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Foro para escritores de Bubok

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edmadvissio
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Fecha de ingreso: 28 de Julio de 2014

8ª edición del taller de relatos. JUSTICIA. Hilo para colgar los relatos

18 de Agosto de 2014 a las 0:58
Empezamos la�8ª edición.
Tema:�Justicia.
Plazos: desde ya hasta el jueves, 5 de septiembre a las 22:00 horas.
Votaciones: desde el cierre hasta el domingo, 7 de septiembre a las 22:00 horas.
Las dudas y las nuevas incorporaciones en el foro de comentarios. Gracias.
concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 25 de Agosto de 2014 a las 10:56
Anulado por voluntad del autor. Pensemos en dejar esta edición ampliada a los próximos quince días.
concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 31 de Agosto de 2014 a las 18:32

Prejuicio preliminar

El cuartel de la Guardia Civil permanecía cerrado por las noches. Julián vio luz en la ventana y sombras que se movían en el interior. Dudó un instante, pero finalmente pulsó el timbre.

—¿Si? —La voz llegó en estéreo desdeel interfono y el interior del puesto.

—Ven… vengo a poner una denuncia —dijo con la frente apoyada en el altavoz.

—¿Una denuncia? ¿De qué?

—De una… agresión, me han...

—¿Una pelea?

—No… no exactamente. Oiga, ¿no sería mejor que me abriera y se lo explique dentro?

—Son las cuatro de la mañana. Ahora estamos para casos urgentes, si sólo quiere poner una denuncia es mejor que venga a partir de las nueve, que ya está el personal administrativo.

—¡Me han violado! ¿Puede abrirme, por favor?

La puerta del recinto se abrió y apareció una agente con el uniforme desaliñado y un llavero en la mano. Miró a Julián de arriba abajo. Le pareció guapo, muy guapo. Le llamó la atención la fuerza con la que apretaba la cazadora alrededor de su cuerpo, como si tuviera mucho frío; sin embargo era una cálida noche de agosto.

—Pase.

Se hizo a un lado para franquearle el paso. Aprovechó para echar otro vistazo general. Además de guapo, tenía buen cuerpo, de los que consiguen que una mujer se gire para alegrarse la vista; el pantalón que llevaba puesto ayudaba a realzar su llamativa figura.�� Condujo a Julián hasta un despacho en el que se encontraba otra guardia enfrentada a la pantalla de un ordenador. Una cafetera sobre una mesa, que hacía las veces de encimera, anunciaba que el café estaba listo.

—Siéntese ahí —dijo la guía señalando una de las sillas que estaba vacía—. ¿Nombre?

—Julián Sánchez Alameda. —La guardia escribió a mano el dictado sobre un impreso.

—¿Domicilio?

Julián fue respondiendo de forma mecánica a todas las preguntas rutinarias que le hacía la agente para rellenar aquel formulario. La otra guardia apartó la mirada de la pantalla de su ordenador y se quedó mirándolo fijamente.

—Buenas noches —dijo Julián al notar aquellos ojos clavados.

Sin responder, la agente se levantó para servirse una taza de café. Inmediatamente volvió a su sitio para centrar su atención en la pantalla del ordenador.

—¿Está alojado en casa de alguien, aquí en el pueblo?

—No. Estoy de paso. Estoy de viaje y paré para tomar algo y descansar un rato.

—¿En coche? —Julián asintió con la cabeza—. ¿Me dice la matrícula? ¿Dónde está?

—Treinta y nueve setenta y ocho DGH. Lo tengo aparcado fuera.

—Julián Sánchez Alameda. Un Mondeo. No hay nada —dijo la, hasta ese momento, agente muda que sólo mantenía relaciones con la pantalla de su ordenador.

—¿A qué hora llegó al pueblo? —preguntó la portavoz del cuerpo.

—A las siete de la tarde, más o menos.

—¿Viaja solo?

—Sí. —Las guardias se miraron entre ellas. La callada alzó una ceja y regresó a su trabajo concentrado.

—¿Y bien? Cuénteme qué ha pasado.

Julián, se apretó aún más su cazadora, como si quisiera envolver todo su cuerpo con ella. Intentó tragar saliva, pero su boca estaba seca. No quería hablar de lo que había pasado. Quería cerrar los ojos, abrirlos, y encontrarse en su coche antes de llegar a ese pueblo; haber pasado de largo, parar en otro lugar.

—Han sido dos chicas. Una me dijo que se llamaba Cati, la otra Elena. Tienen unos treinta y tantos años. Morenas las dos. Cati, unos diez centímetros más baja que yo, yo mido uno ochenta y dos. Elena es más bajita, me llega por el hombro y es más rellenita. Parecen hermanas pero no sé si lo son, me dijeron que no.

—Ah… ¿que te dieron conversación?

A Julián le sorprendió tanto la pregunta como el repentino tuteo. Tampoco entendió la casi imperceptible sonrisa de la guardia informatizada.

—Es… estuvimos hablando en el pub… no me acuerdo de cómo se llama, está en una de las calles que desembocan en la plaza.

—El Oldham —sentenció la guardia silenciosa.

—Ya —asintió su compañera.

—Puede ser —afirmó Julián—. Entré allí para tomar algo y ellas se acercaron a hablar conmigo. Estuvimos toda la tarde charlando. Lu… luego les dije que me tenía quemarchar y me dijeron que me acompañaban hasta el coche.

—¿Luego? ¿Qué hora era ésa?

—No sé… las doce o doce y media, no lo sé.

—Pues la echasteis larga. Estabas a gusto entonces, ¿no? No parece que tuvieras mucha prisa para seguir con el viaje.

De nuevo, la mirada de las agentes se cruzó con una sonrisa cómplice de por medio. Julián intentó ajustar más su cazadora aun sabiendo que era imposible. No entendía qué estaba pasando, ¿qué estaban pensando esas guardias?, ¿a qué venían esas miradas entre ellas y ese gesto que parecía burlón?

—No… no tenía prisa, estoy de vacaciones, voy parando donde me parece y si me gusta el sitio, me quedo un día o dos. Es… es un viaje sin programar.

—¿Un viaje sin programar y tú solo? ¿No te parece un poco arriesgado? ¿No tienes una amiga o una novia para acompañarte? Es raro que un hombre viaje solo en vacaciones. ¿Buscas aventuras?

Julián se deslizaba sobre el tobogán del desconcierto y su cazadora no conseguía frenar la caída por más que buscara refugio en ella. Le habían violado, ¿por qué esa número de la guardia civil no le hacía preguntas que la encaminaran a apresar a sus agresoras?, ¿qué importaba si tenía novia o viajaba solo?

—No… no entiendo. No busco nada. Estoy…estoy de vacaciones, fui… fui a Bilbao a ver a miabuelo y la vuelta la estoy haciendo sin prisas, conociendo sitios.

—Ya. ¿Tienes frío?

—No.

—Como te acurrucas tanto… Quítate la cazadora, por favor.

—¿Por? —aferrándose a su escudo.

—Necesito ver si te han roto la ropa y si hay marcas.

—No… no me la han roto y no…

—Quítatela. Tengo que verlo.

Julián se quitó la prenda peleando con su propio cuerpo que se empeñaba en mantenerse envuelto.

—Qué camiseta más bonita. Te sienta bien. Un poco ajustada, ¿no? Marca mucho tu musculatura. Levántatela. ¿Es la ropa que llevabas puesta o te has cambiado?

—No me he cambiado —Julián se apresuró en volver a ponerse la cazadora.

—Bueno, entonces estábamos en que estabas de charla tan a gusto con las chicas, que dijiste que te ibas y que ellas te acompañaron hasta el coche. ¿Te ibas de verdad, ibas a conducir durante la noche? ¿Cuánto habías bebido?

—No… no había bebido. Yo… yo no bebo; sólo refrescos y zumos. Ya no era hora para encontrar un hotel, además las chicas me dijeron que en este pueblo no hay. Antes de llegar al pueblo vi una zona de descanso para camiones, pensaba ir hasta allí y dormir en el coche.

—¿Sueles hacer eso? ¿No te da miedo? En un sitio así ya puedes gritar si te pasa algo, que no te oye ni Dios.

—Lo… lo he hecho algunas veces y nunca he tenido problemas. A veces he coincidido con camioneras que habían parado y siempre han sido amables.

—Seguro. —Cruce de sonrisas numéricas—. Y no habías bebido. ¿Sabes que si firmas la denuncia te llevaremos a que te reconozca una forense y que, entre otras cosas, te hará una prueba de alcoholemia y de consumo de drogas?

—No lo sabía. Pe… pero no he bebido ni he tomado nada. —Julián se dio cuenta de que había pasado la rampa de la confusión a la caída libre de la autodefensa. No estaba seguro de que su cazadora sirviera de paracaídas por mucho que la apretara contra su cuerpo.

—Bueno, vamos a ver, guapo. Entonces, te acompañaron hasta el coche y…

—Y… y una vez allí… una de ellas me agarró por detrás y la otra se puso a… sobarme. —Los ojos de Julián se llenaron de lágrimas y el dibujo de sus labios de repugnancia.

—¿No pudiste zafarte?

—Lo… lo intenté, pero... no sé cómo me había agarrado, no podía moverme.

—No tienes marcas en los brazos, tampoco en el resto del cuerpo ¿Tampoco podías mover las piernas para dar patadas?

—Las... las di, pero las esquivaban. Yo… yo no podía moverme.

—¿Y luego?

—Me… me violaron ¿tengo que entrar en detalles?

—Pues sí, bonito. Tienes que contarlo todo para que comprobemos que efectivamente estás denunciando una violación y no otra cosa.

—¿Pu… puedo hablar con un guardia que sea hombre?

Julián sentía que estaba viviendo el segundo tiempo de un partido macabro en el que él era el balón. No quería ver a ninguna mujer, tenía miedo. Miedo de sus miradas, de suspreguntas, de sus comentarios.

—No hay ninguno de servicio. Además, ¿qué más te da? —La agente miró a su compañera encogiendo los hombros—. Por cierto, ¿dónde estaba el coche?, ¿aparcado en una calle del pueblo? ¿Tampoco gritaste para que te pudiera ayudar alguna vecina?

—No… no pude. Intenté… pero no me salía la voz. El… el cocheestaba en un callejón quehay junto al pub.

—En el preñadero —afirmó, sin disimular una naciente carcajada, la agente introvertida.

—Mira, guapo, yo no sé lo que ha pasado esta noche con esas dos chicas, pero no parece que te hayan hecho nada que no les dieras a entender, antes, que estabas dispuesto a hacer. No tienes marcas de nada, estuviste con ellas de jarreo y te las llevaste al preñadero, que todo el mundo sabe a qué se va a ese callejón, ¿y me cuentas que te han violado? Venga ya. Tú mismo has dicho que no hablaste, ¿les dijiste que pararan?

—Yo… yo me despedí, abrí el coche para subirme y, de repente, ellas me agarraron…

—¿Les dijiste que pararan?

—In… intentaba irme. No podía hablar.

—No se lo dijiste. ¿Querías que te adivinaran el pensamiento? ¿Con esa camiseta? ¿Después de toda la tarde con el jijiji jajaja? ¿Tenían que entender que no querías lío y que sólo estabas jugando? Eres muy mono, si no quieres que se te acerquen las mujeres, no vayas pidiendo guerra; los tíos como tú tienen un nombre, ¿sabes cuál es? Calientacoños.

Julián se abrazó a su cazadora envolvente y se puso en pie.

—¿Pu… puedo marcharme? Siento haber…

concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 4 de Septiembre de 2014 a las 6:36

Justicia Divina

Por los siglos de los siglos.

Por los siglos de los siglos, los seres humanos y ¿por qué no? tambiénlos animales lucharon por lograr la libertad, la igualdad y la justicia.

Desde el comienzo de la existencia tenemos a Adán y Eva, tratando de procurarla, al morder la famosa manzana.

A Abraham dirigiendo a su pueblo a una tierra prometida; a Aristóteles, Sócrates, Descartes con sus pensamientos filosóficos; Newton con sus razonamientos científicos; como también los jóvenes de la Revolución Francesa; o los jóvenes de los ochenta saliendo a la plaza con pancartas y canciones de protestas, así los de ayer y los del mañana lo seguirán intentando. Porque todos decimos, querer lograrlo, pero de lo dicho al hecho hay un trecho.

Algunos dirán esto es una patraña, yo no tengo tiempo, ni ganas, ni necesidad, de luchar por ello. Aunque eso sirva para mejorar el mundo donde vivirán las futuras generaciones. Parece no importarles demasiado. Han perdido los valores, los principios, no leen, ni pronuncian más la palabra, viven alejados de la Ley.

Y como oímos y vemos últimamente se pasan la pelota unos a otros.

_ ¡ah no! esto es para alguien superior.

_No, esto no está en mi jurisdicción.

_ ¡Haremos un proyecto de Ley!

_ ¡Lo siento… no hubo quórum!

Y así seguirán por los siglos de los siglos, esperando que todo se arregle por sí solo, y como por supuesto nadie hace nada, ni por sí y menos por los demás.

Convertirán a la tierra en un caos, la desidia traerá violencia; la falta de compromiso, iniquidad.

Dejando esta herencia a nuestra juventud, no podremos sobrevivir por mucho más.

¿Qué esperamos?

Tal vez que caiga del cielo un ser superlativo, porque no nos olvidamos del buen Dios. ¡Claro! Es mucho más fácil delegar las tareas a Él.

Pero Él también se cansa de escuchar promesas que no se cumplen, correcciones que no llegan, peticiones extensas, alabanzas mudas, que no alcanzan a regocijar sus oídos ni calmar su ansiedad por vernos convertidos en sus verdaderos hijos.

Hijos comprometidos, justos, guerreros y orgullosos de poder luchar día a día, codo a codo. Él que nos dio todo, hasta a su propio primogénito.

¿Qué decepción?

_ ¡Oh Señor! Perdónalos no saben lo que no hacen.

Se escuchan esas palabras repicar en los cielos. Son los ángeles, que nos tienen compasión, que desean una última oportunidad para nosotros.

Pero por los siglos de los siglos, es mucho tiempo.

_ ¡Señor, Justicia… justicia, déjanos ir!

Solo una señal con resignación basta y los Cuatro Jinetes Apocalípticos viajan raudamente a la tierra. Su viaje es muy rápido.

No hay preguntas ni respuestas, solo una misión postergada por los siglos de los siglos.

Sus espadas son empuñadas, con resolución y firmeza, se escuchan alaridos de dolor, suplicas y arrepentimientos tardíos, al fin y al cabo su justicia divina llega.

Solamente muy pocos son salvados, entre ellos solo están los niños y los ancianos.

Desde el cielo Dios observa en silencio, se lo ve apenado. A su lado están, Jesús que no puede controlar sus lágrimas y Gabrielque le pregunta

_Señor ¿Por qué solo niños y ancianos has salvado?

_ Los niños me demostraron su amor, su credulidad; los ancianos, su arrepentimiento, su pasión porsu Fe los ha salvado.

La tierra tiembla, se abre en grietas de las cuales salen gases olorosos, llamaradas de fuego y lava borran toda vegetación, se sienten algunas quejas desgarradoras de sus profundidades. Mientras los sobrevivientes suben al cielo rodeados de sus ángeles guardianes. Allá vivirán por siempre bajo la protección de Jesús, su maestro, cada uno podrá desarrollar sus dones, los cuales estarán al servicio de sus prójimos.

Por los siglos de los siglos trascurren en armonía y Dios ve que en la tierra ha vuelto la vegetación y la fauna, y decide enviar un hombre (llamado José) y una mujer (llamada María) , para que la habiten y tengan descendencia.

_Sea la gloria y la honra para el que está sentado en el trono y vive para siempre y siempre.

_Gracias por tu Justicia, igualdad y libertad, juramos defenderla siempre, luchar por tu Ley y tu palabra, por los siglos de los siglos.

concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 5 de Septiembre de 2014 a las 12:52
Arriba, en la casa de Mari



� A Izarne le gustaban las mañanas de niebla y rocío, los picos de los montes cubiertos de nubes y la cueva desde la que Mari cuidaba del Valle. Aún de madrugada avivaba los rescoldos de la noche, colocaba cuidadosamente pequeñas estacas de madera seca y los leños gruesos, luego disponía sobre la parrilla las piedras lisas que, una vez calientes, templarían la leche del desayuno. Dejó sobre la mesa el tazón humeante para Izaro y salió fuera a tomar el suyo mirando hacia el cielo. Según estuviera este, decidiría la labor a hacer aquel día. �

��� Las ventanas del caserío necesitaban una mano de pintura, pensó, la humedad iba agrietando la madera y dentro de poco se pudriría si no se hacía algo. Suspiró y se dirigió al establo a ordeñar las vacas. ¡Había tanto que hacer! La vida empezaba a asomar abajo, en Mendigorri, la aldea a la que pertenecía el caserío Landetxe, la casa de su familia generación tras generación.� Izaro y ella apenas bajaban al pueblo, solo para vender la leche, quesos, huevos y otros productos de su trabajo y comprar lo que no podían conseguir con él. No eran bien recibidas en la aldea, las miraban con prevención y se volvían al verlas pasar haciendo comentarios en voz baja. Cuando volvía a casa una mañana, un hombre se acercó a Izarne, agarró las riendas de la mula y paró el carro y le dijo: Voy a darte a probar eso que no quieres y verás cómo te va a gustar, matxorra.

����� Izaro, desde que su hermano emigró a las Américas, siempre había vivido sola en su casa, arriba en los pastos. Era de pocas palabras y firme como una roca. Para cuando el padre de Izarne murió, ellas ya estaban enamoradas. No lo pensaron mucho, sabían que aquello era amor y que no había ningún mal en él.� En el pueblo se hablaba y hablaba y pronto se extendió el rumor de que había algo pecaminoso en su convivencia. Aisladas de todo ignoraban aquellas murmuraciones, ocupándose de sacar adelante el caserío, ahora que estaban solas. Vendieron algunas vacas y ovejas, cambiaron el mulo por una mula dócil y más manejable y redujeron los cultivos en la huerta. De esa manera la vida seguía siendo dura pero podían atender sus obligaciones.

��� Cuando llegó la primavera Izaro subió a los pastos con el ganado, se quedaría unos días en su casa y una vez acomodados los animales, regresaría a Landetxe. Le gustaba volver a su hogar, sentada en la puerta podía ver cómo se ponía el sol al anochecer. Pasarían allí parte de la primavera y el verano.� Entre tanto Izarne trabajaba en la huerta sembrando y cuidando los bancales. Allí estaba aquel día, inclinada sobre la tierra. Por eso no le vio llegar. Tampoco pudo verle la cara, solo sintió sus manos rodeando su cintura y el calor de su aliento en la oreja al decirle: Así que te gusta yacer con mujeres ¿eh? Seguro que nunca has probado un hombre, pero eso lo voy a remediar yo enseguida. De un empujón la obligó a arrodillarse sobre los surcos, le sujetó los brazos a la espalda con una mano, con la otra le levantó el vestido y la violó. Con la cara hundida en la tierra, forcejeando para desasirse, Izarne apenas podía respirar. Cuando todo terminó y ya se iba, aún le dijo: ¡Dios os está mirando y os castigará, no lo olvides! Quedó tendida en el campo, incapaz de moverse y sin poder llorar. Una rabia inmensa fue adueñándose de su corazón. Cuando levantó la cabeza el hombre corría cuesta abajo y no pudo verle la cara. Miró entonces a la cima del monte, lanzó un alarido desgarrador y gritó desesperada: ¡Justicia, Madre!

�� Un sentimiento de odio creció en su interior. Fue difícil contener a Izaro cuando lo supo. Consiguió convencerla de que saldrían perdiendo siempre si se enfrentaban al pueblo. Cuando se dio cuenta de que esperaba un hijo creyó morir. Avergonzada, como si fuera culpable de algo, se lo comunicó a su amiga sin poder mirarle a los ojos. Hablaron sobre qué debían hacer. Conocían las viejas hierbas usadas siempre para deshacer embarazos no deseados, dudaron y finalmente, decidieron que aquella criatura sería lo único bueno de todo aquello. En pleno invierno nació un niño, al que llamaron Ustekabeko, porque así había llegado a sus vidas, sin esperarlo. Beko se criaba feliz, tenía todo lo que necesita un niño, vivía un poco salvaje pero rodeado de amor.

��� Dos inviernos después de nacer el pequeño, Izarne cayó enferma, las hierbas y cataplasmas que siempre les habían servido, en esta ocasión no hicieron efecto, cuando vieron que el tiempo pasaba y más que mejorar empeoraba, decidieron ir a la aldea a visitar a Jokin Aperibai el físico. Los vecinos las vieron llegar sorprendidos, hacía mucho que no bajaban juntas al pueblo, pero mayor fue la sorpresa cuando vieron que llevaban con ellas� un niño pequeño.

� Fue una bronquitis, un catarro que no curaba. Izarne se recuperó pronto y volvió a la vida rutinaria. Pero ya en el pueblo se rumoreaba sobre la procedencia de aquel niño. Entre los más viejos volvieron a tomar cuerpo las antiguas supersticiones, aquel debía ser hijo del mal. Lo habrán engendrado en alguna ceremonia sacrílega, decía el cura desde el púlpito, asegurando que no podía permitirse que una criatura viviera alejada del temor de Dios. ¡Habrá que saber qué cosas horribles suceden allí!� Vociferaba. Pero para sí mismo pensó: Debo subir a Landetxe.

�� Con una vara en la mano Izarne azuzaba a las vacas para que volvieran a los pastos. Regresaban del río, donde habían ido a beber agua. En ese momento un hombre subía trabajosamente la cuesta que llevaba al caserío. Cubrió sus ojos con la mano, a modo de visera, cuando estuvo más cerca reconoció al cura.

��� El niño está arriba en la majada, contestó Izarne a su pregunta, Izaro está acomodando las ovejas para pasar el verano y no bajarán en unos días. ¿Para qué lo quiere ver usted?

�� Escuchó atentamente las explicaciones del cura, la voz del aquel hombre le resultaba familiar. El corazón le dio un vuelco cuando se le acercó amenazante y le dijo: Aquí vive en medio del pecado y la indecencia. Me lo voy a llevar. A punto de caerse, repitió que el niño no estaba y que volviera otro día. �

��� Se desplomó en el suelo y comenzó a temblar ¡querían llevarse a su hijo! golpeó la tierra con los puños y maldijo a aquel pueblo ignorante. Y sobre todo maldijo a aquel hombre que venía hablando de Dios y de pecado sabiendo que aquel niño era hijo suyo. Luego se puso en pie y casi arrastras subió a la montaña y con los puños cerrados mirando hacia la cueva gritó: ¡Madre, madre ¿dónde estás? me prometiste justicia ¿esto es pues lo que tu entiendes por ella? Tendida boca abajo sobre la roca lloró hasta quedar exhausta. Luego se sentó y dejó su mente vacía para no sentir nada.

��� Cuando volvieron Izaro y el niño encontraron a Izarne extrañamente serena y callada. Esta logró convencer a su amiga de que volviera a los pastos porque iba a acercarse una tormenta y convendría poner a los animales a cubierto. Llévate a Beko, subiré pronto, le dijo. Cuando se fueron se sentaba a la puerta de la casa, mirando al camino, esperando a que aquel hombre volviera.

��� Atardecía cuando le vio venir. ¿Buscas a tu hijo? le espetó con tanta dignidad que el cura la miró sorprendido. No está, sigue en la majada, si quieres verlo tendrás que subir allí y desde luego, no te lo llevarás nunca. ¡Mujer loca! le dijo espantado ¿Qué dices de mi hijo? Yo no tengo hijos soy un hombre de Dios.

��� Le miró con tanto desprecio que el cura se sintió pequeño, como si ella estuviera subida a un pedestal desde el que le maldijera. Sintió vergüenza y miedo, el viejo pecado volvía a él para seguir atormentándole. Se hacía realidad la sospecha de que aquel niño era el fruto de su mala acción. Si quieres verle sígueme, pero no te le acerques, dijo entonces ella.

��� Treparon por los riscos rápidamente, el sol iba bajando poco a poco buscando la complicidad de la montaña para desaparecer por completo. Cuando la luz era ya difusa Izarne se detuvo a la entrada de la cueva y dijo en voz baja: Mari, me lo debes. Y luego volviéndose hacia el hombre susurró: está ahí dentro, al fondo, con Izaro, entra, pero no se te ocurra hacerle daño o llevártelo, porque te las verás conmigo. Lo acompañó casi hasta el fondo y cuando ya no pudo verlo, salió al camino y siguió subiendo sola hacia la majada para llegar antes de que anocheciera del todo.

�� Cuando en el pueblo notaron la ausencia del cura, salieron en grupos a buscarlo por todas partes, también en la cueva de Mari, aunque pocos se atrevieron a entrar en ella, hasta que, rendidos a la evidencia lo dieron por desaparecido. Durante mucho tiempo se habló de lo extraño de aquella ausencia, hubo muchos comentarios, unos decían una cosa y otros otra diferente, hasta que todo se fue olvidando.

��� Cuando hubo pasado todo, Izarne subió a la cueva de la Diosa, iba vestida con su traje blanco, destinado para las grandes ocasiones, en la cabeza una corona de flores silvestres y en sus manos una cesta llena de nueces, castañas, avellanas y una vela encendida en el centro. Penetró hasta el fondo y se asomó a la sima, de la que brotaba un aire helado. Gracias dijo. Desde la profundidad el pozo le devolvió el eco de sus palabras: ¡Gracias... gracias! y entonces lanzó al fondo el contenido de la cesta, escuchó atenta como caían y caían sin encontrar el fondo.� Luego volvió a casa.

concursoderelatos
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  • 5 de Septiembre de 2014 a las 14:02
Fuegos de la Tierra


Lo primero que le oí cuando avistamos tierra fue:

- Islandia nos sonríe, Hördur Torfason.

Sabía que lo decía por el cielo azul, el sol detrás de nosotros y el macizo blanco del Vatnajokull que llenaba el horizonte por delante, un poco a estribor. Pero no me pude contener.

- Islandia no sonríe nunca, señor.

Todavía no lo conocía bien. Nueve semanas más tarde, cuando acabaron las aventuras de Jorgen Jorgessen en Islandia, ya había aprendido yo que su temperamento tenía la osadía ingenua de los optimistas. Nunca tuve ningún interés en contradecirle. Sólo traté de cumplir con lo que él me había pedido al contratarme: ser su guía en mi tierra natal.

- Lo sé, lo sé -me contestó condescendiente-. No es una tierra de leche y miel. Pero ya verás como florecerá la pesca y la ganadería cuando Islandia se abra al comercio. Y tenemos que probar con las patatas, en Dinamarca están dando buen resultado.

Yo no conocía sus planes. A todos nos parecía que su empresa tenía el apoyo británico. Quizás realmente fue así al comienzo. Lo que él hizo luego -destituir al gobernador danés, proclamarse Protector de Islandia y prometer la convocatoria de un Althing soberano- resultó excesivo para los ingleses. Se parecía demasiado a lo que Napoleón iba implantando por Europa a golpe de bayoneta.

- Ojalá, señor. Pero no es solamente la naturaleza hostil lo que apesadumbra a los islandeses.

No debiera haberlo dicho. Uno siente cuando se le escapan palabras que van más allá de lo que pide la conversación. Una vez pronunciadas, presentía que sería difícil contener la curiosidad de Jorgen Jorgessen.

- Explícate.

Y se giró hacia mí dando la espalda a las cumbres nevadas. Puesto que no me quedaba más remedio que continuar, dije más o menos lo que pensaba.

- No sé si nuestros antepasados, los que descubrieron estas tierras, reían mucho. Pero no tenían miedo, y ésa es la primera condición de la alegría. Llegaron aquí, a donde nunca nadie había llegado antes, porque no estaban dispuestos a someterse a un rey que les oprimía. Vivieron libres durante siglos hasta que un día equivocado decidieron abjurar de sus antiguos dioses y hundieron sus imágenes en Godafoss pensando que, todos cristianos por fin, el rey noruego ya no tendría pretexto para intrigar en Islandia. No fue así. Al contrario, bautizarnos fue el caballo de troya de nuestra rendición. Porque el cristianismo es una religión de sometidos que desarma los espíritus.

Jorgen Jorgessen no era, eso ya lo sabía, un doctrinario, un hombre de dogmas y teorías, aunque tenía la habilidad de disfrazarse camaleónicamente bajo los discursos que había escuchado, si le convenía a sus intenciones. Por encima de todo, era un hombre de acción que retenía aquellas ideas que servían como premisas o conclusiones de los actos. Así que no me extrañó su pregunta.

- Nunca me has contado por qué te fuiste de Islandia.

El barco ahora enfilaba al oeste y el Vatnajokull quedaba perpendicular a estribor. Pronto el timonel viraría al oeste-noroeste y pasaríamos frente a la desembocadura del Skafta. Me asombró que esa pregunta llegara ahora, cuando había tenido tantos días y ocasiones para hacerla.

- Mi nombre no es Hordur Torfasson. Hace veinticinco años yo vivía a orillas del Skafta, muy cerca de aquí -señalé con la mano el nuevo rumbo.

Mi granja no manaba leche y miel. Pero acaba de casarme y todo me sonreía. Mi mujer, Guðrún, era dulce y cálida. ¿Qué mayor recompensa puede pedir un hombre para esforzarse contra el viento, el frío, la lluvia, la nieve? También tenía una barca a medias con el padre de Guðrún y sus hermanos. Pescábamos, y además comerciábamos con libertad, por decirlo así.

- ¿Contrabandistas?

- Sí.

A la parroquia de Kirkjubær había llegado un reverendo nuevo. Además de pastor, era médico con algunos conocimientos de cirugía. Quizás no era mal hombre. No le importaba cabalgar a una granja remota si le avisaban que allí había alguien enfermo. Y de paso, visitaría alguna otra cuyos habitantes no hubieran cumplido recientemente con el compromiso dominical.

A mi no me disgustaba asistir a la iglesia. Era la ocasión de reunirse con otros, de saber y preguntar. Pero los sermones del Reverendo Jon Steingrimsson me irritaban. Su antecesor no nos fustigaba por fumar o echar un trago de vez en cuando. Ni nos contaba los diezmos, puesto que él y el servicio divino recibían lo suficiente y nunca faltaban brazos si la iglesia necesitaba. Peor que eso, ¿qué tenía que ver Dios con lo que nos robaba el rey danés? Bastante perjudicaba al país con el monopolio del comercio que nos imponía.

El reverendo Jon Steingrimsson denunciaba la insolencia de los criados, como si las mismas palabras solo fueran legítimas en boca de hombres libres. Olvidaba que si un hombre tenía criados, es decir, trabajo y comida para ellos, otros debían haber sido despojados de su tierra y obligados a entrar a su servicio para sobrevivir. Los vagabundos, a sus ojos sólo su mera existencia los convertía en culpables, cuando en realidad son la premisa para que unos hombres se sometan a otros. Dadles un pedazo de tierra a cada uno, y entonces a los ricos les sobrará toda la que no pueden cultivar con sus propios brazos.

El reverendo apoyaba a los que querían que los pastos comunes se cercaran y privatizaran. ¿Qué nos quedaría a los que llevábamos allí nuestros cortos rebaños, más que convertirnos en vagabundos o en criados malhumorados?

- Todo cuanto resulte indispensable para conservar la vida es propiedad común de la sociedad entera -interrumpió Jorgen Jorgenssen.

- ¿Señor?

- ¿Conoces a Robespierre?

- He oído hablar. Pero no acabó bien, me parece.

- Bueno, está muerto. Por lo que me cuentas veo que sus ideas están vivas y pueden germinar en Islandia.

Yo callé. ¿Qué iba a decirle?

- Sigue. Adivino que te enfrentaste a la Iglesia.

- Sí. Primero hubo nueve domingos seguidos en los que no se pudo celebrar el servicio religioso por el mal tiempo. Entre semana el tiempo era apacible, pero empeoraba al llegar el día del Señor. Cuando por fin el reverendo Jon Steingrimsson nos tuvo bajo su palabra, fue para decirnos que el Altísimo nos avisaba por nuestra soberbia impenitente. Habló de otros signos extraordinarios, reales o inventados. Bolas de fuego que corrían por los campos como diablillos. El sonido de campanas en el aire acompañado por el de instrumentos musicales bajo tierra. Insectos voladores nunca conocidos, de rayas rojas, amarillas y negras, tan gruesos como el pulgar de un hombre adulto. El nacimiento de un cordero con pico y garras de ave. Un rayo que partió por la mitad la viga de un corral, de extremo a extremo, ennegreciéndola como si la hubieran aserrado con hierro al rojo, y matando a todas las ovejas. Cuando el amo vio lo ocurrido, dicen que Dios puso en su boca palabras que profetizaban que veríamos descender un fuego atronador sobre todos nosotros.

El domingo de Pentecostés, 8 de junio de 1783, amaneció despejado y tranquilo. A media mañana una neblina negra de polvo apareció hacia el norte, cerca de las granjas de la montaña. La nube cubrió en poco tiempo toda la zona de Siða y parte de Fljoshverfi. Tan espesa, que llenó de tinieblas el interior de las casas y cubrió el suelo con un manto negro, borrando caminos y senderos.

Luego, se levantó un viento del sur que despejó el cielo. El servicio se pudo celebrar.

Aquella noche la tierra tembló y gimió con el aullido de un viento huracanado en su interior. El suelo se partía en pedazos, como si un animal enloquecido desgarrara sus entrañas. Pronto, desde cada uno de los cerros, enormes trozos de roca y tierra fueron escupidos hacia lo alto entre llamaradas de fuego, humo y chorros de arena. Era la cólera de Dios, tal como la había invocado el reverendo.

Los fuegos de la tierra continuaron durante semanas, con altibajos engañosos. Varias veces se cubrió todo de un humo picante que irritaba los ojos y el pecho. Los árboles perdieron sus hojas. Un día de julio nevó nieve negra tan espesa que los animales no podían comer, y aunque la quitamos, los animales se envenenaban con el pasto. Los pájaros migratorios huyeron y todos los animales pequeños perecieron.

Al principio, el río Skafta aumentó su caudal con el deshielo de los glaciares e inundó las granjas cercanas a su curso, la mía entre ellas. Pero de pronto lo redujo hasta desaparecer. Luego, su cauce se llenó de lava. Yo había llevado mis ovejas a una isla en el centro del río y las perdí todas. De poco me hubiera servido conservarlas: vacas, ovejas y caballos, todos fueron muriendo en los meses siguientes por falta de alimento. Y con ellos, el hambre cayó sobre las personas.

El último sermón al que asistimos mi mujer y yo fue dramático. La lava fluía y estaba rodeando la iglesia. Entramos dentro sin saber si podríamos salir, pero ¿qué otra cosa podíamos hacer los que habíamos llegado hasta allí refugiándonos del fuego? Durante un tiempo interminable, el reverendo predicó y nos hizo rezar y cantar con voz unánime: somos criaturas en manos de Dios, hágase tu voluntad.

Al acabar, salimos entregados al exterior para conocer nuestra sentencia. La lava se había detenido. Su impulso, enfrentado a una barrera invisible, se había solidificado en un muro tan alto como dos personas. Dios había sido clemente. El reverendo había triunfado.

Los fuegos siguieron durante meses. No destruyeron nada más directamente, pero la hambruna mató a muchos. Gudrun estaba embarazada y no resistió hasta el final. Cuando murió, yo me eché al mar en solitario. Un ballenero inglés me recogió.

Nos quedamos callados. El Vatnajokull se alejaba por la popa de estribor. Sólo se oía el cabeceo del barco y la espuma que levantaba. Por romper el silencio, señalé un punto de la costa:

- La desembocadura del Skafta.

- Lo que no entiendo -volvió Jorgen Jorgessen- es por qué te cambiaste de nombre.

- Porque antes de irme, hice justicia y quemé la iglesia del Señor.

concursoderelatos
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  • 5 de Septiembre de 2014 a las 18:10
LA INJUSTA JUSTICIA
Como la sombra de las negras alas del buitre leonado sobrevolando, con la suavidad de la engañosa seda, sobre los distorsionados cuerpos de aquellos que, tarde o temprano, se convertirán en carroña y, posteriormente, en el alimento de tan majestuosas aves, así pasea la injusta justicia por la vida, oteando los cada vez más reducidos lugares donde aun quedan rescoldos de lo que antaño fue para, con su voraz y lúgubre depredación, acabar con ellos. Allá donde se esconda la justa justicia antes de que el ser humano la corrompiese; allá donde aun sobreviva; allá donde la pisada de esa fiera implacable y antinatural, llamada ser humano, holle la tierra, el espacio, o cualquier imaginario lugar hasta donde sea capaz de llegar su imaginación, hasta allí llegará la injusta justicia y, con la implacable frialdad que la caracteriza, hará pronta carroña de ella.
¿Es esa bella mujer que, con extendido brazo, soporta la balanza de la verdad, de la equidad, de la imparcialidad, tan insufriblemente débil? ¿Será posible que ningún ser, salido de vientre de mujer, logre cambiar el signo de esta guerra sin cuartel que ya se extiende inexorable y unívocamente hasta los confines del más alejado lugar imaginado por el ser humano?

Paseo lentamente, arrastrando mis pies con paso cansino y desilusionado, por las sucias y estrechas aceras de uno de los arrabales de la ciudad donde malvivo, oyendo en la lejanía el eco de un blues, que algún marginado músico lanza al denso e irrespirable aire de una calurosa noche de julio, no sé si con la malévola intención de sumir a quienes le oyen en esa tela de araña de tristezas y añoranzas. Con las manos en los bolsillos, el cigarrillo a medio arder en la comisura izquierda de mis labios, abandonado, como mis pensamientos, me dejo llevar por mis pasos, hacia ningún sitio; quizás ese sea el mejor lugar en donde estar en estos momentos.
En mi lento pasear, observo de soslayo un pequeño movimiento a mi derecha, en un negro y sucio recodo de la acera, y pienso: “Otra escondida fiera esperando saltar sobre su carroña para calmar su sed de injusta justicia de esta absurda noche” Nada me preocupa, ni por quien, o de qué pueda provenir el movimiento; ni tan siquiera por mi propia seguridad. Pero a mis oídos llega un débil gemido que me alerta. Un gesto de tristeza o de dolor es lo último que espero encontrar en aquel lugar y, sorprendido, vuelvo la cabeza hacia ese trozo de carbón, que ennegrecen aun más la falta de luz y la suciedad.
Me acerco sin precaución. ¿Para qué? Nada tengo, ni nada le debo a la vida. Acurrucado y tembloroso encuentro a un rapaz que no supera los nueve años.
Le miro detenidamente, entre sorprendido e interesado. No se inmuta ante mi presencia pero, levantando la mirada, fija acusadoramente sus ojos en los míos. Y mantiene la mirada, triste, pero segura.
—¿Necesitas ayuda, muchacho? —le pregunto seguro de que nada recibiré por respuesta. Así, es. Inmutablemente mantiene su mirada en la mía, pero no mueve ni un solo músculo de su cuerpo.
—Si has gemido al yo pasar delante de ti es porque has querido llamar mi atención. ¿Para qué?
Pero el silencio es la respuesta.
—Bien, si en nada puedo ayudarte, nada más tengo que hacer aquí —y comenzó a girar mi cuerpo para proseguir mi paseo, cuando observo como lentamente mueve su cabeza, mientras extiende su mano con la palma abierta hacia arriba.
—Ya —meto mi mano en el bolsillo y busco el único billete de 5 dólares que mañana hubiese podido acortar mi ayuno. Se lo entrego y, sin esperar respuesta, sigo paseando sin sentir la menor satisfacción por lo hecho.
Aún no he andado mas que unos metros cuando de nuevo oigo ruidos a mi espalda. Ni pienso en los motivos, ni me interesa lo que pueda estar haciendo el chico, sin embargo, un grito de dolor me hace volver la cabeza, al tiempo que observo como una negra sombra de algún otro depredador, arrebata al mísero rapaz su botín de esa noche. El chico queda tendido en el suelo, mientras la fiera sale andando en dirección opuesta. Sin prisas, seguro de que nada ni nadie le arrebatará el botín obtenido con la injusta justicia de las calles de la ciudad.
Miro al chico que lloriquea con pena. Observo al sujeto que se aleja lentamente y pienso: “¿Merece la pena recuperar lo que le han quitado al pequeño? ¿Quién me garantiza que quien ahora tiene el billete no lo necesita más que el chico? ¡Bah! ¿Para qué volver? Es la ley da la selva” Y sonrío.
La injusta justicia sigue imponiendo su implacable depredación. Así siempre fue y seguirá siendo.
concursoderelatos
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  • 17 de Septiembre de 2014 a las 19:46

Cazadores y presas.


Mañana cumples dieciocho. Estás nervioso. Volverás por fin aunque no lo deseas. Después de cuatro años no puede decirse que hayas aprendido nada útil para la vida fuera. Sabes cómo engañar a la psicóloga, cómo apañártelas con el más bestia, cómo esquivar al cuidador-violador, cómo extorsionar a los demás para obtener todo lo que puedas... Sabes cómo sobrevivir en el encierro hostil, rodeado de fieras hambrientas.

La tarde se ha ido difuminando en un cielo oscuro apenas sin estrellas. Por la ventana se cuela sin permiso la luz mortecina de la farola cercana. Igual que cada noche, vuelven a tus ojos fijos en la penumbra del techo, hasta los más insignificantes detalles de aquella tarde feroz en que perdiste la inocencia. La escena se despliega ante ti como en la gran pantalla de un cine tenebroso y solitario. Y en la última secuencia, el chico bueno cae a manos del malo y entonces es el fin. Tú fin. No debiera haber sido así. Ni siquiera pretendías darle. Fuiste un imbécil, un auténtico capullo imbécil. Salir corriendo y esconderte no facilitó las cosas. Cuando contaste la verdad no te creyeron. No fue premeditado. Jamás deseaste que ocurriera eso. Ni siquiera hubieras sido capaz de imaginarlo. Ni siquiera ahora parece cierto.

Te encontraron en dos días. Primero fueron las lágrimas, de su madre, de la tuya, perfumadas con esencias de odio, recelo e impotencia. Y luego el encierro. Reformatorios. ¿Y qué se puede reformar de algo que aún no está hecho? Castigo. Mejor deberían llamarse “castigatorios”. Deseaste el castigo, incluso más que su madre, incluso más que la tuya. El castigo y desaparecer luego. No esto. Preferirías no llegar a mañana, pero el instinto irracional te arrastra a la trampa de la vida sin esperanza ni futuro, venciendo la resistencia de tu voluntad.

Tu cabeza gira a mil por hora, a la velocidad de tus pensamientos. ¿Qué vas a hacer mañana? ¿Qué harás? ¿Ir a casa de tu madre? ¿Ir dónde no hay vuelta atrás? No pensar más. Dormir y no despertar. Y otra vez en tu mirada se cuela su sonrisa entusiasta. Cierras los ojos y aprietas los párpados con fuerza hasta notar las pupilas resecas, intentando no ver más. Pero las mismas imágenes, en sesión continua, atraviesan cualquier barrera.


¡Mira, mira, mira! Jo, qué pasada…

La mariposa aletea desesperada intentando liberarse de la telaraña y tan sólo consigue adherirse más. La araña, de aspecto engañosamente frágil, igual que su trampa, sale de su escondite alertada por las vibraciones del entramado. Se mueve liviana y segura sobre la red, controlando su avance, calibrando sus opciones. Parece imposible que la mariposa no pueda escapar, no pueda romper los hilos de anclaje a su destino cruel e inmerecido. Sus hermosas alas brillan incansables bajo los rayos de primavera, pero sin ninguna utilidad ya.

¡Ah! Se acerca la araña, mira… Va a morder a la mariposa, bueno no es morder, la inyectará su veneno, ya verás, y luego la envolverá con los hilos de seda que hace con unas glándulas..., porque las telarañas están hechas con hilos de seda, ¿sabías?

Mikel, ya en silencio, no pierde detalle. Su espíritu de entomólogo se alimenta de esos episodios que tú, incapaz de captar la parte emocionante de la secreción de la seda, sólo percibes como muestras de un horror en miniatura capaz de congelarte la sangre. Vuestros rostros, aún de niño, se transforman por el descubrimiento de una realidad fatal, ajena a cualquier deseo, a cualquier voluntad. Sus ojos reflejan el placer frío, científico, del observador imparcial pero los tuyos, sólo preferirían no mirar. Sin embargo no puedes apartar la vista de las evoluciones eficientes de la cazadora, ni de los esfuerzos inútiles de su presa a punto de claudicar. En un intento por disolver la pelota dura y áspera instalada en tu garganta, deshaces la telaraña de un manotazo y pisas la araña caída al suelo arrastrando el pie sobre ella hasta que se desintegra mezclada con la tierra. Mikel te mira incrédulo, con un chispazo de ira que enseguida se trasforma en pena, convencido de que no entiendes nada, de que nunca lo entenderás en realidad.

Mátala —dice con calma, dirigiendo su barbilla hacia la mariposa enganchada en una ramita—, total se va a morir igual pero sufriendo más y ahora no tiene sentido. No lo tiene, no.

Te da la espalda, pensativo, y comienza a caminar con pesar. Sabes lo que piensa, pero se equivoca, porque tú sí que entiendes, aunque no quisieras. Lo has comprendido todo y ya no hay marcha atrás. Eso es lo que duele más. Sabes también que no te volverá a buscar, que para él ya no eres nadie en quien merezca la pena invertir su amistad. La pelota de tu garganta estalla en un grito de rabia, mientras lanzas con furia ciega la piedra que acabas de coger conteniendo las lágrimas…

concursoderelatos
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  • 18 de Septiembre de 2014 a las 21:59

Marisa

Forrest Nolan tenía, hay que reconocerlo, un gusto excelente para la decoración y un fino instinto para el arte. Los salones de su casa, situada en un elegante barrio de la periferia de la ciudad, mostraban la huella de un perfecto connaiseur. Sobre la chimenea destacaba entre todas las joya de su vivienda, un Van Gogh auténtico que había comprado casi a precio e saldo en una sucia tienda de antiquités, en el último de sus viajes a Europa. Cada vez que lo contemplaba sonreía pensando en el pobre infeliz que se lo vendió, que desconocía el valor de lo que tenía en su ajado establecimiento, y en los muchos ignorantes y ciegos posibles clientes que habían tenido delante aquella pequeña maravilla sin acertar a ver lo que se escondía tras una capa de mugre y polvo.

Algunos dirían que era un hombre afortunado. Y el no les desmentiría, claro. Pero en su fuero interno el no se consideraba afortunado. En el fondo, no creía en la suerte. Creía en su ingenio, en su habilidad y en su determinación. La suerte hay que ganársela, no esperar a que llegue así, por las buenas. Y él había sabido ganársela, sin duda. Pero aunque él no lo reconociese, su buena cuna en cuanto a educación, y el estatus social de su familia le vinieron dados desde su nacimiento. Lo mismo que su físico agraciado, su belleza y su elegancia. De modo que tuvo la fortuna de poder contar con una sólida base para dar los primeros pasos en el camino que se había propuesto. Pues aunque era cierto que su familia estaba prácticamente arruinada y que el valioso patrimonio de sus antepasados o se había vendido o estaba férreamente hipotecado, la nobleza y señorío de su linaje y el seductor encanto que tan bien sabía desarrollar en sociedad le habían permitido elegir entre más ricas herederas a la hija del propietario del grupo industrial Movadex. Luego vinieron unos años en los que los viajes, las fiestas y el lujo le rodearon siempre. Y poco a poco fue se fue rodeando de lo mejor en todos los aspectos. Los ocho coches que, alineados en el gran cobertizo su finca, causaban la admiración de cualquier amante de los automóviles y las obras de arte que adornaban su casa daban idea de lo refinado de sus gustos.

Pero incluso un imperio económico como el de su suegro necesita un alma que lo muevay un cerebro que lo dirija. Y cuando su suegro falleció prematuramente, Forrest descubrió que por rico que seas, si no cuidas tus negocios y te dedicas únicamente a llevar una existencia de placer y lujo, puede llegar un día en que debas plantearte la venta de alguna de aquellas joyas que, generoso, regalaste años atrás a tu esposa. Porque, por supuesto, jamás te pasaría por la cabeza venderte el Miró, el Tapies, o el Blake de tu estudio.

Es ante esas situaciones cuando una mente como la de Forrest Nolan decartaba los golpes de fortuna y decidía tomar las medidas más adecuadas.

Tan pronto la conoció comprendió que era la solución para sus pequeños desajustes patrimoniales y económicos. Sólo había un pequeño problema. Si se divorciaba no podría evitar un proceso legal en el que saldría a la luz la situación de sus finanzas. Claro que si quedase viudo la cosa sería distinta... Aparte estaba Marisa. Su esposa sospechaba, pero prefería hacer como que no sabía nada. Después de todo él seguía satisfaciéndola plenamente y sabía halagarla y contentarla. Pero la señorita Abigail Mortimer seguramente no aceptaría que él tuviese una amante.

Desde luego la jugada fue arriesgada. Marisa le hizo un último favor, y fue el cebo perfecto para atraer a su esposa. Después de todo, lo que le dijo en aquella carta en que la citaba era totalmente cierto. Marisa estaba convencida de que lo hacía para facilitar un divorcio que, según sus explicaciones su esposa se resistía a concederle, y por ello no dudó en colaborar pensando que aquello le abriría el camino para legalizar su situación con Forrest y dejar de ser su amante. Lo que no sabía es que en el camino hacia aquel apartado mesón en que se habían citado, el coche de la señora Nolan iba a sufrir un terrible accidente. Ni que el propio Nolan había retirado con cuidado la noche previa dos pequeñas juntas del circuito del fluido de los frenos del coche, de modo que en el caso de tener que recurrir a ellos con especial energía podía ocurrir que bruscamente se fugase el líquido y los frenos fallasen. Ni le dio importancia a que a poca distancia del mesón el trazado de la carretera, tras una larga pendiente en recta se ondulaba en dos cerradas curvas en las que era muy probable que se tuviese que frenar con cierta energía.

La que tenía que ser su última cita con Marisa tuvo lugar en el pequeño apartamento en que solían verse para sus furtivos encuentros. Al principio ella estaba muy alegre, pues nunca había sentido aprecio por la señora Nolan y ahora aquella desagradable mujer ya no se interponía entre Forrest y ella.

Pero Marisa notó muy pronto que Forrest no había venido precisamente a darle buenas noticias. Cuando ella le abrazó exclamando que por fin eran libres, que ya no haría falta el divorcio, él la había rechazado suavemente en vez de estrecharla en sus brazos y llevarla a la habitación arrullándola con el ardor de sus palabras apasionadas.

Cuando Forrest le dijo, sencillamente, que quería cortar con todo lo que le recordase a su fallecida esposa y que deseaba emprender una nueva vida, ella lo comprendió todo de golpe.

-¿La señorita Mortimer, verdad?- dijo poniendo sobre la mesilla las dos tazas de té y la fuente de pastas danesas de mantequilla.

-No puedo engañarte, Marisa. Sí. Cuando pasen unos meses y el duelo por la muerte de Josefine se haya amortiguado, nos casaremos. Y como puedes suponer la existencia de una amante es incompatible con una mujer como Abigail.

El señor Nolan estaba alviado y sorprendido. Marisa pareció tomarse con mucha serenidad la situación. Tomaron el te con naturalidad, y él le aseguró que no olvidaría nunca lo feliz que había sido con ella y le garantizó que se iba a portar generosamente.

-Sabes, Forrest. Yo tampoco puedo engañarte. Lo sé todo.

-No te entiendo...

-Lo del accidente.

-¡Marisa!

Marisa se puso de pie y se dirigió al un pequeño sinfonié de madera fina. Abrió un cajón, sacó una cajita metálica, y la dejó sobre la mesita, al lado de la tetera.

-¡Abrela!

Forrest abrió la cajita.

-¡Dios mío! ¿De dónde ha sacado esto?

-¿Querrás decir que de dónde las sacaste tú? Las encontré en el sótano de tu casa, en el garage, sobre la caldera de la calefacción. No entiendo mucho, pero parecen unas juntas para frenos de coche.

-Pero Marisa...

-¡Calla, asesino! Estaba dispuesto a no mencionártelo jamás, pues pensé que lo habías hecho por mí. Pero ahora que lo sé todo...

-¿Ahora qué?

-Has matado a tu mujer y creo que hay que hacerle justicia. Merecerías la silla eléctrica, Forrest.

-¿Me denunciarás?

-No hará falta. Yo haré justicia.

-¡Marisa...!

Forrest se puso en píe y de pronto notó que la cabeza le daba vueltas. Se le nublaba la vista y algo como un sabor metálico le subía del estómago.

-¿¡Que... qué le has puesto al te...!?

Marisa sabía imitar muy bien la letra de su ex amante. Dejó la carta de despedida en la que él expresaba su deseo de suicidarse por haber cometido un horrible crimen, junto al cuerpo de Forrest. Limpio con un pañuelo todo aquello que había tocado, y se marchó de aquel apartamento que Forrest nunca quiso poner a nombre de ella, y que nadie, fuera de ellos dos, sabía que lo habían estado utilizando para sus adúlteros encuentros amorosos.

incongruente
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  • 18 de Septiembre de 2014 a las 23:02

Con cierto retraso, quizás con la ilusión de que cayese otro más, queda cerrada esta 8ª convocatoria de relatos con la participación de las siete mejores plumas del plumero de bubok.

Ahora a leer, comentar y valorar.
¡¡¡A por ellos, oeee!!!