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Foro para escritores de Bubok

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Fecha de ingreso: 27 de Abril de 2009

Re: Historial recopilatorio del concurso de relatos

21 de Mayo de 2009 a las 21:53
Queda establecido este topic como anuncio.

Por favor, que aquí participen exclusivamente los autores de cada relato aparecido en los ránkings publicando la versión corregida del mismo, y NO gente que quiera comentar algo. Con el objetivo de mantener esto lo más limpio posible, será borrado sin preguntar todo mensaje que se limite a comentar y no a poner relatos.
reithor
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  • 24 de Mayo de 2009 a las 20:51

Tercer puesto del sexto certamen (primero tras el recuento de votos del 7 de Junio)


Hidalgo

El calor se haca insufrible a pesar de estar a punto de terminar el verano. All, en aquella isla donde tuvo que parar mientras llevaba su desnutrido ejrcito hacia el Sur, hizo recuento de tropas. Las fiebres amarillas diezmaban a los suyos cada quincena, siempre ayudados por aquellos impos salvajes que, lejos de agradecer la evangelizacin que les alumbraba, respondan con flechas endemoniadas, venenosas. Curare llamaban a aquella ponzoa pagana, y para mayor desgracia, se obcecaban con los caballos. Porque eran ms grandes, porque no los conocan, porque no tenan armadura, demasiados motivos para pasarlos por alto; lo que obligaba a ir al pesado ritmo de las tropas de a pie. Las corazas castellanas comenzaban a oxidarse debido a la humedad y los vveres, an a pesar de tener partidas de caza y el racionamiento, eran cada vez menos. Pero daba igual, llegara al Bir fuera como fuere, cayera quien cayera. De una ojeada el otrora hidalgo, ahora marqus, decidi que haran noche all, con lo que mand a sus hombres descansar, haciendo guardias por supuesto, hasta que los gallos cantaran. Estos se miraron extraados, muchos ya hartos de las excentricidades de su obsesionado capitn: no llevaban ningn gallo, cmo sabran cuando acabar los turnos? Esto pasaba su lmite. Los murmullos se levantaron una vez ms, lo que no escap al an agudo odo del marqus, aunque en su sangre siempre sera hidalgo, siempre tendra que demostrar la nobleza de su sangre.

Don Francisco compil mentalmente su azarosa vida. Una prueba tras otra, sin parar, desde su nacimiento. All en Trujillo su padre no haba dejado nada para l salvo un ajado zurrn trado de las guerras de Italia, antes del descubrimiento del Nuevo Mundo. De joven se haba visto, l, obligado a trabajar como porquerizo. Aquello era demasiado para su noble pero olvidada sangre, y jurndose que su nombre estara en los libros de historia, nunca haba cesado en su contumaz empeo por ser el ms grande. No saba como lo iba a hacer, hasta que a los diecisiete aos corrieron por todas las granjas de Castilla las noticias. Por orden de Su Majestad Isabel, se haba descubierto un nuevo mundo allende los mares, un Almirante genovs haba trado oro e indgenas como muestra. El iluso trataba de alcanzar las Yndias, pero se top con indgenas. Aquello sera su salida. Tard nueve aos en escapar y enrolarse en un barco hacia el nuevo mundo, trabajando como grumete. Ya con 26 aos era con diferencia el mayor entre su clase en el barco, doblando en edad a casi la mitad de aquellos analfabetos. “El ms viejo”, se deca a si mismo, sintiendo la espina que nunca consigui sacar de su interior, de su sangre noble. Una vez en La Espaola, sin un ducado en el bolsillo, no le qued ms remedio que trabajar en la taberna de los cuatro vientos, esperando una oportunidad. All conoci a Alonso de Ojeda, a Hernn Corts, a Francisco de Orellana y otros conquistadores, quienes apenas reparaban en aquel hidalgo que limpiaba sus vomitonas y recoga sus platos. Pero Don Francisco aprendi de escuchar sus historias, y cuando tuvo la oportunidad -seis aos ms tarde- consigui, al fin, formar parte de una expedicin.

Fue su nica oportunidad, y no la desaprovech; se hizo un nombre y, por primera vez en ms de treinta aos, se sinti respetado. Y no par. Llev con xito varias expediciones en aquellas selvas inexploradas, hasta que escuch las quimeras de El Dorado y el reino de Bir, donde los dioses del Sol todo lo tornaban de oro. Los Incas, decan que se llamaban. Tard diez aos ms en conseguir la capitana y as llevar su expedicin en busca del oro del Bir, y all que se fue, siempre con su merecidamente ganado caballo. En busca del oro que le tornara el ms grande de todos los conquistadores. Los otros le haban dado propinas, le haban tratado como un puerco, pero l sera el ms grande conquistador de todos los tiempos. Aunque tuviera que ir solo.

Volvi en si al terminar sus tribulaciones, y se dio cuenta de que seguan los murmullos, casi tornados en gritos ya. No estaba dispuesto a que, a l, tras haber recorrido todo el nuevo mundo desde Tenochtitln hasta Panam y siguiendo ms al Sur, aquellos perros quejicas se le amotinaran. “Demasiado viejo”, volvi a pensar, vindose con cincuenta aos ya. “Todos conquistaron mucho ms jvenes”. Por eso l sera el ms grande, no conquistara por impulsos de grandeza; ira ms all. Sera un dios para aquellos indgenas, y fundara su propio imperio sobre el Bir, en nombre del Emperador Carlos, nieto de la Reina. Cayera quien cayera, conquistara Bir aunque fuera solo con su caballo hasta las minas de oro. No dejaba de repetrselo.

Golpe con su espada su propio escudo, llamando al orden; tard en conseguirlo. Altivamente, desde lo alto de su corcel, se dirigi a sus huestes, tratando de alentarlas y recordndoles lo cerca que estaban. Pero slo oa quejas. “Se acab, con estos hidealgo no se conquistara ni Almendralejo”. Don Francisco de Pizarro, antes hidalgo y entonces marqus descendi de su caballo, desenfund de nuevo su espada y traz una lnea en el suelo, diciendo:

Por este lado se va a Panam, a ser pobres, por este otro al Bir, a ser ricos; escoja el que fuere buen castellano lo que ms bien le estuviere”. El silencio invadi los alrededores, dando fuerza a la altiva mirada del capitn.

Solo trece quedaron en su lado. Que as fuera. Ni siquiera repar en que se trataba del nmero maldito cuando al da siguiente se dirigi hacia el Sur con quienes le eran fieles. Antes muerto que el retorno.

reithor
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  • 24 de Mayo de 2009 a las 21:04

Tercer puesto del tercer certamen


De Paseo (aka las velas en el stano)

Las velas en el stano enladrillado apenas alumbraban una leve penumbra, donde se difuminaban varias parejas alrededor de las mesas. Accedi tras bajar la escalera y cruzar la puerta abatible, enfrascado en su petulante capa y sin haberse despojado an del sombrero de ala ancha. Llevaban prohibidos tanto tiempo que nadie lo recordaba, aunque las recientes novelas de algn escritor prestigioso podran alertar a ms de uno. Daba igual, era su noche, la nica del ao que poda materializarse, escapar de Linares y adentrarse en los lgubres tugurios del viejo Madrid. An as ni sus espuelas ni su afilado florete haban resonado contra los callejones, pues la maldicin an se taa sobre sus huesos. Cuando eran huesos y no un aura informe sin capacidad de atravesar sus propias puertas y ventanas ms all del Palacio.

Pero era su noche.

Embozado, nadie poda reconocer su naturaleza etrea, y en un lugar tan oscuro nadie reparara en aquel extrao... aunque la mesa la tena reservada desde haca casi un ao, y saba que no faltara a la cita. Como en los ltimos aos, all estara y podra mirarla una vez ms, an podra entonar su meloda para decir cunto la amaba, y cmo se resista a bajar al inframundo para poder verla aunque solo fuera en esas noches de luna azul. Esas eran las nicas noches que poda salir de su encierro.

Llevaba ya esperndola varias horas, y nada suceda. La desesperacin del alba que se avecina le llevaron a temerse lo peor: le habra olvidado? Habra muerto? No saba nada desde la ltima vez, y haba pasado tanto tiempo... Su ajado reloj sugera que volviera al castillo, ya que si el amanecer se cerna sobre l fuera de sus dominios no tendra ms remedio que desintegrarse, despedirse fugazmente del mundo y reunirse con todos los espritus all donde stos estn. Apenado se dirigi a la salida, cuando tras subir las escaleras la sala se ilumin completamente. Sus vestimentas se mostraron traslcidas, y l directamente fue presa de una transparencia relampagueante y sublime. Detrs de la cegadora luz pudo distinguirla, sujeta entre dos individuos y con el terror en la cara; mientras otros cuatro ms se acercaban a l sin buenas intenciones. Cada uno opt por una forma diferente de apresarle: Uno con una red de hilo de titanio que lo atraves sin mayor problema. Otro lanz cuchillos de plata que se clavaron en la pared tras hacerle desprender una pequea humareda. El tercero sac un extrao objeto que dispers rayos verdes por la habitacin quemando todo lo que iluminaban, y el ltimo se coloc en su frente con un bastn dorado y pronunci unas extraas palabras en una lengua prohibida, lo que realmente enfureci al espritu: ste sac su florete y marc en un audaz movimiento al matn, firmando en su cara el horrible nombre que se haba atrevido a pronunciar. Emiti un chillido destinado a los hombres que taladr todos los cerebros presentes, salvndola as del horror.

Atraves el campo de luz, sintindose de nuevo seguro en las sombras de detrs de los focos, aunque no lo suficiente. La cogi, la desat con su daga de marfil y se la llev corriendo. No le dara tiempo... Baj a toda prisa por las callejas para llegar a la plaza de la Diosa, solo quedaba cruzarla y la claridad amenazaba con llevarse lo poco que quedaba de l. No le dara tiempo. Par, la mir y se quit el sombrero, mostrando sus casi invisibles rasgos otrora perfectos. Los ojos de ella apenas podan contener el dolor y las lgrimas, no podra soportar perderle otra vez y para siempre. El fantasma la bes, ella se abraz al beso y se desplom sobre la calzada cayendo bajo un blido que iba a toda velocidad calle abajo. Su alma abandon el cuerpo al instante, para horror del fantasma. Pero ella le respondi "no poda soportar ms estar sin ti, ni estar sin envejecer hasta que te vayas de este mundo. Vayamos al castillo, rpido!" El estaba aturdido ante las implicaciones de aquello, pero reaccion. El canto de los pjaros ya era endemoniado, y la luz turbadora. Pero ya poda correr, no ir al paso de humanos...

... Y en un par de segundos llegaron al Palacio, cogidos de sus etreas manos, y entraron a refugiarse de las mortferas luces. All, a su manera, los fantasmas comenzaron a hacer el amor, y dada su naturaleza les llev varias horas. As fue cmo las visitas creyeron por vez primera escuchar psicofonas en los albores del Palacio de Linares.

oniria
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Fecha de ingreso: 15 de Febrero de 2009
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  • 27 de Mayo de 2009 a las 16:28
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2º en el VII Certamen
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HIERÓDULA

La estatua de oro de la diosa mostraba un semblante serio.

En sus hermosos y fríos rasgos casi podía detectarse una acusación; los labios, que hubieran debido resultar apasionados, formaban una línea inflexible, y los ojos de metal muerto provocaban una impresión de eterno reproche.

Al menos, así lo percibía Sae, hija de Luen, hieródula en el pequeño templo, y la mejor de todas sus prostitutas sagradas, en opinión de los fieles que acudían asiduamente al lugar. Había sido entregada al servicio de la diosa a la edad de doce años, cuando su cuerpo abandonó las líneas tiernas de la infancia para curvarse suavemente en las de una joven mujer. Su conversión en hieródula no fue algo premeditado. Luen, campesino ignorante, viudo resignado, y hombre de poca suerte, siempre manifestó el temor y la reverencia debidos a la diosa, pero la razón principal que le llevó a sumir a su hija en aquella esclavitud perpetua, fueron las deudas. El pequeño campo que labraba se mostró poco agradecido con las miles de horas de trabajo que enterró en él, y sólo ofreció a cambio hambre y miseria. Luen no tuvo opciones. La dejó en la entrada del templo, apartando los ojos con vergüenza…

Pobre Luen, qué poco conocía a su hija.

Claro que, era lógico que temiese por ella, y se sintiera culpable. Más allá del brillo de los rituales y las parafernalias del templo, y de las palabras una y otra vez repetidas hasta perder todo sentido, las prostitutas sagradas no dejaban de ser eso, prostitutas. Gozaban de una vida cómoda, pero el servicio sagrado no lo soportaba bien todo el mundo. Los fieles acudían a recibir el amor de la diosa a través de sus esclavas, y ellas no tenían capacidad de elección posible. Había que atenderlos a todos, darles aquel remedo de amor a todos, altos, bajos, viejos, jóvenes, guapos, feos, gordos, delgados…

Sin embargo, Sae guardaba un secreto: a ella le gustaba el papel que le había deparado el destino. Le gustaba de verdad. Se sentía una mujer afortunada, y, de alguna manera, una triunfadora. Habían intentado utilizarla, siempre, todos: su padre para alejar su miseria, la diosa para usar su cuerpo como medio para llegar a los fieles, el templo, para enriquecerse con los pagos por sus servicios, los creyentes, para liberar su lujuria… ¿No resultaba tremendamente satisfactorio, y sutilmente irónico, que, en realidad, ella fuera la que los manipulase a todos?

La diosa no la utilizaba para dar amor, era ella la que utilizaba a la diosa, y todo lo que suponía, para liberar sus inagotables apetitos, y su pasión.

Y la diosa lo sabía.

Cada caricia entregada por Sae en su nombre, era una mentira. Cada beso, un engaño. No había comunicación entre los fieles y su divinidad, Sae no se consideraba un vínculo, sino un fin en sí mismo. Nada llegaba a la diosa, nada surgía de la diosa; todo empezaba y terminaba en el anhelante tacto de Sae, en los deliciosos escalofríos de su piel, en el lánguido crepitar de su carne, en el largo y glorioso ascenso que la llevaba una y otra vez a las siempre codiciadas alturas de lo voluptuoso, al erótico mundo de los sentidos, de los deleites carnales.

Todas las bocas podían dar placer, si sabías buscarlo, todas las manos eran capaces de arrastrarte en el lento, armónico fluir del deseo, si sabías dejarte llevar. Por eso, no le importaba que, muchas veces, los fieles fueran hombres viejos, o poco agraciados, en su mayoría campesinos de dedos callosos y carnes marchitas, quebradas por el trabajo duro y la pobreza. Además, no podía quejarse. Ocasionalmente, disfrutaba de algún premio inesperado, soldados o aventureros que estaban de paso por la zona, hombres de armas acostumbrados a buscarse la vida rondando la muerte. Entre sus brazos, enérgicos, entendidos, incansables, Sae ardía como una tea, como las brasas de los incensarios sagrados, perdiéndose jubilosa en aquella marea eterna, eternamente buscada…

Pero, el día en que llegó Meren, el mundo perfecto en el que vivía Sae, dio un brusco vuelco.

Al contemplar la figura elegante, gallarda y atractiva, de aquel extranjero, el corazón se aceleró en su pecho como nunca antes le había ocurrido. Sintió que los dedos se le crispaban por el puro afán de tocar esa piel, esa, exactamente esa, y ninguna otra. Sintió la boca reseca, agrietada, sedienta, ansiosa de recibir los besos de esos labios. Su cuerpo se tensó, totalmente alerta, esperando recibirle, mezclarse con él en esa inacabable danza atávica en la que ambos llegaría a ser puro gozo, carne que palpita.

Meren era un hombre hermoso, alto, bien proporcionado, con aire digno y noble.

Y Sae iba a tenerlo…

Avanzó hacia él, contoneando las caderas con suavidad, muy segura de sí misma, de su belleza, de la ciencia meticulosamente aprendida entre los susurros de sus sábanas. Sólo se oyó el tintineo de sus largos zarcillos, de los mil abalorios y cadenillas que adornaban su cabello, tobillos, brazos, y la túnica dorada de hieródula. Los rasgos de su rostro permanecieron inmóviles observando a Meren, fijamente, manteniendo su mirada; nada dejó entrever cuánto deseaba arrancarle la capa, y la armadura de cuero blando, cómo suspiraba por apartar el último rastro de ropa y aferrarse con uñas y dientes a su piel, probar su sabor, contaminarle con aquella abrumadora necesidad...

– ¿Deseas recibir el amor de la diosa, creyente? – preguntó, siguiendo el ritual. Los ojos de Meren� se deslizaron un segundo hacia la estatua de la diosa, luego volvieron a ella... Agitó la cabeza.

– No, creo que no – dijo, sorprendiéndola – No temas. No seré yo quien se aproveche de tu triste situación muchacha, ni quien te tome, cuando me consta que no puedes rechazarme. Debe ser terrible tener que prostituirte de esta manera, perder... la dignidad, perder el respeto que todo el mundo debe poder sentir por sí mismo, sin ni siquiera quedarte con el oro ganado a costa de tu humillación – Sae se quedó tan desconcertada, que no supo qué replicar. Él le entregó una bolsa, bien nutrida – Toma. Este oro, que sea para ti, y sólo para ti. Escóndelo – alzó una mano, y le acarició la mejilla. El roce provocó una sensación devastadora, una descarga absolutamente deliciosa de dolor y calor que recorrió con furia su cuerpo. Sae se estremeció. Él no pareció darse cuenta, sumido en su propia lucha – Y no creas, no resulta fácil, renunciar a disfrutar de tus encantos. Eres una joven muy hermosa. Quizá, en otras circunstancias… Pero soy un hombre de honor, y debo tratarte con el respeto que te mereces.

Respeto… El hambre de sensaciones que tensaba dolorosamente su cuerpo, que hacía arder por completo su alma, la inducía a revelarle la verdad, y de inmediato. Quería decirle que no tenían por qué negarse la satisfacción que ambos deseaban, porque ella, ella en concreto, no era una víctima. Muy por el contrario, se consideraba un ser tremendamente dichoso, situado por la vida en el lugar donde más libre podía sentirse. De haber seguido en la casa de Luen, hubiese terminado casada con cualquier campesino, un hombre áspero, rudo, y sólo inspirado por su propio placer. Un único hombre, al que hubiera pertenecido, al que se hubiera visto sujeta, limitada a sus momentos y sus caprichos, sin posibilidad de desatar sus apetitos en otras pieles…

Pero, no, no…

Sae titubeó, sintiéndose atrapada en una absurda broma del destino. Si no le sacaba de su error, aquel extranjero se iría, dejándola con su espejismo de virtud, su deferencia, y sus brazos vacíos; pero, si le decía la verdad, perdería aquel inesperado respeto, aquella emoción peculiar que nunca nadie le había regalado, y que se sentía inclinada a conservar. Incluso, quizá, llegara al desprecio. No podría soportarlo… Era capaz de irse, de todos modos, y ella se quedaría sin la satisfacción carnal, y sin su respeto.

Contuvo el intenso deseo que pugnaba por estallar en su interior, y le dejó marchar, apretando disimuladamente los puños. No podía librarse de la incómoda idea de que, ya, nada sería como antes, nunca. A partir de ese momento, buscaría el aroma de Meren en otros aromas, el sabor de esa piel que ni siquiera había probado, en otros cuerpos, el frenesí devastador que había desatado aquel roce en su mejilla…

Y le dio la impresión de que, la estatua de la diosa, sonreía.
oniria
Mensajes: 2.267
Fecha de ingreso: 15 de Febrero de 2009
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  • 27 de Mayo de 2009 a las 16:39
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1º en el VIII Certamen
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EL FLAUTISTA

Era extraño, aquel flautista... Olía a bosque, a tierra húmeda, a tormenta. Nunca llevaba zurrón, nunca compraba nada, nunca reverenciaba los lugares sagrados del pequeño reino, ni hacía las cosas que se presupone que hacen los seres vivos. Rondaba ocasionalmente la aldea que se alzaba junto al bosque, pero siempre a distancia, siempre evitando el contacto con los lugareños. Prefería la soledad y jamás hablaba.

Solía pasar su tiempo en lo más profundo del bosque, cerca de la negra montaña que marcaba, exactamente, el centro del reino mágico; un lugar que los aldeanos evitaban siempre que podían, como evitaban mirar la montaña. A él, sin embargo, no parecía importarle la sensación de magia demasiado antigua, demasiado agreste, que emanaba de aquella mole oscura. Sentado en una loma, junto al nacimiento del río, tocaba su flauta durante horas y horas, siguiendo el melódico rumor de la corriente, encadenando notas como otros encadenan palabras…

Decían que comía ratas. También decían que comía niños.

Nadie le vio, nunca, comer nada…

Lo único realmente vivo en él, parecían ser sus manos, una idea que surgía de su movimiento, no de su aspecto. Al igual que su rostro de ojos yermos, eran demasiado pálidas. La piel, translúcida, endeble como la de un pescado, daba la impresión de estar estirada hasta lo imposible sobre los finos huesos; y, en ella, se distinguía el ramaje de unas venas monstruosamente hinchadas, llenas de bultos y deformidades, que dibujaban signos perturbadores al entrecruzarse una y otra vez sobre sí mismas.

Sin embargo, esas manos se movían sorprendentemente ágiles, veloces, llenas de vital entusiasmo, por la larga flauta.

Nadie conocía el origen del flautista, nadie sabía qué había ido a hacer allí, qué podía haberle conducido a aquella parte recóndita del reino mágico, donde sólo había una aldea, un bosque, un río, y una oscura montaña; pero cuentan las leyendas que, una noche, la vieja Úrsula, la bruja que vendía pócimas, sacaba muelas y leía el futuro, le vio, en lo alto de su pequeña loma, recortado nítidamente contra una enorme luna llena. Y escuchó cómo empezaba a tocar su flauta, todo él inmerso en el ritmo lánguido de una música tensa, inquietante, angustiosa…

El bosque entero se puso en guardia cuando aquellas notas se extendieron por la maleza como un crepitar cansado, agitando los arbustos, multiplicando las sombras, dibujando a su paso runas extrañas, casi invisibles, en los troncos de los árboles. Los animales, las plantas, los seres mágicos, incluso los tremendamente antiguos, aquellos que vivían en el dibujo de las telarañas o reflejados en los charcos, intuyeron que había algo distinto en esa tonada, algo retorcido, y siniestro…

La música se acentuó y se quebró en una larga, larga nota.

Algo se oyó, en la vertiente del río, un gorgoteo pesado…
Entonces, la noche se llenó de sonidos, chillidos fuertes, histéricos, que llegaron acompañados de una multitud de movimientos bruscos entre el boscaje, de ruidos de piedras, de tierra removiéndose violentamente, de chasquidos de ramas… Y, de pronto, de todas partes, empezaron a surgir ratas, ratas grandes y pequeñas, ratas gordas, flacas, largas, deformes, ratas enfermas, jóvenes, viejas, y pequeños ratones. Decenas, cientos, una marabunta, una cascada interminable de movimientos convulsos. Los enloquecidos animales pasaron por los lados de Úrsula, esquivándola apenas, golpeándola a veces, y se lanzaron al río.

La vieja Úrsula, que conocía bien el olor de la magia, dijo que pocas ratas estaban vivas para cuando llegaron a tocar el agua. Esa música aberrante las había matado ya, o las estaba matando mientras se acercaban, atravesando un bosque alterado por los hechizos de aquella nota. Y contó cómo, en un solo segundo, todo el río se encontraba completamente cubierto de cuerpos peludos y sucios, un agitar continúo de miembros temblorosos, agónicos.

Ninguna rata llegó a hundirse; mucho antes de que les diera tiempo a hacerlo, algo fluctuó, separándose de las primeras peñas de la montaña, de la inquietante cascada en la que nacía el río.

Era… eso, nadie sabe decirlo, con certeza; sólo podría asegurarse que se trataba de algo más antiguo incluso que los que se reflejaban en los charcos, o los que vivían en los enrevesados dibujos de las telarañas. Ante los ojos mortales de Úrsula, se mostró como una masa negra y repugnante, una profunda oscuridad que se extendía desde la negra montaña, unida a ella como por un largo cordón umbilical que rezumara sombras. Alcanzó las ratas, las tocó, las envolvió en su negrura, reventando sus cuerpos, aspirando con gula sus fluidos estancados, reduciendo carne y hueso, convirtiéndolas en una pasta maloliente, rojiza y espesa, que cubrió como una manta la superficie del agua…

La criatura empezó a alimentarse, lentamente, lentamente, al ritmo de aquella cadencia angustiosa.

Todo fue sangre. Todo fue muerte. Todo fue oscuridad…

El tiempo se detuvo. El sonido se detuvo.

En la loma, el flautista se quedó muy quieto, los brazos en alto, la espalda arqueada hacia atrás, la flauta en los labios, iluminada en frío por la luna... Aquel silencio antinatural se extendió durante un segundo eterno, y, luego, se rompió en una nueva nota, distinta, terrible.

No había sido suficiente. Incluso Úrsula, acostumbrada a no mirar directamente la montaña, a no pensar en esas magias antiguas y perversas, pudo sentirlo. Las ratas no lo habían aplacado. El hambre, un hambre terrible, ansiosa, cegadora, se palpaba en el aire, en la música, en el negro del cielo, en los turbadores remolinos que formaban las aguas del río.

Y, mientras le veía dirigirse con paso firme hacia la aldea, Úrsula se preguntó qué nuevo alimento conseguiría el flautista, para su monstruo.

miguelmig
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Fecha de ingreso: 23 de Enero de 2009
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  • 27 de Mayo de 2009 a las 16:42

3º en el V Certamen:

El entierro de Genarín�

- ¡El pellejeeeeerooo! –gritaba Genaro por las calles de la ciudad de León, por aquel entonces casi bimilenaria, la Semana Santa de mil novencientos veintinueve.

��� Genaro Blanco Blanco, Genarín, era un hombre de entre cuarenta y sesenta años, menudo y simpático, muy conocido y algo querido en aquella urbe de principios del siglo pasado. Se dedicaba al comercio de pieles de animales, sobre todo de conejos. El gran margen señalado en lo que a su edad se refiere, es debido a que nadie la conocía; todo el mundo hacía conjeturas sobre ella, y llegaban a la conclusión que les hacía decir que estaba próximo a la ancianidad. Pero hay que apuntar que las grandes cantidades de orujo que bebía asiduamente –borrachín también le llamaban-, y el intenso y continuo frío de la zona que con aquél quería mitigar -pues pasaba gran parte del día y de la noche en las calles, deambulando-, reflejan en cualquiera un rostro arrugado y castigado. Es por esto que no resulta descabellado pensar que quizá su edad era más cercana a la cuarentena.

��� Genarín había sido abandonado al nacer, de ahí sus apellidos: Blanco Blanco. Éstos eran los que se ponían a los niños abandonados en León, en las puertas de su Catedral, a los pies de la Virgen Blanca, de la que se tomaban los mencionados primeramente.

��� Aquella Santa Semana había pecado Genarín varias veces, acudiendo, como solía, a una casa de citas. A un burdel, para que nos entendamos. Pero esto no era nada extraordinario en él: cada dos por tres, y cada cien por cien, acudía por las noches a estos locales, o en la mayoría de las ocasiones, pisos.

��� Se encontraba Genarín la fría mañana del Viernes Santo –las doce serían- cerca de una procesión, en una zona céntrica, haciendo sus necesidades fisiológicas, a la vera de las murallas romanas, cuando de repente el camión de la basura, el primero que compró el Ayuntamiento, conducido por un inexperto chico de diecinueve años, le aplastó contra las históricas, como si quisiera alguna autoridad divina castigarle por sus muchos pecados cometidos en su azarosay particular existencia. Una gran masa de gente, proveniente del acto religioso, acudió rauda a indagar sobre lo sucedido cuando dieron cuenta del suceso. Entre todos movieron el camión como pudieron para auxiliar a la víctima. Pero fue inútil, pues enseguida comprobaron que Genarín –muchos le habían reconocido- estaba muerto, con su tez abollada.

��� De los de entre la masa allí presente, los que le conocían o sabían de él, ante la tétrica escena de la cabeza medio aplastada, y ante la continuación –a decir verdad, la procesión a buen seguro no se había detenido- del acto religioso, con la música de las cornetas y los tambores a lo lejos, no pudieron por menos, y comenzaron a recordar, compungidos, todas esas imágenes de las que habían sido testigos o habían imaginado a veces, en las que el pequeñajo Genarín había sido su personaje principal.

��� Desde el año siguiente a este triste final de la vida de nuestro protagonista, cuatro ciudadanos que bien le habían conocido, llamados Los cuatro evangelistas –un taxista, un árbitro, un aristócrata bohemio y un poeta-, organizaron y protagonizaron durante años y años, todas las noches de Jueves Santo, previas al aniversario de la muerte del menudo, el que dieron en llamar El entierro de Genarín, que consistió en una procesión pagana, seguida por miles de personas, desde las callejas más viejas de León, en las que Genarín se había emborrachado, hasta la muralla junto a la que había fenecido. Allí, en ese punto, los organizadores, ante la atenta mirada del muy abundante gentío, leían unos versos que le dedicaban, y uno de ellos ascendía, algo subido de copas de orujo -como el resto-, la mole de piedra, para en ella colgar una ofrenda, que consistía en una botella de orujo, queso, pan y una naranja, que era lo que Genarín solía comer cada día.

rarevalo
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Fecha de ingreso: 16 de Abril de 2008
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  • 29 de Mayo de 2009 a las 20:19

2º en el III Certamen

Frente a frente

Ya faltaba poco, media hora minuto arriba o abajo, y los dos estaban preparándose para su cita diaria, porque ya sabían lo que iba a acontecer a las veintiuna horas y doce minutos. Eran ya muchas las semanas que sucedía, cuando llegada esa hora exacta empezaban a sentir una presencia, los cristales se empañaban y las luces de la casa parpadeaban hasta quedarse a oscuras.

Entonces, aquella imagen se iba formando delante de sus ojos, al tiempo que un quejido empezaba a cobrar más fuerza. Hasta que, finalmente un destello los cegaba y durante un minuto podían verse, frente a frente. Solían terminar gritando y huían por el largo pasillo hasta que, tres minutos después, las luces volvían a encenderse, los cristales dejaban de estar empañados y allí, con ellos, ya no había nadie. Volvían a estar solos.

Pero ¿Quién era el aparecido? Y ¿Por qué volvía cada día? Aquellos temas alejados de toda lógica atentaban con todo lo que creían, y si no llega a ser porque lo estaban viviendo, jamás lo hubieran creído.

Así ella decidió buscar información para poder hacer frente a un problema que le impedía hacer su vida con tranquilidad. Encontró varios libros en la biblioteca particular, que su padre le dejó en herencia, y halló varios testimonios y documentos que le advertían que aquella hora podía ser un indicativo del momento exacto en el que su fantasma falleció, y le invitaban enfrentarse a él, que le escuchase para ayudarle hacer el viaje al más allá, pues sólo así abandonaría su casa.

Él también buscó soluciones, porque aquellas apariciones le estaban afectando y su obsesión por ella iba en aumento según transcurrían los días. Así que, recordando lo que le dijo su hermano hacía mucho tiempo, decidió reunir todo el coraje que pudiera para hablar con ella en la próxima aparición. Esta vez no saldría corriendo y, convencido de que a esa hora se abría una puerta entre su mundo y el de ella, acudió una vez más a su encuentro diario.

Estaban dispuestos a descubrirse frente a frente una noche más, y se prepararon como si tuvieran una cita con alguien especial, alguien a quien ansiasen ver. Eligieron sus vestimentas con dedicación, se asearon y se echaron perfume sumergidos en miles de dudas, mientras miraban el reloj sintiendo cómo las agujas empezaban a moverse sin pausa para anunciar el temido momento.

Ella llegó al extremo del pasillo, con un suéter negro y unos tejanos, el pelo suelto y sus ojos bien abiertos, mientras daba pequeños pasos titubeantes con el corazón latiendo con fuerza, como si fuera a desbocarse de su pecho en cualquier momento.

En el otro extremo estaba él, con el rostro pálido y sujetando un amuleto, mientras el reloj que había suspendido en medio sonaba como un gran estruendo, advirtiéndole del tiempo que quedaba, pues ya eran las veintiuna horas y ocho minutos.

Los cristales comenzaron a empañarse, la bombilla de la lámpara a parpadear y a los dos se les erizó el vello de todo su cuerpo sintiendo el frío que les envolvía. Ella susurraba cosas para sí misma y él estaba lamentándose de estar ahí, deseando irse de inmediato. Hasta que finalmente se detuvieron a mitad del camino, aún sin verse, frente a frente, como cada día. Y entre medias, colgado de la pared, el reloj contando los segundos que faltaban.

Las luces se apagaron y la oscuridad los invadió hasta que sus ojos empezaron a acostumbrase. Y así, lentamente, sumergidos en un mundo de tonos negros y grises, empezaron a dibujar la imagen del otro, a encontrarse, mientras continuaban con esos quejidos haciendo acopio de valor para no salir huyendo.

En ningún momento dejaron de pensar en ese guión ensayado durante las horas anteriores, pero ya se habían olvidado de él y no sabían qué era lo que tenían que hacer. Hasta que llegó el destello de luz que los cegó y segundos más tarde se encontraron como cada día. Pero esta vez no salieron corriendo, sino que se quedaron inmóviles, dejando sus ojos clavados en los del otro y sin poder pronunciar palabra alguna… Aquella mirada era tan familiar.

Y entonces levantaron las manos suavemente, con el pulso temblando, y separando bien los dedos, hasta que sus yemas se encontraron rozándose con suavidad, recordando que hacia unos meses, él y ella viajaron en el mismo coche, riendo y cantando hasta desgañitarse tras haber pasado uno de los mejores días de sus vidas. Hasta que al girar en una curva, las luces largas del coche que venía en dirección contraria les cegó, obligándoles a dar un volantazo. El coche se estrelló, dio varias vueltas y lo último que recordaron era el reloj del salpicadero marcando las veintiuna horas y doce minutos.

-No puede ser -dijo ella- no puedes ser tú.
-¿Qué pasó aquel día? -preguntó él con un nudo en la garganta- ¿Por qué no estabas a mi lado cuando desperté?
-¿Por qué no estuviste tú? -le respondió mientras sus dedos se aferraban con fuerza.
-No lo sé… pero no es justo.
-¿Dónde estás ahora?
-Yo en casa ¿Y tú?
-Yo también. Pero no me refiero a este instante, sino cuando no nos vemos.
-En casa –repitió extrañado.
-Y yo… ¿Entonces?

El reloj marcó las veintiuna horas y trece minutos y como cada día, la imagen del otro desapareció y la bombilla volvió a encenderse dejándolos en una inquietante soledad, con la mano suspendida en el aire dudando sobre lo que ocurrió aquel día y preguntándose por qué hasta hoy no habían reparado en ello.

Se habían encontrado con el espíritu de la persona a la que más amaban, pero ¿Quién era el fantasma? ¿Él? ¿Ella? ¿O tal vez los dos?.. Aún lo sabían.

rarevalo
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  • 29 de Mayo de 2009 a las 20:21

3º en el IV certamen

El genio de la lámpara

La encontró en una cueva, escondida en una pequeña caja de madera llena de serrín, y cuando la cogió, la miró detenidamente lleno de expectación. Había oído hablar de ella en muchas ocasiones, pero jamás pensó que pudiera ser cierto. Se podía ver reflejado en su plata y con sumo cuidado empezó a frotarla, incrédulo de lo que pudiera suceder después. Pero ocurrió.

De su pitorro empezó a salir un denso humo que se concentró enfrente de él, formando la imagen de aquel genio encerrado durante más de mil años dispuesto a concederle tres deseos, tal y como afirmaba la leyenda. No tenía muy buen aspecto, tal vez nadie lo tiene después de haberse estado mil años sin salir, incluso parecía furioso, aunque lentamente empezó a mostrarse alegre por verse fuera.

-Soy el genio de la lámpara y por haber caído en tus manos, puedo concederte tres deseos- le dijo.
-¿Lo que quiera?- preguntó estupefacto.
-Lo que quieras... Menos resucitar a un muerto o matar a alguien... Pero todo lo demás, sí, puedo hacerlo.- respondió con arrogancia -A ver, muchacho, ¿Cuál es tu primer deseo? Y rapidito, que llevo mucho tiempo encerrado y cuando te los conceda ¡Podré ser libre!
-Pues quiero...- y el muchacho empezó a meditar en todos sus anhelos -¡Tener mil mujeres bellas!
El genio le miró de arriba abajo, casi con sorna, y chasqueó los dedos.
-Las tienes en tu casa. Ve a disfrutar de tus mujeres, que yo esperaré aquí.

El joven no dudó en salir corriendo, deseoso en ver las caras de porcelana de las mujeres prometidas que aguardaban en su hogar, fantaseando en hacer realidad sus más húmedos sueños. Era fabuloso, las mujeres estaban ahí, fuera de la casa porque no entraban todas, y eran bellísimas, como diosas del erotismo. Sin embargo había algo en sus caras que no terminaba de encajar.

El muchacho hizo llamar a la primera de las mujeres a su cuarto y ésta entró de mala gana, con resignación por tener que ceder a sus depravaciones por imposición del genio. Él la tomó, pero no quedó satisfecho. No existía deseo mutuo y eso le frustraba mucho, más incluso que no tenerlas.

A esto tuvo que añadir las quejas de sus vecinos que, hastiados de ver deambulando al resto de mujeres que no tenían cabida en su pequeña morada, habían empezado a quejarse. Así pues, acudió de nuevo al genio, quien le recibió con una vil sonrisa.

-¿A disfrutado de sus mujeres, mi señor?
-Ellas no me quieren- respondió enfurecido -Están ahí obligadas.
-Tú pediste mujeres y yo te las he dado.
-Pero yo quería que me deseasen, que fueran felices... y míralas, se sienten desdichadas por estar conmigo y en consecuencia también me siento desdichado. ¡Y encima no tengo sitio para cobijarlas a todas!
-Pues haber pedido una y no mil. No me culpes de tu avaricia... Ahora dime, ¿Cuál será tu segundo deseo?
Y el muchacho, volviendo a meditar en ello, pensó en alguna solución para que sus mujeres fueran felices. Y decidió darles bienestar, confiando en que así mejoría su relación con ellas.
-Deseo tener mil casas para poder cobijar a mis mujeres- el genio sonrió y chasqueó los dedos.
-Deseo concedido. Ve a disfrutar de tus casas, que yo esperaré aquí.

Corrió como la primera vez esperanzado por su nuevo deseo. Ya no sólo tenía mujeres, sino que su patrimonio había aumentado considerablemente y estaba convencido que habría resuelto, al menos, uno de sus problemas. Pero al llegar al barrio se encontró con la guardia del pueblo desalojando a todos sus vecinos: Hombres, mujeres, ancianos, niños... todos se estaban quedando sin sus casas, destinados a vagar por las calles como mendigos. Y mientras, sus mil mujeres aguardaban aún con el semblante serio para poder entrar en sus nuevos hogares.

-Mira lo que has conseguido, muchacho- le recriminó una anciana -por tu culpa ahora no tengo donde vivir.
-Yo... yo no pedí eso.- dijo para sus adentros.

Y cansado de las malas intenciones del genio, volvió a su encuentro, enfurecido y triste al ver a sus vecinos desahuciados. Entró en la cueva con paso firme y se detuvo delante de él, quien permanecía sentado con la mirada perdida en el infinito.

-¡Anda, si ya has venido! ¿Qué tal tus casas?- preguntó saliendo de sus pensamientos.
-Te estás riendo de mí.- sentenció -¡Yo no pedí que echases a mis vecinos! ¡Qué los dejases sin casas! Como tampoco te pedí que obligases a mil mujeres a estar conmigo.
-Perdona muchacho, yo he hecho realidad tus dos deseos: Pediste mujeres y yo te di mujeres, pediste casas y yo te di casas ¿Dónde está el problema?
-¡Qué yo no pedí que mi beneficio implicase el perjuicio de otro! Estás haciendo trampas.
-Pero así es la vida. No me culpes a mí de los engranajes que la hace girar... Los ricos son ricos porque existen los pobres, los guapos porque hay feos, los fuertes porque hay débiles... El éxito de las personas siempre va unido al fracaso de los demás. ¡A mí no me pidas cuentas!
-No es justo- recalcó el muchacho lleno de indignación -yo no quiero esos deseos.
-Nadie dijo que fuera justo- respondió el genio con indiferencia -¡Eres patético! Ahora resulta que deseas lo que no quieres. Tenías tres deseos, una oportunidad única que casi nadie tiene para poder cambiar tu vida. La has cambiado y ahora no te gusta. No me culpes a mí porque tus deseos hayan sido tan absurdos como mujeres y casas.
-Pero...
-No hay peros- interrumpió el genio -De todos modos, aún te queda un último deseo. Piensa detenidamente que quieres, pídemelo y acabemos con esta pantomima.- y mirándole con desprecio pensó en voz alta. -Estoy harto. A ver si acabamos y me voy de aquí.

Y el muchacho se detuvo, pensando detenidamente en un único deseo que no pudiera perjudicar a nadie, que resolviera todo los problemas y que a su vez le beneficiase. Pero todo lo que pasaba por su mente podía salpicar a un tercero y comprendió lo que el maldito genio le había dicho. Hasta que dio con la solución, se volvió hacia él con una sonrisa en el rostro y le dijo:

-Ya está. Ya sé cual será mi último deseo.
-¿Y bien? Pide por esa boquita que lo haré realidad.- respondió con desdén.
-Deseo que me concedas infinitos deseos.- sentenció y el genio se volvió de inmediato, alarmado por semejante despropósito.
-No puedes pedir eso.
-¡Sí que puedo! No te he pedido que resucites a nadie ni que mates. Sí puedo pedir más deseos, tantos como oportunidades para deshacer los efectos negativos que éstos provoquen.
-Pero entonces ¡No seré libre!- y el muchacho sonrió nuevamente.
-Chico, a mí no me pidas cuentas.
-¡No es justo! Llevo mil años esperando este momento.

Entonces el muchacho arqueó las cejas y respondió:

-Nadie dijo que fuera justo.


r2-d2
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  • 1 de Junio de 2009 a las 12:37

1º en el IV Certamen. Tema: Injusticia

La de hermosas mejillas


Me canso. No es justo que nosotras dos seamos las que tenemos que acarrear agua desde la fuente. Vosotras os levantáis tarde, después de retozar toda la noche con cualquiera de los hijos del amo. No os lo reprocho, sois jóvenes. También para cargar con el cántaro.

Pero no creáis, yo también fui joven. La de hermosas mejillas me llamaban. Nuestro amo debería respetar más mis canas: yo tuve entre mis brazos al padre que él no conoció. Y por mi disputaron su padre Aquiles y Agamenón, rey de hombres.

Yo no nací esclava. Vivía en la lejana Lirneso, allende el mar -demasiado cerca de Troya- cuando los dánaos llegaron en sus negras naves. Al principio, no hicimos caso: un mes o dos de guerra, y se irán. Pero pasaron los años, y el ejército de Agamenón seguía allí, frente a Troya inexpugnable, asolando contornos cada vez más lejanos para procurarse botín, ganado, grano y mujeres.

Un día apareció Aquiles con sus mirmidones frente a las murallas. Yo tenía apenas quince años, y justo empezaba a conocer los placeres del lecho con el marido que mis padres me habían dado. Aquiles lo mató. Mató a mi padre. Mató a mis tres hermanos. Lloraba cuando me llevaban a la nave. Por ellos. Por miedo a mi destino. Y Patroclo, el escudero de Aquiles, me apartó un momento de la rehala y me preguntó mi nombre. "Briseida, eres demasiado hermosa para que Aquiles consienta que ninguno te ponga la mano encima. Piensa que te hará su legítima esposa y, cuando acabe la guerra, en esta misma nave vendrás tú con nosotros de regreso a nuestra patria, a la fértil Ftia, y allí celebraremos el banquete nupcial entre los mirmidones”

Una se hace a todo, incluso a vivir entre hombres que sólo te respetan porque saben que tu dueño es otro más poderoso que ellos. Solo Patroclo era amable. El me saludaba todas las mañanas cuando salía de la tienda de Aquiles, y me embromaba y me sonreía y hasta me acompañaba si quería pasear por la playa y mojar mis tobillos más allá de las varadas naves, negras como mi destino. Hubiera sido un marido atento y cariñoso.

Un día ... sí, dicen que fue porque Crises, el sacerdote ofendido porque Agamenón no quería devolverle a su hija, el que invocó a Apolo para que enviara la peste, y que Aquiles y Agamenón riñeron por eso. Pero antes, tiempo antes, Agamenón me había visto en la tienda de Aquiles, y yo había notado en sus ojos de borracho la codicia del deseo. Si no hubiera sido Aquiles mi dueño ...

Y Aquiles .... Lo que más me duele es que pudo haber transigido con Agamenón y resarcir al Atrida con una pequeña contribución de todos. Un poco de ganado, unos trípodes. Había de sobra por todos lados. Pero el orgullo de Aquiles le hizo rechazar la reparación que pedía Agamenon por perder a la hija de Crises. Y cuando Agamenón, crecido y colérico, insinuó primero y exigió después que yo misma fuera su compensación, Aquiles se obstinó, prefirió perderme, exhibirme ante los demás aqueos como una afrenta insufrible para él. Orgullo contra orgullo, poco le importaba en qué lecho dormiría yo esa noche.

Fue Patroclo otra vez el encargado de conducir mi triste destino de esclava, de sacarme de la tienda para entregarme a los enviados de Agamenón. "¿También se casará conmigo Agamenón?" Y Patroclo bajaba los ojos.

Sin Aquiles, los aqueos fueron de derrota en derrota. ¿Te acuerdas, Andrómaca? Fueron los momentos de gloria tu esposo Héctor. Se hartó de matar aqueos. Pero él lo hacía por ti. Tú al menos conociste un marido tan amable como valeroso. Sí, ya sé que es más duro perder algo cuando se ha tenido, que no haberlo tenido nunca. Y que luego sufriste por él cuanta humillación pueden infligir los hombres a una mujer. Pero al menos, cuando ellos te humillaban, en el fondo estaban recordando cuántas veces tuvieron que huir delante de los corceles de Héctor, cuantos amigos y camaradas suyos cayeron bajo su lanza. Sólo lamento que uno de ellos tuviera que ser Patroclo.

Hector llevó el fuego hasta las naves de los aqueos. Mi nombre era maldito entre los aqueos. Sí, Briseida, la de hermosas mejillas, maldita, por una muchacha cuántos tuvieron que morir. Y cuando todos respiraban desaliento, Patroclo se compadeció de ellos, y rogó e imploró a Aquiles para que le dejara acudir al combate con los mirmidones.

Y con su armadura. Maldita armadura, la armadura de Aquiles le revistió con el mismo empuje homicida de su dueño. Patroclo no se contuvo después de echar a los troyanos fuera del campamento, y tuvo que llegar hasta las murallas de Troya ebrio de sangre y matanza. Y cuando por cuarta vez arremetió, sin ver las señales del dios, el dios desarmó a Patroclo a los pies de Héctor, para que lo matara, para que cobrara su armadura como botín y afrentara a su dueño y así precipitar el destino de todos.

Tetis llegó a la mañana siguiente cabalgando la aurora sobre la espuma de las olas, y encontró a su hijo llorando el cadáver de Patroclo. ¿Por qué los hombres más despiadados son tiernos como niños en presencia de sus madres? ¿Por qué son tiernos en el lecho y nada más levantarse pueden herirte de la manera más cruel?

Tetis trajo una armadura nueva para Aquiles, y con ella, nuevamente, la locura homicida. Aquiles cambió su llanto por la cólera, sus lágrimas por centellas, y corriendo por la playa, daba voces de rabia convocando al combate.

¡Atrida!, qué estúpido hemos sido peleándonos por una muchacha. Ojala Artemis la hubiera matado en las naves el mismo día que asolé Lirneso.” Así decía cuando todos estaban sentados a su alrededor, como si la culpa fuera mía, y los aqueos aplaudían, unos golpeando la tierra con las picas y otros los escudos con los pomos de las espadas.

Y el borracho Agamenón, falso y perjuro, ahora se deshacía en disculpas ante Aquiles por la injusticia cometida. Aquella misma mañana, antes del combate, me devolvieron a la tienda de Aquiles. Y antes aún, delante de todos, Agamenón juró que no me había tocado. No os riáis, no. Pocos hombres habéis conocido vosotras. Con toda solemnidad, juró. Trajeron un jabalí, y Agamenón dijo su plegaria, mientras cortaba el gaznate de la bestia: “Sea testigo Zeus, el primero de los dioses, y también la Tierra, el Sol y las Erinias que castigan a los perjuros, que nunca he puesto la mano sobre la joven Briseida, ni he subido a su cama, ni he tenido unión con ella, ni por deseo de yacer ni por ningún otro motivo”. Acabar de decirlo, cogió al animal por las patas, chorreando sangre de su cuello, y volteándolo lo arrojó mar adentro.

Si lo castigaron los dioses por este juramento … Bueno, lo castigaron después por tantas cosas! Y los hombres, ¿lo creyeron? Si y no. Porque a mi me devolvieron muy bien acompañada. Y eso impresiona más que los juramentos.

Allí mismo, en el centro de la asamblea, dejaron siete trípodes, veinte calderos, doce caballos. Y mujeres, yo y siete más, siete jóvenes como yo. Y oro, mucho oro. Diez talentos. Todo para Aquiles. ¿No estás dispuesto a creerte un juramento tan persuasivo?

Pero lo peor fue llegar a la tienda y ver el cadáver de Patroclo, sus rizos morenos que todavía no habían lavado, sucios de sangre y de polvo, aquellos rizos morenos que yo a veces apartaba de su frente con mis dedos cuando nadie nos veía. Las heridas negras de sangre seca, su vientre alanceado ... Allí caí yo abrazada a él, llorando. “Patroclo, te dejé vivo cuando salía de esta tienda, y te encuentro muerto ahora que regreso. Desgracia tras desgracia, tú eres la última. Tú, el más dulce de los hombres, ahora estás muerto.”

Y conmigo rompieron a llorar las otras muchachas. Ellas no habían conocido a Patroclo, pero tenían motivos de sobra para llorar por ellas mismas.

Maldito sea, Tetis. el fruto de tu vientre.

r2-d2
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  • 1 de Junio de 2009 a las 13:04

1º en el VII Certamen. Tema: Lascivia

La de�lascivas mejillas�


Me canso. Tanto hablar...

Me casé con dieciocho años. Pablo me llevaba diez. Ya sé que ahora aparenta treinta más que yo, pero entiéndalo, en su estado...

Era un buen partido. Un triunfador que había arrancado como meritorio en Arthur Andersen, luego controller en una multinacional. Después del periodo de formación en Manchester, había trabajado en Brasil, en Liberia, en Méjico. Se casó conmigo a la vez que aceptaba el puesto de Director Financiero en la empresa que Vd. tan bien conoce. Creo que yo formaba parte del lote, como el coche de empresa.

Los primeros años... ¡Qué le podría decir una mocita que había llegado virgen, si no al matrimonio, al menos a sus manos. El exceso de una carrera fulgurante, el dinero entrando a raudales, viajes, mucha vida social con la crema de los negocios… Podría decir que fui feliz entonces? Diría que creía estar en el camino de la felicidad.

Pablo nunca ha tenido amigos. Pero sí mucha gente pendiente de él. Ellos le habrán dicho cuán exquisito era con todo. En el trabajo, su control obsesivo de los detalles, la finura y elegancia de sus soluciones. Como componía su figura, impecablemente vestida y peinada. Su gusto gastronómico. El, que podía alardear de haber probado la cocina de medio mundo, los platos más exóticos y los más repugnantes, sabía demasiado de comida para que le deslumbraran los soufflés y las cremas de diseño, el plato grande y decorado, y el camarero pomposo. Era demasiado sibarita para que le engañara el falso lujo.

¿Lascivo? Sí, lo era. Mucho. Pero se sonreirá Vd. si le digo que él siempre empezaba acariciándome las mejillas muy despacio con la punta de los dedos.

Al cabo de los años, pasó lo obvio. Si de aquellas inversiones suyas en coños ajenos me hubiera llegado a mí algo de los réditos... Al contrario. Empezó a frecuentarme cada vez menos. Y si yo, al menos, hubiera podido llevar mi propia vida, discretamente... Pablo era más que celoso. Rencoroso, vengativo. Con Ignacio no llegó a ocurrir nada serio. Su misma timidez le delató ante Pablo. No bastó que dejara la empresa. Pablo movió hilos para que no encontrara trabajo en ninguna empresa decente. Tuvo que marchar a Barcelona.

Fueron diez años de cárcel dorada. La doncella, que supuestamente acataba mis órdenes, estaba en realidad a las suyas. Yo no manejaba más dinero en efectivo que el que él me escatimaba, y todos mis pasos dejaban huellas en la tarjeta de crédito para que él las siguiera. Sé conducir, o sabía.� Llegué a olvidarlo. Sólo el chófer podía llevarme en mi propio coche. Chófer que, por supuesto, “reportaba” a Pablo, como él decía en su jerga de controller.

Me aterraba forzar la separación, y Pablo lo sabía. Todos los flecos económicos de un posible divorcio los había previsto él mucho mejor de lo que yo, su pobre mujer ignorante de los negocios, podría siquiera adivinar. Me tenía atada al lecho conyugal con cadena de plata, para usar de mi cada vez más de tarde en tarde, y lucirme en cualquiera de las ocasiones a las que su cargo le obligaba a acudir con su esposa. Entré en barrena, empecé a ir de médico en médico, estuve a punto de volverme loca.

Cuando la Policía avisó del accidente de madrugada, no me extrañó que no estuviera en el supuesto viaje de negocios, ni que fuera acompañado. Tiempo ha que yo había renunciado a intentar pillarle sus mentiras. Nadie se explicaba el accidente. Era tal su obsesión por controlar, que conducía siempre por debajo de los límites de velocidad, porque no confiaba en lo que pudiera hacerle una máquina.

Fue un escándalo. La chica que lo acompañaba se casaba un mes más tarde con Daniel, otro “colaborador” suyo, como le gustaba decir a Pablo.

Cuando lo vi postrado, cuando me dijeron que nunca sería nada más que un ficus, dudé si aceptar aquella carga, si sería capaz de sacrificar mi vida a un hombre al que había temido y al que odiaba. Cualquiera de su familia lo hubiera recogido. Había dinero suficiente de por medio, patrimonio, seguros. Pero ahora todo es mío. El y su dinero.

¿Lo ve Vd.? Mueve los ojos. Nos oye. ¿Si nos entiende? Sí, nos entiende. Por lo menos a mí. Yo lo sé todo de él. Qué papilla le gusta y cuál no. Si tiene frío o calor. Si se le ha irritado el culo. Es como un tamagochi un poco grande. Ahora mismo, sé que le molesta este rayo de sol en los ojos. Siempre ha sido muy sensible a la luz. Pero no le voy a poner las gafas. No es bueno conceder todos los caprichos.

Su vida sexual sigue siendo interesante. Al principio, cuando me informaron los médicos, no presté atención: no me importaba nada. Pero luego me informé bien. Es… un poco rara. Se excita, pero sólo a nivel central, cerebral. Muy propio de una persona tan inteligente como él. Sin erecciones.� Sus eyaculaciones son del tipo hawaiano, como los volcanes esos, por rebose. Al cambiarle el pañal, se nota a veces, además de los orines, otra mancha blanquecina. Incluso alguna vez he apreciado que le gotea la puntita de esa cosita que le ha quedado.

Al mes del accidente le di el pésame al novio del la chica. No me disculpé por lo que había hecho Pablo. Ni�el chico�me reprochó nada, claro. Nos hicimos amigos. Un día lo invité a casa. Fue un impulso mío, y él aceptó. No era mi intención que viera a Pablo. Pero quizás si era la suya. Fue un momento... Se plantó delante de él, sin decirle nada, mirándole. Pablo quería eludir su mirada, pero sólo podía volver los ojos o cerrarlos. Me acerqué al chico, sólo quería apartarlo de la silla de ruedas. Pero él estaba como clavado. Y, al tratar de empujarle, empecé a consolarle, a acariciarle, a besarle. El respondía a mis besos mientras miraba a Pablo, y Pablo nos miraba a nosotros con ojos desorbitados. Así fue la primera vez. Acabamos en la cama, follando con saña, y a él lo pusimos en un lado, mirándonos a nosotros y con un espejo al otro lado.

Aquello se repitió más veces, hasta que al chico le hastió el encarnizamiento con el que yo me ofrecía como objeto de su venganza�sobre Pablo. Rehizo su vida. Yo no. Reconozco que he hecho vicio.

Primero instalé un cristal de esos que sólo se ve en la dirección donde hay más luz. Hace algún tiempo lo sustituí por cuatro cámaras que graban todo y lo replican en un monitor en la otra habitación. Porque no a todos mis “amigos” les apetece sentirse observado por este ficus con ojos.� Pero a la mayoría les pone. Sobre todo, si lo han conocido antes del accidente.

Localicé a Ignacio, aquel exiliado de su rencor. Sólo lo hicimos una vez. Cuando le enseñé -después- la otra habitación, y la silla de ruedas con Pablo frente al cristal, me rechazó como quien vomita una comida repugnante que le ha sabido deliciosa. Ignacio no es un hombre para mi. Ya no. Quizás por eso Pablo se ensañó con él: porque por él, quizás sí que me hubiera atrevido entonces a romper mis ataduras de terciopelo.

Y después de Ignacio, pasaron por mi cama todos sus amigos y subordinados. Cuando llegan a casa, yo le digo a Pablo: “Cariño, ¿a que no sabes quién ha venido a vernos?” Y delante de él, cojo una mano del visitante y la llevo a mis mejillas. Después nos metemos en la cama del polipasto ¡Si vieras que usos se le pueden dar a un polipasto para minusválidos! ¿Sabes lo que puede ser un sesenta y nueve en ingravidez? Tengo un pequeño guión con las posiciones que practicamos delante de las cámaras. Después, reviso las grabaciones con Pablo delante para comprobar que han salido bien, y mejorarlas si procede. Vivo para sus ojos.

Los nuevos amigos los selecciono con criterios que él compartiría. Y se los presento. Y luego le pregunto qué le ha parecido su “actuación”.

No, no sufre. Yo soy como él. Vivo por él lo que a él le gustaría. Sé que le hubieran encantado estos juegos. Me lo dicen sus pañales. Soy feliz.

jcboiza
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Fecha de ingreso: 29 de Octubre de 2008
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  • 2 de Julio de 2009 a las 18:06
III CERTAMEN

PRIMER PUESTO

FUE EN AQUEL MOMENTO
de Juan Carlos Boza Lpez

Fue en aquel momento, mientras miraba estpidamente un monitor de ordenador que mostraba cada una de las habitaciones de mi casa, cuando supe que no aguantaba ms. Estaba all, observando como un supuesto experto en el ms all intentaba arreglar mi vida con artilugios sacados de una mala pelcula americana. Era un hombre pequeo, menudo, que se afanaba en escrudiar el monitor, parando tan slo de vez en cuando, para tomar un sorbo del caf ms cargado y maloliente que he visto en toda mi vida.

- Ah lo tenemos - exclam emocionado, sealando con el ndice un rectngulo de la pantalla, que mostraba mi dormitorio envuelto en las sombras de la noche.

Un pequeo fulgor blanquecino empezaba a tomar forma justo encima de la cama de matrimonio. Sent nauseas al verlo adquirir la forma de un ser humano, que pareca flotar burlonamente sobre las sbanas revueltas del lecho. Pens en mi mujer y en como esa cosa la haba estado poseyendo, noche tras noche, hacindole gritar con desesperacin, al sentir como manos invisibles manoseaban sus pechos e introducan sus dedos incorpreos entre sus nalgas expuestas. Yo me despertaba asustado por sus gritos, y le deca, como un estpido, que slo haba sido una pesadilla.

Despus fue mi hija la que empez a tener problemas. Siempre haba sido una alumna brillante y una nia muy tranquila, sin embargo, empez a volverse irascible y sus notas cayeron en un pozo sin fondo. Su tutora me llam para advertirme de su repentina transformacin y yo slo supe decir que era una fase difcil de su infancia.
Me negaba a ver las evidencias delante de mis ojos. Ni siquiera, cuando mi mujer se despertaba gritando en medio de la noche, o mi hija vena a nuestra habitacin, encharcada en sudor y suplicando que la dejsemos dormir con nosotros, fui capaz de admitir que algo estaba interfiriendo con nuestras vidas; algo ajeno y maligno.

Una noche volv tarde del trabajo. Estaba cansado y enfadado de pelearme con un balance de cuentas que se negaba a cuadrar, por lo que decid ir a la cocina y relajarme, tomando una infusin antes de dormir. Me acerque a la cocina, sin encender las luces, para no despertar a mi mujer y mi hija, y fue entonces cuando lo vi. Al principio no supe de qu se trataba, tan solo percib una silueta fugaz en el espejo del pasillo, que me hizo girar la cabeza. Detrs de m, algo surgi de las sombras, casi como si estuviese hecho de un desgarro de la misma oscuridad; pareca un hombre. Sus facciones, negras como la noche misma, mostraban un odio profundo que retorca sus rasgos de forma grotesca. Perd la respiracin y ca de espaldas, sin poderlo evitar, mientras esa cosa se precipitaba sobre m. Slo fue un instante, pero not como mis entraas ardan al ser atravesado por la incorprea figura. El dolor y la impresin fueron tan grandes, que qued inconsciente hasta la maana siguiente, en que mi mujer me encontr tendido en medio del pasillo.

Despus de aquello, ya no pude negar por ms tiempo lo que estaba sucediendo; comprend que todo lo que mi mujer y mi hija llevaban meses contndome era cierto. Pero ya era demasiado tarde, mi matrimonio estaba herido de muerte. Lea el desprecio de mi mujer en su mirada cada da, incapaz de perdonarme que no hubiese credo en ella, dejndola impotente en manos de aquella abominacin, noche tras noche.

Decid acudir al sacerdote de la parroquia, confiando en que con su intervencin las cosas mejoraran. Cuando le cont lo que nos estaba ocurriendo, el religioso me mir con sorpresa e incredulidad. Despus de implorarle ayuda, como no lo haba hecho nunca con nadie, accedi a regaadientes a bendecir nuestra casa, e intentar as expulsar cualquier presencia maligna que pudiese haber. No funcion. El sacerdote realiz su nmero exorcista, arrojando agua bendita en cada habitacin, a la vez que entonaba una serie de salmos extrados de la Biblia, pero la presencia que nos atormentaba sigui all, burlndose de nosotros noche tras noche.

Un da mi mujer me dijo que no lo soportaba ms y, cogiendo a mi hija, se fue de casa sin darme ni siquiera opcin a protestar. Cuando se subi al coche, en la tristeza y decepcin de su ltima mirada, comprend que nunca volvera a estar a mi lado. A pesar de todo, yo no estaba dispuesto a ceder e irme tambin; aquel era mi hogar y me haba costado demasiado levantarlo, para dejrmelo arrebatar por nadie ni por nada.

Me obsesion, consult con expertos, le libros y acud a conferencias. Prob toda clase de rituales y ceremonias, pero la entidad sigui all, hacindose, con cada victoria suya y derrota ma, ms y ms fuerte. Cada noche me despertaban sus pasos, gritos y burlas. En varias ocasiones se present en mi propia habitacin, torturndome con su presencia y arrojando muebles y utensilios contra las paredes. Poda sentir su odio y desprecio impregnando cada esquina de mi hogar.

Una maana recib una carta de mi empresa; era el despido. Acababa de pedir un permiso para buscar a un nuevo experto que pudiese ayudarme y eso colm el vaso. Aquello, en lugar de hacerme comprender que lo mejor era abandonar mi obsesin, increment mi rabia y determinacin, por lo que decid utilizar todos mis recursos en contratar a un equipo de cientficos especializados en lo sobrenatural, que acabasen, de una vez por todas, con la monstruosidad que se haba apoderado de mi vida.

Sin embargo, ahora, mientras observaba, en el monitor que con su mosaico de imgenes cuadriculadas pareca burlarse del rompecabezas en que mi mundo se haba convertido, como la odiosa figura se corporeizaba una vez ms, para continuar su eterna burla de todo lo que para m era sagrado, algo se rompi en mi interior definitivamente.

El parapsiclogo que estudiaba el fenmeno se volvi hacia m sonriendo.

- Es maravilloso! – exclam.

Aquello fue demasiado para m. Aquel hombrecillo senta admiracin por el monstruo que haba estado destrozado mi mundo hasta convertirlo en un lodazal irreconocible. Senta admiracin! Me acerqu a l y le propin un puetazo que le hizo caer de bruces en el suelo de la habitacin. En otra poca le hubiese ayudado a levantarse, disculpndome de inmediato, pero, en lugar de eso, le ped a agritos que abandonase de inmediato mi casa. El pobre tipo sali corriendo a trompicones, asustado y sin comprender nada.

Entonces supe por fin lo que tena que hacer para acabar con aquella pesadilla. Fui a mi habitacin e, ignorando al espectro, abr inmediatamente la cmoda, donde guardaba una pequea escopeta de caones recortados. Extraje dos cartuchos del cajn y los introduje en la recamara. Sin pensarlo, apoy el can del arma en mi barbilla y apret el gatillo. Ni siquiera o el ruido del disparo, slo me desplom en el suelo. Lo ltimo que vi fue como una mancha de sangre goteaba en el techo de la habitacin. Todo se volvi rojo….
………………………
Lo primero que vi al despertar fue mi propio cuerpo tendido a mis pies y empapado en sangre; no sent nada por l, ni siquiera curiosidad. No haba olores, no haba sonidos, no haba sensaciones, todo era un vaco en mi interior. Slo una cosa permaneca inalterada y animaba mis movimientos; mi odio.

Me gir hacia el lecho. El espectro que me haba atormentado, me miraba desde all. Sus rasgos ya no me parecieron tan grotescos y repulsivos, tan slo despreciables. Sent como la ira se apoderaba de m. Por primera vez vi el miedo pintado en su rostro, el mismo miedo que deba haber visto, en m y en mi familia, durante tanto tiempo. Me arroje sobre l con la velocidad de un pensamiento y la furia de un animal. Intent defenderse, pero mi odio era mucho mayor que el suyo. Sent como intentaba agarrarse a los ltimos restos de arrogancia y maldad de sus ser para mantener su integridad, pero mi dolor, desprecio y odio feroz, le barrieron de la existencia, disgregando su esencia a mi paso, como la arena ante el viento.

Ahora, mi hogar vuelve a ser mo y ya no habr vivo o muerto que vuelva a violarlo y arrebatrmelo nunca ms. Slo siento que, aunque he recuperado mi hogar, nunca recuperar mi vida.
jcboiza
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  • 2 de Julio de 2009 a las 18:08
I CERTAMEN

2 PUESTO

El extrao caso de Wesley Key
de Juan Carlos Boza Lpez

Aunque para muchos la historia de Wesley Key es una simple leyenda urbana, una de esas historias que alguien ha odo de alguien que dice ser amigo de alguien que le conoci, lo cierto es que, por extrao que parezca, sucedi realmente.

Wesley vino al mundo en un bloque envejecido de pisos de Bay Ridge, entre los vapores de la ginebra con la que una vieja comadrona le limpi las heridas del cordn umbilical. He llagado a pensar que aquellos efluvios etlicos, que envolvieron su cerebro sin formar, fueron los que a la postre determinaron su extrao destino.

Yo le conoc aos despus, cuando mi padre perdi su empleo en Manhattan y tuvimos que trasladarnos. Fue el da en que hicimos la mudanza, estaba sentado en las escaleras de mi futura vivienda jugando con una pelota mugrienta observndonos desempacar. Recuerdo que me llam poderosamente la atencin la sincera y amplia sonrisa con la que nos recibi, en la que ya faltaban las palas y colmillos superiores. Cuando nos hicimos amigos, me cont que haba perdido los dientes en una apuesta. Se haba empeado en que era capaz de abrir una botella de cerveza con los dientes. Lo que no saba es que haban pegado la chapa. Cuando Wesley se dio cuenta de que le haban tomado el pelo, no se dio por vencido y, al final, acab con veinte dlares en el bolsillo y los dientes superiores fatalmente daados.

Sus primeros problemas con el alcohol empezaron cuando su padre muri en un accidente en los muelles. El seguro a penas cubri los gastos del entierro, por lo que su madre tuvo que trabajar durante todo el da. Wesley, con apenas catorce aos, se vio obligado a abandonar el colegio y a empezar a repartir peridicos. En Brooklyn y en pleno invierno repartiendo diarios por las esquinas, la nica manera que encontr para combatir el fro fueron las viejas botellas de ginebra que su padre guardaba en casa.

Siempre me lo encontraba en la esquina de la calle, con su sonrisa desdentada y burlona y el bulto de una pequea petaca bajo su desgastada chaquetilla de franela. Al acabarse la ginebra, pas al whiskey barato que le vendan a granel en las bodegas de los hermanos Cowen, dos inmigrantes irlandeses con pocos escrpulos para sar alcohol a menores. Con diecisis aos conoca ya todos los bares y tabernas de Brooklyn. Sin embargo, a pesar de haberle visto beber una y otra vez, da tras das, jams le haba visto borracho. Era como si las bebidas no tuviesen efecto alguno sobre l.

Recuerdo especialmente el da en que los Brooklyn Dodgers consiguieron derrotar a los Yanquis de Nueva York y ganar la Liga Mayor de Bisbol. Todos los jvenes de Brooklyn salimos a las calles a celebrarlo y, aunque Wesley bebi sin parar durante toda la noche, cuando las luces del nuevo da despuntaron, l segua tan fresco como una lechuga, mientras la mayora de nosotros estbamos embriagados o inconscientes

Ni siquiera cuando Betty Langrage, la nica mujer de la que fue capaz de enamorarse, muri atropellada por un conductor ebrio, Wesley fue capaz de emborracharse. Bebi y bebi durante das, pero jams le vi mostrar el menor signo de que el alcohol le estuviese afectando.

Una vez le pregunt por qu beba de aquella manera, si no era capaz de emborracharse, ni siquiera de alegrarse con una copa; “Porque tengo la esperanza de que alguna vez el alcohol consiga borrar de mi vida todo lo que me ha salido mal” me respondi.

Poco a poco, su inusual inmunidad al alcohol fue convirtindole en toda una celebridad. Le apodaron Whiskey, haciendo un desafortunado juego de palabras con su nombre, y los retos en bares o tabernas empezaron a sucederse. Todo el mundo quera saber hasta dnde era capaz de llegar, pero el resultado era siempre el mismo: su oponente derrumbado, incapaz de levantarse del asiento por s mismo y Weley, pidiendo una copa ms.

Por eso, cuando un nuevo local en Williammsburg anunci que ofrecera, a todo el que acudiese el da de su inauguracin, cuanto alcohol fuese capaz de consumir, fuimos muchos los que pensamos que Wesley no se perdera la oportunidad de demostrar una vez ms su peculiar habilidad.

El da de la inauguracin haba cientos de personas apretujndose en la puerta del local. Pens que no podra entrar y estaba a punto de irme, cuando divis a Wesly junto a la entrada. Con una mano me hizo un gesto para que le acompaase al interior. Cuando llegu a su altura me coment en voz baja “hoy puedo conseguirlo, por una vez no tendr que preocuparme por el dinero”. Intent persuadirle, pero su decisin era inquebrantable, as que decid acompaarle al interior.

En una mesa haban preparado varias botellas de whiskey y un hombre, cuya corpulencia frente a la fragilidad fsica de Wesley pareca presagiar una dura contienda, esperaba ansioso mostrando un fajo de cien dlares en su mano. Wesley depsito otros cien dlares para cubrir la apuesta y se sent frente a l. Los pequeos vasos de Whiskey empezaron a desaparecer uno tras otro, mientras ambos hombres beban por turnos. El duelo dur ms de una hora, hasta que finalmente el grueso oponente de Wesley, que apenas era ya capaz de levantar su bebida, rechaz la nueva ronda incapaz de continuar. Hicieron falta tres hombres para ayudarle a salir de local.

Crea que all acabara todo, pero Wesly no pensaba igual. Ante el asombro general, junt todo el dinero ganado y lo puso en la mesa, repitiendo la apuesta. Aquello me asust; Wesley haba bebido casi dos botellas de whisley y continuar me pareca demasiado peligroso. Intent convencerle de que abandonase, pero se limit a rer, mirndome con una extraa expresin de seguridad que no supe interpretar. Intent levantarle por la fuerza, pero rpidamente dos matones del local me sujetaron por los brazos impidindome moverme.

El duelo se repiti no una sino tres veces ms, ante mi mirada horrorizada y la fascinacin asombrada del pblico. Nadie era capaz de comprender como aquel pequeo cuerpo poda soportar tan increble castigo sin mostrar signo alguno de embriaguez.

Cuando el cuarto hombre tuvo que ser retirado entre vmitos, Wesley me mir de nuevo y puedo jurar que aquella mirada fue la ms clara y limpia que le vi jams. Su serenidad era increble. Con un gesto de la mano dio por terminadas las apuestas y se levant, recogiendo todas sus ganancias. Despus se acerc hasta m, pidiendo que me soltasen.

Me mir sonriendo e introdujo el dinero en el bolsillo de mi chaqueta, susurrndome al odo: “No lo necesito, por fin lo he conseguido”. Cuando, confundido, intent impedir que introdujese aquel montn de dlares apretujado en mi bolsillo, el tacto de su piel me hizo asustarme de tal manera, que di un paso hacia atrs tambalendome. Su mano estaba hmeda, resbaladiza y era extraamente flexible, tuve la seguridad de que algo horrible le estaba pasando. Wesly dio un paso atrs sonriendo de nuevo. No puedo explicar el espanto que sent, al ver su dentadura completa milagrosamente.

Todas las personas que estaban en el bar se dieron cuenta de que algo extrao estaba sucediendo. El silencio era sepulcral. Poco a poco se fueron alejando, apretujndose en los lmites del local pero incapaces de abandonarlo, como si presintiesen que, aunque horrible, lo que estaba ocurriendo era algo fascinante que deban presenciar.

Wesley cerr los ojos y eso fue el principio. Sus rasgos empezaron a diluirse, como si su rostro no fuese ms que una mscara de cera a punto de derretirse. Su piel comenz a volverse traslcida, a la vez que todo su cuerpo empezaba a contraerse. Ante los ojos atnitos de todos los que estbamos all, Wesley Key fue perdiendo coherencia fsica a medida que su cuerpo se dilua. En apenas unos minutos, lo nico que quedaba de l era un charco de lquido transparente y un montn de ropa empapada.

No hace falta decir que se form un gran escndalo cuando la gente completamente espantada abandon el local, unos gritando y otros totalmente descompuestos ante el horrible espectculo. Cuando la polica lleg, lo nico que pudo certificar era que haba un charco de whiskey y un montn de ropa en medio del local.

En los peridicos se dijo de todo, desde que se haba tratado de una alucinacin colectiva, hasta que la bebida estaba adulterada con algn alucingeno que produjo el pnico general. El local, del que ya nadie recuerda el nombre, fue cerrado y en su lugar se construy una torre de apartamentos.

Hoy en da, Wesley Key se ha convertido en un mito, pero yo s que fue alguien real. Por eso, cuando alguien en tono de burla me cuenta la leyenda de un hombre llamado Whiskey, me levant y saco de un cajn de mi habitacin, un pequeo fajo de dlares, en el que existe una extraa huella dibujada, la huella de una mano hmeda que, an hoy, huele terriblemente a whiskey barato.
jcboiza
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  • 2 de Julio de 2009 a las 18:29
V CERTAMEN

2 PUESTO

LA GRUTA DE LA MUERTE
de Juan Carlos Boza Lpez


Estaba enfrascada en la jarra de cerveza que me pagaba un viejo comerciante de telas, cuando capt algunas frases de una conversacin en una mesa cercana.

- Y nadie ha vuelto con vida? – pregunt un enorme norteo.

- Han sido muchos los que han bajado a las entraas de la Gruta de la Muerte, pero ninguno ha vuelto. Segn una leyenda anterior al hundimiento de Lemuria, es la morada de la misma muerte y slo quin venza su fro abrazo podr conseguir su tesoro.

El brbaro apur el contenido de su jarra de barro, para luego estrellarla sobre la mesa de madera rompindola en mil pedazos.

- No temo a la muerte, durante muchos aos he mandado a su morada a cientos de guerreros, magos y hasta algunos reyes imprudentes que quisieron doblegar mi espritu – bram con fuerza mientras se incorporaba –. Yo robar su tesoro.

La bravuconera de aquel extranjero poda suponer una buena ocasin para conseguir algunas ganancias fciles, por lo que me desprend de mi acompaante, inconsciente por el efecto de la esencia de loto negro que haba vertido en su bebida y, no sin antes librarle del molesto peso de su bolsa de monedas, sal tras el hombre del norte.

Le segu hasta las afueras del pueblo, procurando esconderme en las sombras. Aunque se deca de los norteos que eran giles y esquivos como las fieras de la jungla, pude seguirle sin dificultad hasta la Gruta de la Muerte, una oscura oquedad en la montaa, a la que nadie se atreva a acercarse.

Le perd de vista slo por un instante y al siguiente tena una hoja acerada y pulida amenazando mi garganta.

- As que eres t la que me estaba siguiendo!

El brbaro se encontraba sobre m observndome. Hasta entonces no me haba fijado en su aspecto; sus ojos azules guardaban la fiereza del len y su melena negra le daba un aspecto salvaje y amenazador. Ya no me pareca un bruto sino un peligroso y avezado guerrero.

- Te he visto emborrachar y robar a comerciantes incautos en las tabernas, chiquilla, pero no deberas intentar tus malas artes con un norteo. Podra haberte cortado el cuello antes de ver que slo eras una nia.

- No soy una nia! – repliqu indignada – Soy la mejor ladrona de todo Shadizar.

- Slo cuando hayas robado a reyes y a magos, hayas vencido a sus bestias y demonios y les hayas despojado de sus tesoros y concubinas, sers una autntica ladrona. Hasta entonces, slo eres una pequea ardilla fanfarrona. – se burl -. Pensabas robarme si caa borracho en medio del bosque o queras ver si consegua el tesoro y distraerme algunas joyas entonces?

- No quera robarte – me excus -. Iba a ofrecerte mis favores si conseguas salir rico de la cueva.

El brbaro me mir de arriba abajo y luego solt una sonora carcajada.

- An te faltan algunos aos y unos cuantos kilos para que esos frgiles huesos tuyos puedan atraerme, ardilla.

- Soy una mujer y tan buena o mejor ladrona que t – replique de nuevo con descaro.

- Si tan segura ests, ven conmigo a robar a la muerte su tesoro y quiz despus te mire con otros ojos.

Acced, muerta de miedo, slo para demostrar mi valor al impertinente norteo que con tanto desprecio me trataba.

Al llegar a la gruta, el brbaro improvis dos antorchas con las ramas de un roble cercano. Cuando me dispona a entrar en la cueva, me sujet por el hombro forzndome a retroceder. De una bolsa de cuero atada a su cintura extrajo un pequeo ratn de campo, que me pidi que sujetase.

- Nadie te ha explicado los peligros que esconden las entraas de la tierra? – me pregunt – El diablo suele proteger sus dominios con humores capaces de matar a un hombre antes de que pueda percibirlos. Ese ratn es nuestro salvoconducto. Si ves que deja de moverse, avsame y saldremos al instante.

Comenzamos el descenso con cuidado, guiados por la mortecina luz de las antorchas y el chillido inquieto del roedor que llevaba en mi mano. Descendimos sin parar entre piedras y peascos, avanzando lentamente, pues el terreno era hmedo y resbaladizo.

Al cabo de una hora llegamos a una gran sala escavada en la roca. En su interior, brillaba un lago de aguas cristalinas. Iba a comentar algo sobre la belleza de aquel lugar, cuando el brbaro me tap la boca, obligndome a escuchar. Un extrao chapoteo resonaba en las aguas.

El norteo se acerc al lago, iluminndolo. Al otro lado se adivinaba una abertura por donde continuaba el camino. El brbaro arroj con fuerza su antorcha a la orilla opuesta, mientras extraa de su cintura un enorme cuchillo plateado, que sujet a continuacin entre sus dientes. Despus, se introdujo lentamente en las fras aguas del lago. Fue entonces cuando apareci la bestia. Era una mezcla de serpiente y cocodrilo de dimensiones colosales. Se arroj sobre el norteo como una exhalacin, enroscando su cuerpo escamado a su alrededor y empezando a presionar brutalmente.

Me dispona a salir corriendo y volver como pudiera a la superficie, cuando me di cuenta de que el brbaro aguantaba la embestida y consegua empuar su cuchillo. Con precisin y sangre fra, logr clavar el arma en uno de los ojos del extrao animal, que lanz un bramido escalofriante como respuesta. La bestia relaj su presa y el brbaro aprovech para terminar su trabajo, hundiendo el arma hasta la empuadora. El monstruo se agit presa de estertores mortales, arrojando al norteo a la orilla.

El brbaro se incorpor, a tiempo de ver como el cuerpo del animal desapareca tragado por las aguas. Su ropa estaba rasgada y pude ver su torso poblado de cicatrices de mil batallas. Me mir sonriendo, mientras limpiaba la sangre fresca de la bestia que cubra su rostro. Con un gesto, me pidi que cruzase el lago para reunirme con l.

Nad con miedo, sujetando como pude el ratn y la antorcha en alto. Aunque el temor me haca temblar ms que las ensangrentadas y heladas aguas del lago, la presencia del brbaro me confortaba. Al llegar junto a l, reiniciamos el descenso, pero esta vez nos vimos interrumpidos de inmediato por la aparicin de una figura femenina, completamente vestida de negro y con el rostro cubierto por una capucha que ocultaba sus rasgos.

- Quin eres t que has vencido al guardin y turbas mi morada? – pregunt dirigindose al brbaro.

- Soy guerrero y ladrn y vengo a reclamar el tesoro que guardas.

- Y qu hars para conseguirlo guerrero? Luchars conmigo como hiciste con el guardin. Crees que tu espada y la fuerza de tu brazo sern suficientes para vencer a quien ha visto durante eones caer bajo su manto a ejrcitos y dinastas?

Me sent desfallecer y a punto estuve de dar de bruces en el suelo, del terror que sent, al darme cuenta de que estbamos frente a la parca y que la leyenda era cierta. El brbaro observaba la figura sin temor y entonces hizo algo que hel mi sangre en las venas.

- Te he visto cientos de veces en el campo de batalla y tu abrazo no es de guerrero sino de doncella. No traes dolor al cado sino consuelo y redencin – respondi el brbaro, acercndose con firmeza a la figura y fundindose con ella en un beso de amor.

Intent ver el rostro de la muerte, pero slo pude atisbar una enorme negrura, que pareca envolver los labios del norteo, antes de desmayarme.

Cuando despert, un cielo estrellado cubra el cielo sobre mi cabeza y el brbaro estaba a mi lado sonriendo complacido.

- No hemos muerto? – pregunt absurdamente.

- No – me respondi con sorna -. Hemos vencido a la muerte y hemos ganado su tesoro.

- Dnde? – pregunt incorporndome, y mirando a mi alrededor en busca de joyas y monedas de oro.

- No busques en bolsas, mira a tu alrededor. En las estrellas y en las luces de Shadizar, que brillan con su promesa de jvenes doncellas, robos, peleas y borracheras, es donde se encuentra el nico tesoro Qu joya es ms valiosa que el regalo de la vida? - me dijo el norteo riendo a carcajadas – Vamos! An es temprano y tengo un hambre voraz. Veamos si podemos poner un poco de carne en esos huesos tuyos de ardilla.
jcboiza
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  • 2 de Julio de 2009 a las 18:37
X CERTAMEN

TERCER PUESTO

Mara Sin Nombre
de Juan Carlos Boza Lpez

Aunque llevaba trabajando como enfermera en el hospital ms de cinco aos, nada me haba preparado para lo que me esperaba en la sala de urgencias. Se trataba de una nia de no ms de siete u ocho aos, en cuyos rasgos se dibujaban las huellas del sndrome de Down. La pequea miraba con ojos asustados a su alrededor, inconsciente del terrible estado de su cuerpo. La sangre corra sobre su rostro desde una herida punzante, que algn golpe brutal le haba producido en pleno crneo y en sus brazos se alternaban cortes profundos y crueles quemaduras. No pude evitar recordar como mi padre apagaba sus cigarrillos en mis brazos, como castigo por haber sacado algn suspenso, mientras mi madre apartaba la mirada.

Reprimiendo la angustia que senta ante la saa y brutalidad con la que aquel pequeo cuerpo haba sido maltratado, limpi sus heridas, hasta que la introdujeron en el quirfano, donde manos expertas se hicieron cargo de ella.

Al llegar a casa, no poda olvidar la mirada indefensa de aquella pobre nia, por lo que, a la maana siguiente, lo primero que hice fue preguntar por la pequea.

- Pobrecilla! – exclam la jefa de enfermera - Te diste cuenta de que tena Sndrome de Down?

- Claro– contest impaciente –, pero cmo est?

- Parece que se recuperar, aunque an estn hacindole pruebas. Lo malo van a ser las secuelas; no recuerda nada y, en su condicin, no parece fcil que recupere la memoria.

- Y su familia?

- Familia? No has ledo los peridicos? La encontraron en una cuneta de la carretera y nadie ha denunciado su desaparicin. La polica cree que fue su propia familia la que la arroj desde un coche en marcha.
- Pero eso es monstruoso! – exclam horrorizada.

- S, lo es – contest la enfermera, bajando la mirada -. Algunas personas no aceptan tener hijos como ella y los apartan, tratndolos como animales o dejndoles morir.

Pas el resto del da con el estmago revuelto y, esa misma tarde, ped el traslado inmediato a cuidados intensivos. Senta que mi deber era intentar ayudar a aquella pequea.

Al da siguiente, pude, por fin, acudir a donde estaba ingresada la nia. La encontr mejor de lo que esperaba; aunque estaba conectada a una unidad de monitorizacin y luca un aparatoso vendaje en la cabeza, no le haban puesto ventilacin asistida. Un doctor estaba examinndola.

Al consultar el historial, me llam la atencin el texto que apareca en la cabecera: “Sin Nombre”.

- Y esto? – pregunt al doctor.

- Nadie sabe cmo se llama – repuso, levantando los hombros.

- Mi madre deca que todas las mujeres eran Maras – exclam –, mientras con mi bolgrafo aada delante: “Mara”.

Cuando el doctor abandon la habitacin, me acerque a la pequea. Se haba quedado profundamente dormida debido a la fuerte medicacin. Observ su rostro tranquilo y me fij en el moratn de una de sus mejillas. A mi mente acudi la imagen de mi madre abofetendome el da en que, al cumplir los dieciocho aos, le dije que me iba a vivir con Aitor.

Dos das despus, encontr a Mara despierta. Sus ojos, azules y redondos, estaban llenos de la luz de la inocencia. Miraba a su alrededor con curiosidad y expectacin y, nada ms verme, me saludo con un tembloroso “hola”. Not de inmediato como se estremeca al ver la bandeja en la que llevaba los tiles para hacerle un anlisis de sangre.

- No te preocupes, cario, no te voy a hacer ningn dao – le dije, acaricindole la mejilla.

Cuando acerqu la jeringuilla a su brazo, todo su cuerpo temblaba. Estuve a punto de tirar la maldita jeringa y estrecharla entre mis brazos, pero, al final, decid realizar la extraccin lo ms suavemente que pudiera. Al terminar, le di un beso en la mejilla y ella me devolvi una sonrisa que me supo a gloria.

Ms tarde, le llev un pequeo geranio que tena en mi casa medio abandonado.

- Est chunga! – exclam, al ver el estado raqutico de la planta.

- No se lo digas a nadie – le susurr al odo -, es que soy un desastre como jardinera.

Empez a rerse, con esa sinceridad y entrega de la que slo son capaces los nios, consiguiendo que mi trabajo en el hospital se llenase de luz y alegra.

Poco a poco, el estado de Mara fue estabilizndose; el fantasma de una posible infeccin empezaba a alejarse definitivamente. Aprovechando su mejora, le llev unos rotuladores y un cuaderno para que se entretuviera dibujando. Nada ms verlo, comenz a garabatear con torpeza sobre el papel.

- Tu no dibujas? – me pregunt.

- Me pasa como con las plantas, no se me da bien – le ment.

La verdad es que la pintura haba sido el nico desahogo de mi infancia y que, cuando me cas, intent convertirlo en una actividad profesional. Sin embargo, todo se torci cuando Aitor perdi su empleo en la fbrica. Slo le ofrecan trabajos a tiempo parcial y pequeas obras, lo que fue amargando su carcter. Nuestras broncas eran continuas, hasta que una maana volvi a casa borracho y con un nuevo finiquito bajo el brazo. Yo estaba pintando un desnudo masculino, y, cuando Aitor lo vio, se sinti ofendido. Arremeti contra m golpendome con saa. Aquel da le abandon a l y a la pintura para siempre.

La mejora de Mara continu y dos das despus dio sus primeros pasos por la habitacin.

- Tienes novio? – me pregunt, dejndome sorprendida.

- No – atin a responderle.

- Por qu? – insisti.

- No s…- dud - Y a ti? Te gusta algn chico? – brome.

- Mara no puede tener novio, Mara es fea – contest, bajando la mirada.

- Eso no es cierto! – repuse indignada - Eres la nia ms bonita del mundo, cuando seas mayor tendrs novios a montones.

Su rostro se ilumin y, echndome sus manitas alrededor del cuello, me regal el beso y el abrazo ms sinceros que he recibido jams. No pude evitar que algunas lgrimas resbalasen por mi mejilla.

Aquella fue la primera y la ltima vez que pude tenerla entre mis brazos. Al da siguiente, cuando me incorpor al turno de maana, el doctor de guardia me estaba esperando.

- Ha ocurrido algo terrible – me dijo.

- De qu ests hablando?

- Se trata de Mara – repuso - Anoche entr en coma.

- Cmo es posible? – pregunt, intentando reprimir el nudo que se estaba formando en mi garganta – Ayer estaba perfectamente.

- Tena un cogulo en el lbulo frontal que no habamos visto en el TAC. No hemos podido hacer nada, ha muerto hace una hora.

El doctor me dijo que me tomase el da libre y me fuese a casa. Pero, aunque el golpe fue tan duro que apenas era capaz de tenerme en pie, quise ir una ltima vez a la habitacin de Mara.

Al entrar, cre por un instante que Mara me recibira en la cama con su mirada de curiosidad y su sonrisa inocente, pero slo un amasijo de sbanas me dio la bienvenida. En un rincn estaba el cuaderno que le haba regalado. Fui hojeando sus primerizos en inseguros dibujos, hasta llegar a uno en el que haba pintado a una nia con la cabeza envuelta en vendas junto a una enfermera y, en medio de las dos, un enorme corazn rojo. No pude reprimir ms tiempo mis lgrimas y romp a llorar con desesperacin. Eran lgrimas de pena, s, pero tambin de indignacin y rabia, lgrimas reprimidas desde mucho antes de conocer a Mara.

Estaba a punto de irme, dejando todo atrs, cuando repar en el pequeo geranio que le haba regalado. El da anterior estaba mustio y raqutico, pero ahora estaba lleno de vida y repleto de pequeas flores sonrosadas. An sin comprender muy bien por qu, aquello hizo que mis lgrimas se convirtieran en una pequea sonrisa.

Esa misma tarde, desempolv mi viejo estuche de pinturas al leo y pint un retrato de Mara, a cuyo lado puse su hermoso geranio en flor. Desde ese da, mi casa y mi vida se llenaron de una nueva luz. Puede que nunca llegue a saber quin era realmente mi pequea Mara Sin Nombre, pero lo que s s, es que, en el poco tiempo que tuve el privilegio de conocerla, ella me ayud a recordar quin era yo.

oniria
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Fecha de ingreso: 15 de Febrero de 2009
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  • 18 de Julio de 2009 a las 12:58
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2º en el IX Certamen
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SUSANA CERCA DEL CIELO

Rafael hizo un rápido repaso final, que resultó bastante satisfactorio. El teatro estaba hasta los topes, habían acudido periodistas de los principales medios y cada cual había ocupado su sitio sin mayores incidentes… Todo estaba listo, una vez más, para el comienzo del espectáculo. Se captaba la expectación en el aire, la sensación de inminencia. No era de extrañar.

Nadie quería perderse lo que tuviera que decir Susana López, la primera Santa del tercer milenio.

Susana no era oficialmente santa, por supuesto. Ningún Papa la había declarado como tal. Que siguiera viva, era un serio inconveniente, pero no tanto como su mala relación con el Vaticano y con su enviado especial en aquel asunto, un hombre frío y calculador al que Rafael sólo podía describir como perverso. No, la Iglesia Católica rondaba, intrigando discretamente, buscando el modo de conciliar lo sucedido con sus propios intereses, pero aún no había emitido ningún comunicado público al respecto. Primero, querían tener controlada la crisis.

Porque, la “santidad” popular de Susana se basaba en hechos irrefutables: había dejado de comer.

Ese fue el punto de inicio de aquella locura, aquel absurdo circo mediático en el que ambos se sentían atrapados. Al principio, ni Rafael la creyó, y eso que la conocía desde niña, que eran amigos, que habían sido amantes, que estaban tan cerca que casi eran capaces de leerse los pensamientos con una sola mirada… Resultaba difícil aceptar algo así, y más de alguien tan poco místico, tan terrenal, como Susana.

Pero, cuando ella decidió demostrárselo, no pudo negarlo.

Susana no comía “nunca”. No se alimentaba, de ningún modo. En esos momentos, llevaba exactamente un año y siete meses sin probar bocado, lo que duraba ya su singular misión apostólica carente de todo mensaje. Y, en ese tiempo, no había bajado de peso ni un gramo, su aspecto no había cambiado lo más mínimo.

Al margen de ese detalle, como Santa, en opinión de muchos, no valía demasiado. Nunca mencionaba a Dios. Esquivaba hábilmente las preguntas de los periodistas, y las propuestas interesadas, ya vinieran de curas, de compañías farmacéuticas, o del propio gobierno. No recaudaba fondos, no aceptaba pagos por nada. Eso, les había creado muchos enemigos y habían perdido muchas oportunidades de acumular una enorme fortuna. Pero, Susana tenía muy claro qué era lo que deseaba hacer. Y él creía que, siendo su mano derecha, su representante, ya nada podía asombrarle.

Se equivocaba.

Tres semanas antes, le había dicho que ya no bebía nada desde hacía meses. Simplemente, un día dejó de hacerlo y descubrió que no lo necesitaba. No sentía sed. No se deshidrataba. Todo seguía igual…

Rafael se detuvo un momento, inspiró profundamente, rogando para que no se notasen su angustia y sus deseos de salir corriendo, y entró en el camerino. Susana estaba sentada ante el tocador, contemplándose en el espejo. ¿Veía lo mismo que él? Una mujer alta, guapa, perdida en la veintena de una existencia que le resultaba incómoda, incluso absurda. Qué distinta, a como era antes. En otros tiempos, había sido alguien alegre, sin sombras, pero hacía mucho que…

También había dejado de reír, comprendió repentinamente Rafael, con un atisbo de pánico. Quizá, ni ella misma se había dado cuenta de ese detalle, pero parecía haberla abandonado todo júbilo. Reír, sonreír, disfrutar simplemente con las pequeñas oportunidades que cedía la vida… Aquello no podía seguir así, no era… natural. Se miraron a través del espejo. No pudo leer su expresión. Rogó para que ella no pudiera leer la suya.

– ¿Estás lista? Ha llegado la hora… – se había prometido mil veces no hacerlo, no preguntar, pero lo hizo: – ¿Qué va a pasar hoy, Susana?

Ella suspiró mientras se ponía en pie. Apoyó una mano en el bolsillo de la sencilla túnica blanca que vestía.

– Que va a acabar por fin todo esto – su boca se curvó en un gesto amargo – Estoy cansada, Rafael. No me gusta lo que veo, ni lo que oigo. Me llaman bendita, mentirosa, elegida, falsa... – le estudió de reojo, con curiosidad – ¿Qué crees que soy? ¿Una Santa? ¿Un monstruo?

Un monstruo hermoso y triste, pensó él.

– Nunca debiste empezar – se le escapó. Y, una vez dicho, parecía más fácil seguir. Hizo un gesto con la mano, abarcando el camerino, el edificio, el teatro de burlas e ilusiones que esperaba más allá de la puerta – Estas cosas son para ganar dinero, Susi. Todo el mundo piensa que te has hecho inmensamente rica. Pero tú no quieres ni eso. No sé qué quieres. Nunca lo he sabido – ella no contestó – ¿Cómo vas a acabarlo?

– Voy a hacer algo… drástico. Radical. ¿Estás conmigo? – Rafael dudó un instante. Los ojos de Susana atraparon un reflejo de luz – He dejado de dormir.

– ¿Qué?

– Que he dejado de dormir. La semana pasada me pregunté qué pasaría, si dejaba de hacerlo. Me quedé mirando al techo toda la noche y… nada cambió. No estaba cansada. No he dormido ni un segundo en este tiempo. Me siento igual que siempre – hizo una mueca – Vacía…

Rafael apretó los labios, pensando en la maleta que esperaba en su habitación del hotel. Preparada y lista para escapar, para irse muy lejos de todo aquello. Quería hacerlo, pero…

Un monstruo hermoso y triste…

– Estoy contigo – aceptó finalmente. Una última oportunidad, para los dos– Haz lo que debas hacer.

Ella asintió. Salieron del camerino y se separaron junto a las escaleras. Casi flotando en aquella vaporosa túnica, Susana se dirigió hacia el acceso al escenario. La ovación con la que fue recibida por el público logró estremecer el edificio hasta sus cimientos, y golpeó a Rafael mientras entraba en su palco. Desde allí, tuvo una vista completa del auditorio. La multitud se agitaba como un oleaje embravecido, las voces entremezclándose caóticamente…

– ¡Santa Susana! ¡Cúrame, cúrame!

– ¡Monstruo! ¡Aberración! ¡Hereje!

Susana avanzó hasta el centro del escenario, y les contempló con gravedad.

– ¿Soy acaso la prueba irrefutable de la existencia de Dios, como aseguran algunos? – preguntó. Su voz, alta y clara, resonó en cada rincón del auditorio, captando por completo toda atención – ¿Soy una Santa? ¿O soy un monstruo? – sacó lo que llevaba en el bolsillo. Rafael tuvo que esforzarse para distinguirlo y entonces parpadeó: una galleta – Yo os lo diré: ¡soy un fraude! – el silencio se hizo más profundo; se tiñó de asombro, de incertidumbre, y también de hostilidad – ¿Que no me alimento? ¡Ridículo! ¡Sólo he sido una mentira! ¡Un engaño! ¡Pero no voy a justificarme, ni siquiera pediré disculpas! ¡Si estoy aquí, es para despedirme con una verdad, ya que os he insultado con mis embustes! ¡Escuchadme atentamente: a menos que se pruebe lo contrario, la vida es una oportunidad única! ¡No permitáis que nadie os la arrebate a cambio de promesas inciertas sobre dudosos reinos del más allá! ¿Queréis mi opinión? Es esta: Dios no existe. Nunca ha existido, ningún Dios, jamás – se llevó la galleta a la boca – Los dioses sólo son una excusa para los monstruos…

El disparo, una especie de silbido seco, resonó con fuerza en el pesado silencio del auditorio. Rafael pegó un brinco, viendo aparecer un agujero negro, muy negro, en la frente de Susana. La sangre surgió a chorro, los ojos se entornaron, como viendo algo colosal, algo que estaba ya más allá de este mundo.

Susana se desplomó en un revuelo de blancos puros y rojos intensos…

Rafael saltó desde el palco. Cayó en el pasillo entre butacas, empujando a varios espectadores, siendo casi arrollado a su vez. Todos corrían entre alaridos de espanto, se pisaban unos a otros, intentando huir. Trató de localizar la posición del francotirador. Imposible. Demasiadas sombras forcejeaban por todas partes.

Y, entonces, sintió la repentina tensión a su espalda…

Se volvió, lentamente, temiendo ver lo que iba a ver, y deseando verlo.

Susana, con gesto aturdido, se estaba levantando del suelo. El círculo de la bala seguía en su frente; al girar la cabeza, contemplando a los que la habían estado rodeando y que ahora retrocedían fascinados, horrorizados, pudo verse el agujero de salida, mucho más grande. La sangre se coagulaba sobre su rostro, sobre su cabello manchado de masa cerebral destrozada, sobre la blancura nívea de la túnica. Una visión espantosa, terrorífica...

– No soy una santa – gimió Susana. Miró a su alrededor, buscando. Al ver a Rafael, sus ojos se llenaron de súplica. Pero él no podía ayudarla – No soy un monstruo…
oniria
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Fecha de ingreso: 15 de Febrero de 2009
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  • 4 de Agosto de 2009 a las 20:06
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2º en el XII Certamen
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EL ÁRBOL, EL MONTÍCULO, EL DÍA QUIETO Y CÁLIDO...

La luz del sol entraba a raudales por la ventana de la cocina.

Laura sonrió y apartó ligeramente las cortinas, para mirar la calle, retocándose los largos bucles color miel que había estado peinando durante horas. Ese día, además, estrenaba vestido, blanco, con gigantescas flores azules que parecían extenderse hacia todos lados como acuarelas con vida propia. ¡Qué feliz se sentía! Papá, mamá, la abuela, habían dicho que estaba muy guapa. Lucía se había limitado a poner gesto de desagrado. Pero, bueno, no esperaba otra cosa; las hermanas eran un incordio, por definición, seres creados para torturarte. Y los gemelos eran aún peor, tan semejantes en apariencia, tan diferentes siempre, buscando continuamente cómo hacerte enfadar...

¡Mira que ocupar el cuarto de baño durante tres horas, como si fuese su única dueña! ¡Y ese día, precisamente ese día!

Hacía tantas cosas mal, últimamente, Lucía. Como…� Dudó, frotándose la sien. Había algo, algo que se estremecía en el fondo de su mente, algo que había ocurrido, algo importante, tremendamente importante…

Terrible…

Pero se le escapaba, una y otra vez, como arena entre los dedos...

¡Cuánto sol, cuánto sol, y sus padres, y la abuela, iban a conocer por fin a Raúl! Llevaban seis meses saliendo, ya iba siendo hora… “Así comprobaréis que es bobo”, había dicho Lucía, con desdén. Los demás hicieron como si no hubieran oído, y Laura ni siquiera se tomó la molestia de contestar o pellizcarla. ¿Qué importaban sus palabras motivadas por la envidia? “El tontainas ese”, le llamaba papá, aunque en él sonaba distinto, lo hacía para hacerla rabiar, en broma, y luego reía, reía, y la arrastraba en su risa, y todo era tan hermoso…

Raúl era un chico estupendo, seguro que iba a gustarles. Y ellos se querían… No se iría, no… Nunca la abandonaría… Estaba tan guapo, tan rubio…

Tan serio.

“¿Quién eres tú?”

El árbol, el montículo, el día quieto y cálido…

(Lucía quería estudiar Medicina)

Laura agitó la cabeza, intentando recordar, acosada por aquellas extrañas imágenes, sombras vagas, movimientos repentinos, confusos... Finalmente, lo dejó pasar porque escarbar en aquella parte de su memoria le provocaba una especie de agujero negro y frío en el estómago, una sensación tremendamente desagradable. ¿Tenía que ver con Lucía? ¡Seguro que sí…! ¡Maldita, maldita, maldita fuera! Estaba resentida, totalmente enferma de celos. Según vio a Raúl, lo quiso sólo para ella, únicamente para ella… Quizá ni siquiera le gustaba de verdad, era sólo el quitárselo, el arrebatárselo, como siempre se lo quitaba todo, juguetes, libros, ropa… Laura apretó los labios, irritada. Desde niña había sabido que Lucía odiaba tener una gemela, un reflejo. Siempre intentaba actuar como si fuese única, como si ella no existiese…

(Manejaba bien el cuchillo…)

La luz del sol se extendió hacia el pasillo, incidiendo en el retrato familiar que colgaba de la pared. Estaban todos: papá, mamá, la abuela, ella… Rostros tan amados y tan conocidos… Fue hacia él, a mirarlo más de cerca, y se sobresaltó al darse cuenta de que, en la penumbra, había alguien. Ah, qué tonta. ¡Si era la abuela, que también estaba nerviosa, como ella, por la visita de Raúl, claro! Laura sintió que la envolvía una ola casi sólida de puro amor, una sensación sublime, dulce, muy dulce.

Amarga…

Qué congoja…

La quería tanto, tanto, tanto... La abuela la amaba intensamente, de esa forma que no puede fingirse, a ella, sólo a ella, únicamente a ella. Jamás hacía que Laura se sintiese inferior, ni imperfecta, como si no fuera más que la mitad oscura de algo mejor, algo completo. “No existes, no existes”, se burlaba Lucía, con su rostro de tiza… “Sólo existo yo”.

No podía recordar lo que hizo Lucía. ¡No podía! ¡No quería! Abuela la ayudaría, seguro, podría consolarla, porque había sido algo terrible, terrible, y necesitaba su calor, su amor, sus palabras diciendo que todo terminaría pasando, que todo se olvidaría... Pero, esa mañana, Abuela parecía tan extraña, tan triste, tan perdida… Tanto como aquella vez…

“¿Dónde está Raúl?”, volvió a preguntar. Sus ojos reflejaban el árbol, el montículo, el día quieto y cálido… Acusaban a Lucía, aunque los labios no pronunciaron palabra.

Laura se estremeció. No lo sabía. ¡No lo sabía! ¡No conseguía recordarlo! ¡Y no quería pensar en eso! Empezó a hablar con Abuela como a borbotones, gesticulando mucho, riendo mucho, intentando animarla y hacerla olvidar. Quería tratar únicamente de cosas felices, alegres, luminosas. Le recordó que venía a comer Raúl, el chico que le gustaba, que se lo iba a presentar por fin a papá y a mamá, y a ella, a ver qué les parecía. ¡Le quería tanto, tanto! Sí, lo sabía, tenía que estudiar mucho. Así podrían pasar un buen verano, otro buen verano en la casita del pueblo, junto al bosque, donde el aire olía a menta y yerbabuena, los colores refulgían con más fuerza, y los sonidos llegaban lejos, intensos, hermosos… Sonrió a la abuela, deseando que pudiera ir también, con ellos, como cada año.

¿No?

Laura sintió unas profundas ganas de llorar. Abuela… ¡La echaba tanto, tanto de menos, cuando no estaba, desde que no estaba…! Era un dolor sordo que fluía abrasando sus venas, siempre con la misma fuerza que el primer día, diminutos cristales que la desgarraban por dentro. Algo que paralizaba su corazón, un peso terrible, en el pecho…

Se acercó a ella, deseando estrecharla con todas sus fuerzas entre los brazos. De pronto necesitaba hacerlo, ya, de inmediato… La abuela la miró con inmenso amor, y también se acercó a abrazarla.

Pero… ¿qué era eso…? ¿Un cristal? ¿Por qué había un cristal en medio, separándolas? ¿Era una ventana?

Ah, no… era un espejo.

Un espejo…

Laura parpadeó, comprendiendo repentinamente…

Esa mujer consumida que se miraba a sí misma con ojos espantados, era ella. Esa anciana de expresión asustada y perdida, la boca temblando por el asombro, era ella. Sin acabar de creérselo, se llevó una mano al cabello, el halo ridículo de greñas blancas que rodeaba� su rostro flaco, dibujado en líneas cada vez más duras, más rígidas, como si se estuviera asomando progresivamente su calavera para hacer alguna clase de anuncio… La mano descendió por su mejilla y tocó con dedos trémulos la tela ordinaria de su bata casera, cubierta de grandes flores mustias, apagadas tras tantos y tantos lavados. Ramos fúnebres adecuados para el cuerpo macilento que ocultaban.

¿Qué había pasado? ¿Cómo había pasado? ¡Sus hermosos rizos color miel, su vestido nuevo de vibrantes flores azules, la emoción de aquel lejano día…! ¿Dónde estaban, dónde? Papá, mamá, Raúl, abuela…. Todos muertos, todos arrastrados por el paso de los años hacia el rincón polvoriento del olvido, el lugar donde los detalles se desdibujan hasta perderse por completo, convertidos en un recuerdo lejano, en desolación…

Todo se fue, todo se le escapó repentinamente de entre los dedos, disipándose en un terrible segundo con el tiempo de toda una vida.

Si al menos hubiera sabido aprovecharla…

Diminutos cristales, que la desgarraban por dentro…

Raúl se fue, con una frase breve (“No lo soporto más”), con un destello metálico que se llevó su vida en una lluvia escarlata. Caminó hacia el árbol, hacia el montículo, hacia el día quieto y cálido… Fue Lucía, Lucía, que no quería dejarlo escapar. No iba a permitir que la abandonara…

Todo se había ido. Todo estaba perdido…

Negro. Intensamente negro. Negro profundo, negro piadoso…

¿Qué pasaba? ¿Se había quedado dormida? ¿Y qué hora era? ¿Estaba la comida lista? Raúl iba a llegar en cualquier momento, y tenía que volver a la oficina.

Se sentía rara…

Vaya, había visitas. Oyó reír a Raúl, en la cocina, abriendo una botella de vino. “¡Lucía!”, gritó, llamándola. “Lucía, ven, cariño, vamos a brindar” Ella se estremeció. ¡No! ¡No era Lucía, no era Lucía, era Laura, Laura, Laura…! ¡Era inocente…!

Un rayo de luz surgió por la puerta de la cocina, iluminando la penumbra del pasillo.

¡Cuánto sol, cuánto sol, y sus padres iban a conocer por fin a Raúl…!

Pero, ¿por qué lloraba esa anciana…?
danielhr
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Fecha de ingreso: 19 de Mayo de 2008
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  • 20 de Agosto de 2009 a las 16:28
2 puesto en el XIV Certamen (Tema: Apocalipsis)

Un da cualquiera.-


La ciudad entera acababa de despertarse. Sus habitantes casi podan considerarse afortunados. Era una de las pocas que se haban salvado de los bombardeos, pero an as...

Mientras caminaba, Makoto revisaba mentalmente su horario. A primera hora tendra clase con "El Mapache". Dios, cmo lo odiaba! Y pensar que no volvera a casa hasta la una!

-Si hubieras aprobado, no tendras que estar yendo a clases particulares. Bola de arroz!

Bola de arroz? Makoto se par en seco. Por un momento, creyo que haba pensado en voz alta.

-Hola, bola de arroz! -exclam un alegre muchacho apareciendo detrs de ella.

-Hola, Hideki -le salud ella ruborizndose, mientras procuraba tapar con la cartera el horrible zurcido que su madre le haba hecho a su falda.

-Otra vez a la escuela de verano?

-Aj!

-Vaya...

Silencio. La alegra del joven pareci desvanecerse de pronto. Makoto saba que Hideki estaba loco por ella. Y sin embargo...

-Oye, Makoto... -comenz a decir l.

-Qu pasa? -respondi la chica ponindose en guardia y temindose una posible declaracin.

El muchacho pareca estar meditando cuidadosamente cules iban a ser sus palabras. Ella, por su parte, le observaba expectante, preguntndose si as no contribuira a ponerle an ms nervioso. Fuera como fuere, aquello le encantaba. La timidez haba dado paso a la satisfaccin.

Por fin Hideki pareci arrancar.

-Esta tarde iremos a casa de Ouchi -dijo-. Vamos a organizar una partida de Risk. Quieres venir a vernos jugar?

Makoto suspir, aunque no sabra decir si aliviada o decepcionada. "As que era eso! Menos mal!"

-Pues no lo s -repuso.- Mi madre me haba comentado de ir al parque a pintar...

-Vamos, Makoto, por favor... -le rog su amigo.

Ella se lo pens durante un minuto. Ya no tena ninguna duda. Le gustaba mucho ver la cara de carnero degollado que pona el chico siempre que le peda un favor.

-Est bien -respondi-. Pero slo si me dejis jugar.

-Qu? -exclam Hideki soprendido-. Los chicos me estaran tomando el pelo durante das.

-Pues entonces no ir -contest ella dndole la espalda.

Hideki supo que no tena alternativa. Tal vez por eso le gustara tanto. Siempre se sala con la suya!

-Esta bien. Te guardaremos un sitio. Pero a cambio, el prximo viernes iremos al cine.

-Trato hecho, pero la pelcula la elegir yo.

El chico le ense la lengua a modo de burla y corri a ocultarse tras una farola, mientras finga portar un arma.

-Estupendo! Ya vers que paliza le damos al tonto de Ouchi! Se lo tiene muy credo.

Y casi sin dar tiempo a responder a su amiga, comenz a imaginarse que estaba en mitad de un tiroteo.

- Ra-ta-ta-ta! -gritaba mientras daba rdenes que Makoto no entenda-. Derrotaremos a los americanos y marcharemos por las calles de Washington. Boom! Boom! Llegaremos hasta el corazn de Europa y liberaremos a nuestros hermanos alemanes. Bang! Bang!

Y se alej de all corriendo, como si de verdad se dispusiera a liberar l slo Berln. A lo lejos, Makoto escuch un alegre "Hasta la tarde!"

Ella sonri. Hideki era un buen chico. Quiz un poco atolondrado, un "cabeza loca" como le gustaba decir a su padre... Su padre! Si la viera tonteando como una veinteaera! Entonces s que iba a tener problemas!

Pero pap ya no estaba...

Todava recordaba la ltima carta que le haba escrito a su madre. Cuando le preguntaba por ese asunto, la seora Kino cambiaba drsticamente de tema. Su madre haba sido tajante con ella. Nunca le dejara ver aquellas cartas.

Pero Makoto siempre haba sido muy curiosa. Y una tarde, aprovechando que mam haba salido a hacer la compra, abri la cmoda y las vio. Se sorprendi cuando descubri que haba muchos ms sobres escondidos entre la ropa. Convencida de que iba a pasar una agradable tarde de lectura, se las llev a su cuarto y comenz a leerlas.

Todava no haba acabado de leer las cinco primeras cuando decidi terminar con la sesin. Aquello no era lo que se haba imaginado. Crey que iba a encontrarse con alguna declaracin romntica o algn recuerdo que sus padres guardaban de cuando eran novios. Ahora entenda porque su madre no le haba hablado de aquellos papeles. La descripcin de los cuerpos desfigurados y aplastados por el impacto de los obuses fue demasiado para ella. Tambin ley de pasada algo sobre la decapitacin de un prisionero...

Pobre pap! Imaginarle en mitad de aquel infierno, tan indefenso y vulnerable... Qu horror! Nunca se haba sentido ms culpable de haber desobedecido a mam. Hubo una frase que no pudo olvidar, quiz por su imaginera sangrienta:"El barro se espesaba cada vez ms con la sangre de los que iban cayendo".Inmediatamente volvi al cuarto de su madre y lo dej todo como estaba.

Makoto se detuvo. El recuerdo de aquella tarde le horrorizaba. Aunque el corazn le lata con fuerza, tena la impresin de que ste no se encontraba all, ocupando su lugar una agobiante sensacin de vaco. Para olvidarla, decidi centrarse en la charla que haba tenido con su entraable amigo.

El bueno de Hideki! Estaba claro que le gustaba y que tena mucha paciencia con ella. Cmo poda tratarlo tan mal? Saba que sus amigos se iban a burlar de l durante mucho tiempo. Y lo que es peor: ella sera la responsable de todo. Quin haba sido el imbcil que haba dicho que al Risk slo podan jugar los chicos?

-Cmo es que has trado a una chica? -le diran. Y despus se pondran a decir tonteras, como aquella de que eran novios... O cuando se iban a casar... Pobre Hideki!

En aquel momento, record lo que le haba dicho su madre unos das antes: los chicos eran unos estpidos. Cundo se decidiran a madurar? Sin darse cuenta, pens en los jvenes de la Escuela Superior, a los que agrupaban en batallones para servir en la Brigada Antiarea. Ellos siempre estaban serios y serenos, dispuestos a darlo todo por el bien comn. Quiz le recordaban un poco a su padre. Los admiraba tanto! Luego los compar con Hideki y sus amigos. Todava eran demasiado jvenes para eso.

Makoto se detuvo de nuevo y volvi a ponerse de mal humor. Maldicin! La guerra haba vuelto a planear por su mente.

-Uf! -rezong mientras se derrumbaba sobre un banco.

Mir su reloj. Eran las ocho y cinco. Otra vez volva a llegar tarde. Ya se imaginaba al "Mapache" mirndola con severidad y esperando una explicacin. Seguramente terminara por llamar a su madre.

-Si llego tarde -se dijo- mam volver a regaarme y tal vez no me deje quedar esta tarde con Hideki.

Entonces cay en la cuenta de que para esa misma tarde ya haba quedado con su amiga Rei. No quera plantarla, pero el plan con el muchacho le pareca ms apetecible. Daba igual. Ya hablara con ella maana. Tal vez aquella tarde conociera a algn amigo de Hideki que pudiera presentarle. "As tal vez podramos salir juntos los cuatro" pens.

Qu da! Hideki, pap, la ciudad, la Brigada Antiarea... Makoto se perda en sus pensamientos.

Casi sin darse cuenta, un solitario avin volaba hacia el centro de la ciudad. Se encontraba tan lejos que ni siquiera escuchaba el ruido de sus motores... Qu extrao! Su silueta no se corresponda con la de aquellos modelos que le haban enseado a distinguir en clase. Las sirenas antiareas todava no haban sonado, por lo que supuso que el avin estaba de paso.

Makoto ya no abrigaba ninguna esperanza de salvacin. Volvi a mirar su reloj al tiempo que se imaginaba la regaina del maestro. Eran las ocho y cuarto.

Entonces sucedi algo terrible. Un ruido ensordecedor reson en las montaas, en las calles, en las casas... Era como si alguien hubiera roto cien vasos de cristal. Una estremecedora luz cegadora la traspas. como si fuera un espectro llameante. El cielo, antes azul, se haba vuelto blanco y amarillo, para despus tornarse rojo y negro. Antes de ser devorada por la intenssima luz, Makoto decidi que no ira a jugar con Hideki aquella tarde. En vez de eso, iran al parque. De pronto, el Risk le haba parecido demasiado aburrido

Mientras, elEnola gayse alejaba de Hiroshima tan lentamente como haba venido.
lolaalarcia
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Fecha de ingreso: 17 de Marzo de 2009
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  • 4 de Octubre de 2009 a las 19:12
La Dama del Viento. 2ºpuesto XI CERTAMEN
Maestro de Ceremonias: Nadie Esminombre (R2D2)
Tema: Corín Tellado: anhelos de mujer

LA DAMA DEL VIENTO

���� Todos conocían la historia de aquél viejo sauce. Sus ramas doradas rozaban las aguas del estanque del que se nutría desde hacía siglos. Sus verdes hojas eran mecidas por la caricia del viento y su tronco había crecido enroscado como si quisiera tocar el cielo con su espiral. Decían que no era un sauce normal, que era una mujer encantada. Las leyendas narraban que aquella muchacha no era otra que una hermosa joven que vivió siglos atrás llamada Griselda cuya muerte fue trágica.
���� La niña de los ojos grises era tan hermosa que todos los hombres de la comarca deseaban hacerla su esposa y sus padres pensaron que podían sacar tajada de aquello. Todos la miraban y veían la belleza que irradiaba, pero a nadie la preocupaba quién era esa muchacha tan hermosa, se limitaban a contemplarla y a decirle que era bella. Lo tenía todo, nunca le faltó nada, menos lo que deseaba: ser amada.
���� Las leyendas cuentan que Griselda se volvió loca. Que mató a sus padres y marchó a las montañas para suicidarse. Muchos dicen que se sentó en la piedra junto a la que crece el sauce y que lloró desconsolada por su soledad, sus lágrimas formaron aquél estanque y su cuerpo se transformó en el árbol que se levantaba, solitario como una roca en el mar, sin poder separarse de las aguas a las que daba sombra. Y allí seguía, llorando por el amor que jamás tuvo. El viento era su único compañero y los lugareños la bautizaron así: La Dama del Viento.
���� Aquél árbol se convirtió en un lugar al que los muchachos acudían a bañarse en los días calurosos. Hasta que un día, uno de ellos estuvo a punto de morir ahogado. Regresó al pueblo, pálido por el miedo, relatando una historia que los años tergiversarían hasta convertir en leyenda. El chico contó que un aroma a flores inundó el estanque justo antes de que una hermosa mujer se adentrara en las aguas. No supo de dónde había salido, pero no le importó. La joven lo miró y le preguntó qué era lo que veía en ella y él le contestó que a la mujer más hermosa que sus ojos habían tenido la suerte de contemplar. Ella insistió y él se reafirmó en su respuesta. Entonces la mujer desapareció y él sintió que alguien tiraba de sus piernas hacia las profundidades del estanque. Logró salir, casi sin aire, y huyó presa del pánico hacia el pueblo.
���� Desde entonces, el lago se convirtió en un lugar maldito. Las viejas contaban que aquél joven sí que murió en las aguas del estanque, y que fue Griselda la que lo ahogó en venganza por no haber sido nunca amada. La Dama del Viento se convirtió en una bruja desalmada que clamaba venganza y sus aguas pasaron a ser un lugar prohibido.
���� Pasado el tiempo, un caballero llegó al pueblo de regreso a su ciudad. Había pasado años en las cruzadas y ahora buscaba la paz del descanso lejos de tierras infieles. Se detuvo frente al sauce, buscando la sombra de aquél árbol y se refrescó en las aguas del estanque. El viento mecía las ramas desatando una dulce melodía que invitaba a relajarse. Se desvistió por completo y dejó que las cristalinas aguas mojaran su bronceada y curtida piel. Algunas ramas acariciaron su rostro como si de dedos sedosos se trataran y un agradable perfume de violetas inundó sus pituitarias. Se dejó llevar por la paz que transmitía aquél lugar y pronto se sintió adormilado. Se tumbó en la orilla y no tardó en caer rendido.
���� Al cabo de un rato un chapoteo lo despertó. Abrió los ojos y frente a él había una joven que bañaba su cuerpo en el estanque. Vestía una túnica ámbar, pegada al cuerpo por el agua, y sobre su cabeza lucía una corona hecha con ramas del sauce entrelazadas. Era tan hermosa, que el caballero habría recorrido de nuevo medio mundo para llegar allí si se lo hubiera pedido. La muchacha dejó que sus cabellos rozaran la superficie del agua y algunas ondas llenaron el estanque. No pareció percatarse de la presencia del joven hasta que éste se le acercó.
���� -¿Quién sois? –le preguntó sin preocuparse de tapar su desnudez.
���� Ella lo miró con sus ojos grises que se clavaron como dos hierros ardientes en el corazón del caballero. No dijo nada, sencillamente se alejó nadando hasta el centro del estanque. Lloraba y pareciera que no quería que la viesen así. Él nadó hasta su lado y le retiró los cabellos del rostro sintiendo que algo le ardía dentro al rozar su piel.
���� -¿Por qué lloráis? –le preguntó sujetando su cara con ambas manos –Decidme lo que os aflige.
���� -¿Qué veis en mí? –le preguntó levantando la mirada.
���� -Veo a una muchacha triste –le contestó apenado.
���� -¿Nada más? –le dijo ella.
���� -Veo unos ojos que irradian dolor –dijo deseando poder abrazarla y besarla.
���� La muchacha se le acercó y le preguntó si no le parecía hermosa. Él le dijo que había visto a muchas mujeres hermosas en su vida y que no era una más, le dijo que había algo en ella que no había visto nunca.
���� -¿El qué? –le preguntó sin apartar su mirada color perla.
���� -No lo sé, pero me encantaría que me dejarais descubrirlo –contestó él y, sin importarle nada, dio un paso al frente y la besó.
���� No duró mucho, apenas un instante, lo suficiente como para que el caballero sintiera que las lágrimas de la mujer empapaban su rostro y que el contacto con su suave piel le erizaba el vello de la nuca. El joven notó que la mujer desaparecía entre sus brazos y abrió los ojos asustado. No había nadie a su alrededor, sólo el viejo sauce y el estanque. Miró hacia el árbol, ya no era tan hermoso, su corteza estaba llena de manchas y bultos y sus ramas parecían más pesadas y ásperas ahora. Se acercó a él siguiendo el olor a violetas hasta que perdió su rastro. Junto al árbol vio la corona que la joven llevara puesta. La recogió y la guardó entre sus cosas. Se vistió, montó sobre su caballo y puso rumbo hacia su hogar. El recuerdo de aquél sauce quedó por siempre en su memoria y de no haber sido por la corona, hubiera creído que lo único que pasó junto a aquél árbol fue que tuvo el sueño más hermoso de su vida.
���� El viejo sauce se fue secando a medida que el estanque fue desapareciendo. Las gentes del pueblo nunca supieron por qué, los más ancianos contaban que era porque Griselda había encontrado finalmente lo que deseaba y ya no necesitaba llorar ni llevarse el alma de más jóvenes con ella.
oniria
Mensajes: 2.267
Fecha de ingreso: 15 de Febrero de 2009
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  • 4 de Octubre de 2009 a las 19:32
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1º en el XIV Certamen
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UN MUNDO LLAMADO PAULA

Suena el despertador. Otro día de mierda en el que las horas se mueven a velocidad de crucero. Cinco minutos de más en el baño. Genial, a partir de ahora, serán diez menos.

– ¿Qué te has hecho en el pelo? – me pregunta mi madre, atónita, al verme entrar rapada en la cocina. Ya lo sé, ya lo sé, queda horroroso, feo como patear a un cojo, pero es barato. No quiero insinuar que fuese mucho a la peluquería, que no estamos para lujos, pero joder, lo que se gasta una en que si gel que si espumas... A tomar por culo, pelo pincho, que está de oferta.

Claro que, no se lo voy a decir.

– Tenía calor.

Me mira. No me cree.

– Hay café.

Tengo una madre muy diplomática cuando quiere. Dejó de meterse en mi vida a los quince. Una pena. De haber sido de otro modo, quizá no tendría yo ahora veinticinco y dos críos de ocho y nueve años, pequeños clones del canalla de su padre, Dios me perdone.

Bebo café. Mordisqueo rápida una tostada seca, digo que no tengo ganas de mantequilla. Se está acabando y aún tiene que durar. Para no ver sus ojos, hago como que reviso la correspondencia. Facturas, facturas, facturas... Una carta azul me hace ilusión, pero es otra factura.

– ¡Niñoooooosssss! – grito, hacia el pasillo, hacia la puerta del dormitorio de mis hijos. Ellos no tienen despertador, pero tienen madre. Total, me hacen el mismo caso, para qué andar con gastos.

– Es muy pronto, ¿no? – dice mi madre.

– Quiero ir andando al trabajo. Estoy como una foca.

– ¿Tú? – ríe. No me cree – Lárgate, anda. Yo llevaré a los niños al colegio.

– Vale – veo unos cuadernos coloreados sobre la mesa. Uno de mis hijos ha dibujado una casa ardiendo, gente chillando agita los brazos por las ventanas; el otro se ha esmerado más, se ve la Tierra abriéndose por la mitad, entre grandes explosiones rojas, amarillas y… ¿verdes? Una imagen fascinante. Me pregunto si se puede votar para que ocurra de una puta vez el Fin del Mundo – ¿Qué es esto?

– Ayer jugamos a dibujar lo primero que se nos ocurriese – mira el dibujo del planeta – El Apocalipsis. Tienen talento, las criaturitas, ¿eh?

– Sin duda. Estoy segura de que uno de los dos es el Anticristo, aunque aún no descubrí cuál – tengo que buscarle un psicólogo al de la casa en llamas. O al otro. Mejor a ambos. Claro que antes me tengo que buscar un amante que lo pague. ¡Un amante psicólogo! ¡Genial idea que lo arregla todo! Me paso la mano por el pelo. Cualquier intento desesperado de seducción tendrá que esperar, así que los niños se quedan sin psicólogo. Que quemen casas o que destruyan planetas. Serán males menores – ¿Luego te ocupas de la compra?

– Sí. Prepararé la comida y… – se dobla, con un gemido. Dejamos de simular ser muy duras y muy fuertes, sólidos bloques de granito capaces de resistirlo todo…

Joder, si sólo somos piedra pómez... La abrazo.

– Mamá, mamá…

– Estoy bien. Tranquila, estoy bien.

Bien, no, aunque no sabemos hasta qué punto está mal. Tiene cojones la cosa, puta lista de espera del Seguro, aún tiene que aguardar nueve meses para hacerse la ecografía. ¡Lo que hace el ser pobre! La pensión de mi madre es de esas que te producen auténtica risa, qué gracia, qué chiste que haya cifras así tras toda una vida de currar mi padre como un imbécil. Ja, ja, ja. La hipoteca de la casa se come prácticamente todo mi sueldo, y eso cuando no tengo gastos extras, como el dentista de los críos. El mes pasado tampoco pude pagar al Banco, y ayer me llegó una amable nota, indicando que, o me pongo yo al día de inmediato, o me ponen ellos en la puta calle.

En fin…

Le acerco a mi madre una pastilla. Es rosa. Menuda chuminada. Rosa chicle, para más señas. El médico dijo que le vendría bien, yo sospecho que pensaba en nuestro bolsillo. Dudo que haya pastillas rosa chicle más baratas en el mercado, y las cubre en parte el Seguro. Si no como mantequilla, podré pagarlas.

– Lárgate, anda – me dice, tras tomarla, con un hilo de voz. Mueve una mano en el aire. Me sorprendo recordando un bofetón que me dio una vez – Vete, estoy bien. ¡Niñooos! – grita. Es grito de abuela, no de madre. No llega a categoría de despertador, pero como tengo prisa lo dejo estar.

Cojo la mochila y salgo zumbada. Sigo zumbada. Joder, cada día hay más gente que tiene coche, qué bien les va a todos. Aunque no sé si compadecerles, total, hay atascos por todas partes, y yo corro y vuelo y sólo estoy a punto de ser atropellada un par de veces, una de ellas por el autobús que solía tomar antes de las pastillas rosas, de las facturas azules, de los dientes blancos de mis hijos…

Llego a la fábrica. Vaya lío se ve desde fuera. Joder qué mogollón. ¿Qué coño sucede? Gutiérrez pasa corriendo por mi lado y casi me tira la mochila. Lleva dos años intentando meterse en mis bragas y resulta que ahora ni me ve. Será el pelo. Con este pelo parezco una cosa mala. Qué cojones, a quién le importa lo que parezco.

Veo a Sara y a Lola entre el montón de gente. Están preocupadas. Alguien se ha muerto, seguro. Ojalá sea el jefe.

– Hola, qué pasa – saludo. Me miran con horror. Normal.

– ¿Pero qué te has hecho en el pelo? – pregunta Sara.

– Estás horrorosa – dice Lola. Así me gusta, las cosas claras. Me paso una mano por mi patético cuero cabelludo esquilmado a tijeretazos. Aquí más largo, allá más corto. Pues vale.

– Tenía calor. ¿Qué ocurre?

– No sabemos. No podemos entrar. Algo va mal con las tarjetas magnéticas, parece.

Se forma todavía más barullo. Intrigadas, vamos a mirar. En el interior de las puertas de cristal de la fábrica se divisa una línea de seguratas. Qué raro, casi parecen una muralla humana, dispuestos a defender con uñas y dientes los bienes de sus amos de… ¿nosotros? Me debo estar confundiendo... Conozco algunos rostros. Incluso salí con uno de ellos, maldita sea mi sombra, mira que no aprendo. Me devuelve la mirada, con expresión de culpa, y luego aparta los ojos. ¿Qué coño pasa?

Martín y Daniel, dos de mis compañeros de planta, están en la puerta, llamando y discutiendo.  Uno de ellos golpea el cristal con el puño, cada vez con más rabia. Otros le imitan. Y más, y más. Empieza el caos.

– Pero qué ocurre… – Lola y Sara miran también asombradas. Las voces suben de volumen. Se va extendiendo la noticia.

Nos han despedido.

¡Nos han despedido!

¡NOS HAN DESPEDIDO!  

¡Nos han dejado en la puta calle, sin aviso previo, sin nota de agradecimiento, sin patada en el culo, sin cara hipócrita de lástima, sin nada! ¡Trescientos despedidos, dice alguien! ¡Trescientos, como los puñeteros griegos de las Termópilas! Pero, a nosotros, ni siquiera nos queda la gloria, la esperanza de ser recordados. A nosotros sólo nos esperan el frío, el hambre, la desesperación, la indigencia... Nos queda saber que no tenemos un sitio en este mundo, que este no es nuestro universo, que no es nuestra oportunidad ni nuestra vida, sino la de otros, esos que viven muy bien sin mirar a los lados, sin mirar atrás…

– No puede ser… – susurro. Sara ha palidecido. Lola se muerde las uñas – ¿Despedidos? No puede ser…

Las pastillas rosas. Las facturas azules. Los dientes blancos. La mantequilla amarilla, el autobús rojo. Las necesidades de mamá, los gastos de los niños, la hipoteca…

La calle, el frío, la nada. La miseria absoluta, la desesperación. El fin…

– ¡Paula! ¡Paula! – dice alguien. Estoy en el suelo. Veo rostros, pálidos, extraños. Giran a mi alrededor dando vueltas y vueltas. Todo retumba. Cuánto estruendo… Alguien me trae agua. No, no quiero agua, no necesito agua, necesito ayuda. Socorro, socorro, por favor, me estoy muriendo, se me viene todo encima, siento una presión en el pecho, no puedo respirar, me ahogo...

No van a ayudarme, nadie va a ayudarme.

Mi mundo se hunde en un barullo de voces y gritos y llantos de asombro, que son también mundos destruidos…

Tengo tanto, tanto miedo…

Grandes explosiones rojas, amarillas y… ¿verdes?

Apocalipsis.

No puedo seguir haciéndome la dura.

Todo se acaba.

Todo se acaba…
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  • 5 de Octubre de 2009 a las 10:03

1º en el XVI Certamen: robots, androides y demás.

Diario íntimo de Pigmalión

 

Hoy hemos nacido el uno para el otro. Galatea ha llegado vestida con un vaquero y una camisa de finas rayas azul claro. Las dos prendas le ajustan bien de largo, son su talla, pero flotan alrededor de sus brazos y sus piernas.

Es tal como la había soñado, esbelta, grácil. El pelo, del color de la manzanilla, recogido atrás en cola de caballo. Los labios carnosos, pero no grandes. Los ojos, ingenuamente azules. La nariz y la barbilla, con el dibujo perfecto que sólo tienen los rostros infantiles.

Ella ha respondido a mi “Hola, Galatea” con otro “Hola, Martín”, y a mi sonrisa con una sonrisa de fresa y nata.

Dos pasos hacia ella. No me he atrevido a dar el tercero, temiendo que se espantara de mí como una gacela. He extendido mi mano y ella la ha cogido. De sus dedos, de la palma de su mano, he recibido la descarga que me ha hecho sentir tan criatura como ella. ¡Oh, qué momento gozoso!

La he llevado de mi mano por toda la casa con el entusiasmo de un niño que quiere enseñar el Paraíso. La terraza, sus vistas. El salón y la biblioteca. La cocina y todas las dependencias utilitarias. También la que será su habitación, cuando quiera aislarse. La mía está al lado.

Esta noche, a la hora de acostarse, ella se ha dirigido a su habitación. A mí me ha costado dormirme.

….............................

Primer día. Hemos salido juntos a pasear por el parque. Hay todavía entre nosotros dos demasiados silencios.

Hemos empezado a caminar cogidos de la mano. Al poco, yo he tenido el impulso de pasarle el brazo por encima de los hombros. Ella ha enlazado mi cintura con naturalidad, como si lo lleváramos haciendo muchos días. Nos hemos sentado debajo de un sauce. He acercado mi boca a su oreja y le he susurrado un “te quiero”. Y cuando he puesto mis labios sobre su sien y su mejilla, ella ha vuelto el rostro hacia mi y nos hemos besado.

Yo hablo mucho, y ella escucha y asiente. A veces pregunta. Los patos, el estanque... Se ha acercado al agua y ha metido las manos. Yo también. Hemos jugado a mojarnos la cara con las salpicaduras.

Al llegar a casa, la he cogido de la mano y hemos entrado a mi habitación. Desnudarla por primera vez ha sido como desembalar un regalo precioso del que quieres conservar hasta el papel. Al desabotonar su camisa, sus pechos se han abierto delante de mi. Son tan pequeños que no necesita sujetador. Ha arqueado un poco los brazos y las mangas han caído. Ha levantado alternativamente una pierna y otra, como haría un niño, y he recogido el pantalón de entre sus pies. Sus ojos acompañan a los míos cuando la recorro con la mirada, y cuando pretendo un duelo de pupilas, me desarman con su candor. Abre la boca si empujo con la lengua. Abre, abre... Me avasalla tanto su actitud de entrega, tan suave y dulce, tan quieta y callada, que me ha hecho dudar, al penetrarla, si seguir empujando. Al final lo he hecho, muy despacio.

Hemos dormido abrazados, ella con un ligero rubor en las mejillas.

…..................................

Fiesta de presentación. Treinta personas. Ella ha estado impecable. Sin timidez. Sin la exaltación que a uno le invade cuando es el centro de atención para todos. Ha sorprendido a todos. A mí mismo también.

Cuando nos han preguntado por la boda, ella ha respondido con tal precisión de detalles que yo he preferido dejar esta parte de la conversación a su cargo. Escuchándola, me han parecido más reales sus recuerdos implantados que los míos, originales y verdaderos.

Después, hemos ido a mi dormitorio. Suave, siempre suave. No quiero que se me rompa. La amo.

…...........

Galatea se ha convertido en la preferida de todos. No hay reunión que no cuente con su presencia tranquila y amable. Es estupendo que haya encajado tan bien.

Es curioso, no matiza el trato entre hombres y mujeres. Como si no supiera establecer esa distancia sutil que hay entre los sexos.

…................

Hoy he llegado a casa deseando verla y no estaba. La he llamado, y su comunicador ha sonado en su mesilla de noche. A medianoche he empezado a hacer llamadas. Cuando me he dado cuenta que estaba transmitiendo a los conocidos una imagen de marido celoso, he dejado de preguntar.

Cuando ha regresado -muy tarde-, ella no le ha dado importancia ni a su retraso ni al hecho de haberse olvidado el comunicador. Ha notado mi enfado, mi silencio, mi sequedad. Pero no reacciona. Me deja perplejo. Hemos dormido juntos el uno al lado del otro, nada más. Yo no podía.

…...............

No es que regrese tarde por nada especial. Es, simplemente, que los amigos prolongan la diversión y ella no ve motivos para dejarlos. Luego, cuando llega a casa y me encuentra cariacontecido, se queda vacilante. No nos entendemos. Yo quiero estar con ella. Es normal que la busque y la espere. Pero ella no entiende la frustración que me causa.

La otra noche, en la oscuridad del dormitorio, rompí a llorar muy quedamente. Algo me dice que ella lo percibió. Pero no hizo nada.

…..............

Ayer regresó muy tarde. Con un chupón en el cuello. Ella me lo ha contado con esa sencillez que me desarma. Roberto la traía de vuelta. Han dado un rodeo de una hora o más por su apartamento. Eran las dos y media cuando ella ha llegado a casa.

He pasado toda la noche llorando en mi habitación. Ella, mientras tanto, dormía apaciblemente en la suya. ¿Cómo es posible que ocurra una cosa así y de esta manera?

….............

Ha sido muy incómodo hablar con el ingeniero de Pigmalión-SRC. Lo alegal de esto me deja sin ninguna garantía ni obligación por parte de ellos a darme servicio post-venta. Los únicos asideros para que me atiendan son el crédito de mi cuenta corriente y la amenaza de un escándalo.

El ingeniero me ha escuchado sin interrumpirme durante varios minutos. He acabado con esta pregunta, retórica e irónica.

-        ¿Ella me quiere?

-        Digamos que “ella” ha sido programada para complacerle.

-        ¿Complacerme? Tengo la sensación de estar con una autista.

-        No. Un autista no aceptaría el contacto físico, ni siquiera una caricia con la mano. No digamos una penetración vaginal.

Me dio asco. Después de los circunloquios y rodeos que yo había utilizado para describir nuestra intimidad, oírle hablar así me dio asco.

-        Técnicamente, un robot es un psicópata, no un autista -concluyó.

Me asusté. El ingeniero continuó:

-        Tranquilo. Nunca le hará daño. Está programado para complacer.

-        Sí, tan complaciente que cualquiera que pase a su lado...

-        Sí, claro. Su respuesta sexual es automática. Si el ambiente es adecuado, basta un beso, una caricia, para despertar su aquiescencia. Aquiescencia, esa es la palabra. Bueno, también pasa con los humanos. Si quiere evitarlo, ya sabe, vigílela.

-        No es eso. Yo quiero que ella sienta que su infidelidad me duele, que sienta mi deseo de ella y mi sufrimiento por ella. Ella no siente.

-        “Ella” sufre.

-        ¿Sufre?

-        A su manera. Cuando no consigue complacer, cuando percibe malestar, “ella” se perturba. Porque no es el resultado que espera y no entiende por qué. Hay, incluso, un pequeño riesgo de que estas situaciones de conflicto deterioren su mecanismo. Porque en algún lugar de su interior hay un cúmulo de energía, una pequeña chispa que no se canaliza adecuadamente, que fluye circularmente sin encontrar la salida.

-        Es... terrible.

-        No se preocupe. Pigmalión-SRC admite que devuelva el robot a fábrica. Le reembolsaremos el ochenta por ciento de lo pagado.

-        No, no es eso. Es terrible querer la felicidad de otra persona y sufrir por no saber cómo conseguirlo.

-        Es un robot. Devuélvalo y dormirá tranquilo.

-        ¿Y qué ocurrirá con ella?

-        Será reconvertido para otros usos. Reprogramado. Su rostro y su figura serán modificados, obvio, para que pase por un robot normal.

No he aceptado. Yo la quiero. Quiero seguir viendo su sonrisa de fresa y nata, ahora que sé que detrás de su expresión incierta, insegura, hay un alma perdida entre la niebla, que no acababa de nacer.

Sufriré. Tendré que beberme muchas veces mis propias lágrimas, y hacerlo sin que ella me vea.

 

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  • 5 de Octubre de 2009 a las 10:06

1º en el IX Certamen: Monstruos, Dioses

Adara, la inmortal

La inmortalidad dividió en dos al género humano. No es fácil recordar cómo. En la memoria de los que nunca la alcanzaron, el suceso se hizo humo de mitos y leyendas mucho antes de que dejara de ser exacto el número de generaciones transcurridas.

La memoria de los inmortales es diferente: no la aniebla el extravío de los detalles, sino su exceso. Y aunque algunos de los afortunados iniciaron registros minuciosos de su nueva vida presuntamente inacabable, los ordenadores dejaron de responder a la tecla de encendido después del holocausto. No buscaron tinta y papel para mantener los anales. No valía la pena. Porque no habría ya lugares donde guardarlos, tan inacabables serían, ni se conservarían tanto tiempo como ellos vivieran. Y concluyeron poco a poco que el tiempo transcurrido y registrado siempre abrumaría al tiempo necesario para leer esos anales.

Pero, ¿cómo fue?

Hubo una vez... Sí, claro, tuvo que ser antes del holocausto. Por entonces ya se sabía que el ser vivo es una máquina que se repara a si misma, pero sin la suficiente perfección. Sólo había que ajustarla bien, y la máquina sería eterna.

El hallazgo era inminente. Todos los hombres esperaban vivir para verlo, y verlo para vivir eternamente. Ocurrió. Los poderosos fueron los primeros en alcanzar la eterna juventud. Y una vez conseguida, conspiraron. Porque, ¿dónde iría la Tierra con una humanidad inmortal? ¿No rebosaban de hombres los continentes? ¿No se habían fundido los polos, desbordados los mares, arrasada la Amazonia, extinguidas las especies?

Los hombres eran demasiados. Y ahora, por añadidura, inmortales.

El Acuerdo para la No Proliferación de la Inmortalidad sólo fue acatado por los que ya lo eran. Y no impidió lo inevitable. Ninguna reunión de hombres, cualquiera que fuese el título que recibiera, resistió la presión de los que pedían ser admitidos en el club de la eterna juventud. Disturbios en las ciudades. Los primeros Gobiernos en ceder se enfrentaron a los Gobiernos defensores del Acuerdo. Y éstos encomendaron la supervivencia del planeta a las armas nucleares.

Aquellas bombas aliviaron al mundo del peso que lo asfixiaba, reduciendo el número de los hombres -mortales e inmortales- a lo razonable. Y cuando se hubo asentado el polvo, crecieron los bosques donde nadie recordaba que los hubiera habido. La nieve volvía a caer en las cumbres sobre la nieve del año anterior. Especies que se creían extinguidas, surgían quizás -quién sabe- del Arca de Noé de un millonario excéntrico cuya previsión disparatada había resultado al final clarividente.

En algún momento de aquel cataclismo se perdió la máquina de la inmortalidad. Alguien tuvo en su mano, en el último momento, la decisión de destruirla para siempre o conservarla fuera del alcance de los hombres, y decidió esto último. Lo cuenta un relato diseminado entre mil fábulas: que la máquina está en algún lado, esperando a que alguien la encuentre.

El género humano volvió a crecer. Muy despacio. Liberándose de todas las taras y monstruos inviables que siguieron al gran holocausto. El hombre volvió a tener retos a su medida a los que enfrentarse: rebaños para medrar; cosechas que sembrar y recoger; jabalies, osos, leones con los que probar el valor de sus flechas y lanzas.

Mortales e inmortales vivían separados por una envidia atávica, un agravio de eones. La pugna, sin embargo, ahora va cayendo ineluctablemente del lado de los mortales. Porque las muertes violentas, las enfermedades oportunistas (los suicidios también), menguan el número de los inmortales. Entre ellos la procreación es aberrante, un tabú cuya transgresión socava la comunidad. Porque los seres traídos al mundo son mortales, y los perpetuamente jóvenes no quieren tener previsión para la vejez y la muerte. La inmortalidad requiere la inmutabilidad en todos los órdenes. Así es todo entre ellos, sus leyes, sus costumbres, sus jefes, y hasta sus vidas interminables. El tedio y la decadencia es el precio que pagan por no envejecer.

Y los que se niegan a pagarlo -un lento goteo- abandonan sus pequeños Olimpos amurallados para buscar la sociedad de los mortales, mezclarse con ellos y robarles un poco de vida...

 

 

La pareja estaba sentada al sol. A sus espaldas, la pared de bojes esmeralda y el fuste gris de las hayas. Delante, la vertiginosa ladera despeñándose hasta el valle.

El hombre hablaba sin levantar la vista. Entre las manos, un cuchillo y una rama. Las palabras salían de su boca como las mondas del palo, concienzudamente.

- Se acaba, Adara. Esto se acaba para mi. Ya ves, yo siempre había hecho esta subida de un tirón, y hoy no sé si podré llegar arriba.

Estaban arrimados el uno contra el otro. La piel de ella, clara y tersa como la madera de boj que desnudaba el cuchillo. La de él, arrugada y áspera como la corteza que arrancaba. Un par de virutas se camuflaban entre las canas de su barba. El seguía cortando pensamientos.

- Todos estos años junto a mí, te habrán parecido un suspiro. Aunque a mi... me han colmado, Adara.

Ella lo rodeaba con su brazo, recostada en su hombro. Su pelo negro caía por igual sobre las espaldas de ambos.

- No digas eso, Ruisko. Tú me has hecho joven. Te lo he explicado tantas veces...! -le dijo ella.

- Y tú me has hecho viejo, Adara. -dijo él-. Todos envidian mi fortuna, envejecer junto a una mujer perpetuamente joven ¡Qué pocos sospecharán lo que puede llegar a doler!

Levantó la vista. Sobre ellos, allá donde el azul no tiene medida, una silueta alada planeaba en círculos tan solemnes como el cielo inmutable. Adara averiguó, como tantas otras veces, la mirada de Ruisko ávida de inmensidad. Hacía años que él ya no subía a los acantilados para acechar el vuelo de los buitres.

Dejar de hacerlo fue su primera claudicación. Luego vinieron otras. Todavía no arrastraba los pies. Todavía podía dar un grito para reunir a los perros a su lado. Pero los hijos ya habían empezado a decirle: déjalo, padre, ya lo haré yo. Y estaba ella, la madre de sus hijos, ella, siempre a su lado, siempre igual, inmutable, siempre joven. Ella lo hacía doblemente viejo.

- Vamos -arrancó él.

Y reemprendieron la subida. Ella a su lado, detrás, disimulando que podría caminar más deprisa. Pretextando una flor, una seta, un trozo de musgo, para que él tomara aliento sin reparar en ello.

Llegaron. El risco dominaba los tres valles. Esperaron.

Al rato los vieron aparecer, apenas unos puntos por debajo del horizonte. Se afianzaron en el borde, el uno en el otro, contra el viento. Uno, dos, tres, cuatro buitres pasaron delante del acantilado, debajo de ellos. El detalle de las plumas remeras; sus tonos cambiantes, tierra seca, tierra oscura, negro; la gorguera blanca. Y cuando ya los despedían, de la nada apareció un quinto, suspendido delante de ellos, inmóvil como la eternidad. Ruisko reventó de gozo. Porque en ese momento, el buitre giraba su cabeza, enfrentándoles con los ojos, como si quisiera hablarles, sonreirles con el pico.

Y con un levísimo gesto de sus alas, se catapultó hacia el cielo.

- ¿Has visto, Adara? ¿Has visto? Se ha parado a mirarnos.

- Si, Ruisko.

- Nunca pensé que vería algo igual. Tenías razón, ha valido la pena subir.

Se sentaron. Comieron. Ella apoyó su espalda contra el tronco de un haya. El se acunó entre sus piernas.

- Toma, bebe -y Adara le alargaba una cantimplora pequeña-. Dormirás un poco, y te despertarás con fuerzas para bajar, sin que te duelan las rodillas.

El bebió. Luego dejó extraviada su mirada en el azul, mientras ella le acariciaba las sienes. Y cuando él cerró los ojos, ella empezó a llorar, suavemente al principio. Luego a borbotones. Lloró todas las lágrimas que no habían salido de sus ojos en su larga vida inmortal. Lloró y lloró, hasta que la frente de él estuvo fría como la muerte. Entonces apretó los ojos -secó las lágrimas-, apretó los dientes -estranguló los sollozos-, y se puso en pie. Arrastró el cuerpo hasta el borde del acantilado, y lo desnudó, preparándolo para la última visita de los buitres.

Arrancó a caminar. Tenía un trecho muy largo, muchas montañas que subir y bajar hasta llegar más allá de los valles, donde nadie hubiera oido hablar de ella, Adara la inmortal. Y mucho tiempo para decidir si valía la pena seguir viviendo sin volverse a enamorar de un mortal.

 

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