* Fecha lmite de presentacin: jueves, 11 de Febrero.
NECESIDAD OBLIGA La cosa se estaba poniendo fea. Cada minuto que pasaba se asemejaba más a los castigos del condenado a tormento, en los tiempos aquellos de la Edad Media. Verlo para creerlo. O, mejor dicho, sentirlo para darse cuenta de lo mal que lo llega a pasar uno. Tontamente. Estúpidamente. Y él, sin poderse mover de su sitio. Tenía que ir allí, a ese cuarto donde cada quien habla a solas consigo mismo, se cuenta sus batallitas diarias, y al final tira de la cadena antes de volver a empezar con el baile de la vida. � Pero a él nunca le darían permiso para ir hasta allí, a él no le quedaba otra que aguantar, esperarse y santiguarse en silencio, rezando por que el cuerpo fuera capaz de soportar semejante suplicio, rezando por que las tripas no reventaran de puro dolor. � Eso, eso que le estaba pasando no le tenía que haber pasado nunca. ¿Acaso no era una persona de mucho prestigio? ¿Acaso no lo habían nombrado Presidente de la Empresa Número Uno de la ciudad que lo había visto crecer y trepar más alto que los muros del jardín de sus abuelos? � Con sus manos, con su talento, con su don de gentes había llegado a la cúspide, había conocido el éxito, la fama, la gloria. Sólo Garcilaso de la Vega podría competir con él en gloria y honores. Y, sin embargo, a pesar de tanto título ganado a pulso, a pesar de tanto traje con corbata, y desayunos exquisitos, y cenas con la ministra de asuntos exteriores, ¿en qué lamentable estado se hallaba justo cuando debía pronunciar el discurso de clausura? ¿Tan baja es la condición humana, que cuando menos se lo espera uno, nos recuerda que en nuestro centro reposa una materia vil y maloliente? ¿Por qué no podía actuar como todo hijo de vecino, que interrumpe cualquier actividad física cuando la naturaleza le reclama para cumplir las santas obligaciones? La posibilidad de esfumarse quedaba descartada. ¿Qué dirían los ministros, los gobernadores, los embajadores y las esposas de los embajadores si se levantaba y, tomando el camino de la puerta, desaparecía de la sala de conferencias, atiborrada de un público testigo del incidente? ¿Alcanzar la cumbre, el triunfo soñado, para que en el espacio de un segundo se derrumbara su prestigio como una bengala en una noche de luces y artificios? Dolorido como estaba, observó de reojo al Primer Ministro, quien permanecía de pie detrás del púlpito, terminando su glorioso y celebradísimo panfleto. La audiencia aplaudía rabiosa, algunos se habían levantado de las butacas con el fin de aplaudir más y mejor. No, no se trataba de Manolito al salir del ruedo con las dos orejas y el rabo; aquella escena tenía más peso aún: el dirigente de la nación estaba a punto de ceder la palabra a un empresario que (todo el mundo lo daba por hecho) iba para ministro. Con un leve gesto, le indicó que había llegado su turno. Lenta, majestuosamente, el gran político se retiraba a su asiento. � El púlpito quedó vacío, a la espera de que otro orador pusiera punto y final a tan memorable acto. Los colegas que a su lado permanecían, le agasajaron con toques en el hombro, nuevos ánimos y las últimas felicitaciones por haber llegado tan lejos. Mientras tanto la culebra que yacía en su vientre se había dormido, se había enroscado y calmado quizá para siempre. Aquel dolor inmenso había ido apaciguándose hasta que pudo respirar con algún alivio. Tan sólo unas gotitas de sudor en la frente quedaban como prueba del mal rato que acababa de pasar. Se levantó por fin y se puso (con toda su estampa metida en un traje de los caros) frente al auditorio. Un pasito, y otro, y otro... ¡Dios, algo se había movido dentro de él! ¡El reptil abría las fauces de nuevo para después ir desenroscándose poco a poco! «¡Disimula, coño!», se dijo, como para darse ánimos. Parapetado en la tarima, comenzó como pudo su discurso. Las cuartillas estaban ahí delante. Tantas veces las había leído que incluso conocía párrafos enteros de memoria. Pero, ahora que había llegado el momento de la verdad, bailaban las letras impresas, los renglones se torcían; ya no se acordaba de nada. ¿De qué iba su discurso? ¿De Economía...? ¿De Derecho...? ¿De Relaciones Públicas...? � Con grandes muestras de entusiasmo, pero sin aspavientos, optó por improvisar algunas palabras: –Estimado público, queridos colegas, es un honor (sonó algo así como un ruido de petardos) para mí estar aquí con vosotros (nueva metralla). Las circunstancias han querido que nos reunamos (“¿Ruido dice usted?, dijo el Presidente a su compañero, sólo es un soplo de aire.”) en estos momentos tan especiales, justo cuando acabamos de oír (aquel sonido se parecía al galope desbocado de un caballo furioso) las palabras de nuestro honorable Presidente. Y bien, yo no tengo palabras, ya no me quedan palabras, solamente me quedan (¿sería eso la traca final?)... agradecimientos. � De repente, sintió cómo la compuerta cedía, la inundación se hizo palpable, ligera, humeante. Los pantalones, y con ellos, todo el traje (el mismo que le había costado doce mil euros) acogieron tan sublime muestra de humanidad. Entonces, el empresario más ilustre de la comarca alzó los brazos como para agradecer al cielo tantos dones recibidos; dijo: “Eso es todo, amigos. ¡Adiós!” � Descendió de la tarima sin atreverse a levantar la vista del suelo. Por lo demás, es cierto que los que estaban más cerca notaron que el alto personaje andaba de un modo extraño, como si imitara el deambular de los patos. � Una anciana sentada en la primera fila exclamó: “Pobrecito, se nota que no cabe en sí de gozo después del cargo que le ha ofrecido el presidente del gobierno.” � |
NO TENGO GANAS DE IR HOY A TRABAJAR No, no es pereza. Es que... mirad, será mejor que os lo explique desde el principio. Ayer creí haber hecho mi fortuna... pensaba que el contrato que firmé con los propietarios de la planta química que hay en las afueras del pueblo me iba a garantizar riqueza y bienestar. Y ayer nos reunimos en un despacho privado, Mateo Almazar, su socio Eufemio Cañizares, y yo. Con muy buen sentido, se aseguraron de que estábamos solos en aquella parte del edificio, pues convenía que nadie pudiese meter sus narices en nuestra reunión.
Confieso que algo como un frió presentimiento ha recorrido mi cuerpo cuando, en las noticias del matinal, mientras desayunaba, me he enterado del extraño accidente que ha sufrido el propietario de Químicas Almazar, cuando camino de su planta química, su coche se ha salido de la carretera y ha caído por el puente del río. Por lo visto se ha ahogado dentro del vehículo. Y al quedar mi estudio en penumbra, la pantalla del monitor ha llamado mi atención, con un parpadeante cuadro de diálogo en su centro: “Tienes un e-mail”.� He abierto mi programa de correo, y he recibido este sorprendente mensaje: De: Anónimo
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ESTEFANÍA Y RAQUEL � Aquella vieja era insoportable y Raquel estaba de ella hasta la peineta. Cada media hora tocaba el timbre y si no la atendías llamaba a voces. Así que si quería evitar que despertara a todos los demás internos, ella tenía que atenderla, tanto si tenía ganas como si no. Aquel lugar era infecto, olía a meados y excrementos, aunque aparentemente todo estaba limpio y ordenado. Las habitaciones no eran muy grandes y solo tenían una pequeña ventana que daba a un patio oscuro. En cada una dormían dos personas; apenas cabían las dos camas y una mesilla que las separaba, dejándolas pegadas contra la pared, dos armarios minúsculos y dos sillas completaban todo el mobiliario. Durante el día obligaban a los viejos a levantarse, asearse y después del desayuno los llevaban en sus sillas de ruedas a la gran sala, bueno decir “gran” era demasiado; allí permanecían toda la mañana sentados en circulo, enfrentados unos a otros, pero sin mirarse siquiera, con las cabezas inclinadas sobre su pecho como si pesaran de manera insoportable. A media mañana una de las celadoras entraba a preguntar si alguno quería mear, aunque todos llevaban dodotis. Al que quería le traían una bacinilla, si era hombre y allí mismo, delante de todos, le sacaban su “aparato” y lo ponían a mear sin ningún escrúpulo, si era mujer había que hacer más esfuerzo, por eso las cuidadoras solían hacerse las remolonas para no tener que cargar con ellas para alzarlas un poco y meterles la chata por debajo del culo. Evaristo, un viejo desdentado y de mirada maliciosa, solía llamar a Raquel bastante a menudo para que cumpliera con ese menester de ponerle a mear. - Al menos así alguna mujer me toca la chirula – decía con risa asmática a sus compañeros – y eso que con esos guantes que lleva�� …. Pero Raquel no se andaba con tonterías. Estaba más que harta de aquel trabajo de mierda, al que solo le ataba el hecho de no encontrar otro mejor y la necesidad de ganarse la vida. Así que todos la tenían respeto, cuando no miedo, pues sabían de su mala entraña y su poca paciencia con los que se ponían pesados o exigentes. En el comedor los sentaban de tres en tres en las pequeñas mesas. La sopa diaria era una especie de agua caliente y después algún pescado que no tenía nombre o unas croquetas que decían que estaban hechas con jamón y un yogurt de postre, mezclado con las pastillas correspondientes a cada uno, recetadas por el médico. Comer allí era un ejercicio llevado a cabo solamente porque el hambre apretaba y aunque fueran viejos y achacosos sabían que había que comer aquello o si no, no habría nada. Después de eso, la siesta y antes de la siesta pasar por los retretes, tanto si tenías ganas como si no. Cada uno 5 minutos, entre entrar, bajarse la ropa, hacerlo, subírsela y salir. No andaban ágiles, no. Así que la mayor parte o no hacían lo suyo o, si lo hacían no tenían tiempo para limpiarse bien. Unido a las varias veces que, durante el día, se meaban encima, al caer la noche el hedor era insoportable. Pero Estefanía era una vieja con voluntad. Ella aún tenía fuerza para mantenerse medianamente digna y no estaba dispuesta a vivir de aquella manera tan miserable, aunque no le había quedado más remedio que dejarse llevar allí. Por eso llamaba tan a menudo a que vinieran a ayudarla, cada vez que sus esfínteres anunciaban que deseaban evacuar su carga o su vejiga la suya. Nadie allí sabía como había conseguido que Raquel acudiera siempre a sus llamadas, cuando le tocaba guardia, teniendo en cuenta que no solía hacerlo con los demás a no ser que fuera la hora señalada de antemano. Pero el caso es que ella iba y le ponía la chata a Estefanía o la llevaba al servicio, según fuera la necesidad. Pero aquella noche, después de un día que había sido especialmente cansado y asqueroso, Raquel no tenía ganas de historias, estaba agotada, le dolía la espalda y odiaba al mundo entero por tener que pasar la noche en vela, como para que aquella vieja pesada le diera la lata sin ningún miramiento. - Qué te pasa Estefanía, es la tercera vez que me llamas esta noche. - Debo haberme enfriado, porque me duele la tripa y otra vez tengo ganas de cagar. - El caso es darme la lata. Te aseguro que es la última vez que vengo. Después ya te las puedes arreglar sola. Raquel levantó las mantas para ayudar a la vieja cuando un hedor asqueroso y putrefacto le llegó a la nariz provocándole una sensación de nausea irreprimible. Con la cara roja por la ira y los ojos desorbitados comenzó a agitar a la mujer empujando sus hombros contra el colchón y chillándole desaforada: - Vieja de mierda, que eres una guarra más grande que grande. Mira como te has puesto, so asquerosa. Hueles que apestas y aquí no hay quien pare. Que asco, cochina, te voy a dejar así toda la noche a ver si te ahogas en tu propia mierda. Me tienes más que harta, so guarra. Y sin controlarse, como enloquecida, con sus manos enguantadas iba extendiendo la porquería por todo el vientre de la anciana, por su cara, le metía los dedos en la boca llenos de aquella mierda líquida y maloliente y a la vez la sacudía pequeños golpes que hacían que todo aquello salpicara en todas direcciones. Una vez hecho, volvió a subir las mantas y dejó a la abuela sola, sin escuchar el llanto callado de aquella pobre mujer y también el de su compañera de cama que, silenciosamente, lo había visto y escuchado todo. Desde esa noche, Estefanía se mantuvo callada. No volvió a decir una sola palabra, ni a su compañera de cuarto ni a nadie más. Su cara se transformó en una máscara inexpresiva y triste, De sus ojos no brotaban lágrimas, pero en ellos había siempre como una telilla invisible que los dejaba turbios y velados. Durante el día había dejado de contenerse y se hacía sus necesidades encima, a no ser que alguna de las ayudantes viniera a tiempo a ayudarle a hacerlo en el lugar adecuado y al amanecer, indefectiblemente, aparecía llena de mierda hasta las orejas. A cada día que pasaba la mierda era más y más maloliente, como si se estuviera pudriendo por dentro. Estefanía era un fantasma viviente, de su mente había desaparecido la esperanza, se limitaba a sobrevivir y así fue como empezó a maquinar un plan que maduraba despacio. Esa idea� era lo único que alimentaba las pocas ganas de vivir que le quedaban. Una noche, en medio del silencio de aquellos largos pasillos, cuando las luces eran tenues, casi apagadas y no se movía ni una mosca en la residencia, un timbre comenzó a sonar de manera perentoria, como una orden dada por un general. Su sonido viajaba por entre los dormitorios hasta llegar a la sala de las celadoras. Allí, Raquel dormitaba medio tumbada en la turca que les servía para descansar, si la noche era tranquila. El sonido fue penetrando poco a poco en su cabeza. Medio dormida aún, miró a ver en qué habitación sonaba y vio que, como casi siempre, era en la de Estefanía. La rabia comenzó a trepar por sus tripas y subiendo por su pecho llegó hasta su cabeza. No caminaba por los pasillos, casi volaba, iba chillando como una posesa: - Mierda de vieja, seguro que es ella otra vez, me tiene hasta los moños con tanta llamada y eso que últimamente estaba bastante tranquila. Se va a enterar de lo que no hay que hacer de una vez por todas. Esta vez se va a enterar. Y entró en la habitación sin encender la luz del techo y a una velocidad tal que, de pronto, se tropezó con algo resbaladizo y dando un traspiés se calló al suelo con todo el peso de su cuerpo rebotando en él y golpeando su cabeza en la esquina de la cama; notó que su cara se hundía en una masa pastosa y maloliente que se le metió en los orificios de la nariz y en la boca, abierta por la sorpresa. Pasó la lengua por sus labios, sin poder evitarlo y le dio una arcada, antes de volver a rebotar la cabeza en la misma esquina y caer definitivamente al suelo sin conocimiento. Tuvieron que llamar a una ambulancia. Fue asqueroso tener que sacarla de aquel montón de mierda extendido por el suelo de la habitación; era como un lodazal de excrementos desperdigados por todo el piso y en medio de ellos, tumbada cuan larga era y con la cara, las manos y todo el cuerpo lleno de pestilentes trozos bien pegados, Raquel respiraba con dificultad. Se la llevaron después de limpiarla como pudieron. El olor asqueroso no desapareció durante mucho tiempo del entorno. En el Hospital diagnosticaron conmoción cerebral y posibles secuelas muy graves para el futuro. Del parte médico surgió una investigación, lo que atrajo a la Residencia a la inspección sanitaria que pudo comprobar las condiciones indecentes en que vivían allí los viejos, tomando cartas en el asunto a partir de entonces. Estefanía hizo una bola con las bolsas de plástico y la tiró a la boca de basura de los baños y luego continuó su vida tranquila. Sentada en su silla, seguía sin hablar con nadie, miraba al vacío sin expresión alguna. Aunque quien la conocía bien, si se fijaba un poco, podía observar en el fondo de sus ojos algo así como una mirada burlona. Pero eso solo lo podían apreciar los que la conocían bien. |
����������������������������������������������� ��������������������������������������������� DEPOSICIÓN -No hay pero que valga. Mira, entiendo lo del mechón de pelo, y entiendo lo de la pinza con los restos de cordón umbilical, pero esto...esto no lo entiendo, joder! Ya te dije que era mejor enterrarlo y te empeñaste en incinerarlo para ir repartiendo miguitas de pan. Así que ahora no te quejes. Se ha ido, ¿vale?, y a mí me duele tanto como a ti, pero creo que ya es hora de pasar página, te recuerdo que tenemos otro hijo, y ése aún está vivo, así que más vale que tires eso a la basura de una puta vez. -¿Estás bien?- el tono de preocupación la conmovió. � � |
Leyendas urbanas. Son incómodas; tienen la facultad de hacerte dudar. Todos hemos oído esas espeluznantes leyendas acerca de cagadas en lugares incoherentes, deposiciones comprometidas que han llegado a arruinar voluntades y prestigios. |
�������������������������������������������������������� ¡AGUA VA! ���� Don Enrique se tocó con aire indiferente las guías de su bigote; era un bigote rotundo, de hombre de bien y altanera prestancia. ���� Su contrario, sin embargo, rumiaba entre dientes algo parecido a unas gachas mal masticadas, mientras a ratos se hurgaba las narices con deleite. Se diría que su rostro se deformaba de placer cuando conseguía “pescar” una de aquellas inmundicias que allí tanto abundaban. ���� -Ves, mi querido Laercio. Tanto va el cántaro a la fuente, que al final acaba por romperse. ¿Has visto el tamaño de ésa cascarria?, con ella se podría alimentar a una caterva de chiquillos hambrientos. ���� -Pues no parece que el susodicho tenga intención de compartirla. –Afirmé con rotundidad, mientras contemplaba estupefacto como el individuo en cuestión abría la boca mostrando sus amarillentos dientes. ���� Mi maestro, Enrique de Siétamo, había sido llamado a consultas por el adjunto de no se qué funcionario, cercano al secretario del Marqués de Esquilache. El fundamento de la cuestión versaba sobre la necesidad de acometer en la ciudad una urgente reforma en las actitudes cívicas del populacho; los amplios conocimientos de mi maestro en materia de obras públicas –conocidas de todos eran las mejoras en salubridad realizadas por él en la ciudad de Milán – le hacían la persona más indicada para afrontar semejante reto. Y en ésas estábamos, departiendo ante un suculento cochinillo asado y bebiendo vino de pitarra. ���� Terminamos de cenar y salimos a la calle. La tarde comenzaba a resbalar entre los tejados de los barrios cercanos al Buen Retiro; las meretrices de baja estofa se asomaban al zaguán de las ventanas sin disimulo y caballeros embozados hasta las orejas se deslizaban con sigilo por las esquinas mal iluminadas. ���� -Mantén alejada la verga de semejantes tinglados, muchacho; no sea que� te coma el chancro blanco. El pene, estimado Laercio, a menudo es producto de males muy dolorosos; tanto para el cuerpo, como para el alma. ���� Continuamos nuestro paseo nocturno; a cada poco nos topábamos con borrachos y mendigos, los cuales aflojaban sin pudor sus vejigas en cualquier esquina. El olor a orines y aguas mayores era tan concentrado en algunos lugares que a punto estuve de arrojar por vía aérea lo que con tanto gusto había metido en la panza. ���� -Como puedes ver, hay mucho trabajo por hacer. Ya puedo imaginar los faroles alumbrando las calles, los desagües y canales para conducir las aguas fecales… ¡Hay tanto trabajo por hacer! ���� Yo era un muchacho larguirucho y falto de carnes; mi padre me puso al servicio de Don Enrique, por ver si el afamado maestro podía hacer gavilla de mis escasas cualidades. De los planes del maestro tenía poco que decir, tan sólo sujetarle los legajos y esbozar una mueca de aburrimiento cuando no tenía sus severos ojos clavados en mí. ���� Nos alojamos en una conocida pensión cercana a la Calle Cuchilleros –el nombre le venía al pelo –en dónde cada noche se ventilaban disputas a base de acero destemplado. Como consecuencia de tanto desaguisado, por la mañana nos topábamos con enjambres de moscas que se amontonaban sobre los restos de vísceras y sangre reseca; dicha circunstancia, unida a la impenitente costumbre de los vecinos de arrojar por la ventana sus deposiciones nocturnas, hacía del camino que nos separaba del Palacio de Oriente una penalidad difícil de sobrellevar. ���� El funcionario adjunto al secretario del Marqués de Esquilache era un italiano estirado y melindres. ���� -Su Majestad desea que la resolución a todo éste embrollo esté lista para antes de la próxima Pascua. A Don Carlos le gustaría poder disfrutar de Madrid junto a los Infantes, sin tener que tropezarse a cada momento con las inmundicias que infestan las calles. Los madrileños son buena gente, pero al parecer tienen poco aprecio al agua y otras costumbres higiénicas que adornan a la gente pudorosa. ���� Como cabía esperar, mi maestro obró de modo prudente; inclinó la cabeza, cual artista reconociendo a su mecenas, y ambos salimos de Palacio sin rechistar. ���� -Es evidente que el italiano desconoce la enjundia de las gentes españolas. Será harto difícil torcer su voluntad; me temo que todas estas medidas serán motivo de muchos ajetreos y disparates. Si no quiere meados por las ventanas, dos tazas. Si no al tiempo, estimado Laercio. ���� Durante los días siguientes Don Enrique se tomó muy a pecho la misión que le había sido encomendada. Estudió al milímetro niveles y desniveles en las calles, ubicó pozos sépticos e hizo clavar en cada esquina y en cada plaza el edicto de Su Majestad, conminando a los madrileños a abandonar tan escatológica costumbre como era la de arrojar a las calles sus excrementos sin vergüenza ninguna. Pena de multa para todo aquél que fuera sorprendido miccionando en la vía pública –a no ser que pudiera ser justificado por algún incordio imposible de contener – y calabozo para todo aquél que se resistiera a su autoridad o la de los alguaciles municipales que le acompañaban en todo momento. ���� Muy nombrado fue el trajín que a partir de entonces se vivió en los aledaños de la Cárcel Real. La buena gente de Madrid tomó por costumbre acompañar a la comitiva compuesta por Don Enrique, los alguaciles y yo mismo, al grito de ¡agua va! Lo que seguía a continuación era una lluvia de orines y cagadas de toda condición y espesor que los madrileños vertían sobre nosotros, en la esperanza que de ésta forma variásemos nuestra intención. � ���� Inasequible al desaliento Don Enrique continuó con sus labores, demostrando tener una grandeza de espíritu similar a la de cualquier santo varón; más aún cuando cada día teníamos que visitar la casa de baños, debido a la gran cantidad de excrementos y porquerías que llevábamos a cuestas. ���� Es obvio decir que la casa de baños era un lugar poco concurrido; de vez en cuando se dejaba caer por allí algún caballero italiano, de los que abundaban en los “madriles” desde la llegada a la Villa del Marqués de Esquilache. Estaban éstos más hechos al lujo romano y se paseaban sin pudor por las termas en pelota picada. Fue en uno de éstos locales, dedicados al asueto y la higiene pública, donde descubrí por vez primera el placer de dar de cuerpo sentado. A tales efectos se habían instalado unas letrinas, que en palabras de Don Enrique eran el más alto avance en el aseo doméstico. ���� -¡Muy pronto, cada casa de Madrid gozará de una igual! –Exclamaba mi maestro, inocente de él, en el convencimiento que finalmente los madrileños entrarían por el aro. ���� Y puedo decir que realmente, deponer en ellas, era un placer de sultanes. Permitían una perfecta estimulación de los esfínteres, cuando las condiciones estomacales no eran las más adecuadas para llevar a cabo la necesaria limpieza intestinal. Tanto era así, que el rumor cadente del agua por los canalillos, disimulaba incluso el soniquete de gruñidos y quejidos previos a las deposiciones más obtusas. Todo un lujo, si señor. ���� Planeó entonces Don Enrique situar unas letrinas más allá de la Puerta de San Cristóbal, junto a las dependencias del Cabildo, a las que pensó nominar como Letrinas Mayores por sus grandes dimensiones y capacidad; de modo que cualquier viajero que entrara o saliera de la capital por dicha puerta, pudiera aviarse a gusto sin menoscabo de la limpieza de la ciudad. ���� Tanta modernidad afeaba las costumbres del populacho, cada vez más soliviantado por las medidas del italianini, mote con el cual fue bautizado el ministro de Su Majestad. A medida que pasaban los días, los edictos que anunciaban la orden real fueron sustituidos por pasquines vejatorios hacia Esquilache y sus allegados… Y llegó la mañana del Domingo de Ramos… ���� Tras las primeras lluvias de mierda y orines, Don Enrique decidió hacer un alto en la plazuela de San Antón; allí los alguaciles sorprendieron a varios caballeretes pegando pasquines en las paredes. Obligados a deponer su actitud, se procedió a sancionarles según la ley; justo en ése momento un grito enardecido se adueñó de los callejones. ���� -¡Según come el mulo, así caga el culo! –Y a fe mía que así fue. No debió quedar en cuadras, corrales y cagaderos comunales ni un gramo defecado por ser humano o animal. ���� De éste modo la turba nos persiguió hasta la Calle Atocha. A su paso asaltaron un cuartel de fusileros; los soldados, desconcertados ante la pestilente metralla que les caía encima, optaron por abandonar el recinto dejando armas y bagajes a merced de los sublevados. ���� Tanto revuelo se armó, que la noticia acabó por llegar a oídos de Don Carlos; el rey, en un alarde de paternalismo, decidió calmar a sus leales súbditos refrenando el ímpetu de los hombres de armas. ���� Gracias a esto, el martes santo la cosa ya estaba más tranquila. El olor se extendía calle a calle hasta las mismas narices del marqués de Esquilache; el ministro, recluido junto a sus acólitos y allegados, acató desanimado las órdenes del rey. Debía abandonar Madrid por el bien de la paz y la concordia; ya habría tiempo para acometer las necesarias reformas. ���� Fue así como Don Enrique de Siétamo vio diezmados sus honorarios, y desechado su magnífico proyecto de adecentar las calles y costumbres de la capital del reino. ���� Salimos de la ciudad al amanecer del Jueves Santo atravesando el Portillo de Recoletos; junto a una tapia derruida, donde la gente acostumbraba a dejar exvotos milagreros, un zagal apretaba sin zarandajas agarrado con las uñas a las piedras del muro. ���� -Ves, Laercio. Tal zurullo sólo puede responder a algún tipo de irritación estomacal; dado el tamaño y la consistencia podría decir incluso que se debe a un empacho mal llevado. – ¡Lastima de trabajo desbaratado por la ignorancia! ¡Había tanto trabajo por hacer! –Se lamentó mi maestro, al tiempo que hacía restallar el látigo sobre las mulas. Los bichos, excitados por el cambio de ritmo, se vaciaron a conciencia sembrando el empedrado con una fétida ristra de boñigas que quedaron aplastadas bajo las ruedas de la carreta. ���� A lo largo del camino, el hedor que inundaba las calles de la capital se iba difuminando entre los olores de la sierra. Respiré hondo y dejé que mis pulmones se llenaran con los aromas de la primavera. Madrid quedaba lejos. � � ��� � ��� � ��� � |
Eso sii que es una aventura. Al menos cinco de cada cien personas en el mundo sufren el síndrome del intestino irritable. No existe cura ni tratamiento efectivo. Pese a limitar la calidad de vida de los enfermos mucho más que otras enfermedades, gran parte de la comunidad médica la sigue considerando un mal menor. Estadísticamente, es muy posible que uno de los concursantes de esta edición del concurso padezca SII. …………………………………………………………………………………………… La sala de espera de la consulta estaba llena de gente como de costumbre. Pacientes –reales o fingidos- esperaban su turno con tranquilidad; la espera los alejaba de sus quehaceres diarios. Cada diez minutos salía una enfermera de la consulta acompañando a un paciente y recogiendo a otro. El que salía, lo hacía contento con sus recetas nuevas, el que entraba, fingiendo una sonrisa educada. Laura no sabía muy bien como iba a hacerlo. No tenía cita concertada ni ninguna urgencia demostrable. No tenía más que un pequeño regalo para el médico que la había tratado de su dolencia durante casi un año. Decidió acercarse a la puerta y esperar- no más de diez minutos- que la enfermera saliese en busca de un nuevo paciente. Cuando la puerta se abrió se dirigió a ella esbozando la mejor de sus sonrisas. -Perdone ¿Puedo darle esto al doctor? -¡Laura!- exclamó el doctor aparentemente contento levantándose de su silla- ¿Qué haces aquí? Pensé que no te vería más. Pasa mujer. �-Verá, sólo quería traerle un pequeño regalo- dijo mostrándole el paquete mientras se colaba en la consulta- pero no lo abra ahora. Me ruborizaría. El médico cogió el paquete en sus manos mientras sonreía seducido por el gracioso lazo y el olor a perfume que emanaba de la cajita. Parecía que Laura empezaba a entrar en razón y se sintió orgulloso de ello. -¿Estás mejor? -Sí doctor, creo que ahora estoy mucho mejor No siempre había sido tan fácil tratar con Laura. Llegó a la consulta un año antes completamente desmoralizada. Su enfermedad la estaba maltratando, le estaba robando su vida y, a menudo, las visitas terminaban en violentas y acaloradas conversaciones. La enfermedad de Laura la había llevado a dejar multitud de trabajos incompatibles con sus síntomas. Había dejado de salir de su barrio porque los transportes públicos no le ofrecían escapatoria ninguna y sus aficiones se habían visto limitadas a aquellas pocas que se podían desarrollar en el ámbito doméstico. Su círculo habitual de amigos se había visto reducido a aquellos que asumían que Laura no iba a discotecas, que no cogía el tren y mucho menos el autobús. Que no iba a teatros ni a conciertos y que, por supuesto, no iba de copas a ningún local de moda. A sus veinte años, Laura había llegado a dejar la universidad presencial para poder esconderse de su enfermedad. Era normal que se enfadara cada vez que su médico le propusiera otro análisis, otro examen. Durante un año le habían hecho análisis de sangre, practicado ecografías y endoscopias de todos los tipos. También la colonoscopia, que recordaba con dolor y repulsión. Un montón de trámites que los llevaba a una conclusión conocida de antemano. -Laura, padeces el síndrome del intestino irritable. -¿Sii?- preguntó irónica intercalando una hache que nunca debió estar ahí. -Es un trastorno digestivo que encaja con todos tus síntomas. -Doctor- contestó buscando una respuesta calmada.- Sé que tengo SII desde hace mucho tiempo. Lo que yo le pido es una solución. -No hay remedio para el SII Laura. Lo que a ti te pasa tiene una componente psicológica muy importante y deberías… -¡Y una mierda! – lo interrumpió enfadada.- Lo que a mi me pasa no es psicológico. Le aseguro que cuando me cago encima en medio de un supermercado no es psicológico. Le aseguro que yo no me invento esos montones de mierda en mi ropa interior. El silencio se hizo pesado en la consulta y ninguno de los dos sabía por donde retomar la conversación. Parecía claro que no iban a entenderse pero el Doctor sentía que era obligación exponer su punto de vista. -Lo que a ti te pasa son reacciones de tu cuerpo a situaciones de estrés que… -Métase el rollo de la somatización por dónde le quepa doctor-lo interrumpió acalorada.-Le he dicho muchas veces que no responde a ningún patrón, que no me pasa solo cuando estoy nerviosa…- continuó bajando paulatinamente el tono de voz mientras se esforzaba por ahogar los sollozos- me pasa estando tranquila y relajada. Me pasa estando sola en casa o comprando el pan. Nunca avisa… Casi siempre era lo mismo. Empezaba con unos movimientos de las tripas que se revolucionaban en pocos segundos. El corazón se aceleraba provocando sudores y calores. El dolor en el vientre se hacía insoportable y en pocos minutos el esfínter dejaba de ser capaz de controlar la fuente inacabable. Si había conseguido llegar a un retrete a tiempo, el día podía terminar con un mínimo de normalidad. Se pasaba todo el día con las piernas flojas, deshidratada y con dolores de cabeza, pero podía seguir adelante. Había otros días que el lavabo del supermercado estaba ocupado. Días que el camarero del bar no la quería dejar entrar en el baño o días en que el conductor del autobús no estaba dispuesto a dejarla bajar en medio de cualquier sitio. Días en que su casa estaba diez metros demasiado lejos o días en que su jefe se empecinaba en hacer una reunión a una hora equivocada. Esos días los terminaba pasando en la cama, llorando de vergüenza y rabia. Menospreciándose y odiándose a si misma por una enfermedad que algunos médicos seguían considerando fingida. ¡Aquello no era fingido joder! -Pero podemos hacer algunas cosas Laura- siguió del Doctor.- No podemos curar el SII, pero podemos tratar sus síntomas. Podemos probar con algún tranquilizante y algún antiespasmódico. Igual algún antidepresivo… ¿Has pensado en acudir a un psicólogo? Laura se levantó de la silla y salió de la consulta sin contestar más que unos sollozos. Estaba cansada de tantos consejos de gente incapaz de ofrecerle una solución. Estaba claro aquel médico no le servía. Al menos, hasta que pensase en la psicología como una solución. Ese día también lloró sola en su casa. Se pasó horas acurrucada en el sofá, protegida por su vieja manta, hasta que optó por acudir al remedio universal y al escondite siempre disponible: Internet Allí comprendió y tuvo que aceptar que su médico no iba mal encaminado –quizá sin saberlo- y que la ayuda psicológica quizá sería una buena idea. No para curar su enfermedad ni sus síntomas, sino para poder convivir con ella. Multitud de personas aparecían en diversos foros decepcionados con una comunidad médica que no sabía como quitarse de encima un montón de pacientes a los que poco podían ofrecer. Leyendo descubrió que parecía que lo único que les quedaba era empezar a asumir que su vida iba a ser distinta y que no se iban a curar de aquello. Se sintió acompañada durante unos días por la gente anónima de los foros y mejoró. No su enfermedad, que seguía estando ahí, pero sí su estado de ánimo. Fueron unos meses de muchas reflexiones y charlas hasta la madrugada para recuperar las ilusiones enterradas bajo unas siglas que deberían invitar al optimismo. Un día, meses después de su última visita médica, había salido con un chico al cine. Hacía mucho tiempo que no iba a ver una película pero se armó de valor para poder seguir avanzando, seguir mejorando. De poco servían las reflexiones si no se ponían en práctica. Tenía que ser valiente y aquella era una oportunidad perfecta. El chico era muy majo, comprensivo, trabajador, serio… Era una de esas personas que transmitían tranquilidad, como si estuvieran en perfecta armonía con el mundo. Su compañía la tranquilizaba y la hacía sentir como una quinceañera volviendo a coquetear de nuevo. En el cine había conseguido relajarse; superar los nervios de la primera cita. Empezaba a dejarse llevar por la historia cuando las tripas volvieron su baile habitual. No esperó más. No podía. Salió a toda prisa de la sala y corrió al lavabo que en ese cine también estaba cinco metros demasiado lejos. Por la pernera del pantalón empezó a gotear primero y emanar después un pestilente jugo amarillento que se fue oscureciendo a medida que ganaba densidad. Las lágrimas de vergüenza y rabia volvieron a salir tan apresuradas como iba ella camino de su casa. No se atrevió siquiera a mandar un mensaje de despedida al chico que seguía esperando. Estaría mirando la película sin saber nada de lo que pasaba en los pasillos del centro comercial. Cuando Laura llegó a casa se desnudó a toda prisa. Con los ojos hinchados y el maquillaje corrido se metió bajo la ducha caliente para limpiarse como pudo. Gastaba las fuerzas que le quedaban en pegar débiles manotazos cargados de ira a las paredes y ahogar gritos de impotencia. Aquello era su enfermedad y aquella era su vida. Durante los días siguientes tocó fondo. No se sentía con fuerzas de salir de casa ni mucho menos, de devolver las llamadas del pobre chico. Empezó a escribir un pequeño diario como desahogo, para poder contarle a alguien que era aquello por lo que estaba pasando. Era una práctica muy habitual en la gente del foro. Algunos tenían su blog (sin bloc de notas, chicos) pero ella prefería el papel y el lápiz. Le resultó ser una muy buena terapia escribir porque significaba reflexionar cada palabra que ponía. Volver a la normalidad no fue fácil. El primer día que usó pañales para acudir a una entrevista de trabajo lloró durante toda la noche. Se sintió derrotada por su enfermedad. Creía haber recurrido a aquella solución por su incapacidad de controlar algo que ya debería saber que no podía controlar. No tardó en acudir a un psicólogo. El objetivo nunca fue curarse. Solo quería aprender a convivir con una enfermedad que la estaba destrozando. No pretendía acabar con nada más que con la tristeza que empezaba a asfixiarla. Fue lento, y duro. Hablaron de todo y en pocas semanas las conversaciones terminaron derivando en el doctor que la había tratado. El psicólogo de Laura no conseguía entender el rencor que parecía tenerle. Aquel médico no tenia la culpa de que ella sufriera una enfermedad sin cura. -Pero debería ser capaz de entender lo que se pasa con una enfermedad como la mía. Debería acompañar al paciente… -¿Y como lo hará si nadie se lo explica? -¿Esta diciendo que es culpa mía? -No digo que sea culpa tuya. Digo que puedes ser parte de la solución. -¿Seguro? ¿Cómo?- preguntó Laura incrédula. -Explícale todo lo que has pasado, como te has sentido. Explícale todo lo que me has explicado a mí. Igual es bueno que tenga la misma información que tengo yo. Creo que puede ser bueno para el y, por supuesto, bueno para ti. -¿Y como le explico todo? ¿De donde saco el tiempo? No me dedicará las horas que necesitaría -Me parece que ese diario que has escrito seria un bonito regalo. |
OJALÁ ESTÉN DEBAJO Tracey Kapoor estaba sorprendida de sí misma, se encontraba a gusto en ese plató de televisión. La presentadora cada vez ponía caras más raras: --------------------------------- -A ver, Serafín, concentración, no aflojes ahora, día tras día durante dos años preparando este acontecimiento..., por supuesto que lo principal son mis obras pero no por ello quiero dejar de atar todos los cabos y al principio es fundamental que se atiborren de canapés y champán, compra todo de calidad, sino es imposible, habla con los camareros, que no paren de dar vueltas con las bandejas, y la decoración..., no les dejes solos a los del museo, ya sabes lo que me ha costado que montasen la exposición como yo quería, son unos inútiles..., y aún quedan por terminar la entrada, el vestíbulo y el bar, piensa que los asistentes van a tener que esperar hasta las ocho..., ya le he explicado al jefe de mantenimiento que han de quedar ostentosos, casi ridículos..., pero este hombre es imbécil y seguro que hace una chapuza, ¡no lo permitas, Serafín, aunque le tengas que meter dos hostias!... No te haces una idea de cómo ansío que llegue el viernes y poner el punto y final..., no me mires así..., ya sé que no estás de acuerdo, que no te parece que la mierda tenga nada que ver con la exposición, pero... Bueno, no nos desviemos del asunto, a lo que vamos, Serafín, hay que darlo todo en estas jornadas finales... Esto va a estar lleno... -------------------------------- En el Museo de Arte Contemporáneo la tensión se sentía en cada rincón. Sin embargo, visto desde fuera, era una noche magnífica, y todo estaba saliendo a las mil maravillas. Muchos de los presentes, sobre todo los críticos más distinguidos, se sorprendían de tanta afluencia, después de todo Tracey Kapoor había dejado de estar en la cumbre hacía mucho tiempo. Una docena de camareros no paraban de pulular con los aperitivos y todos los asistentes charlaban acaloradamente mientras sujetaban estoicamente sus copas doradas. El reloj colgado en la puerta de entrada a la exposición parecía no querer dar las ocho. Los últimos minutos fueron de tremenda emoción, incluso los enemigos de Tracey Kapoor estaban asombrados y se preguntaban cómo aquella artista había conseguido crear esa expectación; “por suerte”, pensaban, “esto no ha hecho más que comenzar, no va a ser capaz de mantener este ritmo”. En ese momento, todos esos especialistas en arte recordaban nuevamente la decepción causada por los últimos trabajos de Tracey Kapoor, tanta decepción como para que la artista (en un acto desesperado por atraer la atención según los críticos) prometiese mediante un comunicado de prensa que si su próxima exposición, a presentar dos años después, no emocionaba sin paliativos se retiraría del mundo del arte. ----------------------------------- Una vez dentro de la sala de muestras del museo, a todos, absolutamente a todos, una obra les llamó la atención por encima de las demás, aunque realmente a casi nadie le había gustado y eran mayoría quienes la consideraban fuera de lugar. Se trataba de una estrecha escalera de metacrilato, sin barandillas, que llegaba hasta una plataforma sujeta con tirantes anclados en las vigas del techo en cuyo centro dominaba un aro de bordes gruesos hecho en bronce. ------------------------------------ Tracey Kapoor se había cortado el pelo al rape. Con maquillaje había ocultado su lunar de la mejilla izquierda y su cicatriz en la barbilla. Se había vestido de manera muy simple. También llevaba unas gafas muy aparatosas. Y un cuaderno. Suponía que no era muy original camuflarse entre los asistentes, pero necesitaba estar en la sala, recorrer cada espacio ahora que vibraba por el tumulto de las conversaciones. Había trabajado en sus esculturas, pinturas e instalaciones con la misma entrega que cuando empezó, la misma entrega que puso siempre y que las eminencias del arte sólo quisieron ver cuando les convino, enfrentándola con su público primero y finalmente cercenando toda relación. Tracey Kapoor consiguió, dos años atrás, salir del pozo en que sus continuos fracasos le habían conducido tras tocar la gloria como artista, poniéndose a tiro de críticos, especialistas, marchantes y galeristas, incluso del público en general, mediante el comunicado de prensa; materializó ese duelo que tantas veces se había imaginado ya que sabía que no se atreverían a disparar, en el fondo todos aquellas ratas del arte la necesitaban..., si sus obras estaban a la altura (y lo iban a estar) triunfaría de nuevo, no podía ser de otra manera, y sin embargo, mientras trabajaba en su estudio, día tras día, el vacío se fue haciendo cada vez mayor y muy pronto se vio al borde del abismo... Trató por todos los medios de reconstruir su mundo pero cada paso en esa dirección era mentira y sin embargo cada paso en pos del abismo era verdad. Su carrera como artista debía finalizar. Y lo haría con algo inolvidable. Por aquel entonces, Serafín creyó que su amiga había elegido suicidarse en público. Tirándose al vacío. Ahora se reía recordando tales pensamientos. ------------------------------ De repente, algunos de los asistentes empezaron a lanzar exclamaciones, pues una mujer se estaba quitando la ropa y luego, totalmente desnuda, se ponía a caminar con paso firme hacia una de esas salidas con la pegatina de 'Sólo personal autorizado' mientras en voz alta leía dos versos rodeada de personas asombradas. “No es difícil darnos cuenta de que vamos a morir ------------------------------ -Si, estoy nerviosa, bueno, aterrada, ¡has visto cuánta gente, cuántos periodistas, fotógrafos, cámaras!..., sé que es una locura, pero no puedo no hacerlo, han venido todos esos cabrones que dictaminan qué es arte y qué no lo es y quiero decirles lo más fuerte que puedo que me cago en todos ellos y sin embargo comprendo lo que me dices, Serafín, y seguramente tienes razón pero no puedo rajarme ahora, esta exposición, mi propia carrera artística, no está completa sin final. -------------------------- Cuando la artista regresó, la expectación era total, aquellos dos crípticos versos habían desatado los cerebros de todos y muchos ya se estaban oliendo lo peor. A Tracey Kapoor lo único que le sorprendió aquella noche fue la facilidad pasmosa con que crearon como un solo organismo un pasillo hasta la escalera de metacrilato. Los críticos y especialistas en arte no daban crédito (“a qué viene esto, qué tiene que ver con el resto de la exposición, se ha vuelto loca...”) mientras observaban a Tracey Kapoor subir por la escalera sin dejar de mirar al cuaderno, y ahora recitando otros dos versos. Muchos de los asistentes empezaron a temer que la artista se cayese, aquella plataforma estaba a unos seis metros de altura y aunque toda la estructura parecía segura se movía un poco. De todas maneras la tensión era tal que nada más importaba, tan sólo el vaivén de su cuerpo, los senos, la cara, las manos, los pies... “lo difícil es aceptar ese vacío Los fotógrafos y los cámaras empezaron a copar las mejores posiciones. Los marchantes y galeristas se reían mientras se acercaban para ver con más claridad. Cuando Tracey Kapoor llegó al aro de bronce se sentó dejando bien visibles sus glúteos y sus genitales, por supuesto también fueron muchos los morbosos que se aproximaron para contemplar lo más cerca posible el coño y el ano de la artista, abiertos... Entonces, Tracey Kapoor pasó una página del cuaderno y ajena a tantas cabezas levantadas continuó recitando: “no volvamos la cara cuando la realidad
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RATA DE CLOACA Hace años había una rata en las cloacas de una gran ciudad que era más lista que ninguna otra. Su inteligencia le servía para llevar una vida lo más llevadera posible. Era parda, tenía grandes bigotes y una cola muy fina. En casi todas las épocas del año tenía crías que cuidar. Para conseguir alimentos –tanto para ella como para sus hijos, cuando dejaba de amamantarles- acudía cada mañana a una rendija que daba a un mercado, la cual estaba en el suelo, aunque para ella estaba en su techo, el de la cloaca. Allí aprendió la rata todo cuanto supo de los seres humanos, pues pasó, aun saciada, muchos ratos contemplando sus vidas. La rendija estaba junto a una carnicería. Siempre caían desperdicios al suelo. Los que quedaban en la hendidura eran cogidos por la rata sin que prácticamente nunca ninguna clienta ni la misma carnicera repararan en ello. Parte de esos desperdicios se los comía allí mismo, mientras que otros –la mayor parte- los llevaba al nido para dárselos a sus crías. El nido estaba horadado en una pared, abajo, en un rincón. Los domingos y otros días festivos el mercado cerraba, por lo que la rata quedaba sin desperdicios cárnicos que llevarse a la boca y a la de sus pequeños. Entonces, esos días, lo que ingerían era excrementos que caían continuamente por las tuberías que daban a la cloaca. Esos festivos la rata disponía de muchos ratos libres. Así que aprovechaba y se limpiaba. Aunque resulte sorprendente, dedicaba mucho tiempo a asearse. Lo hacía con esmero: con sus dos patas delanteras se quitaba la suciedad de la cabeza, del cuello y de la nuca; se doblaba por la mitad para llegar a todo el vientre, y con los dientes se peinaba el pelo. Los festivos también los aprovechaba para acudir al viejo almacén de una bodega que había en el mercado. Llegaba a aquél yendo por una pequeñita galería que había sido construida por generaciones de ratas anteriores a la suya. Daba a parar a una esquina en el suelo, tras unas estanterías repletas de refrescos en latas. Sobre éstas orinó en muchas ocasiones la rata. Sin ella saberlo, murieron algunos vecinos del barrio tras beber de esas latas de superficie que se lleva a la boca envenenada por el orín ratuno.� Esto tampoco lo supieron nunca los humanos. De lo contrario, la bodega habría sido clausurada. Después del festivo siempre llegaba el día laborable, la jornada en la que aquel almacén volvía a tener presencia humana. Por esta razón, la rata sólo lo visitaba los días de guardar. Con el día laborable volvía la rutina. Ésta sólo quedaba rota cuando aparecía por la cloaca un grupo de hombres –serían cuatro o cinco, no más- vestidos de azul y con grandes botas negras, y que se dedicaban a limpiar y desatascar tuberías. Cuando los divisaba, la rata ponía pies en polvorosa. A veces conseguía refugiarse en su nido, pero en otras se veía obligada a correr hacia otros lugares, saliendo siempre airosa. Hasta que un día no logró huir. Fue capturada por uno de los hombres de azul. Al principio, la rata se puso muy nerviosa e intentó escabullirse. Pero no pudo, pues aquel hombre, que era fuertote y moreno, la tenía bien agarrada. A continuación, le acarició la cabecita. El hombre se la llevó para afuera. La rata, al salir en sus manos, quedó cegada por la luz solar. Se acostumbró enseguida a ella, pensando que el hombre la estaba adoptando, que la llevaba con él para tenerla como mascota. Había visto como los humanos tenían perros que llevaban con correas. En el viaje de camino al hogar la rata estuvo en el bolsillo de la chaqueta del hombre –conduciendo éste una motocicleta- junto a su pecho, con la cabeza afuera. Recordó que en ese momento no tenía crías que cuidar. La brisa le apaciguaba el espíritu. Se dio cuenta de que a partir de aquel día no iba a tener que rebanarse los sesos para conseguir comida ni por nada. Iba a retirarse para los restos.� Cuando llegaron a la casa, al entrar en el salón, la rata se puso rígida y contrajo el hociquito al observar que, encima de un mueble de color negro, había un terrario con una gorda y larga serpiente.� � |
AMIGAS Margarita salió de la cocina con la tetera humeante. Rodeando la mesa del salón y bajo la cálida luz que entraba por los ventanales las amigas conversaban animadas. Margarita servía el té con aire distraído y asintió con una sonrisa el elogio de su amiga. Había puesto mucho esmero entre aquellas cuatro paredes, sabía que todos los detalles estaban a prueba de� la pericia de Lilí, los muebles caoba replicas de Luis XV, los adornos de plata, los bordados a mano� y el eclecticismo propio de las mejores casas inglesas del siglo XIX habían sido su pasión durante años. Hoy las había reunido por un motivo diferente y no era precisamente hacer envidiable su vida. Margarita se sentó silenciosa en un rincón del gran sofá. Cogía sus manos moviendo los dedos con nerviosismo. No sabía cómo empezar pero su angustia de las últimas semanas certificaba que necesitaba compartir con sus amigas aquello que más celosamente había guardado durante estos años. Así que en medio de un silencio prolongado, en el que todas las amigas se miraban y sonreían mientras degustaban las pastas, Marga no pudo más y comenzó a sollozar. Marga en un hilo de sollozos y palabras y de manera casi automática (porque había ensayado esas palabras durante semanas), comenzó a relatar su secreto: -Mi matrimonio es muy aburrido, la verdad, llevo todo el tiempo dedicada a su familia poniendo mucho esmero y haciendo lo que se espera de mí para quedar bien, pero dentro llevo una mujer� llena de pasión, llena de fantasías que no puedo contener, tengo algo...algo... que me gusta hacer desde hace tiempo y es que me gusta mucho.... comer.... caca, ¡la caca de mi marido! Y me masturbo haciéndolo. Llevo� años así ¡Por supuesto sin que él se de cuenta! Y ahora quiero confesárselo, compartirlo, pero me da muchísimo miedo que no lo entienda y piense que estoy loca y que vosotras también lo penséis-, agudizó el llanto y hundió la cabeza entre los brazos de Sofi. Las amigas se quedaron duras, estacadas en sus asientos y no se atrevieron siquiera a mirarse. Sumidas en el asombro absoluto de lo que acababan de oír. Las tres con los ojos enormes, las cejas levantadas y los semblantes tiesos. Lilí sostenía la taza de té todavía en el aire. Sofi cesó de acariciar el pelo de Marga. La única que se movió fue Federica para llevarse una mano a la boca. El silencio se hizo cada vez más pesado y el sollozo de Margarita cada vez más sentido. La que se atrevió a romper el hielo fue Lilí: -Marga, criatura de Dios -Federica pudo por fin articular las palabras, con dulzura, como si de una revelación se tratase- los� niñitos y los perros comen de todo y nunca les pasa nada, porque Dios� los protege. Que su misericordioso amor te bendiga como a ellos y te ayude a encontrar el camino hacia Él. Porque Él es la única verdad y sabe bien por qué hace las cosas.- quedó callada y con los ojos perdidos en el horizonte de la pared empapelada de florecillas rojas. Satisfecha por su intervención. …............................................................................................................................................ Marga sonreía satisfecha. Finalmente había sido una buena idea contarle a sus amigas. Casi no podía contener la excitación de verlo llegar y comer juntos, y todo sin arriesgar su matrimonio. |
¡NO QUIERO IRME! Otra tarde más que David volvía a casa derrotado. Ese día se cumplía su sexto mes sin encontrar trabajo. “¿Cómo un químico como él, con su experiencia, edad y conocimientos, no podía encontrar trabajo en el país con mayor potencial económico del mundo?” Estas y otras muchas preguntas sin contestación, pasaban por la malhumorada y abatida mente de aquel hombre de cuarenta años. Al llegar a casa, abrió sigilosamente la puerta para que su mujer, si ya hubiese llegado, no le viera tan hundido y desesperado. Con mucho cuidado pasó por la entornada puerta del salón cuando la oyó hablar. --No estoy de acuerdo contigo, mamá, David sale todas las mañanas muy temprano y vuelve casi anochecido, intentando encontrar trabajo --Lo sé, hija, pero si el inepto de tu marido no se hubiese enfrentado a su jefe, ahora no tendríamos que estar viviendo de mi jubilación y tú, mi hija, de camarera para poder entrar algo de dinero en esta casa. Perdóname que te lo diga una y cien veces, tu marido no tiene lo que hay que tener para encontrar algo, porque lo poco que tenía, lo malgastó enfrentándose estúpidamente a su jefe. Tenemos que ser realistas. --¡Pero yo no sé que hacer, mamá! --Tú le debes poner las cosas muy claritas. O encuentra trabajo ya, o se va a vivir a otro lado. David no quiso oír nada más y, aun más hundido y furioso, bajó las escaleras hasta el sótano. Allí se encerró. Sentado en una silla se quedó pensativo. Tiempo después, levantándose, se acercó a su pequeño laboratorio y comenzó a trabajar sin hacer el menor ruido. Nada le dijo su mujer cuando aquella noche entró en el dormitorio. Se acostó y poco después dormía profundamente. Se levantó el primero, fue a la cocina y se preparó un vaso de leche. Poco después entró su suegra. --Buenos días, Judith. Siéntate y te acerco una taza de café cargado, como te gusta –le ofreció amablemente David. Al instante le ponía sobre la mesa una humeante taza de café –No me entretengo mucho, esta mañana tengo una entrevista en Químicas Golden a primera hora –y sin esperar respuesta salió de la cocina. Caminaba por la calle sin rumbo, acercándose al parque central, pero en su cara se notaba un gesto de preocupación y al encontrar un banco solitario, se sentó en él. De pronto se irguió nerviosamente. Metió la mano en su bolsillo y al encontrar algo, respiró profundamente. Se levantó y, tranquilamente, se acercó al gran lago. Allí miró en todos los sentidos y cogiendo un pequeño tubito que tenía en el bolsillo, le quitó el tapón y lanzó el tubito al agua, bien dentro. Después caminó para salir del parque y al pasar por un contenedor tiró el tapón, justo en el momento que sonaba su móvil. --Dime Helen. --¡David, corre, ven a casa. Mamá está muy mal. He llamado a una ambulancia. Corre! Cuando llegó, agotado por el esfuerzo, la ambulancia salía con la sirena conectada, pero nada pudieron hacer; al llegar al hospital Judith había muerto. Toda la tristeza de aquella muerte se agravó con la información del hospital. Había que dar parte a la policía y hacerle la autopsia al cadáver. La muerte había ocurrido en extrañas circunstancias. Dos meses de preguntas, búsqueda de “algo” que pudiese aclarar la muerte, pero nada les informaban. David vivía en un continuo sobresalto; además, había sido seleccionado con otro candidato para una entrevista final. Fue dura, larga y profunda, pero él sabía que cuanto más tiempo durase más posibilidades tenía. Le pidieron que volviese aquella misma tarde para terminar y decidir. Sus nervios estaban al máximo, su tensión arterial subía mucho de lo normal y para estar muy despierto aquella última etapa, entró en una cafetería y sin comer nada se tomó dos tazas de café denso y negro. Con tiempo, pero con paso rápido, se acercó al edificio de la empresa. Le dolía su pierna izquierda. Justo al entrar en el edificio, vio como el entrevistador, con su mano sobre el hombro de su contrincante, entraba en el ascensor. Algo se rompió en su interior; sintió un fuerte dolor en su pecho y parándose en seco, perdió la vista y cayó al suelo. --“Vaya, vaya, vaya, si es mi yerno” –oyó como en un susurro al mismo tiempo que su vista comenzaba a definir todo lo que le rodeaba. Un gran espacio vacío, con un fondo nebuloso y claro en cuyo centro empezó a perfilarse la figura de su “querida” suegra –“Te esperaba con impaciencia, querido. ¿Qué tal el viaje?” Horrorizado ante la aparición, David no puedo evitar un grito de desesperación --“¡Dios mío, esto no puede ser cierto! ¡Otra vez no!” –e intentó volverse de espaldas a la visión y salir corriendo, pero nada se movía. La mirada sonriente y apacible de Judith seguía observándole con atención. --“Esta vez no creo que puedas alterar lo natural, querido. A todo cerdo le llega su San Martín. ¿Sabes? Los que mandan por estos lares me han designado tu instructora y nada más termines de pasar a este lado empezaremos tu preparación. Je, je. ¿Te parece bien?” A David, al oír aquellas palabras, empezaron a tensársele todos los músculos y un terrible espasmo sacudió todo su cuerpo. --“¡Noooo, Dios mío. Aquello lo hice en defensa de mi matrimonio y ella ya nada tenía que hacer en el mundo!” –Reuniendo todas sus fuerzas, puso su cuerpo en tensión –“¡No quiero irme, debo quedarme para cuidar de Helen; ella me necesita” –y sintió una fuerte descarga que le conmocionó. De nuevo otra descarga y esta vez la imagen se fue difuminando lentamente, hasta desaparecer y quedar en absoluta oscuridad. Desconocidos ruidos comenzaron a sonar en sus oídos y sintió extraños movimientos en su pecho. --Creo que lo hemos recuperado. Vamos a seguir con la implantación del by-pass. Anestesista, súbale un poco la dosis; tiene los músculos algo contraídos; se está despertando. Así lo hizo y poco después, David estaba totalmente�dormido. |
LA COLINA MÁGICA
-Yo, yo… la he visto priii…primero –se esforzó en decir ella. Acabaron cayendo entre la basura, sin soltar la bolsa y dándose patadas. De repente, quedaron quietos, como hipnotizados por el repentino sol que asomó tras una nube gris oscura. Después empezaron a echarse encima las basuras. Al final, adornaron sus cabezas con mondaduras de naranjas, plátanos, peras y manzanas, como quien se cubre de serpentinas en carnaval, sin dejar de reír y saltar. Agotados, cruzaron huidizas miradas, cargadas de olvidadas emociones. El chico, apretando fuerte entre sus manos la bolsa de carne, y mostrando sus dientes desiguales y amarillentos tras dos rayas de labios resecos, propuso: -Bueno, si te portas bien conmigo te doy la mitad de la carne. Frente a frente, el chico la fue desnudando con su mirada. La chica notó algo en el estómago que la hacía temblar de alegría, y él ganas de acercarse a ella, de sonreírle, de tocarla, de amasar sus pocas carnes entre sus dedos. -Chica, no quiero hacerte daño, pero llevo años sin…, ya sabes, y comiendo muy mal. Se miraron fijamente a los ojos, con muecas de simpatía. Ella se puso colorada y las pupilas del chico chispearon. Con pasos y gestos torpes, recogieron lo necesario para la cabaña. Pasaron todo el día atareados. A mediodía, asaron la carne quemando maderas, y se chuparon hasta las palmas de las manos. Al anochecer, terminaron de construir la cabaña. Después se tomaron los últimos trozos de carne, junto a la fruta y varios restos de vino encontrados en bricks. Acalorados y medio borrachos, se desprendieron de sus ropas. Se tumbaron encima de trapos raídos, que colocaron sobre un cartón que habían puesto sobre la tierra y bajo la pequeña cabaña, al borde del vertedero. El chico aseguró que al día siguiente iría en busca de sus cosas y vivirían juntos allí, en la ladera de la colina. -Es que es má..má…gica, ¿a que sí? –sonrió la chica. Se abrazó al chico. Se olfatearon con deleite. El chico empezó a besarla y ella a responderle con pasión. Aquella noche, los dos solitarios se tumbaron protegidos por la noche nublada y calurosa, algunos cartones y la colina de basura. El hedor ambiental y de sus cuerpos excitaba sus sentidos, exteriorizándolos en forma de una especie de aullidos crecientes que culminaron en un largo suspiro, entre sudores. Entretanto, iban sintiendo sus tripas revueltas. Tras utilizarse uno al otro como inodoro, hilarantes, y decorar sus cuerpos con sus respectivos excrementos y la sangre de ella, se dijeron: -Chica, tú eres mi reina. Enlazaron sus cuerpos de nuevo, como dos tanguistas en plena actuación. Bajo los efectos del vino y la pasión, quedaron profundamente dormidos. Sus torsos, dedos y vientres mostraban dibujos de formas muy personales, donde abundaban los tonos marrones y granate. Parecía como si aquellos dedos y mentes, aparentemente torpes, perteneciesen a dos artistas del tatuaje. De súbito, se hizo un gran silencio. Todo parecía en calma. Aquel primer amanecer, los chicos no escucharon la repentina llegada de un camión, ni los pasos de varios hombres cargando unos bidones. En su primer amanecer, debieron pensar que el líquido que les caía sobre el cuerpo, a través de los cartones empapados, era la lluvia que necesitaban para refrescarse, si es que se dieron cuenta de ello entre sueños. En su primer amanecer, el fuego se llevó entre sus llamas los cuerpos enroscados y las pasiones e ilusiones de ambos, junto a la ladera de la colina de basura. En su primer amanecer, cuando los basureros controlaban el incendio para que no se extendiera por los alrededores y sin darse cuenta de la presencia de la pareja bajo los cartones, las carnes, pieles, dibujos de sus cuerpos, esqueletos y la cabaña se fueron transformando, junto a la colina, en volutas llevadas por el repentino aire entre la densa humareda de un amanecer tórrido. Ese mismo día, la prensa local daba la noticia: Los basureros habían iniciado la quema del vertedero para dejar libre esa parcela y alrededores, con el fin de construir una urbanización, un campo de golf y un hotel de lujo en su lugar, que daría grandes beneficios y belleza al pueblo. El vertedero sería llevado a varios kilómetros lejos de allí, para evitar el mal olor que se agudizaba en verano y tanto molestaba a los habitantes de la creciente urbe. |
El dedo índice. Yo creo, doctor, que toda la culpa la tiene mi abuela. Y no es porque mi abuela fuese una mala influencia o no nos quisiese, sino, más bien, todo lo contrario: nos quería demasiado, se jactaba de querernos más que nadie, de estar dispuesta a hacer por nosotros cualquier cosa. Mi madre siempre bromeaba con ella al respecto, así que supongo que mi abuela simplemente quiso cerrarle la boca de una vez por todas. Yo empecé con esto en esa época de la vida en la que todo es nuevo y excitante, sobre todo lo prohibido, lo mal visto. Ya hacía días que la idea me rondaba la cabeza pero me fallaba el valor. Hasta que conseguí reunir todo el que necesitaba. Elegí un día que estaba sólo en casa, me encerré en el lavabo y, finalmente, lo probé. Tengo un recuerdo especialmente nítido de aquel momento: yo estaba de rodillas delante de la taza del retrete, con los pantalones bajados hasta los tobillos, con mi dedo índice alzado y dispuesto, nervioso pero convencido. En aquel momento me acordé de mi abuela: durante una de sus apasionadas bravatas en las que ensalzaba su amor a sus nietos, mi madre la retó a que, ya que nos quería tanto, probase las recientes deposiciones con las que mi hermano pequeño había manchado sus pañales. Mi abuela se calló y la miró un segundo, transcurrido el cual, hundió su dedo índice en la masa y, sin dudarlo, se lo llevó a la boca. Pues bien, yo aquel día hice mismo. Pero no fue un acto de amor, como el suyo. Fue un acto de rebeldía. Al principio, me dio asco pero, luego, acabó gustándome, para qué voy a negarlo. De hecho lo repetí varias veces. De hecho sigo haciéndolo, y por eso es por lo que estoy aquí, doctor. Para que me ayude con mi problema. Pero sigamos con la historia. Durante un tiempo, usé mi dedo índice cada vez que tuve ocasión, con ese entusiasmo que tiene la juventud con todo lo que le gusta y del que carece para todo lo que se le impone. Pero pronto, se volvió monótono, siempre era lo mismo. Era hora de buscar nuevas experiencias. Ocurrió un día, casi por accidente. Fue en una fiesta, en casa de un amigo. Llevábamos toda la tarde bebiendo y riendo, lo estábamos pasando genial. Debo decir que estaba un poco borracho, supongo que eso contribuyó un poco. En una de las veces que fui al lavabo, alguien había ido antes que yo. No voy a entrar en detalles, doctor, pero, como usted bien sabrá, la escobilla no es un utensilio que todo el mundo parezca saber utilizar correctamente así que... allí estaba. La idea se instaló en mi mente, disipando en parte, sólo en parte, todo hay que decirlo, la cogorza que llevaba encima. Dudé un instante, me agaché, extendí mi dedo índice y... ¿Hace falta que siga? No, ¿verdad? Debo decir que aquella vez sí me dio un poco de asco aunque, recapacitando después, la mezcla de singularidad, osadía y falta de escrúpulos de aquel acto me producían una excitación tan fuerte como difícil de explicar para quien no lo ha experimentado. Por supuesto, lo volví a repetir. De hecho, fue como si alguien hubiese dado el pistoletazo de salida y yo me encontrase, de pronto, corriendo una carrera loca y desenfrenada en los lavabos de mis amistades y familiares. Experimenté todo lo que pude ya que no siempre las condiciones eran las más propicias, empecé a frecuentar más los hogares cuya higiene fuese, digamos, menos pulida, que no se preocupasen tanto por los detalles. Aquella inquietud cada vez que visitaba el baño ajeno por saber qué podría encontrarme (de hecho, si me encontraría algo) añadía un punto de suspense a mis actos que los hacía más excitantes. Pero tampoco aquello duró demasiado: mi espíritu es inconformista y voraz y pronto la novedad se esfumó. Entonces, decidí subir un nivel más. ¿Se ha fijado alguna vez (supongo que sí, salta a la vista) en la habitual falta de pulcritud de los baños públicos? Centros comerciales, bares, restaurantes, instalaciones deportivas... Nadie se preocupa por mantenerlos limpios constantemente, ni los empleados ni la gente que los usa, que está de paso. Nadie cumple la máxima: “déjelos tal y como a usted le gustaría encontrarlos”. ¡Son perfectos! Créame, doctor, si le digo que mi dedo y yo hemos vivido grandes momentos en estos lugares. Sí, sí, no me mire con esa cara, ya sé que pensará que estoy enfermo pero si se decidiese a probar lo que le digo, seguro que cambiaría de opinión. El caso es que llevo muchos años recorriendo la geografía europea (soy comercial de maquinaria industrial y mi trabajo me hace viajar mucho, con lo que he visitado infinidad de retretes. ¡Podría, perfectamente, hacer la guía Michelin de grandes lavabos de restaurantes y cafeterías!) Pero últimamente, he notado que la gente me rehúye un poco, que mantienen las distancias. Al principio, temí que alguien hubiese descubierto mi afición. No es que me avergüence, ni mucho menos, pero creo que cada uno tiene que tener un espacio para su intimidad. Además, la imagen en mi profesión lo es todo, no puede haber nada en mi aspecto que sea desagradable para un potencial cliente. ¡No quiero ni imaginar qué pasaría si alguno supiese lo que hago en los lavabos de sus fábricas después de cerrar los tratos! Por eso acudo a usted, doctor, porque creo que ya sé cual es el problema y, a juzgar por la cara que puso usted nada más empezar yo a hablar, pienso que estoy en lo cierto. ¿Puede usted recetarme algo que sea eficaz, pero que muy eficaz, contra el mal aliento? |
El Coleccionista
Me parece adecuado advertirle, querido lector, que la historia que voy a relatarle a continuacin no es una historia agradable. De hecho, por su cruda naturaleza, ha sido relegada a los anaqueles perdidos de la memoria de tan slo unos pocos hombres entre los que me encuentro. Por eso precisamente, he querido rescatar de mis recuerdos la historia de Manfred Sterling; el hombre que lleg a ser considerado el mayor coleccionista de la historia.
Sterling naci en los aos treinta en un barrio miserable y perdido de Brooklyn. Descendiente de una familia alemana emigrada a EEUU en los aos veinte, sufri en sus carnes infantes los rigores de la depresin. Su madre, viuda al poco de nacer l, fue su nico referente familiar durante estos primeros aos, convirtindose en quien marcara su posterior obsesin coleccionista.
A pesar de que no todos los bigrafos se ponen de acuerdo en las fechas, lo cierto es que, con tan slo cinco aos, su madre le mostr el que sera el primer objeto de su coleccin; un frasco de formol en el que haba conservado su cordn umbilical y algunos fragmentos de la placenta. Aunque la visin de aquellos tejidos humanos, parduzcos y apergaminados, deberan haber provocado repulsin y cierto asco en cualquier nio de su edad, a Sterling le causaron una gran curiosidad y fascinacin. En algunas cartas, rescatadas de su coleccin particular, relata aquel momento como el instante en que la idea de su peculiar coleccin tom forma.
Slo unos meses despus, los dientes de leche comenzaron a carsele al joven Sterling y ste decidi recoger todas y cada una de aquellas piezas dentales nacaradas. Las guard con sumo cuidado en pequeos recipientes de cristal, en los que apunt con precisin la fecha y hora exactas de cada cada dental.
Tras este primer episodio coleccionista, sabemos que se dedic a sus estudios como cualquier nio normal. Era aplicado y eficiente, aunque tmido y retrado en sus relaciones sociales. A penas hay constancia de amigos o pertenencia a bandas infantiles o juveniles.
Con doce aos, tras reunir cromos, chapas y bolas de cristal, su espritu inquieto se despert de nuevo. Con curiosidad infinita, decidi buscar en su propio cuerpo una nueva fuente para su aficin coleccionista, tal y como hiciese con sus piezas dentales, encontrndola en sus propias uas. Aquellas pequeas tiras semitransparentes con forma de media luna, se convirtieron en un nuevo icono coleccionista, guardndolas cuidadosamente en impolutos recipientes cristalinos.
Poco ms conocemos de su biografa hasta la edad adulta. Sabemos que curs estudios de Bibliotecario Documentalista y que trabaj en la famosa librera de los hermanos Cotton en Maryland. No hay constancia de nuevas colecciones en esa poca, hasta que un nuevo suceso vino a conmocionar su existencia: la muerte de su madre, dando lugar a uno de los primeros sucesos que podramos calificar de geniales, pero tambin como los primeros indicios de que algo andaba mal. Durante el funeral de su madre, Sterling utiliz un pequeo tubo de ensayo con tapn de goma para recoger cada una de las lgrimas que derram por la muerte de su progenitora. Desde ese da fue recogiendo todas sus lgrimas, inventando, incluso, un sistema de almacenamiento refrigerado que aseguraba su conservacin en estado lquido sin evaporacin alguna.
Dio as comienzo a lo que algunos han llamado su periodo de iluminacin. Sterling comenz una escalada de recoleccin de nuevos productos generados por su propio cuerpo. Tras las lgrimas, le lleg el turno al pelo, que extraa cuidadosamente de las sbanas, peines o de sus propias ropas. Despus comenz a recoger sus orines e incluso las heces, con mtodos de su propia invencin que siempre fue reacio a revelar.
Tres aos despus, el volumen de su coleccin era tan vasto, que se hizo necesario adquirir un local de grandes dimensiones, por lo que adquiri un enorme edificio del Distrito de Columbia, hoy desaparecido y muy difcil de ubicar dado su triste final. Se trataba de un colosal almacn en el que Sterling gast todos sus ahorros.
El local fue abierto al pblico una semana de septiembre cuando Sterling rondaba los cuarenta aos de edad. En largos anaqueles se encontraban perfectamente alineados, en preciso orden cronolgico, todos los productos generados por su propio cuerpo en los ltimos diez aos, incluyendo dos enormes tanques transparentes mantenidos a la temperatura del cuerpo humano, que mostraban, a los asombrados espectadores, el orn y las heces producidos por el cuerpo de Sterling.
El mundo contuvo la respiracin, mientras los medios de comunicacin anunciaban que Sterling haba concebido y llevado a cabo el mayor proyecto artstico y coleccionista de la historia. Se trataba, segn lleg a comentarse, de la exposicin y coleccin definitiva; el interior del propio hombre expuesto con absoluta crudeza y realismo.
El xito fue fulgurante y apotesico. Sterling fue llamado por los ms prestigiosos museos e instituciones a nivel mundial, iniciando un periodo de giras incesantes, entre grandes medidas de seguridad, sin que Sterling dejase de incrementar su coleccin pues, como l mismo deca, siempre estara necesariamente incompleta.
Tras cinco aos de deambular itinerante por todo el mundo, Sterling volvi a EEUU y su coleccin recab de nuevo en su edificio del Distrito de Columbia. Fue entonces cuando comenz su periodo oscuro, desapareciendo de la vida pblica y recluyndose en una mansin que se hizo construir adyacente al museo. En los aos siguientes, slo hizo una leve aparicin pblica, plido y desmejorado, para anunciar que estaba trabajando en un proyecto que completara definitivamente su coleccin.
Cuando Sterling rondaba los cincuenta aos de edad, anunci por fin que su proyecto estaba terminado y que sera inaugurado el primer lunes del mes de octubre. El mundo del arte se sobrecogi emocionado y sus seguidores incondicionales se prepararon para contemplar una nueva genialidad.
Aquel lunes los medios se agolpaban frente a las puertas del museo, que haba permanecido cerrado durante los ltimos seis meses mientras se instalaba, rodeada de misterio, la nueva exposicin. La expectacin era mxima. Las televisiones, las radios y la prensa mandaron a sus mejores redactores a cubrir el acontecimiento.
A las doce en punto, las puertas se abrieron automticamente y los periodistas penetraron en el recinto conteniendo la respiracin.
En un primer momento, rein la confusin y la decepcin, pues, aunque haba crecido enormemente, se encontraron con la misma exposicin que ya conocan. Pero los murmullos se acallaron rpidamente, cuando, tras atravesar el recinto, llegaron frente a unas relucientes puertas metlicas, que se abrieron a su paso, dejndoles penetrar en una nueva estancia.
La sala se encontraba en penumbra. Las luces estaban preparadas para irse encendiendo a medida que las personas entraban en el recinto, desvelando la coleccin de forma paulatina. Lo primero que se ilumin fue una zona de la pared que mostraba un extrao cuadro. Pareca un simple lienzo, de unos treinta centmetros de lado, con un extrao color anaranjado y de textura peculiar. Sin embargo, cuando leyeron el pequeo letrero con el que estaba etiquetado, supieron que se trataba de piel humana del propio Sterling.
A estas alturas todos los asistentes guardaban, sobrecogidos, un silencio completo. Repentinamente, se ilumin un nuevo expositor. Se trataba de un extrao circuito de cristal, formado por varios tubos interconectados, en el que un lquido rojo flua de forma continua. Bajo l, un letrero explicaba que all se encontraba toda la sangre del cuerpo de Sterling. En aquel momento hubo varios desmayos y algunos asistentes decidieron abandonar el lugar. Otros, sin embargo, continuaron, convencidos de que todo deba tratarse de una broma macabra del genial Sterling.
Finalmente, llegaron al fondo de la sala y la estancia se ilumin por completo, mostrando el ltimo de los objetos de la coleccin. Un enorme tanque de cristal, lleno hasta el borde de formol, apareci ante ellos. En su interior, el cuerpo de Sterling se bamboleaba de un lado a otro como mecido por un suave oleaje. Los gritos de horror fueron unnimes y la mayora de las personas asistente huyeron despavoridas ante aquel macabro espectculo.
Recuerdo todo con claridad prstina. Estaba all, representando un peridico cuyo nombre hoy ya no importa, y an recuerdo el aspecto del infortunado Sterling convertido en el ltimo objeto de su propia coleccin. Su piel estaba blanca como la cera y no quedaba en ella huella alguna de pelo o vello corporal. En su espalda era visible un enorme cuadrado sin piel, que dejaba al descubierto el msculo descarnado. Las uas de las manos y de los pies haban sido extradas completamente y su pelo estaba cortado al cero. Incluso las cejas y pestaas haban desaparecido camino, como todo los dems, de frascos cuidadosamente etiquetados y colocados por toda la sala. Pero, an con todo este panorama dantesco, lo que ms me impact no fue su aspecto, sino su expresin. Pudo asegurar que en su rostro se dibujaba una absoluta satisfaccin; la satisfaccin de quien saba concluida la labor de una vida.
Tras lo sucedido, la exposicin fue destruida y el desafortunado Sterling olvidado y enterrado, como si nunca hubiese existido. Los mismos que le llamaron genio, le denostaron despus, tildndose, simplemente, de loco. En unos meses nadie recordaba ni siquiera su nombre. Por eso he querido traeros hoy su recuerdo, para que todos podamos reflexionar sobre el genio que se volvi loco, o quiz, sobre el loco que se convirti en un genio. Sea como fuere, lo cierto es que ni siquiera ahora me atrevo a decir a ciencia cierta si su coleccin era realmente arte o tan slo una completa locura de una mente alucinada.
Existe, sin embargo, un rumor que me inquieta. Desde hace unos aos, se dice que, en un lugar perdido de Europa, existe una antigua mansin de lujoso diseo en cuyo stano se esconde una inmensa coleccin de arte robado. Goyas, Velzquez e incluso Picassos, se amontonan en inmensas salas, perfectamente acondicionadas y ocultas a la vista de los curiosos. Algunos cuentan entre susurros que en una de estas salas se guarda una extraa coleccin. Cientos de anaqueles con productos extraos se alinean en estantes sin fin, y, en su centro, destaca un gran depsito de cristal en cuyo interior se encuentra el cadver de un hombre desnudo y satisfecho.
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Notifico a todo el personal, presente, pasado y futuro que el relato ¡NO QUIERO IRME! del cual soy autor, no entra en concurso pues no he sabido leer bien las normas y he usado la acepción incorrecta de la palabra ESCATOLOGIA. Lamento�que casi todos vosotros, que�ya me habíais dado el cinco, tengáis que rehacer vuestras votaciones�Sé que os preguntaréis: ¿Y ahora que hago? Si no hay otro que le llegue a los tobillos. Entendedme, la edad a veces me juega malas pasadas. Otra vez será. Saludos Gracias, mi Teniente, por el aviso. Es que estás en todo; vales lo que pesas en oro. Otro saludo |
Porca Morte. “Ya debería estar aquí”- pensó un instante antes de escuchar el grito. Se giró hacia el establo y su melena, negra como la obsidiana, brilló bajo la luz de la Luna. Sentía la columna rígida y las manos frías. Aquél grito había sonado humano, al menos al principio pero tras un momento de silencio el hozar de los cerdos llenó la noche. Su diminuto cuerpo se relajó y una risa nerviosa acudió a su boca. Se volvió hacia la Luna y la contempló tapándola con el dedo pulgar como siempre hacía cuando estaba con él en noches como esa. El recuerdo de Aleksei le llegó nítido y no pudo evitar repetirse: “Ya debería estar aquí”. Obviando el hedor que le llegaba desde la pocilga decidió sentarse sobre aquella extraña roca en la que siempre quedaban. Estaba totalmente cubierta de musgo lo que la convertía en un excelente asiento. No sería hasta que se terminaran las lluvias y comenzara el verano que el manto verde desaparecería dejando la roca totalmente pelada. Allí nunca había nadie, pero nunca le había terminado de gustar para sus citas. Deslizó su delicada mano sobre las finas vellosidades del musgo y se tumbó por completo sobre la piedra pensando en lo que haría al día siguiente. Pronto sería su cumpleaños y ya era hora de que Aleksei pidiera su mano. Otros ya la habían pedido y por fortuna su padre no había querido concedérsela a nadie... aún. Pero a partir de su cumpleaños sería diferente, ya no sería una niña y tendría que casarse. Otro grito llegó desde la porqueriza acompañado de los berridos de los cerdos. Katja se incorporó al reconocer la voz de Aleksei en aquél aullido desgarrador. Se acercó unos pasos, con cautela, sujetando con ambas manos la falda de su vestido para evitar que se manchara, pero algo la detuvo. Apenas fue un instante, creyó ver una figura caminando sobre el lodo en el que se revolcaban los cerdos durante el día. Parecía humana, pero era demasiado grande. Los gruñidos de los cerdos aumentaron y un nuevo grito desgarrador le atravesó el alma. No había duda, aquella voz no era otra que la de su querido Aleksei. Estaba en peligro. Decidida, olvidando que no era valiente y sintiendo que sus pies se movían solos, se encaminó hacia el edificio. La luz de la Luna lo cubría todo dándole aspecto de pesadilla. Katja estaba muerta de frío y sentía la misma aceleración en su corazón que le provocaban las caricias de Aleksei. Era extraño que sintiera algo tan parecido y tan diferente al mismo tiempo. Le costaba respirar y moverse le provocaba nauseas. El olor del lodo se hacía insoportable a cada paso que daba. El ruido de gruñidos y golpes disminuyó. Cuando alcanzó la puerta de madera se detuvo, no oía nada ya a excepción de los latidos de su corazón, ni siquiera los besos de Aleksei lo habían acelerado tanto. Katja apoyó su mano en la puerta y la contempló. Su piel se veía totalmente blanca. Empujó la madera y el crujido de los goznes oxidados se le antojó agradable. Pero el silencio no tardó en regresar y volvió a escuchar únicamente su agitado corazón y su desesperada respiración. Miró el interior del establo, pero sus ojos no estaban acostumbrados a la oscuridad. El sonido gutural de los cerdos calmó un poco su miedo. Cerró los párpados apretándolos con fuerza y entró sin abrirlos. Aquél truco lo había aprendido de Aleksei, los ojos necesitaban acostumbrarse a la oscuridad para ver en ella y si los cerraba con fuerza tardaría menos en poder ver en la penumbra. Todavía no había separado los párpados cuando escuchó un ruido. No estaba segura de lo que había sido y no quería pensar demasiado en ello. Unas afiladas garras al rascar contra la madera no habrían sonado muy diferente. Los cerdos empezaron a gritar y el edificio se llenó de ruidos amenazadores. Katja descubrió que le era imposible separar los párpados. Estaba paralizada, el miedo se había hecho dueño de su cuerpo y de su mente. Los olores se intensificaron y su respiración se agitó aún más, lo que le provocó una arcada. El olor� era insoportable. Cuando dejó de toser se llevó una mano a la nariz para tratar de disimular el olor. El perfume de jazmín que le había regalado su abuela apenas ocultaba el olor a excrementos, pero era mejor que nada. Todo quedó en silencio. Lo único que se escuchaba el repiqueteo de algunas gotas que caían sobre los charcos de lodo. Se armó de valor y abrió los ojos. Katja trató de distinguir algo extraño en el establo, pero no lograba ver nada. Sentía que algo la miraba a ella. El sonido de un cuerpo arrastrándose a su izquierda la hizo volverse aterrada. En ese momento se arrepintió de haberse acercado, de haber sido tan estúpida como para entrar allí y cerrar la salida. Guardó silencio pero el ruido no se repitió. Miró hacia el frente y sin reconocer su voz preguntó si había alguien allí. No obtuvo respuesta. Ni siquiera el sonido gutural de los cerdos hizo acto de presencia, lo que era extraño, los cerdos siempre estaban haciendo ruidos. Algo se desplomó a su espalda. Katja se volvió dispuesta a correr hacia la puerta si era necesario, pero lo que vio no la alarmó demasiado. Aquella figura era humana, debía ser Aleksei. Dio un paso al frente y la joven descubrió que pese a su aspecto, aquello no era un hombre. La criatura comenzó a estirarse al tiempo que se acercaba hasta que alcanzó la altura de un oso. La joven dio unos pasos atrás pisándose los bajos de su falda sin poder evitar caer sobre el lodo. Se levantó sin apartar la mirada del lugar en el que debía tener el rostro la criatura y sin importarle el barro y los excrementos que cubrían su vestido y su piel corrió hacia la escalera que subía al piso superior del establo. La bestia gruñó, pero no se molestó en saltar para atraparla. Katja se dejó caer de rodillas sobre la madera y empujó con todas sus fuerzas la escalera. No veía el fondo, no veía a la bestia, pero la escuchaba. Estaba aterrada. Cada paso del ser iba acompañado de un chapoteo. Ya no le importaba el olor, ni siquiera el que había impregnado sus ropas y piel. Miró a su alrededor desesperada, todo estaba demasiado oscuro. En el tejado había una ventana abierta que dejaba entrar una columna de luz plateada. Katja abrió mucho los ojos cuando vio que bajo aquél chorro de luz había una oxidada horca. Se levantó para alcanzarla. Podía escuchar a la bestia caminar por debajo de ella. Lo que no escuchaba eran los gruñidos de los cerdos y supuso que el monstruo los había matado. ¿Y si ese horrible ser había matado también a Aleksei? La idea era horrible, pero muy probable. Ella lo había escuchado gritar. Las lágrimas invadieron sus ojos y se limpió el rostro con el dorso de la mano manchando su delicada piel de excremento. Alcanzó la horca y� se sintió más segura. Pero aquella sensación duró poco, la bestia comenzó a trepar clavando sus afiladas zarpas en las paredes del establo. El miedo la paralizó, ya no veía nada en la oscuridad. La luz de la Luna había contraído sus pupilas y el monstruo se acercaba. Las lágrimas regresaron a sus ojos, pero esta vez no eran de pena. Comenzó a cantar entre sollozos intentando inútilmente que el miedo se fuera. Cada vez que escuchaba un ruido se volvía para encarar el peligro y tener la oportunidad de defenderse, pero sabía que sería inútil. No tenía fuerza y la bestia medía el doble que ella. Un crujido delató la posición del monstruo. Estaba justo encima de ella, junto al tragaluz. Katja miró hacia arriba y quedó cegada por la Luna. Tuvo tiempo de ver la oscura silueta de la bestia cuando se dejó caer sobre ella. Instintivamente colocó la horca vertical y se agachó. El monstruo gritó de dolor cuando los afilados dientes del bielgo se clavaron en su carne. El suelo de madera no soportó el peso del ser y los dos se desplomaron sobre el lodazal en el que habían convertido los cerdos el suelo del establo. Katja reaccionó nada más tocar el suelo y comenzó a alejarse de la bestia. Pero el suelo era blando e irregular y no lograba mantener el equilibrio. Trató de ver lo que había en el suelo conteniendo las nauseas que le provocaron la visión de los cuerpos desmembrados de los animales. El suelo del establo estaba cubierto de vísceras, miembros, barro, sangre y excrementos. Y el olor era insoportable. A duras penas alcanzó una de las puertas que permitían a los cerdos entrar y salir del edificio. Una vez bajo la luz plateada creyó que se salvaría, pero la bestia ya había logrado abandonar el establo tras ella. Katja trató de huir, pero sus pies se habían clavado en el lodo y no pudo mantener el equilibrio. Intentó salir de aquella mezcla de barro y excrementos pero no lo logró. La bestia se abalanzó sobre ella desgarrando su vestido con el primer zarpazo. La joven gritó de dolor y de espanto cuando vio colgando del cuello del monstruo el colgante que ella misma le regalara a Aleksei días atrás. Aquél que le juró que siempre llevaría consigo. |