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bookradioman
Mensajes: 189
Fecha de ingreso: 3 de Junio de 2010

Re: XXXV concurso de relatos: la noche

6 de Junio de 2010 a las 23:04
De lo añadido por el ganador, cualquier cosa que sucede de noche vale ¿no?
concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 7 de Junio de 2010 a las 22:47

SINFONÍA NOCTURNA


Una vez me dio por mirar en el diccionario el significado de la palabra sórdido.
Sórdido: adjetivo; Que tiene manchas o suciedad. Impuro, indecente o escandaloso. Mezquino, avariento. En medicina: Dicho de una úlcera. Que produce supuración icorosa.
Sentado en el asiento delantero del coche patrulla, con un ejemplar de Penthouse desplegado sobre el volante y una birra a medio beber, el Callejón de las putas no responde para nada a dicha definición. Pero claro, yo no escribo en la sección de sucesos del Sur de Málaga, ni me gano los cuartos levantando el estómago de cuatro pijos gilipollas con mis truculentas descripciones.
Entre el buzón de correos y el semáforo de la ronda que desemboca en la Cala de Mijas, existe la posibilidad de adquirir los servicios de la más variopinta selección de cárnicos. Las hay de todo tipo y pelaje; putas sudacas, putas rumanas, putas negras como el tizón...todas, absolutamente todas, son mis chicas. Llevo cinco años patrullando de noche la zona; mis colegas de toda la vida me preguntan con asombro el porqué, un veterano como yo, no ha colgado las botas y se ha pasado a un cómodo servicio burocrático. Supongo que lo intuyen, pero no se atreven a confesar sus sospechas a boca llena. Entre los maderos, como en cualquier trabajo, hay mucho rastrero come pollas.
Para la mayoría de la gente la noche es como un gran pozo negro, a dónde va a parar toda la mierda que se escurre huidiza durante el día. Sin embargo yo sé rascar la roña que cubre la realidad. Sólo hace falta apartar un poco la mugre para descubrir bolas de fuego que centellean ante tus ojos. Corazones que bombean sangre como si de un puto pozo petrolífero se tratara.
Ya no recuerdo las veces que he follado contra aquella tapia. Los neones zigzagueantes del centro comercial escupen realidad mientras te corres entre las enormes tetas de una negra. No hay nada comparable.
Desde que alguien se inventó lo de las patrullas unipersonales, disfruto como un enano. No tengo que rendir cuentas a nadie, ni tengo que aguantar las gilipolleces de un novato pisaverde que se la coge con papel de fumar. Me la sudan los expedientes; ya me han abierto tres en los últimos cinco años. Todos justos, para que lo voy a negar. Me gusta el dinero, sobre todo el ajeno. Y si además se lo saco a un camello hijo puta, mejor que mejor.
Decido arrancar el coche patrulla, enciendo los prioritarios y las luces azuladas del puente envuelven al vehículo en el interior del callejón. Varias chicas se asoman sorprendidas a los portales, improvisadas cabinas dedicadas al folleteo furtivo. La vecindad no se queja, ¿para qué? La mayoría son del gremio y ahora mismo se están ganando la vida.
Tuerzo en dirección a la Cala; es una avenida amplia y bien iluminada. Los chulos se dedican a reventar las farolas que flanquean el único carril de acceso a la autovía. Ni siquiera la presencia del coche patrulla les ahuyenta, alguno incluso se permite el lujo de tocarse los huevos ante mis narices. A la mayoría los tengo fichados; son gente peligrosa, pero con un poco de mano izquierda es fácil tenerlos controlados. En eso soy un especialista, no me gusta la violencia injustificada. En ése aspecto coincido bastante con el Ministro del Interior. Tiene cojones la cosa.
La madrugada es el mejor momento. La clientela escasea en el Callejón. Las últimas furcias se asoman al andén, se bajan las bragas y enseñan las tetas a los escasos vehículos que todavía circulan en busca de la costa. A las tres de la mañana, follarse a una puta de culo zumbón no cuesta más de quince euros; límite de tarifa.
La diviso en el límite del asfalto y un descampado que hace las veces de escombrera. Muy cerca hay un asentamiento de chabolas; gitanos y mercheros. Drogas y coches de lujo, la creme de la creme. Se llama Rosalinda... Rosenice, como suele decir ella mientras mueve el culo poniendo todo la carne en el asador. Hace cinco años que llegó en una furgoneta hasta las trancas de chicas negras. Había llegado a España en una patera y después de pasar un calvario, de centro de internamiento en centro de internamiento, consiguió salir con una orden de expulsión en la mano. Su pasaporte a la libertad. Otra puta paradoja.
No es lo mismo putear en un salón pulcro, follar con tipos más o menos presentables y con pasta en el bolsillo, que hacerlo en la calle, expuesta a toparse con cualquier cabrón sin escrúpulos. Por eso Rosalinda es mi amiga. No le cobro, al menos no toco su pasta. Me conformo con que me la chupe de vez en cuando, ¡qué no es poco! La jodida es una máquina succionadora.
Reconozco que no es atractiva; de hecho no se la recomendaría ni a mi peor enemigo. Pero la noche es larga y a las tres de la mañana siempre viene bien un poco de cariño.
Nos apañamos rápido. La radio del coche crepita sin parar; varios robos con fuerza y un posible alijo de drogas en una cala cercana a Mijas. Me la pela; miro el reloj, son las cuatro y media de la mañana. Una cabezada en el aparcamiento del motel “La brisa” y de vuelta a base. Seguro que alguno de los de trasmisiones me pregunta que dónde me he metido... que lleva toda la noche intentando contactar conmigo, que si no he cogido el teléfono corporativo. Lo de siempre; es lo bueno de ser un lobo solitario.
Cuando salgo de la comisaría es casi de día. Es el momento en que la claridad se vuelve azulada y el bochorno de la noche se vuelve tibio, hasta que finalmente refresca. No tengo sueño, nunca tengo sueño después de terminar mi servicio.

 

 

concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 7 de Junio de 2010 a las 23:20
La noche. 

   No se queda a ninguna hora concreta, pero hay un tiempo limitado para entrar en la casa. Ese tiempo comienza cuando el sol empieza a ponerse en el horizonte. Cuando el sol está muy cerca de la tierra su color es rojo, y entonces, poco a poco, pero sin pausa, comienza a meterse. En Madrid, casi siempre, lo ves entre los edificios. Depende de donde estés. El caso es que las construcciones se van dibujando con intensidad cegadora sobre aquel disco rojo. Hundiéndose. Cada vez más. Hasta que desaparece y entonces, siempre, se descubre con sorpresa que se ha ido. Aún así, la luz continúa un poco. Más tenue, pero más pura. Todos los colores son mejores y el aire, por fin fresco en verano, se ve. Se mira.El caso es que desde que el sol se pone, desde que comienza a anochecer, hasta que definitivamente se hace la oscuridad deben de pasar alrededor de unos 35 ó 40 minutos. 
-¿El tiempo que tenéis... para qué?- 
-Ya te lo he dicho, para entrar en la casa.- 
   Cuando la noche es noche y ya no hay luz, la puerta se cierra definitivamente. A partir de entonces nadie puede entrar. 
-Es el código.- 
-Joder mamá ¿por esa mierda de orgías vas a dejar a papá?- Tenía los ojos llenos de lágrimas. 
-No me montes una escena. Querías saber la verdad y yo te la estoy contando.- 
-Tranquila; no voy a llorar. Ya estoy bien.- Bebió agua y respiró muy hondo. 
   ¿Es siempre la misma casa? No. Depende de mi amo. Con más frecuencia que en la suya las sesiones se desarrollan en casa de sus amigos o de otras amas o amos que conoce. Yo recibo en mi móvil por SMS la dirección, más o menos, una hora antes de que anochezca. Miro en Internet donde queda y salgo para allí. Casi siempre llego a tiempo; sólo una vez en dos años llegué con la oscuridad y me dejaron fuera. A la siguiente sesión mi amo me castigó muy duramente por ello. 
-No vuelvas a mencionar a ese hombre por favor.- 
-Quieres saber la verdad.- 
-Pero sin detalles, te lo suplico, eres mi madre.- 
-Pues eso, que lo importante es llegar... - 
-Antes de que se haga de noche.- 

concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 8 de Junio de 2010 a las 18:25

PERDIDAS

 

Daniela sale de su casa y se encuentra con un taxi en la puerta. Piensa: «¡Qué suerte!,» y se urge, porque aprieta el calor. Saluda y se dispone a viajar en silencio. La conductora reconoció su voz, «¡Así que es usted! Mi marido la escucha todas las noches. Y me dice que me anime a llamarla, cuando me entre La Cosa, como la llama. Nervios…/…»

«Ya empezamos», se dice, poniendo su cerebro en automático. Estira las piernas, ligeramente recogidas en escorzo y piensa en lo que tiene que comprar. Hasta las nueve queda tiempo. Decide bajarse antes de llegar a la perfumería. La taxista se queda con la boca abierta: ha dejado sobre el cajetín de la mampara el doble de lo que marca la carrera. Oye un «¡Gracias!», lejano. Camina deprisa. Entra en el establecimiento, donde la dependienta sabe quién es, por otras ocasiones. Se esmera en atenderla y le sugiere que pruebe Kanebo, en lugar de Shiseido. Lo compra y sale al sofocante calor. Se le nota en la cara cierta incomodidad. Abre el bolso de mano y se ajusta unas gafas grandes, de Channel, con lentes naranja. Prefiere llamar la atención, para proteger su anonimato. Se acuerda de Rodolfo, su ex. Debe ser porque el móvil no para de sonar dentro del bolso. No lo atiende. Desea mantener la iniciativa. Como en el programa de radio que dirige. Perdidas en la noche. Comienza a las once, pero la audiencia crece a partir de la una, cuando finalizan los deportivos. La gente se aburre, les entra La Cosa; da lo mismo que ganen o que pierdan, en todo o en nada. La noche se la trae. Eso piensa. Ha sacado el teléfono. Lo mira. No es Rodolfo. Es Samuel, el productor del programa. Este es un bendito; y sonríe. Tiene sensibilidad para la desgracia. De sí misma, por el contrario, opina que le falta la sintonía suficiente. Que es difícil aguantar toda esa basura nocturna. Los barrenderos, se dice, la recogen, y luego la arrojan. Yo tengo que guardarla, me la llevo conmigo a todas partes: incluso al psicólogo. Aunque ese te la devuelve, envasada para regalo. Pero sigue siendo basura. Ya ha llegado. Le abren la puerta. Es un lugar excelente, en plena Rambla Catalunya. Hotel Calderón. Ha quedado con Clara, para merendar. Se ven una de cada diez que lo intentan. Su amistad aguanta. Ahora, incluso más. Clara es la mujer del centro del salón. La que está vestida con el conjunto marca Scorpio, rojo escarlata, en tejido de entretiempo. A ella le gusta. Clara dice que se desviste para ayuntar, exclusivamente. Viajaron juntas a Cuba. Fue decisión de Clara, no de Daniela. Sin embargo, es ella la que está en trámites de divorcio con el fulano que se trajo de allí. Pudo elegir, desde luego que sí. De eso van a hablar; en un momento. Clara se levanta, sonriendo, sus dientes iluminan la atmósfera contenida del cuatro estrellas, propiedad de la cadena NH. Es tan alta como Daniela. Casi uno ochenta; algo más, por los tacones. Los hombres las observan; ellas se inclinan hacia adelante; la grupa se marca, pero no la ropa interior. Ellas saben cómo evitar lo ordinario. Al menos Clara. Daniela piensa que está rodeada por cosas ordinariamente anómalas durante la noche. Pero aún falta mucho para el programa. «¿Cómo estás?» «Essstupenda». No importa quién lo ha dicho. El saludo es el mismo que el del mes pasado. Cambian las interpretaciones. Solicitan al camarero, con sonrisas, mientras los hombres siguen observándolas; tres de cada dos se están colocando el paquete. No hay intención en el gesto. Nadie las va a follar hoy. Hablando de follar, vuelven a contarse lo de Cuba. Clara le pregunta. Suena a afirmación velada. «¿Tenías intención de traerte al médico?» Porque Daniela conoció primero al médico, en La Habana. Un hombre serio, algo mayor, que anhelaba escapar de la isla. Le propuso matrimonio para poder huir de allí. Que le devolvería el dinero; que mientras tanto se encargaría de las tareas domésticas y que firmaría papeles; los que necesitara; que no la tocaría. Esto la echó para atrás. Desconocía por qué no podía aceptar que no deseara tocarla. Sabe que está buena, que se remueven el paquete por ella. Se casó con su actual ex, Rodolfo. Este la tocó desde el principio. Nada más verla en la playa. Tenía una buena sonrisa y abdominales y culo. Follaba bien; era como ir en barco. Se mecía dentro de su coño, se mecía con ella. Y así cuatro semanas. Suficiente para decidir traérselo a Barcelona. Ahora están divorciándose. Le va a sacar hasta los ojos, porque él no tiene dinero ni bienes. En cambio ella es rica. Clara le recrimina que no desee luchar por el niño. A Daniela, el niño la repele. No tiene el color de piel de ella; tampoco el de él. Quizás habéis visto ese color, como el de la penumbra o la niebla sucia; niebla de otoño. Siguen charlando, mientras se hace la tarde. Salen del hotel. Cada una coge un taxi. Cada hombre su paquete. El conductor no deja de observarla por el retrovisor. Sin hablar. Eso la calma. ¿Estaba nerviosa? Está ovulando y padece endometriosis. Si el dolor sube mucho, tendrá que sedarse. Con Nolotil. No hay por dónde escapar del programa. «Primero se emite y luego te operas», como dice el Director de la emisora. Ochocientos mil oyentes de madrugada, demasiada basura para recoger con los oídos y reciclar por la boca. Ya ha llegado Samuel. Está el Porsche. Y en el porche de los estudios, un vigilante. Nuevo. Más de cincuenta, menos de uno sesenta, barrigudo, con los pies pequeños y gorra. De lejos parece un cubo de basura con la tapadera puesta. Uno de diseño; para minipisos. Se ríe antes de llegar a su altura. Él se acerca la mano a la visera de plato. El anterior era más varonil. Ella lo sabe. Se lo folló una madrugada, en los lavabos. Samuel le cubrió las espaldas. Se lo folló para pasarle algo de la basura, de esa y de todas las noches. Sale del ascensor en la planta 27. Samuel ya ha solicitado la cena, para las diez. Sushi y champagne. Ella hace un gesto cuando lo besa. «¿Ya no te gusto?» —dice él, acompañando la frase con atrezo de pucheros. «No es eso». —Daniela. «Me duele un poco.» —Daniela. «Ya se me pasará.» —Daniela.

Samuel se encierra en la pecera. Se queda sola en el estudio. Como siempre. Ciento veinte mensajes en la bandeja de entrada. Sesenta y cinco conectados en el Facebook. El foro de la página Web está limpio. Por ahora. Y falta mucho para las once. Trabaja con el teclado. En silencio. Un par de interrupciones. Compañeros que ya se marchan. Llegan los de deportes. Bulliciosos. Le hacen gestos desde el pasillo. Ellos, Samuel y Daniela, dan cuenta del sushi. Se toma dos copas de champagne. Con la segunda, un vial de Nolotil. Duele mucho. Casi las once. Ciento ochenta y cinco en Facebook. Cuarenta en el foro. Veinticinco mensajes nuevos. Se quedarán ahí; hasta mañana. Las once. Cabecera y cuñas publicitarias. Primera llamada, dentro; un alcohólico al que han echado de casa y quiere que Daniela llame a su mujer desde la emisora. Cortinillas. Suena el tema: The Night, del grupo Morphine. El cantante murió… —recuerda Daniela, que se gira y lanza un beso contra la pecera—…se desplomó sobre el escenario. En Roma. Toque de pecera. Gesto de llamada. —Buenas noches, mi querida Perdida. Reconoce la voz de la taxista. Dice que se llama Elvira. Que se va a suicidar esta noche. Está alterada. Daniela hace una señal con la mano, como de telefonear y marca el ciento doce en el aire. Samuel ha comprendido y retoma la llamada, mientras gira el potenciómetro. Vuelve la noche de morfina.

Tercera llamada…/… Vigesimonovena llamada. Elvira, de nuevo. Que tarda el 112. Está con La Cosa.

—Cariño, aún te quedan muchos bombones por abrir. —Daniela.

—La vida puede ser tan maravillosa. —Daniela.

—Todos nos suicidamos varias veces cada día. Tú debes intentarlo, también. Pero cada día. ¿Me entiendes, querida Perdida? —Daniela.

Acaba de cometer un error. Le ha dicho que se suicide. A lo mejor no lo es. A lo mejor es lo que necesita que le diga. Samuel está expectante. No le gusta el cariz de la conversación. Daniela se quita los auriculares. Agarra el micrófono de alcachofa. Samuel pasa a cortinillas. «Ni me ha gustado esta tarde en el taxi ni mucho menos ahora. Con ese nombre. Es usted una analfabeta emocional, una de esas que se iniciaron en los chicos a los trece, un poco antes de hacerlo en el fracaso escolar y vital.» «Con hijos antes de los veinte y carretones de basura que expulsar de su interior. Si se suicida, no ocurrirá nada.» «Usted es un error. De Dios. Porque usted cree en Dios, naturalmente.» «Sepa que él está diseñando un ser humano nuevo en otra galaxia, a la distancia de dos dioses.» «Esta la dejó llena de bocetos mal terminados. De basura de dibujante.» «Suicídese y hágalo de verdad. En directo. Quiero oír sus cervicales crujir, el orín caer de entre las piernas.» «Coja la corbata del médico de urgencias que le hemos enviado y hágalo. A él no le importará. Cuando se haya ido, cuando las antiguas huellas de sus pies las ocupe el aceite superficial del planeta, la habremos olvidado.»

—¿Me oye, Elvira? ¿Qué clase de nombre es ese? —Daniela.

Se levantó, lloró y Samuel la abrazó. «No ha salido en antena. Tranquila» —Samuel.

Llora y sonríe y llora y ríe y son carcajadas de loca y ya no sabe quién es la vampiro emocional, si ella, Daniela, o la otra, Elvira. Toca con ansias a Samuel, le baja la cremallera de la bragueta. «No cariño, no; soy un gay monotarea; no cojo con señoras.» Corre hacia la pecera, sube el volumen del estudio al setenta por ciento y los Infinity braman Baby Keep Smiling, de Lou Vega. ♪♪Ella sonríe, es eso lo que vale♫♪—canta Samuel.

Sólo son las 01:30

 

concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 8 de Junio de 2010 a las 22:10
LA SOMBRA

Existo porque existe el bien y existe el mal, y el mal ha de ser castigado. Hay tantos que merecen ser castigados. He dormido todo el día, me desperté a las 4:37 horas; la casera se queja del olor asqueroso que sale por debajo de la puerta. Dice que tengo animales en casa, que está prohibido tener animales en los apartamentos. Habla arrastrando las eses y tiene cinco hijos de cinco padres distintos.

Se me ha acabado la tinta negra. Fuera llueve con ganas; la cortina de agua se desploma sobre el asfalto formando pequeñas riadas que el alcantarillado no es capaz de tragar. Estoy dibujando a Richtmont, sentado sobre una chimenea de ladrillo; sobre fondo anaranjado y leves toques violetas para resaltar las formas. Los bocadillos van con fondo amarillo, para que los diálogos se lean con facilidad. Pero se me ha acabado la tinta negra y las sombras quedan incompletas. 

     - Voy a echar un meo. -Richtmont acaba de entrar en el tugurio. El agua gotea al resbalar sobre la gabardina impermeable, formando un pequeño charco a sus pies. El tipo lo ve de reojo y se levanta de inmediato, abandonando la partida de póquer descubierto. 
     - El viernes por la noche un tipo se tiró por la ventana de su apartamento. Creo que no estaba sólo...

Ya no puedo continuar, el tintero está seco y por mucho que lo intento no consigo un trazo rectilíneo. La sombra de Richtmont no acaba de alcanzar el tono adecuado. Fung Chi vende una tinta china excelente. Abierto las veinticuatro horas del día, y porque el día no tiene más horas, si no seguro que habría una china con cara de sueño sentada frente a los monitores de vigilancia y la caja registradora
Hay que salir a la calle, con la que está cayendo. 
La madrugada se extiende sobre la ciudad abandonada. El paraguas está destrozado; lo doy por imposible y decido caminar pegado a las paredes del edificio. La cornisa me ofrece una exigua protección, lo justo para no acabar calado hasta los huesos. 
La tienda de Fung Chi se encuentra a dos manzanas de mi domicilio. La luz centelleante de los semáforos apenas se intuye bajo la manta de agua; un ciclomotor atraviesa el cruce patinando sobre el asfalto mojado. Mi cerebro sigue trabajando a toda máquina. 

El viernes por la noche un comediante murió en la ciudad. Alguien lo arrojó por una ventana y cuando golpeó la acera acabó con la cabeza abierta como un melón. A nadie le importa, a nadie excepto a él.
     - Por favor Richtmont, no mates a nadie. Cada vez tengo menos clientes...sería la puntilla. -Felicidad Morris es el dueño del tugurio. Mira al tipo de la gabardina con los ojos abiertos como platos y una sonrisa nerviosa temblando en mitad de la cara. 
     - Lo qué tendrías que hacer es cambiar de desodorante, simpático. -El tipo rubio está sentado en una mesa, oculta en el ángulo oscuro del tugurio...

Necesito la tinta negra como el comer. El tipo rubio se oculta en la penumbra, tiene la nariz rota...de boxeador y varios dientes menos. Para resaltar su personalidad necesito la tinta negra. A lo lejos intuyo luz en un portal; es la tienda de Fung Chi, mi particular dinner 24. Los últimos metros los hago a la carrera; a pesar de mis esfuerzos, acabo empapado. Entro en la tienda; un gran cartel me saluda: “Todo a 1, 2 y 3 euros”. Un chollo, lo mires por donde lo mires. 
Hay algo extraño, algo que no cuadra en la foto fija. ¿Dónde está la china con cara de sueño, el pelo revuelto y ojeras de un mes? No la veo por ningún sitio. Sin embargo oigo trastear por los largos pasillos. Tan sólo hace unos meses la nave era un concesionario de coches de alta gama. La crisis, supongo. O que los chinos tienen pasta para aburrir, claro. 

     - Blake era un cabrón. -El tipo rubio le larga un trago a la jarra de cerveza, eructa y golpea la mesa con el puño. Parece una sucesión de hechos continuados.
     - Era mi amigo. -Richtmont habla despacio. Se toma tiempo para aclarar sus ideas. Nota la culata de la pistola contra las costillas, se encuentra cómodo. 
     - Lo que yo te diga. Tiene amigos y todo...al final habrá cambiado de desodorante. 

La sombra pasa frente a mí como una exhalación. Apenas alcanzó a distinguir un trazo bajo el reflejo de los fluorescentes parpadeantes. 
Miró tras el mostrador y noto como las tripas se retraen en mi abdomen. Estoy a punto de cagarme. La china está tirada en el suelo con un enorme agujero en mitad del pecho. Tiene la cara pálida y la boca abierta, como si hubiera intentando gritar en el último instante de su vida. Yo también siento la necesidad de gritar, pero un cálido impacto en la espalda me lo impide. Creo que he oído una detonación justo antes, pero no estoy seguro. Me veo impelido a moverme hacia delante, pero es tan sólo un reflejo de mis intenciones. En realidad es algo físico, producto de la energía cinética. Me derrumbo sobre el mostrador, mientras un hilo de sangre me colma la boca con un ligero sabor a herrumbre. 
Hago un esfuerzo por rodar la mirada hacia el exterior. Parece que está a punto de dejar de llover. La noche se torna clara, es como si estuviera a punto de hacerse de día. 

Richtmont saca la pistola y mira a los ojos del rubio. El tipo se ha girado hacia él esbozando una ridícula sonrisa. Se diría que está a punto de carcajearse en su cara. La visión del cañón del arma apuntándole le enfría el ánimo. 
     - Venga simpático, tan sólo bromeaba. 

Maldita tinta china. 




concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 9 de Junio de 2010 a las 15:34
AUSENTE

Cuando entré en la habitación ella ya estaba en la cama, desnuda. Ella sonreía, pero yo era consciente de sus inseguridades. Ambos habíamos querido correr demasiado, apenas llevábamos un mes viéndonos y ambos ya habíamos pronunciado el temido: “Te quiero”. Frente a ella, me di  cuenta de que quizá estaba confundiendo el cariño con la pasión, la pasión con la necesidad. Tenía miedo a que ella representase una huida a ninguna parte, pero, aún con todo, le hubiese repetido una y mil veces que la quería.

Me desnudé y me metí en la cama, a su lado, ella me dio la espalda y susurró: “a dormir”. El día había sido intenso, la noche, agotadora. Habíamos corrido delante de dragones, bailado al lado de gigantes. Nos habíamos mezclado entre el bullicio de una masa de gente enfervorecida... y en medio de esa vorágine el mayor de mis miedos era perderla, el mayor de mis miedos era no saber quererla... confirmar que la mayor de mis preocupaciones cuando estaba a su lado era dejar atrás todo lo demás, mi vida, mis problemas... el ser consciente de que el lastre que suponían las cadenas que me ataban a todo ello era una carga demasiado pesada para obviarla.

La abracé, acaricié su vientre, recorrí con dulzura su ombligo, subí la mano hasta rozar el interior de sus pechos. Eran pequeños, pero suficientes, firmes, bonitos. Pellizqué uno de sus mugrones, ya estaba duro. Noté como temblaba entre mis brazos y apretaba su cuerpo contra el mío. Volví a desplazar mi mano, recorrí su vientre sin apenas detenerme. Desplacé un dedo por su raja, luego dos, estaba húmeda. Empecé a frotar con intensidad, movía ambos dedos en círculo, ella ahogó un gemido y sollozó mi nombre. Estando a su lado, en la cama, ambos desnudos, había hecho lo que sentía que debía hacer. Ella me gustaba, me excitaba, pero ni toda la excitación del mundo era capaz de apartar de mi cabeza todas esas dudas.

Ella desplazó una de sus manos a través de su espalda, cogió mi pene erecto y empezó a masturbarme. Yo aparté su melena y la besé en el cuello. Ella quitó mi mano de su coño, se revolvió con más fuerza contra mí y se hizo un hueco  debajo de mi cuerpo. Ahora estábamos de frente, me miraba con deseo. Yo la deseaba, pero no estoy convencido de que mi mirada lo reflejase. Luego miró al techo y sosteniendo con ambas manos mi falo lo desplazó hacia su interior. Empecé a mover mi pelvis con movimientos mecánicos, ahora dentro, ahora fuera. Y cuanto más dentro estaba, cuanto más era consciente de que la quería, cuanto más veía en su expresión que ella me deseaba con todo su cuerpo, más me alejaba. Impotente, vi como volvería a ocurrir.

Mi movimiento persistió mecánico, mi expresión, neutra. Ella no tardó en darse cuenta de que yo ya no estaba allí. Se enfrió, dejó de moverse, dejó de gemir, dejó de forcejear, desistió en cambiar de posición. Se volvió una muñeca, sólo sus ojos parecían albergar alguna sensación... transmitían un sentimiento que bailaba entre el vacío y la tristeza, entre la incomprensión y la impotencia.

Paré, me aparté, recorrí con mi nariz y mi lengua todo su cuerpo. Pese a que mi mente me traicionase, deseaba con toda mi alma que ella disfrutara. Separé sus piernas con suavidad, metí la lengua entre sus labios, separándolos, luego empecé a lamer.  Poco a poco, despertó, volvió. Su cadera empezó a subir y a bajar mientras mi lengua buscaba el punto que le produjese mayor placer. Gimió y, tras ese primer gemido, apartó mi cabeza.

“Sólo dejaré que me lo comas si me dejas comértelo”. Yo accedí. Sin prisa nos acomodamos en la posición del sesenta y nueve. Yo seguí lamiendo, ella empezó a chupar. Ambos nos preocupamos tanto del placer ajeno que nos olvidamos de disfrutar. El tiempo se congeló, al cabo, ella paró. “Ya no siento nada”- me susurró, a lo que añadió: “¿Lo has pasado bien?”. Yo asentí. Ella me miró con ojos tristes, dudosa: “Pero... no has llegado, ¿verdad?”.

En ese momento intenté explicárselo todo, pero apenas logré insinuarlo. Poco más que la palabra estrés acudió a mi boca. Ella dijo que lo entendía, que no pasaba nada. Yo no podía dejar de pensar que si no dejaba las cosas claras la perdería... aún así, no pude añadir nada más.

Ella se volvió a tumbar a mi lado, yo traté de abrazarla, ella se apartó. Los primeros rayos de sol se colaron entre la persiana. Sin embargo, fue en ese momento cuando la noche y todas sus sombras se cernieron sobre mí.
concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 10 de Junio de 2010 a las 0:23

INSOMNIO

Ni siquiera le importaba el frío, Raúl caminaba apretando los brazos contra la cintura, las manos en los bolsillos y las solapas levantadas tapándole las orejas.

 

 ¡Joder! Es que no podía dormir. Hacía tiempo que no lograba conciliar el sueño ni por la noche, ni durante el día. Meterse en la cama era un suplicio; daba vueltas y más vueltas hasta que le dolía la cabeza y todo era un revoltijo de sábanas y mantas. Así que había tomado la costumbre de salir a la calle, en plena noche, a caminar sin rumbo. Aquellos paseos no le hacían dormir, pero le producían una sensación de paz y tranquilidad bastante agradable.

 

Y además le ayudaban a pensar. Salvo por lo del sueño, no se quejaba de la vida. Tenía un par de buenos amigos y nunca le había faltado el trabajo. También algunas mujeres le habían querido lo suficiente como para no casarse con él, claro que después de ver como había acabado alguna de ellas, le parecía una suerte, pero entonces cada ruptura le había hecho sufrir lo suyo. El tiempo había pasado sin darse cuenta y él era un solitario que sabía vivir esa soledad tranquilamente.

 

Bajó por la cuesta de Hernani camino del Casco Viejo. Había dado una vuelta por el barrio chino espoleado por el recuerdo de la boca de Estrella, la dominicana, que solía ser cariñosa con él cuando la necesidad apretaba. La buscó en la acera de la parte alta donde ejercía, pero aquella noche no había ido. Sus compañeras no sabían nada, así que como  no era de los que cambiaban de coño fácilmente, se fue, después de tomar un coñac de garrafón que le dio dolor de tripa para el resto de la noche.

 

Estrella había llegado a España hacía dos años. Le habían prometido un trabajo y se había empeñado para poder pagar el viaje y los primeros gastos. Dejó en su país a sus dos hijos y el corazón y vino al Paraíso. Trabajó durante un tiempo ayudando en las casas y después conoció a Antonio Perales y se enamoró de él. Aprovechando la circunstancia el Perales la convenció para que trabajara de puta y así ganaría mucho más de lo que jamás hubiera soñado y podría traer a sus hijos con ella.  Lo de ganar dinero rápido fue lo que la convenció.Lo que la convecía menos era que el Perales se lo quedara, para invertirlo, le decía. Pero ya no podía soportarlo. Algunos de aquellos hombres no veían en ella a una mujer sino un agujero donde poder meterla o alguien que soportara sus indignidades, algunos le pedían cosas que repugnarían al más indiferente. Aunque reconocía que también venían hombres, en cierto modo considerados, que solo buscaban satisfacerse e incluso hablaban con ella.

 

Raúl bajaba la cuesta en dirección al río cuando vio al grupo de jóvenes que formaban corro, Al acercarse observó que intercambiaban papelinas y jeringuillas. Bajo los soportales del Depósito Franco, un hombre agarraba a otro, arrodillado a sus pies, del pelo, empujando su cabeza para que siguiera comiéndole la  polla con más ritmo.  Miraron a Raúl con ademán desconfiado, así que él apretó el paso y tomó la calle estrecha que conducía al puente.

 

El resto de las calles estaban totalmente vacías. En la Estación del Ferrocarril los trenes dormitaban, esperando la mañana para alejarse hacia otros lugares. Pasando el puente metálico tomó el paseo que bordeaba el río y siguió caminando; retomó entonces sus pensamientos: mientras vivieron sus padres tuvo siempre alguien que se preocupara por el. Al morir ellos pensó que no iba a poder soportar la soledad, pero pronto comprobó que a todo se acostumbra uno. Se sentó en un banco mirando el agua. Envuelto en su chaquetón apenas si sentía el aire frío de la noche. En la esquina de la calle Ronda, un camión de la basura daba vueltas a los contenedores haciendo un ruido metálico y molesto y los barrenderos seguían con su trabajo pausadamente, sin prisa por terminar.

 

Estiró bien las piernas y se dijo que el caso era que no podía dormir. No sabía por qué. Si aquello no cambiaba, tendría que ir al médico para que le recetara alguna pastilla. Aunque realmente lo que le curaría de aquella especie de enfermedad sería una mujer que le cuidara y a la que querer y que lo quisiera. No era solo cuestión de tener sexo diferente al que le proporcionaba Estrella, a la que, por cierto, necesitaba ahora, dios lo sabía, era más bien el deseo de encontrar a alguien en casa cuando volvía del trabajo, alguien con quien hablar y a quien contar sus preocupaciones. Lo que le pasaba era que se estaba haciendo mayor.

 

El agua del río había subido con la marea y rozaba casi los bordes de cemento del cauce. Se veía negra como la piel de un toro de lidia y desprendía olor a mar y cloaca.

La miraba distraída y fijamente, las luces de la otra orilla rielando en ella. De pronto le pareció que algo se movía en aquella masa espesa y oscura, salía a flote un momento y volvía a desaparecer.

 

Raúl se puso de pié y se acerco a la barandilla. Miró más atentamente y volvió a verlo. Un brazo asomaba entre las aguas y volvía a hundirse en ellas. Luego fue una cabeza, luego otra vez el brazo. Y desaparecía. Empezó a temblar. ¿Qué hacía? ¿A quién avisaba?  No sabía qué hacer. ¿Debía lanzarse al agua y ver si aquella persona estaba viva o muerta? Pero no era asunto suyo. Si las cosas no salían bien, puede que se ahogara él también. Y por allí no había nadie y él no tenia móvil. ¿Qué hacer? ¿Y si se marchaba?      nadie se enteraría. A lo mejor aquella persona estaba ya muerta ¿para qué arriesgarse?

 

Mientras pensaba esto, sin darse cuenta, se quitaba los zapatos y el chaquetón. Buscó una de las escaleras de embarque, bajó los peldaños y se quitó los pantalones. El cuerpo se deslizaba empujado por la corriente camino de la mar, sólo se dio cuenta de lo que hacía cuando se sumergió en el agua helada y notó en su cara el olor a cloaca y la viscosa suciedad que lo rodeaba. Nadó lo más rápido que pudo y agarró por los pelos al ahogado y sin entretenerse en nada más lo atrajo a la orilla y lo subió como pudo a los escalones de acceso, resbalosos y llenos de verdín.

 

Entonces fue cuando empezó a pedir socorro. No podía creer que se hubiera tirado al agua. Chillaba a la vez que le daba la vuelta al cuerpo inerte y para su sorpresa se encontró con la cara de una mujer, azulada y brillante por la humedad, el pelo pegado a las mejillas y las manos agarrotadas como pidiendo algo. Al apartarle el cabello de la cara, para ver si la podía reanimar, se dio cuenta, no sin pánico, de que era Estrella, la puta que le hacía aquellas deliciosas mamadas de vez en cuando. Echó su cabeza hacia atrás y le tapó la nariz y sin saber muy bien lo que hacía, empezó a soplar aire en su boca.

 

Dos o tres transeúntes se habían acercado y a lo lejos se escuchaban las sirenas de una ambulancia o de la policía. Estaba agotado pero seguía soplando sin parar. De pronto Estrella tosió con fuerza y el agua empezó a brotar de su boca.

 

Raúl ya no pasea la noche. No le ha hecho falta tomar pastillas, solo se ha dejado llevar por las circunstancias y ha abierto la puerta de su casa.

Ahora Estrella duerme con él todos los días y follan cuando lo desean ambos y sin mediar más pago que la satisfacción mutua. Un día, sin previo aviso, descubrieron que ya no sólo follaban, sino que hacían el amor. Ese día le contó por qué había decidido quitarse la vida. Aunque ni ella misma estaba muy segura de saberlo.

 

Estrella tiene sus papeles y un hombre que la cuida. El tiene una mujer que le espera al volver del trabajo y alguien en la cama, para dormir o lo que se tercie.

 

concursoderelatos
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  • 10 de Junio de 2010 a las 12:12

Me llamo Rafael

Hace tiempo que no puedo escribir en mi diario, aunque realmente, nunca tuve uno. Quizás debería haber escrito alguno durante estos años. Me quedan tantas cosas que decir, tantas cosas que nunca deberían caer en el pozo del olvido, tanta vida que grabar en el tiempo, que ahora no sabría por donde comenzar.

Una vez tuve un amor, un amor de verdad. Algo que muchos buscan durante toda su vida y nunca llegan a encontrar, algo que siempre estará conmigo. Una sensación que aun perdura en mí, y solo puedo dar gracias por haberlo sentido, por haberlo sufrido, y haberlo disfrutado a partes iguales.

Aun recuerdo la playa, el olor a mar cuando la marea bajaba y dejaba al descubierto las rocas donde la vida se muestra de mil formas y colores diferentes. La resaca de las olas en la orilla cuando el mar estaba alto. El sonido y la espuma rompiendo contra la arena fina y amarilla de mi playa. Siempre será mi playa.

¿Qué pasó aquella noche?...

00:00 am; El dolor era insoportable.

Aun recuerdo a Elena, a mi madre, a mi tía, mi padre, todos a mi lado, nadie se marchaba. Me sentía seguro, arropado, aunque muy dolorido. Aun así, sigo sonriendo, la sonrisa es la marca de identidad que ha acompañado mi vida durante estos años, y esa noche no era tan especial como para dejarla de lado.

Por momentos vuelve a mi mente la playa. Como diapositivas que van y vienen brillando con una luz especial. Allí, encontré la mujer que llenaría mi vida de alegrías y penas, de lucha y de descanso, allí conocí a Elena.

Mientras todos me hablan, mi mente divaga y por mi cabeza, durante milésimas de segundo revolotean libremente los recuerdos de todas las locuras que hicimos por amor. Vuelvo a sonreír. ¿Quién no ha hecho alguna vez locuras por una mujer?

04:00 am; Casi no puedo respirar.

La morfina me aplaca el dolor, pero no del todo, otras veces me había hecho más efecto. Que mala noche estoy pasando, aunque mañana, seguro que estoy mejor, al menos, los míos están aquí.

No sé por qué todos salen de la habitación, el doctor ha entrado con varias enfermeras. Me duele, pero parece que estoy mejorando.
Han pasado unos treinta minutos, todos vuelven a entrar, me felicitan. El dolor es insoportable de nuevo. Me siento preso en una duermevela interminable.

07:00 am; Todos salen de nuevo, el doctor vuelve a entrar con las enfermeras, me duele muchísimo, no puedo respirar.

Pienso en Elena, miles de imágenes brotan como un torbellino de agua . Pienso en mi madre, mi padre...
Por fin, ha cesado de nuevo el dolor. Ya no me duele nada, me siento estupendamente. Todo el personal sanitario ha salido, ahora entrará mi familia.

Mi madre ha entrado, llora y grita, mi hermana y mi padre están llorando. Elena se ha desmayado justo en la puerta de la habitación.

No  Entiendo por qué, ya no me duele nada, estos dos meses de sufrimiento, de quimioterapia, de dolores interminables, han acabado.

He dejado tantas cosas que escribir, tantas cosas que decir... La noche nos unió en la playa, y hoy, nos separa para siempre. El destino es caprichoso.

Me Llamo Rafael, hoy tendría veintisiete años, pero el cáncer me mató cuando tenía veinticinco.

Me llevo conmigo la alegría de haber vivido, de haber amado, y de haber sufrido, y sobre todo, el orgullo de haber luchado.
Ahora más que nunca, puedo deciros: Que no hay derrota en el corazón del que lucha.

 

 

concursoderelatos
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  • 10 de Junio de 2010 a las 16:23

LA NOCHE MATA


La noche era alegre… forzadamente alegre. Era la noche de fin de año. Las campanadas ya habían sonado. Millones de estómagos digerían las uvas que una a una habían sido tomadas. Serían las dos de la madrugada cuando las calles se poblaron de coches ruidosos, coches alegres. Uno de ellos se paró en un semáforo en rojo. En el interior todos reían, hasta que el copiloto miró a su derecha por instinto. Se le cambió la cara. Vio a un joven tras el cristal de la entrada de un edificio empresarial, como si fuese un pájaro enjaulado. Algo le dijo a sus amigos, pues no tardaron en mirar al chico y aparcar su jolgorio unos segundos. Seguramente alguno debió de decir que qué putada pasar la noche de fin de año solo, encerrado en un gran almacén, vigilando al aire. Ese muchacho era yo… hace diez años.

 

 Acudí a esa oferta de empleo por necesidad. Se alejaba y mucho de lo que todos deseaban para mí, pero en ese momento era lo único a lo que podía agarrarme. Vigilante de una empresa de lencería las noches de los fines de semana. Necesitaba ganar mi propio dinero a toda costa. La primera noche tuve un recibimiento cruel. No pudo llover más, y no pudo ser el viento más salvaje. La naturaleza parecía querer extasiarse. Si quería meterme miedo, lo consiguió. Tengo pánico a los sitios oscuros desde que mi hermano mayor me sorprendió una noche en casa saltando de la nada y vociferando como un loco. Yo tendría cinco años, la edad en la que todo se queda. Un compañero me atendió con amabilidad. Me enseñó cada rincón de la empresa, los sietes puntos donde debía pasar cada dos horas y accionar un dispositivo para así dejar constancia de mi paso por dichas zonas. Así nos controlaban. Lo llamábamos “la Ronda”. Y al llegar a la recepción, debíamos hacer una llamada a la central y decir tan sólo “Juan Suárez. Triumf International. Sin novedad”. Si no fuera por estas medidas, más de uno se pasaría la noche dormitando sobre la mesa de reuniones del despacho presidencial. Incluso follando sobre la mesa de reuniones del despacho presidencial.
Aquel enorme edificio constaba de tres partes diferenciadas: las oficinas del primer piso, la zona de elaboración en la planta base y el almacén subterráneo. Las oficinas siempre eran acogedoras. Olían a moqueta polvorienta, a ordenadores recalentados, a oficinistas sudados por la excesiva calefacción. Había una nevera con refrescos, y revistas de modas por doquier. La zona base era enorme, repleto de puestos de trabajo con máquinas de coser y otros artilugios. El almacén era la zona más tenebrosa. Aunque sólo nos dejaban encender una luz, yo encendía todas. Pasillos y pasillos llenos de estanterías con cientos de cajas de todo tipo de ropa interior femenina, y decenas de maniquíes absortas y desmembradas El último punto de control se hallaba en un callejón exterior dentro del recinto. Al otro lado de las vallas, un gran edificio obsoleto que albergaba varias empresas, y siempre un hombre mayor que hacía las veces de vigilante. Aunque no apreciaba su rostro por la oscuridad, sabía que me contemplaba… al igual que yo a él.

 

El transcurso del tiempo tiene la virtud de hacer cómodo hasta el mismísimo infierno. A todo se acostumbra el hombre, y yo encontré en ese palacio viejo de bragas y sostenes un lugar con mis propias costumbres. Incluso el maullido de los gatos de los callejones, que parecían bebés abandonados y llorones, dejó de ser tan desagradable como lo sentía las primeras noches. José Manuel, el compañero más veterano, me preguntó que por qué no me acercaba a hablar con Antonio, el viejo vigilante de la empresa de enfrente. Esa misma noche, al hacer la ronda de las 3 de la madrugada, y al verle de nuevo contemplándome, alcé mi brazo a modo de saludo. Lo interpretó como una invitación a acercarse a mí, y así lo hizo, con su andar pausado, arrastrando su pierna mala, necesitando una eternidad para cruzar una calle. Pensé que poco podía vigilar ese hombre con sus facultades, si acaso llamar a los bomberos si su edificio comenzaba a arder. Al llegar a mi reja, aquella escena me pareció como un encuentro entre un jefe indio y un vaquero timorato. Me observó de arriba abajo, y me saludó con un “así que tú eres el nuevo”.
Tomé la costumbre de tener mis encuentros con Antonio sólo la noche de los viernes. Pensé que así disfrutaría más del momento, y pensé que también era lo más prudente, pues la visita de control del inspector era como una leyenda urbana que nadie cree pero que un día acaba siempre aconteciendo. Dejaba que hablase él. Era quien más tenía que contar, y de quien más se podía aprender. Yo no paraba de preguntarme qué necesidad tenía un sastre jubilado de pasar cuatro noches a la semana alejado del calor de su hogar. Tenía 67 años, una cojera permanente y un parecido tremendo a Al Pacino, o más bien al padre de Al Pacino. Él decía que lo hacía por dinero, por llevar más alegría a su casa a fin de mes… pero no le creía. Pasando esas cuatro noches en vela parecía querer absorber más tiempo a la vida, o quizás alejarse de las eternas noches de insomnio. Y aún así, este sastre jubilado que seguía haciendo trajes por encargo a sus clientes de siempre, odiaba la noche. Y como el emperador que sabe que sus palabras serán recogidas para la posterioridad, decía a menudo:


-La noche es mu mala. La noche… mata.


Y apuraba su cigarro dando una calada que llegaba al alma, con los ojos perdidos, adentrándose en sus recuerdos más agrios. Y yo, con ventipocos años y mucha inocencia en la sangre, sólo podía escucharle con atención y rezar para no llegar a su edad con tanto rencor a la vida.

 

Aún recuerdo con claridad la primera noche, y sobre todo lo que me iba contando el compañero mientras me enseñaba el edificio. Parecía querer meterme todo el miedo posible en el cuerpo… y los relámpagos de la tormenta le ayudaban a conseguirlo. Me contó aquella leyenda que pasa de compañero a compañero, perpetuándose en la historia de la fábrica. Lo que vivió un vigilante años ha cuando, en una de su rondas, se encontró cara a cara con un ladrón de poca monta, un drogadicto buscando algo que malvender para poder ponerse varias dosis más. El compañero llevaba un bate de béisbol como única defensa; el ladrón… una navaja de poca entidad. Ambos se miraron a los ojos, intentando descubrir en el otro un momento de debilidad. Tras varios segundos en posición de ataque, el vigilante tuvo un momento de lucidez y emprendió la negociación:


-Tío, a ver… cógete el radiocasete que hay en esa oficina y lárgate echando leches, ¿te enteras?

 
El ladronzuelo ni respondió. Sólo dejó escapar una ligera sonrisa y salió por donde había entrado con el radiocasete y un par de grapadoras. Dejó pasar dos horas y el vigilante llamó al Control para anunciar los hechos. La Dirección le dio las gracias al compañero por enfrentarse de forma heroica y conseguir que sólo robara un aparato musical de marca barata.
La idea de verme cara a cara con un drogadicto me superaba. En las rondas de madrugada, cada vez que giraba la cabeza veía algún malhechor escondido tras una de las estanterías del almacén. A veces escuchaba pasos, incluso toses entrecortadas, por no hablar de los dichosos lloros de los gatos callejeros. Cada vez que terminaba la ronda y llegaba a mi garita, me sentía como un soldado de la Gran Guerra regresando vivo de una dura batalla.


Una de esas noches, me encontraba en el sótano encendiendo todas las luces, como hacía siempre. Inicié mis pasos camino del punto de control, que estaba justo al final del largo corredor central. Cada vez que llegaba a un cruce de pasillos me paraba en seco y miraba a cada lado y hacia atrás, bate de béisbol en mano. Al llegar a la mitad del camino, se apagaron las luces de una vez, quedándome solo en la oscuridad más amenazante que había vivido hasta entonces. Fruto del pánico empecé a correr palpando las estanterías con el bate, hasta llegar a la puerta que abría mi salvación. El temblor de mis manos no me impidió abrir la puerta y salir al callejón en busca de Antonio. Descubrí entonces que toda la calle estaba a oscuras. Un apagón en todo San Blas. Y Antonio vino a mí para tranquilizarme, sabedor de mi enjuta valentía. Y supo como nadie hacerme olvidar mi condición de cobarde de las noches, narrándome sus experiencias más cómicas, que las tuvo, mientras esperábamos a que volviera la luz en el barrio. Pero llegó antes la luz de la mañana, descubriéndonos como dos cangrejos en la arena al retirarse el agua de la orilla. Y Antonio que no paraba de hablar sin poder evitar decir, una vez más, su ya mítica frase que tanto me gustaba escuchar:


-La noche es mu mala. La noche…mata.

concursoderelatos
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  • 10 de Junio de 2010 a las 17:01
Autopista.

Me encanta conducir de noche. La autopista vacía, los faros desparramándose en el asfalto, apartando la oscuridad. Incluso la radio tiene un sabor especial, más cálido, casi etéreo.
Cuando era pequeño, me gustaba acurrucarme contra la ventanilla y contemplar las farolas que dejábamos atrás, imaginar vidas ajenas en las luces lejanas mientras me dejaba mecer por el suave vibrar del motor.
Al caer el sol, hay una vida paralela en la autopista.
Hace un rato me he parado en un área de servicio a llenar el depósito y a tomar un café. No es que me estuviese durmiendo (la adrenalina me mantiene despierto) pero me gusta saborear el café de las autopistas. Sabe a liberación. A soledad.
Había una mujer en la barra, sola. Turista, unos cincuenta quizás, atractiva, con esa belleza inexplicable que recorre todo el cuerpo sin detenerse en ningún sitio en concreto. Me ha mirado de reojo. He levantado mi taza a modo de saludo. Ha desviado la vista, fingiendo consultar la lista de precios en una hoja de plástico. Un hombre ha salido del baño y se han marchado juntos en un monovolumen lujoso de matrícula extranjera. Desde la ventanilla, ella me miraba con esa expresión que he visto en los ojos de tantas mujeres a lo largo de mi vida, como si contemplasen un precipicio mientras comprueban si llevan paracaídas. Mi mujer odiaba esa mirada. Creo que empezamos a discutir por eso. Después, cualquier cosa servía.
Detrás de un volante, todo es sencillo, simplemente tienes que dejar que las líneas blancas te guíen, subir el volumen de la música y sentir el asfalto bajo las ruedas. No hay secretos, no hay trampas. Las personas son distintas, más complejas, taimadas, engañosas. Las personas se revisten de capas para ocultarse. Mi mujer tenía tantas que hubiese tardado siglos en arrancárselas todas. Nunca llegué a conocerla realmente, nunca supe entenderla.
Odio al sol cuando empieza a disolver la oscuridad, cuando asoma su cabezota brillante por el horizonte. El sol no tiene magia, es una burda bombilla que destruye el encanto de la noche. Bajo sus rayos, la autopista se llena de coches, de ruido, de gente innecesaria. Incluso la radio suena desquiciada a plena luz del día. Prefiero los kilómetros negros, el asfalto desconocido delante de los faros.
Nunca tuvimos hijos. Creo que su odio nos volvió estériles y eso hizo que me odiara más. Pero yo la quería, tan sólo deseaba que se callase, que dejase de gritarme, de escupirme su frustración a la cara. Conducir es fácil, ¿por qué no podía ser nuestra relación así? ¿Por qué tenía que complicarlo todo con sus quejas, con sus insultos?
Nunca la entendí. Quizás por eso empecé a pegarle, porque era complicada.
He llegado a un peaje. Me encantaría tener un aparato de esos que hacen que no tengas que detenerte, que las barreras se alcen automáticamente, como si te dieran la bienvenida a casa. Paro, meto mi vulgar tarjeta de crédito y las barreras se levantan.
No pienso volver. No sé a dónde voy pero no me importa, no pienso volver. Gritos, gritos, gritos, aún resuenan sus chillidos en mi cabeza, mis golpes en su cabeza. Esta autopista sólo tiene un sentido para mí. No voy a volver. No ahora que he conseguido que se calle.
Pronto saldrá el sol, debo avanzar mientras haya oscuridad.

concursoderelatos
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  • 10 de Junio de 2010 a las 18:55

EN NEGRO SOBRE NEGRO

 

Él, en la profunda soledad de su mansión, y como cada atardecer, sube sigilosamente las enormes escaleras hasta el piso superior y se acerca a su habitación. Una macabra sonrisa decora esperpénticamente la terrible fealdad de su rostro; lo deforma aun mas, lo aterroriza hasta tal extremo que, inconscientemente nunca se mira en el espejo.

Abre el armario y saca, perfectamente doblada y limpia, la ropa que cubrirá su cuerpo durante la cercana noche que, haciendo juego con su fealdad, va metiendo en tinieblas la poca luz que aun permanece iluminando la escena.

Lentitud en sus movimientos, felinos, tétricos, siniestros. No necesita luz alguna para vestirse; lo metódico y perfecto de todos sus movimientos demuestra que han sido estudiados y realizados a lo largo de los infinitos atardeceres de su interminable vida.

Finalmente, cerrando el nudo que fija la negra capa a sus hombros, se acerca al enorme ventanal de la habitación y mira al exterior.

Después de comprobar como una tenebrosa y densa niebla va extendiéndose lentamente sobre el paisaje que forman el jardín y, al fondo, la gran ciudad, se vuelve hacia el centro de la habitación donde un enorme lecho, cubierto con un alto dosel, tan negro como sus pensamientos, le espera.

Sube a él y se tiende boca arriba, mirando al infinito que, lúgubre y sombrío, se refleja en la negrura del techo del dosel.

“Aun falta tiempo para la hora esperada” piensa mientras que su imaginación va formando escenas dantescas en el escenario de su mente, haciendo que una macabra mueca, semejando una sonrisa, aparezca de nuevo en su rostro, envileciéndolo aun más.

Solo él podría describir los dantescos pasajes que, de su vida, van pasando por una mente tan retorcida, pero algo llama su atención y, momentáneamente cierra los ojos para concentrarse aun más en esa alocada vivencia, hasta que una fuerte y espeluznante carcajada sale de sus pulmones e inunda la enorme habitación. Hasta él mismo se impresiona y abriendo los ojos, gira la cabeza para comprobar como la noche ya se ha adueñado de todo el paisaje.

“No, creo que aun es pronto. Esperaré hasta el momento exacto” Piensa de nuevo y, lentamente gira de nuevo su cabeza hasta apoyar cómodamente la nuca sobre la acolchada almohada.

Apoya ambas manos sobre su pecho, con movimientos que más que mecánicos, están pensados como parte de un ritual. Luego pierde su mirada en la lejanía de los recuerdos y sigue ¿soñando?

¿Son sueños, quizás, todas las extrañas y ceremoniales muertes acaecidas desde siempre en aquella ciudad?

¿Cómo nunca pudo la policía descubrir al autor de aquellos trágicos sucesos?

Y tantas otras preguntas sin contestar que han hecho de las noches de la City el escenario mas solitario y tenebroso que las mentes de sus pobladores puedan recordar.

Y en ese recuerdo él se detiene mientras, de nuevo, aflora a su esperpéntico rostro una mueca de satisfacción.

“Y nunca lo lograrán saber. ¡Ilusos, pensar que con esos modernos aparatos de captación de imágenes puedan ni tan siquiera vislumbrar la sombra del autor de los rituales exigidos por un ser superior! Pero, dejémosles soñar, las dificultades engrandecerán para siempre mi trabajo”

Mueve suavemente la cabeza en dirección a la ventana. No, aun no es el momento y lentamente recupera la posición.

“Con cámaras de infrarrojos; con torpes, regordetes y adormilados policías, apostados en las esquinas de las calles más oscuras y angostas pretenden descubrir a la sombra de la noche. ¡Realmente patético! ¿Cómo seres dotados con la inteligencia necesaria no son capaces ni tan siquiera de imaginar lo que ocurre ante sus ojos? Hoy, como memorial a tan perfecto trabajo, les sorprenderé con un ritual tan perfecto que…” Y en la comodidad del lecho, en tendido supino y en la quietud y soledad de la noche, esa diabólica mente va ralentizándose poco a poco hasta quedar profundamente dormido.

A la mañana siguiente, todos los periódicos de la City se harán eco de la diaria noticia: “Un nuevo ritual de sangre y dolor deja su firma. El cadáver de una joven prostituta ha sido encontrado…”

concursoderelatos
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  • 11 de Junio de 2010 a las 11:59

ILUMINADOS

Martin Barino no es un pescador como los demás; no bebe ni fornica. En su casa nadie lo conoce, ni su mujer, ni él mismo. Cuando no hay tiempo para la faena se queda en un rincón de la casa viendo cómo las paredes se comen la televisión. Apaga las luces de la salita mientras su mujer cose para la calle y se fija en el brillo azulado que da volumen a las paredes de papel, las fotos de los muertos y la estupidez bovina de la mesa de roble. Mientras el viento arrecia y levanta la lluvia, la tierra y los mares.
Él nunca pesca de día. Sale cuando hace buen tiempo, el mar como una membrana, como una cama vacía y negra. El sonido que hace la barca de noche es  más parecido al aleteo de un mamífero marino. La humedad haría vomitar a un árbol, pero Martín Barino la aguanta bien, le gusta que le tiemblen los músculos con el frío y que los huesos le pidan clemencia. Sonríe como nunca hace en su casa mientras prepara los aparejos de fondo bajo la noche obscenamente brillante de estrellas. Los gusanos son cosa de la tierra y protestan como nunca hacen en la lata cuando los ensarta en el anzuelo. Tira las pequeñas presas hacia el fondo; llegan al agua y se hunden; se hunden hacia el fondo. Se quedarán a medio camino porque Martín no tiene aparejos tan largos.  Un tironeo y los gusanos pasan de la lata apretada a un frío terrible y negro en el que morirán como hombres perdidos en el espacio.
Martín se dirige a la proa y cuelga de un gancho la lámpara. La luz sería sucia en una ciudad, pero en aquel lugar, si es que el océano negro se puede considerar un lugar, esa luz sucia es blanca y mágica. Tiene una caperuza metálica que deja el codicioso rostro del pescador en las sombras; la luz atraviesa unos dos metros de agua al que pronto se acercan peces y sepias.
Ese es el momento de Martín. Los peces están viviendo en negro por la noche tanto como un animal puede soportar sin morirse y, desde la nada seca que hay sobre sus cabezas, una luz se acerca más que la misma luna; sin que puedan hacer nada para evitarlo, ellos se acercan. Martín Barino es el dios que ha dado al botón que ha encendido esa luz. Los peces no piensan en nada, ni en huir ni en comer. Las sepias no cazan a nadie; no piensan, tan sólo se mantienen en el sitio moviendo lentamente sus bigotes blancos como velas animadas para un rito primigenio. Martín no piensa en nada mientras los contempla subyugados. Sólo puede ver a cinco o seis adoradores de la luz a un mismo tiempo, pero hay más. Hay cientos.
Martín nota el corazón en la garganta y en los testículos. Hay otro botón que pulsar y lo pulsa. Dos grandes focos de la proa se encienden como bocanas del rayo y la luz entra en el agua con violencia e ilumina al ejército invisible de peces, calamares y mariscos hipnotizados. Un fogonazo de pleitesía.
Hay una enorme boca que no ha visto nunca. Los dientes enfadados se giran con sorpresa. Los ojos como úlceras gigantes parecen un grito en desbandada.  Martín se levanta a pulso de pánico mientras la cosa blanca y gigante gira sobre sí misma y remueve las aguas, asusta los peces y desaparece en el negro océano sin hacer ningún ruido.
- ¡Señor!
Apaga las luces y se queda sentado en el centro de la barca, a toda la distancia que puede de cada uno de sus lados.
Al día siguiente, Martín se levanta antes del mediodía. Llegó pronto a casa. Pescó poco y mal. Su mujer no ha ido siquiera a venderlo. Le pide que quite las cabezas antes de cocinarlos y ella obedece, aunque le parezca raro, porque puede hacer una sopa con las cabezas.  Martín Barino no querrá ver esa sopa. Ni siquiera duerme la siesta y deambula raro por la casa todo el día. Ella le propone salir a tomar unas tapas y Martín obedece, porque tampoco soporta por más tiempo no hacer nada.
Hacen lo que hacen los demás durante un rato y, cada uno por su cuenta, piensan que no es gran cosa. Dan una vuelta por el paseo marítimo. La luz del sol rebota en el mar como si fuese una manta adornada de espejos. Es un espectáculo incómodo y chillón para el que no quiere mirar. Ella le pregunta si le pasa algo, bueno o malo. Él responde que no le pasa nada; nadie lo conoce, ni siquiera él mismo.
Vuelve con su mujer cogida del brazo y lleva un remolino enorme de escamas blancas en su cabeza, girando detrás de sus ojos mientras huye hacia el fondo. A veces le parece que tiene la testa de esa cosa como una máscara, pero no delante de su cara, sino dentro de su cara. Se le revuelven las tripas porque sabe que volverá esa misma noche a la barca y al océano negro.
Hace buen tiempo.
Sin que pueda hacer nada para evitarlo.
Se siente raro mirando la lata de gusanos y clavándolos en sus escaparates de hierro. Toca la plomada como el que toca un rosario y, por primera vez desde hace mucho tiempo, le parece que es demasiado el frío que tiene. Cuando tira los aparejos está a punto de perder el equilibrio. Se queda sentado un rato en el centro de la barca.
No tiene miedo a la cosa.
Y eso le asusta.
Enciende la lámpara del gancho pero vuelve a sentarse en el centro de la barca. Está imaginándose a los peces y a las sepias. Aún tiene una plomada en la mano, caliente y maleable plomo después de un rato, y el frío se le va pasando como si hubiese sido una mentira. Se pasa el dorso de la mano por la nariz y decide levantarse. Ahí están los peces, sumisos como siempre y atontados, ciegos por la luz.
Martín Barino enciende los focos grandes y la luz se estrella contra ciento veinte lomos que de repente se agitan y se asustan y se agrupan en bancos para alejarse. El océano se queda negro y azul, de nuevo. El pescador suelta un suspiro y traga la saliva justo a tiempo. Se sienta y se pone la plomada en la barbilla, pensativo. Está sonriendo como si acabase de descubrir un engaño. Aliviado pero triste.
Entonces, algo golpea la barca con tanta fuerza que primero salta el pescador y después la madera, y ambos se estrellan a la vez en el agua. Martín saca la cabeza y la gira en todas direcciones y justo a tiempo ve que la barca vibra violentamente como una galleta en agua hirviendo. Las luces siguen encendidas y bailando; hacen el último alarde de recortar la figura de un pez terriblemente blanco, raro y rabioso que destroza la madera y el motor con tirones y mordiscos.
Martín da unas brazadas para acercarse. Están tan cerca que las luces torturadas y submarinas le dan en la cara y le molestan. La cosa no está arriba ni al lado; debe estar por todas partes, sumergiéndose y mostrando la dentadura y los ojos negros al capricho de una furia de rayos blancos. El chapoteo es hecatombe y la barca es el secuestro de un ciclón.
Un trozo le da en la cara y Martín queda un segundo flotando con los brazos hacia arriba, como queriendo abrazar a su amada, hasta que también los brazos le caen y las luces se apagan; el mar se calma; la noche se traga a Martín Barino.
La cosa aparece desde la fosa primera abriendo la boca y los ojos muertos, convirtiéndose en una bañera funeraria, un féretro de dientes que asoman a la superficie rodeando al marino aturdido, haciéndole suspirar con su presencia justo antes de cerrarse para comer.
No.
Martín sigue en la barca, esperando, extraño. Los bordes no se mueven, el mar no resopla, nada cambia, nada estalla. Arriba el cielo sigue siendo el trozo más cercano del universo. Abajo, el mar sigue permitiendo al pescador respirar sobre su lomo sin girarse a mirarlo, sin adorarlo ni matarlo, sin saber de su mísera existencia.
Martín se levanta para apagar los focos. Observa que el ejército de peces y sepias vuelve a merodear por la autopista de luz, engendros iluminados que imitan una vida que sin duda tuvo más gracia. Acercan los morros a golpecitos de cola; boquean; rezan. Como él nunca podrá.
Martín mira hacia arriba.
Como él nunca podrá.

 

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  • 12 de Junio de 2010 a las 0:53

NATASHA

 

-No, eso no os lo voy a contar.

-¡Venga, abuelo...!

-Además, ¿quién os ha dicho a vosotros nada sobre una noche?

-Nadie, abuelo.

-Bueno... les oímos comentar el otro día a papá y al tío Javier algo sobre lo que te pasó una noche, cuando eras joven. Dijeron... ji, ji, ji...

-¿De qué os reís, puñeteros?

-Ji, ji, ji... dijeron que nadie sabrá nunca que te pasó y por qué no volviste a salir con aquella chica.

-¡Caramba con mis hijos! Y que sabrán ellos... Es una vieja historia. Yo era casi un crío. Es cierto, fui la comidilla de toda la familia por un tiempo. Y sí, hubo una chica... y hubo una noche. Fue la última noche... pero no la última chica, sino no estarías aquí vosotros, digo yo.

-Cuenta, abuelo, cuenta. Porfa...

 

El abuelo llevó su mano a la frente y se frotó suavemente las sienes. A continuación miró con mirada enigmática a sus dos nietos, el niño, de unos nueve años, y la niña, apenas un par de años más joven. Por un momento, y como dudando, balanceó levemente la cabeza.

 

-En fin... Ha pasado tanto tiempo... A veces creo que fue un sueño, que no ocurrió de verdad. Puede que sea bueno que os lo explique... para no perder los bellos recuerdos de aquellas noches, de la última noche. Y, coño, después de todo vosotros aún tenéis edad para creerme. Dentro de unos años ya no me atrevería a contaros lo que os voy a contar.

-Abuelo, has dicho un taco. Ya sabes que a mamá no le gusta.

-Mi nuera siempre tan remilgada ella... Escucha, Miren, los tacos no son tan malos. Dependen del momento.

-¿Y este era un buen momento?

-¡Bah! Eso no tiene importancia... escuchad, escuchad con atención.

-Ya lo hacemos, abuelo, cojones.

-¡Niño! Ejem... bueno, haré como que no te he oído, Txomín. Me vais a prometer, los dos, que esto quedará como un secreto entre nosotros. Ni a una palabra a los mayores.

-Lo prometo.- dijo el niño.

-¡Yo lo juro!- dijo la niña.

-No hace falta que pongamos a Dios por medio, Miren. Vale con que lo prometas.

-Pues lo prometo, abuelo. ¡Pero cuenta ya!

 

El abuelo suspiró.

 

-Ella era muy dulce. Tierna, guapa y alegre como unas campanillas. La conocí en las fiestas del pueblo, a finales de agosto. Yo estaba con otros chavales en la caseta del tiro al blanco, tratando de ganar una botella de txakolí arreándole perdigonazos a unos palillos. Sólo quedaba un palillo y cuando estaba a punto de disparar, la vi por un agujero que había en la pared del fondo de la caseta, detrás de las botellas y los premios. Media melena castaña, piel pálida y suave, unos ojos grandes, azules... Y me miraba, me sonreía.

-¿Le acertaste al palillo?

-¡No! No llegué a disparar. Le pasé la escopeta a José Mari, uno del grupo, y les dije que tenía que ir a un sitio a toda prisa. Supongo que pensaron que me estaba meando. En realidad lo que hice fue correr hacia la parte de atrás de la caseta. Y allí estaba, esperándome. Llevaba un bonito vestido, que me recordó el de una níña tirolesa. Le quedaba muy bien. "Hola, me llamó Natasha." Me dijo. "Yo soy Carmelo", le contesté.

 

Los recuerdos acudieron a la mente de Carmelo cada vez con mayor claridad. Recordaba todo como si hubiese ocurrido aquella misma semana. Ella le tomó de la mano, y sonriendo, le guió hacia el gran descampado donde estaban la noria y las demás atracciones. Subieron a todas, sin excepción. En algunas lo hicieron dos veces. ¿Cómo se las apañaba la puñetera? A él apenas le quedaba dinero. Pero ella iba a la garita, sonreía al vendedor, le decía alguna cosa, y misteriosamente, regresaba a su lado trayendo las manos llenas de aquellas fichas de plástico que valían para subir a todas partes.

 

Después se habían dirigido a la zona donde casetas de tiro, puestos de bocadillos y bebidas, pequeñas tómbolas y sencillas tiendas ambulantes competían por ver cuál metía más ruido con su música. Pasearon aquí y allá comiendo cada uno una gran manzana cubierta de caramelo rojo. Después se sentaron en un banco algo alejado para poder hablar un rato. Ella parecía contentísima, y en sus mejillas antes pálidas habían aparecido dos bonitas manchas sonrosadas.

 

Le contó que vivía cerca de allí. A él le extraño, pues no recordaba haberla visto nunca. -Es que apenas salimos de casa.- le había dicho ella. Luego le explicó que mucho tiempo atrás su familia, que procedía del este de Europa, había llegado a aquella tierra, camino de Escocia, donde tenían parientes muy lejanos. Pero por razones que no estaba segura de entender, se habían quedado a vivir allí. Carmelo recordaba que le señaló hacia la salida del pueblo y que él la miró consternado. En aquélla dirección, hasta los altos e inhóspitos acantilados no había más que una tierra agreste por la que era raro que se aventurase nadie. Grupos de colinas enanas cubiertas de árboles de aspecto atormentado por la constante acción del viento marino, y dos o tres viejas ruinas de antiguos caseríos abandonados desde hacía mucho, mucho tiempo.

 

La acompañó hasta el límite del pueblo y ella se negó en redondo a que la acompañase más allá.

 

-¿Nos veremos mañana?

-Sí. Volveré a estar aquí a eso de las diez.

-¡Estupendo! Vente con bañador. Te llevaré a un lugar secreto donde casi nunca acude nadie y podremos bañarnos...

-No, Carmelo. A las diez de la noche.

 

¡Caramba! ¡Cómo olvidar todo aquello! Le había visto todo el mundo en su compañía y al día siguiente medio pueblo hablaba de lo mismo. O a él se lo parecía. De modo que tuvo un doble sufrimiento. El de esperar impaciente el paso del tiempo y el de ser objeto de bromas dondequiera que fuese.

 

Volvieron a verse la dos noches siguientes. Para Carmelo fue como si aquellos tres días la vida comenzase con la puesta del sol y acabase cuando, a eso de las dos, ella se iba por aquel sendero hacia poniente, dejándole sumido en la inquietud y el desconcierto.

 

La última de las tres noches que pasó con Natasha fue maravillosa, extraordinaria. Pasearon largo y tendido tomados de la mano. Se alejaron del pueblo y dejaron pasar el rato hablándose dulcemente. Él le contó muchas cosas del pueblo, de sus amigos, del colegio, de la pesca, de rincones donde bañarse en aguas limpias y cristalinas, a los que se llegaba trepando por arriesgados cantiles rocosos, lo que garantizaba una total intimidad. Ella le escuchaba con atención, apoyando su cabeza en el hombro de él en ocasiones, momentos en que oprimía su mano con más fuerza. Pero parecía triste. Algo preocupada.

 

Llegaron por fin a un lugar apartado, en las afueras, y se sentaron en unas rocas, a la luz de la luna. Ella le miró intensamente, y por unos instantes pareció estar a punto de llorar.

 

-Nos vamos, Carmelo.

-¿Cómo que os vais?

-Por fin vamos a emigrar a Escocia.

-¡No es posible!

-Está todo listo. Me dejaron salir porque eran mis últimas noches en esta tierra. – Sonrió dulcemente - No les gustó nada saber que nos habíamos hecho amigos.

-¿Amigos, Natsaha? ¡Mucho más que amigos!

 

Se puso en pie, y le tomó de la mano.

 

-Ven.

-¿Dónde vamos?

-A casa.

 

Carmelo recordó como la siguió, dispuesto a ir al fin del mundo con ella si era necesario. Avanzaron por sombríos parajes, por un camino zigzagueante iluminado por la tenue luz de la luna, que ahora parecía espectral y melancólica. Llegaron cerca de las ruinas de un viejo caserío. A Carmelo le pareció por un instante que a través de las obscuras ventanas unos ojos les observaban.

 

-En el viejo castillo escocés al que vamos hay sitio para otro miembro de la familia. Mi padre me ha aconsejado que te haga uno de los nuestros, y de ese modo tu unión a nuestro clan será ya inevitable, pero yo... yo te quiero, Carmelo. Y no quiero llegar a ese extremo, no quiero atarte. No de ese modo. O al menos, no sin que lo sepas.

-¿Que lo sepa?

-Amor mío. Quisiera tenerte a mi lado para siempre. Pero sólo hay un modo para ello. Deberías convertirte en lo que yo soy, y de ese modo podrías formar parte de mi familia. Pero tú debes elegir, y entenderé que elijas no volver a verme jamás.

-¡Natasha! Yo te quiero con toda mi alma...

-Lo sé, Carmelo. Escúchame. Te lo explicaré. Somos vurdalaks.

-¿Burda qué?

-Hace cerca de trescientos años llegamos aquí, procedentes del norte de Transilvania. Creo que por culpa de una profunda borrasca el barco que debía recogernos naufragó en alta mar. Y nos quedamos aquí. Escondidos, sin apenas salir. Sólo de noche. Pero ahora tenemos ya lista una pequeña embarcación. En su bodega nos aguardan las cajas de madera en las que vamos a viajar, con un puñado de tierra de Transilvania. Sobran un par. De modo que nada impediría que te unieses a nosotros.

-Te quiero, Natasha. Yo me voy contigo a donde sea, aunque deba dormir en un cajón durante el viaje.

-Te creo. Pero quiero advertirte. Si te unes a nosotros serás como nosotros. No volverás a ver la luz del día... Debes tomar una decisión, Carmelo. Pero ahora puedes hacerlo ya con libertad y conocimiento.

-No acabo de entenderte. . .

-Si decides dejarlo todo por mí, viajarás con nosotros, serás uno de los nuestros. Y no volverás a ver ni tu aldea, ni a tu familia, ni a tus amigos.

-No me importa. Sólo me importas tú.

-Reflexiona unos instantes. Si estás seguro, entonces lo haré.

-¿Qué harás?

-Te morderé... en el cuello. Es lo más rápido.

El abuelo Carmelo calló. Los niños le miraban con los ojos muy abiertos y una expresión a medio camino entre el asombro y la incredulidad.

-¿Regresaste al pueblo, verdad, abuelo?

-¿Qué os parece? De haberme ido con ella no estaríais hoy aquí vosotros. Ni vuestro padre. Vaya, se ha hecho tarde. Venga, vamos a acostamos. Y ya sabéis, ni una palabra a nadie de esto.

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  • 13 de Junio de 2010 a las 17:46

UN BAÑO AL AMANECER.

Lola nunca hubiera aceptado el trabajo de no necesitar el dinero. Antes, con las horas extraordinarias de su marido, se podían manejar. Pero con la nómina a secas… si pagaban la hipoteca, lo de comer y vestir iba a ser complicado.

Aunque el trabajo le resultaba bastante atractivo, sabía que iba a tener que discutir con su marido cuando se lo dijera. Consistía en pasar la noche cuidando de Don Luis. El hombre vivía solo. Sus hijos, cinco nada menos, se turnaban durante el día para estar con él. Sin embargo, la noche, no le venía bien a ninguno.

Don Luis había sido el médico del pueblo. Después habían pasado otros doctores; ninguno tan respetado y tan querido como él. Lola lo recordaba con cariño. Siempre le acariciaba el pelo con una sonrisa bonachona y le regalaba el palito con el que le miraba la garganta. Además le recetaba Redoxon, la medicina más rica que pueda existir. Le gustó la idea de poder cuidar de su médico.

Era sencillo. Tenía que ir a las diez de la noche a la casa y quedarse hasta las ocho de la mañana. A las siete, la pastilla de la tensión. Podía dormir si quería, pero tenía que estar atenta a cualquier problema que pudiera surgir. Siempre, en caso de emergencia, lo primero, llamar al 112. Las noches del viernes al sábado y del sábado al domingo las tendría libres; los hijos harían el esfuerzo de turnarse esos días. Si, por algún motivo, tuvieran que contar con ella una de esas noches, por supuesto, se lo pagarían aparte y de forma algo más generosa. Don Luis tenía la cabeza en su sitio, tenía las rarezas normales de alguien con ochenta y dos años, pero estaba muy bien para su edad.

Su marido puso todas las pegas del mundo cuando Lola le dijo que había aceptado el puesto. De ellas, sólo dos eran realmente importantes. La primera: ¿cuándo podrían mantener relaciones sexuales si ella estaba fuera todas las noches? La segunda: no le gustaba nada la idea de que pasara las noches con otro hombre aunque éste tuviera ochenta y dos años. Las soluciones fueron sencillas, Lola ya las tenía previstas.

  ─Muy fácil. A partir de ahora, sexo los viernes y los sábados. Y, si te apetece más durante la semana, cualquier tarde a partir de las cinco. Pondré un cuadrante en la puerta del frigorífico para que no te desorientes. Me salen seis o siete veces más por semana de lo que hacemos ahora. Y… sobre lo otro, mejor no te digo nada… no me apetece llamarte gilipollas. Necesitamos el dinero y es un buen trabajo─ continuó diciendo con tranquilidad─. Ya nos acostumbraremos a los horarios, no te preocupes.


La primera noche que acudió a la casa, Don Luis ya estaba acostado. Cenaba puntualmente a las siete y se iba a la cama muy temprano. Se pasaba la mayor parte de la noche despierto. Le daba miedo morir sin enterarse.

Lola encendió el televisor. No tardó más de cinco minutos en apagarlo y coger el libro que se había traído de casa. Había decidido no dormir si podía evitarlo. Tenía un sueño muy pesado; le preocupaba la idea de que Don Luis pudiera necesitarla y no despertarse. Por si acaso, programó el móvil para que vibrara cada hora y se lo guardó en el bolsillo del vaquero para asegurarse de que lo notaría.

A las dos y diez, el anciano comenzó a toser. Ella fue corriendo al dormitorio. Don Luis estaba incorporado en la cama envuelto en un ataque de tos que apenas le permitía respirar. Lola se acercó a él; instintivamente le puso una mano en la espalda y otra sobre el pecho.

  ─Don Luis, ¿le traigo un vaso de agua? ¿Otra cosa?

Cuando al fin, el hombre consiguió controlar su tos y escupir sobre el pañuelo que tenía en la mano, se quedó mirándola fijamente sin disimular su extrañeza.

  ─Soy Lola, Don Luis. No sé si acordará de mí; la hija de Manuel el trompeta─ el anciano asintió con la cabeza. Recordaba al trompeta─. Sus hijos me han contratado para que le acompañe por las noches, para que no esté usted solo. ¿Se encuentra mejor? ¿Necesita algo?

  ─Tengo que ir al baño. Ayúdame a levantarme.

Lo acompañó hasta la puerta. Se ofreció a entrar con él para ayudarlo si lo necesitaba. No hacía falta.

Al salir le pidió que lo acompañara hasta el salón. Quería sentarse un rato antes de volver a la cama. Si fuera tan amable de prepararle un vaso de leche caliente…

  ─Aquí está la leche. ¿Seguro que la quiere sola? Si quiere le pongo azúcar o Colacao, que he visto que hay…

  ─No, no. Sola─ dijo tomando el vaso y agradeciendo con la mirada que le hubiera preparado aquel capricho intempestivo─. ¿Cómo está tu padre? Era un buen hombre. ¿Y tu madre? Trabajó un tiempo en mi casa, muy poco. Fue cuando Carmen, la chica que teníamos, dio a luz. Tu madre la sustituyó…

                                   ─Están bien los dos─ interrumpió Lola─. Están en su casa. Jubilados y con buena salud. Ahora, solitos los dos; tan a gusto, como dice mi madre.

Don Luis siguió hablando mientras tomaba su vaso de leche. Se interesó por las condiciones de trabajo que sus hijos habían pactado con ella. También le recordó algunas anécdotas de su infancia y la informó de otras que no conocía sobre sus hermanos.

El vaso llevaba ya más de media hora vacío sobre la mesa. La conversación era amena, pero Lola reparó en que no eran horas para que el abuelo estuviera levantado. Por eso le sugirió que se fuera a la cama para descansar.

  ─Es verdad. Este viejo tonto te está aburriendo y no te deja dormir. Perdona.

  ─No. Si es por usted─ respondió ella con sinceridad─. Yo estoy bien, pero mañana va a estar usted cansado.

  ─ ¿No te han dicho mis hijos que casi no duermo por las noches? Estos chicos…

  ─No. No me dijeron nada. Pero no se preocupe por eso. No importa. Lo estamos pasando bien.

  ─Qué amable eres. ¿Sabes jugar al mus?

  ─Sí─ dijo sorprendida.

  ─Pues hazme un favor─ pidió Don Luis animado─. Tráeme la bata de mi cuarto y coge la baraja que está en aquel cajón. Vamos a ver si es verdad que sabes jugar.

Lola se fue a buscar lo que Don Luis le había pedido. No podía dejar de sonreír ante la petición de su antiguo médico. Sí, tenía la cabeza en su sitio. Rarezas, también. El trabajo iba a resultar más divertido de lo que había pensado.

Al ayudarlo a ponerse la bata, se dio cuenta de que el olor que desprendía el anciano no era, en absoluto, agradable. Ese hombre necesitaba un baño. No sabía si atreverse a hacer algún comentario al respecto. No quería avergonzarlo, pero no le gustaba la idea de que su Don Luis oliera mal.

Comenzaron la partida. El viejo jugaba bien. Siempre lograba intuir la jugada que ella llevaba; le aceptaba los grandes envites cuando iba de farol y no caía en la trampa cuando sus cartas eran buenas. Lola llegó a pensar que la baraja estaba marcada cuando, después de subir los envites, él quiso un órdago a juego con treinta y cuatro y ella tenía treinta y tres con siete, seis y dos sotas.

  ─Don Luis, no estará haciendo trampas ¿verdad?

  ─ ¿Qué dices muchacha?─ reía mientras barajaba─ ¿Vas a desconfiar de un pobre viejo? No, mujer, no hago trampas. Es que parece que juegas con compañero… haces demasiadas señas. No me guiñes el ojo cuando lleves treinta y una, mujer.

  ─ ¡¿Pero qué dice?!─ exclamó ella riendo─ Yo no he hecho eso.

  ─Entonces será que me ha parecido verlo. Tiene uno tantas ganas de que una chica guapa le guiñe un ojo…─ dijo Don Luis con picardía.

Lola sonrió complacida. Se sintió halagada con aquel inocente piropo.

  ─Son ya las siete de la mañana─ dijo mirando el teléfono que acababa de vibrarle en el bolsillo─. Tengo que darle la pastilla de la tensión. Si quiere, luego puedo ayudarlo a bañarse, antes de que llegue su hijo.

  ─La medicina, sí. Prepárala.

  ─ ¿Y el baño?

  ─ No te molestes. Ya me lavaré a trozos luego.

                                    ─No, Don Luis─ dijo convincente─. Se va a dar un baño. ¿No querrá oler mal? Venga, no sea perezoso.

Lola preparó el desayuno para acompañar a la pastilla. Después ayudó al hombre a desvestirse y, tras comprobar que la temperatura del agua era la adecuada, le hizo entrar en la bañera. Le lavó la cabeza primero; luego, esponja en mano, comenzó con la limpieza del resto de cuerpo. Se entretuvo un poco más en los pies. Pasó la esponja enjabonada entre cada uno de sus dedos. Decidió que tras el secado había que hacer un corte de uñas.

Don Luis se dejaba hacer. Al principio se sintió algo avergonzado. No le gustaba estar desnudo ante una mujer tan joven. Le incomodaba dejar al descubierto su vejez. Temía, además, que el roce de las manos de ella o de la esponja, le colocara en una situación embarazosa. A sus ochenta y dos años, aún había mañanas en las que su cuerpo recordaba que el sexo era algo bueno. Ocurrió. El viejo notó que su sexo cobraba vida. Sin embargo, Lola, tomó su pene con normalidad para levantarlo y lavar la parte de los testículos. No parecía ni escandalizada ni ofendida. A partir de ese momento, el viejo médico, se sintió cómodo.

Envuelto en su albornoz, le cortó las uñas de los pies y le arregló las de las manos con la lima que llevaba en su bolso. Lo ayudó a afeitarse, a vestirse y, después de pasarle el peine, le puso colonia en el pelo. Los dos sonrieron frente al espejo.

Eran las nueve y media y ninguno de los hijos había llegado. Lola y Don Luis se despidieron hasta la noche.
 
Ella, durmió hasta el medio día. Le gustaba su nuevo trabajo. Él, no tardó en dar cabezadas en su sillón. La noche ya no era algo que temer, sino la parte del día a la que esperar.

 


 

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  • 14 de Junio de 2010 a las 14:55


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  • 15 de Junio de 2010 a las 4:32

RETRATO DE UNA NOCHE

 

     Son más de las doce cuando me asomo al balcón. La noche es fría, húmeda y reconfortante. La luna llena vierte sus rayos de luz plateada sobre los techos de la ciudad. Las calles descansan en completo silencio, libres del ajetreo diurno. En la farola solitaria de la esquina, varios insectos revolotean alrededor de la luz amarillenta. Uno de los bichos se posa sobre la bombilla, se quema y cae sobre la acera junto a un gato negro que rebusca en la basura. El animal se acerca trotando y engulle al insecto. Mi barrio es oscuro, tenebroso y maloliente, dejado de la mano de Dios, pero posee una belleza inquietante.

     Los antiguos edificios de ladrillo encierran tras sus puertas vidas frustradas, vidas sórdidas. El viejo almacén de enfrente ha permanecido diez años abandonado, aunque no del todo deshabitado. No es la primera vez que oigo gemidos ahogados en su interior, siempre a altas horas de la madrugada. Jamás he visto en persona a sus habitantes, pero tampoco tengo intención de conocerles. Hace unos días creí ver una sombra frente a una de las ventanas, la mayoría tapiadas con cartones y maderas podridas. ¿Quién sabe? Puede que en este preciso instante, tras esos cristales rotos, me observen unos aterradores o quizá melancólicos ojos desde lo más profundo de una alcoba.    

     Escucho el rugir del camión de la basura en los barrios bajos. Botellas que se rompen, plásticos que se aplastan. Dos murciélagos chirrían y aletean por la fachada. Un perro ladra en la lejanía. Al final de la avenida diviso el cementerio, y sumergidas en las tinieblas distingo las hileras de tumbas, alineadas bajo los cipreses hasta el más allá. Hace días que no arden fuegos fatuos entre las lápidas. ¿Por qué será? Enciendo un cigarrillo y me apoyo cabizbajo en la barandilla del balcón, disfrutando del espectáculo de sombras y rumores entrecortados que me envuelven. No puedo pensar en nada. Un escalofrío me recorre la espalda.

     Unos tacones retumban de pronto sobre la acera. Una muchacha cruza la calle a paso ligero, temerosa de la oscuridad, huyendo con prisa de la negrura y de la soledad. La joven saca las llaves del bolso y abre mi portal, pero antes de entrar se detiene, tuerce la cabeza hacia arriba y clava sus ojos verdes sobre mí. Le devuelvo la mirada durante unos segundos que asemejan minutos, horas, días. El tiempo se ha detenido. Siento su respiración agitada, huelo el miedo en su rostro. Cuando le sonrío, la joven se precipita al interior del portal y sube a su habitación, a su cama, donde esperará a salvo el calor del día. Yo, en cambio, me quedaré viviendo en la noche.

     Y es que me gusta la noche. Es bella y espectral. Es un lóbrego manto teñido de estrellas; una dulce y peligrosa dama de blanco a la que me entrego por completo. Es mi don, mi maldición y mi redención. Mi último refugio.  

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  • 15 de Junio de 2010 a las 21:57

El color de tus versos


     De nuevo será de noche, como siempre que volvía. Pasaba a tu lado tan cerca que alcanzaba a olerte. Olías a tierra, olías a humedad, olías a muerte. Pero todavía estabas vivo. Por lo menos respirabas. Y tu aliento era una nubecilla que se disolvía, en el portal, a pocos centímetros de tu boca siempre abierta. Al contra-rio de tus ojos, que no sabré de qué color serán. Tal vez verdes, tal vez grises. Grises como tus cabellos, que aún se empeñaban en formar algún que otro rizo, dándote un aspecto de niño brutalmente envejecido.


     Hoy te vi afeitado, como si te acabaras de asear para ir al trabajo. No, con más esmero, como para ir de fiesta a la boda de una hija. Y, sin embargo, olías a tumba. Pero estabas vivo. Por lo menos respirabas. Y tu vientre ascendía y descendía despacio, al ritmo de una tonada suave, con tu mano derecha sobre el pecho vigilando que los compases terminaran como deben: con un silencio al final de cada largo espiro. La izquierda no la vi, y me atrevería a decir que nunca lo hice. Ese era otro de tus misterios. Como el color de tus ojos, que no sé de qué color serán. Tal vez verdes, tal vez castaños y oscuros. Como tu oscura piel arrugada pero de aspecto suave, como la de los gusanos de seda, igual de frágil y misteriosa, con canales que se perdían más allá del oculto cuello por el cuello vuelto del jersey raído que no te sirvió de abrigo en la imperturbable noche.


     De nuevo sonarán las campanas a lo lejos. Cinco golpes se-cos que te hicieron estremecer, mientras dormías, en mitad del silencio helado de la calle por la que yo caminaba hacia unas mantas calientes. ¿Qué estarías soñando? Tal vez lo mismo que cada madrugada, tal vez un sueño recordado, tal vez un sueño antiguo, viejo. Como tus viejas botas negras, que asomaban bajo un cartón viejo, cansadas de dar vueltas por los mismos lugares de siempre, que andaban de memoria calle a calle, tramo a tramo, paso a paso, oxidadas ruedas de tren conducidas por vías invisibles en una ruta sin destino.


     Hoy incluso dijiste algo, hablaste en sueños. El sonido de tu voz fue un regalo que desveló otro más de tus secretos. De tu boca se escaparon versos de un cantar olvidado por mí, pero que en ti causaban sosiego. Lo soltaste de repente, sin aviso, y no pude prestar atención. Pero sé que era una copla que recordaré en cuanto la oiga. Aunque eso ya no tiene importancia. Se esfumó con la nubecilla de vapor que cabalgaba, disolviéndose en el frío a pocos centímetros de tu boca siempre abierta. Al contrario de tus ojos, que no sabré de qué color serán. Tal vez verdes, tal vez azules. Azules como las grandes letras de neón que custodiaban tu sueño y que iluminaban los cartones gastados bajo los que tu cuerpo tendido, cuerpo pequeño y débil, aguantaba a duras penas en una ciudad desierta.


     De nuevo me marcharé por el camino de siempre. Sin mirar atrás, sin molestarte, sin molestarme. Ciñéndome el abrigo, frotándome las manos para que entren en calor, observando el vaho en el que se convierta mi aliento y viéndolo desaparecer en el frío a pocos centímetros de mi boca, siempre cerrada. Como tus ojos, que no sabré de qué color serán. Tal vez verdes, tal vez negros. Negros como el negro cielo que cubre esta ciudad negra llena de corazones negros, que te dejaron charlar desnudo con el rígido invierno.


     Hoy aceleré el paso y dejé atrás la calle en la que dormías, por donde pasé tan cerca de ti que pude olerte, donde olías a tierra, a humedad, a muerte. Pero todavía estabas vivo, por lo menos respirabas. Yo vi tu último temblor, y tu vientre ascendía y descendía, y escuché tu último aliento, y tu mano derecha estaba de guardia, y el neón tintaba de azul tu cuerpo y tu pelo gris y rizado de querubín aborrecido, y tus botas asomaban bajo el cartón añejo. Las campanas volvieron a sonar cinco veces en la noche, la helada acalló su eco y volviste a mi recuerdo como si fueras un fantasma, como si ya estuvieses muerto. Pero todavía respirabas. Y parecías simpatizar con el insensible invierno que ha caído sobre ti en esta noche negra y sin Luna, con mil estrellas velando tu sueño, atentas a un estribillo, que recordaré cuando lo escuche, que te llenó de sosiego.


     De nuevo conseguiré perderte al caminar unas calles nuevas. Calles más anchas, con más luces y escaparates que reclamen mi atención y me distraigan de absurdos remordimientos: como que era de noche, como que era invierno, como que hacía frío, como que dormías bajo unos cartones viejos, como que no volví a pensar en ti hasta oír que habías muerto.


     Hoy ya conozco tu nombre. Lo han dicho en el noticiero. He mirado cómo te recogían a las siete de la mañana, cuando ya llevabas dos horas sin aliento. Desvelaron otro de tus misterios, el de la mano izquierda que tenías bajo los cartones, agarrándolos junto al cuerpo pequeño que sucumbió al frío de una noche escarchada, sin Luna, ni lluvia, ni viento. Pero dos más te guardaste para ti. El primero, aquellos versos que dijiste antes de morir, y que yo escuché aunque no los recuerdo. El segundo, el color de tus ojos, que nunca los vi abiertos y que tal vez fueran verdes, como verdes son estos.
 

     De nuevo creeré verte. Me mirarás desde otro portal, esta vez estarás despierto. Y tus ojos serán grandes y me observarán fijamente. Unos ojos oliveros, de hombre joven, en un cuerpo de hombre viejo. Un cuerpo pequeño y débil. Y, al mirarme en esos ojos brillantes, recordé la copla que susurraste mientras soñabas al saberte fallecer. Cada noche la repito, y cada noche me da sosiego, aunque tus verdes ojos no fueran verdes ni la canción que canto la que cantaste todavía durmiendo.

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  • 16 de Junio de 2010 a las 11:26

LA ZARZAPARRILLA DE PERRA SUCIA 


     Perra Sucia era un hombre de treinta y cinco años. Tenía el pelo fino y largo, hasta los hombros. Sus ojos, azules y pequeños, eran enigmáticos junto a su piel morena, hundidos en su cara.

     Vivía en el Oeste americano, en una pequeña cabaña en un bosque de pinos muy altos. Un río atravesaba el bosque. En la lengua de agua, Perra Sucia buscaba oro. Así se ganaba la vida.

     Todas las noches, Perra Sucia se arreglaba un poco. Luego, encendía una lámpara de aceite, salía afuera con ella en una mano, se montaba en su caballo y atravesaba el bosque rumbo al pueblo más cercano: Juliusville.

     Juliusville era un poblado no muy grande. En la calle principal estaban las tiendas y tascas más importantes de toda la zona. En esa calle se habían librado los más intensos y emocionantes duelos que jamás hayan tenido lugar en el Oeste. Y en esa calle estaba, cómo no, el Saloon. A él acudía Perra Sucia cuando podía. Eso sí: siempre por la noche.

     Dejaba su caballo atado a una barra de madera, junto a otros caballos de otras personas. Aquello era como un aparcamiento de coches pero para caballos. Junto a la barra de madera, los animales tenían un pilón de madera con agua.

     La puerta de entrada al Saloon era también de madera, y se abría por la mitad, hacia ambos lados. Era pequeña, tanto que cuando alguien iba a abrirla, se le veían las piernas de rodillas para abajo y el torso de cintura para arriba. En efecto: era la típica puerta que había en todos los locales de este tipo.

     Una vez dentro, Perra Sucia se dirigía a la barra sin saludar a nadie. Pedía zarzaparrilla. Se la tomaba charlando distendidamente con la camarera, Dorothy, una mujer de su misma edad, pelirroja y de piel blanca.

     El resto de la gente del Saloon tomaba whisky  y jugaba al póquer en mesas redondas y pequeñas. Hacían tiempo hasta que en la tarima del escenario apareciesen las chicas con sus bailes. Una vez que las chicas salían al escenario y comenzaban la actuación, todos dejaban de jugar a las cartas y prestaban atención a aquéllas.

     Todos, menos Perra Sucia, quien prefería seguir departiendo con Dorothy. Ante la desidia de él, noche tras noche, con el espectáculo, ella comenzó a mostrarle más interés. Hablaban y hablaban, siempre de temas banales.

     Una noche Dorothy le preguntó, sonriendo:

     -Oye, ¿por qué te llaman Perra Sucia?

     El resto de la gente que se hallaba en el Saloon irrumpió, al unísono, en una sonora carcajada. Dorothy cogió un trapo y lo pasó por la barra, avergonzada.

     Cuando Perra Sucia y Dorothy se despidieron, él le dijo que algún día lo sabría. Dorothy aún llevaba poco tiempo viviendo en aquel lugar, y aún menos de camarera.

     Nunca más volvió ella a hacerle aquella pregunta.

     Pasaron las semanas y Perra Sucia continuó yendo cada velada al Saloon de Juliusville. Dorothy se enamoró de él como quien no quiere la cosa. Pero como era muy retorcida, en lugar de decírselo, ideó un plan y lo llevó a cabo.

     Una mañana, temprano, cogió el primer ferrocarril que pasaba por la población, dirigiéndose con él a Zarastown, a unas veinte millas al norte. En Zarastown, tras un pequeño viaje sobre las vías por una angostura entre dos sierras, cogió una diligencia. Ésta estaba adornada, por dentro, con motivos británicos, y la dejó en un pequeño poblado asentado en la falda de una montaña, en cuya cima vivía una importante tribu india. Fue andando hasta ella por un pedregoso camino. Llegó sudorosa, cansada e incómoda porque el vestido era demasiado grueso para la época del año en la que se encontraba y por unas botas de ligero tacón que le apretaban un poco. La tribu india a la que acudió estaba en son de paz. Meses antes había pactado con la caballería el cese de toda actividad hostil. Pese a todo, Dorothy arriesgó demasiado yendo hasta ella. Había oído que los indios preparaban un brebaje afrodisíaco. No sin problemas, consiguió varios, entregando antes a los indios una considerable cantidad de joyas que había heredado tiempo atrás.

     Regresó a Juliusville. Llegó por la noche, con el tiempo justo para ponerse a trabajar en el Saloon.

     Estaban en éste ella desempeñando su actividad laboral y el resto de la gente jugando al póquer y bebiendo whisky. Entró Perra Sucia.

     -Pensaba que esta noche ya no venías… -dijo Dorothy.
     -Pues ya ves… Aquí me tienes.
     -¿Lo de siempre? –preguntó ella.
     -Claro –asintió Perra Sucia, apoyando un brazo en la barra.

     Lo de siempre era la zarzaparrilla. Sin que nadie la viera, Dorothy echó uno de los brebajes afrodisíacos en la zarzaparrilla. Una vez servida, Perra Sucia dio un trago. Entonces Dorothy se relamió imaginando como él la invitaba al piso de arriba -el cual hacía las veces de hotel- y en una de sus habitaciones le hacía el amor.

     Pero aquella noche nada de sexo ni de amor. Ni aquella noche ni ninguna. Dorothy creyó que los indios le habían tomado el pelo, hasta que ella misma probó el último brebaje que le quedaba –los otros los había gastado todos con Perra Sucia- y comprobó que eran buenos. Vamos, que la pusieron a tono.

     Ya no podía más, y a la noche siguiente le dijo a Perra Sucia en el Saloon:

     -Verás, me gustas mucho.

     Él no dijo nada, sorprendido.

     -¿Yo a ti no te gusto? –preguntó Dorothy.
     -La verdad es que no –contestó Perra Sucia, secamente.- Mira  -prosiguió-, digamos que a mí me gustan otro tipo de personas.
     -Más jóvenes –dijo ella, abatida.
     -No, qué bah. Lo que me gustan son los hombres.

     Dorothy no podía creerlo, y no lo creía. Tras un rato hablando, finalmente quedó convencida.

     -Claro, por eso nunca mirabas al escenario cuando las chicas hacían el baile…

     Él sonrió tímidamente y dio un sorbo a la zarzaparrilla, libre de cualquier potaje. Dorothy continuó:

     -Y tú, cuando estás con un hombre en la cama, ¿qué eres? ¿El que lleva la acción o…? Quiero decir: ¿el perrito o la perrita? Espera, espera…, no me lo digas: la perrita.
     -Exacto. Ahora ya sabes por qué me llaman Perra Sucia.

concursoderelatos
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  • 16 de Junio de 2010 a las 20:55
1,2, canta a viva voz... 3,4, el hombre del saco...

    Se sentía mejor después de darse una ducha. Hacía calor, así que ni se puso el pantalón con el que dormía ni se secó el pelo; sólo una camiseta blanca por encima de las bragas y el pelo goteándole por la espalda. Se sentó en la mesa del ordenador y abrió el procesador de textos mientras encendía un cigarro. Estuvo mirando la pantalla hasta que la ceniza, curvada ya desde hacía rato, se desplomó sobre el teclado, cebándose en la barra espaciadora. “Mierda”, dijo, y sopló y sopló, como el lobo del cuento, hasta hacerla desaparecer.

    No le apetecía escribir y, menos aún, escribir sobre aquello. De hecho, había intentado endosárselo a un compañero, pero nadie quiere comerse las noticias de agencia. Si el periódico hubiese pagado un viaje para entrevistar a la familia de aquel chaval, todos los novatos como ella le hubieran clavado un puñal por la espalda para hacerse con el artículo; pero siendo una noticia de agencia, nadie iba a sacarle aquel marrón de encima. Y lo que no iba a hacer para intentar sacárselo, era contar por qué aquella historia le incomodaba. Eso no era asunto de nadie.

    Podía dejarlo para mañana; tenía ese margen. Lo meterían el miércoles, uno de los días flojos, así que podía coger el Häggen Dazs de chocolate y tragarse dos capítulos de “Anatomía de Grey”; pero prefería aprovechar que hoy estaba sola -al día siguiente, Marcos, en viaje de trabajo, estaría en casa para la hora de cenar-. Encendió el segundo cigarro y empezó a escribir sin pensar demasiado en cómo lo hacía.

    “En 1984, Wes Craven dejó su impronta en el miedo colectivo de la mano de una de las leyendas del cine de terror: Freddy Krueger. ¿Recuerdan las cuchillas y aquella cantinela de voces infantiles? ¿Quién no tuvo miedo a quedarse dormido después de ver “Pesadilla en Elm Street”?”

    Lo releyó. Le pareció una mierda. De todos modos, siguió escribiendo. Cuando no tenía el día -como era el caso-, era mejor corregir una mala base; si esperaba escribir una buena, no entregaría el artículo a tiempo.

    “Wes Craven dio vida a Freddy a partir de una serie de artículos aparecidos en L.A. Times sobre la sucesión de casos de adolescentes fallecidos mientras dormían, víctimas, al parecer, de sus propias pesadillas”.

    Empezó a pensar que aquel texto no iba a tener reparación posible y que lo mejor sería encomendarse a la papelera de reciclaje y empezar de nuevo; pero las prisas por acabar le hicieron seguir picando en aquella veta de la que, muy probablemente, no sacaría nada de valor.

    “Uno de los casos impactó a Craven lo suficiente como para sentarse a su máquina y dar vida a una de las series más famosas de la historia del cine: un joven afectado por estas pesadillas vívidas (de las que salía en un estado de absoluto terror y asegurando que, tarde o temprano, moriría en una de ellas), recurrió a la ingesta de anfetaminas para tratar de pasar el mayor tiempo posible despierto. Después de cinco días de vigilia y alertada su familia, el joven volvió a dormir. Durante la madrugada, sus alaridos despertaron a los padres que, en vano, trataron de despertarlo. Sin que pudiesen hacer nada, su hijo falleció durante el terrible sueño”.

    “...el terrible sueño”. Por esa frase deberían condenarme a muerte, pensó.

    Se levantó. Se preparó un capuccino y encendió un cigarro que se fumó en la cocina, con las noticias de las doce sonando en la radio. No les prestó demasiado atención. Desde que había leído la noticia de agencia, no se lo había quitado de la cabeza. Después de haber superado la puta película de Craven, le tocaba lidiar con aquello... Se dijo a sí misma que no iba a perder la compostura, que extrapolar era un error... y que Marcos llegaría al día siguiente. No, no le gustaba dormir sola...

    Volvió a la silla y al tabaco. Volvió a escribir.

    “Moisés Jiménez Aparicio, un joven de 16 años de Rute, Córdoba, hubiera servido a Wes Craven como fuente de inspiración del mismo modo que el joven americano”.

    Le pareció frívolo el comentario. Reflexiones como la que acababa de escribir tenían cabida con el paso del tiempo, no cuando el cadáver del chaval estaba todavía caliente.

    Levantó los brazos y estiró la espalda hasta oírla crujir. No tenía ganas de seguir y, de no hacer algo, iba a dejarlo por hoy; así que lió un peta de maría y sacó un billete al mundo de la inspiración. Se deslizó en la silla hasta el borde, cerrando los ojos. Estaba cansada... Aspiró y retuvo el humo dentro, rellenando cada hueco, tratando de olvidarse del artículo para que fuese más fácil volver a él. Así, poco a poco, tranquila...

    Sonó el móvil. Se incorporó en la silla de un salto. Miró la pantalla. Era Marcos.

    Hola. ¿Estabas acostada? No quería llamar tan tarde...
    No, qué va. Estoy con un artículo.
    Ya...
    ¿Ya, qué? ¿Por qué te has callado?
    ¿Has mirado las ventanas?
    ¿Las ventanas? ¿Qué les pasa a las ventanas?
    ¿Has mirado las ventanas?
    Marcos, no entiendo una mierda de lo que dices...
    ¿Has mirado las ventanas?
    ¡No, no he mirado las putas ventanas!
    ¿Cuántas ventanas tenemos?
    Joder, Marcos, me estás asustando...
    ¿Crees que vas a poder vigilarlas todas?

    Intentó colgar el móvil, pero se le cayó antes de encontrar la tecla roja. Desde el suelo, la voz de Marcos llegaba como si saliera de un agujero: “¿Crees que vas a poder vigilarlas todas?”. Quería dejar de oírlo, pero no era capaz de algo tan sencillo como agacharse a cogerlo. Y entonces, a su espalda, escuchó el sonido de algo contra el cristal. Volvió la cabeza y vio a Marcos que, suspendido en el vacío, al otro lado, arañaba la ventana sonriendo, moviendo la boca en perfecta sincronía con la voz que salía del teléfono tirado en el suelo.

    Sonó el móvil. Esta vez sí. Dio un salto en la silla y se despertó tan asustada que se echó a llorar en cuanto estuvo segura de que no había nada de cierto en todo aquello, de que en la habitación ni siquiera había ventana.

    Esperó a calmarse para devolver la llamada, aunque Marcos estuviese al tanto de sus pesadillas. Las sufría, haciendo de psicólogo doméstico. Afortunadamente, los hipnóticos habían hecho posible que los dos tuviesen un ritmo razonable de sueño, pero no habían evitado que, aún con frecuencia, las pesadillas de ella les trastocaran la convivencia.

    Hola.
    Hola. ¿Qué estabas haciendo? No te habré despertado...
    Gracias a dios, sí.
    ¿Has tenido una pesadilla?
    Sí.
    Hacía ya tiempo... ¿no?
    Casi dos semanas.
    ¿Ha sido de las heavys?
    Bueno, ha sido corta...
    ¿Estás bien? ¿Te has acordado de la pastilla?
    No, es que aún no me había ido a la cama. Estoy con un artículo. Me quedé dormida escribiendo...
    Joder, siento no estar contigo... Aguanta hasta mañana, ¿vale? Sólo una noche más durmiendo sola y ya llego yo para cuidarte.
    Vale, trato hecho.
    Me voy a acostar. Estoy reventado... Las reuniones de seis horas deberían estar prohibidas por prescripción médica. Te veo mañana.
    Un beso.

    Al principio, soñar era divertido. Siempre había tenido facilidad para recordar lo que soñaba y, de repente, empezó a vivir los sueños de tal forma que sentía que en realidad tenía dos vidas distintas. Aquello llegó a convertirse en lo más parecido que sintió nunca a una adicción, llevándola a dormir todas las horas que le fuese posible y en cualquier sitio en el que pudiese hacerlo. Y así fue hasta que se acabó la diversión...

     Empezaron las pesadillas, cada vez más violentas, más angustiosas. Y cuando en los ochenta llegó Freddy y conoció los casos reales en los que se basaba, tuvo que superar el pánico a morir mientras dormía. Llegó a estar tan muerta de miedo, que frecuentó la desesperación más veces de las que recordaba -algunas formas de mantenerse despierta seguían avergonzándola hoy-. Y supo que la falta de sueño es una enzima perfecta para la locura... Después de tocar fondo y con un trastorno crónico del sueño, acabó dependiendo de pastillas blancas para poder dormir. Con ellas, las pesadillas se cuelan a veces; sin ellas, lo hacen siempre.

    Apagó el PC pensando que si había podido superar la película de Craven, podía superar sin problemas que un chaval en Córdoba le hubiese refrescado la memoria. Ella no era una adolescente sino una persona adulta que sabía distinguir lo real de lo no real y que daba a Freddy, a la idea de un ejecutor onírico, la credibilidad justa: ninguna. Todavía creía, secretamente, en el instinto de supervivencia que, hasta el momento, siempre la había despertado a tiempo.

    Se metió en la cama y lo hizo decidida a dormir; pero cuando llegó el momento de tragar la pastilla, de asegurarse un puñado de horas de sueño, no lo hizo. Tuvo miedo de dormir sola. Tuvo miedo de tener otra pesadilla. Tuvo miedo de protagonizar al día siguiente una noticia de sucesos que entraría a las redacciones por agencia.

    Se levantó a preparar una cafetera -iba a ser una noche larga-, pensando que el miedo era un buffet libre y que ella, esa noche, había cogido la cuchara grande.


    Dos días después, cuando el jefe de sección tuvo sobre su mesa el artículo de relleno y la mandó llamar, no tuvo ninguna duda de que aquello era la antesala de una bronca. Estiró la espalda y procuró soportar con dignidad las críticas sin que la falta de sueño que arrastraba le jugara una mala pasada. Pero cuando escuchó “deberías poner más pasión en lo que escribes, por muy noticia de agencia que sea”, no pudo evitar perder los papeles y echarse a reír.

    Sí, Pedro, lo que tú digas...

    Y salió del despacho.
concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 17 de Junio de 2010 a las 16:58
                                                                                                                  Al otro lado del parque


Ahí seguía el trasto desde la noche anterior. Tenía que desmontarlo y devolverlo a su rincón oscuro del armario; ahora sólo era un lastre. Se acabó la obsesión. El toque dramático que vestía el final de la historia no había sido elección suya pero debía aprovecharlo para recuperar la serenidad de la rutina y la apatía que lo caracterizaban antes de recuperar ese viejo telescopio del armario. Los foros, los nicks y las contraseñas; las palabras vacías y efímeras de los chats y las personalidades inventadas eran un escondite más sano que el voyerismo enfermizo que lo había atrapado sin darse cuenta.

Adoptado por una gran ciudad había asumido el anonimato y la soledad con cierto estoicismo. Tenía un bonito despacho, con un teléfono y un potus pero, no era nadie. No tenía cara porque nadie la miraba. Lo había asumido porque era mejor que volver a casa, al pueblo, donde no había nada que ser. Montó una bonita rutina: gimnasio, ducha, metro, café y trabajo; comida rápida y más trabajo; metro, cena precocinada, café y pitillos. Por la noche música y foros. Todo sin pensar, todo automático. Directivo de día y loco solitario de noche.

Con el buen tiempo podía salir al balcón a tomarse el café después de cenar y eso le gustaba. Miraba el cielo que había perdido las estrellas en la luz de las farolas, la luna que no requería esfuerzo alguno para serlo y el parque. Los parques son rincones mágicos de las ciudades donde la gente pasea sus mascotas, los mayores ordenan recuerdos y los chavales se queman las manos con el mechero; son el santuario donde van a morir las horas.

Mirando desde su balcón empezó a familiarizarse con la rutina de ese pedazo de ciudad sin asfaltar. Los perros pasean a sus dueños siempre a la misma hora, los chavales se sientan siempre en el mismo banco y él los observaba desde el mismo balcón. En pocos días se dio cuenta que una chica sin rostro también pasaba ratos en el balcón; no sabía quien era, ni qué edad tenía, sólo sabía que fuma al otro lado del parque.

Pasadas las semanas se acostumbró a verla, a mirarla. Un día, fumando en la penumbra, vio como alzaba la mano como quien saluda a un viejo conocido. Él devolvió el saludo, por supuesto, y en cierto modo se quedó anclado a él durante veinticuatro horas.

Cada día, a la misma hora, se saludaban al salir a fumar y se despedían al entrar de nuevo. Un gesto simple, pero exagerado para poder ser apreciado en la oscuridad, los había convertido en amigos sin haberse mirado la cara ni haber cruzado una palabra. Podía observar como la chica se movía de una habitación a otra si las persianas estaban subidas. Veía como recogía la cocina, como se pasaba horas delante del PC como él y como parecía compartir una existencia solitaria. Sin darse cuenta, empezó a especular sobre gustos, profesión o aficiones.

Un día recuperó el telescopio del armario. Lo montó ante la ventana de la cocina que daba al mismo lado del edificio que el balcón del salón. Cuando lo tuvo montado, lo miró apartado durante unos segundos sintiendo la convicción que lo que estaba haciendo era mezquino pero cuanto más consciente era de ello más ganas tenía de agacharse y mirar, un rato solo, para satisfacer la curiosidad.

-Después lo guardo.

Le pareció que era una chica joven de no más de treinta años. Llevaba el pelo recogido en una cola y una camiseta azul con un estampado vistoso en la parte de delante. El piso no se había llevado muchos esfuerzos en decoración. Siguió mirando un buen rato sin saber muy bien qué esperar de todo aquello. El movimiento de las luces de la pantalla le iluminaba la cara lo suficiente para saber que estaba riendo ¿Qué estaría mirando? Buscó el mando el televisor y empezó a buscar un canal donde echaran una peli de risa. Por los tonos de la luz y las risas de la chica supo que estaban viendo el mismo canal y eso fue una inyección de moral para él. En cierto modo, estaban juntos y estaban haciendo lo mismo. Se sentó en el sofá y olvidando el telescopio miró la película con ella.

Ese día durmió bien por primera vez desde que había llegado a la ciudad. Ya no estaba solo y cuando se despertó, lo primero que hizo fue echar un vistazo al telescopio y ahí estaba ella. Iban a desayunar juntos, en la distancia, y dejaría el gimnasio para el día siguiente.

Sabía a qué hora cenaba o desayunaba, a qué hora se acostaba y qué ropa escogía cada día. El saludo nocturno era lo más real de su relación pero aquello no importaba. Él sólo tenía curiosidad. Le faltaba un nombre y el suyo debía ser bonito. Era un pensamiento simple e inofensivo pero que se transformó en una idea.

-¿Y si lo miro en su buzón?

Salió de casa sorprendido por su iniciativa. En el parque estaban los mismos de cada noche pero nadie iba a percatarse de su existencia. Nadie iba a juzgarlo por ello. Estaba nervioso, como para una primera cita. Andaba cabizbajo rodeando el parque, como si cruzarlo lo dejara al descubierto. Imaginaba que alguien lo podría estar mirando y llegó a avergonzarse de lo que hacía. Cuando llegó al portal se dio prisa en identificar el posible piso de la chica. Vivía en el tercero y de los cuatro apartamentos solo uno tenía una chica como única ocupante. Carmen Fernández era un nombre demasiado común pero aún así le gustó. Se dio media vuelta y regresó a casa pensando que, en cierto modo, Carmen era el mejor amigo que tenía. ¿Podría reunir información de ella en Internet?

Se miró el ordenador desde el balcón durante unos minutos. Aquello rozaba lo absurdo pero nadie podía saber lo que estaba a punto de hacer. Se sentó con calma, indeciso. La búsqueda en google de Carmen Fernández produjo más de trescientos vente mil  resultados y más de cien usuarias de Facebook. ¿Sería capaz de dar con ella?

Los minutos pasaban muy deprisa esa noche en foros y redes sociales. Intentaba filtrar, fiarse de su intuición, pero era complicado con tan poca información. Desenredar la información de la red puede llegar a ser imposible para quien no tiene un auténtico motivo para hacerlo. Él lo tenía y era suficiente para llegar a una foto de un perfil de Facebook. Tenía que ser ella. Lo sintió desde el momento en que la vio. Ya tenía el segundo apellido y más información para seguir buscando.

No se acostó pensando que había más cosas de ella que descubrir pero se equivocó. Solo encontró un par de fotos más y descubrió que “le gusta dormir con el sonido de la lluvia”. Necesitaba más. Invirtió las siguientes noches, café en mano, para intentar acceder a su cuenta. Lo primero fue darse de alta en Facebook e intentar hacerse amigo de ella fingiendo ser antiguos conocidos. Pasó horas construyendo un perfil creíble y buscando a todos sus amigos del pueblo para rellenarlo. Carmen no aceptó la invitación.

Después navegó por Internet. Buscó en foros y preguntó en chats como colarse en una cuenta. Lo ignoraron porque en esos sitios no se pregunta, se comenta. Se estaba topando con todas las puertas cerradas hasta que tuvo una buena idea. Su compañía suministraba energía eléctrica a media ciudad y era más que probable que Carmen fuera su clienta. Se conectó al servidor de su empresa y buscó en la base de datos de clientes. Dos resultados.

Se fue al telescopio y sin pensarlo dos veces la buscó para comprobar que seguía en su casa. Configuró su teléfono para que no mostrara el número y llamó a la primera Carmen. Nada. Llamó a la segunda y ¡bingo! En diez segundos ella se levantó de la silla y fue en busca del teléfono.

-¿Diga?
-…
-¿Quién es?

Era incapaz de responder. ¿Qué podía decir? ¿Para qué quería su teléfono si era incapaz de hablar ahora? Colgó.

Las siguientes noches se conformó con mirar las fotos, saludarla y espiarla por el telescopio. En unos días tuvo la sensación que extrañaba su voz así que se armó de valor y volvió a llamar:

-¿Diga?
-Buenas noches –tardó en decir aunque consiguió que sonara alegre.
-¿Quién eres?
-¿No me reconoces?
-Con tan pocas palabras no.
-Pues siempre me han dicho que mi voz es fácil de reconocer.
-Igual te lo dice quien la ha escuchado más.
-¿Qué tal te ha ido el día?
-Bien. He estado trabajando desde primera hora.
-¿Cansada?
-Lo normal supongo. Oye, que no sé quien eres y esto no me hace gracia.
-Estamos hablando para ver si reconoces mi voz.
-Mira, perdona que desconfíe, pero si no me dices quien eres voy a colgar. Vuelve a llamarme sin ocultar el número y hablamos. No tiene gracia.

Al día siguiente lo volvió a intentar pero cumplió su amenaza. Miró la pantalla y al ver el número oculto colgó sin dar más oportunidades. Parecía molesta. Probó un par de veces más, pero el resultado fue el mismo.

Una semana después volvió a llamar sin ocultar el número. Necesitaba hablar con ella. Quería oír su voz, al menos unas palabras. Parecía muy ensimismada con el ordenador y no fue a buscarlo. Lo dejó sonar sin girar la cabeza. Él salió a fumarse un pitillo al balcón. No habían pasado ni cinco minutos cuando ella se levantó y sin prestar demasiada atención devolvió la llamada.

En el silencio de la noche escuchó un tono de móvil al otro lado del parque y colgó empujada por un mal presentimiento. Él, desde su balcón se asustó al recibir la llamada por sorpresa y dejó caer el teléfono al suelo. Carmen percibió movimientos extraños en el balcón de su compañero de cigarro nocturno. Volvió a llamar y volvió a escuchar el ruido al otro lado del parque. Se asustó y colgó el teléfono. No lo razonó, no quiso pensar en ello. Simplemente empezó a hacerse la maleta.



**************
Edito: he corregido un par de faltas que llevaban doliendome desde el jueves por la noche. Un abrazo

r2-d2
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  • 17 de Junio de 2010 a las 22:01
FIN: nadie postee nada más aquí
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