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r2-d2
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Fecha de ingreso: 26 de Diciembre de 2008

XVII Certamen Bisemanal: Sueños y Paradojas

14 de Septiembre de 2009 a las 0:02
Doy las gracias a todos. A los que me habeis votado, por eso mismo. A los que no, por soportarme.

En fin, sigo pensando que La Hoz estaba en tema.

Idem, que La importancia de hacer la cama tambien está en tema, y que debería haber quedado por delante del Diario íntimo de Pigmalión.

Pero es lo que hay. Gustos. Y disgustos.

Se ha hecho una propuesta acerca de darle un nuevo rumbo al concurso, más técnico, y con tema más cerrado, practicamente un guión. Pero no parece que el asunto interese.

Por tanto, seguimos con lo tradiconal. Propongo un tema.

El tema es "Sueños y Paradojas".



Sueño con un antiguo rey. De hierro
es la corona y muerta la mirada.
Ya no hay caras así. La firme espada
lo acatará, leal como su perro.

No sé si es de Nortumbria o de Noruega.
Sé que es del Norte. La cerrada y roja
barba le cubre el pecho. No me arroja
una mirada su mirada ciega.

¿De qué apagado espejo, de qué nave
de los mares que fueron su aventura,
habrá surgido el hombre gris y grave

que me impone su antaño y su amargura?
Sé que me suena y que me juzga, erguido
el día entra en la noche. No se ha ido.
concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 15 de Septiembre de 2009 a las 20:07
Amara.


           Un día de tantos, desde la caravana, la vi a lo lejos rodeada de una imponente muralla. Pregunté a un camellero su nombre. Amara. Desde entonces no ha abandonado mis pensamientos. En su interior albergaba grandes tesoros que nadie vio jamás. Los innumerables asedios a los que fue sometida para poseerlos forjaron un carácter de permanente guardia. Hay quien sospechaba que este celo era, a fin de cuentas, mera pose para instigar los intentos de invasión, y justificar así el mantenimiento de la poderosa muralla que la hacía invulnerable. O, al menos, para el resto de los mortales, la hizo.


           Fueran veraces o no las habladurías, lo cierto es que la belleza de Amara traspasaba sus muros. Tras las almenas se elevaban las más hermosas construcciones que un hombre pueda alguna vez imaginar. No es una exageración. A su vista, incluso en la distancia, toda la caravana comenzaba a ensalzar la elegancia de sus formas. La delicada precisión con la que debieron ser esculpidas sus cúpulas. La esbelta firmeza de sus minaretes. La sutileza con la que se mezclaban los tonos ocres del desierto con el blanco y los pendones negros siempre caracoleando al son del simún. Amara parecía observarte con cariño. Podrías llegar a pensar que te acogería para siempre. Querías tanto conocer como cuidar el secreto que tan herméticamente ocultaba. O, al menos, al resto de los mortales, se lo ocultó.


           En aquellos días yo era joven y orgulloso. Me negaba a creer que hubiera algo fuera de mi alcance. Así, desoyendo todos los consejos que supieron darme, abandoné la caravana con el propósito de descubrir el secreto de Amara. Pasé mucho tiempo rondando la muralla, buscando algún punto débil cara el asalto. Las leyendas eran ciertas: el muro resultaba inexpugnable por medio de la fuerza. Pude comprobar, también, parte de la verdad acerca del mítico hechizo de las almenas. De ellas descendía la más cautivadora fragancia, mezcla de especias y jazmín. Había además en ese aroma algo más, desconocido y apenas perceptible a mi delicado olfato. Escondía un fondo acre, amargo, arrebatador, que avivaba el deseo de cruzar al otro lado. Curiosamente, el más estrafalario de los rumores era cierto: en la muralla protectora de Amara no había puerta, grieta o hendidura que pudiera dejar entrever alguna forma de cruzar la pétrea defensa. Definitivamente parecía no haber manera de traspasarla. O, al menos, al resto de los mortales, se lo pareció.


           He de decir ahora que en torno a Amara había crecido, a modo de corte, un pequeño barrio extramuros formado por todos aquellos que habían caído rendidos a su encanto. Resignados a no poder traspasar la muralla, vivían a su sombra deleitándose con la cercanía de aquello que nunca alcanzarían. Yo rehuía su compañía. Los despreciaba por faltos de perseverancia, por renunciar a su sueño y conformarse, por su actitud de adoración servil. Pero he de reconocer que, con el tiempo, tuve que acercarme a ellos. Entre hombres de todas las edades, escuchando sus historias en torno al té, comencé a comprender que mis pasos ya habían sido recorridos miles de veces. Las palabras de cada historia apenas variaban. En el desenlace, todas se volvían sumisas para con un destino imposible, tratando de convencerse de que el intento mereció la pena, que la felicidad podía ser vivir junto los muros de Amara. Hombres curtidos por el siroco, impasibles piratas del lejano mar, príncipes desheredados, lacónicos nómadas, bandidos temerarios de las montañas, poetas de palacios solitarios, ladrones del zoco, jóvenes y ancianos. Todos añoraban el sueño al que renunciaron. Todos sintieron la terrible melancolía de lo que nunca fue. El salvoconducto para poder recorrer libremente toda Amara era continuamente negado. O, al menos, al resto de los mortales, se lo negó.


           Pasó el tiempo, las caravanas iban y volvían. Amara seguía inexpugnable. Yo me resistía aún a caer derrotado como aquellos hombres, que ahora eran mis hermanos. Tener el paraíso tan cerca y no poder acceder a él me resultaba insoportable. Me alejé para poder observarla en toda su grandeza desde las dunas. Intenté comprender mis sentimientos. La visión del Amara, el mito de la muralla inabordable. Yo iba a ser el primero en traspasar el muro, el primero en verla tal cual era, el primero que penetrara en sus secretos. Pero la muralla se interponía negándome el acceso y a la vez alimentando mi pasión con la fragancia que se escapaba de su cerco. Entonces comprendí que todo sería inútil. Pensé en volver y pasear por última vez junto al muro, despedirme de Amara a través de la piedra y partir con la próxima caravana. Pero no pude. En un último acto de soberbia le di la espalda, y me introduje en el mar de arena tratando de olvidar. O, al menos, pare el resto de los mortales, eso sucedió.


           Un aroma familiar me despertó. Especias y jazmín, escondían un leve toque acre y amargo. Arrebatador. Abrí los ojos. Lo había logrado. Amara era mía. Todas sus puertas estaban abiertas. Sus fuentes me saciaron. Descubrí nuevos sabores. Me reflejé en sus albercas que traían al desierto el azul del océano. Recorrí Amara a lo largo y ancho con todos mis sentidos. Todo su conocimiento, sus creencias, su poesía me fue ofrecida. Acumulaba momentos felices a cada paso que daba, a cada inspiración. Por último acudí al tempo. Ceremoniosamente, humilde, entré en él. Si de algún sitio manaba la felicidad era de ahí. Al salir no pude por menos que llorar bajo la plácida mirada de Amara y la media luna. Disfruté de aquello que nadie más alcanzaría. Viví lo que solamente se podía soñar. O, al menos, el resto de los mortales, sólo lo soñó.


           En mi corazón anidó un grano de arena. Ni siquiera la belleza de Amara pudo evitarlo. Dando un paseo la perdí de vista, que fue más allá llevándome de nuevo al hogar de mis recuerdos. Los peligrosos paseos nocturnos por Damasco, el lujo del viejo Bagdad, el bullicio de las calles de Túnez, el atardecer en el puerto de Alejandría. Entonces descubría estas ciudades a mi alrededor, y los recuerdos se hacía más vivos. El primer viaje en barco con mi padre hasta Rabat, mi hermano y yo robando dátiles en el bazar de Estambul, la peregrinación con mi abuelo a La Meca, los besos robados tras la mezquita de Córdoba. Y el desierto, siempre el desierto. Y el sol, siempre el sol. El desierto, mar de diminutas ascuas torturando mis pies. El sol omnipresente cegando mis ojos, secando mi carne. El desierto tomando mi cuerpo entre sus ávidas manos. El sol luchando contra él por cobrarse la pieza. Yo perdiendo la batalla, volviendo la vista hacia Amara. O, al menos, el resto de los mortales, eso contó.
concursoderelatos
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  • 16 de Septiembre de 2009 a las 23:45
REFLEJOS

Un largo escalofrío recorre mi cuerpo. Frente al espejo veo una sombra. La luz se desvanece. Tengo frío. El mármol de la cocina está caliente. Me tiemblan los pies. Estoy nervioso. Estoy inquieto. Mi nariz empieza a sangrar. Miro mis manos, están empapadas en sangre. Estoy solo. Esa sangre no es mía. Limpio la camiseta en el lavabo, con agua caliente. Debo darme prisa, aún está fresca, aún no ha coagulado. La luz se enciende e ilumina la cocina. La luz tirita. Veo otra sombra en el espejo. El océano se extiende frente a mí. A lo lejos cielo y mar se funden en un horizonte difuso. Azul, verde, negro. Miro mis manos. La sangre gotea, salpica. Busco con la mirada el lavabo. Me giro. Sigo girando. Sólo veo el mármol, el mismo mármol. Tuso, la arena sale despedida de mi boca, antes me irrita la garganta. Sigo frotando. Trago saliva, está salada, muy salada. Sigo dando vueltas, sólo veo el mármol. Tic-tac, tic-tac, tic-tac. ¿Un reloj? Me giro. El mar me rodea. Sigo girando, siempre hacia mi izquierda. Hacia mi izquierda sólo se extiende el océano. Apoyo las manos en el mármol. Quema. Vuelvo a toser. Tuso agua, agua salada. Me duele el pecho. El mármol quema. La sangre se desvanece. La piel empieza a calcinarse. No puedo respirar. En el espejo otra sombra. Me toco el pecho. Sangra. Me duele el estómago. La sangre cae y se mezcla con el agua del mar. Tic-tac, tic-tac. Miro el lavabo, la camiseta empapada. La limpio. Me giro. Frente al espejo, otra sombra. Me arde todo el cuerpo, el calor es asfixiante. Tuso. Tuso sangre. No puedo respirar. Me quemo. La luz tirita. La luz se apaga. La luz vuelve. La luz me engulle. Blanco sobre blanco. No respiro. No me duele. No ardo. La luz se desvanece y luego… la nada. "Critical system error. Critical System error". Un pitido acompaña este mensaje, un pitido intermitente. El operador se despierta de repente de su cabezadita y observa con preocupación el mensaje. Experiencia sensorial cruzada, sin posibilidad de reseteo. Tres personas en coma. El operador frunce el ceño y respira profundamente. “Tres clientes fieles menos, vaya marrón. Esperemos que no se corra la voz”- piensa. “De todos modos los otros enganchados a esta mierda volverán. La necesitan. Ya conocen los riesgos”- reflexiona. Y sin apenas inmutarse coge el teléfono y llama a Jack para que le ayude con la limpieza.
concursoderelatos
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  • 17 de Septiembre de 2009 a las 10:38

PEREZA


Arranco una brizna de hierba del suelo y la meto en mi boca. El sabor ácido se extiende por mi lengua; hay un mosquito pegado a esta brizna y se ha colado entre mis dientes y la saliva lo empuja por mi garganta. El mosquito mira asustado la oscura y húmeda cavidad por la que siente que se desliza, oye extraños ruidos, tiene miedo … a mi, sin embargo, nada me inquieta, cierro los ojos e imagino que acompaño al insecto en su imprevisto viaje.

Hace un buen rato que una avispa esta sobrevolando mi cara; pienso que me quiere tomar el pelo; luego recuerdo que estoy tumbado debajo de la higuera y que es lógico que anden volando por aquí ya que los higos empiezan a estar maduros. Entreabro un ojo y luego el otro y miro hacia el prado y veo a la vaca pastando tranquilamente y dándose coletazos en los lomos y chupetadas en la nariz, porque las moscas están pesadas con este calor que hace hoy.

Me sonrío a mí mismo porque tiene gracia hasta donde puede uno llegar con el pensamiento; te viene una idea y la llevas hasta lo absurdo, como si fuera real:

El chico vio a la vaca, que atravesó el camino justo en el momento en que la bici asomaba la rueda delantera sobre la cima de la cuesta empolvada. El animal se quedó quieto, mirando con esos ojos adormilados y movió la cola como espantando una mosca. El muchacho la tenía enfrente y la miraba asombrado sin saber que hacer y antes de que lo pensara ni siquiera un poco, se encontró en el suelo y a la vaca olisqueándole con su nariz húmeda y fresca.

Pasaron unos minutos vacíos en los que ambos se miraban asustados y además él se sentía ridículo con la bici entre las piernas y la vaca soplándole directamente en las mejillas hasta que, súbitamente, empezó a reírse, primero bajito, como con apuro y luego, poco a poco, a grandes carcajadas que lo hacían agitarse y retorcerse, haciéndole llorar y atragantarse, lo cual provocó que la vaca diera un respingo y asustada a más no poder, saliera corriendo camino adelante, levantando un polvo amarillento que se movía en el aire y luego caía de nuevo al suelo. Primero siguió por el sendero un rato y después se internó en el prado mugiendo, como si algo o alguien terrible la persiguiera.

El, sentado en el suelo y aún riendo, la miraba correr asombrado, pues parecía que había visto una aparición, la cola estirada en alto y las ubres moviéndose al compás de la carrera

-¡El que se ha caído he sido yo!- pensó- y soy yo quien se ha encontrado con esos ojos locos encima de la cara y es ella la que corre como si hubiera visto un fantasma.

La vaca se tiró al río. No es que lo hiciera a propósito, pero la orilla estaba allí mismo y allí acabó al final de su carrera y no se supo cómo pudo ahogarse, teniendo en cuenta que no había demasiada agua en el cauce. Debió darse un golpe en la cabeza. El ya no se reía y ella tampoco mugía. Las truchas nadaban como locas, por que aquel peso se les había venido encima de pronto y sin previo aviso, así que, al fijarse, se las veía correr despavoridas a esconderse entre las sombras, detrás de las piedras, al fondo del río.

El se quedó pasmado no sabiendo que hacer, hasta que pensó que para estas cosas son los móviles y llamó al 112 a ver si alguien le daba una idea. Y es entonces cuando vinieron ellos, como siempre en pareja, y empezaron a hacerle preguntas. No podía explicarles lo que había pasado sin que le entrara la risa y ellos se lo tomaron como algo personal, una falta de respeto le decían y se lo llevaron al cuartelillo. Olía a moho y a pies en aquella habitación, que sólo tenía una ventana pequeña y cuatro muebles incómodos.

Pues no lo entendía: le pusieron una multa porque decían que perseguía a la vaca para molestarla y le citaron para verse con el dueño, ya que puede que tenga que pagársela y debe de costar una pasta, que no sabe de donde quieren que la saque si no tiene dinero. Total una tontería que puede salirle cara y encima nadie entendía que la vaca le atropelló a él y que ella sola se había ido corriendo a tirarse al río como si la hubiera picado una avispa.

¿Y si fue eso lo que le pasó a la vaca y nada más? No se le había ocurrido que el chico alegara algo semejante cuando le interrogaban.

Es perfecta esa estela blanca y rizada que deja el avión en el azul del cielo, ¿a dónde irá y quienes viajarán en él? parece una mosca y seguro que llevará por lo menos a 100 personas dentro. Puedo pensar en otra aventura de un viaje accidentado de dos amantes que van en asientos separados, deseando poderse reunir  …. ¿O sigo con mi mosquito, a ver por donde va ya en su viaje por mi interior?

concursoderelatos
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  • 17 de Septiembre de 2009 a las 19:46
¿Sueños?

Corre. Corre. Tienes que correr más. Tus pies pesan como cemento y tu cuerpo no responde a tu anhelo de velocidad. Miras hacia atrás y lo notas. Sabes que está ahí, persiguiéndote. Puedes oír cómo esa criatura jadea a tu espalda, cómo su aliento cálido baña tu nuca y tu reacción es instantánea. Gritas y gritas cada vez más fuerte pero ni un sonido sale de tu boca. Haces un último esfuerzo e intentas correr más rápido, escapar al horror. Como toda respuesta obtienes una ralentización de tu marcha aunque, por alguna razón, el ser ya no está ahí sino que te desplazas en soledad formando parte de la oscuridad opresiva. Al fondo ves una luz, la materialización quizá de un deseo oculto. Parece que tu cuerpo comienza a responder y tus pies aceleran apenas un suspiro. Alargas la mano, una lágrima de alivio escapa a tu control y se desliza por tu mejilla sin llegar a caer, tus dedos rozan la luz...

Abres los ojos y miras a tu alrededor. Estás en una habitación luminosa, totalmente pintada de color blanco, como blancas son las sábanas, los muebles y la ropa que cubre tu desnudez. Con extrañeza tocas una pared y las yemas de tus dedos perciben el frío suave que impregna el ambiente. Esta sensación corre desde tu mano, a lo largo del brazo, hasta tu cabeza donde invade tu cerebro y, por tanto, el resto de tu cuerpo. Ves cómo el vaho sale de tu boca y forma una nubecilla frente a tu rostro, ahora azulado debido al hielo que ha aparecido sobre ti y a tu alrededor. Comienzas a sentir agobio, el silencio penetrante invade tu mente y buscas una salida. Hay una puerta frente a ti y te diriges a ella, no sin aprensión. Antes de rozarla siquiera, se abre por sí misma apenas unos milímetros dejando ver una oscuridad pura que parece pugnar por entrar. Te resistes, pero ves cómo láminas negras saborean los contornos de la puerta. Das un paso atrás con temor, mas una desconocida ola de valor te invade y decides salir al encuentro de aquello que va hacia ti y, llenando tus pulmones una última vez, penetras en la oscuridad...

El viento ululante barre el resto de sonidos que pudieran existir en el páramo desnudo que te rodea. A lo lejos, una enorme figura encapuchada te observa al tiempo que ve todo a su alrededor sin variar su postura. A sus pies, cinco figuras diminutas que se miran unas a otras desconcertadas. Deseas acercarte y, antes de dar un solo paso, ya estás allí. Descubres cinco familiares y amigos que te ven colocarte entre ellos con expresión atemorizada. Les devuelves la mirada del mismo modo y vuelves tus ojos a la enorme figura oscura ante ti. Sabes quién es. Es el Juez. Niegas con la cabeza y te tapas los oídos con fuerza, hasta que notas sangre entre los dedos. El gemido ahogado que comienza tu garganta se convierte en un grito forzado...

Gritando silenciosamente te sientas en la cama. Te invade una sensación de opresión al ver la oscuridad ante ti. Tocas tu cara, tus brazos, tu pecho, tu pelo... sonríes con alivio e incluso una liberadora risa comienza a formarse entre tus labios. Mueves tu mano hacia el interruptor y lo conectas. Aún está oscuro. Te vuelves con asombro y vuelves a accionarlo. Aún está oscuro. La garganta se te cierra y el estómago te da un vuelco. Con ahínco accionas el interruptor una y otra vez pero la luz no se prende y notas cómo la negrura comienza a cerrarse sobre ti. Unos brazos invisibles exploran tu cuerpo, violan tus rincones ocultos. Quieres gritar de nuevo, pero no puedes. Intentas levantarte de la cama, pero tu cuerpo no responde. Una lágrima comienza a caer mientras te debates con fuerza...

Un hormigueo recorre todo tu cuerpo. Una especie de corriente eléctrica invade tu cuerpo y se detiene en el dedo índice de l amano derecha. Lo mueves, la inseguridad te domina. Oyes un pequeño grito de júbilo e intentas abrir los ojos pero, aunque tus párpados se debaten rápidamente, no eres capaz. Más voces invaden tu espacio. No dentro de tu cabeza, sino fuera. A tu lado. Algo te toca. No es angustioso, no es doloroso, no es punzante. Sólo suave. Haces un nuevo esfuerzo, llegando casi al límite de tus fuerzas. Sombras y luces comienzan a formarse ante ti. Ves caras. Una mujer. No, dos mujeres. Un chico joven. Y un hombre mayor con cara seria que sujeta tu muñeca y mira su reloj con concentración.
- Doctor, ¿ya está?¿Se ha despertado?
Una luz inunda tus ojos. Primero uno y luego otro.
- Por favor, les agradecería que salieran. Tenemos que hacerle algunas pruebas.
- Pero ¿se pondrá bien?
El hombre mayor sonríe apenas perceptiblemente. Pone su dedo índice frente a tus ojos y lo mueve de un lado a otro, lentamente. Para tu sorpresa, eres capaz de seguirlo con los ojos sin casi esfuerzo.
- No puedo asegurarlo aún. Pero soy optimista.
Ves cómo los otros tres se abrazan, llorando libremente. Otro chico joven, completamente vestido de blanco, agarra los pies de tu cama y te saca de la habitación. La luz blanca inunda todo y varias personas vestidas igual que el que te lleva pululan a tu alrededor. Unos de verde, otros de azul... Entonces la palabra exacta acude a tu cerebro. Hospital.
- No debes preocuparte. No vamos a hacerte nada malo- dice el enfermero sonriente. Puedes ver con claridad sus dientes blancos, sus colmillos puntiagudos. Oyes una risa malévola...
concursoderelatos
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  • 17 de Septiembre de 2009 a las 20:02

CARBONCILLO:

 

En mi despacho hay un sillón, es gris, tapizado con una especie de pana gruesa suave. Me gusta. Es lo que suele llamarse un sofá de tres plazas, aunque nunca se sienta nadie y mucho menos tres personas de una vez porque siempre está lleno de papeles. A falta de espacio en la mesa cada sobre nuevo que llega cae sobre él, por eso debe ser rescatado de debajo de su opresor peso cada pocas semanas. Nunca me he sentado en él a mantener una conversación, nunca nadie lo ha hecho.

Una tarde de septiembre, cuando en esta zona empieza a refrescar y nos escondemos en casita, tuve la feliz idea de poner algo de orden en el correo que se amontonaba sobre su asiento. Entre multitud de comunicaciones de bancos y publicidad apareció aquella carta que escribí hace años, ¿cómo llegaría hasta allí? Una sencilla carta de amistad en la que se entreveían, entre líneas, reproches por las oportunidades perdidas.

Leí:

 

“Querida Angelines:

¿Cómo estás? Espero que bien. Te preguntarás porqué te escribo si ayer mismo estábamos juntos y posiblemente nos veamos pronto. Yo también me lo pregunto…”

 

Me levanté de un salto y subido en el sillón me dibujé en carboncillo sobre la pared, sonriente, juvenil, en cierto modo desconocido. Corría detrás de mi amada por un prado verde que se volvió fotografía. Un sol amarillo de julio caía a plomo sobre la hierba agostándola a mi paso. Miré y encontré en una sombra el objeto de mis deseos y todo se iluminó.

-¿Dónde vas con este calor? – Me dijo- Ven y refréscate en la sombra.

Sus ojos se clavaban en mí mientras me acercaba andando despacio y una brisa ligera me traía su aroma.

-Hola, ¿tienes agua?

-No, pero podemos desearla juntos.- Sonrió cerrando los ojos.

Mi mano dibujaba sobre la pared sin freno y mis ojos cerrados respiraban el olor de la hierba, el encantamiento del paisaje, el deseo que sentía por ella convertido en mi único camino.

- Mira, creo que podremos beber de allí.

Un chorro de agua empezó a caer del cielo. Llenaba el nacimiento de un río en el que nos metimos desnudos y dejamos que nos llevara la corriente.

Bajé por la escalera pintando las curvas, los ribazos, juncos, los árboles altos que se movían con la brisa, piedras cubiertas de musgo y truchas escapando de nuestros juguetones intentos de alcanzarlas. Nos mirábamos sonrientes, de vez en cuando una risa cristalina escapaba de sus labios. Las aguas no nos maltrataban, acariciaban nuestros cuerpos y yo sentía en mis manos -pintoras ennegrecidas- el roce de sus caderas, la suavidad de sus hombros, el jugueteo de los rizos de su nuca.

Quise más y dibujé una playa junto a la puerta de entrada. Ella yacía desnuda sobre la arena. Su piel pálida casi blanca sin marcas ni sombras de ningún tipo brillaba bajo la luz de la luna y sus ojos verdes entornados sonreían con malicia esperando, sabiendo, buscando, deseando mi deseo.

- Ven.- Sólo dijo una palabra para expresar tanto.

- Te quiero- le dije inocentemente-, te escribí una carta y me escondí para no ver tu reacción…

- Ven.-Repitió.

- No, siempre hago lo que tu quieres, quiero que me escuches primero.

Sus ojos brillaron y con la lengua humedeció sus labios. Perfecta actriz, sonrió de nuevo.

- Vale, no vienes…aún.

- ¡Te escribí que te quería!..Que la vida sin ti no tenía sentido. Te dije que haría lo que fuera para estar contigo así.

Amanecía y, al hablarle, mi frustración por fin desapareció. Ella escuchó mis idas y venidas sin sentirse aludida, estúpida como yo estúpido. Salido. Sátiro.

Amanecía y la noche, mi noche, se aclaraba poco a poco.

El yeso de la pared, restregado al difuminar el color del cielo, sonaba como el mar. Las olas llegaban hasta nuestros pies. Sin pudor, completamente desnudo ya por dentro y por fuera, me mostré ante ella armado de todas las noches de soledad que había vivido, armado de todos los olvidos masticados frente al televisor, armado de todos los reproches a mi mismo y noté en su mirada cómo su ansia me recorría sin tocarlos las pantorrillas y los muslos. Sentí una llamarada recorrer mi espalda y me arrodillé entre sus piernas. Nada como aquello. Nada. 

Con el carboncillo roto entre mis dedos nos vi alejándonos después, caminando por la playa cogidos por la cintura. Recordaba cómo mis labios encontraron los suyos en la oscuridad y los mordieron, cómo su aliento me llenó los pulmones, cómo mi piel se adaptó a la suya ardiente. Mi pecho aplastó su pecho, mis caderas bailaron junto a las suyas, se colgó de mí con los pies cruzados sobre mis glúteos arqueando la espalda y clavando mis rodillas en el suelo. Y recordé cómo mi cuerpo, endurecido por una nueva confianza, entró en el suyo por primera vez.

Salté de una habitación a otra dibujando nuevos escenarios buscándola para vivir con ella un día en la ciudad, una película en el Roxy, un paseo al atardecer en las montañas pero me vi siempre solo. Dibujé nuevas casas con nuevas paredes en las que dibujar nuevas aventuras. Ella nunca más apareció. Sólo yo, solo, otra vez llorando su ausencia y este jodido desamor.

Corrí por la casa dibujando enloquecido hasta que el carboncillo dejó de pintar porque las paredes estaban empapadas. El río había seguido vertiéndose por toda la casa, las truchas en blanco y negro buscaban refugio esta vez entre las patas de la mesa del comedor. La maleza de las orillas crecía descontrolada por todas partes. Los muebles flotaban en aquellas aguas negras de mi desesperación.  Luché contra corriente para alcanzar la escalera, a duras penas logré subir corriendo y chapoteando como un salmón. Toda mi preocupación era que no se mojase mi sillón pero llegué tarde.

 

El sobresalto me despertó, la carta escrita hace tantos años estaba arrugada en mis manos sobre mis piernas inertes. El sudor y las lágrimas me empapaban. Cogí un pañuelo de mi silla que continuaba frenada delante del sillón esperando que me sentara de nuevo en ella para llegar, donde quiera que fuera, rodando. Unida a mí para siempre, como siempre…

Leí el final de la carta:

 

“… por eso no puedo dejar que sigas viniendo a verme. Tú vas a vivir una vida completa con algún hombre completo y si te quisiera podría soportar que llevaras esta vida conmigo pero, lo siento amiga mía, de esa manera  no te quiero.

 

Sin más que decirte, recibe un afectuoso abrazo de tu amigo Alfredo.”

 

 

Arrugada cayó en la papelera. Mi sillón seguiría unos días más cubierto de papeles.

 

 

concursoderelatos
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  • 17 de Septiembre de 2009 a las 22:01

Y los sueños, sueños son

 

Ropa limpia y bien planchada, que acompañan a zapatos relucientes, cubren los ochenta años vividos que salen del portal hacia las doce. Ya entró el verano y con él, tiempos de pasear la pesada osamenta que, como la tierra calma, al pasar de los tiempos adensa y se anquilosa; dura carga para tan pocas fuerzas. Pero ¡llegó el verano! Y las ideas afloran y rejuvenecen.

 

Cruza hacia el parque recibiendo el fresco aire que de él proviene, como una llamada de amor atrae su instinto y caminando lentamente, se acerca vigoroso hasta las primeras sombras. Sabe donde va, siempre vuelve a su rincón de paz, donde tantas mañanas rememora su pasado, como no queriendo perder el único hilo que le queda conectado a todo lo que fue; lo demás, se perdió en el tiempo y el olvido.

 

Respiración agitada y pulso acelerado llegan juntos hasta su querido banco; duro, sí, pero bien recibido, porque las fuerzas y las cargas ya no se compensan. Lentamente y con esfuerzo, logra aposentar sus 29.200 días, demasiadas vivencias para su ya escasa musculatura. Pero sentado, respalda sobre el banco y, entrecerrando los ojos, sonríe.

 

Nada que mirar, todo está en calma y la soledad abarca hasta el infinito; se deja adormilar por el frescor del suave aire que los árboles del parque acunan entre sus hojas haciéndolo rolar a brisa, y se adormece.

 

-¡Hola!- oye como un susurro entre sus sueños. Entreabre sus ojos y la ve. Sentada a su derecha, sobre su banco. No devuelve el saludo, en principio; prefiere observar antes de hacerlo. Joven, de pelo rubio y corta melena. Vestida ¡como van ahora! Cortas de todo, pantalón sin perneras, hasta los muslos, corto de talle, por no decir nulo; camiseta como si estuviese hecha con el retal de una tirada, casi sin ella y, como todas, contorsionista, pues esa forma de sentarse solo se consigue practicándola en una escuela.

 

La chica se agacha para coger algo de la bolsa y, el pobre viejo no puede evitar que sus ojos se fijen en el espectáculo que aparece al final de la espalda. No lo ve claro; el color si, es como rojizo, pero… ¿qué puede llevar puesto que nada le cubre?.

 

-¡Abuelo, saludar poco, pero mirar mucho!- le sorprende de nuevo la voz de la chica, al mismo tiempo que levantando el cuerpo, se tira del pantalón hacia arriba.

 

-Ya puedes tirar, ya, que como no te pongas dos al mismo tiempo…- la carcajada de la joven resuena en todo el parque.

 

-¿Le molesta que vaya así vestida?

 

-¡No, hija, no, para nada! Solo estaba algo sorprendido.

 

-¿Sorprendido? Pues miraba con mucho interés y para la edad que tiene…

 

-Cierto es que tengo edad, por eso mi desconcierto, ya que pocas cosas pueden sorprenderme.

 

-Pero.. ¿es que nunca ha visto las braguitas a una mujer?- sonríen los picarones ojos de la chica. Él, ante su mirada, hinche el pecho, como el pavo real abre su cola ante la hembra en celo, y sonriendo la mira despacio.

 

-Algunas he visto, si, aunque ya hace su tiempo; pero confundes mi mirada pues el deseo lo dejé guardado esta mañana en el baúl de mis recuerdos; miraba porque no entendía que es lo que dejabas ver…

 

-Pues tan fácil como mis braguitas y bajo ellas mi hucha…

 

-¿Tu qué? ¿Acaso había más de lo que he creído ver?

 

-Abuelo… pero ¿no ve la TV? Lo que ha visto es una braguita tanga y debajo mi hucha.

 

-Bien, bien, hija, no me expliques más que son demasiadas emociones para una sola mañana.

 

Sin aviso previo, la chica mira en todos los sentidos y levantándose, se baja la cremallera y el pantalón, quedándose momentáneamente en braguitas ante los anonadados ojos del pobre viejo.

 

-¿Ve?. Esto es una braguita tanga- y dándose la vuelta le enseña las nalgas en absoluta libertad –y esta es mi hucha- y, mirando la cara de estupefacción del hombre, suelta otra carcajada. Y se aleja contoneándose.

 

El buen hombre resopla sobresaltado y mientras sus ojos se van quedando en blanco piensa aun consciente: “Si nada bebí esta mañana, si es mi parque y es mi banco. ¿Ha sido realidad o fue visión de algún perdido sueño en esta anquilosada memoria que me queda…”

……………………………….

Por favor, señorita, ¿la habitación del Sr. Collantes?

Un momento… sí, la 104

Gracias  el matrimonio se dirigió a las escaleras y en la primera planta buscaron la 104. Al llegar a ella, salían un doctor y la enfermera.

Perdone, doctor, ¿atiende usted al enfermo de esta habitación? Soy, somos sus hijos y nos avisaron esta mañana de…

Sí, señor. Pero pasen ustedes. Lo trajeron ayer, al medio día, pero no hemos podido contactar con ustedes hasta esta mañana entraron en la habitación y encontraron a su padre dormido y sonriendo. Al verlo, el hijo soltó un suspiro de alivio.

Doctor, susurró para no despertar a su padre pero si parece que no tiene nada.

Efectivamente, así parece pero no logramos sacarle del coma. Sus constantes son perfectas para su edad, aunque tiene la respiración algo alterada, sus respuestas son normales para una persona dormida, pero no responde y no despierta.

¿No saben que puede haberle ocurrido? le preguntó extrañado el hijo

Aún le estamos haciendo algunas pruebas, pero la impresión que nos da es como si estuviese dormido soñando un agradable sueño.

¿Pero despertará?

Aún no lo sabemos, pero me atrevería a decir que está más cerca de querer que de poder.

La mirada de interrogación de los hijos solo recibió el silencio del doctor, mientras se encogía de hombros.

concursoderelatos
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  • 18 de Septiembre de 2009 a las 0:58

 

Diez.

 

Diez segundos para despertar…

Diez fueron los negritos que salieron de pesca.

Diez personas están sentadas en las ruinas de la playa. Hay un soldado del imperio Austrohúngaro que consiguió encender la fogata que los guarece. El ejecutivo lo mira con desdén. También a la mujer rubia de pelo corto, de cuarenta años, de sonrisa nerviosa. No le da tiempo de mirar a todos los demás con desdén, ya que una flecha atraviesa la fogata y se clava, incendiada, en el pecho de aquel tipo gordo y barbudo. La barba se le incendia mientras cae muerto sobre la arena y los nueve que siguen vivos se levantan como perros pateados durante su sueño.

Nueve segundos para despertar…

Nueve eran los Nazgul. El nueve es el futuro, la buena y la mala ventura.

Echan a correr y algunos de ellos gritan. Otros, que ya se han dado cuenta de que están viviendo un sueño, corren silenciosamente y poniendo más atención a los alrededores, como si el conocimiento fuera una llave y buscasen la cerradura.

-          Es el Cazador – murmura la joven mulata llamada Ecaterina.

La playa se acaba. Antes del mar y del amanecer, se levanta una inmensa portada de piedra que no pertenece a ningún edificio más que al aire.

Alguien cae en una trampa del suelo que levanta arena y tablas podridas, y un grito lastimero como de cosa que renuncia a la vida. El viejo suicida llamado Fredric mira hacia atrás, conmocionado, pero el ejecutivo lleno de desdén lo arrastra por la cintura y lo lleva a través de la portada.

Ocho segundos para despertar…

El ocho es un número absurdo, pero hay un ocho en mi camiseta de fútbol.

Detrás de la portada no hay más playa, sino el interior húmedo y oxidado de una fábrica colapsada de tubos, luces rojas y azules, y paneles que prometen la muerte.

Apoyados en las barandillas, repantigados en el suelo, con la respiración agitada, la mirada confusa, ninguno comenta el destino de los que quedaron fuera. Nadie confía en la misericordia del Cazador.

Todos lo conocen, aunque no saben por qué.

-          ¿Es que no vamos a despertar nunca? – pregunta María, el ama de casa, la mujer rubia de pelo corto.

Un hombre de cara agradable y modales campesinos sonríe y cruza los dedos tras la nuca.

-          Si lo piensa usted bien – dice – es imposible que todos nosotros seamos personas que están soñando. De hecho…

-          Sólo hay uno que sueña – termina Iván, el ejecutivo – Los demás no son más que figurantes. Cuando se acabe el sueño, se acaban los demás.

Su desdén se acaba por unos segundos. Mira al soldado de ropas antiguas y éste no sabe qué responder; no conoce el idioma. Un poco más confuso, se quita la casaca y la pone sobre los hombros de la temblorosa Ecaterina.

Siete segundos para despertar…

Siete es el Número. Sobre Siete no hay poder que pueda corromper la magia.

Los supervivientes huyen hacia abajo en cuanto oyen ruidos metálicos que no reconocen. Atraviesan una pequeña puerta naranja y llegan a un rellano, a un metro y medio del suelo. Y el suelo está lleno de cosas que se arrastran.

El soldado se guía por su instinto y frota el fusil contra la barandilla más próxima. Lo transforma en una antorcha de llama azulada, como de gas butano.

Entonces, ven que las cosas que se arrastran son personas atadas de pies y manos, con los ojos vendados, que se arrastran. Tienen la piel arañada, las articulaciones forzadas y el sudor violáceo del veneno.

Mamíferos forzados a ser serpientes.

Producen tanta grima que nadie es capaz de hablar ni para gritar del susto.

Sólo hay una pasarela para llegar hasta otra puerta, quizá la salida, sobre los cuerpos torturados de la gente que se arrastra. Cerca de la puerta, Fredric busca su redención y se arroja entre los cuerpos. Ecaterina grita y tiende las manos para agarrarlo, pero el ejecutivo la coge por los hombros y la saca de allí.

La gente que se arrastra arrima los hombros y las bocas al viejo Fredric, que comienza a rezar alguna canción aburrida de muertos.

Seis segundos para despertar…

Seis duele cuando es el número de la casa de un amor no correspondido.

Detrás de la puerta hay un paisaje selvático que les hace sentir un miedo muy próximo. Parece como la casa del Cazador; el jardín del Cazador.

-          No vamos a salir vivos – asegura Ecaterina, aún impresionada.

-          ¿Qué más da? – interviene el simpático granjero – Sólo uno de nosotros es real.

-          Yo soy real – murmura María – Yo tengo un marido, una casa y un hijo.

El granjero está a punto de añadir algo divertido, pero un sonido atraviesa las grandes hojas, impacta en su pecho y le revienta el corazón.

“Diez negritos salieron a pescar…”, piensa Iván de un modo enloquecido e involuntario, mientras coge del brazo a la mulata y a la mujer rubia y las lleva a la carrera. El soldado Austrohúngaro, cansado ya de huir, saca el cuchillo-bayoneta y aguarda silencioso, atravesando el verde infernal y murmurante con su mirada azul, fría, letal.

En su refugio sobre los árboles, el Cazador sonríe y se deja caer, cuchillo en mano, a pocos metros de su presa.

Cinco segundos para despertar…

A las cinco tomo clases de Aikido. Cinco es la hora del sol.

La selva muere contra una muralla de piedra verdosa. Al otro lado, hay rugidos de animales prehistóricos. Corren los tres a lo largo de la muralla, rozando el codo contra la piedra, la cadera contra la rama.

Acaban el muro y la selva.

Ecaterina piensa que ella es real.

Iván piensa que él es real.

María piensa que ella es real.

Pero ya ninguno quiere que el de al lado no lo sea.

Cuatro segundos para despertar…

El cuatro no existe. El cuatro es para las nenas.

Están dentro de una garganta de tierra roja, de paredes elevadas y suelo cuarteado como un enorme herpes. Ecaterina, exhausta, se deja caer en el suelo. María espera, impaciente. Iván, como si de un trabajo forzado se tratase, se sienta junto a la mulata y le pone la mano en el hombro.

-          No puedo más - dice ella

-          Quizá seas tú la que despiertes.

-          Entonces… me acordaré de vosotros.

Los ojos de Ecaterina se fijan en el suelo. Los zapatos de Iván levantan algo de tierra al levantarse.

Tres segundos para despertar…

El tres es el número perfecto, el de los héroes.

María intenta correr a buen ritmo. Iván ha visto al Cazador sobre sus cabezas, saltando de un lado a otro de la garganta. Seguramente les ha adelantado y aguarda en alguna emboscada.

Iván promete que venderá caro su pellejo.

María no está pensando en la muerte. Está pensando en su hijo. Se siente culpable, más que asustada, como si la culpa pudiese salvarla del miedo.

Dos segundos para despertar…

El dos es aburrido, equilibrado.

Iván pierde el suelo, se encuentra bocabajo y, cuando intenta golpear al aire, se da cuenta de que sus brazos están aprisionados contra el cuerpo, dentro de una red.

Grita. No es una forma tolerable de perder.

María, desde el suelo, lo observa.

-          ¡Corre! –grita Iván.

María sigue mirando, como buscando alguna manera de salvarlo. Iván está a diez metros. Tuerce el cuello para poder mirar hacia arriba y comprueba que no tendrá posibilidades de luchar. El Cazador, mientras silba, está cortando la cuerda.

María comienza a correr a través de la garganta.

Un segundo para despertar…

María tarda algún tiempo en darse cuenta de que ya no necesita huir. Ella es quien existe. No queda ningún otro. Exhausta, espera la vigilia de rodillas sobre la tierra enferma y roja.

El Cazador se acerca, silbando alegremente, apoyando su ballesta sobre el hombro. Se planta frente a María y apunta en dirección a su pecho.

-          No tardaré en despertar. Ya no me das miedo.

-          Pues debería. Vas a morir.

La voz del Cazador es suave, casi infantil. María intenta explicarse mejor.

-          No. Yo soy real. Tengo marido, una casa, un hijo.

El Cazador retira la capucha. Sus ojos están devastados por las lágrimas, la culpa, la locura. Y responde:

-          ¿Crees que no lo sé, mamá?

Y dispara.

Uno es el dolor del que odia lo que ama.

Y despierta.

 

 

concursoderelatos
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  • 18 de Septiembre de 2009 a las 17:00

                    NEONATO

     La primera vez que tuvo la impresión de que su cuerpo estaba cambiando quiso huir.
     Alicia en el País de las Expectativas; después de nueve meses de angustia y esperanzas, se miró en el espejo una mañana con la cálida sensación de que el miedo resbalaba entre sus muslos. Aymar regresaría por la tarde, llevaba toda la semana fuera por asuntos de trabajo. El siempre los llamaba así. Una manera como otra cualquiera de decirle que no metiera las narices en sus cosas. Decidió no angustiarse, no pasaba nada por esperar un poco.
     Después de tomar una frugal comida se recostó en el sillón del salón, encendió la televisión y se dejó llevar por la modorra.

         ......................................

     En mitad del camino se topó de bruces con un desconocido.
     -¿Vienes o vas? -Le preguntó mientras arrugaba la nariz, como si la olisqueara con descaro.
     -Si te digo la verdad, no lo sé. -Contestó Alicia a pesar de lo paradójico de su respuesta.
     -Extraña situación; si no vienes, ni tampoco vas, ¿a dónde demonios te diriges? -Volvió a preguntar.
     Alicia miró alrededor. El camino de tierra rojiza se perdía flanqueado por árboles frondosos que formaban una galería vegetal; un túnel sumido en la penumbra.
     -¿A dónde lleva? -Quiso saber Alicia.
     -Al final del camino encontrarás un lago de agua cristalinas.
     -¿Qué hay en ése lago? -Volvió a preguntar. El desconocido, harto de la pertinaz insistencia de Alicia, optó por seguir su camino. Le dio la espalda sin más y continuó caminando.
     "Un lago de aguas cristalinas....", cavilaba Alicia mientras seguía el sendero rojizo.

         ........................................

     Alicia se removió en el sillón; en la televisión, dos tipos murmuraban algo sobre alguien, que a su vez no tenía nada que ver con ellos dos. Rebuscó a tientas hasta que encontró su vieja manta de cuadros; se arropó con ella y a lomos del añejo aroma de su madre, se dejó llevar de nuevo por el sueño.

              .......................................

     La casa de postas se levantaba al borde del camino. Alicia tenía sed; la mujer la observaba desde detrás de un mostrador de madera finamente decorado.
     -Niña, ¿te apetece una limonada? Está la tarde abochornada.
     Alicia se pasó la lengua por los labios resquebrajados y pensó que no pasaba nada por aceptar. Una limonada le vendría bien.
     -Está bien; pero no tengo dinero.
     -Las niñas bonitas no pagan dinero. -Alicia sonrió; el aire musical del comentario le sonaba de algo, aufnque no recordaba porqué. Se bebió un gran vaso de limonada. La vieja sonreía babeando mientras la contemplaba extasiada.
     -¿Está buena, mi niña? -Alicia cabeceaba mientras se esforzaba por engullir hasta la última gota. Después no pudo evitar soltar un sonoro eructo.
     -Buen provechito. -Dijo la vieja sin dejar de sonreír.
     -¿Queda mucho para llegar al lago de aguas cristalinas? -Preguntó Alicia confiada.
     -Al final del sendero de tierra rojiza. Pero tienes que tener cuidado, pronto llegarás al final del bosque.
     -¿Qué hay allí? -Preguntó Alicia con inquietud.
     -La tierra yerma; si consigues cruzarla llegarás sin problemas al lago de aguas cristalinas. El final de tu camino. -Afirmó.
     -Pero... ¿Ya te quieres ir?, ¿dónde vas a estar mejor que aquí? Anda, quédate un rato. Estoy muy sola.
     Alicia se despidió de la vieja con un simple "adios". La vieja le contestó: "espero que algún día vengas a verme, estoy muy sola". Alicia se rascó la cabeza y no contestó, estaba demasiado preocupada. Pronto llegaría a la tierra yerma.
     Anduvo un tiempo imposible de contabilizar; miró al cielo, el sol siempre estaba en la misma posición y parecía observarla con una mueca risueña. En un recodo del camino se detuvo. Le había parecido oír algo parecido a un gruñido; al poco un chucho salió de entre la maleza que bordeaba el camino. El perro ladraba y se enroscaba en sus piernas lambiéndole las pantorrillas.
     -¿De dónde sales tú? -Preguntó Alicia con incredulidad.
     El perrillo ladró con alegría, por un momento Alicia pensó que pretendía decirle algo. El animal echó a correr camino arriba y Alicia le siguió a paso rápido. El sendero se había convertido en una trocha empedrada, a ambos lados se abrían barrancos cubiertos de una maraña de vegetación inexpugnable. Alicia sintió miedo, más allá de aquella selva pudo distinguir una gran extensión de tierra desértica... la tierra yerma. Comenzaba a hacer calor.

          ........................................

     Alicia se incorporó de repente. El sofá estaba húmedo; su propio sudor impregnaba la tapicería. Se tocó la frente y sintió inquietud. ¿Tenía fiebre? Aymar todavía no había llegado. Miró elreloj de pared, apenas eran las cinco de la tarde. Tenía que aguantar un poco más; lentamente volvió a quedarse dormida. El mastín "Trancas", que dormitaba junto a Alicia, bostezó con pereza.
     El hombre se aproximó a lomos de un hermoso dromedario. El animal estaba bellamente enjaezado y resoplaba con indiferencia.
     -¿Dónde vas niña? -Quiso saber el hombre del dromedario.
     -Tengo que cruzar la tierra yerma para llegar al lago de aguas cristalinas. -Contestó mostrándose confiada.
     -¿Estás segura de éso? Mira que es una ardua tarea. -Afirmó el recién llegado con aire pedagógico. Cada vez que hablaba levantaba la mano mostrando un enorme dedo índice.
     -Deberías guardarte de tales peligros. Lo mejor es que reposes un poco del camino y regreses a la casa de postas. Allí estarás segura. -Alicia no quería estar segura, y por nada del mundo iba a dar la vuelta.
     -No, voy a continuar hasta el final. Apártate de mi camino de una vez, ya está bien de tanto consejito. -Espetó Alicia en un arranque de autoridad. El hombre del dromedario espoleó al animal que rezongó incómodo antes de echar a andar. Al pasar de largo volvió a advertir:
     -No lo olvides, guárdate de los peligros de la tierra yerma. Es mejor que regreses atrás.
     Alicia bufó enfadada y comenzó a andar con decisión. Bajo las finas suelas de sus sandalias, la tierra hervía. Ya podía oler la humedad del lago de aguas cristalinas. Un repentino dolor se clavó en su vientre.

           ...................................

     Alicia despertó empapada. No podía creer lo que estaba sucediendo. ¿Dónde estaba Aymar?, ¿por qué no había llegado todavía? Miró entre sus piernas y se estremeció; allí abajo algo pugnaba por ver la luz y ya no estaba dispuesto a esperar más tiempo. Ahora estaba sola, por un instante se sintió tranquila. Podía gritar y maldecir a todo y a todos los que quisiera, sin temor a que nadie la oyese despotricar.
     Recordó los consejos de aquella muchacha con cara de niña; la que le daba la lata todos los miércoles por la tarde desde hacía nueve meses.
     "Cuando llegue el momento aprieta con todas tus fuerzas, respira tranquila y controla el ritmo de las contracciones. Parir es fácil, las mujeres llevamos haciéndolo desde hace milenios". Decía con aire sonriente, como si estuviese vendiendo una lavadora.
     -¡Y un cojón! -Se dijo Alicia, mientras observaba estupefacta como algo parecido a una cabecita, cubierta de jirones sanguinolentos, acababa de asomar por su entrepierna.
     -¡Ya está aquí! -Exclamó, como si alguien pudiera oírle. En un alarde de valor, tomó la pequeña cabeza entre sus manos y giró con mucho cuidado los hombros del recién llegado. Lo más difícil ya estaba hecho.
     Justo en ese instante la puerta de la casa se abrió:
     -¡Alicia, cariño, ya estoy aquí! -Saludo Aymar desde la puerta.
     -¡A buenas horas, so cabrón! -Gritó Alicia desde el sofá.
     Aymar, paralizado por el miedo, observaba la escena desde el umbral del salón.
     -¿Qué mierda miras?, ¿quieres ayudarme a traer al mundo a tu hijo, o no? -Aymar, espoleado por algo parecido al instinto de supervivencia, se abalanzó sobre el recién nacido; como pudo cortó el cordón umbilical que todavía unía al bebe con el seno materno. Lo envolvió en una tolla de felpa y ayudó a la primeriza a incorporarse.
     -Vamos. Tiene que verte un médico. -Alicia jamás había visto a Aymar tan seguro de sí mismo. Sin querer esbozó una sonrisa.
     -Si cariño. Recuérdame que cuando todo esto pase llame a mi madre. -Pidió Alicia.
     -¿Y éso? -Quiso saber Aymar.
     -La pobre está muy sola. -Aseguró Alicia mientras tomaba a su hijo en brazos.   FIN
concursoderelatos
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  • 19 de Septiembre de 2009 a las 13:44
SEAN CONNERY SOY YO

Sueño

Cuando me dejó mi mujer hace dos años por un hombre más apuesto que yo, creí que el cielo se me caía encima con su racimo de planetas tras él. Nunca he tenido buena opinión de mí mismo. Soy una persona común, cumplidos ya los sesenta, en la cáscara de un cuerpo descuidado por desidia o desinterés, no sabría señalar la razón concreta, lastrado en todo caso por una herencia del lado paterno tendente al músculo flojo y al vientre vacuo. Pasados los primeros meses, sin embargo, y habiendo llorado lo que nunca antes, se me ocurrió que podía llevar a término un viejo sueño: el de lograr una prestancia igual o próxima a la de Sean Connery, el actor que mejor ha hecho de James Bond de todos los que hasta la fecha han interpretado al atractivo espía al servicio de su Majestad. 
Debo confesar que de adolescente fui un seguidor fiel de las películas protagonizadas por este personaje. Acudía con mis amigos al cine del barrio y a veces nos tragábamos dos sesiones seguidas solo por ver de nuevo la elegancia con la que el agente resolvía sus apuros sin que se le descompusiera el flequillo. Con el tiempo, sin embargo, desplacé dicha admiración hacia el actor que le daba cuerpo y carácter. 
Sean Connery es diez o quince años mayor que yo. No lo sé con exactitud. Ello me ha permitido seguir su filmografía. Y también ser testigo de un hecho singular: que, conforme han ido pasando los años, se ha convertido en un hombre con mayor atractivo que cuando joven. Proceso éste inverso al mío, que, a más años, más se me ha acentuado la decrepitud, más ha aumentado el volumen de mi cuerpo. 
Cuando miraba ese rostro suyo de barba blanca y ojos vivaces, al que la calvicie, en vez de degradarlo, le aportaba una gallardía extensible a todo el cuerpo, no podía evitar el compararme a él y desear con todas mis fuerzas que cuando llegase a su edad luciese yo un porte de igual galanía. No ha sido así. Y lo lamento. Mi mujer me lo advirtió mucho antes de abandonarme, pero no le hice caso. El apoltronamiento y un excesivo consumo de cerveza, aparte de la herencia genética ya apuntada, tienen la culpa.
Gracias a mi hija, que me ha descargado la mitad de las películas en las que ha participado el actor, he podido observar de nuevo esa evolución y alimentar el sueño que recuperé tras el desconcierto inicial. El primer paso fue dejarme barba; el segundo, acudir al mismo gimnasio del que mi amigo Pablo hace años que es socio. 
- El ejercicio te ayudará a recuperar tu autoestima –me dijo el día que le confesé mi intención. Él sigue felizmente casado con su novia del colegio y entiende que para un hombre de nuestra edad quedarse solo es una putada mayúscula, un castigo que no nos merecemos después de todo lo trabajado y sufrido. Asiento con la cabeza. Le agradezco su empatía.
- Quiero ser Sean Connery –le replico.- Si lo consigo, estoy convencido de que nada habrá a partir de ahora que me envilezca como hizo la separación. 
- Conozco a quien puede ayudarte –y me condujo a una suerte de oficina en la que un tipo de brazos imponentes que dijo ser preparador físico me escuchó con semblante serio, aunque confesó no saber quién era el tal Sean Connery.
- Yo lo único que puedo asegurarle –dijo- es que toda esa grasa que acumula y esos músculos lacios dejarán de avergonzarle. Que luego usted se empeña en parecerse a otro, ahí no soy quién para decirle que no.


y paradoja

Me he dejado llevar por el instinto. El restaurante está lleno. Hago un barrido con la mirada y la descubro junto a su actual pareja en una mesa cerca del acuario. Me acompaña una amiga. La conocí hace unos días y hoy la he invitado a cenar por primera vez. Tiene treinta y cinco años. Me dice que soy un hombre interesante. Le recuerdo a alguien, pero no sabe decirme a quién. No le desvelo el misterio. Me divierte la situación. Algunos comensales, al verme, abren mucho los ojos y luego dicen algo a su acompañante (la mayoría son parejas), que a su vez se gira y abre también mucho los ojos, como si viese un fantasma. Mi amiga se da cuenta del interés que causo y me aprieta el brazo. Puede que esté algo asustada, o tal vez ha comprendido que su opinión sobre mí, la de que soy un hombre interesante, es muy cierta y que otros la comparten. El camarero nos guía a un reservado. Podemos ver buena parte de las mesas. Apenas nadie nos ve a nosotros. A Ella la puedo observar bien. Nos separan unos cinco metros. Se ha girado un par de veces desde que nos trajeron la carta. Su actitud es discreta, pero no indiferente. Es difícil que algo o alguien la inquiete. Sé, sin embargo, que la curiosidad ha empezado a roer sus nervios. Sonrío.

Visto un traje de color negro y luzco una pajarita a juego. Antes de salir me he perfumado discretamente la barba. Con un chorro de crema hidratante me he masajeado luego la calva unos segundos, y he recortado unos pocos pelos del bigote. El traje me viene pintiparado. La ocasión lo vale. Sonia, que así se llama mi pareja, no ha podido evitar besarme en cuanto me ha visto. “¡Estás muy guapo!”, ha exclamado, como si en su cabeza no cupiese la posibilidad de que un hombre maduro, además de interesante, pueda ser apuesto. “¿No ves que soy Sean Connery?”, he estado a punto de decirle. Pero he preferido callar.

A los postres, Ella se ha levantado. Mientras se alejaba he advertido que giraba la cabeza hacia nosotros lo suficiente como para mirarnos de soslayo. Lo he interpretado como una invitación. “Tengo que ir al servicio”, le he dicho a Sonia. Ella me espera en el pasillo de los lavabos, al fondo, donde hay un teléfono y un espejo para recomponerse el vestido o el traje. Advierto en sus ojos una hostilidad con la que no contaba. 
- ¿Pero tú te has visto la facha que llevas? –dice indignada.- Nunca creí que llegases a este extremo. Me das pena, mucha pena…
Sus palabras me hieren, se me clavan en el cerebro igual que clavos. Esperaba exclamaciones de admiración y muestras de arrepentimiento. Hallo, sin embargo, animosidad, rencor y un odio profundo.
- ¿Te ha visto nuestra hija? –pregunta, cada vez más indignada.- ¿Te ha visto con esta facha y la furcia con la que estás cenando?
Me gustaría responderle que sí, que me ha visto y me ha apoyado, y que antes de salir se ha encargado de ajustarme la pajarita. Pero no es cierto. 
- Soy Sean Connery, ¿no lo ves? –balbuceo, a punto de ponerme a llorar.
Y entonces ella me da la espalda, y se aleja, y me deja a solas con ese tipo desolado que tiene pinta de actor de segunda, que empieza a manotearse la barba  en el azogue, con desesperación, como si le ardiera, como loco… 
concursoderelatos
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  • 19 de Septiembre de 2009 a las 13:44

concursoderelatos
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  • 20 de Septiembre de 2009 a las 21:38

El Caballero Negro

 

Todos lo llamaban el Caballero Negro; nadie supo nunca su verdadero nombre. Después de su impensada desaparición, no ha quedado de él más que el recuerdo de sus sonrisas y un retrato de Sebastiano del Piombo que lo representa envuelto en una pelliza, con una mano enguantada que cae blandamente como la de un ser dormido. Algunos de los que más lo quisieron -yo estoy entre esos pocos- recuerda también su cutis de un pálido amarillo, transparente, la ligereza casi femenina de los pasos y la languidez habitual de los ojos.

Era, verdaderamente, un sembrador de espanto. Su presencia daba un color fantástico a las cosas más sencillas: cuando su mano tocaba algún objeto, parecía que éste ingresara al mundo de los sueños... Nadie le preguntó nunca cuál era su enfermedad y por qué no se cuidaba. Andaba siempre, sin detenerse, día y noche. Nadie supo nunca dónde estaba su casa, ni conoció a sus padres y hermanos. Apareció un día en la ciudad y, después de algunos años, otro día, desapareció.

La víspera, cuando el cielo empezaba a iluminarse, vino a mi cuarto a despertarme. Sentí la caricia de su guante sobre mi frente y lo vi, con su sonrisa que parecía el recuerdo de una sonrisa, los ojos más extraviados que de costumbre. Comprendí que había pasado toda la noche en vela, aguardando la aurora con ansiedad: le temblaban las manosy todo su cuerpo parecía presa de fiebre.

Le pregunté si su enfermedad lo hacía sufrir más que otros días.

- ¿Usted cree, como todos, que yo tengo una enfermedad? ¿Por qué no decir que yo soy una enfermedad? Nada me pertenece. ¡Pero yo soy de alguien y hay alguien a quien pertenezco!

Acostumbrado a sus extraños discursos, nada dije. Se acercó a mi cama y me tocó otra vez la frente con su guante.

-No tiene usted ningún rastro de fiebre y está perfectamente sano y tranquilo. Tal vez lo espantará; puedo decirle quién soy. Acaso no pueda repetirlo.

Se tumbó en un sillón y continuó en voz más alta:

-No soy un hombre real, con huesos y músculos, generado por hombres. No soy más que la figura de un sueño. Una imagen de Shakespeare es, con respecto a mí, literal y trágicamente exacta: ¡yo soy de la misma sustancia de que están hechos los sueños! Existo porque hay uno que me sueña, hay uno que duerme y sueña y me ve obrar y vivir y moverme y en este momento sueña que digo todo esto. Cuando empezó a soñarme, empecé a existir: soy el huésped de sus largas fantasías nocturnas, tan intensas que me ha hecho visible a los que están despiertos. Pero el mundo de la vigilia no es el mío. Mi verdadera vida es la que discurre en el alma de mi durmiente creador. No recuroo a enigmas ni símbolos. Lo que le digo es la verdad. Ser el actor de un sueño no es lo que más me atormenta. Hay poetas que han dicho que la vida de los hombres es la sombra de un sueño y hay filósofos que han sugerido que la realidad es una alucinación. Pero ¿quién es el que sueña? ¿Quién es ese uno que me hizo surgir y que al despertar me borrará? ¡Cuántas veces pienso en ese dueño mío que duerme...! La pregunta que me agita desde que descubrí la materia de que estoy hecho. Comprenderá usted la importancia que el problema tiene para mí. Los personajes de los sueños disfrutan de bastante libertad; también tengo mi albedrío. Al principio me espantaba la idea de despertarlo, es decir, de aniquilarme. Llevú una vida virtuosa. Hasta que me cansé de la humillante calidad del espectáculo y anhelé con ardor lo que antes había temido: despertarlo. Y no dejé de cometer ningún delito. Pero el que me sueña, ¿no se espanta de lo que hace temblar a los demás hombres? ¿Disfruta con las visiones más horribles, o no les da importancia? En esta monótona ficción,le digo a mi soñador que soy un sueño: quiero que sueñe que sueña. ¿No hay hombres que se despiertan cuando se dan cuenta de que sueñan? ¿Cuándo, cuándo lo lograré?

El Caballero Enfermo se quitaba y se ponía el guante de la mano izquierda: no sé si esperaba algo atroz, de un momento a otro.

-¿Cree usted que miento? ¿Por qué no puedo desaparecer? Consuéleme, dígame algo, tenga piedad de este aburrido espectro...

Pero no atiné a decir nada. Me dio la mano, me pareció más alto que antes, su piel era diáfana. Algo dijo en voz baja, salió de mi cuarto y sólo uno lo ha podido ver.

concursoderelatos
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  • 21 de Septiembre de 2009 a las 7:39

Reflejos en negro.

Es jueves, 13 de diciembre. Son las dos y treinta y tres de la madrugada. Lo sé porque acabo de mirarlo en el reloj digital de la televisión, ése que aparece cada vez que cambio de un insulso canal a otro igual de absurdo y vacío. Hace más de dos meses que paso las noches sentado ante el televisor que, cuando su pantalla se funde en negro, me devuelve mi propia imagen encajada en un extremo del sofá y, ahora que ha empezado el frío, envuelta en una manta de cuadros de colores chillones: azules, rojos, amarillos, naranjas, lilas. Hace más de dos meses que ni siquiera deshago las sábanas de mi (nuestra) cama, simplemente me dejo caer sobre la huella que mi cuerpo ha formado en los gastados cojines y espero. Sencillamente espero.

Como cada noche el carrusel de imágenes y sonidos se sucede a medida que mi dedo pulsa el botón del mando sin expectativas ni anhelos ni interés alguno: vendedores sonrientes y grasientos, periodistas tostados y exasperados, famosillos indignados y vociferantes, noticias repetidas y monótonas, seriales trasnochados y repuestos y documentales de animales cazando y emigrando y copulando y rugiendo y dormitando.

Las formas, los colores, las voces, las músicas entran atropelladamente en mi cerebro y se funden con mis propios pensamientos, ideas y sueños y el insomnio, el hastío, la tristeza y la desidia juegan con todas ellas, revolviéndolas, transformándolas, manipulándolas, mezclándolas, masticándolas y regurgitándolas, creando nuevas imágenes y colores y músicas y ideas y sueños. Y cada vez que cambio de canal, durante el breve lapso en que la pantalla se funde en negro puedo ver dos cosas: la hora que es y mi propio reflejo, hundido entre cojines y una manta de cuadros de vivos colores: azules, rojos, amarillos, naranjas, lilas.

Es jueves, 13 de diciembre. Son las dos y cuarenta y siete de la madrugada. La pantalla en negro me devuelve su destello fugaz de pie, a mi lado. Como cada noche que pasa, no puedo evitar sobresaltarme. Continuo cambiando de canal, tan despacio como me permite mi ansiedad y tan deprisa como la prudencia me dicta, ya que no quiero que se asuste y se vaya, aunque nunca he sabido si realmente podía pasar eso. Como cada noche que pasa, mi (nuestro) reflejo en el televisor me permite ver que lleva el mismo pijama de siempre, aquel que le regalé hace ya tiempo: camiseta blanca con el cuello y el borde de las cortas mangas rojo, a juego con el minúsculo, ceñido pantalón; en el pecho, un dibujo de una vaca, rechoncha, blanca y negra, enfundada en un pijama idéntico y un oso de peluche marrón colgando de un brazo de su pezuña blanca; la vaca bosteza ostensiblemente mientras se frota un ojo con la pezuña libre. Como cada noche que pasa, siento como su mano se posa en mi cuello y me acaricia, produciéndome un escalofrío por todo el cuerpo que me hace expulsar lentamente el aire retenido en mi pecho. Y aunque el reflejo del televisor no me permite atisbar su rostro, aunque no me permitiese ver ni siquiera su familiar figura, su silueta, sabría que es ella tan sólo por esta caricia. Siento sus dedos resbalando por mi nuca, los siento subir por mi cabello casi hasta la coronilla, los siento rozar apenas mi lóbulo derecho, aventurarse hacia mi mejilla rasposa y barbuda. Y me pierdo en esos dedos, en esa caricia y, por un momento, no se si es sueño lo que estoy viviendo, si quien está hundido en mi (nuestro) sofá no es sino un yo onírico fruto de mi propia mente durmiente que anhela con vehemencia ser cierto, que desearía volverse y abrazarla y traerla de vuelta a mi lado o no despertar si es cierto que es sueño, pero que se conforma con permanecer quieto por temor a rasgar la niebla y perder una caricia mendiga que no siempre llega.

Hasta que, como cada noche que pasa, mi reflejo en la negra pantalla está solo de nuevo.

Es jueves, 13 de diciembre. Son las dos y cincuenta y dos de la madrugada. Mis ojos captan imágenes que ya no veo: vendedores cazando, periodistas rugientes, famosillos copulando, noticias de emigrantes, seriales dormitando y documentales de animales grasientos y exasperados y vociferantes y monótonos y trasnochados. Y como cada noche que pasa sigo esperando aunque sé, en el fondo, que es inútil la espera. Pero mi cerebro, estúpido y cansado, obliga a mi dedo a presionar el botón del mando una vez más y otra y otra, a pesar de que una vocecita en mi cabeza repite, ahogada en sollozos, que estoy solo y que ella sigue muerta, tan muerta como hace más de dos meses.

Es jueves, 13 de diciembre. Son las dos y cincuenta y tres de la madrugada.

concursoderelatos
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  • 23 de Septiembre de 2009 a las 15:55

Full Time

 

 

Era un proyecto experimental aparcado durante años. La élite de la compañía decidió condenarlo al plano teórico por dos razones: era ilegal y de resultados imprevisibles. Pero después de perder el liderazgo en su sector, esa misma élite se desdijo.

El Proyecto “Full Time” consistía en el desarrollo de la inducción onírica que permitiría predeterminar los sueños. Aplicado a la empresa, se trataba de seleccionar un grupo de estudio (sin que fuese consciente de la naturaleza real del proyecto) y recrear en su subconsciente el mismo entorno en el que trabajaba. El director del proyecto lo había explicado de forma sencilla: “A todos nos ha ocurrido alguna vez… De repente, te despiertas de madrugada y, sin saber por qué, tienes en la cabeza la solución a un problema o una idea brillante. ¿A que sí? Pues de eso se trata”. Y de eso se trataba, de inducir al subconsciente a trabajar durante el sueño y, así, disponer de empleados con dedicación absoluta.

Full Time.

Los resultados mejoraron las expectativas. El grado de resolución de incidencias durante el periodo de sueño, en términos proporcionales, superaba con creces el de la jornada ordinaria. La capacidad de análisis de los individuos se multiplicaba, estimulada por una total falta de límites a la hora de barajar hipótesis; hipótesis que, trasladadas al entorno real, se transformaban en soluciones tangibles a problemas reales. En términos empresariales, era más que suficiente para obviar los daños colaterales en los sujetos: agotamiento, anhedonia, irascibilidad, aumento en los niveles de ansiedad y, en ciertos casos, ideación paranoide. En un principio, los empleados-cobaya intercambiaron información acerca de los sueños; sin embargo, poco a poco se compartimentaron, se volvieron herméticos. Por fin, en medio de una paranoia grupal, todos desconfiaron de todos y, sentados en sus puestos, dedicaron el poco tiempo libre a temer profundamente al resto.

El proyecto seguía abierto.

 

 

 

M. es programador informático. Está sentado en su puesto. Hace rato que finge mirar el monitor del PC. En realidad observa a E, la secretaria del departamento. Le mira los pechos bajo la blusa. De pronto, L. entra en escena. Se acerca a E y le cuchichea algo al oído. Ella se ríe y M. deja de mirarla.

Se levanta. “Necesito un café”, piensa. Lleva mucho tiempo cansado, pero esa mañana la sensación es casi insoportable. Ha vuelto a soñar con la oficina y con sus compañeros de departamento. Y aunque, como tantas veces, se ha despertado con la solución a un problema, la sensación de jornada laboral continua es cada vez más insoportable.

No recuerda cómo empezó todo… Simplemente ocurrió. Un día se soñó mejorando una base de datos y ahora, resuelve durante la noche más problemas de los que se le plantean durante el día. Y sabe que a los demás les pasa lo mismo porque lo hablaron al principio. Entonces sí se contaban que habían pasado la noche trabajando como cabrones… Pero ahora no; ahora ya nadie habla de eso porque ya nadie lo encuentra divertido. En realidad, ninguno habla ya de sí mismo. Él tampoco. Y tiene claro el porqué: “no puedo fiarme de ninguno…”.

Mientras se bebe el café, M. piensa en todo eso. Lo ve como una penuria útil, pero desde hace poco ha empezado a verlo también como una posibilidad. Porque un día se planteó que si en los sueños podía ser creativo y tomar decisiones laborales, quizá también podía tomar otro tipo de decisiones. Así que vuelve a pensar en ello. Hasta que ve entrar a L. charlando con los pechos de E. Comienza a sudar, llenándose de ira hasta en las puntas del pelo. Porque está seguro de que aquella zorra coquetea delante de él para humillarlo, para decirle “sé que te gusto, pero a mí me gustan los demás”. Y cuando L. lo mira, le dice algo a ella y se ríen, M. está seguro de que él es el payaso. Así que, con las ganas de matarlos entre los dientes, toma una decisión: esa noche probará si puede tomar las riendas de sus sueños, más allá de ordenadores y dossieres. Y de ser así, piensa, de poder hacerlo, va a poner a cada uno en su sitio.

 

Esa noche M. vuelve a estar en la oficina, rodeado por sus compañeros de trabajo; pero está soñando. Por primera vez es consciente. Quizá, piensa, por habérselo propuesto… Levanta la vista del papel y observa a los demás. Están sentados, trabajando, pero él está seguro de que “disimulan… me vigilan…”.

Siente miedo y siente ira. Se sorprende. Se decide. Se levanta.

Camina despacio hasta el cuarto de fotocopiadoras. Está vacío. Entra y va hasta la guillotina de papel. Agarra el mango, fuerza la bisagra y arranca la cuchilla. La mira de cerca, la mueve en el aire. Le gusta. De pronto, L. entra en la habitación cargado de papeles. Al verlo, M. abandona cualquier idea que no sea golpearlo, desmembrarlo, hacerlo sangrar… Así que, saliéndose del guión, arma el brazo y, con un latigazo horizontal, le corta la boca de oreja a oreja. L., de rodillas, ni siquiera chilla; sólo sangra y hace ruidos de mudo. M. le dice al oído: “Ahora vas a reírte aunque no quieras, capullo”.

M. se siente inmune. Y le gusta. Camina hacia la puerta como un dios encaprichado en joder a las mismas criaturas a las que después salvará con solo despertarse. Sale al pasillo con la guillotina goteando en la moqueta. Nota cómo las cabezas se levantan y los murmullos saltan de puesto en puesto, pero él no presta atención; él sigue caminando por su sueño con la determinación del que sabe lo que busca.

Alguien intenta detenerlo, pero no se fija en quién. Sin dejar de caminar, levanta el brazo y lo deja caer con fuerza, notando cómo la cuchilla se hunde en la carne blanda. El grito de dolor lo escucha a su espalda mientras sigue avanzando. Oye su nombre. Le están pidiendo que pare. M. responde levantando la guillotina. Por fin, la ve: E. está cerca de otros compañeros, aterrada. Se acerca a ella con el arma balanceándose junto a la pierna. “Ven conmigo”, le dice. Ella mueve la cabeza y empieza a llorar. M. la agarra de un brazo y la arrastra. Ni le importa que ella se resista ni le importa hacerle daño para que no lo haga. Y después de degollar al compañero que pretende intervenir, ya nadie mueve un dedo para salvar a la chica.

M. se mete en el despacho con ella. Cierra la puerta, pero no las persianas. Quiere que le vean. Arrastra a E. hasta un lateral de la mesa, la agarra del pelo y la obliga a apoyar la cara sobre el escritorio. Se desabrocha los pantalones, le sube la falda y le aparta las bragas. Le da por el culo a la vista de todos. Después de correrse, le abre la garganta y se sienta en una esquina a esperar el momento en el que todo vuelva a la normalidad.

Porque en algún momento tiene que despertarse…

 

Y M. se despierta en su cama y, por primera vez en meses, se siente bien.

Se viste, desayuna y llega a la empresa. Cuando entra en su departamento, todo sigue igual que siempre. Es más: L. está en su puesto, bebiendo café y mirando a la pantalla. Así que sonríe y va a buscar algo a la máquina. Y allí está E. Cuando la ve, recuerda lo que ha pasado esa noche y le gusta… Pero cuando ella lo mira aterrorizada y se marcha llorando, todas las sensaciones se le encogen en el estómago como un mal presagio. Olvida el café y vuelve a su puesto. Y al llegar allí, el presagio toma forma: E. llora sobre el hombro de L. y los demás, cada uno de pie en su puesto, lo miran con rencor y con asco.

M. se derrumba en su asiento. No esperaba aquello. No imaginó que todos pudiesen soñar lo mismo. Una única oficina, un único espacio onírico, un único sueño… Así que todos estaban allí. Todos vieron lo que hizo.

Ellos lo saben. Ellos, no sabe por qué, se han dado cuenta. El entorno común, el sueño compartido… Enciende el PC e intenta mantener la calma, seguro de haber perdido la cordura.

Y entonces se da cuenta: si ya son conscientes, puede que esa noche se lo hagan pagar.

 

(relato editado por el MdeC)

concursoderelatos
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  • 23 de Septiembre de 2009 a las 19:08
UN ROSTRO, TODOS LOS ROSTROS...

Atardecía. Jaime contempló el lago, inspirando profundamente. Todo era quietud, sosiego. No había nadie, absolutamente nadie, en los alrededores. Se oyó el graznido de unos patos, y una suave ráfaga de viento agitó los árboles, haciendo vibrar la superficie del agua. Por primera vez en meses, se sintió en paz; no una paz total, por supuesto, eso ya no volvería nunca, pero casi. En aquel lugar maravilloso, sus demonios apenas susurraban, adormecidos...

Divisó algo entre la espesura, a pocos metros, y descubrió que se trataba de unas ruinas, un pequeño espacio delimitado por unas cuantas columnas rotas, cubiertas de musgo y vegetación. En el centro se alzaba una estatua de piedra oscura, la hermosa figura de una muchacha que parecía estar bailando. A diferencia de lo soberbio del trabajo del detalle en el resto del conjunto, como la textura del tejido de la túnica, o la impresión de movimiento de los pliegues, los rasgos de su rostro resultaban vagos, imprecisos. Era como si estuviesen cubiertos por un velo, quizá buscando que, de ese modo, pudieran corresponder o encajar con muchas posibilidades.

Muchos rostros en un rostro, todos los rostros...

Es la culpa, se dijo, absurdamente. La culpa nos hermana a todos. Jaime tragó saliva, sintiendo con mayor fuerza el peso terrible que oprimía su pecho. Perder a su esposa y a sus dos hijos en aquel accidente de coche casi había terminado con él. Saber que era el culpable, que no debía haber ido a esa velocidad, que no debía haber tomado la curva de ese modo, añadía una nueva dimensión a todo el horror. Antes del giro, pensaba que las cosas importantes de la vida eran otras. Qué absurdo… Pero había mejorado. Ahora ya no se quería morir también.

No tan a menudo, al menos.

– Mierda, mierda, mierda… – susurró, sintiendo que el alma se había hecho añicos en su interior y se escapaba a borbotones con cada aliento. Apoyó la mano en la mejilla de la estatua. Quizá ella pudiera entenderle, consolarle... Ambos habían perdido sus mundos, y ambos eran testigos impotentes de sus ruinas destrozadas, incapaces de recuperarlos, ni de hacer nada al respecto, excepto sufrir y cargar con un corazón de piedra – En realidad, sí que sigo queriendo morirme…

Silencio. Sólo silencio, y caos en el mundo, en el que las gentes vivían sumidas en sus cómodas rutinas sin considerar que aquel dolor devastador se encontraba a una sola curva de distancia. Derrotado, y obligado a vivir con la derrota, Jaime dio la espalda a la estatua y se sentó a sus pies, contemplando el lago. Se secó el sudor y las lágrimas, y estaba dando un trago de la cantimplora, cuando de pronto le pareció escuchar algo.

¿Música?

Sí, claro que se oía música, una música asombrosa, soberbia…

Se puso en pie y caminó unos metros, buscando el origen. Desde las ruinas descendía sinuosamente un camino de tierra muy roja, girando a un lado, girando al otro, serpenteando en la bajada hasta un viejo pueblo situado justo en la orilla del lago. Cuando dio los primeros pasos en él, el cielo se oscureció, y ya era noche completa al llegar a las primeras casas. En lo alto, surgió una luna llena y enorme que pintó de plata las piedras, y de negro intenso las sombras.

El pueblo parecía llevar cientos de años allí, marchitándose lentamente sobre sí mismo. Los edificios eran sumamente viejos, y se encontraban envueltos en un aire de fantasmal abandono, con grandes fisuras en las paredes y muchos de sus tejados hundidos. Ventanas y puertas de madera agrietada y consumida permanecían silenciosas, cerradas a cal y canto, provocándole una inquietante impresión de rechazo. El polvo flotaba con la brisa, reflejando el brillo de la luna, deslizándose perezosamente por las calles, rebuscando curioso por los rincones…

La música provenía del centro del pueblo, un corazón que sangraba corcheas y negras, fusas y semifusas. Siguiéndola casi a trompicones, llegó a lo que parecía un viejo templo. Una gran escalinata conducía a las grandes puertas. Estaban entreabiertas, dejando escapar la luz y la música de su interior.

Y allí, silueteada en un refulgente dorado, vio una muchacha.

Estaba sentada en los peldaños y seguía el ritmo de la música con la cabeza y los hombros, haciendo oscilar lentamente la larga melena oscura. Sus labios eran del color de las cerezas maduras, una boca generosa y plena, voluntariosa, como su delicada barbilla, como la pequeña nariz que formaba un ángulo gracioso en su rostro. Delgada y etérea, vestía una túnica que dejaba a la vista unas piernas largas y bien formadas, y unos tobillos esbeltos. En el derecho llevaba una cadenilla de oro, con tres cascabeles.

Movió la pierna, con un deslizar perezoso…

El sonido de los cascabeles, sorprendentemente dulce y cantarín, se integró como un repiqueteo purísimo en la propia música, y ella se levantó, moviéndose con extraordinaria gracia, sin perder el ritmo ni por un instante, y se dirigió hacia el interior del templo.

Y Jaime la siguió, porque le hubiera sido imposible no hacerlo.

El lugar era un auténtico palacio, aunque dejase en el alma el rescoldo de que se trataba de un palacio vacío, muerto, el hogar abandonado de un rey abandonado. No vio ningún altar. Las paredes vestían tapices que relataban una historia compleja y antigua. Jaime pasó lentamente la vista por ellos, estudiando las escenas, la sucesión de imágenes que transmitían... algo, aún no estaba seguro de qué.

Un pueblo próspero, un pueblo vacío y muerto...

A su lado, la muchacha empezó a bailar, girando, girando, sin perder jamás el ritmo, formando parte de él a través de sus movimientos y del tintineo incansable de los cascabeles.

Contemplando aquellos tapices, la mente de Jaime voló hasta tocar un lejano día, en una fiesta tan olvidada como el nombre que usaban para la joven diosa que hubiera debido protegerles mejor y cuyo ritual era una danza que llenaba de gozo el espíritu... Poco a poco, lo que sucedió en aquel hielo frágil y traicionero empezó a tomar forma; surgían repentinas imágenes, y crujidos bruscos, y todo lo envolvía en un halo blanco y deslumbrante el brillo intenso de la nieve. Y hubo un largo movimiento, el deslizar de un gran trineo, un caballo relinchando...

Y una mirada atónita, atónita, atónita...

Jaime sintió que las lágrimas se deslizaban incontenibles por sus mejillas. Él conocía bien ese dolor, podía entender de verdad lo que lloraban esos tapices, podía sentir el mismo sabor a desesperación, a incredulidad, a devastadora impotencia. Sufrió por los niños que dormían eternamente bajo la superficie helada del lago, los rostros fríos, los labios azulados, el cabello meciéndose lentamente a un lado, al otro, girando, girando, como el camino rojo, como la danza...

Lloró por sus propios hijos, por esa extensión de sí mismo en que se habían encarnado todas sus esperanzas y que no había sabido cuidar…

La culpa, el velo sofocante de la culpa…

Jaime parpadeó, al cruzarse repentinamente sus ojos con los de la muchacha. Sus pupilas estaban apagadas, tan muertas como muertas estaban las calles de aquel pueblo... No danzaba por propia voluntad, era sólo que no podía detenerse, y la música no reflejaba belleza, sino algo más oscuro, algo que hablaba de maldiciones, de seres atrapados, de condenas eternas, de almas torturadas bajo una fría capa de hielo...

De pronto, supo lo que tenía que hacer. Lo que debía hacer.

Y también, que no podía hacerlo.

– Perdóname… – susurró, tan desesperado como ella, tan culpable como ella, y vio cómo una diminuta esperanza moría en aquellos ojos, cementerio de muchas otras esperanzas muertas – Perdóname, porque no puedo perdonarte…

Imposible. Estaba más allá de sus posibilidades. Él no sabía de perdón, sólo de culpa. Ni siquiera podía perdonarse a sí mismo.

Jamás. Nunca. Siempre.

Jaime despertó, con un sobresalto. La luz del crepúsculo teñía de rojo las aguas del lago, y seguía sentado en el promontorio de las ruinas. ¡Sólo había sido un sueño! Pero había resultado tan vívido... Se puso en pie y se volvió hacia la estatua. Nada en ella le pareció nuevo, o distinto. Una joven de piedra, sin rostro, sin identidad, danzando eternamente...

No divisó ningún sendero rojo bajando la quebrada. No encontró rastros de que hubiera existido un pueblo junto a la orilla.

Qué tontería. ¿Por qué iba a haberlo?

Un sueño. Sólo un sueño. Quizá únicamente un sueño, sí…

concursoderelatos
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  • 23 de Septiembre de 2009 a las 19:45

VACÍO

Soy agorafóbico, padezco la enfermedad desde hace más de cinco años y, desde entonces, he ido empeorando progresivamente hasta sumirme en una completa parálisis social y emocional. A pesar de todo, ahora mismo me encuentro andando en medio de una calle totalmente desierta y no siento ansiedad ni nauseas. Lo único que siento es un terror atroz, tan terrible y angustioso que hasta la fobia que me ha robado la vida ha pasado a un segundo plano. Pero, será mejor que empiece por el principio…

Todo empezó esta mañana, cuando, al despertarme con las primeras luces del amanecer, me llamó la atención el silencio reinante. Delante de mi casa hay un colegio y el bullicio de los infantes al acudir a las clases me despierta cada día, sin embargo, no se oía más que el ulular del viento enrachado. Aquello supuso para mí una profunda turbación y malestar.

Me asomé con precaución a la ventana, ya que el mero hecho de afrontar la amplitud del exterior se convertía para mí en una fuente de nerviosismo e inquietud, y comprobé con perplejidad que la calle estaba desierta. El colegio estaba cerrado y ni una sola persona transitaba por las inmediaciones.

Intenté apartar los nubarrones que se cernían sobre mi mente y me forcé a emprender mi vida diaria como si nada ocurriese, pero no tardé en sufrir un nuevo sobresalto. Cuando fui a recoger la comida para pasar el día, que me traían del supermercado cada mañana dejándola frente a mi  puerta, descubrí que no había nada. Mi corazón se aceleró de forma desbocada y no tuve más remedio que sentarme en el suelo para recobrar el aliento. Cuando recuperé la calma, decidí averiguar por qué habían suspendido el servicio. Busqué el número del supermercado y descolgué el teléfono para marcar… ¡No había tono de llamada!  

Sentí  como mis piernas temblaban y el aire comenzaba a escasear en mis pulmones. Intenté respirar con lentitud para evitar hiperventilarme, mientras me decía a mi mismo que sólo era un fallo de la línea. A duras penas logré controlar mi ansiedad lo suficiente para que mi respiración se normalizase poco a poco. Finalmente, recuperé el dominio de mi mismo, pero estaba agotado por lo que decidí descansar en el sillón durante algunos minutos intentando ordenar mi mente y decidir qué hacer.

Aunque extraña, aquella situación podía deberse a la mera casualidad, por lo que pensé que, si actuaba con tranquilidad, podría volver a mis rutinas diarias en poco tiempo. Más calmado, decidí distraer la mente durante un rato mientras esperaba que la línea volviese o apareciesen los encargados del supermercado. Encendí la vieja cadena y estuve escuchando algunos CD de música en busca de la relajación perdida.

Fue mientras mi mente se perdía entre aquellos acordes sinuosos y suaves, cuando comprendí lo que podía estar pasando; tenía que tratarse de algún tipo de accidente grave, capaz de interrumpir la línea telefónica, obligar a suspender las clases e impedir la apertura del supermercado.

Por primera vez desde hacía años, eché de menos la televisión, que en aquellos momentos hubiese sido la mejor fuente de información. Cuando mi enfermedad alcanzó su cenit, tuve que deshacerme de ella porque ni siquiera en la pantalla era capaz de aguantar la visión de zonas amplias o multitudes.  En su lugar, me hice adicto a la radio y al ordenador, como mis métodos de comunicación exclusivos con el resto del mundo. Por eso, encendí el sintonizador de radio en busca de alguna información que aclarase que estaba ocurriendo. Lo único que captaba el aparato era un infinito manto de siseos y ruidos ininteligibles. Probé a cambiar de cadena buscando cualquier emisora al azar, pero todo el espectro radiofónico estaba completamente silencioso. Por un momento pensé que el accidente podía haber afectado también a la radio, pero luego me di cuenta de lo absurdo de aquella idea. El sintonizador parecía funcionar perfectamente y ningún accidente podría haber acallado todas las emisoras en miles de kilómetros a la redonda de forma simultánea.

Creo que en aquel instante de suprema confusión conocí lo que era la histeria por primera vez. En lugar de mis habituales ataques de ansiedad, caí presa de una risa compulsiva que se alternaba con sollozos y lágrimas descontroladas. Me arrojé al suelo y pataleé como un niño pequeño con un antojo irresistible. Aquel estado me duró unos minutos para ser después sustituido por un cansancio abrumador que me hizo dormir, o quizá  perder la conciencia,  no lo sé. Sólo estoy seguro de que desperté varias horas después tendido sobre la alfombra, con el cuerpo dolorido y encharcado en sudor.

Me levanté tambaleándome con el estómago contraído por el hambre y me dirigí de nuevo a la puerta, para comprobar si finalmente habían dejado allí  mis viandas. Pero mis esperanzas fueron vanas, el descansillo estaba tan vacío como siempre. Desesperado, fui recorriendo las ventanas de mi hogar, una a una, gritando en busca de ayuda, pero nadie contestó. Era como si toda la humanidad se hubiese, simplemente, desvanecido.

En aquel momento de pánico pensé en pedir ayuda a mis vecinos. Su puerta se encontraba a menos de dos tres metros de la mía, una distancia nimia, pero que, para mí suponía una barrera  tan infranqueable como un muro de hormigón. Decido a intentarlo, a pesar del presumible ataque de ansiedad que sufriría, abrí la puerta de mi casa y me enfrenté a la posibilidad de abandonar mi hogar por primera vez en los últimos cuatro años.

El sudor recorría mi rostro y mi corazón parecía un tambor desbocado, incluso creía percibir como mi pecho se movía por la fuerza de sus impactos. Respiré  varias veces profundamente y, cerrando los ojos, me lancé al exterior. A penas di dos pasos cuando me encontré frente a la puerta de mis vecinos. Busque a tientas el interruptor de llamada y lo pulsé de forma frenética. Esperé algunos segundos intentando controlar las fuertes nauseas que sentía, pero nadie respondió. Insistí, pero siguió sin haber respuesta. Entonces, desquiciado, comencé a golpear la puerta con mis puños, descubriendo para mi asombro que estaba abierta.

Entré sin pensarlo. Todo estaba silencioso. Recorrí las habitaciones una tras otra, descubriendo todo en un perfecto orden; las camas echas, los cajones cerrados, los suelos, paredes y ventanas pulcramente limpios y los grifos, brillantes y pulidos como si fueran nuevos. Era como si aquel lugar no fuera más que el decorado de un piso piloto.

Mi estómago se contrajo de nuevo por el hambre, por lo que corrí a la cocina en busca de algo de comida, pero no había nada. El frigorífico estaba tan vacío y pulcro como el resto del piso. Caí de rodillas y empecé a sollozar, incapaz de comprender lo que estaba ocurriendo. Fuera de mí, me arañe con fuerza un brazo, convencido de que aquello sólo podía ser un sueño, una pesadilla perversa en la que mi perturbada mente me había atrapado. Pero lo único que sentí fue un lacerante dolor, mientras la sangre brotaba de las  heridas recién abiertas.

No sé el tiempo que permanecí allí postrado, derrotado y confundido como nunca antes lo había estado. Sé que por mi mente desfiló mi vida como si alguien jugase con el mando a distancia de mi memoria. Recuerdos del pasado y esperanzas de futuro perdidas se mezclaron en mi conciencia hasta hacer que algo en mi interior se rompiese en mil pedazos. Pedazos que después se recompusieron para formar algo nuevo y distinto. Algo que me hizo levantarme con decisión, olvidando por completo los malestares de mi cuerpo, y salir al exterior del edificio sin sentir ya ansiedad ni palpitaciones.

Ahora estoy aquí, en medio un mundo desierto, y lo que siento es una seguridad y determinación totales de luchar contra este terror que me atenazaba.  Ante mi desfilan  casas, parques, calles y plazas, sumidas en un silencio y vacío absolutos.  De pronto creo oír algo, una voz lejana…

“Tres”

Siento un escalofrío.

“Dos”

Empiezo a recordar.

“Uno”

Miró a mi alrededor y me encuentro tumbado en un diván, con la cara sonriente de un hombre sobre mí.

“Como le prometimos, acabamos de eliminar su fobia, mediante la inducción hipnótica de un sueño específicamente diseñado. Espero que esté satisfecho, y no olvide que la garantía le cubre la no reaparición de los síntomas en al menos dos años”
concursoderelatos
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  • 23 de Septiembre de 2009 a las 20:11

Por qué escribo lo que escribo.

 

            Boby entró en la cafetería McMullen con la moneda en la mano, se sentó en una banqueta de la barra y miró hacia las mesas. MacMullen dio una palmada en la barra.

-         ¿Leche?

-         Quiero llamar – respondió secamente Boby, mirando a Mc Mullen con algo de desconfianza; quizá el cabrón irlandés estaba intentado leer su mente para captar la de debilidad de Boby – Sólo llamar.

-         Pues ahí tienes el teléfono – respondió MacMullen señalando hacia los servicios.

Boby dejó la moneda en la barra y se dirigió al teléfono. Agradecía, en su fuero interno, que MacMullen no sintiera ninguna compasión por él. Si tan sólo le hubiese dado una palmadita en la espalda, el hosco y grandullón de Boby abrió roto a llorar como un bebé allí mismo.

            Pidió conferencia con su mejor amigo, su único amigo, el mariconazo de Howard. Él no sabía que su madre había muerto y, por supuesto, él no sabía que Boby estaba pensando seriamente en la posibilidad de ponerse un revólver en la sien para ir a pedirle cuentas a su creador. No, Howie no sabía nunca nada que fuese útil. Howie sólo sabía quejarse y escribir como un hijo de puta pagado de sí mismo.

-         Residencia de los…

-         ¿Howie?, soy Boby.

-         ¡Robert! – respondió Howard - ¡Qué sorpresa que te dignes a usar el teléfono! No recibo correspondencia tuya desde hace eones…

Boby sabía que no había ninguna crítica en esa última frase, sino tan sólo la

retorcida e infantil necesidad de usar la palabra “eones” en algún contexto que pareciera coherente. De repente, Boby se sintió estúpido por haber llamado, más solo de lo que se había sentido en sus momentos de más orgullosa, varonil y rebelde soledad.

            “Mi madre ha muerto, Howie”. Desechó la idea con una sacudida del cuello.

-         Dime, Robert, ¿cómo andan las cosas por Cimmeria? – preguntó Howard, repentinamente animado - ¿Para cuándo tu próxima joya?

A Boby le gustaban los halagos, pero nunca la condescendencia. Howard no

consideraba que ninguna de las novelas de Boby fuese una joya, aunque fuesen primas lejanas de sus propias novelas, aunque los dioses de las pesadillas de Howard habitasen, por mutuo acuerdo, en los campos de batalla de Boby.

            Boby sintió que las tripas se apretaban a sí mismas para intentar cagar alguna gota de sangre.

-         Estoy en blanco, Howie.

“Si crees que lo va a interpretar como una llamada de auxilio, si crees que va a

mandarte un coche privado para que te lleve a su casa y que allí puedas llorar en su hombro, está muy equivocado. En cualquier caso, ¿eres aún capaz de llorar, Boby?”

-         ¡Que afortunado eres, Robert! – dijo Howard, volviendo a su habitual tono dramático - ¡Quemaría todos mis manuscritos por una sola noche sin pesadillas!

-         No estoy muy seguro de eso, Howie – respondió Boby, deleitándose al escuchar la risa de su amigo a través del teléfono.

-         Tienes razón… No sé sobre qué cosa habría yo de escribir.

“¡Pregúntame cómo estoy, por Dios, cómo anda mi madre!”.

-         Ayer, sin ir más lejos – continuó Howard – soñé algo terrible que no puedo retener por más tiempo en mi mente. Creo que, si no lo escribo, es posible que salga por mi boca, como un horrendo parásito, dejando mi pellejo vacío sobre la alfombra.

Boby quedó en silencio. No podía hacer más por su vida. Lovecraft quitaba la

respiración cuando hablaba, cuando se apasionaba, cuando sufría. Era un tipo afectado, pero podía permitírselo. Lovecraft era un vórtice de algo malo que se hacía bello cuando pasaba a las letras.

            Y Boby no era nadie para meterle más mierda en su cabeza.

            Tiró la toalla, arrastró una silla para sentarse, apoyando los brazos en el respaldo, y dijo:

-         ¿Qué es eso tan terrible, Howie?

-         ¡Oh, diablos, no estoy seguro de que quieras oírlo! – hubo un segundo de pausa, ninguna réplica, así que el genio se puso manos a la obra – Verás, he vuelto a soñar con esa ciudad subacuática, pero esta vez no me encontraba solo en aquel sueño. Me pregunto si alguna vez lo estuve…

 

 

 

 

Esmeralda estaba secando los vasos en la cocina, oyendo la radio local, deseosa

de conocer al ganador de aquella fantástica batería de cocina de acero inoxidable. Sobre el fregadero estaba situada la ventana que daba directamente al pequeño aparcamiento de la casa de los Howard. El señorito Robert estaba llegando en ese momento. El ruido del motor del coche anuló la voz de la radio y Esmeralda, resentida, dejó de fregar los vasos en espera de que el motor se apagase.

            El motor se apagó.

            Seguía habiendo anuncios. Esmeralda suspiró, resignada. Comenzó a secarse las manos en el delantal.

            Entonces, sonó el disparo. Esmeralda se asomó por la ventana y vio que la cabeza del señorito Howard reposaba sobre el volante. Desde aquella distancia, Esmeralda pudo ver perfectamente un humo blanquecino que parecía salir de la cabeza del señorito, como si algún pensamiento extraño hubiese hecho un último derrape.

 

 

 

 

 

            Lovecraft estaba parapetado en la cocina, esperando a que las insidiosas amigas de su madre abandonaran la casa a través del hall. A la vez, dudaba entre prepararse un emparedado o hacer constar a su madre que lo mantenía desasistido desde hacía horas por culpa de aquella condenada partida de bridge.

            Al cesar el bullicio, el escritor seguía sin hacer nada. Observaba la luz del sol en su mano, sobre su rodilla, intentando decidir si estaba recibiendo una quemadura.

            Su madre entró en la cocina y Lovecraft, inmediatamente, perdió todo interés por increparla. Su madre parecía alegre y muy segura de sí misma. Se estaba retocando el cardado de su pelo con la palma de la mano, como si mantease a una cucaracha.

-         He oído el teléfono, hijo.

No era necesario que hiciese la pregunta; estaba hecha, de modo implícito, como

casi todo en la actitud de aquella mujer. La bondad, el cariño y la generosidad estaban implícitas; debían estarlo, porque no eran explícitas en ningún momento.

-         Era mi amigo Robert.

-         Ah – su madre pareció repentinamente muy interesada en comprobar el trabajo de las sirvientas sobre la cubertería de la cocina.

Lovecraft sintió una punzada de amor propio y acabó explicando lo que tendría

que haber guardado en el cajón de las suposiciones. Sólo para captar su atención.

-         Creo que está muy afectado por algún motivo y planea atentar contra su propia vida.

-         ¡Howard! – le recriminó su madre, como si hubiese escuchado una obscenidad. Al darse cuenta de su propia salida de tono, algo más suave (explícitamente indulgente, por una vez), añadió - ¡Dios mío, qué situación! ¡¿Y qué has podido hacer por él, pequeño?!

Lovecraft miró por la ventana. Quizá el sol sí que le estaba produciendo una

quemadura. Metió ambas manos en los bolsillos.

-         He podido sentir un escalofrío por la dignidad de un hombre que quiere abandonar este mundo de alcahuetas.

-         ¡Tienes la boca infestada por el hollín de tus odiosos cuentos! – saltó inmediatamente su madre, acercándose con las manos encogidas sobre la matriz, como si en ese momento recordase que tener un hijo conlleva dolor - ¡No estás pensando lo que dices! ¡Llama a ese chico inmediatamente y ofrécele tu ayuda! – paró un momento. Puso la mano sobre la pierna de su hijo, que la estudió con recelo – Puedes ser un joven muy convincente y encantador.

-         Madre – dijo co paciencia – Él no me ha dicho nada. Lo he deducido yo por mi perspicacia. Él no me ha pedido ayuda y, por tanto, su orgullo le impediría aceptarla. En todo caso, Robert dice que se ha quedado en blanco. Alguien de nuestra condición sólo se queda en blanco cuando su alma ha terminado su trabajo.

-         Eso es horrible, Howard… ¿Te vas a quedar como si nada, esperando que un día te llamen por teléfono para decirte que Boby ha muerto?

Lovecraft se alejó de su madre, dejándola con la mano vuelta hacia arriba, como

si pidiese dinero. Detuvo su andar altanero junto a la puerta de la cocina. Se volvió con una media sonrisa más parecida al escorzo de la luna que al desprecio de un hijo.

-         Madre – dijo – no me molestes con asuntos que no son de mi incumbencia. Tengo un parásito dentro y he de marchar a vomitarlo.

 

concursoderelatos
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  • 23 de Septiembre de 2009 a las 23:51

Escribo, luego existo

 

Llego del trabajo. Es por la tarde. Dejo las llaves en una cestita que tengo para ellas en el recibidor. Voy al baño a orinar. Luego a la cocina y en ella bebo con gusto un baso de agua. Me dirijo al salón y me siento en el sofá. Cierro los ojos: por fin descanso.

 

Pero esa postura no me llena: me falta algo. Así pues, me levanto y voy a la habitación del ordenador. Lo enciendo. Me acomodo mientras se carga el sistema. Una vez que el ordenador está ya plenamente operativo, hago clic en “Mis documentos”. Abro el archivo en formato word y me pongo a escribir, a ver si continúo con mi novela.

 

La ventana está abierta. Se oye la ciudad, se oye la calle. Se oyen los coches y  los cláxones de algunos de ellos. Se siente el ir y venir de la masa. Todo parece discurrir bajo la monotonía de siempre. Por eso me pongo a escribir, para huir de ella. Para crear un mundo aparte con el que poder evadirme. Para ello podría ponerme a ver una película o a leer una novela, como hace todo el mundo, pero prefiero construir la mía.

 

Porque el resto de los mortales dedican su tiempo libre a eso: a ver películas, ya sea en casa o el cine; a leer libros; a pasear por la calle; a ir a tomar algo con los amigos; a perder el tiempo con tranquilidad, sin preocupaciones… Y aunque yo también hago todo eso, la mayoría de las ocasiones me entretengo más escribiendo. Ni mis amigos ni mis familiares me comentan nada al respecto, pero yo sé que creen que es más común realizar otras actividades para pasar los ratos que se dedican al ocio. Mi gran ilusión es que mi novela esté algún día publicada, y a ello me estoy dedicando en este preciso instante.

 

Escribo y escribo. Me detengo en una frase. No me gusta. La borro y la vuelvo a escribir. “Ahora parece que queda mejor”, me digo, mentalmente. Continúo escribiendo. Tan concentrado estoy que ya sólo oigo el ruido que hacen mis dedos al golpear las teclas del teclado. Sigo. Otra frase. Y otra. “Espera, aquí hay una palabra que lleva acento, me parece”. Dudo. Consulto el diccionario de la RAE en internet. En efecto, lleva acento. Se lo pongo. Sigo. “Aquí quedaría bien una metáfora. Aquella que construí el otro día no recuerdo dónde y que guardé en mi memoria.” Me meto cada vez más en el asunto. Y escribo y escribo, formando un mundo imaginario en el que suceden historias imaginarias. Es un mundo mágico, de hadas y duendes, un mundo pleno y puro, lleno de animales, de naturaleza, de gentes bondadosas, de hermosas puestas de sol…

 

Tras un ameno rato, dejo la escritura de la novela, mañana continuaré. Mañana, siempre pienso en el mañana, en si será posible que mi libro esté publicado por una editorial y, en consecuencia, llegue a estar expuesto en librerías. Que la gente lo pueda comprar, que vengan a la presentación de mi libro, a verme a mí.

 

Salgo con estos pensamientos a la calle. He quedado. Ahora ya puedo pasar lo que queda del día con otras actividades de ocio, porque el escribir es algo que en la jornada de hoy ya he realizado. Me dirijo al encuentro con mis amigos caminando entre el bullicio ciudadano escuchando música con mi reproductor de mp3*, ilusionado en un dulce mañana consistente en un yo escritor. Yo viviendo de mis novelas.

 

*NOTA DEL AUTOR: la canción que escucha el protagonista es esta:

 

concursoderelatos
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  • 24 de Septiembre de 2009 a las 17:45
Como el ala de un cuervo

     Stanley abrió la puerta y lo primero que vio fue una enorme escalera de madera tallada que llevaba al piso de arriba. La contempló un instante para familiarizarse, había comprado la casa hacía un par de meses pero sólo había entrado en ella un par de veces para supervisar la reforma. Sonrió satisfecho. No sabía que sería en aquellos escalones donde perdería la vida.
     Katya entró tras él son una sonrisa en los labios. Llevaban casados siete años y por fin habían comprado una casa para ellos y su hijo. Sus pupilas azules se posaron también en la escalera. Dejó de sonreír un instante y avanzó tras su esposo. No sabía que sería en aquella escalera donde mataría a su marido.
     Edward estaba en el jardín, se había topado con un gato gigantesco que se negaba a bajar del árbol para que él pudiera acariciarlo. Su madre lo llamó desde dentro de la casa y el chiquillo corrió obediente. Cuando cruzó la jamba de la puerta se encontró con una imponente escalera de madera maciza que se perdía en la oscuridad del piso superior. El niño la miró asustado, casi temblaba sin poder apartar la vista de aquella oscuridad que lo esperaba arriba. Su madre le tomó la mano. Tenía cinco años, pero ya sabía contener las lágrimas. Él sí sabía lo que iba a pasar en aquella escalera.

     No habían pasado todavía dos meses desde que se instalaran cuando Ed tuvo un sueño de nuevo. Siempre comenzaban igual. Lo veía todo negro, como las alas de los cuervos. Después comenzaban las imágenes, como si de una película se tratara, él lo veía todo, lo que pasaba a su alrededor y lo que sucedía lejos. Tenía mucho miedo. Aquellos sueños siempre se cumplían. Y él era demasiado pequeño para poder cambiar algo. Al despertar trató de recordar, no estaba seguro de que hubiera empezado con la oscuridad, pero lo que había visto era tan horrible que tenía que contárselo a alguien. Su padre entró en la habitación para despertarlo, era por la mañana y tenía que ir a la escuela. Ed le contó el nuevo sueño y el hombre pareció divertido ante la idea del chiquillo. Pero Ed insistió.
     -Tú no estás en casa, estás en el trabajo y una mujer te tira encima el café recién hecho. Un hombre entra en casa y mata a mamá. Y está lloviendo y los truenos me dan miedo –sollozó el chiquillo –Y entonces se va la luz y mamá me dice que no tenga miedo y se va del cuarto y grita. Y vuelve llena de sangre y…
     -Calma, hijo –lo tranquilizó su padre. La sonrisa de sus labios había desaparecido por completo –Te diré lo que haremos, si algún día hay una tormenta como la que has dicho, yo vendré corriendo para impedir que maten a tu madre, ¿de acuerdo?
Ed asintió, al fin y al cabo el hombre que tenía delante era su padre y él lo podía todo.

     Habían pasado unos días desde que Ed tuviera el sueño. Stanley estaba sentado en su mesa de trabajo esperando a sus compañeros para partir a la reunión que tenían en Nueva York. Clarice, su secretaria, pidió permiso para entrar y el olor del café recién hecho inundó la habitación. La mujer tropezó y derramó la cafetera sobre Stanley. El joven se sacudió la camisa disculpando a la secretaria, pero entonces su mirada se tornó sombría. Miró por la ventana y vio las nubes que se cernían sobre la ciudad. Sin decir nada recogió su chaqueta y las llaves del coche y desapareció entre la lluvia.

     Cuando el muchacho regresó del colegio supo que había llegado el momento. El gato del árbol estaba junto a la casa –como en su sueño-, las nubes presagiaban tormenta –como en su sueño-, el viento le arrancó la gorra roja y se perdió tras las vallas –como en su sueño- y su madre lo apremió para que corriera a la casa –como en su sueño-. La lluvia los respetó hasta el porche y los rayos llegaron acompañados del estruendo de los truenos. Ed comenzó a temblar cuando la luz se apagó y un relámpago iluminó el pálido rostro de su madre. Era muy pequeño, pero sabía que algo iba mal. De repente tuvo la certeza de que el sueño que le contara a su padre no había comenzado con las alas de los cuervos y comenzó a llorar. Su padre vendría por su culpa y su madre lo confundiría con un ladrón y entonces…
     -Hijo, no te asustes, sólo es una tormenta –le dijo.
     -Es hoy –contestó Ed.
     -¿Es hoy? –su madre le revolvió el cabello.
     -Es hoy cuando empujas a papá por la escalera –contestó el muchacho llorando.
     Katya le pidió que apartara esa absurda idea de su mente, porque su padre no estaba en la ciudad, había partido a un viaje de negocios y no llegaría hasta el día siguiente. Pero él sabía que vendría, porque estaba lloviendo y se lo había prometido.
     La tormenta continuó y Ed no dejó de mirar la vela que su madre había encendido todo el rato que estuvo en el salón. Tenía frio, tenía miedo y escuchaba ruidos terroríficos por todas partes. Su madre se había empeñado en decir que sólo era el viento y la lluvia golpeando las ventanas, no era el ruido lo que lo asustaba, él lo había soñado y sabía lo que sucedería a continuación.
     Pero sólo tenía cinco años y nadie tomaba en serio las palabras de un niño.
     La esperanza de que su padre tampoco lo hubiera tomado en serio tomó un instante su corazón, pero el ruido de unas pisadas subiendo por la escalera de madera le dijeron que sí le había hecho caso. Su madre también las escuchó y él corrió a abrazarse a ella, no porque tuviera miedo, sino para que no pudiera salir del cuarto.
Katya lo cogió en brazos y por un instante Ed creyó que todo estaría bien, pero la mujer lo subió a un armario y cerró las puertas ordenándole que no hiciera ruido y que no saliera hasta que ella regresara. Ed comenzó a llorar en silencio mientras veía perderse en la oscuridad la silueta de su madre.
     El sueño volvió a su mente como un cuadro que tuviera frente a sus ojos.   Un trueno lo hizo estremecerse y vio dos siluetas en la pared del pasillo. Cerró los ojos aterrorizado sin poder dejar de llorar. Escuchó un golpe seco y un grito de horror. El golpe era el cuerpo de su padre y el grito el de su madre al ver el rostro de su esposo en el suelo.
     Ed se abrazó las rodillas y deseó no haber tenido nunca aquellos sueños. Era muy pequeño, pero la duda se apoderó de él. ¿Había muerto su padre por su culpa? ¿Hubiera muerto igual si él no le hubiera contado el sueño?
Escuchó pasos que venían hacia el armario y cuando las puertas del mismo se abrieron se encontró con la mirada perdida de su madre. Lo cogió en brazos y se sentó en la cama sin decir nada. Ed dejó de llorar y la miró sin saber qué decir. El sonido de las sirenas se acercaba lentamente, como en un sueño y Ed cerró los ojos con la esperanza de verlo todo negro, así sólo sería un sueño, pero aunque estaba todo del color de las alas de los cuervos, no lo era.