LA NOVIA DE PERICO
Hola, me llamo Perico y soy un nio de ocho aos. Ya s que puede resultar extraa mi presencia entre estas lneas, pero como se trata de un relato onrico, en el que un nio de ocho aos cuenta su primera experiencia con el amor del mismo modo que lo hara un adulto, aqu estoy. Pasa algo?
Vivo en un pueblo pequeo de la sierra del Albarracn; todava no podra situarlo en el mapa, pero lo he ledo en un carteln que hay a la entrada del pueblo, al lado del mojn que seala el kilmetro 246 de la carretera que lleva a Teruel.
Durante la semana voy al colegio. Es un colegio pequeo, igual que el pueblo. Slo hay un aula; al fondo se sientan los chicos mayores y en las primeras filas los diminutos, como nos llama Doa Elisa.
Doa Elisa es nuestra maestra. Es ms maja!, nunca grita y siempre me acaricia el pelo cuando me equivoco. No, no es eso. Ya s que la mayora estaris pensado: la tpica historia del nio de ocho aos que se enamora de su maestra. Mec, mec!, error! Doa Elisa es vieja y est ms arrugada que una pasa, adems todo el mundo sabe que es la novia de Don Raimundo, el prroco del pueblo. Todos los das le lleva una olla con comida y se queda mucho rato en la sacrista. Mi madre dice que viven en pecado y que cuando el Sr. Obispo se enter se la va a cargar, que lo va a mandar a Guinea de misiones. Yo no s dnde est Guinea, pero tiene que estar muy lejos porque no sale en el mapa de Teruel.
La cosa es bastante ms complicada. Al principio yo no saba que estaba enamorado; es normal que semejante evento se le escape a un nio de ocho aos. Los primeros das pens que tena cagaleras; el domingo me haba comido dos platos de ensaladilla y ya se sabe. Tena cosquillas en el estomago y muchos retortijones, pero cuando iba al cuarto de bao y me sentaba no pasaba nada. Entonces descart las cagaleras; estaba claro que algo raro me estaba pasado. Sent miedo Y si me estaba muriendo? El abuelo Augusto la palm durante el verano; una tarde dijo que le dola la barriga y al otro da ya se haba muerto.
Aquella noche me acost pero no pude dormir; segua con las cosquillas en la boca del estmago y las ganas de hacer caca. Cont ovejitas, cerditos, soldaditos y muchas cosas ms; al final me qued dormido por puro aburrimiento.
Cuando son el despertador de mi madre a la maana siguiente ca en la cuenta. Hay estaba, apareci por sorpresa. Era ella.
Mi pueblo tiene calles estrechas; tan estrechas que cuando abres la ventana de tu cuarto, casi te puedes colar en el del vecino de enfrente. En este caso, en el de la vecina.
Se llamaba Carmen, y era la nia-mujer ms guapa que haba visto nunca. Cada maana, al abrir la ventana de su habitacin, esperaba unos minutos hasta que me yo me asomaba. Me saludaba con la mano y me deca “hola”. Pero no era un “hola” normal; yo no lo saba todava, pero era uno de sos “hola” que los mayores llaman, sensual.
Carmen ya no iba al colegio. Todas las maanas se sentaba en la parada de autobs y se marchaba al instituto del pueblo de al lado.
Una nia-mujer como Carmen se mereca un ratito extra delante del espejo. Me mojaba el pelo y tiraba de raya en medio, como los chicos de la tele. Despus coga el tarro de medio litro de Barn Dandy y me embadurnaba el jersey.
Al salir de casa tiraba de mi madre metindole prisa. Haba calculado que si sala antes que la manilla grande del reloj se pusiera en el palote con el nmero diez, poda pasar por delante de Carmen. Aoraba su sonrisa, sus dientes blancos manchados de chocolate –a sa hora siempre se estaba comiendo un phoskito –y las grandes protuberancias de su pecho, las cuales provocaban invariablemente que aumentaran mis ganas de hacer caca.
Yo ya haba visto protuberancias como aquellas; los chicos mayores tenan escondidas en el patio del colegio varias revistas “guarrillas” y algunos de los diminutos habamos descubierto el escondite. Cuando nos cazaron ojendolas nos corrieron a pedradas. Los chicos mayores son los amos del cotarro en el patio del colegio.
Tena que hacer algo. No poda soportar la idea de que el tiempo transcurriera en vano, dejando pasar los das de modo invariable. Amaba a Carmen; estaba decidido y no haba ms que hablar. Todo nio que se precie debe tener su prime amor, y el mo sera Carmen. Ahora slo quedaba el pequeo asunto de comunicrselo. Tena que elegir la mejor manera de hacerlo; tal vez una carta de amor, o mejor un poema. El caso es que todava no saba escribir demasiado bien, as que no quedaba ms remedio que buscar otra frmula.
Se lo dira en persona, buscara la forma de confesarle mi amor. Despus seramos felices, iramos al parque, yo jugara al ftbol con mis amigos mientras ella me aplauda a rabiar. Sera el nio ms popular de todo el pueblo.
Claro que no haba cado en la cuenta de que yo era un nio de ocho aos. Un mocoso que apenas le llegaba a la cintura a Carmen, que era toda una nia-mujer con grandes tetas –haba odo a los chicos mayores, que aquellas hermosas protuberancias se llamaban as –de modo que, de ninguna de las maneras, fui capaz de intuir que estaba a punto de hacer el mayor ridculo de mi vida.
l se llamaba Carlos. Era un niato larguirucho, con el pelo color paja y la cara llena de granos. Pero posea algo que era capaz de embelesar a cualquier nia-mujer del mundo. Tena una moto; era una moto roja con franjas blanca. La moto ms molona del mundo.
La maana que me decid a comunicarle a Carmen que era el amor de mi vida, me precipit sin remedio al abismo de la impotencia (evidentemente este comentario es fruto del ambiente onrico en el que se desarrolla el relato; el lector no debe de ninguna manera pensar que yo, un nio de ocho aos, sera capaz de unir conceptos de semejante complejidad). Convenc a mi madre para que me soltara la mano despus de cruzar por el paso de peatones. Entonces ech a correr; tena el tiempo justo para llegar a la parada de autobs, sentarme junto a Carmen y decirle que era mi novia. Despus mi madre llegara corriendo y me obligara a caminar junto a ella hasta el colegio.
Con todo el valor que fui capaz de reunir, emprend una veloz carrera. Tena la parada de autobs a la vista, a unos treinta metros. Ella estaba all, de pie junto a la marquesina; sin embargo algo iba mal, algo con lo que no haba contado y que variaba de modo definitivo mis planes. l estaba all, con su moto roja con franjas blancas. Carmen le sonrea mientras le haca carantoas y le pasaba los dedos por el pelo color paja. Me mare y fren mi carrera en seco. De repente las cosquillas haban desaparecido, ya no tena ganas de hacer caca; ahora senta un gran vaco en la boca del estmago, not como las piernas me temblaban un poco; al pasar junto a ellos no levant la cabeza. Carmen me salud, como cada maana.
-Hola, Perico. Y t madre?
-Ah viene. –Contest con los ojos fijos en las puntas de mis zapatillas de deporte.
Pas el da perdido en mis pensamientos; Doa Elisa me castig dos veces de cara a la pared por no contestar a sus preguntas. En el recreo no quise jugar al ftbol con mis amigos y cuando llegu a casa se sent en el sof y no dije nada en toda la tarde.
Todos los que ahora estis leyendo, valorando la posibilidad de darle algn puntillo a mi relato, sabis que en algn momento de vuestras vidas habis pasado por una situacin as, aunque probablemente ya lo hayis olvidado. Ah, antes que se me olvide! Recordad que se trata de la visin onrica de un nio de ocho aos.
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MIRADAS � Lo presentí cuando se cruzaron nuestras miradas e intercambiamos besos de cortesía que se disipan en el aire, el mismo día que aterricé en tu oficina, ese espacio diáfano y poblado por personas de buen rollo que me sugirieron que estaba en PleasantVille. Cuando me acostumbré a ver cómo salíais muy risueños, todos los mediodías, bien a comer en casa, bien a estirar los músculos en la piscina, para volver a las rutinas con fuerza suficiente y aguantar la tarde. El segundo día estabas más impresionante incluso que el primero. Parecías tan satisfecha de poder cloquear en esa oficina, sin rival, apenas una joven becaria embarazada, tu ayudante. Frente a ella, tu presencia, tu alegría, la esbeltez proporcionada por unos manolos de Blahnik, la luminosidad de los ébanos rasgados que destacan en tu cara y el perfilado profesional de tus labios, maquillados en tonos ocres, atenuando de sensualidad el conjunto sin llegar a apagarlo. Y entonces comenzamos a hablar. Y me preguntabas con verdadero interés y lo agradecía. Al inicio procurando resolver las cosas del colaborador que anda despistado respecto de los usos y costumbres, del organigrama, del quién es quién en la oficina La amabilidad dio paso a otro tipo de conversaciones, interrumpidas ora por una llamada, ora por la llegada de alguno de tus admiradores. En cualquier caso continuaban produciéndose, como retazos de una composición que da lugar, en la mente de la artesana que la ensambla, a un efectivo patchwork. Esas frases cortadas, esas intimidades contadas entre la redacción de una respuesta a un email y el cálculo de los gastos de representación, tejieron la red o el vínculo, podés llamarlo como querás: la cadenita que inextricable y flexible a un tiempo, nos enlazaba. Tú interés por saber iba cada vez a más, una curiosidad algo excesiva, inusual entre compañeros, donde las cuestiones apenas tocan la superficie del interés, porque tampoco necesitamos saber de los demás, tan solo estar informados. Hasta acabar por preguntar sin cortapisa por mis relaciones personales, disparando contra mi fidelidad para con la pareja, buscando conocer sobre mis posibles deslices y cómo los había “gestionado”; me sentía como ante el proctólogo, al que siempre asusta visitar. Si bien, a diferencia de esas consultas, las tuyas parecían salir directamente del interés personal. Tenía dos sensaciones encontradas: una de ellas me indicaba que solo querías ser amable, enterarte de cosas porque sentías curiosidad por saber qué me había llevado a aceptar un trabajo tan mal pagado. La otra, reforzada por algunas referencias a tu vida personal y a tus deseos de hacer cosas distintas me decía que, de algún modo, estabas convirtiéndome en una de tus fantasías, cualesquiera que fuesen las otras. Así que una mañana formaste parte de las mías, durante las abluciones. Nos imaginé en un hotel cercano a la playa, con el ventanal sobre el mar y tu cuerpo contra las sábanas azules. Y me gustó, claro. Te pido disculpas por la utilización; aunque me ha ayudado mucho a sobrellevar las presiones telúricas que impone la madre naturaleza. Recuerdo con intensidad un día en el que tu voz sobresalió de entre las tiznas de la agotadora jornada: —Voy a ver al notario. Si me esperas te llevo a la ciudad. Y el día se transformó y la negritud de la parsimonia dio paso a un refrescante momentum. Me sentía como un crío al que la impresionante mamá de otro decide acercar a casa porque está lloviendo y no hay quien le lleve. Luego pensé que era un pensamiento bastante pobre. Que la realidad era más potente que ese mal elaborado sketch. Habías compartido secretos conmigo que pocas personas conocían en PleasantVille: tu paso por la cárcel, tu convivencia con una persona tan distinta, tu reciente orfandad, las pesadumbres de tu hermana, tu riqueza económica. Todo ello era una ofrenda. Toma lo que te den y agradécelo. Ese es el concepto esencial. Días después quisiste, María, que quedáramos. Fui incapaz de robarte un beso y acabé la velada solicitándote que no me sacaras por obligación. Ya no hubo más. Nunca vez sería nada. Jamás ocurriría. Ahora que regreso a casa, sentado en contra de la marcha del tren, como sucede casi siempre que viajo solo, necesito pensar que todo podía haber sido distinto. Me duermo al poco de salir de la estación y sueño. Mientras vamos caminando entre las imágenes de contenido pagano, infamia dentro de un recinto católico, hablas sin parar y mencionas el parecido que les encuentras con las gárgolas del New College de Oxford y lo buenas que estaban las aceitunas griegas que compraste en un mercado y al observar un Cristo comentas algo del gran parecido que se da con un Pantocrátor y yo te oigo y me programo y veo la columna y tomo tu mano y te llevo detrás y me apoyo y te rodeo con suavidad, apenas cierro el cinturón de mis brazos en tu envés y te digo que quiero tener la certeza —qué palabra más estúpida— de que me gustas y de que somos compatibles —una transfusión, ¿es eso lo que te estoy pidiendo? Dios; va de mal en peor—y tú no te retiras y estás expectante; añado que me gusta perderme en los ojos oscuros que te iluminan y que esos labios me llaman mucho y que voy a hacerlos míos durante un instante y que la compatibilidad —¡Qué pesadez, con el genoma, chaval! — Y entonces sucede: adelantas tu cadera pegándola a la mía, buscando confirmaciones, asegurando la posición y te pegas a mi pecho y sujetas mi mano y me muerdes un labio y después te aceleras y decides apropiarte de los dos y los rodeas con los tuyos y apenas me roza tu lengua y yo no entreabro los míos aún y vuelves a presionar con tu cadera y se oyen pasos y te separas y me pongo las gafas y deseo colocarme “eso” en mejor posición. Vemos sin ver, porque hay una tormenta en nuestras cabezas, al menos en la mía. Salimos, nos separamos un poco y sugieres que vayamos a ver no se qué, no lo recuerdo ahora. Me encuentro en un recodo sin salida, te das la vuelta, te acercas y sé que los dos queremos algo más de cáliz, de libar, saciar el interrogante, adular al otro con nuestro arte, tan duramente aprendido en diversas escuelas. Y mientras nos descubrimos consigo pronunciar un piropo sobre los deseos que tengo de conocer tu orquídea, que me imagino hermosamente protegida por sus hermanos mayores, correctamente depilados, a buen seguro, tratándose de ti, con su botón del deseo y sin dejar de escucharme tomas una de mis manos y la acercas a la cremallera y me los presentas, sugiriendo al tiempo, «tenemos que irnos», mientras apenas descubro tus inglés y el deseo que se recoge entre ellas. Y entonces me despierta el revisor y mientras le entrego el billete de tren y le hago un comentario sobre la incomodidad, pienso en enviarte una carta y contarte mis sentimientos y anhelos. Pero tú, que ya los conoces, no me responderás. |
EL VERDADERO AMOR Cuando se conocieron, a ella le bastaron dos segundos para saber que se parecía un montón a la tía que asomaba en la cabeza de él cada vez que se hacía una paja. Conocía esa mirada; la había visto en más ocasiones. �Él, que se parecía a todo el mundo y a nadie en especial, pensó que había encontrado a la mujer de sus sueños, que aquello era amor a primera vista. Por lo general, a ella le disgustaba tener ese parecido físico con las muchachas de las fantasías sexuales de algunos tipos. Solía ser un problema, pues los hombres gastaban gran cantidad de energía tratando de desplegar todos sus encantos sin obtener ningún resultado, por lo que al final, normalmente, acababan aliviando su frustración distinguiéndola como calientapollas. Además, en esta ocasión, tendría que compartir ocho horas de cada día laborable con él, por lo que al problema de su imagen pública se le unía la necesidad que su economía tenía de conservar aquel trabajo Ella acudía al trabajo vestida de la forma más sobria y menos atractiva que su cargo, de cara al público, le permitía. Procuraba hablar con él únicamente de temas profesionales y sólo en casos de extrema necesidad. Él, se complacía en mirarla e imaginar que se había arreglado con sus mejores galas para causarle una buena impresión, al tiempo que se sonreía cada vez que ella le hacía cualquier pregunta, haciéndose la tonta, sobre temas de trabajo para así intentar entablar una conversación. Ella, le reía las gracias por educación. Él, se convencía más y más cada día de que ella estaba cada vez más cerca. Y quiso el tiempo, el roce diario, y las buenas maneras de él, que ella, finalmente, ignorara su extraordinario parecido físico con la señorita de las imaginaciones de su compañero y que él consiguiera un “sí” en una de sus invitaciones para tomar una copa después del trabajo. Y fue así como comenzaron una vida juntos. Él, dichoso porque no existía otra mujer en el mundo mejor que la suya y ella, llena de miedos porque no sabía si estaba siguiendo un instinto o saboreando el verdadero amor; el amor de las novelas, el de las películas, el de entrega completa, el de pasión, el que va más allá de la muerte. El amor de cuya existencia dudaba. Durante mucho tiempo se sintió mezquina, pues creía que en su relación era él quien aportaba la mayor parte. Él era el romántico, el que la sorprendía con flores, el que le hablaba de amor, el que se recreaba imaginando una vejez tranquila reposando a su lado, el que crecía hasta lo inimaginable cada vez que le decía que la quería. Ella tan sólo se dejaba querer y vivía a su lado satisfecha mostrándole cariño y haciendo realidad sus masculinas fantasías. Ese sentimiento de mezquindad desapareció una noche cuando, sin venir a cuento, él tomó su mano y le dijo que era el hombre más feliz del mundo. Ella pensó que, si él era feliz, todo estaba bien. Y pasaron los años y el Frente de Liberación de Feromonas de ambos se convirtió en un reducido foco insurrecto de escasas aunque intensas actividades. Y él comenzó a mostrar un afecto sosegado y ella llegó a la certeza de que el guapo galán que la rescataba de los peligros del dragón no era otro sino él. Cuando les presentaron a aquella chica, a ella le bastaron dos segundos para saber que se parecía un montón a la tía que asomaba en la cabeza de su marido cada vez que hacían el amor. Conocía esa mirada; la había visto en más ocasiones hacía mucho tiempo. Se sintió desgraciada, humillada, traicionada… Pero él era feliz. Y ella pensó que, si él era feliz, todo estaba bien. � |
INCLUSO EL FUTURO A él le han leído en numerosas oportunidades el destino, no supo ni quiso parar cuando su porvenir empezó a hacerse visible; pero tranquilos, porque estas letras no�hablarán ahora de las repetitivas líneas de las manos, o de las cartas del tarot, o de las distintas posiciones de los planetas. Nunca le han aventurado desgracias o parabienes de cualquiera de estas maneras estandarizadas. Además ni siquiera lo pidió la primera vez. A él le profetizó un sol y una luna una mujer delgada y con cara de serpiente inmediatamente después de que le devolviese la manzana que ella le había ofrecido invitándole a dar un mordisco. Aquella mujer se valía de las marcas tatuadas por los dientes en la carne de la fruta. Un segundo más tarde, quedó atrapado, empezó a no saber caminar sin preguntar adónde se dirigía. Y a partir de ese condenado día todo se resume en la constante persecución de su futuro, ocupación horrenda, pensarán, y con razón, mas fue un hecho que sucedió sin ningún motivo aparente: por simple placer, por simple tortura.
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VICENTE Subió el cuello de su chaqueta y se frotó las manos antes de meterlas en los bolsillos, hacía bastante frío y estaba lloviendo. Res caminaba deprisa, no se veía a nadie y casi todos los bares habían cerrado hacía bastante rato. Los adoquines brillaban reflejando las luces de las farolas, reinaba un extraño silencio roto sólo por sus pasos ligeros. Estaba nervioso y cansado, había tenido un día de bastante trabajo y ya era muy tarde. A veces deseaba acabar con todo aquello, sentía que le podía la responsabilidad. La verdad es que sabía a donde ir para encontrarle. A esa hora tenía pocas opciones,� solo dos o tres bares de la zona permanecían abiertos tan tarde. Echó una ojeada en el Trópico. A través del sucio ventanal, un hombre, con los codos apoyados en el mostrador charlaba con Berto, que lo escuchaba con gesto cansado. Pero él no estaba allí. Siguió� recorriendo el camino como tantas otras veces. En el Regional lo vio, sentado en una silla y con la cabeza recostada entre los brazos, sobre la mesa. - Buenas noches Nina – saludó a la mujer que le hacía señas mostrándole a su padre – Aquí estoy otra vez. No sé que voy a hacer con él. Cada día va a peor y no sé ya como convencerle de que se está matando poco a poco. - Bueno Res, haces lo que puedes y ya es mayorcito. Llevas toda la vida preocupándote por él, nadie podría reprocharte nada. Probablemente quiere vivir de esa manera ahora. - Ya, pero cualquier día tendremos un disgusto serio, ya sabes que hace poco que ha vuelto del hospital. Parece mentira que haya olvidado tan pronto lo mal que lo ha pasado. - Deja de atormentarte Res y llévatelo. A no ser que quieras tomar algo antes. - No, gracias Nina, nos vamos ahora mismo. Estoy deseando llegar a casa. Se acercó al hombre y le tocó en el brazo suavemente. - Vamos, padre, hay que cenar, tenemos que irnos. - No be thoquess – le dijo su padre, con voz estropajosa, cuando trató de levantarlo – Dame otra cgopa Nina, ya no thengo dinero, bañana the pago. - Vete a casa Vicente, acompaña a tu hijo y ya tomarás tu copa mañana. Yo voy a cerrar ya, que es muy tarde. Le costó levantarlo, luego pasó su brazo por encima de su hombro y tomándole de la cintura comenzaron a andar. Todo el camino fue un rosario de protestas y juramentos. Cuando por fin llegaron, cayó en la cama de golpe, él le subió las piernas, lo descalzó y lo tapó con las mantas. A los dos minutos roncaba estrepitosamente. Había hecho esto desde que podía recordarlo. Siendo un jovencito, su madre salía y él la acompañaba y volvían contentos de haberlo encontrado a salvo. Por aquel tiempo esto sucedía de vez en cuando, casi siempre cuando estaba sin trabajo. Cuando trabajaba� regresaba y no volvía a salir de casa. Recordaba a su padre como un hombre cariñoso y sencillo. Cuando era niño jugaban juntos y le llevaba a dar paseos por las afueras o le hacía juguetes con maderitas que montaba y pegaba y le contaba extrañas historias de obreros que iban a la fábrica y salían a la huelga y les venían a desalojar; cosas que él entonces no entendía bien. Ahora, desde hacía mucho tiempo, su padre permanecía callado y taciturno y ya no hablaba de nada que fuera coherente, solo divagaba entrecortadamente o callaba. Recordaba las fotografías con sus compañeros de huelga en los periódicos, los gritos de protesta en las manifestaciones porque cerraban la fábrica y los dejaban en la calle, los discursos de los patrones en la tele, que su madre escuchaba� con ansiedad y las cargas de la policía. Y también que su padre desapareció de casa durante unos días y que al volver no parecía el mismo. Lo miraba profundamente dormido, con los signos de la edad y de quien abusa de la bebida en la cara y algo se derretía en su interior y despertaba en él la necesidad de proteger y cuidar a aquel hombre. Sabía que había sido valiente, que solo se había dejado vencer definitivamente en el momento en que había muerto su madre. No habían podido con él todas las demás dificultades, ni siquiera todas las luchas obreras de su tiempo. Aquel hombre taciturno y triste, se transformaba en otro cuando hablaba con su esposa. De vez en cuando salía una tarde y no volvía a cenar, entonces ya sabían que había que salir a buscarle para encontrarle tirado en cualquier esquina o en alguno de los bares del barrio. Jamás le oyó a su madre ni una sola palabra de reproche, ni una queja. Ella lo ayudaba con tanta ternura que Res, que era aún bastante joven para entenderlo, a veces se enfadaba con ella por pensar que no le reñía lo suficiente. Su madre había muerto y aquello fue el fin para su padre; desde ese día Res vivía para trabajar y cuidar de aquel hombre acabado y triste. Miró a través de los cristales cómo caía la lluvia en la calle vacía y oscura y luego miró a su padre, profundamente dormido y volvió a apoderarse de él aquel sentimiento de ternura y responsabilidad enormes. |
DOLORES -Atrévete con esto -recuerdo que me dijo Dolores pasándose la mano por la pelvis, barriendo con el gesto toda la porquería del mundo. Y después ya sólo quedaban sus caderas. -Sácame de este antro -me dijo, y yo le quise aclarar que no tenía coche, que de hecho ya ni sabría conducir a las alturas de la noche que las copas me habían hecho alcanzar. -No te preocupes, cielito, yo tengo un auto -dijo, y me llevó escaleras arriba hacia la calle cogido del brazo-Me llamo Ray –dije yo. -Yo Dolores -contestó, y me preguntó qué tipo de nombre era Ray. Le dije que venía de Rayuelo, pero que ese nombre me lo había puesto mi madre y que como mi madre ya no existía yo prefería Ray. Le pregunté si la podría llamar Dol como si fuera una muñeca y me dijo que no. -Qué tal Lola -le dije. -Dolores, cielito -murmuró abriéndome la puerta de su coche. Me metí dentro sintiéndome muy bien tratado, como las putas cuando se las trata bien. A mitad de camino le pregunté si debería pagarla y se ofendió tanto que después de aquello no le volví a preguntar nada, ni aquella noche ni después. Ni siquiera le pregunté qué podría yo hacer solo en el desierto con una garrafa de agua y un paquete de cigarros cuando ella me echó del coche. La poca información que necesito la llevaba Dolores consigo, en su coche, en su vientre, y no cabe en un papel. Hicimos el amor algunas de las noches; muchas otras nos limitábamos a follar. Cuando daban las diez ella salía a trabajar y yo me sentaba a escribir mi tesis doctoral. Trataba sobre el amor y el dolor, que suelen ir a todas las fiestas cada uno por su cuenta y siempre salen de la mano. Dolores volvía usada y fría con una garrafa de Adobe Guadalupe cerca del amanecer, bebía conmigo en silencio mientras yo leía lo que había escrito. Después hacía bolas con el papel y se tragaba los versos más amargos, empujándolos con el vino. A su lado no podía escribir casi nada, sólo versos sucios alimentados por su ausencia en las horas de la noche, cargados con las gotas de sangre que ella dejaba en los azulejos del cuarto de baño. -Vas a matar al pequeño –le decía mientras se tragaba mis poemas. -Si no está muerto ya de que me chinguen a la brava –contestaba ella. –Así será un muertecito bien leído. Una noche la fui detrás: cambié pluma por pistola. En esta tierra puedes comprar de todo -menos a Dolores, que sólo es de alquiler-. Era martes noche y le tocaba pasar por la piedra de Don Carlos Zubiria, el dueño del antro, y del hijo. El hijo muerto y leído, el hijo que nunca pasaría de ser un croquis. Al padre, bravo hijo de la reputísima, le quité el don y en su lugar le puse una insignia de plomo entre las cejas. Fue la segunda noche en que Dolores me sacó a la greña de allí, metiéndome en su coche. -Menudo pendejo estás hecho –dijo colocándose el escote con una mano. Con la otra conducía. El cigarro lo sujetaba con los labios. –Espero que no me hayan visto nunca contigo, porque me resumirían en pedacitos. -¿A dónde vamos? –acerté a decir yo. No podía dejar de reír al recordar la cara de Zubiria justo antes de perderla. -Al desierto. Te dejaré cerca de la frontera, cielito. Tú no vuelves a México, ¿sí? Ya amanecía. Saqué la pistola de la cazadora y se la guardé en la guantera. Le hubiera regalado flores, pero qué poca madre, estábamos en el desierto. La despedí con una pistola en la guantera y toda la furia de mis versos que ahora se descomponía en su interior, junto a su no-hijo. -Si caminas recto llegas a California –me dijo frenando el coche. Me pidió que saliese. –Hay una garrafa de agua en el maletero. Coge mis cigarros y escribe tu maldita tesis. Hice lo que me dijo. Yo no era más que un crío obedeciendo a su mamacita. Le cogí los cigarros, bajé y saqué la garrafa del maletero. -No hay lugar en este mundo para hombres como tú –me dijo por la ventanilla. No me dijo te quiero, ni que me echaría de menos. Me dijo que yo no era para ella ni ella para mí. Metió primera y desapareció, y en aquel momento me di cuenta de la importancia de llamarla Dolores. Si la hubiera estado llamando Lola no me hubiera sentido tan vacío cuando vi el culo de su coche alejándose por la carretera. |
������������������� BUM BUM
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Miranda... Aeropuerto de Lima, Miranda está en la cafetería� antes de ingresar a las salas de embarque, ella� quería hacer tiempo antes de tomar el vuelo a Madrid, se sienta a tomar un café y piensa Al día 10, Miranda abre los ojos y ve a su madre, se quita las agujas y dice… |
AMOR MUDO El joven Daniel padecía una grave enfermedad. Cada vez estaba más débil y con menos ganas de hacer algo. ��� Media uno ochenta, era delgado y tenía el pelo fino y negro. Solía vestir con pantalones vaqueros y jerseys cómodos. ��� Su madre siempre le cuidaba mucho. Tener un hijo enfermo, estando éste en la juventud, la llenaba de preocupación. Se pasaba el día entero subiendo al cuarto de Daniel, para ver cómo estaba y por si necesitaba algo. ��� La casa en la que residían estaba en las afueras de la ciudad. Era un hogar pequeño, de dos pisos. En el de abajo estaban la cocina, el salón y un baño, mientras que en el de arriba había otro baño y dos habitaciones. La casa, por fuera, era toda de madera blanca, menos la puerta, que era negra y de hierro. Un jardincito lleno de figuras de enanos separaba el hogar de la acera de la calle. Los enanos tenían la piel rosada y vestían con ropa verde. ��� Cerca del barrio había un centro comercial no muy grande. A él acudía mucho Daniel con sus amigos a pasar las tardes de los sábados y los domingos. Iban al cine, de tiendas y a cenar o merendar. ��� Sin embargo, una mañana de abril fue solo. Hacía sol y la primavera se estaba imponiendo en el ambiente. Los árboles habían florecido hacía unos días y daban a las calles, llenas de pétalos, un tono entre rosa y violeta. ��� Entró en el centro comercial sin mirar a ningún lado más que al frente. El pasillo central tenía el techo acristalado, y la luz del exterior lo iluminaba. No titubeó, y con paso firme llegó hasta una tienda de discos cuya dependienta era realmente bella. Daniel se había fijado en ella en varias ocasiones yendo con sus amigos. Iba solo adrede, para hacer lo que con ellos nunca se habría atrevido. ��� Observó durante apenas un par de minutos los discos de los muebles expositores. Sin importarle los autores ni sus estilos musicales cogió uno cualquiera y fue al mostrador, a pagarlo. ��� La bella chica le preguntó si era para regalar, a lo que él respondió afirmativamente. Ella entró con el disco en el almacén que había tras el mostrador, y al poco regresó con la compra envuelta en papel de regalo. ��� Mientras ella tecleaba el precio en la máquina, Daniel aprovechaba para mirar su cara con suma atención. Se alegró la vista y por ende el espíritu contemplando sus bonitos ojos verdes, sus largas pestañas negras, su nariz pequeña y graciosa y su boca. Sus labios estaban brillantes, de color crema. Imaginó que sabrían dulces.� ��� Pagó con un billete y le dijo a la chica que se quedara con el cambio. Dentro del billete había un papel de libreta que decía: “Eres muy guapa. Me gustas”. ��� Pero antes de que la chica dijera nada, antes siquiera de que le diera tiempo a leerlo en su presencia, Daniel ya estaba saliendo por la puerta. ��� Regresó a casa y guardó el disco en un baúl verde que tenía en su habitación, tal cual se lo había entregado la dependienta, la bella chica, sin desenvolverlo ni nada. ��� A la semana siguiente, Daniel volvió a hacer lo mismo: fue a la tienda de discos del centro comercial, cogió uno, respondió afirmativamente cuando la bella chica le preguntó si era para regalar y lo pagó con un billete en cuyo interior había dejado una nueva nota, muy parecida a la anterior. ��� Pero la chica no le dijo nada, ni cuando entró en el local, ni cuando miró discos, ni cuando pagó el elegido ni cuando salía por la puerta. ��� Y así estuvo Daniel varios meses,� yendo un día a la semana a la tienda de discos de la bella chica, dejándole una nota en el billete con el que pagaba y saliendo de allí con un disco envuelto en papel de regalo.��������� ��� Entre medias su enfermedad iba a peor. Ésta le fue menguando en todos los sentidos, provocando la dificultad para andar, para hacer cosas por sí mismo y para salir de casa. ��� Llegó una fecha en la que la enfermedad pudo con Daniel y éste falleció. ��� Dos meses después de este triste acontecimiento, la bella chica acudió al hogar de Daniel. Éste, desesperado, había puesto su dirección en una de sus últimas notas. Ella preguntó por él a la madre junto al quicio de la puerta negra. La madre le comunicó la fatal noticia y, extrañada, le preguntó quién era. La bella chica le contó lo de las notas de Daniel en la tienda de discos y se marchó afligida. ��� La madre del difunto subió a la habitación de éste y abrió el baúl verde. Ya había visto los discos en la tarea de recogida de ropa y objetos fechas después del entierro. Los había desenvuelto, pero no había abierto sus carátulas. Esta vez sí lo hizo y vio como en cada uno de ellos había una nota firmada por una chica, la bella chica de la tienda. Una de ellas decía: “Tú también me gustas. Podríamos quedar para ir al cine”. Otra decía: “Me encantas, eres guapísimo. ¿Quedamos el sábado?”. Y todas eran del mismo estilo, con el número de teléfono de la bella chica en su posdata. ��� Se encontraba la madre de Daniel leyendo esas notas cuando escuchó como le llamaba su marido. Le decía que algo extraño sucedía en el jardín de las figuras de enanos. Miró por la ventana. Abajo, una gallina picoteaba el césped.� |
� El corazón de Gioconda
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Al acercarse, Vicente, llevaba a Gioconda dormida, envuelta en una manta blanca. La dejó suavemente sobre su nueva cama, la tapó con un gesto delicado y dejó antes de retirar las manos, una caricia en su corazón. Un corazón que iba a necesitar de muchos cuidados, como cualquier corazón, pensó. |
Boda real. El gran día había llegado. Después de llenar infinidad de páginas de los diarios y revistas de sociedad con cualquier noticia o fotografía de la feliz pareja, la boda, por fin, iba a celebrarse. El soltero de oro de la monarquía europea finalmente contraía nupcias, acabando así con las especulaciones sobre quién sería la afortunada nueva princesa y, a la postre, futura reina. No pocos se habían llevado las manos a la cabeza al saber que Alicia Solís, la popular presentadora de informativos, había sido la elegida. El debate estaba servido: mientras algunos se rasgaban las vestiduras ante lo que consideraban una burla a todas las normas protocolarias establecidas, otros aplaudían la valiente decisión de la casa real de permitir que el príncipe Enrique se casase por amor, por encima de las obligaciones de estado. Algunas pocas voces, más discretas, apostaban por un intento de modernización de la casa real al incluir como miembro destacado a una joven atractiva, arquetipo de la mujer triunfadora, independiente y segura, lejos del antiguo modelo de esposa sumisa y discreta. La prensa de medio mundo se había agolpado tras las vallas de seguridad para fotografiar el desfile de toda la realeza europea y los jefes de estado que habían deambulado por la alfombra roja como estrellas de cine de épocas pasadas. El príncipe había esperado al pie del altar, como manda la tradición, con el semblante sereno y una ligera sonrisa. Tras una larga espera, el majestuoso coche que había conducido a la futura princesa había llegado a la entrada del templo, ésta había bajado de él y, cogida del brazo de su padre y dejando atrás una nube de flashes, había recorrido con parsimonia y decisión el largo pasillo alfombrado. Cientos de miles de espectadores habían asistido al emocionado y contenido “sí, quiero” de la feliz pareja. �
- ¿Y bien? Alicia lo miró atentamente. - No esperará que le tome en serio, ¿no? - Efectivamente, lo espero –contestó él.- No me haga pensar que me he equivocado de persona. No suelo hacerlo, señorita Solís. - En fin… En cierto modo, es incluso halagador, pero… No es así como había imaginado que me propondrían matrimonio. Ya sabe: velitas, una cena romántica, un anillo. El hombre sonrió afablemente. - No se lo tome como una declaración, tómeselo como una oferta de trabajo. Un trabajo mucho mejor y más importante que el que tiene ahora. - Me gusta mi trabajo –contestó, secamente. - Tanto más le dolerá perderlo sin tener otro. - ¿Cómo…? –Preguntó, sorprendida. - No dude ni por un momento de que yo sé bien cómo hacer el mío. Sé lo de su trabajo, sé lo de su editor y sé que le costará encontrar otro empleo como periodista de primera línea si no acepta mi oferta. Alicia Solís llevaba dos años siendo la cara visible al frente de los informativos de máxima audiencia de su cadena. Su estilo y su aspecto habían creado una larga escuela de pálidas imitaciones que sólo hacían brillar más su estrella. Nadie le había regalado nada, llevaba años de oficio y sabía que en su profesión el talento era tan necesario como tener buenos contactos. Y el hecho de acabar de romper con su editor jefe no la dejaba en una posición privilegiada. Se había liado con Alberto a pesar de ser su jefe, ser bastante mayor que ella y estar casado; tres detalles que, en cualquier otro caso, la hubieran hecho huir corriendo de aquella relación. Pero se había enamorado de él, y eso convertía todo lo demás en meras anécdotas. Para cuando quiso darse cuenta de que, mientras ella le hacía el amor apasionadamente, él sólo estaba follándosela, había pasado casi un año y ya no había vuelta atrás. Alberto la había amenazado con el despido, ella sabía que lo cumpliría. Era cuestión de tiempo. - ¿Me está amenazando? –Preguntó Alicia, endureciendo el tono. - Tenga por seguro que haré todo lo que esté en mi mano para llevar a cabo la tarea que se me ha encomendado, señorita Solís –continuó él, sin inmutarse, como si estuviesen conversando sobre el tiempo.- Sepa también que no es usted, ni ha sido, la única candidata y que, en caso de rechazar mi oferta, le será difícil mantener su estatus de persona pública. Ha de entender que la Casa Real no puede dejar cabos sueltos. “Este tío parece de la mafia”, pensó Alicia, sin poder reprimir un escalofrío. - No me deja usted muchas alternativas. - Créame que lo siento. “Ya, seguro”, pensó ella. - Digamos que acepto. ¿Y luego? - Se convertirá en princesa y, con el tiempo y si Dios quiere, en reina. - Perderé mi vida actual: mis amigos, mi trabajo, mi familia. - Ganará prestigio, poder, reconocimiento.- Alicia desvió la mirada de aquellos ojos serenos e inteligentes.- Imagine, señorita Solís –prosiguió,- que yo fuese un representante de, pongamos por caso, la CNN. Le estoy proponiendo la corresponsalía de Washington para la televisión estadounidense. ¿Aceptaría? - Posiblemente –aventuró ella, dubitativa. - Debería trasladarse a los Estados Unidos, alejarse de todo. Perdería su vida actual. La periodista pareció dudar. “Dejar m profesión”. - Piense otra cosa –añadió él, tras unos segundos.- Piense en la cantidad de información a la que puede tener acceso el jefe del estado, o sea, el Rey. Información clasificada, pasada y presente. La respuesta a muchos porqués. Una nueva chispa se encendió en los ojos de la periodista. Paseó la vista por su apartamento, como si quisiese fijar cada detalle en su mente. - Tengo que pensarlo –concluyó, levantándose de su asiento. - Es lógico –dijo su interlocutor, incorporándose también.- Comprenderá que no puede comentar esto con nadie. –Nada en su tono denotaba que se lo estuviese pidiendo. Alicia asintió. El hombre se despidió con una inclinación de cabeza que en otras circunstancias hubiese resultado casi ridícula. Al día siguiente, recibió una llamada telefónica. Alicia había pasado la noche en vela y se había levantado pensando en su jefe, Alberto, y su ultimátum. - Aceptaré con una condición –dijo. “¿Adivina quién se va a quedar sin trabajo?” No hubo objeción alguna, tan sólo una risa discreta y nada sorprendida. - Por cierto –preguntó la periodista, algo cohibida.- Él… el príncipe. ¿Me ha… elegido él? Quiero decir ¿Me… me quiere? � Casi doce meses antes de su boda, el príncipe Enrique se hallaba sentado, semidesnudo, en la cama de algún lujoso hotel. Ante sí estaba aquel omnipresente hombre cuyo cargo nunca acertaba recordar pero al que todos parecían conocer y temer. Incluso su padre. - Señor, ya está todo solucionado –le dijo. La confusión en la mente del heredero no le permitió más que emitir una especie de graznido reseco. - Su padre, el rey, me ha enviado para expresarle su más profundo pesar ante este desafortunado accidente –prosiguió. - Mi padre… -Balbuceó.- ¿Sabe lo que…? - Efectivamente –sentenció. El príncipe hundió la cabeza en sus manos, apretándose las sienes, mientras dejaba escapar el aire ruidosamente. Aún no se había recuperado de la noche pasada y la luz del mediodía se clavaba en sus ojos como alfileres. - También me manda decirle que desagradables incidentes como el de anoche no deben volver a repetirse. - Tampoco es para tanto… Se nos fue un poco de las manos, pero… “No lo sabe. Mejor”, pensó el hombre, impertérrito, mientras recordaba el cadáver de la joven. - Es la voluntad de vuestro padre el que se inicien desde hoy mismo los preparativos de su futuro enlace matrimonial. - Enlace… ¿qué? –Balbuceó, confundido. - Su futura boda, señor. - ¿Boda? –Su tono subió varias octavas.- Si ni siquiera tengo… - ¿Ha visto usted los informativos últimamente? –preguntó el hombre, en tono alegre. � |
MADRUGADA Está sentada en la cama, con la espalda apoyada en el cabecero y la almohada doblada en dos para no clavarse los apliques de madera. Él está acostado a su lado, con la cabeza apoyada en lo alto de sus muslos, abrazándole las piernas -le gusta dormirse con el olor de su coño llenándole la nariz, le ha dicho-. Cuando se acabaron los jadeos, bastaron dos caricias para tumbar a la bestia. Ahora, él duerme y ella fuma hachís con la luz de la mesilla encendida para mantenerse despierta -son casi las tres de la mañana-. Estira el brazo para hacerse con el mando a distancia. Baja el volumen, pulsa el play y suena el cd que él le ha traído esa noche -de un tipo americano, no recuerda el nombre-. Se deja llevar, con la mano sobre la cabeza de él, dibujándole con los dedos entre el pelo, preguntándose cuántas veces se ha repetido aquella escena en los últimos seis años... Sigue fumando, con la cabeza ladeada, huyendo de la luz directa de la bombilla. Lo mira mientras duerme con la boca entreabierta. Lo mira con la avaricia de quien sabe que tendrá que sobrevivir con lo que recoja esa noche. Lo mira y se da cuenta de cuánto ha cambiado. Es capaz de percibir con más detalle el paso del tiempo sobre él que sobre ella misma. Es una de las cargas impositivas de los amores obsesivos: el otro lo ocupa todo; también los espejos. Sabe que no debe seguir con él con la misma seguridad con la que siente que debe seguir a su lado. Desde el principio, aquella relación se transfiguró en una especie de designio de los dioses, de reencuentro de fuerzas telúricas, de predestinación, transformándose con el tiempo en el camino tortuoso hacia la gloria. Desde el primer día, ella convirtió aquella historia de amor en la historia que salvaría su vida de la mediocridad. Y aun sabiendo que era un error, dio aureola de Mesías a quien sólo debía ser Romeo. De todos modos, no tiene remordimientos. Se lo advirtió desde el primer día. “Estoy loca -le dijo-; tengo papeles”. Él, que entonces sólo conocía la parte simpática de la locura que estaba a punto de comprar, se metió de lleno en la boca del lobo. Romeo cometió el error de creer que los tarados son seres enfermos, sí, pero especiales. Y las rarezas no paren necesariamente talentos ni son un modo privilegiado de entender el mundo -más allá de lo que pudiese parecer-. Todo eso lo descubrió tarde, es cierto, pero ella se lo advirtió desde el primer día. �� � El tipo americano sigue tocando, ajeno a la escena y, en cambio, siendo banda sonora perfecta para una situación repetitiva que no es lo que parece. Porque no son dos amantes revolviéndose contra lo que no puede ser, sino la muestra de una adicción mutua a la que hace mucho que ella llama por su nombre -no importa cuál, sólo importa que no es bueno-. Ella sigue repitiéndole al mundo que es más lo que él le da en esos ratos de privilegio -en los que es la elegida- que lo que los demás le ofrecen a manos llenas el resto del tiempo. Y sigue siendo cierto, pero empieza a no ser defendible. Los años se le están yendo en esa relación a medias que ya no confía en que llegue a ningún sitio. El tiempo pasa y ella sigue amando con la fe ciega de los místicos, esforzándose por saciarse queriendo a quien, la mayor parte del tiempo, es un intangible -como Dios-. Pero para alguien como ella -siempre perdida, siempre con la sensación de estar fuera de lugar, siempre dudando-, amarlo es una certeza a la que no está dispuesta a renunciar, a la que se agarrará hasta arrancarse las uñas para no perderlo. No tiene sentido tirar por la borda la brújula para seguir en mar abierto a la deriva. Mira el reloj. Son las 3:47 de la madrugada -demasiado tarde para él y demasiado temprano para ella-. No puede dejar que siga durmiendo, lo sabe. Y aunque no va a hacerlo, fantasea con deslizarse en la cama, apagar la luz y dormir abrazada a su condena. Y despertarse al día siguiente con olor a café y a ganas. Y sigue imaginando y se maravilla ante lo cotidiano, ante esas naderías que, como puntadas en tela, mantienen unidas las piezas. Y sin darse cuenta, mientras cierra los ojos y se imagina a su lado comprando en el Carrefour, se echa a llorar. Deseando una rutina para la que no tiene permiso, llora; despacio y débil, como quien ya tiene el cuerpo hecho a penas mayores y aquella se le queda pequeña. Se seca la cara. Apaga el cd. Decide despertarlo, llamándolo bajito por el nombre y pasándole un dedo por la cara. Desde abajo, él abre los ojos y la mira. Primero con sorpresa, como si no esperase encontrársela allí; después, con más ternura de la que es capaz de arrancarle nadie. Y como tantas veces, tendido allí, a sus pies, se pregunta por qué no duerme en aquella cama... ¿Qué hora es? -pregunta. Muy tarde. Casi las cuatro. ¡Joder! Salta de la cama y se viste sin decir nada. Ella es consciente de haber apurado el tiempo al límite de lo permisible, pero no se disculpa. Entiende que aquel es un lujo para el que tiene licencia. Cuando ella aún no ha dejado de sentirlo acostado en la cabecera de sus muslos, él ya está en perfecto estado de revista y camino de la puerta. Se levanta detrás y se agarra a su cintura por la espalda. Él echa las manos hacia atrás, rodeándola. Se quedan así un momento, hasta que él dice “te quiero” y ella dice “me dueles”. Después, ella se separa para dejarlo marchar -no habrá escena hoy; está demasiado cansada-. En la puerta, él la besa en la frente y, después, en la boca. Está a punto de preguntarse otra vez lo mismo, de exigirse una razón para justificar que, después de seis años, siga saliendo de aquel piso a hurtadillas; pero recuerda la hora y aplaza el enésimo auto-juicio para otro momento. Antes de encarar la puerta del ascensor, se acerca a ella: A lo mejor puedo verte el jueves. Creo que mi mujer tiene guardia. Y ella desea que se vaya de una vez; para quedarse sola y enfrentar la sensación de patetismo que se la está comiendo por sentirse, con aquella migaja, la más feliz entre todas las Julietas. |
El amor urgente. “No hay nada más urgente que el amor cuando es amor”. Nos quema, nos hiere, nos hace llorar, reír, gritar, soñar, sufrir, cantar. Por él despertamos y somos fuertes, nos sentimos llenos. Con él dormimos y, a veces, desaparecemos perdidos en la almohada sin esperanza. � Paula abría cada día los ojos sin querer ver su soledad. Trataba de sorber las lágrimas antes de que salieran. Le quería, claro, llevaban juntos casi veinte años pero las cosas ya no eran como antes. Había pasado una de esas noches azul oscuro en las que los ronquidos rebotan contra las paredes de su cerebro y los huesos, que ya no son los que eran a pesar de que se consigue mantener en forma, duelen. Siempre era lo mismo, los niños, el colegio, la casa, el trabajo. Su página cada vez tenía más visitas y las ventas de su pequeña empresa se empezaban a afianzar. Pero estaba harta de no ver a nadie, de coser y coser, de actualizar, de no poder pensar en nada más. Sobre todo esos días en que la náusea de no haber dormido le atenazaba el estómago desde el desayuno. Él trabajaba mucho, esa era la excusa. Apenas un partido con el hijo mayor de vez en cuando era toda la relación que tenía con su familia cuando estaba en “modo trabajo”. Su carácter, desde siempre algo agrio, marrón, se convertía en esos momentos en huraño y distante. Paula siempre se preguntaba porqué no le habría dejado cuando se lió con aquella niña de primero cuando daba clases en la universidad. �
-¿Paula? ¿Eres “mi” Paula? Las mejillas de Paula ardían rosa fuerte y el corazón casi se le salía del pecho. Javier. Cuántas tardes había pensado en él. Cuántas veces en taxi por Madrid había recordado su último encuentro. Un par de adolescentes. Ese último beso en verano, antes de salir hacia� Nueva York. Un encuentro casto, blanco, sin ningún mal recuerdo. Llegó al día siguiente a Sevilla a tiempo para recoger a los niños en el colegio. Encendió el PC y miró su correo. Lo mismo de siempre. Los del grupo de teatro reclamando su presencia y su amiga y socia Luisa desde Milán hablando de sillines, guantes, medidas y demás. Qué aburrimiento. Abrió el correo de la página web para chequear los pedidos y se encontró un mensaje de la tarde anterior en el que Javier le pedía disculpas por su brusquedad y le contaba lo feliz que estaba por haberla encontrado. Javier. Esa noche el sexo fue bastante mejor. Su marido le preguntó si había dejado un amante en Madrid porque la encontraba diferente. Le costó una mirada de desdén, hielo azulado flotando en el aire, pero…se sentía diferente, si. Iniciaron una correspondencia electrónica diaria que duró meses. Ella le contaba lo que había hecho todo ese tiempo y él le hablaba de recuerdos de chicle, azules, verdes, rojos en los que estaba ella. Ella le dejaba hablar y él en compensación lo hacía. Hablaba y hablaba llenando una línea tras otra una noche tras otra. Ella se empezaba a reconocer en lo escrito y� él se volvía loco letra a letra preguntándose cómo había llegado al extremo de escribirse y contestarse a sí mismo. Paula, su locura. -¿Cuándo nos vemos? – Sonó, ávida, la voz de Javier al otro lado del hilo. Verano. Las semanas siguientes fueron de preparativos y nervios. Paula sonreía feliz y su marido se sentía bien porque ya no parecía tan cansada, tan harta. Sus días eran un deseo permanente. Anaranjado,� purpurado, amarillo vivo, rojo de puesta de sol junto al Atlántico. Vestido de brillo intenso, luz blanca cegadora. Gimnasia, piscina, comida sana. Javier. Llegar al ordenador y leer aquellas palabras que empezaban a acariciar su cuello, sus mejillas y hacían que un escalofrío de dimensiones desconocidas hasta entonces le recorriera la espalda erizándole la piel y endureciendo sus pezones. Sentía su voz en el oído susurrando aquellas palabras dictadas por la absoluta confianza que depositaban el uno en el otro. Javier esperaba. Simplemente era, estaba. Dejaba transcurrir las cosas. Apasionado. Enamorado. Esperanzado. Las breves conversaciones, por teléfono escuchando su risa, le aceleraban el pulso y le encerraban en el despacho a escribir. A acariciar esos hombros, a susurrar conjuros de amor eterno (en sonetos pésimos pero llenos de necesidad) en esos oídos que leían sus palabras y� las dotaban de una liquidez que humedecía toda la habitación y empañaba la pantalla. Paula. � Una mañana de septiembre Javier la recogió en la estación de Atocha. Se detuvo a un lado y, temiendo que fuera un espejismo fruto de su imaginación, la besó sin demasiado convencimiento. -Um, no me esperaba esto. Hace un tiempo no besabas tan bien como ahora.- Dijo ella demostrando bastante más tranquilidad que él. Pasión. Se dejaron caer sobre la cama. Sus besos, calientes, llenos de todos los sabores de todos los días de los últimos veinte años. Sus caricias hechas con la ausencia, cubiertas de la experiencia de otras muchas ya olvidadas. Enlazados, acalorados, junto con la ropa se fueron desprendiendo de los miedos y las vergüenzas. Las pieles bronceadas del final del verano brillaban con la intensidad de los días de sol que habían recogido. Se amaron. Ya no eran niños. Jadearon y gritaron. Se retorcieron y arañaron. Se mordieron, se insultaron. Sus manos no dejaron ni un centímetro de piel sin acariciar, sus lenguas, ni una gota de sudor sin recoger. Las caderas de Javier empujaron las de Paula y las piernas de ella envolvieron sin reposo las piernas de él. La entrega fue tan grande que simultanearon, perdiéndose en la puerta blanca de la paz extrema, sus orgasmos varias veces en ese rato. - ¿De qué te ríes?- Le dijo ella tumbada boca arriba desnuda sobre la cama. � De vuelta a casa se sintieron como los niños que vuelven de una excursión y se dan de frente con la realidad. Todo igual. Sus parejas grises, oscuras, enfermas de realidad y trabajo. Sus hijos, de colores pero apagados, otoñando prematuramente. “Necesito verte”. Paula encendió el PC y al ver esas líneas de negro sobre blanco aspiró profundamente y olió la piel de Javier, sintió a su lado el calor de su cuerpo, oyó su voz describiendo cada paso que habían dado esa mañana. Su aliento de nuevo recorrió su espalda y sus dedos buscaron curiosos bajo su blusa. Los vaqueros apretaban donde debían hacerlo. Entreabrió los labios y dejó escapar un suspiro. Comenzó a escribir: “Se va a Bruselas dentro de dos semanas otra vez ¿Quieres verme en la 403? Yo también te quiero. Besos de colores.” �
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EL PADRE COSME El padre Cosme cerró con cuidado la puerta tras entrar en la celda. Miró con curiosidad a aquel menudo hombrecillo que, sentado en una silla al lado del viejo catre adosado a la pared, se hallaba tan absorto en sus pensamientos que ni siquiera había notado la entrada del buen clérigo. De modo que a lo largo de un par de minutos, pudo observarle y estudiarle a sus anchas. � |