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romi
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Las uvas

1 de Junio de 2014 a las 12:58

 

Bubok

 

 LAS UVAS

 

               En el alma y mente de todas las personas, siempre hay imágenes únicas. Cuadros de paisajes, escenas de animales o retratos de personas que en un momento dado aparecieron en nuestra vida y eternas en el corazón se quedaron clavadas con la misma pureza y frescura del instante en que lo vivimos. Es lo que misteriosamente sucedió y aun ocurre con la niña de las uvas.  

 

               Vivía en el barrio del albaicín y era la alegría de los padres. Hija única que estaba a punto de cumplir los diez años, cuando ocurrió la historia que voy a narrar. El color de su piel era blanco con tonos de miel, sus ojos negros como el azabache, tenía la cara algo redonda y el tono de su pelo era el de los atardeceres en Granada: oro fuego un poco claro. Su padre trabajaba en las huertas y jardines de la Alhambra y la madre cuidaba de ella, de la casa y hacía otros menesteres. Los vecinos constantemente le decían:

- Como tu niña, nunca hubo ni habrá otra en este barrio nuestro ni en Granada.

- ¿Qué es lo que tiene mi niña?

- Que es hermosa como ella sola y dulce como el más delicado de los sueños. ¿La casarás algún día con un príncipe de la Alhambra?

- Ni ella ni yo nunca hemos soñado tal cosa. Solo Dios sabe lo que ocurrirá cuando pase el tiempo.

 

               Ayudaba al padre a coger flores de los jardines de la Alhambra y también recogía frutos para las princesas de estos palacios. Ayudaba a la madre cuando en el río Darro lavaba la ropa y jugaba con sus amigas por las calles del barrio en las claras tardes de primavera o verano. Y a ella, una de las cosas que más le gustaba, eran las uvas que daban algunas de las parras en las casas del Albaicín y también las que daban las cepas que en la Alhambra el padre cultivaba. Un joven que vivía en el mismo barrio, muy humilde y decían los vecinos que con alma de poeta, mostraba mucho interés por la pequeña y se interesaba mucho en las cosas que hacía. Por eso un día supo de su gran aprecio por los racimos de uvas. Y desde ese momento, buscaba la manera de ofrecerle algunos racimos de uvas únicas. Se decía: “Tienen que ser uvas gordas, doradas como el color de su pelo y dulces como el brillo de sus ojos, sonrisa y cara”.

 

               Corrió todo el mes de agosto y se acercaban los primeros días del otoño. De la viña que un amigo suyo tenía por las partes altas del río Darro, un día el joven cogió los mejores racimos de uvas. De color dorado, muy gordas y ya bien maduras. Se puso, a la mañana siguiente, cerca de la casa de la niña de pelo con tonos atardeceres en Granada y a su lado colocó la barja de esparto repleta de los racimos de uva que había cogido en la viña del amigo. Miró para la Alhambra, para las casas del barrio y para el lugar donde muchas tardes jugaba la pequeña de ojos negros y se dijo: “Hoy es el día perfecto para que aparezca ella y se pare a mi lado a charlar conmigo. Nunca hubo por aquí momentos tan mágicos como los que vibran en el ambiente esta mañana”. Seguía con sus ojos clavados en la puerta de la casa de su amiga y, al poco, la vio caminando calle arriba. Se paró al llegar a él, miró la cesta llena de racimos de uvas y le dijo:

- No he visto en mi vida uvas más buenas que estas. ¿Me das algunas?

Y sin pronunciar palabra, el joven extendió su brazo y en la palma de la mano, le ofreció un delicioso racimo de uvas al tiempo que le decía:

- ¡Cógelas!

Toda decidida, la niña cogió el racimo de uva, le dio las gracias al joven y siguió caminando calle arriba. A cada paso que daba, arrancaba un grano del racimo de uvas y se lo llevaba a la boca.

 

               Según se alejaba despacio, el joven la miraba, por completo extasiado en la belleza que la muchacha irradiaba. Su blanca piel con tonos miel, su dorado pelo, su menudo cuerpo y algo regordete y la inocencia que desprendía, se clavó en el corazón de joven. Por eso, como al viento y al cielo, susurró: “Solo por permitirme el cielo ver y vivir esta escena, creo ya tengo más que colmados todos los días que en este lugar viva”.

 

               Pasó el tiempo, los dos jóvenes se hicieron mayores, se casaron cada uno por su lado, tuvieron hijos y cada uno vivió su vida. Ella no fue nunca princesa en los palacios de la Alhambra pero en el barrio, en aquel rincón de los niños, desde aquel día de los racimos de uva, algo muy dulce y bello quedó y aun hoy permanece fresco. La escena aquella del racimo y la niña alejándose de espaldas mientras se comía las uvas, se ha quedado por aquí como estampada en el viento. Como un trozo de eternidad que supera en belleza, frescor y dulzura a la Alhambra que mira desde la colina de enfrente, a todos los reyes que ocuparon esos palacios y a todas las personas que viven y pasan por estos lugares del albaicín.  

                       

                                             Cuando cada año llega el otoño

y en las parras maduran las uvas,

como de lo más hondo,

del tiempo y el cielo más puro,

su recuerdo surge silencioso.

La Alhambra y el albaicín

guardan en sus almas este sueño hermoso.