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lasacra1
lasacra1
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Fecha de ingreso: 24 de Febrero de 2010

XXXII CONCURSO DE RELATOS. FOBIAS.

25 de Abril de 2010 a las 23:45

Queda abierta la edición.

Creo que todos sabéis mejor que yo cómo va esto.

Si no me he equivocado el plazo se cierra el 6 de mayo a las 22.00 horas.

Vale cualquier relato que trate sobre miedos y fobias.

Recordad que me tenéis que decir quién escribe cada relato.

Suerte a todos.

concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 27 de Abril de 2010 a las 16:26

TEZ BLANCA, SONRISA CRUEL


��� La noche pasada volvió a ocurrir. Su cuerpo, tendido sobre la cama, se relajaba abrazándose al otro cuerpo yacente, el de su mujer. Mientras, en su mente, se libraba una batalla de neuronas que le hacían revivir unos miedos impropios para un hombre recién llegado a los cuarenta. No era normal que un payaso consiguiera que un hombre hecho y derecho, abogado, casado y padre de dos hijos, perdiese la cabeza de la forma en la que lo hacía cada vez que uno de esos seres de tez blanca y sonrisa exagerada se interponía en su campo visual. Aquello fue otra pesadilla más, del cual despertó al grito de “¡los payaaasoos!”


��� Su mujer volvió a consolarle; le abrazó, y le quitó el sudor de su frente con la esquina de la sábana que les cubría. Él se levantó y se enjuagó la cara con abundante agua fría. Eran las tres de la mañana y, mientras se miraba al espejo, se preguntaba cuándo acabarían sus continuos sueños que tanto le atormentaban. Esa mañana no pudo estar tranquilo durante el juicio en el que defendía a un oportunista acusado de diversos timos y estafas. Aunque su cliente tenía todas las de perder, cualquier otro día hubiese logrado una condena más beneficiosa. Pero ese día no consiguió mantenerse concentrado; el payaso de la noche anterior le dejó destemplado durante horas.


��� Tomás llegó a la conclusión de que quizás lo mejor era retomar sus sesiones de psicoanálisis. Su socio del bufete, Miguel, era el único ajeno a su familia que conocía su problema. Cuando Tomás se lo confesó, aquél dejó escapar una risotada por el que tuvo que excusarse segundos después. La imagen de su serio socio escapando de los malvados payasos le resultaba de lo más jocoso jamás escuchado… pero cuando aquella fobia empezó a influir en su rendimiento laboral, la hilaridad devino en preocupación. Fueron muchas las conversaciones entre Miguel y Teresa, la mujer de su socio, para que éste acudiera de nuevo a su cita con el psicólogo.


��� Varios días después, Teresa inició los preparativos para el cumpleaños de Tito, su hijo menor. Cumplía cinco años, y quería organizarle una fiesta en el chalet que sorprendiera a las madres de sus amiguitos. No podía consentir que la celebración de su hijo fuese de menos calibre que la anterior a la que acudieron, donde no faltaron todo tipo de jolgorios para los niños y bocados exquisitos para los padres. Y mientras repasaba la lista de invitados, Teresa tuvo una idea que no tardó en comunicárselo a su marido: “Tomás, si no puedes vencerlos, únete a ellos”. Esa mirada de ojos salientes la conocía muy bien él, y temía lo peor. “Quiero que mi hermano y tú os disfracéis de payasos”. De esa forma, Teresa conseguiría dar a la fiesta un toque de espontaneidad y, de paso, suponía un intento para que Tomás se enfrentara a sus miedos. O al menos así lo explicó ella. El rotundo “no” pasó al “ya veremos” en cuestión de segundos. La idea no le parecía ya tan descabellada. Ridícula sí, pero quizás efectiva. Eran muchos años padeciendo esa fobia como para no agarrarse a cualquier intento para finiquitarla por desviado que pareciese.


��� A falta de tres días para el evento, todo estaba preparado; y el disfraz de payaso, posado sobre la cama matrimonial. Al llegar del trabajo, Tomás entró con complicidad cotidiana en su habitación y, al ver semejantes trapos frente a él, sintió los primeros escalofríos de los muchos que sentiría los siguientes días. A pesar de los intentos de Teresa, su marido se negó en rotundo a probárselo. Tan sólo se lo pondría el mismo día del cumpleaños. Estaría media hora disfrazado y, tras las risas iniciales, se lo quitaría sin posibilidad alguna de bises en su estúpida actuación. Cada vez que se detenía a pensarlo, más ganas le entraban de quemar aquellas vestimentas, pero esta idea del disfraz se lo tomó como un último intento antes de volver a llamar a su psicólogo.


��� Tras tres días lentísimos, llegó por fin el día en el que Tomás se enfrentaría directamente a sus� miedos. Todo estaba preparado: en la cocina, decenas de bandejas portaban exquisitos manjares dispuestos a ser devorados por los invitados; en el jardín, globos de colores y una piñata ponían un toque de color al socorrido verde del césped. Sillas, mesas con manteles de papel que casi parecían querer fugarse con el viento… y un aparato de música que ambientaba el por entonces desolado jardín.


��� Llegó la hora de la cita: las seis de la tarde; y el timbre de la puerta parecía no dar abasto. La casa que había estado sesteando momentos antes, se convirtió en poco tiempo en una especie de manicomio recién inaugurado. Los gritos infantiles, las risotadas de las madres y el pomponeo de la música llegaban a la habitación de Tomás como un augurio de lo que iba a acontecer en breve. Teresa subió dos veces para recriminarle que aún no se hubiese disfrazado, que su hermano estaba ya abajo encerrado en el trastero esperando el momento estelar de su aparición ante los invitados. Él decidió entonces levantarse de la cama y seguir las órdenes de su esposa. Se desnudó, se colocó aquel mono parecido a un kimono con botones enormes, se acercó al baño, se pintó la cara de blanco, los labios rojos… se colocó la peluca rizada y anaranjada y apretó en su nariz la narizota roja de los payasos.


�� Una vez acabado, Tomás se miró al espejo con detenimiento, dedicando unos segundos a cada matiz de su nuevo rol. Su corazón empezó a embalarse, y llegó un momento en el que no se reconocía a sí mismo. Cuando a punto estaba de llegarle el ataque de pánico, decidió bajar veloz y cumplir con su compromiso. Al final de las escaleras le esperaba su cuñado, el cual lanzó una carcajada nada más verle. La mirada de Tomás dejó claro al hermano de su mujer que excesos… los justos. Teresa apagó la música y, con la misma ilusión que un Torrebruno con faldas, presentó a todos los invitados a los fabulosos….� ¡Tooomyyyyyyy y Tiiiicooooo!


��� La chavalería comenzó a gritar como desquiciados, y a tirarles todo tipo de objetos encontrados en el jardín. El payaso Tico optó por perseguirles como si de un ogro verde se tratase, mientras que Tomy quedó paralizado, viendo cómo Teresa y otros invitados adultos le animaban a seguir aquella farsa. Pero él no estaba por la labor… los sudores fríos volvieron a él al igual que en las noches de las más crueles pesadillas. Lleno de pánico, Tomás entró de nuevo en la casa y subió las escaleras como si le alcanzasen las llamas de un incendio. Llegado al baño, empezó a despojarse de su indumentaria a tirones, dejándose incluso marcas en la piel. La música y el jolgorio de abajo les impedían escuchar los lamentos en forma de gritos secos y lloros húmedos. Desnudo, arrinconado en el suelo, y con la cara blanca como único reducto de su frustrado disfraz, Tomás se ensimismó, dejándose llevar por los demonios que todos poseemos y que a veces aparecen para dañarnos con crueldad. Con la cabeza hundida entre sus piernas, se escondía de su realidad mientras su mente naufragaba en sus miedos, en sus recuerdos… Y le vino uno… fugaz, remoto, incompleto. Le vino la imagen de un Tomás con cinco años, alegre y feliz como cualquier niño de la edad. El pequeño celebraba su cumpleaños. Muchos niños correteaban y gritaban; él también, hasta que el payaso que los entretenía se lo llevó a una habitación pequeña de la casa de campo de sus abuelos. Mientras todos se divertían afuera, nadie se preguntaba dónde estaba el chico del cumpleaños. Aquel hombre de tez blanca, sonrisa excesiva y peluca anaranjada le habló de cosas que él no entendía, le rozó la piel con sus manos extrañas y creó un vínculo inexistente e inapropiado. Aquello ocurrió en un halo de extrañeza que un niño de esa edad no podía comprender. Tras cinco minutos que jamás debieron existir, el pequeño Tomás salió corriendo y, en poco tiempo, se integró en el grupo de niños alegres como si aquello no hubiese pasado. Su mente dejó apartadas las imágenes más grotescas… pero nunca consiguió olvidar en su interior la desviada mirada de aquel hombre disfrazado de payaso, con su tez blanca y su enorme sonrisa cruel.

concursoderelatos
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  • 28 de Abril de 2010 a las 22:53
LINA PONZOA


Corra el ao 1968. Por aquel entonces Barcelona era una ciudad curiosa, una urbe en expansin que se reflejaba en las aguas del Mediterrneo como un nio pequeo con ganas de descubrir.
La primavera anterior decid dejar mi pueblo natal, en la Sierra de Albarracn, para irme a trabajar a la Ciudad Condal. Mi madre guard silencio ante tanta insolencia. Mi padre simplemente me llam maricn y dej de hablarme.

No podra describir con palabras la sensacin de vaco que se apoder de m cuando pis el andn de la estacin de autobuses de Barcelona. Mi aspecto no destacaba mucho del de la mayora de emigrantes que cada da llegaban a la ciudad: Pantaln de pana, camisa de franela, maleta de cartn y cara de despiste.
Qu hacer? Dnde ir? Llevaba escrito, en un pedazo de papel de estraza, la direccin de un antiguo amigo del colegio. Miguelito siempre fue mucho ms espabilado que yo, y sobre todo mucho ms adelantado. No tard en caer en la cuenta de su especial tendencia… En un pueblo donde nios y nias vivamos en una realidad paralela, Miguelito era una nota disonante. Mientras los muchachos del pueblo perseguamos a las mozas y las espibamos cuando se baaban en la charca, durante las calurosas tardes de verano, l colgaba carteles de cine en su habitacin, aprenda a fumar con aires de Rita Hayworth y se tea el pelo de rojo.
Ni que decir tiene que la situacin no tard en ponerse fea para Miguelito. Una noche, durante las fiestas del pueblo, acab detenido en el cuartelillo de la Guardia Civil. Su delito, guiarle el ojo a un muchacho del pueblo vecino.
Una condena de dos meses en el penal de Teruel, en virtud a la Ley de Vagos y Maleantes, fue la cuenta que le toc pagar. Despus de aquello, Miguelito no regres al pueblo.

El barrio chino de Barcelona era un lugar variopinto y colorido. En cada esquina y en cada calle se respiraba vida en pleno esplendor. Por un lado las barriadas gitanas; buscavidas, trileros y quinquis. Por otro lado un mundo oscuro que navegaba entre el vicio y la corrupcin: los cabarets y las casas de putas.
Fue all donde Miguelito se convirti en Lina. La transformacin del paleto de pueblo en vedette transformista se produjo de forma gradual. Primero vinieron los escarceos dentro del mundo homosexual de la ciudad, despus las primeras actuaciones en locales de segunda.
De todo esto tena yo noticia gracias a la correspondencia que, a escondidas, mantena con Miguelito. Mi madre, aunque vea aquella amistad como una amenaza, mantuvo el secreto. Si mi padre se enteraba, sin duda me llevara una buena paliza.
Miguelito… Lina, viva en una pensin de mala muerte. Como la mayora de los travestidos del barrio chino compaginaba su actividad artstica con otras no tan claras… vamos, que haca de chapero en las horas muertas.
No es que aquello me causara una especial repulsin, de hecho, Miguelito y yo ya habamos hecho de las nuestras en el pueblo. A escondidas solamos encontrarnos en las bordas del pueblo, a las afueras. All nos conocimos mucho mejor y descubrimos lo que realmente ramos…aunque yo por entonces todava no lo tuviera claro.
La primera vez que me calc unos zapatos de tacn y unas medias de cristal me sent turbado. Lina se rea a carcajadas viendo como deambulaba por los callejones movindome como una sardina en un trigal. Era en la noche barcelonesa cuando Miguelito se converta en la autntica Lina Ponzoa. Un chapero de cach, de follar en el asiento trasero de un Tiburn negro y chuparla a curas de postn.
Mientras l ganaba billetes de veinte duros yo me tena que conformar con aviar a los reclutas que acudan cada tarde al barrio chino, a duro la paja y a cinco duros la mamada.

No era fcil ser maricn en Barcelona. El mundo que se abra al libertinaje y la lujuria durante la noche, se converta en una jaula de moralina durante el da. Las mismas personas que acudan en busca de Lina Ponzoa eran las encargadas de rechazarla como si de un animal apestado se tratara. Nunca tendr claro porqu sucedi, quin fue el desalmado que despus de abusar de la confiada Lina, la estrangul con sus propias manos hasta que sus pulmones explotaron. Pudo ser cualquiera: algn concejal del ayuntamiento, aqul coronel de caballera que disimulaba su cojera poniendo alzas en las suelas de su zapato derecho o quizs alguno de aquellos beatos que despus de manosear a Lina y babear sobre ella sus ansias de vicio se iban directos a la iglesia a darse de bofetadas en el confesionario.
Jams lo supe, en realidad ni siquiera me preocup de enterarme. Continu con mi vida, paseando por las calles del barrio chino cuando la noche resbalaba sobre la Ciudad Condal. El recuerdo de Lina Ponzoa se diluy con el paso de las semanas, nadie investig su muerte, a nadie le import que aquel crimen deleznable quedara impune. Slo fue una escueta resea en la pgina de sucesos del peridico: Conocido chapero del barrio chino aparece muerto en las cercanas del callejn dnde ejerca la prostitucin. Nada ms se supo de Lina Ponzoa, nadie quiso saber ms de Lina Ponzoa.




concursoderelatos
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  • 29 de Abril de 2010 a las 0:01

LA BRISA DEL PAIPAY

Radha vivía sola en el desierto, semidesnuda, y su única posesión era una penca de vergel; un paipay con el que se aliviaba del calor. A un lado de su jaula de tierra, la ampliallanura, estaba la villa de Piedrasbravas y al otro, a siete millones de pasos, el océano. Cuando el sol se instalaba sobre su cabeza Radha solía escapar de su castigo acercándose al círculo de la villa, donde se camuflaba con hojas de banano. La visión de un cuerpo desnudo, sobre todo si se trataba del cuerpo de una mujer, hubiera sido una catástrofe moral para los piedrabravenses. Para ella, quizá hubiera traído consigo una muerte a fuego lento, lo mismo que si la hubieran sorprendido tumbada en el plantío, cuando se acostaba sobre un lecho de hojas para procurarse el placer con los bananos.

Dos buques echaron anclas a trescientos pasos de la orilla, arrojados por el océano. A bordo de los botes de madera llegaba un grupo de extranjeros vestidos con sobretodos blancos abotonados hasta el cuello. Uno de ellos, que no era el más alto ni el que hubiera parecido el mejor guerrero, empuñaba un basto con una serpiente enroscada. Hablaban en una lengua extraña. Al del basto le llamaban daktar. De una pajarera de dos por dos pasos sacaron a un hombre encadenado; era similar a los hombres de la villa, pero no piedrabravense. Radha suspiró cuando le liberaron de su piel de acero. El prisionero hablaba su idioma y le utilizaban como traductor.

—¿Es usted habitante de Piedrabrava? —le preguntó el daktar. Radha no dijo nada.

—¿Quién es su marido? —insistió.

—No vivo con un hombre —contestó Radha con la mirada hipnotizada por el bastón enserpentado. El traductor informó al daktar de la respuesta, y añadió:

—Eso es imposible, daktar. Todas las mujeres viven con un hombre.

El daktar dio unas indicaciones a sus hombres, que mandaron traer otra pajarera del gran buque. Sus dimensiones eran similarmente penosas. Radha comenzó a hiperventilar.

—Vamos a averiguar de donde sale este pajarito desterrado —dijo el daktar, y cogió a Radha de la muñeca acercándola a la pajarera. Ella le mordió los dedos con un movimiento rápido. Él la abofeteó, partiéndole el labio.

—A lo mejor habrá que cortarle el pico —dijo el daktar.

Observaba a los hombres desde el borde de la plantación, no por curiosidad sino por el atractivo salvaje que supone el riesgo. Se acercaba a sus propios miedos en oblicuo, siempre oculta. Los hombres vivían en cabañas de adobe y palma, se encerraban con tierra por los cuatro costados; temían al viento y huían del sol. Y lo que era más extraño, cubrían sus cuerpos con prendas más o menos ceñidas, enjaulándose. La villa de Piedrasbravas era un lugar cerrado, radicalmente opuesto a la ampliallanura. La villa era un lugar peligroso, y sus familias vivían felices como las hormigas en sus estrechos túneles subterráneos. Cuando el sol había descendido por el vientre del día hasta el pubis de la noche, la luna refrescaba el aire y a las mujeres de la villa les entraba la gana de dejarse hacer el amor.

La comitiva de extraños cruzó el desierto a pie. El privilegio de viajar en volandas lo tuvieron el daktar y sus dos prisioneros: el traductor y Radha. A ella le habían alarmado tanto los barrotes que la habían tenido que anular temporalmente la consciencia apretándole las dos arterias del cuello. El ayudante del daktar iba junto a ella, metiendo las manos entre los barrotes de cuando en cuando para volver a anular su consciencia -con las dos manos- o para verificar que seguía con pulso -para lo cual sólo usaba una-. Llegaron al plantío de bananeros y los críos de la villa corrieron hacia sus casas. El daktar blandió su bastón y su serpiente para insuflar la sumisión en los piedrabravenses, que sin conocer la insignia, temían lo desconocido.

Un hombre regresaba a casa confinado en su melopea de odontol cuando todos los demás la dormían. Radha se acercó al chamizo que lindaba con la plantación para ser testigo de lo que pudiera suceder, aquello que hacía sonreír y llorar a las mujeres. La esposa dormía junto a una vela, el bebé lo hacía recogido en una esquina y Radha los espiaba asomando los ojos por los labios de la ventana.

—He dejado guiso de puercoespín en la cazuela —dijo la mujer semidormida.

—No tengo hambre —contestó el hombre, y a continuación se desnudó de cintura para abajo. De sus tres miembros australes, el del medio quedó pendulando dibujando un zigzag en sentido ascendente—. Además —añadió—, me estoy empalmando.

La mujer bostezó mientras se remangaba la falda, aún tumbada. El hombre se echó sobre ella e introdujo en su cuerpo una verga semialegre e indecisa. Con las manos agarraba la nuca de la mujer como si ella se fuera a escapar -cosa que no parecía que fuera a suceder-. Radha sintió tal angustia que salió corriendo hacia los bananeros.

—Díles que reunan a todos los hombres y mujeres en la lonja —ordenó el daktar al traductor, que transmitió la orden desde su jaula. En unos minutos todos estaban allí, alrededor de la jaula de Radha. El ayudante del daktar la reanimó pellizcándole un pezón. Estaba desnuda, y los piedrabravenses observaban su cuerpo con desprecio.

—¿De quién es esta mujer? —preguntó el daktar. Se oyó un murmullo, como una arcada popular. Los hombres desviaban la mirada hacia los árboles y las mujeres escudriñaban los gestos de sus hombres.

—¡Yo la conozco! —dijo una mujer saliendo del tumulto. Radha la reconoció: era la mujer que hacía el amor en el chamizo que lindaba con la plantación.

Con la espalda apoyada en el tronco de una palmera y con la única complicidad de la luna –que siempre se mantiene prudentemente callada- se afanó en el sexo platanero. Se trataba de su forma de placer; su proceder de vida. Sexo sin el corsé de las manos, con el instrumento siempre decidido del fruto de los árboles. Su placer era un lugar abierto, como la ampliallanura, el desierto. Como su desnudez, el océano y la brisa del paipay.

Radha se giró hacia la mujer que se había pronunciado.

—¿De qué conoce a esta mujer? —preguntó el daktar.

—Eran sus ojos los que me espiaban cada noche —contestó la mujer.

—¿Reconoce usted unos ojos? —dijo el daktar.

—Sí, cuando son los ojos de la locura —contestó ella. El daktar soltó una carcajada y se giró hacia sus ayudantes buscando complicidad. Ellos también rieron.

—¡Hullu aap kenam! ¡Hullu aap kenam! —decía el daktar agitando el bastón. La cabeza de la serpiente señalaba a Radha en su pajarera de dos por dos.

Mezclado con las risas de los extranjeros, los habitantes de la villa de Piedrasbravas volcaban un vómito de obscenidades sobre la mujer espía. Cuando el daktar elevó su basto hacia el cielo, la lonja quedó en silencio.

—¿Qué mas sabe de esta mujer? —preguntó.

Antes de que la mujer respondiera, su marido dio un paso adelante y habló por ella.

—Esa mujer está loca. Vive fuera de la villa, desnuda y en campo abierto. Nos roba los plátanos —el hombre consultó a su pueblo con la mirada—. Les agradecemos su captura. Dejen que nosotros nos encarguemos de ella.

El daktar meditó la respuesta. Unos piedrabravenses comenzaron a juntar leña en el suelo. Entre cuatro mujeres marmóreas arrastraron una cazuela y la colocaron sobre la pila de chasca.

El ayudante de daktar se acercó y le habló al oído.

—No está loca, señor. Está muerta de miedo —dijo.

—¿Miedo? —contestó el daktar, trazando con una ceja un signo de interrogación horizontal.

—Sí señor. Miedo a lo cerrado. A esta comunidad cerrada, a la villa, a los tabiques de adobe que sellan las casas. Está aterrorizada por la estrechez de pertenecer a un solo hombre —explicó el ayudante—. Por eso necesita el cielo abierto, las orillas del océano y su desnudez.

—¿Me dice que no es una inadaptada social? ¿Qué no es una bruja enajenada?

—No, señor —contestó el ayudante—. No es nada de eso.

Los hombres de la villa prendieron la hoguera. El daktar hizo un gesto a varios de sus hombres y les ordenó apagarla. Los piedrabravenses bregaban por avivar el fuego con hojas de palmera mientras los hombres extraños del daktar la intentaban apagar con mantas.

El cerco que hacían las plantaciones alrededor de la villa no era lo peor; lo peor de todo era el cerco que se ponían los piedrabravenses con su forma de vivir. Las mujeres se echaban las cadenas sobre el cuello con los abrazos de un solo hombre, se encerraban en sepulcros de palmera y adobe como si hallasen el placer de los pájaros cautivos entre rejas. Se apretaban el refajo enchiquerándose las pistoleras y llevaban siempre el sostén bien ceñido, ahogando sus pechos.

—No aviven las llamas. Esta mujer no está loca. Sólo tiene miedo —dijo el daktar. A continuación ordenó a sus ayudantes que llevasen a Radha hasta la ampliallanura y allí la dejasen marchar—. Diga a sus hombres y mujeres que no teman por esta mujer —dijo el daktar dirigiéndose al piedrabravense que había tomado la palabra—. Nostros nos encargaremos de que no sea un problema para su villa. Cuidaremos de ella a distancia y vivirá libre en la ampliallanura. La mitad del plantío bananero quedará a su disposición.

Los piedrabravenses murmuraron ante la sentencia impuesta por el extranjero.

—¿Quiénes son ustedes? —preguntó el hombre—. ¿Por qué hemos de acatar sus decisiones?

—Amigo —dijo el daktar—. Somos los guardianes del alma, nos encargamos de lidiar con este tipo de padecimientos.

—¿Y por qué no la encierran? ¿No encierran ustedes a las almas corruptas? —preguntó el hombre.

—No cuando la corrupción del alma viene causada por un encierro —dijo el daktar para clausurar la reunión, y los piedrabravenses se marcharon de la lonja recogiéndose en sus casas o en sus cañas de odontol.

Angst, angosto, angostura, angustia; el pulso de Radha se vaporizaba y perdía el conocimiento. Espacios cerrados; físicos, mentales y generados por la convención. La libertad de Radha no se encierra con minúsculas pajareras; remonta siempre el vuelo ayudada por la brisa del paipay.

concursoderelatos
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  • 29 de Abril de 2010 a las 11:35

AQUELLA RISA EN MI CABEZA.

He sido juez durante 15 años y he descubierto que no hay nada que nosotros podamos hacer a lo que estos hijos de puta tengan miedo. Salvatruchas, latin Kings, hijos del verbo, new people… Se han repartido la ciudad y juegan a los pistoleros en las fronteras, y a los señores feudales en el corazón de sus barrios.
No existe para ellos posibilidad de reinserción en nuestra sociedad igual que no existe posibilidad de que una loba amamante a un cordero. Ellos quieren morir matando, creen en el martirio de los cristianos, en el Valhalla de los vikingos y se ven como futuros príncipes del reino de Satán. En la cárcel les espera un comité de bienvenida, visitas de sus putas, drogas y la posibilidad de una muerte digna empuñando un arma blanca.
No hay ninguna amenaza con la que podamos reconducir sus conductas.
Y he tardado años en comprender la única cosa que temen. Lo único en lo que evitan pensar como si fuese la imagen de medusa.
Cuando fui destituido de mi cargo, en aquellos interminables días bebiendo, apagando y encendiendo la radio, ignorando las llamadas de mis amigos, juro que podía oírlos reírse de mí, sentados en los destrozados sofás que sacan a la calle para controlar sus negocios, como si fuesen un nuevo modelo de empresario. Morenos, tatuados, sudorosos en sus ropas impecables de adolescente, riéndose y moviendo los brazos como monos.
Devorando el presente.
Evitando pensar en el futuro.
Compré una de esas máquinas en una tienda de televisión para fortalecerme y trabajé sobre ella tan duro que destrocé sus engranajes en pocos meses. Afeité mi cabeza y me clavé algunos piercings para no ser reconocido en mi itinerario de gimnasios y escuelas de lucha. Compré la maquinaria necesaria y adquirí el terreno adecuado para mis propósitos, intentando no prestar atención a las noticias, para que la prisa y la ira no guiaran de nuevo mis pasos. De nada serviría hacerme sentir la necesidad de asaltar sus barrios y sus casas con mi poder físico y con armas de fuego para llevármelos por delante, porque nada de eso podrían temer sus sucesores, las crías que ahora los están mirando con respeto, y nada podía aportar a sus vidas otra matanza en un barrio de pandilleros. Y de nada serviría amenazar la vida de sus hijos, porque esta gente procrea como roedores para no caer en el aprecio de ningún miembro de su progenie. Acabarían viéndome como una banda callejera más; una banda de una sola persona.
Cuando hube acabado mi proyecto, volví a prestar atención a las noticias; todo estaba allí, donde yo lo había dejado cinco años antes. Los new people, hijos del verbo, lating Kings, salvatruchas… jugando a sus juegos sucios. Pasando por la cárcel como nadadores que tiene que pasar por la ducha antes de volver a meterse en la piscina. Matando a blancos y morenos como un perro que mea en su propio jardín.

Usé una peluca, me quité los abalorios de tipo salvaje, sustituyéndolos por gafas de sol, sonrisa de dientes perfectos y moreno de crema autobronceadora, tatuaje de pega asomando por el cuello de mi camisa hawaiana. Me ofrecía mí mismo como cebo, comprando cocaína montado en un precioso coche nuevo, y permití que me siguieran a una zona despoblada. Incluso aparqué el coche correctamente para que intuyeran que era un pusilánime e imprudente cocainómano de la alta sociedad. Se acercaron a mí los que habían estado observando la transacción, jóvenes que sin duda estaban deseando adquirir algún tipo de rango en la jerarquía de la banda. A buen seguro llevaban armas de fuego.
Yo también.
Salí del coche sin darles la oportunidad siquiera de amenazarme y disparé en la barriga de uno de ellos, para que pudiera verme ataviado con mi pasamontañas de color sangre. Volé la cabeza del segundo antes de que pudiera llamarme “malparío” y al tercero le puse el cañón dentro de la boca.
Creo que seguía insultándome con los ojos.
Lo metí en el maletero mientras los observadores sacaban sus armas y se montaban en sus coches para seguirme. Tuve que conducir rápida e imprudentemente fuera de allí a riesgo de provocar un accidente en barrios pacíficos, ocasionando muertes que no me habría perdonado. Nadie llamó a la policía y nadie me siguió al corazón del centro comercial de la ciudad. Probablemente confiaban en sus contactos con la policía para rastrearme a través de la matrícula del coche.
Por fortuna, soy consciente de que si te sientas a comer con el diablo, debes llevar una cuchara grande. Y mi matrícula era falsa.
Cuando me dirigí al lugar en el que había desarrollado mi proyecto, lo hice en un todoterreno con un maletero más amplío, aunque mi joven mártir no pareció agradecérmelo. Dejé que me insultara y escupiera, provocándome para darle una muerte rápida y honrosa, pero no caí en la tentación.
Ya había caído en la tentación demasiadas veces en el pasado, buscando, sin éxito, aquello que esta detestable gente pudiera temer con tanta fuerza como para hacerles volver a sus repugnantes países de origen. Me había llevado quince años como juez encerrándolos bajo cualquier pretexto, obviando su edad, sus antecedentes familiares y los posibles atenuantes. Pero en la cárcel estaban cómodos, porque no les ofrecía una perspectiva desconocida acerca del futuro.
Abandonada la primera fase de mi oficio, contando tan sólo con mis propios recursos, los había dejado colgando por los pies, con el cuello rajado y el pellejo bajado hasta la coronilla. Los había quemado desde las rodillas hasta el torso. Había pinchado a sus mujeres embarazadas. Pero en la muerte estaban cómodos, porque no les ofrecía una perspectiva desconocida acerca del futuro.
En ningún momento había conseguido ofrecerles una perspectiva del futuro que no conocieran y que fuera lo suficientemente terrible. Hasta que tuve la revelación en un angustioso sueño que no quisiera volver a sufrir. Y abandoné la segunda fase de mi oficio para comenzar con la tercera y definitiva obra de limpieza y justicia.
Conduciendo un gran todoterreno hacia una cabaña en medio de la nada con un chico duro encerrado en el maletero del coche.

Lo até a una silla de madera que yo mismo había tallado. Tuve un momento de duda al comprobar que aquel aspirante a asesino no llevaba ningún arma. Le pregunté qué pretendían, siguiéndome hasta el coche. El chico tardó un poco en reconocerme sin la peluca y sin el pasamontañas de color sangre, en aquel cuartucho subterráneo poco iluminado. Supongo que prestaba más atención al olor a tierra excavada y la inescrutable sobriedad de la estancia, intentando averiguar dónde estaba. Le repetí la pregunta y el chico sonrío y me respondió que querían devolverme las bragas de mi madre.
Tenía valor; sería una buena prueba para mi teoría.
Le expliqué la primera parte de mi plan.

- Te cortaré las piernas por debajo de las rodillas y cauterizaré las heridas para que no mueras desangrado.

Me preguntó si yo era el payaso que había estado intentando que le metieran la quimba en los barrios de los latinos. Me aseguró que no le daban miedo las torturas, que la vida era más puta que yo, que a nadie le daba miedo.
Respondí que lo sabía.
Entonces, abrí la pequeña puerta en la pared y encendí las bombillas que había colocado cada cien metros a lo largo de aquel túnel. Era tan largo y recto que creaba la atormentadora perspectiva de reducirse hasta la cabeza de un alfiler. Si no se veía el final, era por la propia curvatura de la Tierra. Pero no era eso lo que parecía desde el pequeño cuartucho subterráneo. Parecía una caída interminable. Le expliqué la segunda parte de mi plan.

- Entrarás ahí y encontrarás agua y comida a dos días de distancia. Lo suficiente para que te puedas seguir arrastrando otros dos días. Y así será hasta que la locura te haga olvidarte de que algún día tú también morirás.

El chico guardó silencio. Supongo que tenía la boca seca, como la tuve yo cuando padecí aquel sueño revelador en que me vi solo e ignorado durante el resto de una existencia infinita.

- Te dejaré libre para que cuentes a los demás lo que yo te he contado. A partir de hoy, no volveréis a reíros de mis leyes, porque soy el amo de vuestro destino. Y ese será un destino sin gloria, sin muerte y sin final.

Dejé al chico cerca de su barrio. Le temblaban las piernas y ya no maldecía.
El trabajo no ha finalizado, por supuesto, dado que mi palabra aún tiene que difundirse y hacerse carne en sus pesadillas. Pero ahora, al menos, sé que estaré en sus pesadillas y que todo lo que hagan será bajo el respeto a mi temible represalia.
Y eso hace que haya dejado por fin de sentir miedo.


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  • 29 de Abril de 2010 a las 22:53
�������������������������������������������������������������� NIÑA MALA



Cuando se fue a vivir a la ciudad Silvia confirmó que algo le sucedía; hasta entonces había conseguido pasar de largo por aquella agonía que sentía cada vez que se encontraba en un lugar estrecho o con demasiada gente alrededor. Lo supo con seguridad la primera vez que tuvo que subir a un ascensor. Y lo constató cuando acudió a aquel edificio de 15 plantas donde le hicieron su primera entrevista de trabajo, recién acabados� sus estudios. Ya había notado antes aquellos síntomas molestos, pero siempre había conseguido dominarlos y había aprendido a vivir con ellos. Llegó doblemente nerviosa y con un sudor frío, a la planta 12, después de decirse que eran demasiados pisos para subirlos andando. Una vez hecha la entrevista y de concertar una nueva, ésta con el que podría ser su jefe pronto, volvió al ascensor para bajar a la calle. Entró en la cabina junto a un hombre de mediana edad. No habrían bajado más de un par de pisos cuando el ascensor, sin previo aviso, se paró entre dos plantas y se quedó sin luz, dejándolos a oscuras.

Las primeras palabras fueron bromas sobre la situación. Después risas nerviosas y la voz serena del hombre que decía que no pasaba nada y que seguro que aquello se arreglaba en un minuto. No fue así y de forma prudente, encendió la pequeña llama de un mechero y con esa luz buscaron el timbre de alarma. Pronto escucharon, por el telefonillo, la voz del conserje que les informaba de que no se había enterado de lo que pasaba y que rápidamente,� iba a dar parte al servicio técnico y les recomendaba que estuvieran tranquilos hasta que vinieran.

La pequeña luz se apagó con un chisporroteo y sonó un juramento, lanzado por el hombre al quemarse los dedos. Silvia se recostó en una de las esquinas de la cabina tratando de guardar la calma, sabiendo que si aquello se alargaba, no lo conseguiría. Inspiró y expiró profundamente y trató de pensar en otra cosa. Pero aquella angustia que sentía siempre, cada vez que algo traía a su recuerdo aquellos sucesos que deseaba olvidar y nunca lo conseguía, se añadió a la que ya la dominaba por estar allí encerrada.



“Estaba todo muy oscuro y Silvia tenía mucho miedo. Se sentía tan agotada de tanto llorar y gritar que, finalmente, se había quedado dormida. Había llamado a su padre pidiéndole que la sacara de allí en todos los tonos posibles y entre súplicas y promesas de que si la perdonaba iba a ser buena. Sin obtener respuesta.



Por eso, cuando se despertó y abrió los ojos pensó que se había quedado ciega, ya que no veía absolutamente nada, sin darse cuenta de dónde estaba, hasta que se puso de pié y dio con la cabeza en el techo de aquella despensa pequeña y sin aire. Comenzó a chillar de nuevo presa de un ataque de terror y volvió a llamar a su padre desgarradoramente, pidiéndole, por favor, que le sacara de allí. No conseguía moverse, estaba como paralizada y su corazón martilleaba en su pecho como un taladro. “Sácame de aquí, papá, por favor, sácame” repetía una y otra vez con voz apenas audible. Pero nadie le respondía.


Fue entonces, estando presa allí dentro, cuando supo que era una niña mala y su papá la castigaba encerrándole a oscuras para que aprendiera a ser buena. Solo que ella no entendía qué era lo que hacía mal, así que no conseguía enmendarse.”

Dentro del ascensor el aire se había vuelto espeso, o al menos a Silvia le faltaba el suficiente para poder respirar. Comenzó a sentir un frío intenso y luego muchísimo calor. El sudor, pegajoso y helado, resbalaba por su cuerpo y su cara. Le latía el corazón a tanta velocidad, que supo que le había dado una taquicardia. Comenzó a hablar sin saber muy bien lo que decía, repetía una y otra vez que le sacaran de allí, que por favor alguien le ayudara a salir de allí. Cuanto más lo repetía mas levantaba el tono de la voz hasta que acabó chillando enloquecida que necesitaba salir, que se ahogaba y que por favor alguien abriera la puerta de una vez. Sin siquiera darse cuenta comenzó a quitarse la ropa; las prendas la molestaban, no la dejaban respirar, sentía verdadero terror a no tener aire, a la oscuridad y se fue desnudando para sentirse más cómoda,

En medio de la oscuridad unos brazos la rodearon y la voz del hombre comenzó a susurrarle palabras tranquilizadoras evitando, al sujetarle firmemente, que siguiera desprendiéndose de su ropa. “Tranquilízate, vendrán enseguida, no pasa nada, solo es una avería, aquí estamos bien, hay suficiente aire para unas horas y antes de que falte ya habremos salido. Aspira fuerte,� y luego expira despacio”. Y siguió hablándole todo el tiempo, suavemente, con paciencia.


Acabaron sentándose en el suelo. Silvia reposó la cabeza en el hombro del hombre y se quedó muy quieta escuchando lo que él le decía en voz muy baja y convincente. Temblaba y sus dientes castañeteaban y escuchando lo que él decía, los recuerdos volvieron a su cabeza.

“Ella era una niña mala y su papá la castigaba si no se portaba bien, tenía que estarse quieta mientras él jugaba con ella a aquellos juegos que no entendía y sobre todo no tenía que llorar ni decir nada a nadie, porque si lo hacía volvería a meterla en la despensa y nunca le sacaría de allí”.

Con los ojos cerrados y sintiendo el olor de aquel desconocido tan próximo ahora, las lágrimas corrieron por sus mejillas. Jamás había hablado a nadie de lo que le había sucedido. Cuando por fin lo hubo comprendido, había tratado de apartar de sus recuerdos aquellos años horribles, sin conseguirlo jamás. Nunca había tomado un avión, siempre había huido de los lugares cerrados o llenos de gente, pero sobre todo nunca había podido confiar en nadie y menos en los hombres. Se preguntaba porqué había entrado en aquel ascensor, porqué lo había hecho si sabía que le producía terror.

Se escucharon golpes fuera de la cabina, “¿ves? Le dijo él, ya vienen, no tardarán mucho en sacarnos” Y allí mismo, arropada por la oscuridad, muy asustada y llevada por un impulso irrefrenable, le contó a aquél hombre porqué se ponía enferma si se quedaba encerrada en un lugar pequeño y sin luz y aquello otro, inconfesable, que jamás le había dicho a nadie, ni siquiera a sí misma claramente: que su papá la castigaba porque había sido una niña mala, muy mala y que solo le perdonaría si era buena, muy buena con él. Y ella siempre había creído a su papá.
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  • 30 de Abril de 2010 a las 13:04

EL INTERNO 463


CASO JOHN RUSH (HOMICIDIO)

Expediente de Investigacin XXVI


...tras dejar anotado en el historial que se ha vuelto habitual, aproximndose las 13 horas y casi al trmino de la sesin teraputica diaria que dirijo personalmente, que el interno 463 se vea asaltado por una nusea irracional, seguida de sudoracin fra y dilatacin de pupilas, sntomas visibles que slo remiten cuando consigue, atendiendo a mis instrucciones, quitarle mentalmente el tres a la hora, o bien convencerse de que, frente a l, el reloj digital de la consulta, contra toda lgica, est marcando el ao 1300.

[…]

Jams ninguno de los miembros de la corporacin mdica se enfrent en su vida profesional con un caso tan agudo. […] Tal es el extremo alcanzado por su trastorno, que si perdiera siete dedos de sus pies o manos, se amputara l mismo el octavo.

[…]

Antes de ingresar en este y otros centros, durante su vida cotidiana, el interno 463 no slo evitaba tener relacin directa con el objeto de su fobia, sino que tampoco poda soportar una exposicin siquiera tangencial al mismo. Por poner un ejemplo, adems de no haber residido nunca en una decimotercera planta, tambin procur siempre no mirar las matrculas de los coches ni acercarse a menos de cincuenta metros de un vendedor de loteras. Cuando contaba trece objetos iguales, se desvivan por obtener el decimocuarto.

[…]

Gracias al trato de favor dispensado por ustedes para con este interno, se ha logrado atenuar el efecto nocivo del pnico y la angustia, as como controlar en lo posible su ansiedad mediante un tratamiento con frmacos especficos. Como ya conocen, se trata del nico paciente al que tanto el personal sanitario como el funcionariado se dirige por su nombre de pila, para evitar que tenga constancia de su nmero de interno y que extraiga conclusiones cabalsticas que lo aboquen a una crisis. Podra parecer exagerado y, sin embargo, segn sus propias palabras, considera la peor poca de su vida aquella en la que mantuvo la edad de 31 aos, y tenemos constancia de que desea con fervor morirse antes de cumplir los 49.

Por suerte para l, el ao slo tiene doce meses. El decimotercer da de cada uno de ellos, su neurosis le fuerza a mantenerse debajo de su catre, sin salir de su celda ni para acudir al comedor y hacindose encima sus necesidades llegado el caso. […] Durante estos periodos crticos, varios mdicos y funcionarios permanecemos cerca del paciente, vigilando sus constantes vitales y evitando tanto las temidas autolesiones como nuevas exposiciones a la entidad fobgena. Ya se encuentran ustedes semanalmente informados de todas estas incidencias constantes y de las leves mejoras que, no obstante, venimos observando.

El servicio psiquitrico al que represento agradece las concesiones con que la direccin ha favorecido a los facultativos, facilitando enormemente la consecucin de circunstancias ambientales ptimas que el interno 463 ha precisado y precisa. Comprendemos que los crmenes que cometi obligaban a tomar medidas ms frreas de control, y que la comisin interna encargada del caso ha tenido que establecer infrecuentes alteraciones en el protocolo de seguridad extrema que requieren presos como el 463, considerados peligrosos, adaptndose en todo momento a las indicaciones sanitarias promovidas por el tribunal de apelacin en su auto y reflejadas en el acta de ingreso.

[…]

Tras el seguimiento exhaustivo llevado a cabo en este centro, no podemos ms que corroborar las diligencias y el diagnstico del equipo forense que actu en el juicio contra el interno, confirmando sin dudas que su triscaidecafobia fue el motivo por el que cometi los trece asesinatos por los que en nuestra prisin responde. Tambin es su enfermedad la razn por la que, en un acto de clemencia sin precedentes, conmutaron in extremis la ineludible condena a muerte por una cadena perpetua que habr de cumplir ntegramente en este pabelln psiquitrico, mientras las autoridades estatales no decidan su traslado…


Extracto del primer informe semestral presentado por el director del Pabelln de Psiquiatra, Dr. John Rush, a la direccin de la Prisin Estatal IV de California, referente al interno 463, con fecha 4 de octubre de 2008.


Sacramento, a tantos de tantos de 2010.


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  • 1 de Mayo de 2010 a las 20:28
El Congreso

—Dame un cigarrillo, anda, que me estoy poniendo cada vez ms nerviosa.
Quien habla es Sara Lezcano, estudiante de Psicologa en la Universidad de Oviedo y una de las responsables de organizar la conferencia sobre miedo, que se celebra cada ao, desde 1917 y a la que asisten los alumnos de ltimo curso.
Los ponentes suelen ser profesionales de prestigio. Este ao, sin embargo, el presupuesto se ha reducido drsticamente, por lo que van a intervenir profesores del propio centro y dos invitados: el doctor Rojas, una eminencia en el campo de la fobia a las araas y una segunda figura, an por determinar.
—Desde que empezamos en cuarto no fumo. Pens que ya lo sabas, Sara. —Quien le contesta es Araceli Sotomayor, miembro de la organizacin del congreso, elegida por sus compaeros como depositaria del Libro Pistachn, un cartapacio de anillas, donde se recoge la informacin acumulada desde el inicio de la convencin anual.
Su impulsor fue el alumno Javier Andrade, quien ya durante sus estudios de segundo ao ide el formato del congreso y la frmula para captar a los mejores ponentes. Se le conoce como el Congreso del Oh!Miedo, un guio a la homofona con Oviedo.
El albacea de la tradicin es el Conserje de la Facultad de Psicologa, que custodia el Libro y slo lo entrega durante la decimotercera semana del ao a la alumna responsable de reflejar los acontecimientos en l. Desde sus orgenes, el Comit se forma con trece alumnas elegidas por los alumnos.
En el Pistachn se conservan los carteles, los nombres de los ponentes, los asistentes, detalles, en suma, de cada evento narrados por una voz distinta en cada oportunidad.
Las fechas del suceso varan todos los aos, porque al menos uno de los tres das ha de caer en martes o en viernes, 13, de acuerdo con las normas de 1917.
—Estoy a punto de sufrir un ataque de pnico, Araceli. Mira cmo me tiemblan las manos. Si no puedo articular palabra sin que mis dientes castaeteen.
—Tranquilzate. Qu es lo que te ha pasado al telfono, ta.
—Que Rojas me ha dicho que no trabaja ni en martes ni en viernes trece.
—Eso te ha dicho la superestrella de la psicologa del temor? Qu cabrn! Lo mismo quera ms dinero. O que se la chuparas. Que tiene fama de ser un poco crpula y mujeriego.
—No estoy para bromas, ta. Que tenemos que lanzar el cartel este sbado y me quedan, nos quedan, dos ponencias para completarlo. Me preocupa mucho la de cierre, ta.
—Podemos traer a una enferma en lugar de a una estrella de la prctica mdica.
—T ests loca, Araceli!
—Pues eso es lo que te sugiero, traernos a una loca. Qu te parece Tetona Jurez? Esa ta le ha hecho una cubana a todos los profesores de Estadstica, desde Primero. Pero no la chupa porque teme quedarse embarazada extrauterinamente, que dice que lo vio en una pelcula de vampiros.
—Araceli, esto es muy serio, ta. La vamos a cagar si no cerramos el cartel antes del prximo lunes, como muy tarde.
—Acabas de decir el sbado, ta, en qu quedamos.
—Que prefiero finalizar el sbado da siete y olvidarme, que no el lunes nueve. Si las que andan escaqueadas se comprometen por lo menos a pegar carteles.
—Y que ayuden a cobrar. Que somos doscientos cincuenta alumnos y hemos pagado cuarenta.
—Ahora que hablas de cobrar! Tengo que llamar a la librera Paradox, a que nos enve alguien los ejemplares para el sorteo y tambin a la casa de muecas Hilarin, para que manden los pierrots de cermica.
—Y quin se va a encargar de soltar las araas y las ratas por el saln de actos?
—Haba pensado en los hermanos Tarado. Como hacen honor a su apellido en todas las fiestas y murgas que se organizan.
—Es verdad, ta. No me los imagino en un hospital, como psiclogos, tratando fobias. Estos dos son capaces de envenenar a la paciente con cualquier excusa, para podrsela cepillar durante la guardia de fin de semana.
—Yo no los veo tan as. Eso t, que te liaste con uno y al final te follaron los dos.
—Ya te digo. Como que le he cogido un asco a todo lo que viene doble. En casa me he cargado un candelabro de los dos que tenamos encima de la mesa del comedor. Detesto la gemelidad, Sara.
—Qu tarde se me ha hecho! Yo me voy a comer, ta. Vuelvo como a las seis. Qu sabes de Sonia y las otras? Por qu no las llamas y que se pasen por el cuartel general? Es que estoy un poco hasta los ovarios de llevar la carga del congreso yo sola.
—Te recuerdo que he sido yo quien lo ha organizado todo, Sara. T ests interviniendo ahora, al final, porque de repente se te ha despertado el inters sobre la fobia y todos los tratamientos de tercera generacin.
—Ya lo s, Araceli. Perdona, oyes, pero es que me agobio mucho con todo esto. Y s, te parecer una barbaridad en una futura psicloga, pero le he cogido miedo, de nuevo, a la oscuridad. No me preguntes cmo, porque no tengo ni idea. Que me voy a comer! Cierras t?
Al marcharse Sara, Araceli se anima a tomar las riendas. Telefonea al hospital de la Merced y tambin al profesor San Juan, de Psicopatologa, que reside en Barcelona.

Amar el miedo, esa es la verdadera razn de nuestra existencia como psiclogos. Freud lo amaba, dedic su vida al estudio de la neurosis, de las fobias. Os acordis del caso Juanito?
Un estentreo S! proveniente de las gargantas de ms de doscientas personas anim al ponente, el profesor de la Autnoma de Barcelona, San Juan, —al que las alumnas haban rebautizado con el sobrenombre de Don Juan a proseguir.
“El doctor Freud tena pavor a los ojos; por eso introdujo el divn en la prctica psicoanaltica. Sentndose a la cabecera del paciente para no tener que mirarle a la cara. Puede alguien apagar las luces?”
—Si apaga las luces me muero, ta. Yo me voy afuera y entro luego.
—Esprate un momento Sara; que ya va a terminar.
—Que me cago, ta. Que no soporto la oscuridad. Ni el cine ni nada, ta. Que estoy en tratamiento desde hace ms de un mes.
—Pues cuando salgas dile a Sonia y a las hermanas Gmez que en cuanto termine San Juan, suelten los ratones de laboratorio. Se van a ciscar los asistentes. Por cierto, han llegado los Tarado con los libros y los muecos?
—Me voy ta, que van a apagar las luces ya. Les llamo desde fuera y te cuento luego.
“Como podis observar en la diapositiva, el divn est cubierto de un echarpe o una tela damasquina. Entre 1938 y 1939 se tumbaron decenas de personas en l, sin que la tela fuera cambiada jams. Los caros deben de saber psicoanalizar. Podis visitarlo en Hampstead.”
—Qu jodo! Y qu bueno que est. Por cierto, a dnde se ha ido Sara, Araceli?
—Joder, Sonia, qu susto me acabas de dar! Sabes que tienes que soltar los ratones en cuanto acabe, verdad?
—Y una mierda! No toco un ratn de esos ni por todo el oro del Banco Herrero.
—Pues busca a cualquiera de las del Comit, pero hay que soltarlos ya. En dos minutos, vamos. Y las araas, quin las tiene?
—Marcela trajo algunas de las pequeas. De campo. Tambin hay dos tarntulas. Eran muy caras en la pajarera, as que no se compraron ms. Qu asco me dan! Ves como se me pone la piel?
—Sin luz no veo nada, Sonia. Ya ha terminado. Venga, avisa y que acten pronto. Yo me voy a organizar el piscolabis y te veo luego.
El cierre de la ponencia de San Juan coincidi con la suelta de los roedores y de las araas. Desde fuera del saln de actos se escuchaban los gritos histricos de los futuros psiclogos.
—Ha estado genial. Genial, genial y doblemente genial. A quin se le ocurri lo de soltar las ratas? Seguro que a Sara. Qu cabrona eres!
—Quin tena que hacer las estadsticas de la encuesta de fobias?
—Una alumna del grupo B. Pero hoy no la he visto en todo el da.
—Se ha escaqueado un montn de gente. Cmo se pasa la pea, ta.
—Carmen, despus del tentempi nos movemos, que quiero saber por dnde andan los gemelos. Nos queda sortear los libros y regalar los pierrots a los ponentes.
—Porque eres la responsable del regalo, pero de verdad que no entiendo porqu has elegido eso. Yo les tengo pnico a los polichinelas, pierrots y todos esos del Teatro del Arte.
Junto con el cheque cada ponente recibe un smbolo de la fobia que padece. Siempre. El Conserje es quien se encarga de descubrir cada miedo, de lo que informa a la alumna que se hace cargo del Libro. Todos los aos. Desde 1917. Sin fallar jams. El miedo a los muecos de cermica se encuentra muy extendido entre los profesionales. En 13 de las ediciones se atestigua.
—Y ahora qu viene?
—El doctor Marn, del hospital de la Merced, se acercar con una agorafbica que lleva 10 aos sin salir de su casa. Veremos cmo la sienta delante de todos los alumnos.
—Qu pasada! Ese caso va a ser el broche del congreso.
—Araceli, ven por favor. No te vas a creer lo que ha sucedido.

Los hermanos Tarado, estudiantes de cuarto de Psicologa, se salieron de la carretera. El viernes 13 de junio de 2008. Uno de ellos falleci. El otro qued hemipljico. Los ponentes no recibieron sus pierrots. El lunes, 16 de junio, Araceli cerr el libro y se lo entreg al Conserje. Siguiendo las instrucciones de Javier Andrade, escritas en el interior, antes incorpor la esquela referida al deceso violento del da 13. Siempre haba sucedido que alguien relacionado con el Congreso desapareciera el trece, fuera martes o viernes. El garante del libro lo saba, porque acceda a la informacin de todos los aos anteriores. Araceli incluy la esquela en el dossier de 2008 y respir profundamente. Ya no era de su responsabilidad.

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  • 2 de Mayo de 2010 a las 13:45

EL DOCTOR HOUSE

La segunda ambulancia llegó pocos minutos después. Sus pasajeros venían a ser otra vez del mismo tipo: jóvenes víctimas de ese cóctel de velocidad, riesgo, nocturnidad y alcohol propio de los fines de semana en las carreteras de los alrededores de la gran ciudad.

El primer paciente que bajaron del vehículo motivaría, a buen seguro, que se interrumpiese el sueño de la coordinadora de transplantes. Y es que el traumatismo craneoencefálico de aquel chaval era de tal magnitud que no daba otra opción que la de aprovechar sus órganos en tanto que se mantuviese una mínima vida vegetativa en su organismo.

Sin embargo, el segundo joven que sacaron del interior del vehículo parecía estar mejor. De alrededor de treinta años, algo obeso, y más bien bajito. Tenía una pierna rota, era evidente. Pero la fractura era cerrada y no daría demasiado trabajo a los de traumatología. Alguna contusión aquí y allá, y poco más. Respiraba de forma regular y rítmica, y sus constantes y su aspecto no parecían indicar una excesiva gravedad. No obstante, no respondía a los estímulos habituales. Parecía estar sumido en un coma relativamente profundo.

Llegaron los resultados de los análisis: una alcoholemia inferior a 0.25 g/L, y presencia de cannabinoides al límite del umbral de detección.

-¿Qué le ocurre a este hombre? No ha tomado ni sedantes ni opiáceos.
-Y muy poco etanol por lo que veo.
-Pues la radio de tórax y el electro son normales, y el resto de los análisis y exploraciones no explican ese coma.
-¿Y si le preguntamos al Dr. Salcedo?
-¿Está hoy de guardia?
-Le he visto en la cafetería hace un rato.
-¡Anda, que suerte! Mira, precisamente viene hacia aquí.

�El doctor Salcedo era un veterano internista que lo había visto prácticamente todo en medicina. De estatura notable y porte más bien desgarbado, había conseguido por su agudeza y sus conocimientos y por su sentido común en el diagnóstico diferencial dos cosas, de las que no sabría decir si se sentía orgulloso o más bien fastidiado. Una era que todos le llamasen, desde hacía unos meses, doctor House. La otra, que siempre se acabase pidiéndole consejo, como si él fuese el más elevado tribunal de apelación y consulta en medicina, cuando algún paciente presentaba síntomas inexplicables, o no respondía al tratamiento iniciado en base a un primer diagnóstico provisional.

Escuchó con paciencia a los dos residentes, el joven de larga melena y la muchacha de los piercings. Mientras ellos le exponían el problema del accidentado en coma, el Dr. Salcedo pensó en lo diferentes que eran los médicos jóvenes de las últimas promociones, si los comparaba con los de sus años de MIR allá en Murcia, en el Hospital de la Virgen de la Arreixaca.

-Explorad con cuidado el cráneo, el cabello, el macizo facial...
-¡Ya lo hicimos antes!
-Pues volved a hacerlo, caramba. No podemos descartar una conmoción cerebral traumática. Un golpe en la cabeza que apenas haya dejado huellas.
-Tendría algún chichón... vamos, algún hematoma bajo el cuero cabelludo, ¿no?
-Por eso os digo que le exploréis de nuevo.
-¿Y si tiene una lesión por inercia, por latigazo o como queráis llamarla?
-Muy bien, doctora. Es una buena posibilidad.
-Nada. Sigo sin encontrar nada.
-No te preocupes, doctor... – miró la etiqueta identificativa del joven médico residente. – doctor Sanchís. Y bien, muchachos. ¿Qué se os ocurre que podemos hacer ahora en este caso?
-Diagnóstico por la imagen.
-Muy bien, caballero. Pero, ¿podrías ser más explicito?
-Tac o resonancia.
-¡Muy bien, doctora! ¿Cuál de esas pruebas hacemos? ¿o las haremos las dos?
-Como el paciente está inconsciente, yo creo que vale la pena aprovechar para meterlo en el aparato de la resonancia.
-¿Opinas lo mismo que nuestra amiga?
-Pues... sí, claro.
-¿Pensáis en algún tipo de medida o precaución especial en este caso?
-¿Especial? ¿Por qué?
Desde archivos acababan de traer la historia clínica del paciente. El doctor Salcedo la dejó sobre la mesa y señaló un párrafo de la misma.
-Léase bien, doctor Sanchís, los antecedentes que constan en su historial. Y espero que sepa deducir de ellos el por qué tendrán que ser especialmente cuidadosos con la sedación al practicar la resonancia craneal. Y ahora, muchachos, si no les importa, me esperan en cuidados intensivos. Volveré por aquí dentro de una hora, poco más o menos.

Cuando el doctor Salcedo regresó a urgencias, el paciente había sido conducido a radiología. Allí encontró a los dos médicos residentes junto al radiólogo de guardia en el pequeño cubículo anexo a la sala de resonancias. En unos monitores se podían ver algunas de las imágenes del cráneo que se habían tomado ya. Parecían descartar cualquier tipo de lesión grave.

A través de una pequeña ventana podían ver el cilindro horizontal del aparato, en cuyo interior se hallaba el paciente. Sólo se distinguían los pies, sobre la superficie horizontal deslizable. Un fino tubo de plástico flexible que salía del cilindro iba a parar a una botella de suero fisiológico, momentáneamente colgada en un poste plástico situado junto al aparato de resonancias.

En el momento en que el doctor Salcedo entraba en el cuartito algo comenzó a ocurrir.

-¡Caramba! ¡Está tratando de moverse! ¡Va a echar a perder la resonancia! - El radiólogo dijo esto gritando y con un tono de auténtico enfado.
-¿No le han sedado? - El que parecía de verdad enfadado ahora era el doctor Salcedo.
-Pensé que estando en un coma profundo post traumático no sería necesario.
La cara del joven residente era todo un poema. Rojo como la grana, deseando que se lo tragase la tierra.
-Manolo - el doctor Salcedo se dirigió al radiólogo de guardia - ¿Tenéis por aquí algo de fentanilo?
-Por supuesto. En ese cajón, en el armario de medicación.
Mientras abría el cajón, tomaba una jeringa y una aguja, y la cargaba con un pequeño vial de medicación se dirigió ahora a los dos médicos jóvenes.
-Vamos a interrumpir un momento la prueba, y vamos a entrar ahí. Vengan conmigo. Los dos. ¡Vamos ya!

Vieron enseguida que algo iba mal. Las extremidades del paciente se agitaban levemente en un extraño temblor, y estaban cubiertas de sudor. Del interior del cilindro surgió algo como un gruñido, que se convirtió sin apenas transición en un grito de espanto y terror.

-¡Tómenle el pulso! - El doctor Salcedo dijo esto al tiempo que hincaba la fina aguja en el tubo de plástico, e inyectaba el contenido de la jeringuilla. Abrió a continuación el paso del gotero, para que el suero pasase a mayor velocidad hacia las venas del paciente. - Tranquilo, amigo. No pasa nada. Va dormirse enseguida... ¿cómo está el pulso?
-¡Dios mío! - el joven residente seguía rojo, nervioso y angustiado. - Ahora está a ochenta pulsaciones, con ritmo regular... pero...
-¿Cómo estaba cuando hemos entrado? - pregunto la joven doctora.
-Eh... pues... tenía un claro galope y estaba a más de ciento ochenta pulsaciones... pensé que...
-Ya ha pasado lo peor, muchachos. Tranquilos. Podemos dar por finalizada la prueba. Es evidente que no hay ninguna lesión seria. El que el enfermo haya despertado hace unos momentos es suficiente para descartarla.

“Parto difícil y complicado por una incompatibilidad de tamaño fetal y canal del parto. Llevado a cabo inicialmente por una comadrona en el domicilio de la madre, tras diez y siete horas de trabajo de parto, al comprobarse emisión de meconio y sufrimiento fetal prolongado, y a requerimiento del padre, se trasladó a la partera a un hospital, y allí se logró, finalmente, la extracción del recién nacido mediante la aplicación de fórceps.”

-¿Y esto... esto que tiene que ver?
-Debió de llamarles a ustedes la atención. Aunque no tenemos recuerdos conscientes de ello, experiencias como la vivida por ese niño durante el parto dejan una profunda huella en nuestro subconsciente, muchas veces en forma de fobias o temores. Imaginen lo que debió sufrir aquel feto, encajado en el interior de un estrecho túnel durante horas y horas, sin poder avanzar pero impelido cada pocos minutos por una fuerza que lo encajaba cada vez más estrechamente. En personas con tales antecedentes es frecuente que se desarrolle en la edad adulta una importante claustrofobia. Evitan los lugares estrechos, los espacios cerrados. Y su peor pesadilla es imaginarse deslizándose por el interior de un tubo estrecho, en el que de pronto quedan atrapados sin poder avanzar ni retroceder... Una persona de este tipo ha sido introducida por ustedes en el interior de ese cilindro, con la cabeza inmovilizada para la obtención de las imágenes, y el resto del cuerpo parcialmente trabado para lograr la mayor estabilidad posible. Y por su imprudente negligencia se les ha despertado en medio de la exploración. No quiero pensar en el mal rato que ha pasado cuando se ha visto atrapado allí dentro. De no haberle podido sedar a tiempo cabía la posibilidad de que esa tremenda taquicardia y ese cuadro de pánico y ansiedad le hubiesen desencadenado una grave crisis cardiaca.
-¿Doctor House... perdón, doctor Salcedo... yo... no creo que...
-Por si le interesa saberlo, no hubiese sido el primer fallecido en esas circunstancias. Aunque tal vez sí el primero en que tal cosa ocurriese pese a un claro antecedente recogido en su historia clínica.
-De verdad que lo siento.
-Espero que le haya servido de lección. Y vaya pensando que explicaciones le va a dar a ese hombre cuando pasen visita mañana.
-¿El fentanilo produce amnesia, verdad?
-No recordará nada de lo que ha ocurrido a partir de su administración. Pero durante un par de minutos, antes de inyectarle yo el sedante, ese hombre ha vivido una situación que difícilmente olvidará.

El doctor Salcedo se puso en pie, y dio unos golpecitos en el hombro del joven residente.
-Tranquilo, doctor Sanchís... sabrá usted hacerlo. No intente negar nada. Simplemente discúlpese con la mayor sinceridad y honestidad posible. El paciente le comprenderá.

Los dos médicos jóvenes se quedaron mirándose el uno al otro, al tiempo que aquel al que llamaban el doctor House de Fuenlabrada abandonaba la sala de sesiones. Y por un momento les pareció que cojeaba ligeramente.

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  • 2 de Mayo de 2010 a las 20:14
������������������������������������������������������������������������������������������ MANHATTAN


���� Me llamo Pet Ellis y estoy a punto de morir. El once de septiembre de 2001, como cada día, me dirigía en ferry a la isla de Manhattan. Todavía no eran las nueve de una luminosa mañana. A mi derecha, la Torre de la Libertad se mostraba como una orgullosa quimera perseguida por todos. Quedaban pocos minutos para que el mundo se desmoronara ante mis ojos como un castillo de naipes…

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���� El miedo es una sensación que atenaza los músculos.� El miedo seca la garganta y nubla la conciencia. Apenas han pasado dos meses y no puedo deshacerme de esta sensación; la adrenalina invade mis músculos cada vez que me cruzo con uno de ellos, cada vez que siento sus ojos clavándose en mi espalda o me enfrento a la amenaza vidriosa de su mirada.

���� Aquí dentro hace un calor opresivo. Tengo el cuello de la camisa abierto; contemplo con estupor como mi pecho se eleva con dificultad a cada golpe intermitente de respiración, mientras en un vano esfuerzo intento atrapar una bocanada de aire fresco. El revolver que compré en un callejón del Bronx todavía está caliente; un hilillo de humo acre se escapa del cañón. Allí, tirado sobre la moqueta del salón, parece un objeto decorativo más.
����� El sol, al igual que yo, parece haberse abandonado a su propia suerte; hace tiempo que se ha deslizado por la grieta amoratada que se abre tras el contorno brutal de hormigón y acero que delimita la ciudad.
���� La sincronía de la naturaleza y el desplazamiento de los astros en el universo son asuntos peliagudos. Quizás debería acercarme a la ventana; según recuerdo el marco de madera ofrece un suave tacto, aunque la capa de barniz que la cubre forma pequeñas gotas de un color más oscuro que rompen la monotonía de los trazos.
���� Recuerdo el primer día. El chasquido de la llave al deslizarse por el ojo de la cerradura me provocó un leve sentimiento de ternura. En algún recóndito lugar de la memoria albergaba un sonido igual, un chirrido metálico que, por algún motivo, acogía un recuerdo en su seno.
���� Mi apartamento sobre la Bahía del Hudson es pequeño y acogedor. No tardé en memorizar cada rincón, cada testero, así como el plano inclinado del falso techo de escayola que le daba un� toque romántico, como de buhardilla. Hay que vivir en una buhardilla para ser un bohemio, aunque lejos de los barrios residenciales de Nueva Inglaterra es difícil encontrarlas. Las construcciones del distrito financiero de Manhattan suelen responder más a la necesidad funcional del ser humano ejecutivo que a la armonía del espíritu. He hecho lo que he podido para solventar estas carencias.

���� Yo suelo juzgar a las personas en relación conmigo mismo, de esta forma estoy seguro de no equivocarme. Sin embargo ahí está; han pasado casi cinco horas y el cuerpo de Khaleb se enfría metódicamente. Imagino una cohorte de de moscas zumbando alrededor de la sangre reseca, succionando los bordes chamuscados de sus heridas, como diminutos vampiros de mil ojos. Le doy una última chupada al cigarrillo y me quemo los labios. Por un instante vuelvo a la realidad…
���� Se llamaba Khaleb. No hay árabes en Nueva Inglaterra, sin embargo aquí pululan por las aceras y conforman una tribu amenazante, con sus vestiduras de colores y sus gorros ridículos. Sonríen con sumisión mientras atienden sus negocios. Siento el tintineo del metal cayendo en el fondo de las cajas registradoras…dinero para bombas, dinero para financiar la oscura fe que nos coacciona a diario.
���� Una fría mañana de otoño cubría Manhattan; a las ocho en punto un brusco aguacero anegó las calles próximas. Cuando me bajé del taxi Khaleb todavía era un desconocido; metí mis elegantes zapatos italianos en un charco de agua hedionda y maldije entre dientes. Al levantar la cabeza me topé con sus ojos color almendra; me miraba con una mezcla de curiosidad e interés.
���� -¿Puedo ayudar? –Me pareció entender. Arrastraba las palabras bisbiseando como un reptil. Negué con la cabeza y me perdí tras la puerta giratoria del edificio.

���� Ahora está ahí tirado, en el descansillo que separa la primera planta de la segunda, colgando del barandal con una pose incrédula. El gato de la señora Menier se está comiendo los restos de kebab desparramados sobre los escalones. Tengo hambre.
���� No me gusta la carne; contiene una gran cantidad de toxinas. Me crié en una granja cerca de Nueva Inglaterra y sé, por experiencia, que la carne puede estar infectada con patógenos peligrosos como larvas de triquina y� lombrices intestinales. Pero no se trata tan sólo de una cuestión médica; existen gran cantidad de argumentos éticos y espirituales para hacerse vegetariano. Cuando comes carne absorbes también el miedo y el dolor del animal maltratado. Dejas de tener control sobre tus propias emociones.
���� Khaleb vende carne. Una carne expuesta al público de modo impúdico y que maneja con sus dedos gordos, del color de las aceitunas podridas que ofrece como guarnición.
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���� Puedo considerar que está muerto. No se mueve y su tórax está inmóvil. A pesar de todo yo no creo que un hombre se vaya de la tierra porque sus ojos se pongan vidriosos y su mandíbula rígida. En el mismo momento que dejé de comer carne, comencé a creer en la reencarnación. ¿Qué tipo de ser podría acoger el espíritu de Khaleb? Quizás un cerdo…sí, seguro que sí. Siento un mono tremendo. Se me ha acabado el tabaco; no debería fumar, pero debe ser el único vicio que todavía no he podido dominar.
���� Abro la puerta del apartamento y asomo la nariz como un gato asustado.
���� -¡Quieto, tire el arma y salga con las manos en alto! –Están ahí. No se han movido desde que disparé a Khaleb. Primero llegaron dos, con sus uniformes azules recién planchados y su aire de estúpida autoridad. Les disparé; creo que no acerté, no soy demasiado bueno disparando. Lo de Khaleb ha sido de chiripa, dos tiros en el pecho. Después llegaron muchos más, el ruido de las sirenas y la megafonía no me dejó dormir en toda la noche. Afortunadamente tengo un estupendo equipo de música. El claro de luna de Debussy me relaja tanto.

���� Deseo que la habitación esté siempre en penumbra, alejarme del círculo cálido que el amanecer dibuja en el suelo. Deseo no estar sentado en la cama, esperando, aguardando, como si estuviera en un escenario iluminado y me observase una multitud de ojos pétreos y sin vida. El olor que llega de la escalera se filtra por debajo de la puerta; es la putrefacción. Por la noche han intentado sacar a Khaleb. Los sanitarios no han podido llegar hasta su cadáver. Les he disparado también. Esta vez creo que he alcanzado a uno de ellos, una chica de aspecto asiático; están en todos sitios, pudren los cimientos de la cultura y de la sociedad. Provocan una tormenta de corrupción que sin duda desembocará en la abducción total de nuestra civilización.

���� Khaleb era un hombre honesto. Al menos eso parecía; tenía cinco hijos que jugueteaban a su alrededor, como una bandada de gorriones hambrientos. Su mujer se comportaba como una esfinge: silenciosa, callada, sumisa. Sólo conocía de ella el dibujo rasgado de sus ojos oscuros. ¿Por qué se empeñan estos analfabetos en ocultar la belleza femenina? Viven entre nosotros, rodeados del culto al cuerpo de la mujer, del sexo, de la pornografía, y sin embargo pretenden ser una isla en medio de un mar de aguas tórridas. Un oasis de pureza y castidad inviolable. ¡Qué pretenciosos! ¿Acaso quieren mirarnos por encima del hombro? ¿Pretenden ser mejor que nosotros?
���� Ahora está muerto, su carne se pudre y los fluidos viscosos que emanan de su cuerpo se filtran por los poros de la madera. ¿Dónde está la pureza ahora?
���� Me percato del silencio. Es espeso y denso como el miedo. Ni siquiera alcanzo a percibir el vago rumor de las sirenas en la bahía. Tengo que acercarme a la ventana, pero para ello debo incorporarme; observo mis carnes flácidas desparramadas sobre la cama y el vello hirsuto rizado en el pecho. Un cuadro abstracto de mi propia decadencia. Cruzo la habitación. Es pequeña y acogedora; un loft sobre las aguas del Hudson es el sueño de cualquier ejecutivo de medio pelo. En realidad es lo que soy, un ejecutivo de medio pelo, un inútil engranaje en los raíles de una montaña rusa de ambición y prepotencia.

���� Khaleb no era así. ¿Puedo ayudar? Su voz era dulce y melódica. Ahora está muerto.

���� Abro la ventana; la brisa arrastra una miríada de gotas de colores, partículas diminutas que reflejan la luz del sol.
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���� -¡Eh, el de arriba! ¡Entréguese, está rodeado! –Abajo todo parece ínfimo. Lanzó una débil carcajada, ¿qué pensarán ellos de mí? Pensarán que estoy loco, que arrastrado por el miedo disparé a Khaleb, un pobre tendero de Manhattan, un inofensivo inmigrante pakistaní al que confundí con un terrorista islámico o algo por el estilo. Pero no es cierto, Khaleb no era inofensivo. Su rostro dulce, enmarcado por unas cejas profundamente negras, no hacia más que evocar la lucha santa. Nos engañan y confunden, nos transmiten una falsa sensación de armonía. Sin embargo confabulan perversamente en nuestra contra.
���� -¡Ja, ja, ja, ja! –Mis propios pensamientos son irrisorios. Me siento como un puzzle al que le faltara una pieza…ni siquiera puedo apreciar el dibujo final. Poco queda ya que hacer. Apoyo el pie derecho en el alfeizar de la ventana y tomo impulso. Mi gesto viene acompañado de un clamor.
���� -¡Nooooo! –Dicen que no, pero en realidad están deseando que lo haga. Es su venganza. Están infiltrados entre la policía, los sanitarios, los políticos. Están en todas partes. ¿Qué quedará de nosotros? ¿Quién recordará a los padres de las trece colonias cuando nuestra sangre esté infectada por su estigma? Yo he decidido no verlo; tomó impulso de nuevo y salto al vacío; el rozamiento con el aire provoca calor, una quemazón intensa que precede al desvanecimiento y al silencio.

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raitann
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  • 2 de Mayo de 2010 a las 23:43

pelagio
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  • 2 de Mayo de 2010 a las 23:50
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raitann
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concursoderelatos
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  • 4 de Mayo de 2010 a las 18:25

El olor.

El muerto, el vivo, con su olor a podredumbre. En el barro, con los pies metidos en él hasta las rodillas, fríos, morados de congelación y negros de suciedad. El cielo plomizo sobre nosotros, con sus repiqueteos lejanos y, a veces, cercanos y sus silbidos por los que corren todos de lado a lado con su miedo, ese olor a miedo que sale por sus poros taponados de mugre y que no soporto. Me quedo fuera de la empalizada esperando el estruendo. Muerto o vivo, sin sangre, me miro las palmas de las manos. El olor de su miedo me llega hasta donde estoy. He visto saltar astilladas por el aire empalizadas más fuertes que esa clavando sus millones de alfileres en la carne muerta que una décima de segundo antes rezaba palpitando, lloraba o ,con ojos extraviados, cantaba una canción de juventud sin ritmo, monótona en la voz de ahogado que ya es más muerte que la propia muerte. Se ha corrido la voz de que salimos esta madrugada y el pútrido olor de heces y casquería humana que nos envuelve se convierte para mí en el olor del miedo de los otros. Penetrante, intima con mi cerebro y un golpe de intestinos me hace bajarme los pantalones y vaciarme de todo.

El olor del miedo del día de tu nacimiento en las axilas de tu madre. Salgo de la casa acompañado de tu abuelo y nos dirigimos a la taberna. Aún lo noto, impregnado en mi camisa y en la chaqueta de pana de él. Una soledad y una pregunta en el aire. Nuestra pobreza, la seguridad de que no hay suficiente, la desesperación en el rostro de alguien en el rincón bebiendo fiado un mal vino bien bautizado. Aquí no hay miedo, no lo huelo y no me siento mal, bebo también el bautizado. En la penumbra me miro las palmas de las manos. Es en las casas donde siento ese olor, al pasar por las puertas, junto con la fortaleza de esas mujeres como piedras que resisten y dejan de hacer. Para olvidar que tenemos lo que merecemos se endurecen y abren los brazos como alas de gran madre que recibe a cada polluelo bajo ellas. Y yo huelo su miedo. Paso por delante del poyo donde dormita un viejo que no huele a nada más que a muerte, que ya es más muerte que la propia muerte. Parado en la entrada me golpea el miedo de tu madre y de tu abuela. Un siniestro clavar de uñas en mi pecho, un caer de golpe tu futuro y el mío sobre mi espalda porque ellas no saben ocultarme su miedo, su pavor, porque nadie me lo puede ocultar, porque lo huelo. Doy la espalda a la puerta.

El montón de carne apoyado en la pared, pertrechado con lo justo, ligero. Cubierto de barro y protegido por la espesa niebla. El asidero de la escala de madera clavado en la palma de mi mano. Quiero salir y no puedo esperar a que suene el primer silbato para alejarme de ese miedo que todos me escupen. Baba hedionda de lengua sucia, de tarde de malas compañías y noche de largos tragos en los fondos últimos que toda ciudad tiene, mujer de olores varios, afeites rancios. Hago sonar mi silbato en cuanto oigo la primera explosión, grito y mi grito se reproduce una y otra vez a lo largo de la línea. Miles de voces y miles de miedos saltan fuera y corren esquivando alambre y árboles caídos. Huyo. Huyo en dirección a otro miedo, corro más que ninguno, me alejo todo lo que puedo de mi agujero que apesta esta madrugada como nunca. Nadie quiere estar ya cerca de mí, ebrio de necesidad salto sobre los otros y apago a golpes y tiros su olor, olor de miedo joven, apenas de niño, uniforme reluciente en primera línea. Siento el olor del miedo de su madre hace apenas unas horas. Corro por la trinchera descargando una y otra vez. Desaparece poco a poco, me siento en un saco y disfruto su dilución en el aire frío del norte, en el aire cargado de pólvora, astillas de madera húmeda, mierda y barro. Me acodo sobre mis rodillas y las palmas de mis manos no tiemblan mostrándose ante mis ojos con quemaduras y cicatrices antiguas.

Mi desaparición, mi huída es ahora el pasado. Desde que he llegado no noto nada. Tu madre ya no está y tu abuela tampoco, sus emanaciones odiadas que podrían haber sido amadas son ya olvido. La cacería, la búsqueda. Caminar por el bosque deshojado, crujiendo bajo nuestros pies, encontrar rastros y seguirlos. El hambre hace que cada vez queden menos criaturas en él. Tras un movimiento rápido te pierdo de vista y veo mis pies corriendo por las hojas muertas. Un chasquido, otro, me paro en seco y apunto sin pensar hacia lo que se mueve a mi derecha. Eres tú, hijo, tu mirada en mis ojos guiñados y tu sonrisa. Podría haberte matado. Muerte otra vez en mí, a mi alrededor, sangre joven derramada de nuevo por nada en el frío de un paisaje de invierno del sur. Me señalas hacia unas grandes piedras rodeadas de zarza. Rodeamos y nos encontramos de frente con una enorme cerda con varios rayones. Clava en nosotros sus ojos alternativamente, huelo el miedo de los jabatos pero no el de la madre, que nos estudia, espera. No. Te miro y encuentro en ti una mirada ya conocida. Serena, limpia, reconocible y que reconoce. La mirada del igual como ya vi una vez en el norte. El jabalí escapa y dejo caer el arma. Me siento junto a ti en una piedra, te estás mirando las palmas de las manos.

El mismo barro y la misma sensación. Cargo el arma de nuevo para guardarla y veo levantarse de entre los muertos a un joven alto, rubio, nuestros ojos se encuentran, le apunto y no siento su miedo, no hay olor. Nuestras miradas atraviesan millones de años de evolución. Muertos en vida, vampiros de pieles, de recovecos aromáticos. Le reconozco, él soy yo y yo soy él. En el ruido de las bombas y las balas, en los gritos de dolor hay un extraño que soy yo, mi alarma, mi descarga, mi soledad y mi inconsistencia, suelto el arma y abro las manos mostrándole mis palmas desnudas, sucias, en un gesto que tanto significa puedes irte como mátame. La boca seca le ve marcharse. Recibo la orden de minar y retirarme. Tantas vidas, tanta locura para abandonar ahora que ya todo tiene algo de sentido. La carne que corre de nuevo hacia nuestras líneas ahora no huele, ríe y maldice, desata cordones de botas de muerto, recoge capotes, armas y escupe.

concursoderelatos
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  • 4 de Mayo de 2010 a las 19:32

ARAÑAS

A pesar de que Clara tenía fobia a las arañas, Andrés logró convencerla de que se quedaran a dormir en la aldea, en casa de los padres de él. Clara se pasó la mitad de la noche despierta, oyendo a los perros ladrar y a los ratones corretear por el desván. Cuando despertó por la mañana, lo primero que vio al abrir los ojos, fue una asquerosa tela de araña que bajaba desde el techo a la pared en una esquina de la habitación.

Mientras su marido canturreaba en el cuarto de baño bajo la ducha, Clara no apartaba los ojos de aquella espantosa visión, esperando angustiada a que el horrible bicho asomara en cualquier momento y le cayera encima de la cama. Llamó a su marido, pero éste seguía con sus cantares y no la oyó. Se levantó de la cama temblando, salió al pasillo y allí se quedó, cruzada de brazos, hasta que Andrés salió del baño.

-¿Qué haces aquí? –preguntó él.

-Hay una araña en la habitación.

-¡Que cosa tan terrible! A ver, ¿dónde está?

-Allí, en aquella esquina –dijo ella, señalando la telaraña.

Y entonces fue cuando vio al horrible bicho descolgándose por la pared en dirección a la cama. Era una araña enorme, peluda, tal vez una tarántula. Clara ahogó un grito de terror y salió corriendo, escaleras abajo, hasta la cocina.

-¿Qué te ocurre? –preguntó su suegra al ver su palidez y sus ojos desorbitados.

-Ha... había una... una araña enorme en la habitación.

-Tranquilízate, si no te picó mientras dormías ya no tienes que preocuparte por ella.

Mientras tanto en la habitación, Andrés dejó que una fría sonrisa se asomara despacio a sus ojos. Cogió la araña utilizando para ello su tarjeta de crédito y la encerró en la cajetilla de tabaco, extrayendo antes el último cigarrillo que le quedaba. “Necesito más, cuantas más mejor,” –pensó, y subió a buscarlas al desván. Cuando bajó llevaba cuatro arañas en la cajetilla. Se acercó con disimulo al coche de su mujer, abrió la portezuela del conductor, abrió el paquete y soltó las arañas debajo del asiento. Luego entró en casa y se sentó tranquilamente a desayunar mientras pensaba: “Con un poco de suerte se le subirán por las piernas, perderá el control del coche y ¡catapún!

-Bueno, es la hora de irme a trabajar –dijo Clara, cogiendo la chaqueta y el bolso y disponiéndose a salir.

-Yo voy un poco más tarde. Que tengas un buen día –dijo él, dándole un beso de Judas en la mejilla.

Clara entró en su coche y salió de nuevo con algo en la mano.

-Andrés, te dejaste ayer la chaqueta en mi coche. ¿Qué hago con ella?

-Métela en el mío. Está abierto –contestó él desde la cocina.

Media hora después, Andrés se dirigía en su coche a la ciudad, donde le esperaba Julia, su amante. Ambos habían pedido el día en sus respectivas empresas, alegando problemas familiares.

En el asiento del copiloto llevaba su chaqueta, Clara la había tirado allí de cualquier manera. La alzó por el cuello, sin desviar la vista de la carretera, y la arrojó al asiento trasero. No vio la araña que, al desprenderse de la chaqueta, corría por el asiento, buscando donde esconderse. Cinco minutos después, mientras rodaba por la autopista, sintió que un bicho le andaba por el pescuezo; intentó quitárselo de encima pero se le coló bajo la camisa. Lo sintió correr por su espalda, sintió un pinchazo y se lió inútilmentea manotazos. Esto le hizo descuidar el volante, sólo un segundo, pero lo suficiente para que el coche invadiera el carril de la izquierda y otro coche que venía a ciento cuarenta lo lanzara por encima de la valla.

Clara estaba fumando un cigarrillo con una compañera de trabajo, era la hora del bocadillo, cuando la llamaron del hospital: Su marido había tenido un accidente con el coche y estaba muy grave. El móvil se le cayó de las manos. Su compañera la sostuvo cuando la vio a punto de desmayarse y luego se ofreció a ir con ella hasta el hospital, pero Clara le aseguró que podía ir sola. Si embargo, cuando llegó a su coche y abrió la puerta lanzó un grito de terror: una araña enorme tejía su red tendiendo sus hilos de seda entre el espejo retrovisor y el volante.

concursoderelatos
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  • 5 de Mayo de 2010 a las 17:10

Velando a Angustias.

El tanatorio era un edificio enorme y de estilo moderno, lleno de aristas y cubos, que se alzaba en medio de una gran zona ajardinada. Se accedía a él a través de un pasillo que acababa en un gran patio interior desde el que partían unos corredores que, tras torcer discretamente un par de veces, desembocaban en unas salitas de espera, contiguas a la habitación donde reposaba el difunto, con butacas, lavabo propio y un ambientador que, a intervalos regulares, se descargaba con una especie de tos asmática.

Aurelio estaba sentado al borde de un butacón, apenas un cuarto de hora después de que se abrieran las puertas al público. Aunque no esperaba a demasiada gente, había preferido llegar puntual. De todos modos, no había pegado ojo en toda la noche y no le costó mucho abandonar las sábanas revueltas por los ronquidos de su mujer, la mayor de los tres hijos de la difunta.

Angustias se había pasado la mayor parte de la noche llorando, no tan sólo por la reciente defunción de su madre, sino también por su imposibilidad para ni tan siquiera ir a verla, ya que, a los nueve años, cuando su padre cayó desplomado ante sus ojos, fulminado por un infarto, su tierno cerebro llegó al límite de su capacidad para enfrentarse con la muerte. Aurelio la había dejado sumida en un profundo sopor tras administrarle un par de calmantes para atajar el ataque de pánico que sufrió a las seis de la mañana.

La hermana mediana de Angustias vivía en Alemania y ni la reciente muerte de su madre consiguió meter su enorme humanidad en la cabina de un avión, con lo que se la suponía en algún punto entre Stuttgart� y los Pirineos, difícil de adivinar ya que no habían vuelto a tener contacto con ella desde la tarde del día anterior, cuando la llamaron para darle la triste noticia. Con un poco de suerte, llegaría para el entierro del día siguiente.

En cuanto al hermano pequeño, soltero de profesión, sería difícil que apareciese, si lo hacía, antes del almuerzo, ya que la muerte de su madre era una excusa tan buena como cualquier otra para ahogar las penas en alcohol o entre las piernas de la primera que estuviese dispuesta a consolarlo.

Así que, cuando llegaron las primeras visitas, un par de horas más tarde, encontraron a un apagado Aurelio, con la calva peinada hacia un lado, la corbata torcida hacia el otro y un traje con más arrugas que aciertos, esbozando una cansada sonrisa y musitando palabras de agradecimiento ante las impersonales muestras de consuelo: “Lo siento mucho, era una gran mujer… Si es que no somos nada… Siempre se van los mejores… A todos nos llega la hora…Por lo menos, ahora ya descansa… Y tus niños, estarán grandes, ¿no?”

Pero no, realmente Angustias, que así se llamaba la finada también, no había sido una gran persona. Al menos, para su yerno Aurelio, un hombre insuficiente y pequeño a sus despectivos ojos. Nunca había aprobado que se casase con su hija, que se merecía más; ni su trabajo, que no le proporcionaba a su niña la vida que por justicia le correspondía; ni su aspecto, que siempre tenía algún defecto; ni su manera de hablar, ni lo que decía, que era siempre recibido con una mueca torcida o una seca respuesta ante la que el hombre siempre respondía con una tímida sonrisa, agachando la cabeza o simplemente guardando silencio, algo que sólo confirmaba la sospecha de la señora, conocida para todo el que quisiera escucharla (y para el que no, también), de que su yerno tenía las venas llenas de horchata. Aurelio era una carga, una cruz que, incompresiblemente y a pesar de todos los esfuerzos de su bienintencionada madre, la pequeña Angustias había decidido llevar a cuestas. Al hombre, al menos, le quedaba la mísera satisfacción de pensar que su suegra se había ido a la tumba angustiada (y nunca mejor dicho) por el incierto futuro de su primogénita en manos de aquel inútil.

Aunque si en algo acertó aquella señora, sin duda fue en la falta de carácter de su yerno. Aurelio conoció a su futura mujer cuando era un adolescente, cosa que no le impidió darse cuenta en seguida del evidente desprecio que despertaba en la madre de su novia. Lo que en el caso de muchachos más osados hubiese sido motivo de rebeldía y enfrentamiento, en el suyo se convirtió rápidamente en un terror exacerbado que le paralizaba cuando aquellos ojillos severos y desaprobadores lo escrutaban. Nunca nada de lo que hizo fue suficiente ni válido y, aunque siempre tuvo a su mujer de su parte, los años no consiguieron sino agudizar el asco que la mujer sentía por su yerno y el miedo que éste experimentaba ante ella. Aún cuando la enfermedad la postró, silenciosa e inmóvil, en una cama, Aurelio seguía sintiendo clavada en él su mirada desaprobadora en las muchas noches en vela que pasó junto a ella.

Fue en una de aquellas noches cuando empezaron sus confesiones. Sentado a su cabecera, casi sin proponérselo, Aurelio se sorprendió preguntándole a su suegra porqué lo odiaba tanto. Aquel interrogante se transformó en un monólogo en el que el hombre descargó todos sus miedos, sus frustraciones, su incomprensión ante años y años de desprecio, de silencio sumiso y cobarde. Un monólogo que fue engordando, noche tras noche, con el amargo veneno que ni el propio yerno sabía que tenía dentro. Pronto, las confesiones se volvieron más íntimas, se arrojaron secretos como dardos envenenados y Aurelio devolvió, uno a uno, todos los latigazos que su suegra le había dado con su lengua afilada. En la oscuridad, a salvo de aquellos ojos cargados de odio que lo perseguían, asqueados, durante el día. A salvo de aquella voz que nunca más lo insultaría.

En todo eso pensaba Aurelio sentado en su butacón del tanatorio, sólo, cuando la última visita hacía tiempo que se había marchado y pronto se cerrarían las puertas.

Se levantó, cogió su chaqueta y se dirigió a la salita donde estaba el féretro, más por formalidad que por un deseo verdadero de despedirse de la difunta. La observó un instante, su rostro maquillado tenía esa serenidad hueca con la que se adornan los cuerpos vacíos. Por un momento, pensó que se levantaría, apartaría la tapa de cristal a un lado y le señalaría con el dedo, escupiendo negros espumarajos por la boca. No pudo evitar sentir un estremecimiento.

Apagó la luz y se marchó, sus zapatos resonando en los pasillos vacíos, mientras recordaba, con una mezcla de vergüenza, culpa y excitación, cómo empezó su última confesión, la que le hiciera a su suegra la noche anterior: “¿Alguna vez le he explicado la primera vez que me follé a su hija en su cama?”

concursoderelatos
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  • 6 de Mayo de 2010 a las 15:59
���������������������������������������������������������� Detrás del espejo.


Os quiero contar como he llegado hasta aquí y para eso tengo que remontarme en el tiempo unos cuantos años. No suele resultar agradable echar mano de los recuerdos cuando es para revivir batallas perdidas que dejaron heridas que aún están por cerrar. No deberíamos hurgar en ellas, pero hoy es uno de esos días en que la melancolía me pone tontorrón y me convence que mis recuerdos hacen de mí lo que soy.

Esta historia podría haber ocurrido en cualquier oficina si no fuera porque era la mía; la de mi mujer, para ser exactos. Ella era la jefa y yo era el ayudante; el secretario me gustaba decir por aquel entonces para burlarme de mi mismo; para no tener que asumir que mi propia carrera profesional había fracasado.

Ella era una persona emprendedora, sumamente inteligente y con un marcado carácter que la llevaba a conseguir sus objetivos con mucha frecuencia. Yo, un periodista freelance que malvivía los meses buenos. Ella necesitaba ayuda y yo, bien, parecía que si a los treinta no había tenido éxito en mi profesión era difícil que lo tuviera nunca. ¿A quien le iba a extrañar que empezara a trabajar en su oficina después de casarnos? Así sin más; sin florituras literarias ni excusas. Ella hacía las visitas comerciales a los clientes, las negociaciones y las comidas en restaurantes de tres tenedores. Yo hacía el resto; me encargaba del papeleo, de la contabilidad, de las llamadas, de los bancos y de muchas otras cosas que estimulaban enormemente mi intelecto y mi creatividad. Y no os dejéis llevar por el tono irónico de mis palabras; rencor no le guardo. O eso creo.

Esa situación estaba asumida tras varios años de prosperidad en los negocios. Cada vez teníamos más trabajo y llegó el momento en que no podíamos atender nuevos clientes. Nos teníamos que conformar con mantener a los que ya teníamos y eso no le gustaba demasiado a Marta. Esa fue la excusa para contratar a una amiga suya del instituto.

Nuria era una de aquellas mujeres que hay en todas las oficinas, en todas las universidades y en todas las reuniones de amigos. Todo en ellas te recuerda a las femme fatale del cine americano de los cincuenta. Podría ser una de ellas sino fuera porque puedes verla en color y el uso de la laca ha quedado limitado por una hermosísima conciencia ecológica. Todos los hombres tenemos nuestro rincón de la memoria dedicado a nuestras femme fatale y yo tengo el mío reservado para Nuria.

Ella empezó a visitar clientes nuevos; a hacer el trabajo de puerta fría que Marta no quería hacer; aparecía todas las mañanas en la oficina a eso de las nueve para hablar de las visitas pendientes con Marta y después salía cabreada a comerse el mundo Llegué a pensar que mi mujer se ponía cachonda al ser la jefa de la que había sido la chica más popular del instituto. Me conformaré, no obstante, con asegurar simplemente que engordaba su autoestima, que saciaba su ansia de éxito rebajando a Nuria y que disfrutaba camuflando su bajeza entre sonrisas y complicidad fingida.

Nuria por su parte sabía como recuperar la autoestima después de cada envite. Cada día llevaba un modelito distinto: faldas demasiado cortas, blusas demasiado abiertas y piernas demasiado largas; tacones demasiado altos, perfumes demasiado agresivos y peinados de estilista; tacones de aguja, joyas de oro y sonrisa postiza. Encajes en el escote y un lunar; mi lunar.

Apenas me fijaba en ella.

Ni siquiera esos días sin recados que hacer, cuando mi mujer salía poco después de reunirse con ella y no volvía a pisar la oficina en todo el día. Ni siquiera esos días que Nuria y yo pasábamos solos en la oficina. No la observaba mientras jugaba con el pelo ni mientras sonreía con la mirada perdida hablando por teléfono. No la miraba mientras paseaba la minifalda nueva por la oficina ni cuando se agachaba ante mí para enseñarme unos papeles. Ni siquiera esos días que, estando solos, decidíamos comer juntos.

Por eso fue extraño que un día estuviera coqueta de más. Ni yo me fijaba en ella ni ella parecía necesitarlo. En el restaurante la sonrisa le fluía con demasiada facilidad y su forma de mirarme mientras comíamos me ponía nervioso. Sus labios sabían bailar a cada palabra para llamar mi atención por más que intentara convencerme que aquello era un juego y que yo su julajop. Iba a pasarme un rato dando vueltas alrededor de su cintura porque las piernas me temblaban demasiado como para ponerme a andar. ¿De qué estaría huyendo ella?

Insistió en comer con vino y no con agua. Alargamos la comida más de la cuenta y me perdí en su escote cada vez que yo doblaba el pescuezo para sorber la sopa de la cuchara como un niño pequeño. ¡Y sonreía! Cada vez que mi vista se perdía, ella sonreía y yo bebía vino. Cada vez que se agachaba, que se movía, ella sonreía y yo bebía vino. Mi libre albedrío murió andando tras sus caderas y cuando entramos en la oficina me di cuenta que si ella quería, Roma podría caerse a nuestro lado y yo solo vería un lunar. Icé mi sonrisa porque era lo más parecido que tenía a una bandera que aclarase mi rendición y seguí huyendo.

Fingí tener que hacer un montón de fotocopias para encerrarme en el pequeño cuarto que había al fondo de la oficina pero supongo que ella ya había tomado una decisión y en menos de cinco minutos ya estaba haciéndome una visita y fingiendo necesitar algo que no encontraba. Se restregó durante unos segundos para quedarse abrazada a mi espalda y empezar a acariciarme el pecho después. Yo no respondí a eso porque no me sentía capaz de responder a nada. Me obligó a dar media vuelta y empezó a besarme con la avidez del sediento maldecido de Constantine. Desabrochó mi camisa y la imité como pude, con la torpeza y los nervios de quien lleva demasiados años jugando en el mismo estadio. Aquello no tuvo ternura ni delicadeza. Chupé y mordí cuanto pude hasta que ella se remangó la pequeña falta que llevaba y se sentó en una mesa. Arañándome la espalda tiró de mí hacia ella para susurrarme algo que traía preparado de casa:

-Ya has pillado al conejito blanco. Ahora dale lo que se merece.

Y empecé a dárselo como pude, con torpeza primero pero con rabia y fuerza después. Sus ojos mostraban la satisfacción de la victoria mientras la sonrisa quedaba desdibujada por unos dientes que mordían los labios para ahogar unos gritos que nadie podría oír.

Hasta que llegó mi mujer a dejar las cosas claras.

-Vestiros y salid de aquí. Mandaré tus cosas a casa de tu madre.

Su voz sonó seria y fría. Fueron pocas palabras para dar un matrimonio de cinco años por terminado pero no se puede decir que hicieran falta más. No tuve el valor de contestar ni de correr tras ella. Las súplicas y los arrepentimientos se escondieron al toparme con su mirada y el silencio fue lo único que fui capaz de ofrecer a cambio de su desprecio mientras Nuria no hacía ningún esfuerzo por borrar su sonrisa victoriosa.

�Llegué a casa de mis padres con la cabeza gacha y creo que se quedó así durante unas semanas. Jugué a lloriquear solo y a compadecerme durante unos días para no tener que pensar qué hacer con mi vida. Nuria volvió a cruzarse en mi camino, quizá, para darme una historia que contar.

-¡Joder tío! ¡Qué mala cara haces!
-Bueno, me estoy adaptando al cambio.
-Lamento que nos pillaran- fingió seria.
-Más lo lamento yo.
-Está claro. Con esa actitud –se burló.
-Mi vida se fue a la mierda, tía.
-No me vengas con esa cantinela hombre. Quisiste echar un polvo y lo echaste.

Me sorprendió el cambio de tono de su voz. Ni siquiera en esas circunstancias era impermeable a su frialdad y empecé a sentir cierta rabia sólo por tenerla delante. No quise que sonara a reproche; quise morderme la lengua. Fracasé. Había sido su marioneta en su representación teatral de la venganza.

- No he perdido sólo a mi mujer. He perdido mi casa, mi trabajo. He perdido mi vida.
-Pues escribe blog tío- dijo dándose la vuelta con desprecio.
-Que hija de puta- me salió del alma en uno tono de voz, que de haber sido más bajo, me habría evitado escucharla más
-¡Crece un poquito rey!
-Tú hiciste lo que pudiste para….
-Bla, bla, bla- me interrumpió- ¡eres patético!
-¿Qué coño voy a hacer ahora? ¡Joder Nuria! Que lo he perdido todo.
-Pues vive. Vive de una puñetera vez. Haz lo que te venga en gana y decide por ti mismo. Tú mismo lo has dicho, no tengas miedo, ya no te queda nada que perder.

Di media vuelta sin despedirme porque ya no quedaba mucho que decir. Levanté las solapas de mi vieja cazadora para esconderme del mundo. Como si alguien fuera a fijarse en mí ¡Qué tontería! Qué estúpido sería reconocer que en menos de cinco pasos una leve sonrisa estropeó mi personaje y seguí andando, sin esconderme del viento porque despeinarme era algo que tampoco importaba.

Me sentí libre unos días, es posible que unos meses. Recorrí mundo y viajé sin miedo. Conocí nuevos mundos, culturas e inculturas. No sé en que rincón del mundo me topé con un espejo y mi alter ego me hizo una pregunta: “y ahora Juan ¿De qué huyes?”

Fui yo, o quizá él, quien dio la única respuesta que será mi condena de por vida: “Huyo de ti, que eres más cierto que yo mismo. Huyo de los ojos que quieran mirarme porque ven más verdad que la siento. Huyo de todo porque todo es mentira; huyo porque si me quedo, me convertiré en mi reflejo; dejaré de ser yo para ser lo que se ve al mirarme”.

lasacra1
lasacra1
Mensajes: 1.817
Fecha de ingreso: 24 de Febrero de 2010
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  • 6 de Mayo de 2010 a las 22:00

Señoras, señores:

Les comunico que el plazo para presentar relatos en esta edición finaliza en este momento.

Gracias por su participación.Les invito a realizar sus votaciones en el hilo que a tal efecto se abrirá en breves instantes.

Gracias a todo y un saludo.

lasacra1
lasacra1
Mensajes: 1.817
Fecha de ingreso: 24 de Febrero de 2010
  • CITAR
  • 6 de Mayo de 2010 a las 22:14

Estaba ocupada, pero he llegado a tiempo ¿no?.

Bueno, creo que se ha solucionado.

Chicos, que se vota en el hilo que se llama

lasacra1
lasacra1
Mensajes: 1.817
Fecha de ingreso: 24 de Febrero de 2010
  • CITAR
  • 6 de Mayo de 2010 a las 22:15

Esto se pira...

Decía que se llama VOTACIONES FOBIAS.

No hagáis caso a los otros hilos que se puedan llamar parecido.