LAS UVAS
En el
alma y mente de todas las personas, siempre hay imágenes únicas. Cuadros de
paisajes, escenas de animales o retratos de personas que en un momento dado
aparecieron en nuestra vida y eternas en el corazón se quedaron clavadas con la
misma pureza y frescura del instante en que lo vivimos. Es lo que misteriosamente
sucedió y aun ocurre con la niña de las uvas.
Vivía en el barrio del albaicín y
era la alegría de los padres. Hija única que estaba a punto de cumplir los diez
años, cuando ocurrió la historia que voy a narrar. El color de su piel era
blanco con tonos de miel, sus ojos negros como el azabache, tenía la cara algo
redonda y el tono de su pelo era el de los atardeceres en Granada: oro fuego un
poco claro. Su padre trabajaba en las huertas y jardines de la Alhambra y la
madre cuidaba de ella, de la casa y hacía otros menesteres. Los vecinos
constantemente le decían:
- Como tu
niña, nunca hubo ni habrá otra en este barrio nuestro ni en Granada.
- ¿Qué es lo
que tiene mi niña?
- Que es
hermosa como ella sola y dulce como el más delicado de los sueños. ¿La casarás
algún día con un príncipe de la Alhambra?
- Ni ella ni
yo nunca hemos soñado tal cosa. Solo Dios sabe lo que ocurrirá cuando pase el
tiempo.
Ayudaba al padre a coger flores
de los jardines de la Alhambra y también recogía frutos para las princesas de
estos palacios. Ayudaba a la madre cuando en el río Darro lavaba la ropa y
jugaba con sus amigas por las calles del barrio en las claras tardes de
primavera o verano. Y a ella, una de las cosas que más le gustaba, eran las
uvas que daban algunas de las parras en las casas del Albaicín y también las
que daban las cepas que en la Alhambra el padre cultivaba. Un joven que vivía
en el mismo barrio, muy humilde y decían los vecinos que con alma de poeta,
mostraba mucho interés por la pequeña y se interesaba mucho en las cosas que
hacía. Por eso un día supo de su gran aprecio por los racimos de uvas. Y desde
ese momento, buscaba la manera de ofrecerle algunos racimos de uvas únicas. Se
decía: “Tienen que ser uvas gordas, doradas como el color de su pelo y dulces
como el brillo de sus ojos, sonrisa y cara”.
Corrió todo el mes de agosto y se
acercaban los primeros días del otoño. De la viña que un amigo suyo tenía por
las partes altas del río Darro, un día el joven cogió los mejores racimos de
uvas. De color dorado, muy gordas y ya bien maduras. Se puso, a la mañana
siguiente, cerca de la casa de la niña de pelo con tonos atardeceres en Granada
y a su lado colocó la barja de esparto repleta de los racimos de uva que había
cogido en la viña del amigo. Miró para la Alhambra, para las casas del barrio y
para el lugar donde muchas tardes jugaba la pequeña de ojos negros y se dijo:
“Hoy es el día perfecto para que aparezca ella y se pare a mi lado a charlar
conmigo. Nunca hubo por aquí momentos tan mágicos como los que vibran en el
ambiente esta mañana”. Seguía con sus ojos clavados en la puerta de la casa de
su amiga y, al poco, la vio caminando calle arriba. Se paró al llegar a él,
miró la cesta llena de racimos de uvas y le dijo:
- No he
visto en mi vida uvas más buenas que estas. ¿Me das algunas?
Y sin pronunciar
palabra, el joven extendió su brazo y en la palma de la mano, le ofreció un
delicioso racimo de uvas al tiempo que le decía:
- ¡Cógelas!
Toda
decidida, la niña cogió el racimo de uva, le dio las gracias al joven y siguió
caminando calle arriba. A cada paso que daba, arrancaba un grano del racimo de
uvas y se lo llevaba a la boca.
Según se alejaba despacio, el
joven la miraba, por completo extasiado en la belleza que la muchacha
irradiaba. Su blanca piel con tonos miel, su dorado pelo, su menudo cuerpo y
algo regordete y la inocencia que desprendía, se clavó en el corazón de joven.
Por eso, como al viento y al cielo, susurró: “Solo por permitirme el cielo ver
y vivir esta escena, creo ya tengo más que colmados todos los días que en este
lugar viva”.
Pasó el tiempo, los dos jóvenes
se hicieron mayores, se casaron cada uno por su lado, tuvieron hijos y cada uno
vivió su vida. Ella no fue nunca princesa en los palacios de la Alhambra pero
en el barrio, en aquel rincón de los niños, desde aquel día de los racimos de
uva, algo muy dulce y bello quedó y aun hoy permanece fresco. La escena aquella
del racimo y la niña alejándose de espaldas mientras se comía las uvas, se ha
quedado por aquí como estampada en el viento. Como un trozo de eternidad que
supera en belleza, frescor y dulzura a la Alhambra que mira desde la colina de
enfrente, a todos los reyes que ocuparon esos palacios y a todas las personas
que viven y pasan por estos lugares del albaicín.
Cuando cada año
llega el otoño
y en las parras
maduran las uvas,
como de lo más
hondo,
del tiempo y el
cielo más puro,
su recuerdo surge
silencioso.
La Alhambra y el
albaicín
guardan en sus
almas este sueño hermoso.