Primer día de invierno
III- Según ayer el día avanzaba, el cielo se fue nublando. El sol fue poco a poco ocultándose y, al caer la tarde, de nuevo parecía invierno otra vez. Se levantó el viento, bajaron las temperaturas y, al fondo de las montañas, todo comenzó a oscurecerse. Desde el Cortijo de la Viña se veían las blancas cumbres de Sierra Nevada y las densas nubes cubriendo por encima.
A media tarde, la niña dijo al Anciano:
- Llévame al acantilado. Quiero ver las cascadas del río y, de paso, coger madroños si ya están maduros.
Y el Anciano le hizo caso. Con su mochila acuestas, el gorro de lana para el frío y sus botas, salieron del cortijo. Tomaron la senda que va por entre los almendros y los olivos y, dos horas antes de que se pusiera el sol, ya estaban en el acantilado. Sobre el balcón que se cuelga en las rocas y deja ver todo el gran cañón del río, parte de la ciudad de Granada y la Venga por donde cada tarde el sol se marcha.
A la derecha del balcón, crecen espesas las madroñeras, un poco más abajo, las encinas y luego las higueras. Y de las madroñeras colgaban rojos los racimos de madroños, engalanados con los pequeños ramos de florecillas blancas. Al verlos dijo ella:
- Parece como si estos arbustos adivinaran que la Navidad llega. Porque justo todos los años por estas fechas, se llenan de frutos rojos y de mil florecillas inmaculadas.
- Los madroños son frutos de invierno y por eso siempre maduran por Navidad.
- Quiero coger muchos para colgarlos en el árbol y junto al belén que mi madre me ha regalado.
Y la niña, ayudada por el Anciano, cogió un buen puñado de ramas de madroños repletas de frutos todos muy rojos y algunos amarillos. Y los fue acompañando con ramilletes de flores en forma de campanillas blancas. Luego, se acercaron a las encinas y cogieron también muchas bellotas, algunas piñas, un poco de musgo de las rocas del acantilado y, poco después, subían de nuevo al balcón y aquí se quedaron un buen rato. Viendo la espléndida puesta de sol al fondo de la Vega de Granada y embelesándose con los colores del atardecer. Dijo de nuevo ella:
- Las hojas amarillas, de álamos, nogueras y membrillos, para la alfombra en el belén las cogemos mañana del Puntal de los Almendros.
Desde el balcón, el Puntal de los Almendros, se veía allá a los lejos. Y por la cañada, resaltaban los álamos cimbreados por el viento y, de sus ramas, escapándose las últimas hojas del otoño. Comentó el Anciano:
- Es como si en la última tarde, el otoño quisiera llevarse con él, todos los colores que a lo largo de estos meses ha ido dibujando por estos bosques. Quizá para entregarle al invierno, lo más limpio y claro, su auténtico traje ceniza plomo.
Comento de nuevo ella:
- Y cuanto más hermosos son los atardeceres y más se engalanan los campos en estos días, parece que más necesidad hay de que estuviera ¿verdad?
Y el Anciano confirmó añadiendo:
- Porque esta cosecha de madroños, con este día ya de invierno y la Navidad llamando en la puerta, claro que sí sería distinto si estuviera.
- Lo pondremos todo junto al árbol y en el belén para seguir soñando que aun vive entre nosotros y que, en cualquier momento, puede que vuelva.
Poco después, subían por el camino hacia el cortijo. Arropados por los colores de la puesta de sol y besados por el aire frío de las primeras horas del invierno.