Siendo hijos de una élite improperia, la realeza del siglo veintiuno, de
aquellos enmarcados en la necesidad de ser alguien mas de quien son, de mostrar
un ser inexistente. Bienvenidos entonces al mundo del vacío, de la
inconformidad. Eran aquellos hijos de la realeza de su metrópoli
los que escondían los más oscuros secretos, esos que eran vistos como verdaderas
escorias por parte de ellos mismos, tratando así de ignorar sus realidades. Una
vez fue algún pensador magistral el que dijo que son los que se burlan del otro
los que mejor reflejados se ven en esas personas; es en la risa, en el
desprecio y en la crítica donde se logran ocultar las verdades, esas dolorosas
verdades. Pero, sin ser más culpable de eso que la misma sociedad, la humanidad
nueva y fuerte, que desarrolla sus días basándose en mentiras de apariencias y
estabilidades, de competencias inocuas e insignificantes. Es en esa necesidad
de ser más de quien somos destinados a ser donde está escondida la esencia del
juicio, el complejo de superioridad que obliga a la mentira, a ocultar la
verdadera condición. La vergüenza de ser uno mismo, y lo que lleva a odiar a
quien es diferente a nosotros, en un indudable desprecio fomentado por quien nos
observa sin evitar evaluar y juzgar cada centímetro de nuestras acciones.�