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r2-d2
Mensajes: 3.171
Fecha de ingreso: 26 de Diciembre de 2008

XXXVI Certamen de Relatos: LA IRONIA

20 de Junio de 2010 a las 22:05
Por poderes del MdC entrante, abro la siguiente edición, que ha de trata de LA IRONIA.

Quizás Indiana quiso decir "Ironía". Quizás pide relatos en tono irónico. Quizás pide relatos que traten seriamente de la ironía. Yo solo puedo aclarar esto:

ironía.

(Del lat. ironīa, y este del gr. εἰρωνεία).

1. f. Burla fina y disimulada.

2. f. Tono burlón con que se dice.

3. f. Figura retórica que consiste en dar a entender lo contrario de lo que se dice.


r2-d2
Mensajes: 3.171
Fecha de ingreso: 26 de Diciembre de 2008
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  • 20 de Junio de 2010 a las 22:14


Solo pueden pasar por aquí IndianaVelarde y quien sepa la codiciada contraseña de "concursoderelatos"
indianavelarde
Mensajes: 799
Fecha de ingreso: 19 de Febrero de 2010
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  • 21 de Junio de 2010 a las 14:12
cita de R2_D2

Solo pueden pasar por aqu IndianaVelarde y quien sepa la codiciada contrasea de "concursoderelatos"
Bueno, pues tras diversas vicisitudes, ya estoy aqu. Agradecer a todos los que me han votado y a los que no. Al igual que en la edicin anterior, no creo merecer los laureles, pero ya que los tengo, pues pa mi. En cuanto al tema propuesto, la inspiracin proviene de una de las mximas que mayores cotas alcanza en este foro; es decir, la expresin "no has sabido captar la fina irona de mi comentario" suele ser habitual para disculpar exabruptos momentneos, as que no vayis a decirme que no sois capaces de escribir un relato irnico....al lo del montepo
concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 22 de Junio de 2010 a las 10:02

DI VITORIA

Existe cierta verosimilitud en cada testimonio. Si bien no podemos extraernos a la consideración de que, la fantasía y la reconstrucción del recuerdo que hacen los testigos de un acontecimiento, se asemeja a la restauración de un mueble, cuando recibe capas sobre capas de imprimación.

PRIMERO

El concierto de Los Hopper Nopper, se convirtió en el acontecimiento del año, antes de que la tinta de las entradas llegara a los almacenes de la imprenta. Donovan Christie, el guitarrista y principal follamigo de Paloma Di Vitoria, mantenía un feroz control sobre la comunicación y los actos de presentación del grupo. «La exposición es una inversión», era su mantra. Asistieron los periodistas que habían logrado adquirir los derechos de retransmisión durante una puja ciega celebrada en el mismo hotel donde ellos se alojaban.

La música embrujó durante la noche del jueves a varios miles de fans, que aportaron cerca de un millón de euros a las arcas de los organizadores. El veinticinco por ciento para los artistas. Por fortuna, el abogado a quien sustituiste como defensor de “Di Viqui” —como la llamas en tus fantasías—, desconocía este hecho, por lo que se conformó con unos billetes y la certeza de que el caso estaba perdido. Olía a condena. La cantante y líder carismático del movimiento de indefensión cósmica, Cosmic Helplessness, corriente filosófica que propugna el aprovechamiento de los cuerpos sin condiciones, había recibido, en su camerino, al ganador de un concurso de tv, con el resultado que mostraba el informe forense, del que se leyó un resumen durante la primera sesión del juicio:

«Desgarros y abrasiones sagitales en el glande, producidas por la masticación reiterada y metaconsciente con los caninos y premolares, como la que se realiza al repelar un hueso, que afecta a los cuerpos cavernosos del primer tercio. Desprendimiento del miembro de sus tegumentos basales del suelo de la pelvis y cortes de profundidad media provocados por incisiones espejo de las que suceden al arañar la tierra con uñas resistentes. Restos de nata y chocolate en la raíz de los pendejos del tercio inferior. Torcimiento de la vena bulbouretral, por estrujamiento. Deterioro generalizado del miembro con pérdida de la función eréctil en un 75 por ciento. Micción futura por derivación catetérica de la vejiga hacia el muslo.»

Al terminar el relato de las condiciones médicas que arrostraba el eximio televisivo, pensaste que al tipo le iba a quedar una morcilla estrujada en lugar de un nabo y que se vería condenado a orinar por el impostor miembro, con cierta impostación futura. Tuviste que girar la cabeza para evitar mostrarte, conteniendo la sonrisa. Las caras del Jurado, a la contra, mostraban un gesto de repugnancia o dolor, según el sexo de cada miembro.

Habías considerado una defensa difusa. que sembrara dudas entre ellos y uno de tus colegas apuntó hacia el psicoanálisis, arguyendo que la chalada bien podía sufrir de algún arcano trastorno, provocado por abusos o cualquier otro acontecimiento padecido durante la infancia. Te atrapó la idea de contar con un psiquiatra y diste con alguien que argumentó sobre la teoría del pecho bueno y el pecho malo.

«En esas circunstancias, la bebé se enfrenta a la dicha de la leche y al oprobio de la denegación; una teta fluye mientras que la otra rehúye; el estadio hedónico se desvanece, apareciendo el paranoico, acompañándole de recuerdos ancestrales, devastación hormonal y rabia.

La bebé apresa el pezón y lo retuerce entre las frágiles mandíbulas, ávidas de leche. Si la situación se enquista, si el sadismo natural que acompaña a la maternidad, tan castrante para la libertad de la madre, fracasa en su búsqueda de salidas, la conducta infantil se prolonga más allá de la adolescencia, como queda demostrado al someter a hipnosis personas que muerden los polos en lugar de chuparlos.

La fantasía de destrucción del pecho malo se generaliza hasta el miembro masculino, como la fobia al ascensor se convierte en fobia al avión, al capirote en Sevilla o al ataúd y el enterramiento posterior.»

Para redondear la insensatez de las argumentaciones, convirtiendo una mentira en verdad, a fuerza de repetirla, hiciste distribuir una bolsa de polos tuttifrutti, de Camy, entre el público, jurado y demás presentes. La fiscal se negó a someterse al escrutinio. El juez adujo indisposición gástrica para ausentarse durante el tiempo que duró el receso que se impuso.

En los pasillos del Palacio de Justicia cada quien miraba en todas direcciones, buscando mordiscos por los que recriminar a los presentes. Las más de doscientas personas reunidas chupaban y chupaban el refresco como en la sala de espera de un casting de actrices para la futura película de culto de Gerard Damiano.

Tu alegato último, precedido por el que hizo la fiscal, fue mejor que los anteriores.

«Di Vitoria sigue un régimen líquido, para evitar las indisposiciones de última hora en los conciertos, porque sufre de colon irritable. La presión mediática impide que los héroes actuales se muestren con franqueza.

La dicha que pregonan se sustenta en una montaña de sinsabores, acumulados en una imaginada mochila, con ajuste lumbar, que les presiona las suprarrenales, liberando corticoides en las escenas de su vida, cada vez más estresante.

El mundo gira en derredor y la estrella se ve impelida a cometer los actos que la jauría humana le exige, para mantener elevadas sus propias descargas adrenérgicas.

En ese estado de euforia, cualquiera puede cometer una locura o conteniendo el impulso, sustituir el acto imperdonable por algo socialmente tolerado, como morder un helado o patear a alguien durante el trance que produce el baile.

Di Vitoria, seguramente mantuvo el estado de excitación hasta llegar al camerino, donde, en lugar de un ramo de lavandas y un abrazo sincero, que la hubieran calmado, recibió la visita del premiado, otra víctima del oropel y la fanfarria circense, con quien decidió comulgar en ausencia del loor de la multitud.

Presa de la enervación, se sometió a la conducta lasciva de su partenaire, cayendo seguramente en un estadio preconsciente, en una ensoñación, donde los pechos de los que nos habla uno de los peritos y el pene del afectado intercambiaron sustancia, contribuyendo a que se desencadenara la desgracia.

Di Vitoria, tenía hambre, quizá, si bien lo verdaderamente innegable es que se trata de una víctima, interpretación esta no contemplada por ustedes al iniciar sus reflexiones, desde luego, pero que es una posibilidad que gana enteros en sus mentes, respetados miembros del Jurado, a medida que rememoran su propia conducta alimenticia durante el descanso.

Al final, todos ustedes han mordido el polo. Algunos comportamientos son inevitables.»

No culpable.

SEGUNDO

Ocupar media columna en los principales diarios y acudir a cuatro programas, con audiencia en directo, fueron experiencias concatenadas.

Uno de los socios del bufete te citó para dentro de unas semanas. Lo importante para ti, porque lo esencial es invisible a los ojos, vino después. Di Vitoria quería recibirte, a solas. Se haría eco de todo, en un futuro disco. La compañera de guardería y primaria en el colegio suizo donde transcurrieron tus primeros años; la chica pre púber que desestimó tu invitación para ir al cine; la folladora de instituto que te había rechazado reiteradamente, demandaba tu presencia. No pudiste evitar la excitación sexual; culminarla te fue imposible. El recuerdo era intenso, así que perdiste la erección, al imaginar el estado actual del cipote del ofendido.

Esa misma tarde recogiste los discos de tu diva y el libro de memorias que le habían escrito dos años antes y te presentaste a la hora convenida en el hotel. Donovan, el guitarrista, estaba en el hall y al verte sonrió con una franqueza esquiva y fotogénica, dorándote la píldora a continuación.

Ascendisteis hasta la planta superior, caminando por la alfombra del pasillo y deteniéndoos delante de la puerta de la Suite Real.

Abrió Di Vitoria, desvestida con una blusa de satén blanco que desvelaba los pezones y las aureolas en una especie de juego Cucu ¡Tas! Sus piernas quedaban al aire mientras que el pubis presionaba la seda de una braga, también blanca, formando la pata de camello más deseable para ti.

No te saludó, sino que te besó con ternura mientras se deshacía en palabras de agradecimiento. Trajinaba con tus entrantes y salientes, emboscando su deseo en el tuyo, cuando el pantalón se deslizó hasta tus talones y dos manos se apropiaron de tu batuta, manejando el instrumento con varonil precisión.

Las lamidas sobre tu nabo te dejaron exánime, pero al primer mordisco tu sentido del peligro te advirtió, tarde, de la imposibilidad física de que, quien sorbía tu lengua doblada como un panecillo de lazo, se  estuviera comiendo tu polla.

El grito de horror atrajo al servicio de habitaciones, que no intervino en tu favor hasta que hizo su aparición la gobernanta. Fuiste trasladado al office de la planta, dentro de un carro de lavandería, donde hiciste uso de las toallas para aminorar la hemorragia.

El urólogo que te operó de urgencia, tan comprensivo, se escudó en las posibilidades futuras y en que se ha avanzado mucho en materia de prótesis. Pero advirtió que, hasta dentro de una década, las posibilidades de que sientas un orgasmo se reducen a los juegos rectales.

Aún así, tu cabeza no admite la idea de telefonear a Donovan, para que te dé más por el culo. Quieres que se pudra en la cárcel y para ello evitarás, en la medida de tus posibilidades y de la fiabilidad de tus contactos, que comparezcan los peritos del juicio anterior.

El personal del hotel entró en contradicciones, aseverando unas que el inculpado, Donovan, no intervino y otras que sí. Dos de las camareras de piso afirmaban con convicción que la víctima, tú, se mordía su propio miembro cuando entraron en la habitación de la señorita Di Vitoria para servirle el potito templado que había solicitado.

Y que ella estaba defecando en el suelo, como una cría.

concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 24 de Junio de 2010 a las 19:20

Y LLEGÓ EL DESORDEN.

No sé cómo mi jefe me ha podido recomendar este dentista. Me dijo que era argentino. Los argentinos son los sudamericanos más europeos, pero éste es un puto indio. Menos mal que he sido rápido de reflejos. Según lo he visto le he dicho que sólo quiero una revisión y un presupuesto. Que me mire, pero nada de tocarme. A saber dónde ha tenido las manos.

Estoy deseando acabar y salir de aquí. Me da igual el presupuesto que me dé. Este indio no me va a tocar. En cuanto salga me voy a una farmacia a comprarme un colutorio y, en la primera cafetería que vea, me doy un buen enjuague. Vamos, hombre… para mirar las muelas no hace falta tenerme dos horas con la boca abierta.

�─De momento hay dos caries. Una� aquí y… otra aquí. Esta última necesita una endodoncia. Qué curioso… ¿se ha fijado alguna vez en la coloración morada de sus encías?

Este tío es tonto. Mis encías están como siempre. No me he visto nada raro cuando me he lavado los dientes antes de venir.

Tengo la boca abierta y no puedo hablar. Niego con la cabeza y le pregunto con la mirada de qué idiotez me está hablando.

─No. No se preocupe. No es nada malo. Es un distintivo de raza. Es curioso cómo nos habla la genética.

Este tío es tonto. No debe de llevar mucho tiempo en España. Se va a hartar de ver encías como las mías. Aquí somos españoles, no tenemos encías de indio.

Alfonso Muñoz Fernández. Ése es mi nombre. Un nombre del que siempre me he sentido orgulloso. Un nombre que dice mucho de mí. Alfonso, como los antiguos reyes españoles; Muñoz y Fernández dos apellidos de castellano viejo. Nada de un oficio o una localidad convertidos en apellidos, eso delataría un probable origen de judíos conversos. Nada de Almagro o Alcántara con ciertas evocaciones moriscas. Nada de Expósito o Cruz, apellidos de procedencia inclusera y, por tanto, de dudosos orígenes. Alfonso Muñoz Fernández. Un buen nombre, unos buenos apellidos. Unas raíces sólidas y dignas. Un pasado del que sentirme orgulloso.

En lo político, no soy ni de izquierdas ni de derechas. Soy un amante del orden, un hombre ordenado. Ordenado en mi hogar, ordenado en mi trabajo, ordenado en mi vida. Creo en la buena gestión; la gestión llevada a cabo por gente preparada, con la educación precisa en el ambiente adecuado. La gestión de los que comprenden el significado de la palabra IMPORTANTE. La gestión de los que respetan la vida, el orden social, las raíces de nuestra cultura. La gestión de los que, como yo, saben quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde hemos de dirigirnos.

No soy racista. Los que así lo afirman, no me conocen. No tengo nada en contra de negros, judíos, gitanos o moros. Ni siquiera en contra de los asiáticos, a pesar de estar extendiéndose como una mancha de aceite. No tengo nada en su contra, es cierto. Son demasiados, de eso sí me quejo; tendrían que ser menos. Orden. La inmigración necesita orden. Respeto sus culturas y sus costumbres, pero si están en mi país, quiero que acaten las mías. Yo lo haría si las circunstancias me obligaran a ir a esos países. Mucho tendrían que obligarme, es verdad. Yo no abandonaría mi patria tan alegremente como lo hacen ellos. No soy racista. Quiero que se integren, que vivan como se hace aquí. Y orden. Que no vengan a quitarnos nuestros trabajos, ni a nuestras mujeres e hijas. Orden. No podemos permitir que vengan a introducirnos nuevas formas de delinquir. Si vienen, que vengan a aportar. Deportistas de élite, científicos inteligentes, artistas de renombre y, si sobra el trabajo, mano de obra para las tareas que menos cualificación necesitan. Orden, todo se reduce a una cuestión de orden. No me gustan muchos de los aspectos propios de otras razas en su forma de vida, pero mientras no interfieran en� la mía, mientras se reduzcan a sus círculos y se mantengan dentro de ellos, mientras no intenten superar sus límites y contaminar la generalidad, no tengo problemas con ellos. Cada uno en su sitio, manteniendo el orden. No soy racista.

Los mestizajes son antinaturales, una burla a la voluntad de Dios. Si somos cuidadosos con nuestros animales e intentamos mantener la pureza del pedigree� en la medida de lo posible, ¿por qué no mantenemos ese principio con nuestra propia especie? Es verdad que algunos cruces resultan interesantes, que se pueden mejorar las razas con las mezclas adecuadas; pero si el ser humano ya ha alcanzado un ejemplar válido, sano, inteligente y civilizado, no me parece bien seguir haciendo experimentos. Además, hay mestizajes en los que es evidente que el resultado nunca puede ser satisfactorio. Negros con blancos, por ejemplo, es una mezcla en la que no puedo imaginar qué bonanza se puede obtener. Dios nos dio a cada uno nuestro lugar. Dios estableció el orden.

Mi esposa es española, por supuesto. Se llama Carmen, Carmen López Aguirre. Su nombre es hermoso. Un nombre que rezuma pureza. Un nombre que se puede pronunciar en voz alta y con orgullo.

Vamos a ser padres. Sabemos que va a ser niño. Estoy satisfecho; la naturaleza avala mi sentido del orden. El primogénito, un varón. Ya habrá ocasión para que lleguen las niñas. Antonio. Nuestro hijo se llamará Antonio Muñoz López. Me emociono sólo con pensarlo. Será un niño sano que crecerá en un ambiente óptimo. Será una persona de bien. Sabrá cuáles son sus orígenes, no tendrá dudas sobre lo que es IMPORTANTE. Recibirá una educación ordenada. No cometeré los errores que cometieron mis padres, empeñados en darme una educación anárquica en la que la libertad adquiría unos tintes de importancia totalmente desorbitados, en la que se empeñaban en sobrevalorar la diferencia, en respetar lo no respetable. No, mi hijo no tendrá que esperar a la adolescencia para llegar a conocer a aquellos que me mostraron la importancia de una buena gestión, de un correcto mantenimiento del orden. Mi hijo no tendrá que renegar de sus padres.

Por fin ha acabado el tío éste. Que me dé el presupuesto y a salir corriendo. Puedo aguantar con el dolor de muelas un par de días.

�─Y dígame, ¿quién es de color? ¿Su papá o su mamá? Es muy extraño que el color de su piel sea tan blanco. No suele darse.

¿De qué me está hablando este tío? Además de indio y tonto, ya me está tocando las narices.

�─Ninguno de los dos.

El muy idiota se sonríe. Menos mal que ya me voy y no tengo que verlo nunca más.

Mi mujer me ha llamado, ha llegado el momento. Tengo que ir a recogerla y salir pitando hacia el hospital.

Cinco horas. La matrona parece tranquila. Dice que todo va bien. Carmen es un ejemplo de fuerza y dignidad. No ha dado ni un solo grito, no se ha quejado. Lo único que hace es apretar con fuerza mi mano en cada contracción. Me siento orgulloso de ella. La matrona le ha dicho que empiece a empujar. Así, mi vida, muy bien. Nuestro hijo será perfecto, no podría tener una madre mejor. La matrona me dice que mire, que no me lo pierda. La cabeza de Antonio empieza a asomar. Sí, le veo el pelo. Ya está aquí, ya está aq… ¿Qué coños es eso? La matrona me mira. No puede disimular su sorpresa. Mi mujer se preocupa, ha visto la expresión de nuestras caras.

�─ ¿Qué pasa? ¿Está bien el niño? ¿Qué pasa Alfonso?

La matrona se ha llevado al niño, lo está limpiando. Tranquiliza a Carmen. “El niño es perfecto”, dice. Si pudiera, si no fuera una mujer, le rompería los dientes. Sé que se está riendo aunque su gesto sea serio.

�─ ¿Qué pasa Alfonso? Dime algo. ¡Deme a mi niño!

�─Ya está, ya está. Aquí lo tienes. ¿Lo ves? Un niño precioso y sano. Tres kilos cuatrocientos cincuenta gramos. Cincuenta y tres centímetros. En esta pulserita que le hemos puesto, viene tu nombre; no tengas miedo de que te lo cambiemos. Enhorabuena, padres.
Carmen también ha cambiado el gesto. Mira al niño, me mira a mí, mira a la matrona, vuelve a mirar al niño. Rompe a llorar.

�─ ¡Te juro que no lo entiendo! ¡Te juro que no lo entiendo! ¡Alfonso! ¡Tienes que creerme, yo no he hecho nada malo!

Yo empiezo a entender. Sé que Carmen no me ha traicionado. Es incapaz de una cosa así. Con razón se sonreía el puto indio. Tengo que hablar con mis padres y saber…

concursoderelatos
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  • 25 de Junio de 2010 a las 0:41
El tamao de la irona.

Era una reina. Una autntica reina en el mejor de los sentidos esttico-espacial; una mujer guapa, conocedora de su hermosura y que se mueve consciente del dominio escenogrfico que suscita. Evaatravesel restaurante cabalgando sobre sus tacones y lanzando exquisitos vaivenes de sus caderas a toda la audiencia. Haba ido al servicio y Edu la esperaba en la mesa. Ella haba escogido el restaurante por tres razones; estaba relativamente cerca, al final de la calle Doctor Esquerdo y por lo tanto, desde la colonia del Nio Jess en la que vivan, aunque cada uno en su casa, podan ir andando. Segunda razn, muy importante para Eva, que era un poco manitica con las condiciones ambientales de los lugares en los que se meta; el "Rodizio; conducta ejemplar", as se llamaba el restaurante, tena un saln comedor extremadamente grande y generosamente iluminado por las paredes de cristal transparente que lo separaban del sol de la calle. Mucha luz y mucho espacio entre mesa y mesa; sinpenumbrasni apreturas. Y tercero; era brasileo. No tena mucha lgica, probablemente ninguna, pero Eva estaba emocionalmente convencida de que Brasil era una especie de gran patria para todos lostravestsdel mundo. Desde luego las pginas porno de Internet , que ella visitaba con frecuencia, alimentaban esa opinin, y adems, con su marido, haban estado en Ro de Janeiro media docena de veces en cortos periodos vacacionales. Eva cultivaba cierta pose activista con respecto a lo de su condicin de gnero trans, pero sin excesos y de manera muy glamorosa. Su personalidad coqueta terminaba cristalizando ese activismo en una constante querencia hacia todo lo brasileo. Por eso estaba all con Eduardo en el Rodizio.
-Intenta calmarte, te lo ruego cario.- Se acababa de sentar frente a su acompaante y los ltimos movimientos de dejarse posar sobre la silla los acompas cogiendo con ambas manos los dedos tamborilantes de Eduardo.
-No s que hago aqu, todava no s cmo me he dejado convencer.-
-Ests muy guapo y yo estoy un poco asustada seguro que va a venir?-
-Claro que va a venir, joder.-
-No te enfades conmigo, te lo suplico.-
-Perdona.- Sinti las manos de Eva apretndole la suya con fuerza, sobre el blanqusimo mantel y la mir los ojos, un poco acuosos, ahora. Ella tambin estaba guapa, ms que guapa, estaba soberbia. Y pareca de verdad un poco atemorizada. Por fin, y por primera vez en su vida, iba a encontrarse con una autntica ama.
-Me llam justo antes de que entrramos en el restaurante.-
-Ya lo s.-
-Y estuvimos hablando unos minutos, mejor dicho, estuve unos minutos escuchando lo que Nelly me deca. Nos est observando, desde fuera.-
-Qu?-
-T no te has dado cuenta Eva, pero por el mvil me dio instrucciones precisas sobre dnde y cmo debamos sentarnos una vez que entrramos al comedor.-
-Por qu?-
-Yo no pido explicaciones a mi ama, slo la obedezco.-
-Y qu te orden, Edu?-
-Que ocupramos una mesa al lado de los cristales que dan a la calle y que segn se mira desde fuera yo me sentase de espaldas y t de frente. Por eso saqu la silla y te la ofrec para que te pusieses justamente ah.-
-Con lo caballeroso que haba quedado.-
-S.-
-Obviamente lo de la posicin es, como te dije antes, para poder observarte bien desde el exterior. As que ya est aqu, pero mirndote en la calle.-
Eva levant la cabeza viendo para todos lados de los ventanales y Eduardo le dijo que no lo hiciera y que intentase disimular. Le explic adems queaunqueya le haba dicho a Nelly que era muy guapa y estaba muy buena, lo normal era que no se fiase slo de sus palabras. Si no le gustaba lo que estaba viendo, simplemente, no acudira a la cita y casi con seguridad, de paso, cortara para siempre su relacin con Eduardo.
-Por eso ests tan nervioso, cabronazo, por lo que a ti te toca.- Respondi Eva mientras ergua los pechos, se acicalaba el pelo y sonrea intentando recomponer su mejor pose facial.
-Le has gustado.-
-Qu?-
-Ah est.-
Nelly acababa de entrar en el saln comedor del Rodizio, altiva como una emperatriz; vestido de falda corta negro, sandalias y bolso de piel, negros, una cinta del mismo color recogindole el pelo y gafas muy grandes, tipo Anastasia, y muy oscuras. Su belleza blanca, casi albina, luca cegadoramente envuelta en todo aquello. Fue directamente a la mesa, como quien conoce bien el camino y se sent.
-Cmo debo dirigirme a ella, perro mariconazo?-
-Como a una esclava que desea entrar bajo tu dominio, mi ama.-
-Hola, me llamo Eva, encantada... - Antes de poder terminar la frase Nelly le puso el dedo ndice a Eva en mitad de los labios.
-T te callas. No digas ni una sola palabra ms hasta que yo no te de permiso. Mueve la cabecita para decir que s Has entendido?-
La aludida asinti, entre confusa y amedrentada, pero apretando con fuerza los labios, dando a entender as que no se le iba a ocurrir pronunciar una palabra si no se la dejaba.
-Puta Te puedo insultar?-
Eva volvi a mover la cabeza afirmativamente; miraba a Nelly como hipnotizada.
-Ya se que te puedo insultar, guarra, es ms, si no fuera porque estamos en un restaurante, ahora mismo te abofeteara. Qutate las bragas, el tanga, o lo que lleves, con disimulo.-
Ojos como platos y un "o" mudo e interrogado en su boca. Mir con expresin algo desesperada a Eduardo. Nada. Ya no poda ayudarla, al menos, mientras estuviese en presencia de su ama. As que lo hizo rpido y sin llamar la atencin. Era un tanga, tras quitrselo, lo apret hacindole un ovillo en el puo y alarg el brazo ofrecindoselo a Nelly.
-No quiero cogerlo, quiero asegurarme de que cumples mi primera orden y guardas silencio. Quiero que tengas metido en la boca algo grande que te impida hablar, y lo ms humillante, es que yo te ordene que te metas en la boca tu propio tanga. Hazlo. Ya. Guarra.-
La cara de sorpresa de antes no era nada comparada con la que puso ahora, pero ya no se molest en mirar a Edu. Form una especie de albndiga con la prenda, tom aliento y se la meti. Afortunadamente era un tanga muy pequeo y como lo mantena en el centro, sobre la lengua, no le hizo sobresalir las mejillas.
-Sonre puta.-
Tambin lo hizo, ms o menos.
-Ahora extiende la mano boca arriba sobre la mesa y no la muevas hasta que yo te diga. Voy a hacerte un poco de dao.- Obedeci y Nelly, con la izquierda, le sujet la mueca y con la derecha le puso el tenedor en el centro de la montaita de carne que hay entre la base del pulgar y la lnea de la vida.
-No tengas miedo; las pas del tenedor no son afiladas, apretar con fuerza, para que te duela mucho, pero no se te clavar, no te har sangre. La orden es que no muevas la mano lo recuerdas?-
Otra vez s con la cabeza.
Apret. Y apret. Y volvi a apretar. Durante unos instantes Eva sinti que el dolor se converta en una especie de luz densa que la inundaba la cabeza. Pero no grit ni movi la mano de lugar. Nelly dej el tenedor otra vez al lado de su plato.
-Scate ya eso de la boca y contesta a mis preguntas.-
-Agh... gracias.-
-De qu conoces a Eduardo?-
-Somos muy amigos. Es mi vecino desde hacebastantesaos y desde hace dos tambin es mi amante secreto. Mi marido no sabe nada.-
-Te confiesoqueinicialmente no me gust la idea de incluirte como esclava en nuestras sesiones, sobre todo, porque no se me haba ocurrido a mi, pero despus de verte, la cosa cambia. Eres tremendamente atractiva.-
-Otra vez gracias.-
-Y este sitio est muy bien. No quiero que demos la nota, as que te vas al servicio y all, te vuelves a poner el tanga.-
-Sera una irona.-
-Qu?-
-Llevo una faldita muy corta y ajustada, si me levanto ahora, s que va a ser un escndalo. Vamos, que dara mucho la nota, como t has dicho.-
Pero Nelly no estaba prestando atencin, tena hambre y lea la carta. Cort como se corta con un esclavo la conversacin: "Obedece de una puta vez, guarra".
Y aunque ya poda hablar Eva asinti repetida y compulsivamente con la cabeza y se levant. No slo era cortita la falda, adems, era de tela frgil y ligera, como la seda. Al quedar de pie su pene erecto, mejor dicho, espectacularmente tieso en aquel momento, levantaba por delante la falda, casi completamente, como si tuviese una estaquita de piedra clavada en la ingle, y adems, para colmo, no llevaba tanga. Un autntico espectculo de empalmamiento hermafrodita y transexual. Casi al descubierto. Total.
-Te dijo que sera una irona, mi ama.- Por fin habl Eduardo, sonriendo. Algunos clientes del Rodizio ya se haban fijado en aquello.
-Madre ma guarra, se te ha puesto brillante de puro dura. La tienes a punto de explotar.-
-Irona es expresar algo haciendo o diciendo lo contrario, mi ama.-
-No s tanto espaol, recuerda que soy rumana.-
-Y la ordenaste que fuera al servicio a volver a ponerse el tanga para no llamar la atencin, mi ama.-
-Pues justamente lo contrario.-
-As es mi ama.-
-Como siga ah plantada en medio, y tan empalmada,,, -
-Nos van a echar. Ya est mediorestaurantemirando, mi ama.-
-Guarra.- Nelly chasque los dedos para llamar la atencin de Eva, que mantena la mirada baja, las mejillas rojas y los brazos en la espalda con pose de nia mala. Su falda segua muy alta. Levantada.
-Jams se me haba puesto as.- Murmur.
-Guarra.-
-S?.-
-Basta. Corre al servicio a ponerte el tanga.- Nelly dio una palmada y Eva, reaccion, y corri detrs, de tanta irona desatada.
concursoderelatos
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  • 25 de Junio de 2010 a las 21:27


�� � � � � � � � � � � � � � � � � � � � � � � � � � � � � � DESTINO



-Probablemente exceda de mis atribuciones, pero realmente creo que es necesario hacer hincapié en la necesidad de abordar el tema.

El tema en cuestión era una putada. Robert Estigarribia deseó no estar allí; mentalmente evocó un paisaje verde, salpicado de tejados rojizos y paredes de pizarra... pero no fue suficiente para abstraerse del asunto que se traía entre manos.

-Estamos al límite de nuestras posibilidades. La situación se ha convertido en un asunto de estado. No podemos continuar así. -Un murmullo de inquietud recorrió la sala de reuniones del Instituto Nacional de Empleo. El gráfico situado a la espalda del atribulado directivo marcaba claramente la evolución del desempleo en el país durante los dos últimos trimestres. Estaban a punto de superar el umbral cero, una situación inaudita en la historia contemporánea. A lo largo de toda la geografía estatal, los informes de las distintas delegaciones de empleo coincidían en aquella inusual circunstancia.�

-El Ministro de Trabajo ha sido claro. Hay que hacer recortes en las plantillas... no sólo aquí, en Madrid. Se trata de una reforma del Departamento a nivel nacional. -La inquietud se tornó decepción. Estigarribia recorrió uno a uno los rostros de los inspectores. Pudo leer en ellos el miedo; aquello no podía ser verdad, en un país con un porcentaje de paro que rozaba el cero absoluto, ellos se veían abocados a un brutal recorte de plantilla.

-Como podréis entender, lo lógico es que empecemos con los niveles superiores. Tal vez si eliminamos varios cargos jerárquicos... ya me entendéis, de esos que no afectan demasiado al funcionamiento del Departamento, consiga contentar al Ministro.


La cafetería estaba abarrotada. Las conversaciones entrelazadas de modo incoherente formaban un remolino ininteligible que revocaba en las paredes del local, como si de una caja de resonancia se tratara.�

-¿Qué te parece? -Estigarribia fue directo al grano.

-Que me va a parecer, una putada. -Julián Legazpi y él eran paisanos, de San Sebastián, o mejor Donosti, que era como solían referirse a su ciudad natal en la intimidad.

-Pues sí. ¡Camarero, una de bravas! -Echaba de menos el chacolí con sus compañeros de la sociedad gastronómica, los almuerzos interminables en la balconada frente al Monte Igueldo y los chupitos de orujo después del café. Maldita la hora en la que aceptó aquel empleo. Él se conformaba con ser un oscuro funcionario adjunto a la Consejería de Presidencia del Lendakari; eran otros tiempos. Tiempos convulsos, tiempos de huelga general y crisis económica galopante. La tasa de paro era insostenible y se hacía necesaria una política de mano dura, de contención. Él era el hombre adecuado para dichas políticas, nadie mejor que él para afrontar la contención del gasto y la ansiada recuperación económica.�

Podía afirmar sin temor a equivocarse que había llevado a cabo la labor encomendada con total efectividad. De eso no cabía la menor duda; sólo hacía unos meses que Su Majestad el Rey le había concedido la Medalla de Oro del Trabajo. Su familia había asistido a la ceremonia de imposición... tan sólo dos semanas después Edurne le abandonó. Le dejó unas letras sin mucho sentido sobre el aparador Luis XVI de su estudio en Nuevos Ministerios. Así fue como se enteró de que había estado follando con uno de sus escoltas durante los dos últimos años. A Edurne siempre le habían gustado los uniformes, en eso al menos había sido coherente.�

-¿En qué piensas? -Interrogó Julián con aire preocupado. -¿No estarás pensando en mi para los dichosos recortes? Macho, somo paisanos, no puedes hacerme esto... -Comenzó a quejarse.

-No, no te preocupes. Tu puesto está a salvo. -Julián suspiró aliviado, levantó la jarra de cerveza, hizo un brindis al infinito y se la echó al coleto casi sin respirar.�

-Por nosotros, una equipo insuperable. -Manifestó con una sonrisa de oreja a oreja.�

-Sí, por nosotros. -Contestó Estigarribia con aire taciturno.�


La noticia ocupó la primera página de todos los periódicos de tirada nacional del país. El Director General de Empleo, Robert Estigarribia había presentado su dimisión irrevocable ante el Ministro de Trabajo. La situación insostenible del Dirección General de Empleo, incapaz de mantener el gasto público que suponía el funcionamiento del Departamento, y la necesaria reestructuración que demandaba el sector, le habían obligado a tomar la decisión de renunciar a su cargo. Él suyo sería el primer alto cargo afectado por los recortes de empleo.


Una semana después Robert Estigarribia estaba sentado cómodamente en una tumbona en la playa de La Concha. El mar estaba algo revuelto y un grupo de nubes tontorronas amenazaban tormenta en el horizonte. El verano estaba terminando, apenas algunos turistas despistados caminaban por la orilla con los pantalones remangados. Tanteó a ciegas junto a él hasta que su mano tropezó con la cubitera. Al sacar la botella el hielo emitió un musical quejido. Llenó su copa y paladeó el líquido entre los labios. El Monte Igueldo parecía un gigante afable que le miraba desde lo alto. Una niña pequeña jugaba con la arena a su alrededor.�

-Ten cuidado, Edurne. No te vayas a tragar una concha.�



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  • 26 de Junio de 2010 a las 13:59
FELICIDAD INMUNDA

Sentado en la butaca, frente al viejo televisor, solo en su mugriento apartamento, pequeño, sucio, incómodo. El olor putrefacto de la basura que hacía días que debería haber sido tirada le acompañaba. Algunas cucarachas correteaban juguetonas por el suelo de la cocina. Nada de esto parecía importarle. Nada de esto parecía molestarle.

Ocho horas había trabajado ese día, ocho horas atornillando a ritmo constante. Ocho horas en la cadena de montaje. Ocho horas siendo un miembro productivo, pero ineficiente y prescindible de la sociedad.

Sentado en la butaca, frente al viejo televisor, con una hamburguesa entre sus manos. El sudor acumulándose en su frente mientras su corazón se esforzaba por seguir latiendo, respirando con dificultad por culpa de su incipiente sobrepeso, su obesidad. Abrió la boca. Una colección de dientes amarillentos y caries aparecieron. El hedor de su aliento inundó la ya cargada atmósfera. Con gula y deseo pegó un mordisco a la hamburguesa... otro le sucedió, al que siguió otro.

Una sonrisa bobalicona se dibujó en su cara. Parecía feliz. Era feliz. Su trabajo era una mierda, su casa un vertedero, vivía en la inmundicia y con recelo sentía que encajaba muy bien allí… pero, en esos momentos, era extrañamente feliz.
concursoderelatos
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  • 26 de Junio de 2010 a las 21:36

El Soldado Caido

A los nueve años, Ernesto aprendió de su padre, que este mundo es una puta bola llena de dientes que puede morderte si no le haces frente. Dientes en forma de Negros, Sudacas y Maricones. A los doce años, se enfrentó por primera vez a este dichoso mundo dando palizas a sus compañeros de colegio. Aquellos a los que simplemente juzgaba por los comentarios venenosos de otros niños que los calificaban de mariquitas. A los dieciséis, sabía que estaba preparado para romperle los dientes a este puto mundo inundado de seres inferiores.

Ernesto nunca andaba solo por las inquietantes calles de Madrid. Julio y Antonio, eran sus más fieles camaradas. Aunque había más soldados como él, más luchadores que entendían perfectamente las necesidades de esta sociedad. Evidentemente, con dieciséis años, sabían que el resto del mundo estaba equivocado, y que solo unos pocos eran poseedores de la verdad.

Como cada noche de cacería, repetía el ritual que le enorgullecía y reafirmaba en su posición de soldado de la patria. Los pantalones vaqueros, quedaban por dentro de unas botas de corte militar. La chaqueta, negra, cubría una sudadera también negra, donde una esvástica de color roja, franqueaba el pecho. Cabeza rapada y patillas largas con los primeros pelos de una barba joven, cumplimentaban la imagen que se reflejaba en el espejo de su cuarto.

Varias horas después de haberse reunido y planeado la estrategia, Ernesto, Antonio y Julio, llevaban varios minutos persiguiendo a una pareja de Gays a los que habían visto besándose en los alrededores de la casa de campo. Aquellos portadores de enfermedades eran realmente escurridizos. Tras varias carreras, consiguieron acorralarlos en un callejón sin salida. Los golpes y los insultos cayeron sobre aquellos engendros como una intensa lluvia de invierno.

Tras el subidón de adrenalina, los tres jóvenes soldados se abrazaron junto a los cuerpos destrozados de aquellos hombres. Ninguno de los dos se movía, Ernesto los miraba con una mezcla de orgullo y superioridad cuando las sirenas de policía rasgaron el silencio inmaculado del callejón. Los jóvenes corrieron, separándose para tener más posibilidades. Habían conseguido huir del lugar, sin embargo, media hora más tarde, la policía interceptó a Ernesto antes de que pudiese llegar a su casa y limpiarse la sangre que manchaba sus pantalones.

El juicio fue rápido, Ernesto, fue declarado culpable de agresión con tentativa de homicidio. Sus camaradas nunca fueron juzgados, se declaró como único culpable de los hechos, y la policía nunca llegó a reunir pruebas contra sus colegas.

La monotonía del centro de menores era bastante aburrida, solo la rompía las continuas agresiones de Ernesto hacia otros internos. Sabía que tenía que ser muy malo para dormir solo, eso también lo había aprendido de sus camaradas. La única causa de alegría que había encontrado en aquel tugurio, era Elena, una monitora preciosa que se interesaba muchísimo por él. Por las noches, entraba en su habitación de aislamiento, y hablaba con él sobre los motivos por los que estaba encerrado. Estaba realmente colada por él, Ernesto estaba seguro. A veces, se colaba en su habitación con Julián, otro monitor con el pelo largo y barba de tres días que nunca crecía más allá de donde estaba.

Aquella noche, Elena, había estado sola con él en la habitación, sintió tentaciones de besarla, pero la valentía que demostraba en las calles se convertía en vergüenza delante de las chicas, hasta tal punto, que nunca en sus dieciséis años había estado con ninguna mujer. La monitora se marchó, y el sueño le venció pasada la media noche.

El sueño comenzó a volverse agitado, abrió los ojos sobresaltado por el calor que sentía en su polla. Una mano suave, le masturbaba lentamente, con una maestría inigualable. Arrodillada junto a la cama, a la altura de su pene, solo podía distinguir la figura de Elena como un bulto en la oscuridad, que se inclino hacia adelante… el calor y la suavidad de su boca, envolvieron el glande de Ernesto, que no pudo evitar lanzar un suave gemido, era la primera vez que se la chupaban. Estiró las manos y comenzó a acariciar la suave melena de Elena, mientras la cabeza seguía moviéndose con gran destreza, succionando su polla. Sus manos, avanzaron lentamente por la melena. Un escalofrío recorrió su cuerpo, su corazón se aceleró aun más… Al llegar a la cara, acarició una barba de tres días que le arañó suavemente la mano… No pudo hacer más que seguir acariciando a aquel hombre hasta que derramó todo su semen.

Desde aquella noche, cada vez que Julián tenía guardia en el Centro de Menores, las noches se convertían en autenticas sesiones de sexo desenfrenado. Con el tiempo, llegó el sexo anal, ayudados por el suave tacto de los lubricantes que Julián traía de la calle. Elena, pasó a un segundo plano, Ernesto se dio cuenta de que no se sentía atraído por ella.

Sin previo aviso, Julián desapareció del internado. Ernesto, no se atrevía a preguntar por él. Pasaron dos meses, y ya no podía aguantar más la espera, las pajas no eran lo mismo. Se armó de valor y decidió hablar con Elena después de la cena.

-       Elena, ¿Qué ha pasado con Julián?.

-       Bueno, es algo personal, Ernesto.

-       Me gustaría saber si le ha pasado algo, ya sabes, era buena gente…

-       Verás, Ernesto, Julián está de baja. Lleva varios años luchando inútilmente con el Sida, y ha empeorado. – La cara de Ernesto no podía ocultar como el miedo iba calando todo su cuerpo.

-       ¿Es… estaba enfermo?, ¿Con Sida? –La voz temblorosa de Ernesto, hizo que la cara de Elena se llenara de satisfacción.

-       Sí, querido Ernesto, ya ves… como sueles decir, era un puto maricón portador de enfermedades; Por suerte, los machotes como tú, no deben preocuparse por estas cosas, ¿verdad? – Elena no pudo reprimir sonreír abiertamente.

 

El rostro de Ernesto palideció, corrió a su cuarto de aislamiento, y se sentó en el suelo mirándolo fijamente con la cabeza entre las manos. Las lágrimas no tardaron en brotar de sus ojos, ojos de niño indefenso ante un mundo que tenía controlado. Un mundo al que iba a romperle los dientes, y que sin avisar, le había mordido enseñándose con él.  

 

concursoderelatos
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  • 27 de Junio de 2010 a las 0:23

ASUNTO DE NEGOCIOS


En la pantalla de la televisión la mujer hablaba de presupuestos y nuevos planes de inversión pública y todos� la escuchaban atentamente. Explicaba a la audiencia que la etapa, en ese momento, era dura económicamente hablando.� Benito Sagasta la miraba, sentado plácidamente en el sofá del salón y solo conseguía verla tal como siempre la recordaba: desnuda sobre la hierba fresca de verano, en un anochecer de luna llena. En aquel tiempo era hermosa hasta decir basta y además resultó ser una perfecta amante desinhibida y activa, original precisamente porque entonces las mujeres apenas dejaban que se acercaran a ellas. Marta Villalba sabía lo que quería y la forma de conseguirlo y era muy diferente a la mayoría de las mujeres de su época.

La había conocido cuando ambos aún eran jóvenes. El acababa de terminar la carrera y trabajaba en la empresa familiar. La primera vez que la vio portaba una pancarta de protesta en uno de los piquetes situados delante de la fábrica durante las huelgas de los ochenta, acompañando a su padre, trabajador en la cadena de producción.� Sintió una necesidad imperiosa de conocerla e hizo todo lo posible porque así fuera. Ella estudiaba Ciencias Empresariales en Madrid y trabajaba sirviendo combinados en un pub de moda, le faltaba poco para acabar la carrera y pensaba irse a EEUU aunque fuera solo por un año. Necesitaba una beca y para conseguirla estudiaba mucho. Por aquellos días pasaba las vacaciones en casa de sus padres.

�Se vieron el resto del verano casi a diario. Al principio no era más que un entretenimiento en un lugar donde apenas había otros. Ella tenía una conversación amena, era divertida y parecía una joven sencilla y además era muy guapa. Iban a las afueras a nadar en el río, pasaban horas sentados a la sombra hablando y hablando y el se extasiaba viendo brillar su cabello, atravesado por los rayos del sol. A veces salían a tomar una copa y bailar; cuando rodeaba su cintura se sentía volar. Acabó soñando con ella a todas horas y deseándola ardientemente.

Pero no le resultó fácil, fue casi al final del verano y después de prometerle amor eterno. Aquella noche en la ribera del río, con el cielo estrellado sobre sus cuerpos desnudos tuvieron el encuentro más maravilloso que él pudiera recordar. Para ella no fue el primero, como él había supuesto; quizá fue por eso o porque tenía una sabiduría natural para el sexo, o tal vez porque lo disfrutaba libremente, pero él quedó deslumbrado. Nunca pudo borrarlo del todo de su cabeza.

A pesar de su prohibición para que lo hiciera (no quería distracciones, le dijo) la buscó en Madrid durante un tiempo, vigilaba si volvía a casa de sus padres los fines de semana, la esperaba en las navidades y en los veranos. Uno de ellos, por fin llegó de nuevo y él sintió que todo su cuerpo se revolvía entre emociones extrañas. Volvieron a los paseos y las charlas, pero esta vez ella no quiso saber nada de más intimidades. Había madurado, ahora era una mujer consciente de lo que valía y sabía utilizar sus armas sabiamente. Trataba de conquistarle pero no daba un paso más allá. El estaba ya conquistado desde hacía tiempo y en aquel momento completamente loco por ella, por eso le prometió todo lo que deseara. Le pidió que se casaran y el accedió.

Cuando sus padres se enteraron de que salía con la hija de uno de sus obreros y que pensaba casarse con ella, pusieron el grito en el cielo y comenzaron una guerra sorda para convencerle de que aquello era una locura. No parecía cosa de estos tiempos, pero creían que ella no sabría estar a la altura de lo que él necesitaba para su vida social, para las reuniones de trabajo cuando tuviera que ir acompañado o en los compromisos familiares, aunque fuera tan lista como él decía. Le hablaron de sus obligaciones para con la familia, su responsabilidad con la Fábrica y también de otra unión más interesante. El ya sabía que entre ellos todo se hacía en función de lo que era más conveniente para aquella especie de clan. El era hijo único, heredero, comprometido sin remedio con todos.

Así que se casó con Isabel Hurtado, hija del dueño de las Empresas Hurtado y vivió una vida tranquila y aburrida, no muy diferente a la de la mayoría de la gente en aquella ciudad.

Ahora, viéndola a ella en la televisión, madura, rubia teñida en mechas, las gafas de diseño y las manos finas y arregladas moviéndose enfáticamente para reafirmar sus palabras, volvía a recordarla entre sus brazos.

Durante años había apartado de su cabeza cualquier recuerdo de ella. Se decía que había hecho lo correcto. Pero aquel día al verla allí, jurando su cargo de Ministra de Economía en el nuevo gobierno socialista, de pronto se sintió cansado y decepcionado, con el peso del orgullo de su familia descansando sobre sus espaldas y la sensación de que la vida le había gastado una broma pesada.




Don Benito Sagasta consultó, una vez más, su reloj y miró impaciente a la joven que hablaba por teléfono en la mesa de recepción de aquella Oficina. Había pasado media hora desde que habían llegado y empezaba a impacientarse, no estaba acostumbrado a que le hicieran esperar. Finalmente un hombre abrió la puerta y les pidió que pasaran. Entraron en un gran despacho muy bien amueblado, sin lujo pero con carácter, daba impresión de solidez y seriedad. Les invitó a sentarse y desapareció por la puerta lateral. Don Benito echó una ojeada general; detrás de la mesa la bandera española y la de la Comunidad de Madrid hacían guardia a una fotografía de buen tamaño del Rey, sobre ella� carpetas y papeles ordenados en diferentes montones, un ordenador portátil a un lado y una bandeja repleta de documentos al otro. Volvió a consultar su reloj�� …� tres cuartos de hora.

- Haremos esperar a tu madre demasiado – se volvió hacia su hijo que se frotaba las manos nerviosamente.

- Buenos días – escucharon de pronto - ¿cómo están ustedes?

La mujer había entrado, silenciosamente, por su espalda y con una sonrisa en la boca extendía su mano para saludarles.� Ellos se pusieron de pié rápidamente y al volverse la vieron, radiante, eficaz, orgullosa de sí misma.

- Buenos días, Marta – saludó Benito estrechando la mano que se le tendía – ¡Cuanto tiempo sin verte!

- Tienes razón, cuando he visto vuestro nombre en mi agenda han vuelto a mi cabeza viejos recuerdos que ya había olvidado. Te veo muy bien. Pero vayamos a lo que os trae por aquí, mi agenda va tan apretada que no puedo perder ni un minuto.

- De acuerdo – dijo Don Benito sentándose de nuevo a una indicación de la mujer – veníamos a ver si, teniendo en cuenta la vieja amistad que nos une a usted y su padre, podría hacer algo para solucionar los problemas que han surgido de pronto con los permisos de exportación importación de nuestra empresa ya que, aunque lo hemos intentado por otros medios, las puertas se nos han ido cerrando una a una. Usted es nuestro último recurso y el más importante. Creemos que, siendo de la misma ciudad, podría interesarle, teniendo en cuenta que la fábrica es el principal soporte económico para la misma y que mi hijo y usted son viejos amigos. Le estaríamos muy agradecidos si pudiera ayudarnos para solucionarlo y encontraríamos la manera de compensarle.

Benito Sagasta hijo notaba cómo su cara ardía, no era capaz de mirar a Marta a los ojos, se sentía minúsculo, avergonzado.

- Bueno, Don Benito, déjeme sus papeles sobre la mesa y veré que puedo hacer después de verlos.

Se puso de pié, volvió a estrecharles las manos y desapareció tal y como había llegado, altanera y con una sonrisa irónica en sus labios.

- Acompañe a esas personas a la puerta – le dijo a su secretario – y después eche a la trituradora los documentos de la carpeta azul que está sobre la mesa. No estoy para ellos ni para nadie relacionado con su empresa, ni ahora, ni nunca. Encárguese usted de ello.

Esperando al taxi, delante del gran edificio del Ministerio, los dos hombres apenas se miraban.

- ¡Quién iba a imaginar que la hija de un obrero iba a llegar a Ministra! – dijo don Benito.

- Sí, le respondió su hijo. ¡Quién lo iba a imaginar!

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  • 28 de Junio de 2010 a las 17:05

CADÁVER DE CUCARACHA


��� Un revuelo alborotado se expandió por toda la ciudad tras el frustrado atentado al alcalde. Nadie vio nada. Aquella bala pareció nacer en el aire con el único fin de reventar la cabeza del gobernante. No lo consiguió. Un leve movimiento le salvó la vida. La bala impactó en su hombro, causándole una herida dolorosa, pero no mortal. Presidía la procesión del Patrón de la ciudad y los lugareños habían inundado la plaza de cabezas y vítores. Aquel día siempre fue el más emotivo de la ciudad, la festividad que todos esperaban. Pero el día del atentado cambió aquello para siempre. Por más que pasaran los años, todos recordarían durante la procesión que tal día como aquel quisieron matar al alcalde.


��� Tras la estampida inicial, los policías que controlaban el acto fueron incapaces de mantener el orden. La plaza parecía un hormiguero destrozado por un niño, con movimientos incongruentes queriendo salvar unas vidas que no peligraban. Sólo una bala sobrevoló el aire, y erró su objetivo.

Calabozo De La Comisaría – De Madrugada – Tres Días Después Del Atentado


Ojeroso, con los ojos enrojecidos, la mano temblorosa y la pierna izquierda insistente en su contoneo. Sólo él en aquella estancia grisácea y húmeda en la que no querría vivir ni la más asquerosa de las cucarachas. En los años 70 así eran los calabozos en ese país. La puerta se abrió y entraron dos policías vestidos de calle. Mínguez: de unos 45 otoños, robusto, capaz de matar a un caballo retorciéndole el cuello. Y Toledo: de unos 50, canoso, flaco como un galgo y con los ojos más inquietantes de todo el departamento. Se dirigieron al detenido como dos halcones a su presa. Mínguez le agarró del cuello de la camisa y se lo llevó hacia la pared, donde le elevó como si fuera un bebé.
-¡Hijo de la gran puta!
Y el guantazo que se esperaba no llegó aún.
-¡Hijo de la gran puta!
No se atrevió a preguntarle si eso era lo único que iba a decir en toda la noche.
-¿Firmarás la puta declaración o te la voy a tener que sacar a hostias?
-¿Cómo voy a inculparme de algo que no he hecho?
No pudo esquivar el puñetazo en su mandíbula.
-¡Hijo de puta! ¡Más de diez personas te escucharon decir “Sí, claro, yo disparé al alcalde”! ¿Y aún sigues teniendo las pelotas para negarlo ahora?
Toledo observaba la escena divertido, como el espectador de un vodevil.
-Yo no dije eso, yo dije: “Siiiiii, claaaaaaro, yo disparé al alcaaaaalde”.
-¿Me tomas por imbécil?- Y después del insulto llegaron cuatro puñetazos más.
-Lo… lo dije… lo dije irónicamente. ¿No entienden?
La respuesta del detenido encolerizó si cabe más al forzudo policía, el cual, pese a sus músculos, devolvió al reo al suelo al sentir sus brazos cansados.
- Siéntate, coge la pluma y firma la declaración.
-Señores… ¿Pero es que nadie me entiende? Yo estaba con unos amigos en ese bar… Estábamos de juerga y salió el tema del atentado al alcalde. Uno de ellos me dijo “¿A que al final va a ser tú el que disparó al alcalde?” Pero en tono jocoso, se entiende… Y yo respondí, con ironía… y ahí está el matiz… respondí: “Siiiií, claaaaro. Yo disparé al alcaaaaalde”. Pero alargando las vocales. ¿No me entienden? ¡No era más que una broma!
-¿Y la pistola hallada en su casa también es una puta broma? Y, queeee casualidaaaaad, un arma con idénticas balas a la que sacamos del hombro del alcalde. Y…queeee casualidaaaaad, que su arma había sido disparada esa mañana. ¡Y lo digo así, alargaaaaando las vocales!- dijo Mínguez mientras Toledo parecía a punto de aplaudir.
-La pistola… joder. A ver si me entienden. Es verdad, tengo una pistola, la heredé de mi abuelo. Y sí, disparé esa mañana, pero fue antes de la procesión y fue a una rata que vi en mi patio. Eso es todo.
-Por no hablar de los cinco testigos que le vieron a menos de cuatro metros del alcalde en el momento en el que se produjo el disparo.
-¡Habría doscientas personas alrededor del alcalde y a menos de cuatro metros de él! ¡Yo era uno más! ¿Pero es que no entienden? Yo soy un hombre pacífico, patriótico, cumplo con el país y tengo mi panadería, ¿por qué iba a querer yo cargarme al alcalde? ¡Si pudiese votarle… le votaría!
Mínguez y Toledo se miraron y entre ellos se entendieron a la perfección. Bastó una leve elevación de la ceja de Toledo para que su compañero se fuera hacia el arrestado con todas sus ganas. De nuevo le separó los pies del suelo.
-¡La próxima vez que nos tomes por estúpidos será mi bala la que atraviese tu hombro! ¡O tus cojones! ¡Firma la declaración! No hay más que verte para ver que eres culpable, y el juez no tardará ni cinco minutos en sentenciarte de por vida.
Le depositó sobre tierra y, al posarse, se dejó caer al suelo, derrotado.
-Ustedes… ustedes sólo quieren un culpable… lo haya hecho o no, ¿verdad?- dijo, y después escupió sangre.
-¡Anda, Toledo… el reo le echa cojones!
-Es… lo que ocurre siempre. Detenéis al primero que pasa y así os quitáis la presión. Lo que menos importa es quién apretó el gatillo, ¿no es así?


Mínguez resolvió su atrevimiento de la única manera que sabe hacerlo. Apartó la silla y comenzó a darle patadas por todos sus miembros. El detenido estaba recibiendo la primera paliza de su vida. Jamás se había enfrentado físicamente a alguien, ni siquiera de adolescente. Su cuerpo estaba experimentando una nueva sensación: el dolor intenso, un dolor repartido en distintas partes que acaban por unirse y convertirse en un dolor único. Las piernas del policía no se cansaban en su tarea de dejar inconsciente al panadero que a mala hora decidió presenciar la procesión del Patrón. Aunque… era algo que hacía desde chaval, y las tradiciones están para cumplirlas.
��� Su cuerpo quedó inerte en el suelo del calabozo, como el de una cucaracha asfixiada. Mínguez no fue capaz de frenarse. Ni siquiera supo controlar la intensidad de sus golpes. No era la primera vez que mataba a un detenido en ese calabozo. Sus superiores se lo permitían porque en su haber tenía un buen número de delincuentes peligrosos detenidos y, porque aquellos que morían, ocupaban en su escala un nivel tan bajo que no merecían ninguno de los mínimos derechos del ser humano.
��� El panadero fue ocultado en el bosque, a dos metros bajo tierra. No era el único ni el último en ver sus huesos en aquel rincón arbolado. La policía no dio explicaciones de lo ocurrido. Argumentaron que el detenido fue liberado por falta de pruebas y que no se responsabilizan de lo que le ocurriese después.

Comisaría De La Policía – Por La Mañana – Un Mes Después Del Atentado

Mínguez ojea el periódico mientras Toledo le observa con curiosidad. El primero se retuerce en la silla al leer una noticia concreta.
-Detenido el hombre que atentó contra el alcalde. Se trata de un cuñado del gobernante de la ciudad,�el cual decidió acabar con su vida por motivos familiares. Su mujer, la hermana del alcalde, fue quien descubrió las pruebas y quien acudió a la policía para delatar a su propio esposo. El juicio determinará la veracidad de dichas pruebas.
Mínguez y Toledo se miran sonrientes.
-Y el panadero enterrado en el bosque… Manda cojones.
-Sí… Ironías de la vida- sentencia Toledo.

concursoderelatos
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  • 28 de Junio de 2010 a las 17:47

PERO… ¿QUÉ ES LA IRONIA?

Jorge, jadeante y cansado, se quedó mirándola a los ojos.

--¿Cómo estás? –le preguntó ufano y llenando sus pulmones, satisfecho del trabajo que estaba realizándole.

--Pues desnuda y boca arriba –le contestó Susana, manteniéndole la mirada seriamente. Él movió la cabeza repetidamente, incrédulo por la contestación recibida.

--Eso ya lo sé, mujer; me refiero a que si has sentido –y, mientras insistía en la pregunta para que ella, gozosa y satisfecha, le regalara los oídos, reinició lentamente los rítmicos movimientos de vaivén, arriba, abajo, arriba, abajo, con suavidad, con la destreza que siempre le había caracterizado.

--Me molesta enormemente que me hagas esa pregunta, Jorge, sobre todo después de casi dos meses que salimos juntos. ¿Te has olvidado de lo mucho que lloré cuando murió tu madre?

Susana, algo molesta por la pregunta, levantó sus manos y poniéndoselas en el pecho le separó un poco, para mirarlo a los ojos.

-¿Acaso has olvidado también aquél día que me llevaste a la Casa de Campo y me metiste entre aquellos arbustos..

--¡Pero como lo voy a olvidar si fueron tres seguidos y terminé.., pero yo me estaba refiriendo a si..

--¡Claro que fueron tres. Fuiste muy cruel con los pobres saltamontes que nada te habían hecho y también lloré aquel día! Lo habías olvidado ¿verdad?

--¡Coño, Susi, que no me refiero a esos sentimientos! –Levantó su pecho, separándose aún más de ella --¡Vamos a ver si nos entendemos. Llevo casi tres cuartos de hora haciéndote el amor, tengo los riñones hechos polvo, porque está claro que tú no ayudas en nada y ahora me saltas...

--Yo no os entiendo a los hombres. ¿Haciéndome el amor? Pero si todo lo que has hecho en este tiempo es desnudarme como una fiera, tirarme en la cama boca arriba, a lo bestia y luego, por si fuera poco, me muerdes los pechos, me pellizcas por todos sitios, me abrazas que parece que quieres ahogarme y luego me metes el globo entre las piernas y ¡hala, a botar dos horas!

--Pero… ¿de qué globo me estás hablando, hija?

--De esa cosa que cuando has terminado de moverte encima de mí, te cuelga entre las piernas, que parece…

La indignación de Jorge subió aun más.

--¿Mi pene? ¿A mi pene lo llamas un globo? ¡Tú no estás bien, niña! ¿Pero que tipo de chica eres tú? ¿De donde has salido?

--Jorge, no te enfades conmigo. Eso parece un globo porque está todo el tiempo inflándose y desinflándose, como los globos de las ferias.

--Pues que sepas que, esto, a lo que llamas globo, ha hecho entrar en éxtasis a muchas mujeres y hasta más de una se ha desmallado del placer que le he hecho sentir.

--¡No, no! Pero si yo también siento placer… –al oírla, Jorge se animó. “¡Claro, no podía ser de otra forma! Con la fama que él tenía, no iba a ser esta niñata una excepción” pensó, serenando algo su rabia --…sobre todo cuando terminas, te echas a mi lado y me quitas todo tu peso de encima. ¡Siento un alivio! Puedo llenar mis pulmones de aire y respirar con comodidad. Lo que pasa es que dura poco porque luego hay que limpiar todo eso y… bueno, tú ya sabes

La indignación del pobre Jorge subió a límites insospechados. “¿Cómo era posible que existiese una mujer tan falta de sentimientos, tan insensible a sus virtudes, tan… tan… ¡eso es, tan frígida! ¡Dios mío, había dado con una mujer frígida!

--Claro, ahora lo entiendo. Lo que pasa es que eres frígida –le soltó de golpe, poniéndose de pie y mirándola desafiante.

--¡¿Frígida? ¿Me has llamado frígida?! – le gritó Susana mientras de un salto se ponía en pie junto a él y le empujaba con fuerza. Mientras Susana, inconsciente del tremendo golpe que Jorge se daría de seguir cayendo hacia atrás, por el empujón que le había dado, se enfurecía aún más, gratándole mientras caía --¡Nunca, me oyes, nunca más me vuelvas a insultar, porque no volveré a salir contigo!

¡¡Crach! El fuerte golpe que la parte de atrás de la cabeza de Jorge dio contra la puerta de la habitación, sonó como un cañonazo y Susana, al oírlo, se puso las manos en la boca ahogando un grito de horror.

El cuerpo de Jorge, al tropezar sus pies con una gran cesta que había detrás de él, cayó de espalda, quedando su desnudo trasero empotrado en una impertinente y mal situada cesta y dando su cabeza contra puerta. Quedó inconsciente ante los atónitos ojos de Susana. Con sus manos tapando un grito de pánico, se arrodilló junto a él y con miedo le acercó los dedos al corazón. Pasado unos instantes, sus rasgos se suavizaron y, comprobando que en el cuello también latía fuertemente la carótida externa, se puso en pie y se quedó mirando a Jorge.

Aquella posición, entre tumbado y sentado en el cesto. Sus fuertes piernas abiertas y aquel “globo”, flácido, pellejoso y casi invisible, quizás olvidado de la mente “superior” que lo dominaba y controlaba yque siempre hacía gala de él, colgando entre sus piernas en una, para ella, ridícula posición, primero le sorprendió y poco a poco una sonrisa fue apareciendo en sus labios.

Finalmente, motivada por la visión y desinhibida por la momentánea ausencia de Jorge, Susana no pudo evitar que una sonora carcajada saliese de sus pulmones, obligándola a sentarse en el borde de la cama mientras con su mano izquierda señalaba el ridículo “globo”, completamente desinflando, del que tanto se enorgullecía su dueño y señor.

A los pocos minutos pudo más su femenina curiosidad que el inconsciente sueño de Jorge, por lo que, sin pensarlo, se arrodilló de nuevo junto a él, colocándose entre sus piernas y, lentamente y con mucho cuidado, tocó el “globito”. Viendo que Jorge, ante su contacto, seguía durmiendo plácidamente, se animó y comenzó a frotarlo, queriendo entender el mecanismo por el que “aquello” se hinchaba y aumentaba de dimensión.

La mente humana es realmente desconcertante, por su comportamiento y las órdenes que involuntariamente manda al resto del cuerpo, sobre todo, la del género masculino. Incomprensiblemente, pues Jorge se encontraba en estado inconsciente, aquel “órgano globito” empezó lentamente a crecer y los abiertos e increíbles ojos de Susana se quedaron hipnotizados al observar la “metamorfosis”.

Animada por el descubrimiento, pero aún sin entenderlo, siguió frotando “aquello”, mas divertida y curiosa que llevada por ningún placer sexual. Fue cuando la mente de Jorge, “intuyendo” algo interesante, decidió volver a la cruda realidad y, abriendo lentamente los ojos, se quedó estupefacto, observando la escena.

Ajena al retorno de Jorge, cuando consideró que el “globo” se había inflado suficientemente, fue a levantarse en el momento en el que sus ojos descubrieron que bajo el globo había una bolsita con algo dentro. Acercó su mano y palpó con cuidado “aquello”.

“¡Ah! Esto debe ser donde guarda la orina. ¡Puajj, que asco!” pensó y sin preocuparse de lo que hacía, pero algo asqueada al pensar que había tocado los depósitos de la orina de Jorge, colocó su dedo corazón contra su pulgar y sin más, soltó fuertemente el dedo corazón, dando un seco golpe en la “asquerosa bolsita”.

Aquello no fue un grito desgarrador de Jorge, ¡no!, aquello sonó como la primera bomba atómica en Hiroshima, en los oídos de Susana que, asustada por el estruendo, se echó hacia atrás, quedando sentada en el suelo, como estatua de hielo.

Viendo, pero sin comprender nada, pues su golpecito había sido más una caricia sin ninguna mala intención, como Jorge se retorcía incomprensiblemente en el suelo y de sus ojos salían lágrimas de verdadero dolor, Susana no supo reaccionar y se quedó inmóvil mirándole. Poco a poco el dolor fue disminuyendo y, Susana, reaccionando para defender su acción, le gritó enfadada

--¡Eso ha sido por haberme insultado antes!

Jorge se quedó mirándola sin entender nada

--¿Pero cuando yo te he insultado a ti? Encima de esforzarme por darte placer que casi pierdo la vida intentándolo y…

--¡Me has llamado frígida, y eso es un insulto muy grave!

--¿Insulto? ¿Grave? –Jorge no entendía nada y se quedó mirándola asombrado --¿Pero de donde sales tú? –y movía su cabeza incrédulo ante aquella esperpéntica realidad. Aún renegando de tener que dar una explicación, Jorge se armó de paciencia. –Vamos a ver, mujer de mundo. Tu me has contado que tienes veinte y cinco años, que has tenido novio los dos últimos años y que cuando comenzamos nuestras relaciones, reconociste haber tenido contacto sexual con tu novio –Se quedó mirándola fijamente sin comprender y siguió --¡vamos, que ya habías follado más de una vez, joder! Que parezco un cura sermoneando a una quinceañera. Una mujer frígida, y me duele tener que decírtelo, es una mujer que no siente placer sexual alguno. Y lo que no entiendo es como tu novio pudo tener esas relaciones contigo durante dos años.

Ante aquella revelación, Susana se quedó callada un momento; luego, bajó la mirada al suelo y zalameramente le dijo

--Perdona, Jorge, es que yo no sabía que significaba esa palabra y…

El se quedó mirándola. Ella, de pie junto a la cama, no se atrevía a mirarle y él la contempló. Era mas bien alta, rubia, de facciones mas sugerentes que bellas y con un cuerpo que, si no llegaba a la perfección, poco le faltaba; pechos altos, erguidos con la dignidad y elegancia de una adolescente, su “culito” tan bien redondeado y puesto en el lugar idóneo; sus muslos prietos, estilizados y apetitosos. Sus pensamientos corrieron a toda velocidad a través de los nervios de todo su cuerpo y, de nuevo, aquel ´”globito”, como ella lo llamaba, comenzó de nuevo a crecer. No pudiendo resistir la tentación, Jorge se acercó y extendiendo los brazos la atrajo hacia él, apretándola con fuerza.

Por encima de su hombro, asomó la cabeza de Susana y en su rostro apareció una sonrisa irónica y pícara. Luego le hizo un gesto de complicidad al imaginario reflejo de su cara en algún invisible espejo y se dejó querer de nuevo.

concursoderelatos
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  • 29 de Junio de 2010 a las 9:02

La carpa

Fulgencio había estado pescando todo el día junto al río y la cesta seguía vacía. No obstante, su paciencia era infinita. Siendo pescador, no podía ser de otra manera. A punto estaba de irse cuando una de las carpas, sacando la cabeza de la corriente, le preguntó al pescador si sabía qué era el agua. Fulgencio, muy astuto, empezó a explicarle a la carpa el ciclo del agua, que por el río iba al mar, que subía al cielo evaporada por el sol, que formaba nubes arrastradas por el viento, que estas nubes llegaban a las montañas y allí se precipitaba en forma de lluvia cayendo en ríos como este. La carpa le escuchaba atenta. No sabía mucho, era una carpa, pero algo de eso había oído una vez a un salmón de paso, y los salmones tienen fama de haber visto mundo. Fulgencio se acercó a la orilla, metió sus pies y siguió explicándole qué era el oxígeno y qué el hidrógeno, le habló de los electrones y las valencias, de uniones de átomos, de la creación de moléculas, hasta que se pudo acercar tanto a la interesada carpa como para atraparla con sus propias manos. Solamente entonces, cuando estuvo en la cesta de Fulgencio, supo la carpa por fin qué era el agua.

concursoderelatos
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  • 29 de Junio de 2010 a las 13:08

Cuéntame Versión 2.0

 

Diez años después de la muerte del dictador, el coche oficial enlaza los ministerios de siempre con las renacidas Casas del Pueblo. Esta tarde habrá mitin. El ministro Gonzalo Alvear ha llegado a la sede con su escolta. Se reunirá con la Ejecutiva para explicarle por qué es agua pasada aquello de “OTAN, de entrada no”. Después comerá con el delegado del Gobierno, su mano derecha en la región, y a la tarde baño de multitudes en la plaza de toros y viaje de vuelta a Madrid.

Paco se ha acercado a la Casa del Pueblo a saludar a Gonzalo, su amigo y camarada en la clandestinidad. Paco es un simple afiliado. Colabora en las campañas electorales. No tiene cargo, pero sabe donde están las escobas para echarle un barrido de urgencia al local o dónde se guardan los megáfonos para los coches. Un divorcio, un hijo temprano y unas oposiciones a Instituto que no salieron bien, le han apartado de la estela de su amigo, que desde un decorativo puesto de Secretario de Formación en la Agrupación Local ha saltado en menos de un lustro todos los escalones que llevan a la capital. Hace tiempo que no se ven, quiere saludarlo y también hablarle de un temilla, a ver si le puede echar una mano. También de lo de la OTAN: no lo ve claro.

Frente a la sede hay tres coches con matrícula del PMM. El del centro, un Dodge 3700, hace sonreír a Paco: aquella mañana de diciembre de 1973 Gonzalo y él subían por Serrano camino del CSIC y no oyeron nada pese a estar tan cerca de Claudio Coello. Gonzalo viaja ahora en el mismo coche que elevó a los cielos al almirante Carrero.

Dos hombres le cierran el paso en el portal. Se identifican, muestran la placa. Paco se tensa, es un reflejo adquirido. Enseña el DNI. Al lado, el carnet del partido, el puño y la rosa, le sirven para sacar pecho: viene a ver a su amigo, el ministro.

En el segundo piso es Mariaje, como siempre, quien abre la puerta. Pero es el secreta que le acompaña el que lo conduce hasta el despacho del Secretario de Organización, ocupado ahora por un desconocido de cazadora y corbata que le da la mano y le invita a sentarse como si aquella casa fuera suya.

- Soy Manuel Gamón, comisario principal. El ministro está reunido. Después tiene una agenda apretada. Dígame que desea: trataré de gestionárselo.

Paco empieza a decir aquello de “Soy amigo personal de Gonzalo”, y se corta. Está teniendo un déjà vu del individuo con pantalones acampanados, patillas y bigote a lo Sargento Pepper.

- ¿Tú? No es posible.

- ¿Perdón?

- Vaya sorpresa.

- Me confunde.

Paco duda como el que pisa un charco inesperado. Y decide que uno no ha estado en la cárcel el día que murió Franco como para achantarse ahora.

- Te haré memoria: septiembre de 1975.

El comisario se levanta. Cansinamente. Cierra la puerta y se vuelve hacia Paco.

- Aquello no interesa ya a nadie.

- Yo no olvido.

- Vosotros mandáis ahora. ¿Qué más queréis? Nosotros cumplimos nuestro trabajo igual entonces que ahora.

- No entiendo que la gente como tú prospere con nosotros. ¿Qué eras tú? ¿Subinspector? Y ahora, ¿qué me has dicho que eres? ¿Comisario de primera? Has hecho carrera, y lo que más me jode, con nosotros.

- Mira, tú y yo ahora tenemos el mismo jefe: Gonzalo. Algo tendremos en común los tres. Yo estoy aquí porque todos los gobiernos necesitan buenos profesionales.

- No hemos podido hacer otra cosa que heredar lo que había. Pero no te engañes: no somos iguales. No lo éramos entonces y no lo somos ahora. ¿O quieres que te recuerde lo que hacíais?

- No deberías desafiarme a eso. Si algo tenemos los policías de raza, es una excelente memoria.

- ¿No decías que no te acordabas de mí?

- He tenido ya muchas conversaciones como ésta. Me cansa. Claro que me acuerdo de ti. Liga Comunista Revolucionaria. Tú también has cambiado tus fervores trotskistas de entonces por estas férreas convicciones socialdemócratas de ahora. Es mejor dejarlo.

- No. No olvido lo que pasamos Gonzalo, Luis y yo. Diez días de infierno, a golpes, sin dejarnos dormir.

- Para, para. Algún golpe sí que hubo, pero bien que os vino luego como ejecutoria democrática y antifascista, cuando hubo que cobrar réditos. Y nada que ver con lo de unos años antes: en 1975 estábamos mucho más suaves. Además, cantabais en seguida. Si los que ahora os votan supieran cómo os cagabais encima a las primeras bofetadas...

- ¡Hijo de puta! No queríamos ser mártires gratuitos. Sabíamos que íbamos a ser detenidos. Sabíamos que no podríamos aguantar diez días de interrogatorios. Habíamos calculado la información que tenía que soltar cada uno, y como ir largándola para dar tiempo a los camaradas a escapar.

- Pues mira, lo sacamos todo, multicopista, pisos francos, veintitantos detenidos. Y no a vuestro ritmo, sino de golpe.

- Lo machacasteis. A Luis lo machacasteis.

- ¿Luis? Me acuerdo perfectamente. Fue el primero que detuvimos, cuatro días antes de trincaros a los demás. Lo hicimos para poneros nerviosos y ver si dabais un paso en falso. Ya sabes, la amenaza es más importante que su ejecución. Pero te equivocas. No fue Luis el que cantó. Y eso que recibió lo suyo.

- Con qué tranquilidad hablas de eso. Me das asco.

- Cómodo no era, lo reconozco. Pero que sepas: Luis aguantó todo. El primero, el segundo, el tercero, el cuarto día. ¿Y sabes qué pasó al quinto? Le dio un subidón de pensar que nos había ganado. Porque vuestro objetivo era ése, aguantar cinco días. Luis marcaba con las uñas una raya en la pared del calabozo por cada uno. Sin reloj, sin luz natural. Seguro que contaba los cambios de turno de los guardias. Y cuando llegó a la de cinco, se le fue la olla. En lugar de largar algo, soltar lastre y descansar, tal como habíais calculado hacer después del quinto día, Luis nos decía: “Os queda un telediario. Vuestro Caudillo no va a comer el turrón. Peor que los de la PIDE. Ellos aún han podido salir por piernas para España, pero vosotros no podréis ir ni a Portugal. Acabareis cazados como conejos”. Y claro, se llevó alguna hostia de más.

- ¿Alguna hostia, dices? ¿Cómo puedes...?

- Lo que pasó es difícil de creer. Estábamos cuatro. Él, sentado. Yo le había ofrecido un cigarrillo y, mientras le daba fuego, él me decía “¿qué, luego me lo apagarás en la planta de los pies?”. Si se hubiera quedado callado, te aseguro que lo hubiéramos dejado en los calabozos los días que quedaban para que no llegara al TOP en un estado demasiado penoso. Pero no, allí estaba, los morros partidos y una insoportable sonrisa perdonavidas. Entonces pasó lo que pasó: uno de nosotros, y te aseguro que no fui yo y que si lo hubiera sido me importaría un comino reconocerlo, le quitó el cigarro y empezó a pasearle la brasa por delante de los ojos. Y él, en un descuido del otro, se tiró de cabeza contra el radiador. Perdió el conocimiento, lo puso todo perdido de sangre. Y ya sí, lo dejamos tranquilo.

- ¡Hijos de puta!

- Dí lo que quieras, pero cuando él llegó a la cárcel y lo contaba, vosotros no le creíais. Pensabais que trataba de taparse. Fuisteis muy injustos con él.

Paco tuvo en la punta de la lengua un “Y tú, ¿cómo lo sabes?”. Le contuvo la intuición de que aquello no era ya un charco, sino arenas movedizas. De pronto, sintió que ajustaban las piezas de un puzle que habían permanecido mal encajadas durante años.

Cuando Luis llegó a la celda con la cara amoratada y un gran costurón en la frente, a nadie se le ocurrió pensar que hubiera podido resistir aquello, entre otras cosas porque alguien, necesariamente alguien tenía que haber cantado. Gonzalo había espantado a todos contando su tropiezo con Luis en un pasillo, al salir de un interrogatorio: acarreado de los hombros por dos polis, arrastrando los pies y dejando un reguero de sangre. Fue fácil para todos conjurarse con la propuesta de Gonzalo: no dirigirle ni una mala palabra, ni medio reproche. No aludir en ningún momento a lo que había pasado en los interrogatorios. Paco entendía ahora que Luis no pudiera defenderse de una acusación que nadie le formulaba, pero que habría percibido en la indulgencia con la que se le trataba, en la conspiración de silencio en torno a él. Y entre los muros y rejas de la cárcel, donde no había más que un “nosotros” y un “ellos”, Luis se encerró en si mismo, en un rincón del patio, el más desvalido e indefenso de todos. Cuando fue excarcelado, Luis desapareció para siempre.

¿Quien había cantado? Paco recordaba que la primera bofetada la recibió con alivio, porque uno se da cuenta de que duele menos de lo que había esperado. Lo peor, si nunca te han puesto la mano encima, es imaginarte que te van a pegar. Y si en ese momento te cruzas con un guiñapo sanguinolento... Porque, ¿cómo podían haber salido a la vez de interrogatorio Luis y Gonzalo? Gonzalo entraba, no salía.

Todo encajaba. Tanto, que podía preguntarle al comisario Gamón cuánto tiempo llevaban “colaborando” Gonzalo y él. A lo mejor desde antes de la detención de Luis. Quién sabe.

Daba lo mismo.

Paco se levanta hacia la puerta. Quiere decir algo a modo de despedida, pero ni él mismo entiende las palabras  que vienen a su boca.

- Entonces, ¿qué quieres que le diga a Gonzalo? -el comisario se adelanta y le abre la puerta.

- Déjalo. Se me ha olvidado.

Por un momento, el destello de una sonrisa cruza el rostro del comisario.

- ¿Vas a ir al mitin? Le gusta mucho que sus amigos le hagan pasillo para saludarlos cuando sube a la tribuna.

- No. Lo de la OTAN ya me lo sé. Y todo lo demás también.

 

concursoderelatos
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  • 29 de Junio de 2010 a las 13:28

HOJAS QUE SUSURRAN

 

-          Hacía tiempo – dijo el doctor Mariscal mientras se sentaba sobre el respaldo del banco.

-          Un montón – respondió Carlos, aceptándole la mano.

La mano de Carlos estaba caliente y sudorosa. Tenía el pelo desordenado, como hierba negra, y la ropa desastrada, como tirada encima de los hombros. Su sonrisa era la de siempre; rápida, incómoda, inteligente.

-          ¿Cómo va la cosa, Carlos? ¿Cómo te encuentras?

-          Los amigos – se paró a pensar; había algo divertido y molesto en lo que pensaba - … los amigos que uno tiene… ya sabes por dónde voy…

El doctor no sonreía. Decidió mirar las hojas de los árboles una por una; Carlos miraba las del suelo, todas a la vez.

-          Es importante respetar unas normas, Carlos. Pedir cita a mi secretaria… ir a las citas…

-          Ya, ya – murmuró Carlos – Todo es importante.

El doctor Mariscal no estaba seguro de diferenciar en él la típica actitud pasivo agresiva, o si realmente estaba haciendo una broma de buen talante, para romper el hielo. El sol del mediodía comenzaba a molestarle; siempre iba rapado, incluso años después de la quimio, y en ese momento echaba de menos una gorra. Quería acabar pronto. Sacó un botellín de agua del bolsillo y tragó.

-          Amigos – invitó mientras guardaba el agua.

-          Tengo un amigo que se ríe de mí todo el tiempo – Carlos sacó la lengua para quitarle importancia al asunto e hizo el mismo gesto que si arrojase una piedrecita – A todo el mundo le pasa, ¿no?

-          Depende.

-          Ya. Este me dice que voy a ganar un premio; que me van a dar un montón de medallas cuando me muera; pero lo dice de broma.

-          No lo dice en serio.

-          Lo dice para picarme. Sobre todo cuando pienso en mujeres.

El doctor volvió a mirar hojas; sopesó seriamente la posibilidad de llevarse uno de esos árboles a la consulta, porque sus hojas podían ser cautivadoras cuando era necesario poner cara de póker.

-          Me dice que lo estoy haciendo muy bien – siguió Carlos – que seguramente ninguna se ríe de mí. Que seguramente ninguna se ríe de mi polla. Pero de broma, claro, me lo dice de broma.

Carlos tenía la boca abierta como si fuese a reír y los ojos abiertos como si fuese a llorar, pero no hizo ninguna de ambas cosas. Apretó fuerte los dientes y miró al doctor con una angustia rara, inexacta. Miraba al ojo izquierdo y luego al ojo derecho del doctor y, en cada sutil cambio de objetivo, parecía transportar una maldición distinta; una de odio, otra de miseria.

-          ¿Qué me dice de eso, doctor?

-          Ya hemos hablado de tu amigo. No hay tal amigo.

Ninguna absolución era suficiente para lo que habitaba la cabeza de aquel hombre. Si no accedía a ser sometido a un largo tratamiento, acabaría violando y seguramente matando a alguna mujer en algún lugar.

No era momento para la absolución, pero Carlos se mostró firme en sus palabras.

-          Él me dice que tengo una mierda pegada a la cara y que todo el mundo lo sabe. Que no habrá ni una cabra a la que me pueda acercar pidiéndole permiso y que no sabré hacerlo si… si ella… si la que sea, se puede reír de mí. Que hay que ablandarlas. Y yo le digo que siempre hay un tiesto para una mierda, y entonces él se ríe otra vez… y me dice que sí, que lo intente, que seguro que me follo a Miss Universo si me lo propongo y por ahí se casa conmigo.

-          Pero lo dice de broma.

-          De broma.

-          Ya – el doctor sonrió con toda la bondad que le era posible – Pero a ti no te hace gracia.

-          No.

-          Entonces… ¿quién es tu enemigo?

-          Ellas.

El doctor suspiró y se metió los dedos debajo de las gafas; estaba a punto de reírse él también, pero a buen seguro que su risa no iba a parecer amable.

-          Carlos… por Dios… quiero que pienses un segundo en estas dos cosas que voy a decirte. La primera es que todo el mundo mantiene conversaciones consigo mismo. Es natural. Así funcionan las dudas.

-          ¿Qué le dicen sus voces? – interrumpió Carlos ávidamente.

El doctor hizo el esfuerzo supremo de tomárselo a bien y dio una palmada en la pierna de Carlos, que soltó una risita igualmente suave y atenta.

-          Me dicen que te mande a tomar por culo si no vienes a mi consulta. Eso dicen mis voces.

Carlos hizo el amago de disculparse, pero el doctor no quiso consentirlo; le enseñó la mano para que le dejase terminar de hablar, dado que no era momento de absoluciones.

-          La segunda cosa que quiero decirte es que la única voz que importa es la que sale de nuestra boca. Así funciona el mundo.

Carlos se quedo pensativo, mirando de nuevo a las hojas del suelo, las que cambiaban todo el tiempo de parecer. Durante un momento, le pareció que quizá sería una buena idea llevarse un par de sacos llenos con esas hojas crujientes a su casa, para revolcarse en ellas y coger el sueño por las noches, mecido por sus susurros de decadencia, sus voces muertas, un susurro que debía ser ensordecedor en una almohada.

Sus ojos parecían ahora más confiados y su sonrisa más serena.

-          Estoy seguro de que se siente usted muy bien consigo mismo – dijo.

El doctor Mariscal no tenía ninguna duda de que, en ese caso, se trataba de una respuesta pasivo agresivo, pero decidió no interrumpirle hasta que hubiese acabado.

-          Yo sé que él es mi amigo y que usted no lo es, ¿sabe por qué?

-          Me encantaría saberlo.

-          No… una mierda le “encantaría saberlo”. Se está riendo de mí, porque todo el mundo tiene un límite y porque nadie le paga para venir a un parque a ayudar a un gilipollas. A lo mejor, fíjese en lo que me pongo, a lo mejor le da un poquillo de curiosidad… o a lo mejor quiere que lo suelte todo para poder responderme otra cosa. Pero no le “encantaría saberlo”, ¿verdad que no?

-          Tienes razón; discúlpame.

No sirvió para nada su disculpa; ya no había marcha atrás.

-          ¿Entonces?

-          Simplemente… quiero saberlo para poder responderte luego.

Carlos soltó una risotada que era más cínica que otra cosa, una risotada del otro Carlos, el funesto Carlos, el ágil de mente, el violador asesino que tenía incrustado en la cabeza.

-          Siga así, que va a ayudar a muchos pacientes.

Se levantó del banco tan sólo para arrodillarse en medio de todas las hojas. El doctor se pasó la mano por la cabeza y se dio cuenta de que ahora las palmas de sus manos también estaban calientes y sudorosas. Había jodido el momento, sin lugar a dudas, y cabía la posibilidad de que en pocos segundos estuviesen rodeados de tipos con armas de fuego.

-          Él no es tu amigo – insistió – intenta humillarte; se ríe de ti.

-          Todos lo hacen.

Carlos se levantó y se limpió las hojas de las manos; al fin y al cabo, sus secos crujidos no habían sido suficientes. Se cruzó de brazos pero dejó una mano libre para taparse la boca, apoyando todo el peso en una de sus piernas, estudiando al doctor como si se tratase de un cuadro descolocado y gracioso.

Luego, lo señaló con el dedo, y había tanta confianza como dolor en su gesto y su mirada.

-          Él es mi amigo porque estará conmigo hasta la muerte. Esa es la verdad. Sin adornos.

-          ¿Le has hecho algo a alguna mujer?

-          ¡Cómo no! ¡Hoy me he levantado y me he llevado por delante a setenta putas de a veinte euros. Las tengo todas en la funda del móvil.

-          ¿Le has hecho algo a alguna mujer?

-          Dígamelo usted, que es el loquero. Seguro que lo sabe.

El doctor Mariscal se levantó. Dirigió su mirada a una zona del parque que parecía realmente lejana, tan sólo el tiempo justo para hacer un gesto suplicante en el que pedía algo más de tiempo. Carlos ni siquiera se dio cuenta.

-          Una chica pelirroja, tan alta como yo, muy maquillada – dijo el doctor – Anoche, sobre las tres de la madrugada, en el barrio bajo. ¿Le has hecho algo?

Carlos luchaba por seguir sonriendo; ese otro Carlos, funesto y violador. Pero no se mostró vigoroso el tiempo suficiente y, con un gesto dubitativo, franco y confuso, respondió:

-          No. Nunca.

-          Buen chico – suspiró el doctor.

E hizo algo que nunca se habría imaginado haciendo con un paciente. Le puso una mano en la nuca y otra en la espalda y le dio un fuerte abrazo. Sintió un alivio que era raro encontrar en la vida adulta. Algo redentor, como una absolución.

-          Buen chico – repitió.

Volvió a mirar hacia esa zona del parque que parecía tan lejana y negó una par de veces con la cabeza. Se llevó una mano a los lumbares y apagó el aparato que le había colocado la policía. Se separó de Carlos y vio que éste sudaba y no encontraba saliva para tragar y sus ojos de nuevo temblaban divididos en dos intenciones muy distintas. Odio y miseria.

-          Pero me gustaría hacerlo – confesó.

-          Lo sé – dijo por fin el doctor Mariscal – Lo sé, Carlos. Lo sé. Voy a ayudarte en todo lo que pueda.

-          ¿Lo dice en serio? – exigió Carlos.

-          Con cita previa, jodido loco. Siempre con cita previa.

 

 

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  • 30 de Junio de 2010 a las 1:07

     CUMPLEAÑOS "FELIZ"

     Hoy es mi cumpleaños, y en general disfruto de este día, pero cumplir treinta y siete no me alegra en absoluto, es más, este año daría lo que fuese por pasar de largo y no fichar. Puede que algunos me digáis: “pero si aún eres joven”, “estás en la flor de la vida”, o “esa es la edad de oro” e incluso “si pudiera me cambiaría por ti”. Quizás esto sea así para vosotros, en cualquier caso, los treinta y siete no son la mejor edad si:

     a) aún vives con tus padres,

     b) te has quedado sin trabajo

     c) eres un freak de los cómics de superhéroes, y

     d) tu novia de toda la vida te ha enviado a tomar por saco (probablemente debido a A, B y C).

     “¿Me cambiaría por ti?”. Encantado, acepta si tienes huevos.

     Pero dejémonos de ostias: hoy es mi día, y encima cae en sábado. Algo tendré que hacer ¿no? Me paso la mañana entera en el Facebook, haciendo virguerías para crear un evento de celebración y enviárselo a todos mis amigos. Pongo algo sencillo: evento, Mi Cumpleaños. Lugar, Bar La Amistad. Algunos ya me han felicitado por Facebook, la mayoría gente que no veo desde hace siglos, y en el mejor de los casos, personas que tengo agregadas pero que ni siquiera me saludan cuando me ven por la calle. Me hago fan de Señoras que te agregan al Facebook pero que no te saludan por la calle. Me pregunto cuántas felicitaciones habría acumulado de no ser por las putas redes sociales. A las cinco de la tarde, en mi evento sólo hay un invitado confirmado, nueve que ‘no asistirán’, veinte ‘en espera de respuesta’ y uno que ‘tal vez’. El invitado confirmado es Roberto Delgado, y resulta que ese soy yo. El ‘tal vez’ es de Lucía Castro, mi ex novia. Brindemos. Me espera un cumpleaños de puta madre.

     Pruebo con el teléfono, a ver si hay más suerte, pero todo resulta más difícil de lo que había imaginado. Por lo visto, lo de llamar a tus colegas para ir juntos a tomar una birra ya no es moco de pavo. Ahora, a nuestra edad, es casi como pedirles que se tomen un año sabático y hagan el Camino de Santiago.

     —Ah, pero ¿hoy? –me responden todos.

     Cuando les digo de quedar más tarde, parece como si entendieran que ya quedaremos este mes, o el mes que viene, o incluso el año que viene.

     —¿Pero, quieres quedar esta noche?

     Se quedan asombrados, pasmados, aturdidos. Les rompo los esquemas.

     —Sí, estaría bien, hace tiempo que no nos vemos.

     —Mejor quedamos otro día Roberto.

     Algunos no se han conectado a internet y ni siquiera saben qué día es hoy. Y yo paso de dar lástima, paso de decirles que es mi cumpleaños. Eso ya sería lamentable.

     —¿Sabes que hoy es mi cumpleaños?  

     ¿Por qué todos han cambiado tanto? Se me ocurre que quizás tenga algo que ver el hecho de que no celebro mi cumpleaños con ellos desde hace al menos quince años. Y la razón principal es que desde entonces lo celebraba con mi ex novia Lucía. Pero ella, muy perspicaz, me dejó hace dos meses por un tío con ganas de joderse la vida pagando una hipoteca y teniendo críos. ¿Y sabéis qué es lo más gracioso del caso? Que a mi ex le he enviado la invitación por Facebook más que nada por joder, y la muy perra es la única que me ha contestado un ‘tal vez’ (y desde luego, la última persona que asomará el hocico por el Bar La Amistad). Es alucinante.      

     Da igual, me quedan otras alternativas. Hay muchas pelis que quiero ver. Pero no bajadas de internet, hoy me apetece la pantalla grande del salón, el dolby surround y el sillón de mi viejo, por eso cojo y me piro al videoclub de la esquina a alquilar un DVD. Encuentro el videoclub casi vacío, a excepción de una pareja de veintitantos y la dependienta. La chica trata de convencer a su novio para alquilar American Pie 7: El Libro del Amor, aunque él parece resistirse (lo cual entiendo perfectamente, incluso estoy tentado de acercarme y meter baza en su elección). La dependienta está apoyada sobre el mostrador leyendo una revista del corazón; lleva varios tatuajes, al menos 50 piercings en la cara y dos aros como dos tapacubos en las orejas; tiene toda la pinta de llamarse ‘La Jeny’, y es una quinqui de tres pares de cojones. Empiezo a preguntarme dónde coño me he metido.

     Alquilar una película es como empezar a salir con alguien: tienes que saber muy bien de qué va, y debes tener en cuenta tu estado mental, anímico y sentimental, a parte del estado económico (porque si no hay pasta no hay peli ¿verdad? Ya me entendéis). Hay un montón de factores a considerar a la hora de decidirte por una o por otra, cosa que ahora mismo no soy capaz de hacer ni de lejos. Sólo veo carátulas y títulos borrosos. Alguna vez distingo la cara de Schwarzenneger, o la de Nicole Kidman en el mejor de los casos, pero ninguna de ellas me dice absolutamente nada. Es como si buscase una determinada película (probablemente la película de mi ruptura, para ver si capto el argumento) pero no tengo ni idea de cuál puede ser la correcta. Pasados veinte minutos, miro alrededor y veo el videoclub desierto. La cani del mostrador me observa de reojo mientras se enciende un cigarro, con expresión cansada, como si su mirada reflejase las horas interminables que se pasa aquí, aburrida, analizando a los mustios indecisos como el que ahora mismo tiene delante. Le devuelvo la mirada. ¿Y si entro en la sección X? Eso podría estar bien. Aunque por un momento me imagino, es más, tengo la certeza de que si me meto en esa sala, ‘La Jeny’ es capaz de venir para echarme del videoclub a patadas.    

     Oye, que nunca había entrado en la sección X desde que soy mayor de edad” le  hubiera dicho.

     Calla desgraciao.”

 

     Debo decidirme ya. En el estante de viejas glorias encuentro películas interesantes, y al final me decanto por El Exorcista 2: El Hereje y Viernes 13: Parte VIII Jason Vuelve… Para Siempre. Cuando me acerco al mostrador a pagar el precio del alquiler, entreveo una mueca de burla en el semblante de la dependienta, no obstante, tampoco estoy de humor para aguantar las gilipolleces de los demás, y como se le ocurra hacer algún comentario, os podéis ir imaginando por donde le voy a meter la película a esta tipa. Sin embargo, me cobra y tan sólo me dice “Enga, hajta luego”. Así que salgo del videoclub con esas dos películas de mierda debajo del brazo y me vuelvo a casa.

     Me siento frente a la tele, estirado por completo en el sillón reclinable de mi padre. Mis viejos están durmiendo la siesta, les oigo roncar por el pasillo, y he cogido una cerveza fría de la nevera. Primero miro Viernes 13 parte VIII, que es una auténtica basura, como era de esperar. Luego pongo El Exorcista 2 y casi me quedo dormido. Pero a mitad de la película mi ex novia me llama al móvil, y eso altera mis ánimos no sabéis bien cómo.

     —Hola Roberto, soy yo, Lucía.

     Me parece muy interesante que Lucía llame. Al fin y al cabo, son muchos años los que pasamos juntos, y quizás hoy, en esta fecha tan señalada del calendario, se sienta culpable. Lo mejor será hacer un esfuerzo y aparentar amabilidad.

     —¿Por qué cojones me llamas?

     —Porque es tu cumpleaños… felicidades.

     Parece irritada.

     —Vaya, es cierto. Gracias oye. Casi lo había olvidado.

     —Por cierto, al final no creo que pueda ir.

     Joder, menos mal.

     —Es una lástima, yo contaba contigo.

     Le doy un trago a mi lata de cerveza.

     —Lo celebras esta noche con tus amigos ¿no?

     —De hecho ya lo estoy celebrando.

     —¿Ah, sí?

     —Sí.

     Y no veas cómo lo estoy pasando de bien.

     —¿Y lo estás pasando bien?

     —Bastante. Viernes 13 parte VIII ha molado, y El Exorcista 2 acaba de empezar, pero no pinta tan bien como la primera. ¿Te apetece venir a verla?

     —¿Estás viendo películas?

     —Sí.

     —¿Pero estás sólo?

     —Sí.

     La oigo suspirar a través del teléfono.

     —¿Qué te pasa? –digo.

     —Roberto, aunque no te lo creas, no me gusta verte así.

     —¿Así como?

     —Así de hecho mierda.

     —Un momento, yo no he dicho que esté hecho mierda.

     Por supuesto que lo estoy, pero yo no se lo he dicho.

     —Madura un poquito, hombre, que ya va siendo hora.

     —Oye ¿y qué tal te va con Javier? ¿Ya te ha dejado embarazada?

     Suspira otra vez.

     —Vamos Roberto, no empieces otra vez por favor.

     —Salúdale de mi parte.

     —Qué gracioso.

     —En serio.

     —Lo peor es que lo dices en serio.

     Entonces distingo una nueva voz al otro lado del auricular.

     —Lo siento Roberto, ahora tengo que colgar.

     La escucho con nitidez. Se trata de una voz masculina, y parece alterada.

     "¿Con quién hablas?"

     —Gracias por llamar –digo.   

     "¿Otra vez con él? ¿Qué te dije?"

     —Hasta luego.

     Y cuelga.

     Esto huele a bronca. Estupendo.

      De pronto, las luces del salón se apagan y se abre la puerta. Mi madre aparece con una gran tarta de chocolate entre sus manos. La tarta tiene clavadas treinta y siete velas encendidas (ni una más ni una menos). La imagen de la tarta inundada de velas se me torna patética. ¿Cómo es posible que mi madre no conozca las velas en forma de número?  

     —Felicidades, hijo mío.

     —Gracias mami.

     Me da dos besos.

     —Ala, pide un deseo y sopla las velas. 

     De golpe, me vienen a la mente un montón de instantes de mis últimos quince años.

     —¿Ya lo tienes claro?

     Si os digo la verdad, creo que por primera vez en mucho tiempo, sí.

      Ha sido el mejor cumpleaños de mi vida.

concursoderelatos
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  • 30 de Junio de 2010 a las 13:59

El tren iba por la vía

La vieja locomotora de vapor recorría el valle, varias veces al día, por la orilla del río. Las vacas de Leandro, que pacíanen un prado próximo a la vía, ya ni levantaban la cabeza al oír el ruidoso traqueteo del tren.

Pero aquel día Perla, una vaquilla joven, revoltosa e imprudente, saltó la empalizada y se plantó en medio de la vía, con tan mala suerte que llegó el tren, chocó con ella y la mató.

Leandro acudió a las oficinas de la Empresa para reclamar que se le indemnizara por la muerte del animal.

De pie, muy serio, con el cayado en una mano y la boina en la otra, exponía sus razones al ingeniero jefe que, sentado al otro lado de la mesa del despacho, le escuchaba sorprendido.

-Ustedes, Don Ramón, han hecho la vía pegada al prado de mi propiedad y el tren me mató la mejor de mis terneras, que valía más de diez mil pesetas. Con el producto de su venta yo pensaba pagar la deuda que tengo en el comercio, y con esta desgracia me han hundido en la miseria.

Don Ramón levantó el culo de su silla, rodeó la mesa y se acercó a Leandro.

-Siento mucho lo ocurrido, créame –le dijo-. En cuanto llegue el maquinista me tendrá que explicar por qué coño llevaba el tren por el prado, en vez de ir por la vía que es por donde tiene que ir.

Leandro miró atónito al ingeniero jefe.

-¿Por el prado? No, no... –balbuceó bajando la mirada hasta la enorme mesa de nogal-, el tren iba... iba por la vía. Lo que ocurrió fue que iba demasiado rápido y por eso no pudo frenar a tiempo cuando vio la ternera.

-¿El tren no iba por el prado?

-No, señor.

-¿Eso quiere decir que la ternera estaba en la vía cuando el tren chocó con ella y la mató?

-Si, señor, había saltado la cerca.

-Pues eso era precisamente lo que usted tenía que evitar, señor... ¿cómo ha dicho usted que se llama?

-Leandro.

-Dígame Leandro, ¿qué hizo usted con la ternera, la tiró al río?

-No, señor. Me la llevé a casa en el tractor.

-Y en estos momentos la estarán haciendo filetes para meterla en el congelador, supongo, mientras, usted está aquí reclamándome que se la paguemos. ¿Le parece razonable eso?

-Ya veo que no.

-¿Entonces?

-Mejor lo olvidamos. Perdone por la molestia, ya... ya me voy.

Leandro caminó hasta la puerta. Desde allí miró al ingeniero jefe y dijo:

-Mi mujer era quien tenía que haber venido. Ella, que se cree tan lista.

concursoderelatos
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  • 30 de Junio de 2010 a las 17:40

Negros.

Los flashes envolvían la menuda figura de Néstor Arteaga como si fuese una estrella de cine. El escritor los recibía con una sonrisa emocionada mientras sostenía orgulloso el pequeño trofeo. “Berlín se rinde a los pies del maestro” era uno de los posibles titulares que Raúl Olmedo había garabateado en su pequeña libreta mientras esperaba sus dos minutos establecidos.

- No me saques de frente –le dijo, lacónico, a su fotógrafo, mientras se dirigía hacia el maestro, apodo por el que se conocía a Arteaga, con una amplia sonrisa de dientes blancos.

Sin inmutarse, Alberto buscó la mejor posición y empezó a disparar.

Llevaba tres meses trabajando junto a Olmedo en la corresponsalía de Berlín y era el último de una larga lista de fotógrafos que habían formado “equipo” con él. Normalmente, el periódico tiraba de agencia local para la parte gráfica de sus reporteros desplazados. Olmedo era de los pocos que tenían uno “propio”.

Alberto no era realmente fotógrafo ni quería serlo, y aunque se había dedicado a ello en varias revistas locales, no pasaba de ser un hobby más. Aún así, cuando le ofrecieron aquel puesto lo aceptó sin dudar. Trabajar con uno de los más renombrados periodistas del momento era una oportunidad que no había que dejar escapar. Aunque fuese Olmedo.

- Berlín sería una gran ciudad –dijo Olmedo, algo más tarde en la fiesta posterior a la ceremonia, sentado en la barra frente a su tercera o cuarta copa- si no estuviera llena de alemanes. Estos tipos viven con un palo metido por el culo que les llega al cerebro y les afecta la parte que se encarga de la imaginación.

Alberto se río sinceramente ante el comentario.

- ¡Es verdad! –prosiguió Raúl, envalentonado- Sólo a esta gente se le ocurriría elegir a un escritor tan falto de talento para darle su premio más importante.

- Bueno, ha publicado casi cien novelas y la mayoría se han vendido muy bien. Algo de talento tendrá, digo yo.

- ¡Naaaaá! Lo que pasa es que Arteaga tiene el mismo tipo de palo metido por el culo que le afecta la parte que se encarga de la imaginación. Por eso se lleva tan bien con esta gente. ¡Joder, lo adoran! –dijo, abarcando con su mano el atestado salón-. Además, no habrá escrito ni quince de “sus” novelas.

Alberto sonrió ante la previsión de asistir a otra perorata sobre la supuesta falsa autoría de la mayoría de novelas que publicaban los escritores de renombre. Era uno de los temas favoritos de Olmedo.

- La mayoría de las novelas que publican los grandes nombres hoy en día no las han escrito ellos –se lanzó el periodista, alzando su vaso-. Todo el mundo tiene un negro. O varios. Algunos tienen incluso un ghetto propio. Hoy en día, los negros ya no recogen algodón; escriben novelas para otros –dijo, riendo su propia gracia.

Se volvió hacia la barra e hizo un desganado gesto al camarero, señalando su vaso. Sus hombros se hundieron imperceptiblemente.

“Yo podría haber sido un gran escritor…” pensó Alberto, imitando la voz del periodista en su cabeza.

- Yo podría haber sido un gran escritor –prosiguió Olmedo, buscando algo en el fondo de su vaso-, pero me negué a trabajar para otros. Ésa es la vida de un escritor: empiezas escribiendo para que firme otro; si tienes suerte, un día firmas lo que escribes. Si tienes mucha suerte, verás tu nombre en lo que otros escriben para ti. Y si cuentas con losamigos adecuados, ¡hasta te harán un homenaje en Berlín!

El periodista se giró hacia el fotógrafo que miraba su copa con una sonrisa torcida en los labios. Lo contempló como si lo viese por primera vez. Después, con una carcajada seca, soltó su vaso.

- Bueno, se acabó por hoy –miró su reloj y, dando una palmada en el hombro de Alberto, añadió con una risotada-. Hay un artículo que escribir para mañana.

Un par de horas más tarde, Alberto estaba sentado ante el ordenador, con la grabadora de Olmedo junto a su libreta, con apenas cuatro notas garabateadas y un titular, que era lo único que el periodista elegía siempre, subrayado con fuerza. “Berlín se rinde a los pies del maestro”.

Alberto sonrió pensando que quizás éstos eran los primeros pasos de una prometedora carrera como escritor.

concursoderelatos
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  • 1 de Julio de 2010 a las 16:04
La banca siempre gana



��������� Mi padre lo sabía: la banca siempre gana. O al menos se repetía una y otra vez la salmodia cuando regresaba de gastarse la parte del sueldo que mi madre no conseguía esconderle a su cinturón. La mirada perdida en el abismo de la tele, la mano derecha acariciando el labio del último botellín de cerveza, la boca apenas abierta.
��������� La banca siempre gana, repetía en un susurro tratando de convencer, de una vez por todas, a su blanda sesera de aquella obviedad, hasta que el botellín rodaba por el suelo y a mi padre comenzaba a escurrirle un hilo de baba perfilándole la barbilla.
No sé qué me daba más miedo, si verlo sumido a media luz en ese trance que todos en casa, hasta él mismo, sabíamos inútil o durmiendo en el sillón con la cabeza descolgada como la de un perro mal ahorcado. No sé qué me daba más asco.
��������� Por suerte tuvo la dignidad de saltar a las vías del tren una de esas noches en las que la paga extra significaba derrota extra. Curiosamente mi madre nunca aceptó aquel suicidio, siempre dijo estar segura de que lo habían matado. ¿Qué más daría? El mundo era un lugar mejor sin mi padre. Para ella fue un alivio, aunque nunca lo reconociera. No más preocupaciones, no más gritos, no más golpes. Si insistía en defender la teoría del asesinato era sólo para acallar su mala conciencia. Más de una vez deseó su muerte, como yo, como todos. Todos menos la banca. A la banca simplemente le dio igual. La banca siempre gana.
��������� El día del entierro aconsejaron a mi madre que lo mejor sería dejarme en casa de alguna vecina, que un niño de once años no tenía por qué pasar por aquello. Cuando me vieron aparecer en el salón, duchado y vestido para el funeral con lo mejor que encontré en el armario, nadie creyó que fuera posible evitar que asistiera. Mi madre me tendió la mano y me dio un beso cuando llegué a su lado. No nos separamos hasta que el albañil de turno selló el nicho con cuatro paletadas rápidas.
��������� —Ya está —dijo mi madre sólo para mí—, ya podemos olvidarlo.
Yo ya había empezado a hacerlo desde el momento que el ataúd ocupó su lugar, mientras mis tíos se acercaban con las coronas de flores para olvidarlas también en ese agujero.

��������� Mi madre no olvidó entonces a mi padre. Años después descubrí que nunca lo haría. Fue tras la convocatoria de septiembre de selectividad, había suspendido en junio. Tras el último examen, los del mi instituto habíamos quedado en tomar algo para celebrar el fin de la semana fatal. Pero yo no estaba para fiestas. Historia del arte, la que entonces fue mi mejor baza, ahora podría dejarme un año varado. No, no había suerte que celebrar. Volví a casa. Volví a casa demasiado pronto.
��������� Encontré a mi madre en la cama, con un camisón que dejaba ver más de lo que un hijo quiere imaginar. Echada de lado sobre la almohada, acariciaba la foto de su esposo, la llevaba hasta sus labios y volvía a dejarla en el lecho para seguir acariciándola. A modo de sábanas, las camisas, pantalones, camisetas y demás prendas de mi padre cubrían sus piernas.
��������� —Tu padre era un buen hombre, hijo, un buen hombre con mala suerte. Ahora ya eres mayor, ahora ya puedes entenderlo —no me miró mientras me hablaba. �
��������� Yo no lo entendí. Durante esos años se empeñó en que ya podíamos olvidar a mi padre cada vez que su fantasma intentaba colarse en nuestras vidas. Estaba claro que se refería solamente a la parte de él que no encajaba con la imagen que ella se había creado, quién sabe si años antes de conocerlo siquiera. Y ahí seguía, adorándolo después de todo.
��������� La rabia me hizo dar un manotazo a las prendas que la arropaban. Por fin me prestó atención, pero había perdido la mía. En sus piernas, enroscado a sus blancas y fofas piernas, estaba el cinturón de mi padre. Lo agarré por la hebilla y tiré de él deshaciendo la presa. Creí escuchar un gemido. No hice caso. Uní el metal con el cuero y de un golpe seco hice restallar la correa.
��������� No sé qué me dio más miedo, si la humedad anhelante de mi madre al ver de nuevo una mano velluda a punto de imponer su autoridad o la fuerza con la que mis manos se cerraban en un puño, último eslabón de una cadena de músculos tensos, ansiosos por soltar el primer golpe. No sé qué me dio más asco.
��������� —Si apruebo me iré a estudiar con el tío Virgilio —ya estaba hablado con mi padrino, solté el cinturón y me marché a mi cuarto.
��������� Aprobé.

��������� El tío Virgilio era el hermano mayor de mi madre.
��������� Mientras mi padre estuvo vivo, apenas fue unos breves comentarios en conversaciones telefónicas de mi madre con la abuela y llamadas para felicitarme por mi cumpleaños.
��������� —Buenas peque, pásame con mi ahijado.
��������� —¡Que soy yo, tito!
��������� —Vaya, creí que eras tu madre. Pues nada: ¡felicidades campeón! Espero no haberme equivocado de día.
��������� —¡Qué va, sí, has acertado!
��������� —¿Sí?, ¡qué bien!
��������� —Sí, has tenido suer...
��������� —Y ¿qué tal, te han regalado muchas cosas? Seguro que sí. Oye, tengo un poco de prisa. Dile a tu madre que estaré en Viena hasta julio con el seminario de restauración de instrumentos del XVII, por si llama la abuela, ¿vale?
��������� —Vale, ¿sabes padr...
��������� —Que no se te olvide. Por ahí todo bien, ¿verdad? Vaya, te tengo que dejar campeón. Un beso y pásalo en grande.
��������� —Un bes...
��������� —Adiós, y no te olvides: hasta julio, seminario de restauración en Viena.
��������� Por aquel entonces fue la conversación más larga que tuvimos.
��������� Después de morir mi padre sus llamadas no se prodigaron mucho más, seguía tan ocupado como siempre, pero al menos prestaba oído cuando lo necesitábamos. También dinero. Algunas transferencias salvavidas, que mi madre le pidió, que se convirtieron en mensuales. Al fin y al cabo ganaba más de lo que necesitaba. Su vida era su trabajo y sus estudios, no gastaba demasiado, y la transferencia automática le ahorraba perder su tiempo en ir al banco.
��������� Vivir con él no fue como esperaba. Aún tenía peldaños que escalar para llegar a lo más alto de la administración. Al menos hasta lo más alto que permite el esfuerzo personal, al margen de designaciones políticas y meritos de pasillo. Nunca debí nada a nadie, repetía. Aún le quedaban vacíos que colmar con títulos en el salón. Tenía un plan de carrera que seguía y revisaba concienzudamente. No cuento ni con la suerte, añadía.
��������� No sé qué me daba más miedo, si las palizas que nos pegábamos estudiando sin más tregua que aquella que la cafetera tenía a bien otorgarnos antes de rozar el delirio insomne, cuando no el adrenérgico a golpe de anfetaminas, o los momentos de traicionera pereza que nos ocultábamos el uno al otro para no mostrar debilidad en la perversa competición que se prolongó durante aquellas cinco eternidades académicas. No sé qué me daba más asco.
��������� Licenciado en económicas cum laude. Colgué mis hábitos estudiantiles.

��������� Mis notas me abrieron muchas puertas, pero el tablero empresarial no necesita disfrazarse de meritocracia. Al final todo se reduce a ratios de productividad. Sacrosantos beneficios. Además está el problema de la dispersión geográfica, porque también es cuestión de contactos, de buscarlos, de conocerlos y sobre todo acertar el momento en que llamar a sus puertas. Desde una delegación perdida en la Siberia no es fácil por muy director que seas. Así, renuncié a varios ascensos griegos para mantenerme cerca de los que me aseguraron un sillón de piel en la planta noble de la Castellana. Sólo tuve que aguantar, tenerlo todo calculado, jugar bien mis bazas. Ignoré los imprevistos golpes de suerte y esperé las apuestas seguras que arreglé durante esos años.
No estuvo tan mal, hasta tuve tiempo para montar una vida: encontré una chica guapa que no creía serlo, compramos un ático redecorado por el Corte Inglés periódicamente, cambiábamos los coches antes de tener que poner la horrible pegatina de la I. T. V., no pasábamos las vacaciones a menos de cinco mil kilómetros, y hasta tuvimos un crío sacrificando durante un una temporadita algo de ocio y algún caprichín. Resultaba embriagador dejarse llevar.
��������� Hasta que llegaron los rumores de la fusión.
��������� No sé qué me dio más miedo, si la frialdad de la lógica matemática por la que la optimización de recursos para no reducir beneficios dejaba en la calle, sin miramientos, a miles de empleados redundantes, o la velocidad con la que comencé a calcular los descartes que tendría que hacer para evitar mi cese. No sé qué me dio más asco.
��������� Me supe desahuciado al llegar al piso de altos ejecutivos del aparcamiento. Los mercedes apenas se diferenciaban en el color. En el fondo todos éramos iguales, no había diferencias entre unos y otros, ni siquiera en el color de las chaquetas que palmeaban nuestras espaldas. Sería una lotería y todos creíamos tener el décimo afortunado, pero jugársela era perderlo todo.
��������� Trabajé para mí. Me había quitado la venda justo a tiempo. Los rumores eran más que benévolos, no habría fusión sino una planificada quiebra. Todos a la calle con lo puesto y el resto para los chacales. Negocié mi salida, lo que estaba por venir me aseguró una mordaza de ceros.
��������� Leí el documento frente al director general y dos abogados. Todo correcto. No parecía haber otra. Al menos podría salir con un maletín lleno antes de que cerraran el chiringuito. No firmé. No quería deberles nada. El director general ni se inmutó, creyó leer el farol y sacó otra copia del documento que añadía un cero a la compensación. Un cero que restalló en mi cabeza. Un cero que sostendría a mi familia condenando a otras a su suerte. Un cero cómodo que se repartiría entre otros si yo contaba lo que sabía. Deslicé la pluma. Salí sabiéndome vencido.
��������� Mi padre lo sabía. No importa lo que hagas. No importa el resultado. Si juegas sólo hay una regla: la banca siempre gana.

concursoderelatos
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  • 1 de Julio de 2010 a las 19:27
PASEN Y VEAN

Iba sentado slo en la parte trasera del carromato, bajo la lona que cubra la mercanca, a salvo de las miradas curiosas. Intent acomodarse entre sacos de grano y cajas de carne seca, procurando mantenerse erguido a pesar del traqueteo de aquel montn de madera sobre ruedas que pareca a punto de desmontarse en cada bache. No era fcil; su cuerpo no se adaptaba con facilidad a casi ningn espacio y, con frecuencia, acababa en posturas que terminaban por impedirle respirar. Su espritu, a pesar de su voluntad, tampoco se senta cmodo...

-Todo bien?

Respondi con un “s” escueto. No tena nimo para conversaciones ni aqul era el mejor de los interlocutores posibles. Ni le hubiera mirado de no ser porque lo escuch escupir tabaco. Lo vio ladear la cabeza y limpiarse con la manga el hilillo de baba marrn que se le desliz por la barbilla. Sinti asco, un sentimiento que jams reconoca en voz alta porque el mundo haba decidido que l estaba en el grupo de los que lo producan.

Le dola la cadera. Llevaban demasiado tiempo de viaje; quiz no para una persona normal, pero s para alguien con su estructura sea. Se acerc al hombre que sujetaba las riendas y le toc levemente el hombro.

-Falta mucho? -le pregunt.
-No. Y no vuelvas a tocarme.

Volvi a los sacos y a mantener el equilibrio. Hubiera deseado no slo tocar a aquel tipo, sino hacerlo lo suficientemente fuerte como para arrancarle la cabeza del sitio. Aunque llevaba soportando cosas como aquella desde que tena uso de razn, segua sin acostumbrarse. Siempre pens que, con el tiempo, de las burlas y los palos slo le dolera lo segundo; pero no fue as. Y cuando intent aceptar su deformidad, los dems no dejaron que lo hiciese.

El carromato se detuvo. Sin moverse del sitio, intent saber si haban llegado; pero la noche era demasiado cerrada como para ver nada sin estar cerca.

-Coge tus cosas y baja.

Obedeci. A duras penas pis el suelo, apretando los dientes para no soltar un quejido cuando las vrtebras se le colocaron de mala manera -no saban hacerlo de otro modo-. Ech a andar dos pasos por detrs, levantando la vista, intentando ver dnde habra de vivir a partir de ahora, a dnde le haba llevado su decisin de convertirse en un derrotado.

Haba jurado no hacerlo. No importaban las humillaciones, ni los insultos, ni las mofas, ni los golpes; haba jurado que jams ira a parar a un sitio como aqul y obedeciendo a un tipo como al que ahora segua. Una y otra vez fue el hombre cado que se levanta. Una y otra vez llam a puertas pidiendo oportunidades. Una y otra vez, sabindose dbil, fingi perdonar a los que le castigaban. Haba peleado hasta la extenuacin y haba llegado ms all; haba llegado al hambre. Y se rindi. Por eso estaba all, por eso iba a prestarse a aquello, por eso esa noche iba a dormir en un circo de fenmenos.

Se record dos das atrs, tirado de costado junto a una tienda de licores, con la mano extendida pidiendo para comer. Record a una mujer gorda, con un vestido oscuro, murmurar algo sobre el asco. Record el sonido de las pocas monedas que obtena cayendo en el suelo, junto a su mano. Record las punzadas dolientes del hambre. Record al Seor Perkins llegando en el carromato, el mismo Seor Perkins que lo haba llevado hasta all y el mismo carromato en el que se le haba mazado el cuerpo entero despus de no saba cuntas horas de viaje. Record cmo lo hizo levantar del suelo y como lo examin, desde los dientes hasta los pies, sin dejar de sonrer ni un solo momento. Record la enumeracin de sus deformidades en boca de aquel desconocido (“pstulas, manos gigantescas, el crneo tan grande como mi circo... eres una joya, muchacho. Un monstruo muy til”). Record la oferta (“yo te doy de comer y t actas en mi circo”). Y record haber aceptado, tragndose toda la dignidad que, hasta ese momento, lo haba mantenido alejado de carpas, carromatos y exhibiciones.

-De momento vivirs con Luigi. Si te lo ganas, tendrs tu propio carromato.

Mir aquellos cajones de madera sobre ruedas y reconoci para s que era mejor que lo que haba tenido desde haca demasiado tiempo; pero no dijo nada. Aqul era un trato, un acuerdo laboral obsceno, en donde el agradecimiento no tena cabida.

El Seor Perkins golpe con los nudillos la puerta del primero de los carromatos. Desde dentro, alguien pidi paciencia (“un momento...”). Por fin, apareci Luigi en todo su esplendor, exhibiendo su medio metro de hombre.

-Vaya, vaya... As que ste es el nuevo... El hombre elefante?
-S, Luigi, s -dijo el Seor Perkins- He ido a Europa y he vuelto con l. Adems de enano eres tonto?
-Pues es igual...
-Esto es Amrica! Si queremos un hombre elefante, lo buscamos -se volvi hacia el nuevo-. Vamos, sube -esper a que estuviese arriba antes de volver a hablar-. Ya te dije que se quedara contigo de momento.
-S, bueno, de momento... Cmo vas a llamarlo?
-Habr que pensar en algo... Venga! Djalo dormir; nada de presentarle a los otros. Maana tenemos tres pases...

El Seor Perkins se retir, fantaseando con los xitos que alcanzara con aquella rareza exclusiva. Ahora s iba a llenarse los bolsillos, ahora s estara entre los grandes; porque ninguno de ellos -ni los hermanos Ringling, ni los hermanos Sells, ni el bastardo de Phileas Barnum- tenan una joya como la suya...

-Cmo te llamas? -Luigi seal un jergn al fondo del carromato, en el suelo- Sabes hablar, no?
-Thomas -lo dijo entre dientes, mientras dejaba el hatillo donde le haba sealado Luigi.
-Eres grande! Mientras compartamos carromato, te vendr bien que yo sea as de pequeo... Quieres comer algo, Thomas?
-No, gracias. Puedo sentarme en algn sitio?
-Prueba ah -y seal un par de sillas y, sin disimulo, sigui con la vista los esfuerzos del nuevo para asentar las posaderas en el asiento y la columna en el respaldo. Escuch los bufidos de esfuerzo y los quejidos entre dientes.
-Puedes dejar de mirarme? -el tono de Thomas no fue amable.
-Que deje de mirarte? -Luigi estall en una carcajada- Ests en un circo de fenmenos, muchacho! Vas a hartarte de que te miren -hizo dos pasos de claqu-, vas a hacer lo imposible para que te miren.
-Yo no soy un payaso.
-No, amigo, no eres un payaso; eres un monstruo extraordinario. Si yo tuviese tu suerte...
-Mi suerte?
-A la gente ya no le llama la atencin un enano, pero alguien como t... Si yo tuviese tu porte de elefante, sera la estrella de este circo -camin hasta una pequea cocina de carbn y puso a calentar una tetera-. La gente aplaudira impaciente para verme aparecer: Luigi! Luigi! Luigi!...
-No creo que ests hablando en serio... No creo que de verdad quieras que la gente te mire con asco...

El gesto de Luigi cambi. Haba dejado el tono circense cuando volvi a hablar.

-Mira, amigo... Cuando la gente no est dispuesta a sentarte en su mesa a la hora de comer, es un placer que gaste el dinero para que t tambin tengas una mesa a la que sentarte. ste es el nico sitio del mundo en el que sers alguien y el nico en el que no tendrs la sensacin de estorbar.
-Todos pensis igual en este sitio?
-Todos. La mujer barbuda y el hombre sapo. Y Webster y su parsito en forma de pierna... Y sabes por qu? Porque todos estbamos peor antes de venir aqu.

Thomas se levant con esfuerzo, negando con la cabeza.

-No, no, no... Ests equivocado... Puede que yo tambin estuviese peor antes de venir aqu, pero yo no soy como vosotros. Yo tengo dignidad -se dirigi al jergn-. Yo no voy a babear para llamar la atencin de la gente... Soy deforme, no estpido -dej escapar un quejido cuando consigui tenderse sobre el jergn-. Exhibir mis malformaciones por supervivencia y para que no me pateen en los callejones, pero no bailar al son de Perkins -mir una ltima vez a Luigi antes de volverse de espaldas-. Adems, no han visto nada como yo antes. No voy a necesitar bailar para llamar la atencin, tan slo descubrirme el rostro.

Luigi sonri, aunque el elefante ya no poda verlo.

-Bien, eso tranquilizar a Webster. Le gustar que no vayas a pelearle el papel de estrella...




A la maana siguiente, el primer grupo de espectadores se agolpaba frente al escenario de la mujer barbuda, en la entrada del pequeo circo. Thomas esperaba, lleno de asco, desde el fondo de su jaula -”que crean que eres peligroso; entiendes?”, haba dicho el Seor Perkins-. Escuch el murmullo del grupo, guiado por un Luigi en el papel de esperpntico maestro de ceremonias. Fue consciente del xito de Webster y su parsito, en el escenario central, por la voz de Luigi pidiendo orden y contencin al pblico. Y cuando lleg su momento y Luigi descorri las cortinas del escenario del Hombre Elefante Americano, permaneci encogido en el fondo de la jaula, sin moverse, dejando que el enano contase aquella historia mentirosa que Perkins se haba inventado y que hablaba de una mujer en cinta atacada por una manada de elefantes...

La gente, frente a su jaula, se movi buscando el mejor de los ngulos para ver a aquel hbrido de hombre y bestia que apenas sali de la penumbra. Y cuando se cans de su cabeza y su torso deforme, volvi atrs y se entusiasm de nuevo con Webster y su pierna parsito.

Y Thomas sinti un dolor nuevo: ser rechazado como monstruo. Y el orgullo se le levant en armas. As que El Hombre Elefante Americano, se abalanz contra los barrotes y, babeando, barrit para llamar la atencin de un pblico que, de pronto, quiso para s.

Luigi sonri.
indianavelarde
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  • 1 de Julio de 2010 a las 22:00
¡Campana y se acabó! Ni un relato más ni uno menos. Ya estamos todos y todas. Dadme unos minutos y abriré el hilo de votaciones.
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