, miró a todos lados tapándose los oídos con las manos. Cerró los ojos y, sacándose la medalla que le regalara su madre siendo niño, oró a San Andrés por su vida. Y llegó el silencio, pero las visiones no cesaron. Una decena de ánimas envueltas entre andrajos aparecieron por doquier. Uno a uno. Avanzando paso a paso en dirección a Adam.
-¡Atrás! –les gritó.
-¿Qué es lo que temes, Adam? –respondió la voz susurrante.
-¡¡Atrás!! –contestó él, blandiendo la medalla como escudo sin éxito.
 La turba siguió avanzando y Adam guardó la medalla.
-«El hombre que tiene miedo sin peligro, inventa el peligro para justificar su miedo» -se dijo mientras su espalda chocaba contra las paredes. Pero ellos no desaparecieron.
Adam reculó hacia la puerta arrastrándose por el suelo sin dar la espalda a sus perseguidores, cual cangrejo que se adentra en el océano, y se puso en pie.
-Ha llegado tu hora –murmuraron las ánimas como una única voz.
-«Tienes miedo de morir, pero no tuviste miedo de nacer» –murmuró Adam. Después abrió el portón de la mansión y la noche se adentró en sus pulmones dándole la vida que se le escapaba-. «El coraje no es la ausencia de miedo, sino la expresión de que algo es más importante que tu miedo» –se dijo Adam para insuflarse valor. A continuación repitió todas y cada una de las frases que había aprendido durante el tratamiento de su enfermedad.
-¿Tienes miedo a morir? –susurró por última vez la figura que comandaba la siniestra turba.
Adam se giró y les dio la espalda para enfrentarse contra la negrura del exterior. Cerró los ojos y, armado con el mantra de sus oraciones rompió a correr aullando como una jauría de lobos y sin mirar atrás.
En el quicio de la puerta quedaron sus temores. Expectantes y complacidos.
-Ya está. Lo más difícil está hecho –dijo el primero de los encapuchados despojándose de su disfraz. Los demás imitaron su gesto.
-¿Vd. cree, Doctor? –Sammy y el resto de sirvientes de la mansión Ormond miraron al galeno incrédulos, pero sonrientes, mientras perseguían con la mirada a Adam; quién se alejaba como alma que lleva el diablo por los collados en dirección a Ayrshire.
El Doctor Westinghouse rodeó con su brazo al espigado irlandés de pómulos sonrosados.
-La esperanza y el temor son inseparables, apreciado Sammy –dijo-, pues no hay temor sin esperanza, ni esperanza sin temor.

concursoderelatos
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  • 1 de Mayo de 2014 a las 19:17

La mirada de los otros.

Amanece en la ciudad y los primeros rayos de sol no son capaces de arrancar las hilachas de niebla agarradas a la luz de las farolas. Los semáforos del centro aún marcan el paso con pulsos ambarinos. Algunos coches dejan ya sus ruidosas huellas sobre el pavimento mojado, aunque todavía no han despertado autobuses y tranvías para acompañarlos.

Amanece también en el cajero automático de Postas con la Paz, dónde Marcos se despereza. Se sorprende de haber podido pasar la noche entera sin sobresaltos. Es su esquina favorita, pero demasiado céntrica como para que nadie denuncie su presencia. Y cuando ocurre, se presenta algún munipa y le despierta con una patada en las costillas y la linterna dirigida a sus ojos y le hace salir a empujones y tiene que ponerse a buscar de nuevo, cuando los mejores “dormitorios” están ya ocupados. Así que no suele utilizar ese cajero con frecuencia. Pero esta última noche no había sitio en el albergue y se esperaba algo de nieve y le dolía mucho la pierna como para deambular buscando dónde guarecerse. Por eso se ha arriesgado y después de todo, ha tenido suerte. De todas formas tiene que recoger sus cosas e irse antes de que llegue el personal de la limpieza al banco, para evitar cualquier problema. Se quita de encima el cartón y lo pliega con esmero. Ya en pie, hace lo mismo con el que le ha servido de colchón y sujeta los dos con una cuerda al carrito de la compra mugriento. Se quita el gorro de lana, se rasca la cabeza y se lo vuelve a poner. Echa un trago al tetrabrik, el último, y tira el envase aplastado a la papelera de los recibos. Ahora ya está listo.

Al salir, el aire helado le envuelve por entero y Marcos siente como la piel cuarteada de cara y manos se resiente. En días como éste hecha de menos una barba poblada, pero con la edad se ha ido volviendo casi lampiño. Baja la cabeza, más en un gesto habitual que para protegerse del frío lacerante, e inicia su lento caminar mirándose las botas sin cordones. Aunque no hay apenas gente por la calle, prefiere arrastrar la vista por suelo. No soporta ver los rostros de los otros, le aterra encontrar sus miradas y leer en sus reflejos. Toma la calle Postas con intención de ir a la catedral, pero cambia de opinión a medio camino y por Dato llega a la estación de tren. Alza la vista al reloj de la fachada, las ocho y cuarto, y sus labios esbozan lo que pudiera ser una sonrisa, recordando que alguna vez oyó que aquí hay dos estaciones: la de RENFE y el invierno. Piensa que, tal vez, pueda pasar un par de horas a cubierto antes de que el jefe de estación, el segurata o algún camarero cretino de la cafetería, le invite a marcharse sin muchos miramientos. Después podría volver por la calle Florida hacia la iglesia de los Desamparados y merodear cerca de la puerta del comedor social, hasta que empiece a formarse la fila.

Al final se decide y rodea el edificio y accede al andén por un lateral para llegar a los lavabos. Cuando termina, se sienta en el último banco protegido por la tejavana. No se ven muchos pasajeros, y probablemente tampoco los habrá durante toda la mañana. Se revuelve inquieto en el banco, intentando acomodarse lo mejor posible, pero no lo consigue. Marcos sabe que ha llegado el momento, como cada día. “Delirium Tremens”, le dijo un médico que a veces pasa por el albergue, y el se rió sin mirarle a la cara y le respondió que no sabía que pudiera ocurrir con horario fijo. Dobla la espalda y apoya la cabeza en las brazos cruzados sobre las piernas. Espera a que a su memoria vayan acudiendo, como fotogramas recortados de una película muda, cientos de rostros y sus muecas y los reflejos de sus ojos que le cuentan, otra vez, qué ven los que le miran.



elcubo
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  • 1 de Mayo de 2014 a las 22:16
A leer, Sres./Sras. Se acabó lo que se daba.
elcubo
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  • 1 de Mayo de 2014 a las 22:24

¿Quién ganará?

Luke Skywalker, Yoda, la Reina Amidala, la Princesa Leia, C3PO, Mara Jade y Chewbacca competirán en buena lid.