El enigma de la cacatúa
Capítulo 1 de 50
Una lamparita alumbra la mesa de mi despacho y
apenas al resto de la habitación; en la mesa hay bastante desorden, y mientras
avanza la noche sigo inmóvil como una estatua sumido en complejos devaneos. Se
me acumulan los recuerdos en la cabeza y me doy cuenta de que son infinitas las
ramificaciones que me llevan de un lugar a otro, cruzando con gran velocidad
recuerdos dispersos en el tiempo. Pienso en Paco, mi alegre cerdito, el
juguetón, y sin poderlo evitar me distraigo recordando la alegría de tantos
momentos felices; cuando nos revolcábamos juntos en el fango o cuando lo tuve
por primera vez en mis brazos. ¿Cuántas veces habré llorado a su lado? Es
difícil de decir.
Pienso también en Joaquín Buenpie, personaje
entrañable, buen amigo y compañero de trabajo en el restaurante “La Cacatúa”,
cuando nos conocimos y cada uno de los días que compartimos, durante dos años
de nuestras vidas, las penalidades de aquel trabajo extenuante y represivo. A
pesar de haber transcurrido más de diez años recuerdo con claridad su semblante
alegre de grandes mofletes, el tambalearse de su extrema obesidad y el arte con
que zapateaba el suelo, dando palmadas a su vez al son de la música de José
Caracol, su ídolo. Daba la impresión que la inconsistente grasa que cubría su
cuerpo por todos lados pudiera salir desprendida debido a la fuerza centrifuga
de sus insólitos movimientos de baile. Por las noches, cuando ya se habían ido
los clientes y empezábamos a limpiar, se ponía muy contento y pasaba la fregona
cantando con gran sentimiento y pasión. Como yo, vivía en el restaurante “La
Cacatúa”, en las habitaciones de la parte de arriba.
Pronto se disipan de mi mente estos gratos
recuerdos y se instala en su lugar con una reincidencia excesiva la inquietante
expresión de su rostro el día de su muerte, dejándome, como siempre
profundamente abatido. Sus angustiosos llantos y gemidos de dolor me han
perseguido en sueños desde entonces, recordándome el extremo sufrimiento de los
últimos momentos de su vida, cuando en un estado de visible desesperación,
completamente alterado, apareció medio desnudo en mi cuarto chillando como un
energúmeno. No berrea con mayor desafuero una cabra, cuando envestida por un
toro emprende el primer vuelo de su vida al tiempo que escampa sus vísceras
sobre la tierra. Tampoco se altera tanto la gallina clueca cuando del huevo que
estaba empollando en lugar de un pollito sale un lagarto y éste la ataca
mordiéndola en una pata.
Sufrió el pobre Joaquín Buenpie un ataque paranoico
acosado por la alucinación de una rata gigante. Víctima de esta paranoia podía
sentir incluso como la rata trepaba por su cuerpo y en todo lugar donde miraba
creía ver la gigantesca rata, preparada para atacarle, mirándole con ojos
ensangrentados. El pavor le tenía dominado y parecía sufrir un colapso
nervioso.
Aquella noche sería la última de la existencia
de Joaquín Buenpie, pues poco después de que le sacara de mi cuarto
sacudiéndole con una fregona, saltó, presa del histerismo, por la ventana de su
cuarto, que aún no siendo una altura excesiva bastó para que todos los órganos
de su cuerpo sucumbieran a un fatal aplastamiento. Debería haberle ayudado,
pero no fue lo que hice. En ningún momento pensé que pudiera cometer alguna
locura, pero así fue. Cuando tuve noticia de su muerte sufrí una conmoción y
fui ingresado en un psiquiátrico.
La extraña muerte de Joaquín Buenpie fue un
acontecimiento terrible y doloroso, pero fue tan sólo el principio de una serie
de desgracias imprevisibles y desconcertantes. En Santa Julieta, pequeño pueblo
del centro de Mallorca, ocurrieron otros misteriosos sucesos que llenaron de
espanto y congoja a los vecinos del pueblo.
Como la picadura de una araña, que disemina la
ponzoña infecciosa produciendo un gran dolor, se extendió la más deplorable
providencia por Santa Julieta, dejando a su paso la desesperación y el dolor
entre las inocentes gentes del pueblo. Sin poder preverlo se vieron envueltos
en una secuencia de espantosos sucesos impredecibles bajo todo examen, que truncaron
sin esperanza las ilusiones de muchas personas. El vasto poder que esgrime la
fatalidad, con el cual controla el devenir de la vida de los hombres, se
abalanzó sobre el pequeño pueblo con la fuerza con que una maza hiende sobre la
dura tierra la colosal piqueta, golpeándola una y otra vez con la esperanza de
que el burro no se vuelva a escapar. Maldad inesperada que como un cepo oculto
jamás duda en cernirse con desmedida contundencia al paso del tierno
cabritillo, que distraído jugaba con las mariposas. Bala con desespero su madre
atrayendo al siniestro cazador, el cual, al ver semejante desastre, se siente
orgulloso de su ingenio y perspicacia. Cruel, indiscriminado e irracional fue
igualmente el horror que se cernió desmedido sobre la vida de aquellas humildes
personas, que sucumbieron desconsolados ante tan inesperadas desgracias.
La misteriosa muerte de Joaquín corrió de boca
en boca por Santa Julieta tan rápido como si la noticia hubiera sido dada con
un megáfono. Al día siguiente otro compañero de trabajo del restaurante “La
Cacatúa”, un ayudante de cocina llamado Paco Cochino, único testigo presencial
del suicidio de Joaquín, desapareció sin dejar rastro, esfumándose como el
conejo que ve bostezar a un cocodrilo. Se volatilizó como aquel que andando
distraído por el campo masticando un bocadillo se cae en un pozo, sin haber
dado explicaciones a nadie y sin haber podido proferir, al tener la boca llena,
su postrer grito de auxilio.
La desaparición de Paco Cochino sorprendió
mucho a sus más allegados, y rápido se extendieron diversas suposiciones sobre
su paradero, llegando a decir alguno que había sido abducido por unos
extraterrestres, que vio aparecer un platillo volante que le elevó del suelo
envuelto en un haz luminoso, cosa que finalmente se pudo demostrar falsa. El
día de su desaparición coincidió con otro suceso mucho más sorprendente y
aterrador que eclipsaría completamente la trascendencia de su desaparición. Sin
lugar a duda de entre todos los acontecimientos funestos de aquellos días, el
que generó más expectación y desconcierto entre las gentes del lugar fue la
aparición de una momia en pleno centro de Santa Julieta. Muchas personas vieron
a la momia y todos coincidieron en calificar su aspecto de absolutamente
aterrador. Lo más escalofriante que habían visto en su vida.
Durante meses, en el pequeño pueblo de Santa
Julieta, proseguían los ecos de variados comentarios, dando pie a numerosas
versiones de esta historia, todas ellas incompletas y carentes de veracidad. La
imaginación de las personas ávidas de murmuraciones truculentas no encontraron
limite que contuviera la sarta de especulaciones alocadas con que deformaron
una verdad que desconocían. Las más descabelladas hipótesis proliferaron entre
los niños pequeños del pueblo, muchos de los cuales vieron a la momia con total
claridad, a plena luz del día. Un niño del pueblo de apenas doce años, llamado
Pepito Grillo, tras su encuentro con la momia sufrió de envejecimiento
prematuro, caneándose su pelo y quedando su rostro surcado de angustiosas
arrugas. Perseguido por la momia consiguió finalmente eludirla tras furibunda
carrera quedando el pobre niño histérico y trastornado para el resto de su
vida.
La única baja que hubo que lamentar fue la del
párroco de Santa Julieta, que enfrentándose a la momia con un crucifijo,
descubrió demasiado tarde que tal truco sólo funciona con el Conde Drácula, y
aún así creo que difícilmente, y sucumbió el párroco al letal abrazo de la
momia. El forense determinó que la muerte fue debida a un paro cardiaco, pero
quienes vieron el cuerpo del difunto confirmaron que la expresión de su rostro
era la de un mortal espanto.
Nunca más se volvió a ver a la momia, pero aún
hoy, diez años después, sigue celebrándose en Santa Julieta la festividad de la
momia, disfrazándose sus gentes, unos de momia, otros de cura, organizándose
bailes y juegos conmemorativos del espantoso suceso.
La investigación de este misterio corrió a
cargo del inspector Eustaquio Trompeto, individuo sobresaliente de gran
personalidad y carisma, con el arrojo de un león hambriento encerrado en la
jaula de un circo, que gustoso atraparía con sus zarpas la cabeza de un niño
para devorarla entre los barrotes. No desmerecería al compararse con Héctor de
Troya, quien no dudó en enfrentarse con el mítico guerrero invencible Tobillo.
Tampoco quedaría en mal lugar al compararse con el mismísimo Tarzán, que con
Chita al cuello pega un gran salto de un árbol a otro al tiempo que exclama su
inhumano alarido.
El inspector Eustaquio había nacido para
impartir justicia. Superó las pruebas de ingreso a la academia de policía con
sobrada holgura y se graduó con honores con la mejor calificación de su
promoción entre aplausos y aclamaciones de sus compañeros y superiores, a los
que se les caía la baba de pura envidia y satisfacción. Fue un ejemplo
destacado en la mejor generación de agentes en la historia de la Academia
Policial de Cuenca, repleta de grandes talentos, todos ellos alentados por su
ejemplo. Siendo policía destacó por su vigor en el manejo de la porra y su
perseverancia en las persecuciones, y nunca desfalleció en su firme empeño de
resolver los diferentes problemas de las personas. Intolerante con la
delincuencia, arremetió con decisión firme cualquier atisbo de ilegalidad y
rápidamente hizo meritos por los que fue ascendido y trasladado a la comisaría
de Lorito, pueblo cercano a Santa Julieta.
Hola amigos, he supuesto que me estabais añorando y he pensado pasar a saludaros. Sólo deciros que “El enigma de la cacatúa” va viento en popa ganando adeptos en las más recónditas zonas del mundo. Ahora sólo hay que esperar que este triunfo se extienda por el resto de la geografía mundial. Gracias a todos por vuestro apoyo y deciros que me siento halagado por vuestras efusivas manifestaciones de contento. Gracias. |