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Foro para escritores de Bubok

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escaleno
Mensajes: 205
Fecha de ingreso: 22 de Septiembre de 2009

Erase una vez... 2ª Edición - Tema: Sucedió en el siglo XIX. RELATOS

24 de Mayo de 2015 a las 23:30
A partir de ahora y hasta las 10 de la noche del domingo, día 7 de junio, se podrán subir a este hilo�relatos�de tema LIBRE, con la única condición de que transcurran durante un HITO HISTÓRICO del SIGLO XIX.
zarax
Mensajes: 2.184
Fecha de ingreso: 14 de Enero de 2009
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  • 6 de Junio de 2015 a las 16:44


Lo siento. Mi paciencia tiene un límite. .
escaleno
Mensajes: 205
Fecha de ingreso: 22 de Septiembre de 2009
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  • 14 de Junio de 2015 a las 16:01

Las gárgolas de Notre Dame

La luz del sol, tamizada por las vidrieras de colores que se habían salvado, se repartía en rayos cuajados de motitas brillantes. Una manita regordeta se esforzaba en atrapar el reflejo del verano adelantado que no había conseguido caldear aún la pequeña capilla de la Sainte Enfance de la catedral. La niña, que ocupaba un canastillo cuidadosamente colocado sobre el altar sagrado, había pasado desapercibida a las pocas feligresas que empezaban a recuperar la exclusividad del lugar para el culto, hasta hacía unas semanas compartido con asambleas de la Commune cuyos ecos parecían impregnar las paredes heladas. No pareció gustar a la pequeña que una nube se interpusiera en su entretenimiento, pues comenzó a llorar desconsolada.

Fue el llanto insistente, que debido a su incipiente sordera, al principio confundió con un maullido lejano, el que atrajo a madame Hinault a esa zona de la nave norte que no acostumbraba a visitar. Ya alcanzada la capilla, se fue acercando al altar con pasitos cortos y rápidos. Desconcertada, dejó pasar unos minutos antes de decidirse a tomar el canastillo y averiguar el origen de los sollozos. Cuando al fin se atrevió a mirar dentro, casi se cae de espaldas: una niña de apenas diez meses se empeñaba en deformar su carita linda en una mueca irritada, pero al ver un rostro humano inofensivo tan cerca, tornó repentinamente la congoja en sonrisa zalamera adornada con adorables gorgoritos que la dejó desarmada.

Al coger con sumo cuidado el cesto, cayeron de entre las mantillas dos sobres cerrados. Uno de ellos, el primero que abrió madame Hinault tras volver a dejar el preciado hallazgo sobre el altar, se dirigía al alma caritativa que se apiadase de la desgracia de una criatura inocente y dentro, en una breve esquela, se agradecía con palabras escuetas la bondad de aquella persona que pusiera a salvo y diera una vida honrosa a la pequeña llamada Clodette. También se conminaba al salvador a entregar el otro sobre a Clodette cuando ésta tuviera edad suficiente para comprender los avatares del mundo. Finalizaba la misiva con un agradecimiento apasionado a mademoiselle Claire, que madame Hinault no acabó de comprender.

Pensativa, madame Hinault, sacó a Clodette de su improvisada cuna y se sentó en un banco con ella en el regazo. Sostenía en su mano el segundo sobre, lacrado y más pesado, sopesando si sería honrado abrirlo mientras acunaba con dulzura a la niña, que empezaba a considerar un poco suya, entre los brazos. No se consideraba chismosa ni entrometida, pero la curiosidad venció cualquier reparo y con la habilidad precisa de un relojero consiguió, sin soltar la valiosa carga, abrir el sobre, sacar de su interior y desdoblar, al menos siete pliegos repletos de una letra menuda y perfecta que se decidió a leer con atención. Línea a línea, la curiosidad se fue mudando en lectura apasionada y tal vez algo morbosa, pues los sucesos que en la carta se contaban podían asemejarse a los de relatos folletinescos que tanto le gustaban, con el valor añadido de tratarse de una historia verídica, de la historia de una vida que sin atreverse a confesárselo, ella misma envidiaba. Entre exclamaciones de sorpresa, suspiros de añoranza de lo que nunca se poseerá y algún carraspeo de desaprobación madame Hinault devoró hasta la última palabra. Sin dejar de acunar con ternura a Clodette, meditaba sobre el trágico destino de su madre, tal vez bien merecido y sin duda elegido, según la propia Sara de Clermont-Tonnerre declaraba.

Con palabras dulces pero sin tapujos ni vergüenzas, Sara explicaba a su hija, cómo nacida en familia de noble estirpe y educada para brillar en la corte del Segundo Imperio, a escondidas aprendió a re-educarse ella misma hurgando en los libros, para ella vetados, de la biblioteca de la familia. Decidida a recorrer el camino que ella eligiera, huyó con quince años de esa condena de “puta de cama alta”, dicho en sus propias palabras, que de ella se esperaba que acatara. Los barrios bajos del centro de París la acogieron en su seno como a una más. Vivió durante años del trabajo de sus propias manos: lo mismo fue costurera que petrolera; lo mismo fregó urinarios que fue musa en Montmartre de pintores en la miseria. Siempre sin quejas y saboreando cada trago que la vida le brindaba, dulce o amargo. Conoció los paraísos nublados de absenta, los placeres del mundo y de la carne. Conoció al fin el amor y de su mano, la ternura de ser madre. Junto con miles de parisinos formó parte de esa ola de esperanza que durante apenas dos meses, imaginó un futuro más justo, un horizonte más diáfano. Pero frente a la barbarie del poder, ciego y sordo, nada valen esperanzas y en apenas una semana el fuego y la sangre derrotaron a la Guardia Nacional, se adueñaron de la ciudad y arrebataron a Sara su amor en el muro del cimetière du Père-Lachaise. Fue lo mismo que si la hubieran arrebatado la vida. Enferma de cuerpo y alma, se decidió a saltar del Pont Neuf no sin antes dejar a su hijita, lo más preciado que jamás imagino poseer, a “buen recaudo”, en la pequeña capilla siempre solitaria, en la que todas las tardes su querida amiga, mademoiselle Claire, se retiraba a meditar tranquila y aislada. Estaba segura de que con ella Clodette sería feliz y nunca le faltaría de nada.

Madame Hinault suspiró. Mientras sacudía la cabeza llegó al rápido convencimiento de que haber encontrado a la pequeña antes que mademoiselle Claire era más que una suerte, un designio divino. Sin duda esa mademoiselle que “meditaba” en lugar de rezar en la catedral, sería también una mujer ideas libertarias y vida disipada que llevaría a la niña por el camino del infortunio. Ella misma, sin duda, era mejor opción: no era una jovencita, no, pero todavía contaba con salud y fuerza suficiente como para criarla y educarla cristianamente. Contaba además, con la ayudada de la pequeña fortuna heredada de su difunto esposo, sin riesgo ya de que se la arrebatara ese gobierno de la sinrazón que en su locura antinatural pretendió que en París los miserables y desharrapados fueran iguales de las personas decentes... Depositó a Clodette en el canastillo nuevamente y tras quemar las cartas con la llama de un cirio y esparcir las cenizas con el pie para que quedaran más disimuladas, tomó la cesta “del tesoro” en sus brazos y salió presurosa de la capilla, cruzándose con una joven de mirada preocupada que apenas se fijó en ella y en su extraña carga.

El olor a papel quemado no distrajo a mademoiselle Claire de los oscuros pensamientos que ocupaban su mente. Llegaba tarde a la cita diaria consigo misma, pues había estado buscando por toda la ciudad a su querida amiga Sara y a su niña, a las que hacía varios días que no veía. A punto estuvo de no acudir a la capilla, pero necesitaba pensar con calma antes de proseguir con su búsqueda. El presentimiento de algo terrible no la abandonaba. Se sentó en el primer banco como era su costumbre sin apenas poder contener las lágrimas.

Entre tanto madame Hinault se alejaba con la sombra de Notre Dame sobre su espalda y pudiera decirse que también sobre su conciencia. Sintió un aliento helado soplar sobre su nuca que la hizo detener su camino por unos instantes y se giró mirando a lo alto donde las monstruosas figuras de piedra parecían seguir sus pasos con mirada muerta. Continuó su marcha apresurando el paso e intentando borrar de su corazón esas sonrisas de piedra que parecían querer gritar a los cuatro vientos su pecado, ignorando entonces que con cada latido volverían siempre a ella.�

jpiqueras
Mensajes: 2.805
Fecha de ingreso: 9 de Julio de 2009
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  • 14 de Junio de 2015 a las 21:31

Noche de estreno

Por el "Fair Hope" pasa poca gente. Es lo que toca si abres un local de bebidas en un callejón en las afueras. A diferencia de aquellos establecimientos de ostentosas fachadas que tuvieron la fortuna de instalarse en Main Street, el mío tiene poca clientela. Pero en general es gente fiel y acude por aquí prácticamente todos los días.

�No obstante, últimamente, desde que abrieron los dos Salones de Baile y el Teatro Ford me van mejor las cosas. En especial los días de estreno de alguna obra de renombre, pues algunos de los ciudadanos que acuden al evento desde alejados barrios de la capital, o incluso desde otras poblaciones próximas, deambulan para hacer tiempo antes de que abran las puertas del teatro y muchos aciertan a dar con este callejón oscuro, y viendo la luz de sus ventanales y la enseña colgada de una barra junto a la puerta, sucumben a la llamada de mi bella esperanza.

�Aquel día, el 14 de abril, no fue una excepción y desde media tarde fueron pasando por mi saloon los típicos señoritos emperifollados con levita y lazo y sus amigos, igualmente tiesos y estirados. Y sus esposas, con largos vestidos y elegantes pamelas. Todos conversaban sobre los más variados temas. Y aunque muchos comentaban las bondades de la obra cuya estreno iban a presenciar, o elogiaban a su autor, el célebre Tom Taylor, no faltaron comentarios acerca de la posibilidad de que las máximas autoridades de la Unión acudiesen al estreno. Para algunos era segura la asistencia del presidente, el vicepresidente y el secretario de estado. Aquella noche, de acuerdo con ellos, podría verse a la creme de la creme de la sociedad en los palcos de aquel bonito teatro

Poco después de las nueve de la noche mi local quedó vacío. Apagué la mayoría de las lámparas y dejé sólo un par de quinqués sobre la barra que separa la zona de las mesas del mostrador de las bebidas. Miré al reloj de pared y pensé que habría sido una buena idea el haber comprado una entrada para el estreno de "Nuestro Primo Americano". Soy amante del buen teatro y sabía que una comedia de Taylor no podía defraudarme. Aunque, bien mirado, pensé, ya tendría tiempo en las semanas siguientes de acudir al teatro sin las aglomeraciones, las tensiones y el engolamiento de la "premier".

�Me disponía a echar el cierre y dar por finalizada la jornada cuando entraron tres jóvenes caballeros que, con muestras de nerviosismo y ansiedad, se sentaron en una mesa próxima a la barra. Vestían correctamente y con cierta elegancia, con chaquetas obscuras, blancas camisas con lazo al cuello y pantalones grises con fino rallado. Cualquiera que los viese habría adivinado que tenían la intención de acudir al teatro y asistir al estreno. Estaban, seguramente, apurando los último minutos antes de dirigirse hacia allí. Me pidieron una botella de bourbon y tres vasos, y en cuanto los tuvieron los llenaron y alzándolos, brindaron con expresión seria por la Confederación. No me suelo meter en los asuntos de mis clientes, pero me pareció que habían escogido un día muy poco acertado para sus brindis.

�Permanecieron unos minutos en la mesa conversando en voz baja, y tuve oportunidad de fijarme en ellos. Como ya he dicho eran bastante jóvenes. Fijándome un poco más caí en la cuenta de que uno de ellos me resultaba familiar. No tendría más de veintisiete o veintiocho años, aunque con su cabello ondulado y su bigote aparentaba ser algo mayor. Yo le había visto antes en alguna ocasión, estaba seguro. Cuando se puso en pie y estrechó la mano de los otros dos lo recordé enseguida. Aquel joven elegante era un actor, y yo le había visto un par de meses atrás representando una obra de teatro en Baltimore, ciudad a la que acudí con motivo de una visita mis hermanos. Tras despedirse de sus dos acompañantes, que salieron del saloon y le dejaron solo, se dirigió hacia mí, con su vaso vacío, y poniéndolo sobre el mostrador me dijo:

—Lléneme el vaso otra vez. Voy a necesitar otro trago para lo que voy a hacer.

—¿Y qué va a hacer usted?

—Voy a ir al teatro.

Dicho esto apuró el bourbon de un trago, y dejando de nuevo el vaso, saco una moneda de oro y me la entregó.

—¿Hay suficiente con esto?

—Hoy es un día especial. Les hago un precio especial. Me vale su oro, caballero.

El joven se quedó mirándome unos instantes. Hizo el gesto de dirigirse hacia la puerta, pero lo pensó mejor y se volvió de nuevo hacia mí y, tras dudar unos instantes, se inclinó sobre la barra para tenerme más cerca y, en voz baja, me dijo lo siguiente:

—Dígame una cosa, señor. Si la muerte de unas personas puede cambiar el rumbo de la guerra y facilitar la victoria,¿no es lógico y lícito que les arranquemos la vida sin compasión alguna?

—Mire, caballero, le diré, en efecto, una cosa. Y si lo permite le daré un consejo. En mi opinión no hay nada que justifique las guerras y en ningún caso es legítimo matar...

—¿Aun en defensa propia?

—Sólo si aquel al que matamos iba, con seguridad, a quitarnos la vida.

—¿O en defensa de nuestra causa, de nuestras convicciones o nuestros ideales?

—Respecto a esto déjeme darle mi consejo. Si tiene usted unas sólidas convicciones, si cree en unos ideales, haga lo que crea necesario para defenderlos, sin plantearse cuestiones retóricas como la que me hizo antes. Que ninguna reflexión debilite la solidez de sus convicciones, que ninguna duda haga temblar su mano si la ha de utilizar en defensa de sus ideales.

—Gracias, amigo. No, nada ni nadie podrá cambiar mi determinación. El día de hoy será un día señalado que todos recordarán siempre. Adios.

�El joven actor, presa de un notable nerviosismo, salió de mi local y tomando por las riendas un caballo que le esperaba fuera se dirigió hacia la salida del callejón, donde las luces y el bullicio señalaban la cercanía del teatro. Faltaba muy poco para la hora en que se levantaría el telón y daría comienzo el estreno.

�Pasé un buen rato recogiendo el local, pues estaba claro que ya no acudiría nadie más aquella noche a tomar un trago. Dispuse las sillas sobre las mesas y coloqué las botellas en el mostrador. Y finalmente apagué los dos quinqués que había mantenido encendidos sobre la barra. Me puse el gabán y tras cerrar la puerta, salí al exterior.

�No había un alma por las calles. Todos debían estar disfrutando de la representación en el teatro, apenas a dos cuadras de allí. De modo que pensando en mis cosas caminé tranquilamente hasta la calle más próxima y seguí mi camino, pasando frente al teatro.

�No había caminado ni un centenar de yardas, cuando súbitamente oí unos gritos a mi espalda, y el claro sonido de las botas de gente corriendo sobre las tarimas de madera que cubren los laterales de Main Street. Y al mismo tiempo sentí el sordo golpeteo de los cascos de un caballo al galope, impactando sobre la dura tierra de la calzada. Me giré para ver que estaba ocurriendo y un jinete y su caballo pasaron a gran velocidad tan sólo a un par de metros de donde yo me hallaba.Apenas pude verles pero le reconocí. Era el joven actor que había estado poco antes hablando conmigo.

�En unos instantes llegaron aquellos que venían corriendo tras de él. Se trataba de un grupo numeroso de hombres. Algunos de ellos disparaban sus colts hacia el jinete que se alejaba y se perdía en la oscuridad de la noche, en dirección hacia el puente.

�En aquellos momentos yo me encontraba al otro lado de la calle, algo alejado del teatro, junto a la puerta de una de las más elegantes pensiones de la capital. Un hombre salió de la misma, llevando un linterna encendida y manteniéndola en alto. Los dos mirábamos extrañados en dirección al teatro sin saber exactamente que había ocurrido allí. Así estuvimos unos minutos sin saber que hacer, hasta que se abrieron las puertas del teatro y salieron dos hombres que llevaban a alguien acostado en unas parihuelas, y detrás de ellos un grupo numeroso de gente.

—¡Llevan un herido! — le dije al hombre de la linterna.

—¡Es cierto! — y agitando al linterna para llamar la atención de aquellos hombres, gritó — ¡Tráiganlo aquí! ¡Rápido!

�En unos instantes llegó aquel grupo de gente y entraron a toda prisa con el herido en la pensión. Al pasar junto a mí, le vi. ¡Dios mío, era el presidente Abraham Lincoln! ¡Y parecía estar gravemente herido!

Aquella mañana temprano el presidente falleció. Y durante algunos días yo estuve preguntándome si podría haber hecho alguna cosa para evitar su muerte. Era evidente que aquellos jóvenes eran los autores del atentado. Y yo les había tenido en mis manos aquella noche.

�¿Saben una cosa? Finalmente me dije que aquello no era asunto mío. Pocos días más tarde les dieron caza a los tres. Dos de ellos fueron abatidos, según creo, y el otro ajusticiado en la horca. Si ya se ha hecho justicia y finalmente los confederados no han sacado provecho alguno del magnicidio, lo mejor que puedo hacer yo es seguir mi vida y mis rutinas y abrir cada día mi saloon. ¡Ah! y que no se me olvide, he decomprar una entrada de platea para acudir un día de estos al teatro Ford, a ver aquella obra de Taylor cuyo final se perdió nuestro estimado presidente.