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romi
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Entre la nieve, junto al río

2 de Febrero de 2010 a las 19:33

Entre la nieve, junto al río

            Durante varios días estuvo nevando. Sin parar un momento a lo largo de estos días y por las noches y sin que apenas se moviera el viento. Con el cielo todo cubierto de espesas nubes negras y con las nieblas subiendo por los barrancos y coronando las crestas.

         Pero aquel día, una mañana ya del mes de febrero, amaneció sin nubes en el cielo. Todo azul, con el viento en calma y la nieve reluciendo blanca. Extendida como una inmensa alfombra mágica, por todas las laderas de las montañas, por las llanuras y barrancos. Y, sobre todo, por la ladera de las encinas, el valle de las rocas, por donde la gran curva del río y por el arroyo de los fresnos. Por aquí y esta parte de la montaña la nieve había caído en tanta cantidad que ni se veían los caminos ni las aulagas ni los romeros.

         Pero aquella mañana de cielo azul intenso, fría y blanca como la escarcha más pura, se asomó a la ladera. La de las encinas, frente a la curva del río y el valle de las rocas. Y, antes de continuar avanzando, se paró justo en lo más elevado. Miró, durante largo rato y descubrió que toda la ladera estaba cubierta por una gruesa capa de nieve. Se dijo para sí: “Me gusta esto. Así que no tengo miedo ni me acobardo”. Y pasado unos minutos meditando y sin dejar de observar, respiró hondo y susurró: “¡Dios mío, si estuviera!”

         Y pasado y largo rato comenzó a caminar. Pisando la blanca nieve y dejándose deslizar por ella como en los años lejanos, todavía muy pequeño. Y su gozo fue inmenso. Recibió la caria del aire en el rostro y sintió como si cayera al vacío de sus más bellos sueños. Esquivó el pino centenario, la encina de tronco retorcido, la roca boronda y el acantilado de la izquierda. Y, sin preocuparse nada más que de la sensación que gustaba en el corazón, descendió y descendió hasta aterrizar en las tierras llanas del valle. Justo por donde el río se remansa y, a la derecha, se apiñan los fresnos.

         Sintió voces y miró. Por la ladera de enfrente, solana, los vio. Eran los mismos de siempre, con sus mismas vestimentas y la misma actitud. Se dijo en su corazón: “¿Cuándo dejaréis de recorrer estas montañas como feriantes que solo buscan divertirse en la fiesta? ¿Cuándo descubriereis que estos lugares son sangrados y por eso antesala del cielo?” No les hizo caso. Metido en sí, caminó ahora hacia el bosquecillo de los fresnos. Buscó por entre la vegetación y las rocas y encontró el refugio. Construido de madera, pegado a unas de las rocas más grandes y muy cerca del cauce del arroyo.

         Al llegar empujó la puerta, abrió y entró dentro. Vio la chimenea y, a la derecha, el montón de troncos y ramas secas. Se puso, prendió fuego a las ramas más delgadas y luego echó troncos más gruesos. El fuego prendió con fuerza y, por eso en poco rato, toda la estancia estaba caldeada. Frente a la lumbre se sentó, abrió su mochila, sacó los alimentos y se puso a comer. Y, mientras contemplaba las llamas, saboreaba los alimentos y fuera el silencio se fundía con el frío, para sí otra vez se dijo: “Nunca sabrás que hoy una vez más te regalo estos paisajes, este cálido rincón y este momento. Me gustaría que estuvieras. Pero no me importa, lo sabe el cielo y mi corazón”.