- Rojo Cuatro a Líder Oro, Papá Pato solicita solamente tres relatos del concurso de 2009 para su evaluación.
Bien, perdonad la escena espacial... Pato pidi tres relatos. Hubiera preferido elegir cinco, pero al final son tres, as que... He eliminado Amara, que si bien sigo pensando que es mi mejor relato ya ha tenido suficiente recorrido y que vuelva a repetir me resulta cansino.
Tambin he eliminado de los cinco finales Nephilim, entre otras porque en su versin final agregu muuucho texto que tuve que quitar para el concurso, el timpo de las 1400..., tiempos duros..., buenos tiempos...
Y bien, mi top 3 personal es el siguiente:
1.- La importancia de hacer la cama.
2.- Duende.
3.- Cazafantasmas.
Podris encontrar las ltimas versiones de los mismos en Acerca de m y otras farsas.
Espero de vosotros una crueldad infinita.
Pato, t dirs.
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Candidato 1 propuesto por Daniel Turambar La importancia de hacer la cama
Candidato 2 propuesto por Daniel Turambar
Duende
Candidato 3 propuesto por Daniel Turambar
Cazafantasmas
Turambar los ha colgado, pero podis encontrarlos tambin en el enlace del post anterior que ha puesto Turambar. Quizs sea mejor bajarse Acerca de m y otras farsas y leerlos all.
Quien quiera ir leyndolos que se remita al enlace anterior. A ver si para maana podemos empezar el debate sobre cul de los tres relatos mola ms y si necesita o no cambiar algo.
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La importancia de hacer la cama
Su madre no le permitía saltarse la tarea de hacer bien la cama. Y el bien no era accesorio. Alguna vez tuvo que repetirla al no pasar la inspección. No importaba que tuviera que correr para no llegar tarde a la escuela. De hecho: cuando alguna vez se retrasó de más y llamaron a su madre desde el colegio, al replicar con un “es que me hiciste volver a hacer la cama”, se ganó una reducción de quince minutos de tiempo de sueño. La rutina matinal de Alicia fue siempre la misma: su madre la despertaba, ella gruñía y poco después abría los ojos; tras salir de la cama la deshacía a conciencia (no valía, lo había intentado, dejar las sábanas al pie para luego estirarlas, su madre lo notaba); dejaba que se oreara mientras se duchaba, vestía y desayunaba; finalmente hacía la cama: quitaba la almohada y cogía por la esquina la bajera que ondeaba enérgicamente unas cinco veces; después la estiraba; lo siguiente era colocar la sábana, perfectamente centrada y extendida; encima, según el frío, hasta dos mantas que aprisionaba bajo el colchón antes de plegar el borde de la sábana cubriéndolas; colocaba la colcha, azotaba la almohada y lo sellaba todo con un cojín y una muñeca. Perfecto (casi siempre).
Alicia ya no hace la cama después del desayuno. Ni siquiera desayuna. Ducharse sí se ducha, la mayoría de las veces con agua fría. El azote de realidad la convence de estar despierta. Después rebusca entre la ropa algo que ponerse (de hoy no puede pasar sin poner una lavadora), aunque bajo el uniforme lo mismo dará. Busca un cigarro en la cajetilla vacía. Sigue sin haber. Se marcha mientras aún es de noche, cuando vuelva de trabajar seguirá siéndolo (hoy doblará turno otra vez). Comienza su rutina: ficha; se pone la bata, el delantal, la gorra y los guantes; las compañeras comienzan a llegar; rosario de tópicos antes del amanecer; se conforman con un saludo o una media sonrisa (saben que no le gusta hablar mucho: lo suficiente como para no parecer una rara, no tanto como para tener que mantener una conversación insustancial durante más de diez minutos); va a su puesto. En la cinta transportadora todo se reduce a coger la fruta (manzanas, peras, nísperos, nectarinas, membrillos, lo que toque ese día) y colocarla en las cajas. Cuando una caja está llena, se desapila y se deja detrás para que los chicos luego las carguen y se las lleven, dejando más cajas vacías. El ritmo lo marca la cinta. Los días que hay menos fruta suele poner una pieza en la caja cada tres segundos (a veinticuatro piezas por caja, un total de setenta y dos segundos por caja). Si hay mucha fruta hay que trabajar más rápido: dos o tres piezas por segundo (a veinticuatro piezas por caja, un total de doce u ocho segundos por caja). Así durante diez horas por turno, descontando una pausa, dos como mucho, de cinco minutos para ir al baño, un descanso de quince a media mañana para tomar un café, y tres cuartos de hora para comer. Demasiados minutos. Demasiadas cajas. A Alicia no le disgusta el trabajo. Es sencillo y mecánico. Muchas horas de pie, eso sí. Las piernas y la espalda acaban resintiéndose. Es duro, pero ella lo aguanta y además no tiene que pensar. Si hay suficiente fruta incluso no tiene que fingir que escucha a sus compañeras. Las punzadas en los riñones mantienen alerta a Alicia cuando el murmullo del gallinero se mezcla cacofónicamente con el arrullo de la cinta y el ronroneo de los motores. Es hipnótico. Un aguijonazo en los gemelos la despierta. No hay fruta en la cinta pero sus manos continúan llenando una caja. Ha sido un instante, nadie lo ha notado. La pausa del café. Se funde en el flujo de mujeres que va hacia el comedor (será la hora de la comida entonces). No es la primera vez que le pasa, la rutina causa estas lagunas temporales. Cuando todos los días son iguales no hay forma de saber cuál momento corresponde a qué día, pero da lo mismo. Cuando puede valer el recuerdo de uno u otro, ¿a quién le importa? A Alicia no. Salvo cuando olvida traer algo para comer o no recuerda cuándo fue la última vez que visitó un cajero. Por suerte la amistad es algo que ciertas personas regalan. Ana le vuelve a salvar la vida. Alicia le sonríe. A cambio de los diez euros se esfuerza por parecer interesada en lo que le cuenta: preparativos de boda. Se ve que el chico aquel iba en serio. Alicia tiene la impresión de que su amiga se precipita, apenas se conocen. No, espera, ya llevan juntos cerca de tres años, le recuerda Ana. Poco más que lo que llevan ellas en la fábrica. “Las dos novatas de la cinta, ¿te acuerdas?”. Hay amistades fundadas en casualidades más ridículas. Tres años. Alicia despierta y se topa con sus manos disfrazadas de látex azul. Las sabe envejecidas, cansadas. Ana le da con el codo y le hace una broma a cuenta de seguir trabajando. Alicia sonríe mecánicamente, pierde la vista en los melocotones y deja a sus manos volver a hacer lo que mejor saben. Termina el turno. Muchas se marchan, Ana entre ellas, para dejar sitio a otras. Pocas doblan, la mayoría por dinero, Alicia por inercia. El ciclo comienza como si no hubiera pasado nueve horas frente a la cinta. En unos minutos vuelve a fluir la fruta, a crecer y disminuir el oleaje de voces femeninas según la marea de ciruelas. Una breve visita al cuarto de baño. Más peras. Las ajenas manos azules se siguen moviendo al ritmo que marca la transportadora. Las rodillas son las que se quejan esta vez. El estómago se lo pensará a la hora de la cena. Las cajas desaparecen llenas a su espalda y aparecen otras vacías a su lado. Así desde hace tres años. Pero Alicia ya ni piensa. Llega a casa, no recuerda el viaje de regreso. No está segura de haber cerrado bien el coche (no le preocupa, está en el garaje). El edificio está en silencio. El mundo duerme. Alicia pronto dormirá con él. Es domingo, no despertará hasta bien entrada la tarde. Se entrega en la cama desecha. Se desnuda despacio tirando la ropa al montón de la silla, que colapsa (no hay duda: debe poner una lavadora). Busca, en la mesilla, un par de pastillas para no soñar. ¡Joder! No quedan
La luz del sol la despierta antes de lo previsto. Olvidó bajar la persiana. Alicia se tapa la cara con las manos. Están resecas, las aleja. Lentamente sus pupilas se ajustan hasta enfocarlas. Están llenas de arrugas que no conoce. Las uñas mordidas les devuelven algo de familiaridad. Se da cuenta de que están en posición de sostener una mandarina. Tres años son suficientes para transmutar unas manos en pinzas, una niña en autómata, una vida en nada. ¡No! Abre los dedos, los extiende todo lo que puede, quisiera que salieran disparados de sus manos, le duele. ¡Basta! Se levanta con idea de bajar la persiana y volver a fundirse en negro. Hay ropa por todo el parqué. Debería recogerla. Luego. Entonces ve lo que había bajo la pila de bragas, pantalones y camisetas: la muñeca que su madre le obligaba a poner sobre el cojín, después de hacer bien la cama. La coge, la mira, la abraza. Cierra los ojos. Intenta contenerlo pero sabe que esta vez no va a ser posible. Alicia llora tres años de lágrimas. Cuando se perdona, para. Se da una ducha caliente, sin prisas. Recorre su cuerpo con las manos desnudas que comienzan a recordar para qué más fueron creadas. Al salir se pregunta si tendrá algo para desayunar. Le da para un café y apenas dos galletas. Se viste y encuentra unas sábanas limpias con las que hacer la cama. Quita la almohada. Ajusta la bajera, dejándola sin arrugas. Coloca encima la sábana, perfectamente centrada y extendida, aprisionada bajo el colchón y con el borde superior doblado. Sobre ella la colcha de hilo. Ahueca, deposita y cubre la almohada. Lo sella todo con un cojín y con la vieja muñeca. Sonríe. No ha quedado perfecta (ya la hará mejor mañana). |
Duende
La pedanía domina el regadío desde una pequeña loma. El intenso verde de las matas apenas es interrumpido por una hilera de eucaliptos mercenarios que custodian el curso de un río sin nombre. Durante el verano la población crece con los temporeros que llegan de todas partes a recoger el tomate. Es un trabajo duro: la espalda encorvada expuesta a la fusta del sol, pequeños pasos y manos rápidas, sudor y tierra. Luego cargar las cajas orilladas y llevarlas hasta el remolque antes de recibir la soldada. Así de lunes a sábado, desde antes que amanezca hasta más allá de mediodía, cuando el sur se torna infierno y ni las bestias aguantan sin sombra; a las seis, siete según la calor, se paga una segunda ronda, que solamente consentimos los que no tenemos otra, hasta que los mosquitos despiertan y los hombres partimos en busca de descanso.
Dos carreteras, apenas caminos con un salpicón de asfalto, llegan hasta el pueblo: uno lo hace con los rayos del alba y el otro se pierde por un frío atardecer. Nadie supo por cuál llegó. Un domingo, estábamos un puñado de nosotros bebiendo el tiempo al fresco de los soportales de la plaza, entre naipes y bravuconadas amistosas, algún pincho de oreja, queso que nunca falta y el desparpajo de las mozas paseándose al sol tras deshacerse de la vigilancia de sus madres que, acabada la misa, se dispersaban cada una a su casa con más o menos devoción. El tipo salió de la iglesia tras el cura, a quien estrechó la mano antes de cruzar despacio la plaza, dejándose ver. Todo de negro, o al menos ese gris sucio que es el negro de los pobres. En la mano derecha una maleta también de luto. En el hombro izquierdo la funda lustrosa de una guitarra. Le di con el pie al rubio. – Ahí rubio: quédate con ese que lo mismo acabas durmiendo encima de él. – ¡Ea, poeta!, ¿el cuervo ese? – A la pensión va y pocas camas quedan libres. – Todo el grupo escudriñaba ya al extraño con la misma mezcla de curiosidad y recelo con la que fuimos examinados nosotros, al llegar de nuevas, por la gente del pueblo. – No, quillo, ese tiene pinta farandulero. ¿No le ves la guitarra, y lo flojo que anda? Y la patrona sólo admite hombres que la paguen bien... – La forma de arrastrar la frase, la lenta izada de la ceja derecha mientras guiñaba el ojo izquierdo y una media sonrisa, nos hizo romper a reír como críos que acaban de descubrir una palabrota nueva. Seguimos con la partida, los vinos, los pinchos de oreja, el queso que nunca falta y los contoneos indolentes de unas faldas algo más acaloradas. El rubio y yo nos quedamos con otros a comer en el bar. Para la siesta fuimos a la pensión y lo vimos en nuestro cuarto terminando de instalarse. Al cabo entró la patrona e hizo las presentaciones. Pedro Negro. La patrona nos dijo que andaba buscando trabajo de jornalero, que si le podíamos decir al capataz para que empezara el lunes en nuestra cuadrilla. Le dije que yo me encargaba. Luego se quejó de que no hubiéramos ido a comer, con lo rico que le había salido el ajoblanco. El rubio le dijo que a él siempre le entraba algo de ajoblanco. Se marchó con ella, volviéndose para dedicarme un levantamiento de ceja. Pedro no dijo nada: terminó de colocar sus cosas. Era moreno, muy alto y delgado. Era de ese tipo de hombres enjutos con una fuerza oculta pero tangible. Al acabar me preguntó cómo llegar hasta el río. Le indiqué y no volví a verlo hasta la noche, en la cena, donde apenas se interesó por la hora a la que saldríamos para trabajar antes de irse a dormir.
Por la mañana no hubo que despertarlo. Ya había desayunado y estaba esperando en la calle, fumando, mientras el rubio y yo aún peinábamos legañas. El capataz no puso pegas, le bautizó como el largo y le sacó el primer día a prueba y sin paga. El largo aceptó sin dejar luego duda de que le sobraban tablas en el campo. En el almuerzo se mantuvo callado, por más que las bromas del rubio le buscaran. Regresamos a la hilera, hasta la hora de volver al cerro, parando en el río para lavar parte del cansancio. Comimos en la pensión y apuramos un sueño ligero. Por la tarde el largo se unió a los pocos que regresábamos por más candela, el rubio se quedó en la pensión pagando su cuenta. Por la tarde los humores se relajan, pero no el ritmo de la cosecha. Al ir decayendo, la luz aplaca el ánimo y a la vuelta poca diferencia había entre el lacónico largo y los demás. El rubio también anocheció taciturno. Había encontrado una carta de su Maru en la alcoba de la patrona. Así, éramos tres vacíos en la habitación. El rubio en la litera de arriba acariciando a su mujer, allá en La Línea, a través del papel. El largo echando un vistazo, tras pedir permiso, a mis libros. Yo, cansado, fumaba junto a la ventana. El largo dejó los libros y sacó del armario la funda de la guitarra. El rubio no se percató del reverencial modo en que la abrió y sacó de ella el instrumento. La acarició y, sentándose en una silla, comenzó a afinarla. Primero las cuerdas más agudas. Las iba pulsando y luego giraba las clavijas. Comencé a no sentirme bien y me eché en la cama. El rubio dejó de leer la carta. El largo siguió afinando la guitarra flamenca, tensando o dando cuerda según le marcaba su oído. Entonces me pareció mera sugestión, pero podía notar como mis brazos y piernas se estiraban y vibraban con las cuerdas. Miré al rubio, pero no le noté nada. El largo siguió con los bordones, y sentí cómo entonaba mi espalda. Cuando terminó, dejó el instrumento en su funda y la funda en el armario. Me miró y sonrió. Dio las buenas noches y se metió en la cama. El rubio ya roncaba. Yo no sentía el mismo cansancio inquieto de antes, sino el delicado que anticipa un sueño como dios manda.
El paso de los días y una nueva carta de su Maru, entregada esta vez puntualmente, repusieron el ánimo del rubio. Por lo demás las jornadas se sucedían con la esforzada rutina del campo. El largo continuó templando las noches de quienes le oíamos afinar la guitarra, que nunca tocó en la pensión. Los domingos se marchaba, con el instrumento a la espalda, hacia al río. Algún chisme salió de aquello, pero no le di importancia. Pedro era buena gente y trabajador, lo demás a nadie incumbía.
Habrían pasado tres semanas desde que le viéramos salir por primera vez de la iglesia. Algo distinto agarrotaba el aire de ese domingo. Se vieron pocas niñas en la calle, y a los quintos se los notaba inquietos, airando la malicia de un celo ancestral. Se barruntaba tormenta y tenía que averiguar si había motivo. Salí del pueblo dando un rodeo y bajé para el río. A medio camino vi que el rubio iba corriendo también hacia allí. Le llamé: – Rubio, ¿qué diablo te sigue para que corras así? – Déjate de diablos, poeta, que los del pueblo hablan de ir por el largo. No tuvo que decir más: apretamos la carrera hasta llegarnos a la linde de los eucaliptos. No fue difícil encontrar al largo siguiendo la música de su guitarra, una tonada festiva que, según nos acercábamos, nos iba colmando con un sencillo contento que ahuyentaba nuestros temores. El largo estaba junto a la orilla, sentado sobre un tocón, con varias jóvenes escuchándole. Fue fácil adivinar que la placidez de las muchachas manaba de la guitarra, como lo hacía también la del rubio y la mía. – ¡Tanguillos! –, dijo el rubio y se puso a palmear a la vera del artista. Algunas comenzaron a bailar y otras hicieron coro a las palmas del rubio. El tanguillo acabó, y el largo accedió a una petición del rubio, quien rompió a cantar al hilo del “tiriti tran, tran, tran”. Las niñas comenzaron a bailar, girando unas alrededor de otras, ciñendo sus cuerpos espigados. Yo me vi de repente rodeado de ellas, pleno como debe sentirse un dios entre sus adoratrices, excitado como un quinceño que huele una hembra por primera vez. La canción se desvaneció y aún me rendí a unos ojos pardos durante un instante más, antes de recordar a qué habíamos bajado al río. La realidad se anticipó a mis palabras y un grupo de jabatos nos rodeó en el claro. Las intenciones estaban bien afiladas. Eran siete. Las mujeres fueron espantadas por el desprecio de sus ojos. El rubio y yo nos preparamos para la pelea. El largo permaneció sentado en el tocón con la guitarra sobre las piernas. Cuando el más bravo de ellos hizo ademán de arremeter, el latigazo de la cuerda más aguda nos mordió el bajo vientre doblándonos de dolor. El largo dudó al vernos, pero le hice seña de que siguiera. Enlazó unos compases. – Peteneras –, dijo el rubio antes de sumergirnos en el río. Bajo el agua, los desgarros y quejíos con los que contendía el largo no nos laceraban tanto como a los mozos. Aún así, uno logró arrojar una gran piedra que destrozó la guitarra. En ese impás, dos se abalanzaron contra el largo. Los filos probaron sangre, pero sin paladearla. A puñetazos, el largo volvió a verse libre y, ahora, armado. Golpeó hoja contra filo, retador. La corriente del río crecía, al tiempo que la voz del largo se acompasaba con el metálico martilleo, alejándonos de allí. Cuando conseguimos salir del agua volvimos al pueblo sin esperanza de volver a saber nada más de Pedro Negro.
De madrugada, un rumor me hizo despertar. El rubio roncaba en la litera de arriba. Una sombra hurgaba en el armario. – No temas, soy el largo. – Pedro... – ¿Estáis bien? – Sí. –, dudé si preguntar –. Eso que haces con la música... – El duende... No puedo decirte mucho. Pugna por brotar y apenas lo canalizo, pero su efecto en la gente depende de cada persona. – Entonces lo que sentí en el río... – El duende puede castigarte pero no obligarte a nada que no desees hacer o creas merecer. Silencio. – ¿Qué pasó con los chavales? – Ahondaron en su pena –, terminó de hacer la maleta –. Debo marcharme –, me tiende la mano –. Adiós, poeta. – Buena suerte, largo. Se marchó sin más.
Ese lunes no fuimos al campo. Ni en toda la semana. Se decretó luto. Los cuerpos aparecieron esparcidos a lo largo de la rivera del río. Nadie dudó cómo habían muerto: ahogados. Nadie pudo aventurar el por qué. La marcha del largo pasó desapercibida. Dejó el dinero que debía a la patrona, y no volví a saber de él. Para el miércoles, el rubio ya había vuelto a La Línea con su Maru, tampoco tuve más noticias de su vida. Yo me instalé en el pueblo, con la esperanza de que aquellos ojos que me encandilaron junto al río me reglaran más alegrías.
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Cazafantasmas
– Bien, señores, – decían que no existían los fantasmas. –...la estrategia es sencilla: –, que eran viejas supersticiones. –...llegamos, salimos, limpiamos la zona –, manifestaciones culturales de miedos atávicos. –...y en dos minutos salimos cagando leches –, cuentos de viejas para asustar a los niños. – ¿entendido? –, y ahora estamos aquí... – ¡¡¡ SEÑORA, SÍ, SEÑORA!!! –, armados con estas mierdas psinópticas o como cojones se llamen. – Eso espero –, a punto de ser arrojados a las puertas de infierno. – Porque no esperaré por nadie –, listos para aniquilar almas perdidas –...como nadie esperará por mí –, combatiendo contra nuestros propios padres. – ¡¡¡ SEÑORA, SÍ, SEÑORA!!! –, la mayoría de ellos son novatos, unos críos. – ¡Sargento!, – ese soy yo, – todo suyos. – Bien, chicos –, este es el peor momento. – Esta vez vamos a tope –, la mayoría de ellos no volverá. – Una incursión rápida, ya habéis oído a la teniente: –, la mayoría será arrastrado al bando enemigo –...dos minutos –, y aún así me miran como si yo les fuera a mantener a salvo. – Sincronicemos relojes a las cero cero en tres, dos, uno, ahora –, cuando no sé si podré salvarme a mí mismo. – Mi sargento, ¿reparto ya los animales? –, Bowell, uno de los pocos con algo de experiencia junto a la teniente y a mí. – Adelante Bowell–, queda poco para tocar tierra. – Cuidad los gatos, pueden salvaros la vida –, tiene gracia que los viejos mitos estuvieran en lo cierto, – Y recordad: un canario en cada unidad –, aunque probablemente fueran autentica historia. – En zona cero dentro de treinta segundos –, el piloto da el último aviso encendiendo las luces rojas. – ¿Todo listo sargento? –, la teniente permanece impasible. – Todo listo, mi teniente –, ha visto ya demasiada muerte.
En treinta segundos, con una taimada calma el aerodeslizador se posa sobre el desierto que antes fue un barrio residencial de alguna capital europea olvidada. Ahora lo único que alcanza a ver la vista es un erial negruzco y agrietado, bañado por la luz mortecina de un sol de sangre. Apenas una leve brisa levanta algo de ceniza del suelo. Pero es el absoluto silencio lo que más me sigue impresionando.
– Bien, – la teniente nos pone en marcha, –...en grupos de cinco – la batalla va a dar comienzo – Al mando: Bowel, Jax, Marina y el Sargento – aún no los vemos pero ellos ya están aquí, lo presiento. – Cuatro conmigo cubriendo la evacuación –, cuatro soldados se apostan a mi lado. – Un minuto cincuenta segundos desde ahora –, cuatro novatos. – ¡Vamos, vamos, vamos! –, cuatro niños.
Nos dispersamos unos metros en torno al aerodeslizador corriendo en abanico durante treinta segundos. Entonces les quitamos las capuchas a los canarios. Y el abisal silencio se rompe. A medida que los asustados pájaros pían, surgen los iracundos gritos de los espectros que delatan así su posición. Comenzamos a disparar nuestras armas y poco a poco el enemigo toma forma visible. Aquí la cordura se balancea al borde del abismo. En su mayor parte son hombres y mujeres, hay también niños, que gritan deformando sus ya demacradas facciones, desesperados ante el dolor de contemplar lo que nunca más podrán tener. Hay cientos en torno a nosotros buscando la forma de acabar con su sufrimiento, la forma de acabar con nosotros llevados por la ira y el deseo de que todo desaparezca, comenzando por este pequeño grupo de hombres que intenta aplazar el fin del mundo.
– ¡Un minuto! –, la teniente avisa por el intercomunicador. – ¡Vamos, sacad los gatos! –, gatos: el modo más efectivo de devolver las almas perdidas allá de donde nunca debieron salir. – ¡Mi sargento, nos rodean! –, sus ojos guardan el secreto del más allá. – ¡Maldito bicho! –, lástima que sean tan ariscos. – ¡Soldado no deje escapar a ese animal! –, un soldado sin gato es un soldado muerto. – ¡En círculo, joder! –, el menor contacto con los fantasmas es mortal. – ¡Agrupaos! –, y nadie te prepara para estas terroríficas visiones. – ¡Soldado vuelva al círculo! –, el miedo y la curiosidad juegan en tu contra. – ¡Sargento, voy a por Ada! –, el menor contacto y pasas a las filas de enemigo. – ¡Soldado, quieto, no abandone la formación! –, incluso el sentido del honor juega en tu contra. – ¡Un minuto y veinte segundos! –, la disciplina es lo único que quizá pueda salvarte. – ¡NOS VOLVEMOS YA! –, y esta es la única orden que nunca hay que contrariar. – ¡Mi sargento no podemos dejarlos ahí! –, dudar es morir. – ¡Vamos, vamos, vamos! – hoy vuelvo con dos hombres a casa, ha sido un buen día.
Los científicos tenían razón. En el universo había más de cuatro dimensiones, en concreto dos más espaciales y otra más temporal. Los canarios encabronan a los espíritus atrayéndolos a nuestro plano. La frecuencia de su trino sincopa las partículas en la cuarta dimensión espacial haciéndolas girar y que pasen a la tercera y segunda, apareciendo como figuras sin volumen. Las armas que llevamos los ionizan apenas el tiempo suficiente para que los gatos puedan realizar su conjuro. Nada místico, algo relacionado con la forma en que la luz se refleja en sus ojos, esto proyecta las almas a través de la segunda dimensión temporal de modo que nunca más pueden regresar a nuestro espacio-tiempo.
– ¡TODOS DENTRO! – los motores del aerodeslizador están ya encendidos – ¿Número de bajas? –, la teniente directa al grano. – Dos, señora –, mi grupo ha sido el más afortunado. – Buen trabajo, sargento –, Bowell ha vuelto solo. – Ahora descansen, – Jax regresó con una chica en estado de shock, – volvemos a casa –, del equipo de Marina no volvió nadie. – ¡Señora, sí, señora! –, la teniente permanece impasible. – Descanse sargento –, ha visto demasiadas muertes. |
Señores, el siguiente paso será leerse estos tres relatos y opinar qué se cambiaría o no se cambiaría en cada uno de ellos, qué opinión os merecen, qué nivel cualitativo, yo que sé. La idea es: si vuestra pasta e inversión dependiera de publicar uno de los tres relatos, ¿en cuál confiaríais más y qué cambiaríais para aseguraros el éxito? |
cita de bizarro
Una virtud injusta que tiene este recopilatorio es el hecho de que ya ni importe si el relato escrito entr o no en tema. Pero bien, eso est bien para rescatar cosas que tambin fueron buenas.
Exacto, bizarro, cambias un criterio y cambian los relatos escogidos. Digamos que he intentado encontrar un punto medio entre todas las propuestas. Seguramente no lo habr conseguido, pero creo que podemos intentar el recopi, a ver qu pasa.Con estos criterios, que ya no son los del concurso, se valora tanto la opinin del autor, que presenta lo que que cree sus mejores relatos, como la opinin de los dems, que escogern uno de ellos.
Luego est el tema del maquillaje. Creo que no se deber tocar nada sin consentimiento del autor: qu opinas t de esto ltimo?
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Hola a todos, He estado mucho tiempo perdido por esos mundo de Dios sin tiempo ni para respirar pero raulcamposval me ha sacado del limbo en el que me había perdido gracias a esta interesante iniciativa. Espero reincorporarme poco a poco a estos foros y enterarme de cómo va todo, porque ahora mismo estoy más perdido que Papa Noel en mayo. De momento, os dejo mis impresiones sobre los relatos de Daniel. Os adelanto que mi realto preferido de los tres es “La importancia de hacer la cama”. La importancia de hacer la cama Desde su pase por el concurso es uno de los relatos que se han quedado claramente marcados en mi memoria gracias a su capacidad para transmitir con extremo realismo y sin falsos efectismos la deshumanización a que la vida puede llevarnos. Una pérdida de nuestra propia identidad que la protagonista padece y que me recuerda por momentos al inolvidable film Tiempos Modernos de Charles Chaplin. Realmente no cambiaría nada, pero, puestos a intentar rizar el rizo, podría caracterizarse un poco más al personaje principal, alargando y detallando más la introducción donde se relata la infancia. La parte central no la modificaría en absoluto. En cuanto a la parte final, también podría mejorar con una mejor justificación del por qué el personaje reflexiona en ese preciso momento y comienza “simbólicamente” a hacer de nuevo la cama. En contra de lo que dice Bizarro, yo no introduciría ninguna subtrama pues distraería del mensaje fundamental del relato y relajaría el tono monótono y repetitivo de la parte central del que es, desde mi punto de vista, lo que da el auténtico sentido al texto. Duende Muy buen relato con una caracterización de los personajes y ambientación sublime. Sin embargo, la trama en si me parece más floja que el anterior relato. De hecho, me da la sensación, (completamente subjetiva claro…) de que se me están contando muchas cosas que a la postre no tienen que ver con la historia en sí y que no tienen más función que adornar el relato. Una de dos o me falta trama o me sobra envoltura. Por otro lado, el estilo narrativo me parece excelente pero me deja con las ganas de leer una historia de mayor envergadura. Cazafantasmas Curiosísima narración. Un extraño método narrativo que, aunque sorprende por su originalidad, al final resulta un tanto repetitivo y cansado. Sería imposible aplicar este recurso en un relato mayor, ya que, a la postre, resultaría contraproducente al dificultar en exceso la lectura. Por otro lado, el alarde de imaginación y gamberrismo de la trama es simplemente genial. Me parecería un excelente relato para un recopilatorio de Ciencia Ficción o Fantasía, pero, puestos a escoger me quedo, con “La importancia de hacer la cama”. Hasta aquí mis primeras impresiones, Juan Carlos |
Sin dudarlo ni un segundo, de esos tres me quedo con "La Importancia de Hacer la Cama". Ese relato me marcó en su día, lo vi no solo como excelentemente escrito sino como profundo y conmovedor. "Cazafantasmas" es más original que bueno, a mi parecer. Y "Duende"... la verdad, no entiendo como Daniel lo ha puesto ahí, creo que tiene cosas mucho mejores. No está nada mal, pero al lado de "La Importancia de Hacer la Cama", yo pienso que no hay color. |
Cazafantasmas es solo un ejercicio de técnica, no le ví más. Me gusta mucho más Duende que La importancia de hacer la cama. Me gusta que ocurran cosas (con sentido, claro) Me gusta que me distraigan mientras me cuentan algo con seso. Soy del gusto de bizarro: transmitir tedio o rutina no requiere reflejarlo así en el lector. Aunque eso mismo le dijeron a Proust con su magdalena. |