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romi
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Fecha de ingreso: 25 de Abril de 2008

El solitario del valle

17 de Junio de 2009 a las 13:16

Hola: por si a alguna persona le interesa leerlo y dejar un comentario, dejo aquí un pequeño relato.

 Agradecido. romi

 

El solitario del valle 

            Vivía en el pequeño valle. Justo por donde el río corre sereno y el bosque es espeso. Al lado norte de las tres montañas verdes y muy cerca de dos caudalosos manantiales. Aquí mismo y, en una de las paredes rocosas, tenía su vivienda. Una pequeña cueva, abierta en lo más duro de la roca y primorosamente cuidada y decorada.

         Y su única compañía era un burro color plata y un perrillo chico, color negro. También los pájaros, las corrientes claras del río, el recogido valle siempre verde, las florecillas de los prados, las nubes blancas en otoño y primavera y las tormentas y los silbidos del viento. Y para ocupar su tiempo, para entretenerse y alimentarse, tenía un buen trozo de tierra junto al charco redondo del río. Por el lado de debajo de la cascada y donde la tierra era fértil y llana.

          Cada mañana, al salir el sol, desde su cueva, se iba a su trozo de tierra. Siempre acompañado de su borriquillo plata, su perrillo y el silencio de las montañas. Y aquí se quedaba horas y horas, cavando las tierras, regando las hortalizas, podando las parras, recogiendo las nueces, secando al sol los higos y  tomates para alimentarse en los meses del invierno y sentándose junto a las aguas del río. A veces para descansar y comerse algún tomate o sandia recién cortada de la mata y otras veces solo para contemplar las aguas claras del río. ¿Era para meditar? ¿Para alimentar su alma y soñar? Sólo él podía saberlo aunque también quizá su borriquillo y su perro.

         Pero el caso es que, en estas soledades y silencios, él era feliz y nada más necesitaba ni echaba de menos. Ni siquiera la compañía de otras personas ni otros alimentos. Desde que tenía conciencia se había sentido libre y bueno como el mismo viento y también dueño y en paz con todo lo que le rodeaba. Hasta con las estrellas que por las noches titilaban en las profundidades del Universo.

         Junto a las montañas de la parte alta, por donde el río tenía su nacimiento, también él tenía otro pequeño valle. Un poco más grande que el de la puerta de su cueva y algo más verde. Eran las tierras más fértiles de todos aquellos lugares porque siempre estaban bañadas con mil charcos de agua y los doscientos manantiales cristalinos que daban vida y cuerpo al hermoso río. Y, en este también fantástico valle, él tenía pequeños trozos de tierra. Todos sembrados de hortalizas, árboles frutales y cereales.

         Por eso, un día sí y otro no, desde su cueva subía a este segundo valle. Siempre montado en su borriquillo plata, acompañado de su perrillo negro y siguiendo la estrecha senda que discurre muy pegada al río. Y siempre, sin excepción ninguna, al remontar la redonda loma antes del arroyo Oscuro, se paraba. Donde la hierba era muy espesa y verde y desde donde se embelesaba mirando al mundo. Por eso siempre aquí se sentaba y dejaba que su borriquillo paciera tranquilamente, mientras él observaba o se entretenía en jugar con su amigo el perrillo.

         Pero con lo que más se entusiasmaba y era feliz, era con la gran visión que, desde el balcón de la verde loma, ante sus ojos se abría. Al fondo, el río, más al fondo y al sur, su cueva, las cuatro o cinco montañas que por detrás de su cueva se alzaban, y luego, más al fondo aun, el azul brillante del cielo. Y al norte, las montañas primeras, de donde el río venía. A los pies de estas montañas, su segundo valle amado y luego los hilillos de agua clara, los pequeños lagos y el río. Y ya más cerca del mirador natural sobre la loma, otro pequeño valle y un arroyo grande, el arroyo Oscuro. El que siempre bajaba repleto y era  como las divisorias de un valle y otro. Como una muralla natural entre su cueva y el valle de arriba.  

         Por eso él, cuando ya creía que había descansado lo suficiente y su borriquillo había recuperado fuerzas, siempre seguía la senda hacia el arroyo Oscuro. Siempre montado en su borriquillo plata y acompañado de su perrillo. Sintiéndose como el gran rey y dueño y dando gracias al cielo por el reino tan hermoso que cada día le regalaba. Así había sido desde que tenía conciencia y recordaba y así creía que iba a ser hasta que un día muriera. Pero no fueron las cosas tal como las soñaba.

         Aquella mañana de primavera, como tantos otros días, llegó con su borriquillo a lo más alto de la loma.

- Para un momento que descansemos. Tú aprovecha y come toda la hierba que necesites que yo voy a dedicarme a lo mío.

Le dijo a su plateado borriquillo. Y éste paró. Él se apeó despacio, llamó a su perrillo y se fue hacia la roca donde siempre se sentaba. Pero aquella mañana no llegó a sentarse. Miró para el arroyo Oscuro y, tal como iba caminando, se quedó clavado. Inmóvil en lo más alto de la loma y con sus ojos clavados en las profundidades del arroyo. De pronto, descubrió que allí, justo por donde la senda cruzaba el cauce, había algo que nunca antes había visto. Se dijo: “¿Qué será eso y cómo habrá venido aquí tan de repente?”  

         Se fue hacia el borriquillo, se subió en él y le dijo:

- Aprisa. No perdamos ni un minuto y bajemos hasta el arroyo. Algo ha ocurrido ahí esta noche y quiero verlo cuanto antes.

Casi trotando el borriquillo bajó por la senda. Atravesó el espeso bosque de encinas y robles que se tupe antes de las aguas del arroyo y, como una aparición, antes ellos se volvió a mostrar el gran edificio. Siguieron avanzando y, justo cuando iban a cruzar el arroyo, oyó una voz que le dijo:

- ¡Alto ahí!

         El borriquillo se detuvo y él, desde lo alto del plateado animal, preguntó:

- ¿Qué pasa aquí esta mañana?

Del lado derecho y por una de las puertas del edificio, apareció un hombre. Vestido con uniforme y un arma sobre sus hombros. Sin más preguntó:

- ¿A dónde se camina?

- Voy a las tierras, a mis huertos del valle de arriba.

- ¿Y el pasaporte?

- ¿De qué me hablas?

- Para cruzar a este lado del arroyo y subir al valle de arriba, se necesita pasaporte y hace falta hablar el idioma “montañés”. ¿Hablas tú esta lengua?

          El hombre se quedó pensativo. Por un momento quiso explicar al guardián todo su mundo y su relación con las tierras del valle de arriba pero no lo hizo. Preguntó:

- ¿Y qué es este edificio?

- La frontera entre los dos valles.

- ¿Frontera para qué?

- Para sentirnos distintos y luchar por nuestros derechos.

Se llevó él las manos a la cabeza y meditó un momento. Otra vez preguntó:       

- ¿Quieres decir que ya nunca más podré ir a mis tierras del valle de arriba?

- Tus huertos ya no te pertenecen ni tampoco se podrá ir por los caminos de estas tierras libremente. Necesitas pasaporte y saber hablar “El Montañés”.

         Media hora después, volvía por la senda subido en su borriquillo. Hacia el rincón de la cueva en las rocas y los huertos del valle de abajo. Le decía al jumento:

- ¿Vendrán por aquí también y nos quietarán lo que desde siempre ha sido nuestro?