413- NOCHE DE LUNA
Al caer la tarde, desde Sierra Nevada, se le vio bajar. Solo, en silencio, con una bolsa de cuero a sus espaldas y como el encuentro de algo importante. Por su derecha, según recorría la senda, se le iba quedando la corriente del río, el pequeño bosque de árboles en las riveras y la soledad de los campos, con sus matas de retama, piornos, tomillos y mejorana. Se dijo: “En cuanto me encuentre con ella, le voy a dar mi más sincero abrazo al tiempo que le diré que por fin tengo otra vez la vida a mi lado”.
Se puso el sol, la oscuridad de la noche lo cubrió todo, la luna asomó por encima de las altas cumbres y tenuemente iluminó los paisajes. El camino que ahora recorría era estrecho, largo casi interminable y por eso, en su silencio y mientras seguía marcando los pasos, de nuevo se dijo: “Y si no me la encuentro en la casa cuando llegue, entraré, encenderé fuego en la chimenea y me sentaré a esperarla. Más allá de ese punto, ya no hay nada y por detrás de mí y a mi derecha y a la izquierda, solo la oscuridad de la noche se presenta”.
Cuando amanecía, ya muy cansado y con las plantas de los pies llenas de heridas, a lo lejos descubrió la casa. Más al fondo descubrió las torres de la Alhambra, la gran vega aun más lejos y luego el infinito y el azul del cielo. De la casa, por la chimenea, no salía ni una chispa de humo y todo parecía como dormir en un ancho mar de silencio. Otra vez se dijo: “Pero si no la encuentro y tampoco en ningún momento regresa ¿para qué habré andado todo este camino y con tanta ilusión en este alma mía ya tan vieja?”