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manuelvicentrubert
manuelvicentrubert
Mensajes: 101
Fecha de ingreso: 1 de Febrero de 2010

XXXVII Certamen de Relatos: EL VERANO

5 de Julio de 2010 a las 2:41

Tema: el verano. 

Mínimo 200 y máximo 1700 palabras. Fecha tope, si no me equivoco, el jueves 15 de julio hasta las 22 horas.

Veranola más calida de las cuatro estaciones. Se caracteriza por poseer los días más largos y las noches más cortas. 

A mí, en concreto, se me viene a la cabeza: el sol, el calor, la sequía, el bochorno, la playa, el mar, la gente que no ha visto el mar, los chiringuitos, los chuloputas, los chuloplayas, las piscinas, los guiris rojos como gambas, la cerveza, las fiestas del pueblo, la calima del verano en la ciudad, la ciudad desierta en verano, el gran amor de aquel verano, currar en verano, el sueño de una noche de verano, los festivales, una alegoría del verano como ha dicho R2, (incluso el San Fermín, porque no).    

En fin, que podéis simplemete usar el verano como telón de fondo o escribir sobre la muerte de Chanquete. 

Espero que el tema os inspire.

A escribir.

 

lapoeta
Mensajes: 71
Fecha de ingreso: 14 de Junio de 2010
  • CITAR
  • 5 de Julio de 2010 a las 19:41

 Entiendo que los relatos se pueden desarrollar en verano o pueden tener el verano como telón de fondo.

manuelvicentrubert
manuelvicentrubert
Mensajes: 101
Fecha de ingreso: 1 de Febrero de 2010
  • CITAR
  • 5 de Julio de 2010 a las 19:45
cita de lapoeta

 Entiendo que los relatos se pueden desarrollar en verano o pueden tener el verano como telón de fondo.

Así es

Por cierto, abro ya el post pre-veraniego

concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
  • CITAR
  • 5 de Julio de 2010 a las 19:45

                           LO QUE PASA EN VERANO

 

 

     Mirar fijamente a sus ojos. ¿Por qué?  Oler su pelo. ¿Por qué?

     Porque no me quedaba más remedio si quería sobrevivir a mí mismo.

     Envuelta en su propia arrogancia, Miranda se levantó la falda y me mostró lo mejor de sí misma; un momento único, como si el tiempo se hubiera parado en el corto espacio que nos separaba. Hacía calor. Yo entonces todavía no sabía que las cosas podían ir aún peor.

 

     En algún sitio escuché que la mejor manera de vencer el miedo es aprender a trabajar sin red. Y precisamente eso es lo que pretendía hacer junto a Miranda, sin saber que en realidad me estaba precipitando en un maldito agujero negro.

 

     Agosto es un mes odioso; calor… más bien bochorno y humedad. La playa de noche es un ente independiente del mundo, del planeta. La respiración de miles de personas se concentra sobre la arena, sobre las olas que resbalan en la orilla y por un breve instante se convierte en bruma que se niega a desaparecer. El planeta entero bufa entre calles estrechas y cascos históricos que perecen bajo el haz luminoso de interminables noches de verano. Músicas ininteligibles y desconcertantes retumban sobre tejas añejas que vibran y sobre visillos de ventanas abiertas que se mecen con pereza.

 

     Miranda ignoró al mundo, sólo ronroneó y se dejó acariciar por mis torpes manos. El eco de voces desconocidas tomaba el recodo de la pequeña cala y se disipaba mar adentro, ahogado por el rumor de las olas que un suave viento de Poniente empujaba hacia la costa.

     Me pidió que la penetrara… o al menos eso fue lo que quise entender. Habló en un idioma que bien pudiera ser el primer idioma del ser humano. Usó palabras que cualquier hombre hubiera podido entender, en cualquier lugar del mundo.

     Lo hice, sentí la cálida acogida de músculos y terminaciones nerviosas. Allí también hacía calor. Hacía calor en cada rincón de su cuerpo, hacía calor entre las rocas, hacía calor en la arena y hacía calor a cada movimiento de mi pelvis, que bruscamente intentaba acompasar su movimiento a los de Miranda.

 

     Más allá de la lealtad, el ser humano busca emparejarse por una mera necesidad física. Todo lo demás es cinismo y autocomplacencia. Si aquel pensamiento era cierto, ¿qué hacía yo pensando en Laura?, ¿por qué intentaba recordar sus rasgos mientras hacía el amor con Miranda? Tal vez porque no era más que una excusa, una manera como otra cualquiera de hacer callar a mi conciencia.

 

     El éxtasis es un fugaz punto luminoso que se abre paso a través de unos ojos cerrados. Una luz primigenia que estimula cada nervio con la intensidad de miles de voltios. Me agité con violencia antes de vaciarme sobre su espalda con inusitada violencia. Gruñí, gemía y me dejé caer sobre la arena. Después, Miranda se perdió entre las voces. Yo no hice nada, simplemente la dejé marchar.

 

     Contemplar un amanecer en verano es como sumergirse en la nostalgia. Un día acabado, terminado. Una vez consumida la llama etérea de la ferocidad nocturna, tan sólo queda la incertidumbre y el futuro. Agosto perece y con él la vida, el lapsus que nos convierte temporalmente en seres humanos.

    

     Regresé a la pensión, a las calles vacías y abandonadas por la marabunta. Subí las escaleras; los peldaños de madera crujieron bajo el peso de mi cuerpo agotado y vacío. Sin levantar los ojos del suelo tropecé con otro ser humano. Crucé mi mirada con la suya; la misma sensación de torpeza reflejada en sus pupilas, la misma pretensión de perpetuar el instante y la misma frustración temblando en sus piernas. Pasé de largo; la puerta de mi habitación estaba entreabierta. La empujé sin atreverme a entrar. Era como una fotografía fija, como si ante mí se desarrollara una escena que me era familiar.

     Laura yacía en la cama; su piel brillaba bajo los primeros rayos del sol que penetraban por la ventana abierta de par en par. Sentí la tentación de colarme entre las sábanas y hacerle el amor. Sin querer palpé el hueco horadado en el colchón y sentí la humedad, el calor humano que desprendía. Suspiré y recordé los ojos vacíos de la escalera.

     Es lo que pasa en verano.

 

concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 6 de Julio de 2010 a las 1:24

Aquellas tardes

 

Me enteré una de esas veces en las que salía de casa, con el último bocado de plátano y pan en la boca. «El pan acompaña a las bananas, al membrillo y a las naranjas, pero no a las manzanas; a las peras tampoco les sienta bien», decía mi madre.

Repito, que una de esas ocasiones, cuando bajaba de a dos y de a tres, girando en los descansillos, agarrándome de la barandilla y volando hacia el siguiente tramo de escalera, hasta alcanzar la calle, los mellizos me contaron que un chino le había dado una paliza al Toni. Era una historia excelente, desde luego.

Dijeron que en la Feria, donde colocaban los coches de choque, en los que sonaban Los Chichos o Antonio Machín, pero jamás The Temptations, que un chino le pegó al Toni, un gitano de más de 20 años y casi cien kilos de grasa y músculo, siempre vestido con camiseta ombliguera y pantalón de campana. Era un tío peligroso, pero había recibido una paliza de un chino pequeño.

Esas cosas interesantes te las contaban a la hora de la siesta de los adultos; cuando aún faltaba un rato para que dejaran salir a los chicos de la urbanización privada a echar un partido de fútbol, pero los golfillos andábamos ya por la calle.

Y en otra ocasión, el Rai nos advirtió de que al despertarse por la noche, había visto una luz verde en su propia terraza. ¿Os lo podéis imaginar? ¡En su casa! Los mellizos, Rober y Raúl, no se lo creyeron. Yo tampoco, claro. Aunque estuve mirando durante varias semanas, desde mi balcón; cuando todos se habían acostado ya en casa, me levantaba para observar las terrazas, por si aparecían de nuevo.

Entonces era muy fácil despertarse. Bastaba con quererlo. A la hora que fuera. Se lo decía a mi cerebro y este me obedecía. Lo heredé de mi abuela, que se levantaba sin necesidad de un despertador. Conseguía hacerlo a cualquier hora, a las seis menos cinco, por ejemplo. Podías solicitarle la hora que necesitaras o la que más te gustase. Mi reloj personal era más impreciso, podía retrasar o adelantar. Pero servía para madrugar y también para intentar pillar desprevenidos a los extraterrestres en el balcón de mi amigo.

Aquel verano me enviarían la bicicleta desde Madrid y estuve hablando de ella durante semanas. Cuando no había historias que contar, tan excitantes como las de los Mellizos o el Rai, podíamos rememorar o inventar otras y mantenerlas vivas durante días.

La de la bicicleta duró bastante. Casi una semana, porque tampoco era muy jugosa. Iba a ser verde metálico y con frenos de zapatas, de las buenas. Aunque no llevaría correas de sujeción para los pedales, no iba a ser de carreras. Más bien de niña. Y se reían, porque tener una bici de niña, siendo un chico de 11 años sonaba un poco raro. Como si te pusieran una falda o una braga, en lugar de unos vaqueros de la mercería de don Ramón. A casi todos nos vestían en esa tienda.

A veces nos acercábamos a ver ropa, para hacer tiempo, hasta que bajaban los niños que tenían balón, los de la zona de los hotelitos, de la urbanización. Mi madre les llamaba así a las viviendas unifamiliares. Hotelitos. Aprovechábamos para ver los pantalones y las camisas en el escaparate de don Ramón. Este hombre apuntaba lo que nos compraban en una libreta, a nombre de nuestros padres.

La ropa siempre se estrenaba en domingo. Y se abonaba durante meses, hasta haber liquidado la cuenta. Como ahora con las hipotecas, pero en menos tiempo. Porque los pantalones tenían que durar, pero no tenían precio de por vida. Antes también pensábamos que una casa costaba toda una vida. Salvo que fueras rico. Como el peluquero.

Había uno en el barrio. El Manchego. Tenía un coche deportivo, de color calabaza. Y todos sabíamos que era rico. Su hijo poseía La Bicicleta. Una de carreras, con manetas de aluminio en aquel entonces y los frenos de cable. Las ruedas eran tubulares, casi de competición. Así que estábamos deseosos de que llegara la bicicleta desde Madrid, de segunda mano, pero bien conservada, según las noticias de mi madre y mi padre.

La mandarían por La Veloz Biosca. Nada que ver con la de Teodoro, Teo, claro; la del hijo de don Lucas, el peluquero; esa era la mejor bicicleta que podías imaginar. Y también era de color naranja apagado, como el coche de su padre. Íbamos a compartir la mía, hacerle mejoras, trucarla, no como a una moto, claro; pero sí hacerle cosas. Para ganarle a Teo, en alguna carrera.

Cuando la trajo la empresa de transporte, nos desilusionó un poco. Tenía guardabarros, unas redecillas de colores sobre las ruedas, dos banderas sobre la delantera y un timbre metálico; la de Teo disponía de una bocina moderna que sonaba como un automóvil y no tenía guardabarros, porque era mucho mejor.

Una vez le ganamos. Siempre corríamos los cuatro: los Mellizos, el Rai y yo, frente al hijo del peluquero. Cada carrera la hacía uno de nosotros, contra Teo. Y él las ganaba todas. No nos dejaba usar la suya. Decía que su padre no se lo permitía. Así que era el que mejor montaba, porque tenía toda la experiencia y la mejor máquina.

Menos aquella vez. Ya habíamos trucado la bici. A la segunda semana de empezar con las carreras. Todas las tardes de aquel verano, de cuando la paliza del chino, los marcianos en la casa del Rai y la muerte de Rober, uno de los mellizos, salimos a montar en la bicicleta, desde que llegó.

Le habíamos quitado los guardabarros y también los frenos, para que no tuviera tanto peso; queríamos convertirla en Mercurio. Así la llamábamos. No por el metal que se emplea para los termómetros, sino por el personaje de Márvel, de los tebeos. Allí dibujaban a los héroes en color, pero sólo les daba para hacerlo en la cubierta; las viñetas en el interior las dejaban en blanco y negro. A veces conseguías, con los cambios de comics en el quiosco, alguno que tenía las páginas centrales coloreadas. Por algún niño o por algún futuro artista. Esos eran buenos, porque te hacías una idea de cómo podían ser las ciudades americanas de aquel entonces, donde vivían los héroes.

Pues eso, que un día, cuando ya habíamos perdido las primeras cuatro carreras, uno de los mellizos dijo «Tengo una intuición; dejarme la próxima, que esta vez le gano». Y le reconvenimos, claro; primero por decir que le iba a ganar; nosotros éramos un equipo y si ganabas, éramos todos los que conseguíamos la victoria.

Y segundo, porque no le tocaba a él; era yo el que tenía que correr esa ronda. Le llamábamos la vuelta, aunque sólo corríamos en dos calles, que formaban una L; el palo más largo era la calle del Concejal y la del palo corto, más ancha, la calle del Almirante. Esta era más peligrosa, porque los coches circulaban en doble dirección.

Si querías ganarle, tenías que alcanzar mucha velocidad en la larga y girar, rapidísimo, en la corta. Se terminaba delante del portal donde vivían los mellizos. Allí, en la línea de meta, cerca de la acera, se quedaba la hermana de Teo, para que no hubiera malos entendidos. Era mayor que él y por eso nos fiábamos. Aunque siendo de su familia, a veces le daba la victoria en las llegadas ajustadas.

Ella fue la que primero vio como lo mataba el vehículo. Porque para todos nosotros, lo había matado. Giró en la curva por delante de la bici de Teo, pero entonces entró en contacto con un coche, que le pasó por encima.

Perder la bicicleta no me importó. Recuerdo que tampoco temía que me castigaran por eso. Lo que me provocó más miedo fue saber que al día siguiente no iba a ver a los mellizos, sólo a uno de ellos.

No pude dormir; me pasé toda la noche levantándome cada pocos minutos, para mirar al balcón donde podían aparecer los marcianos. Pero no quería verles. Bueno, de haber aparecido sí. Quería encontrarme con el mellizo, con Rober. Y pedirle disculpas. Porque le mataron en mi turno. Yo tenía que haber corrido en su lugar.

Con el otoño vinieron las lluvias y nos mudamos de casa. Me cambiaron de colegio. A veces me acuerdo de estas historias. Cuando las cosas me van mal. Porque me tocaba a mí, pero no me pasó a mí. Tampoco me he encontrado con un chino violento en mi vida. Entonces me emociono y creo que voy a superar los problemas. Que lo voy a conseguir. Y me levanto y miro a otros balcones, buscando soluciones, cosas extraordinarias, historias de verano. Y una vez le vi, a Rober. Hace tiempo ya.

concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 6 de Julio de 2010 a las 22:00

CALOR QUE ARRASA LA NOCHE

    Todos duermen, y el calor asfixia las paredes que acogen a la familia Suárez. Al menos todos intentan establecer un pacto con el sueño para cederle sus mentes a cambio de reposo para el cuerpo. No lo consiguen. Raúl, el hijo veinteañero, se levanta y se pasea desnudo camino del refrigerador. Bebe agua fría, tan fría que le duele al atravesar la garganta. Se vuelve a su cuarto un poco más fresco, y al entrar, renuncia a la cama y se sienta en su escritorio. Allí le espera una hoja en blanco y la pluma que le regaló su abuela. Raúl quiere ser escritor, aunque sabe que no tiene talento para ello. Cree que le basta su imaginación, un poco de esfuerzo y ganas, muchas ganas.

 

    Las detectives Shalanda Melonie y Amparo Stark no tuvieron duda en aceptar el caso del inefable Hamilton. Y no porque dedujeran que su recompensa alcanzaría fácilmente los cuatro ceros, sino por el hecho de ser conscientes de la trascendencia de la resolución de un misterio que circulaba por todas la bocas de la ciudad.


    Raúl posa la pluma sobre la mesa. No puede seguir, no le salen las palabras. Lo achaca al calor. Menudo verano de 2002. Un pequeño ventilador lucha con valor con el fin de refrescar la habitación, pero es un esfuerzo en vano. Una gota de sudor del joven cae sobre la palabra “conscientes” y la tinta se expande. Se seca el cuerpo con la camiseta del día anterior y decide volver a la cama para tumbarse con los brazos extendidos, como si quisiera ser poseído por una brisa inexistente.


    En la habitación de al lado, su padre, Ricardo, no consigue conciliar el sueño. No sólo el calor le impide evadirse; la ausencia de su mujer le atormenta cada vez que su mente no está ocupada en alguna labor. Mira al otro lado de su cama, y lleva su brazo hacia ese hueco que aún huele a ella. No hay cuerpo que tocar, pero sí mucha presencia, mucho recuerdo vivo. Comienza a llorar, como todas las noches, tapándose la cara con la almohada por si se le escapa del alma algún quejido. Le duele pensar que él podría vivir aún 30 ó 40 años, más que los que pasó junto a su mujer. Pero cada noche le promete que siempre le será fiel.

 

    Raúl tiene su vientre cubierto de semen. La inesperada erección conllevó la habitual danza de la mano, que acabó como acaban siempre las fiestas en los pueblos, con fuegos artificiales. Se levanta para limpiarse con la camiseta del día anterior  y vuelve de nuevo a su escritorio, con su mano dispuesta a lograr aún más placer. Coge la pluma, y prosigue con ese primer párrafo imprescindible para cautivar la atención del lector.

 

    Las detectives Shalanda Melonie y Amparo Stark no tuvieron duda en aceptar el caso del inefable Hamilton. Y no porque dedujeran que su recompensa alcanzaría fácilmente los cuatro ceros, sino por el hecho de ser conscientes de la trascendencia de la resolución de un misterio que circulaba por todas la bocas de la ciudad. Tenían carta blanca para hablar con cualquier miembro de la plantilla de la empresa de Hamilton: una fábrica de compuestos aeronáuticos que alimentaba de un modo u otro a todas las familias de ese rincón de Yorkshire. El crimen sucedió en sus instalaciones, en el turno de noche, donde trabajan varios ex presidiarios de la comarca según el convenio establecido con el gobierno estatal.   

 

    Al otro lado del pasillo la abuela Carmen está sentada en la cama, con las piernas cruzadas como si fuese un jefe indio. Se debate entre la vida y la muerte… pero aún no lo sabe. El calor no le deja abrazarse al sueño. Tiene sed, mucha sed, pero se obliga a no beber. Su miedo a la incontinencia le hace actuar con esa actitud testaruda tan propia de la vejez. Intenta hacer memoria y recordar lo que ha hecho el día anterior, pero sólo le vienen imágenes borrosas. Seguramente fue a comprar al mercado, seguramente hizo la comida para la familia. Después la tarde se le echaría encima, y la noche le recordaría que había pasado otro día, y que tampoco había sido feliz.

 

    Raúl hace una llamada perdida por teléfono. Luego se tumba en el suelo boca abajo y adopta la posición propia para hacer flexiones. Inicia una tanda que, a medida que avanza, consigue que sus músculos se vayan marcando. Al llegar a la flexión 55, recibe una llamada perdida; en su móvil aparece el nombre “Iván”. Raúl se incorpora, se seca el sudor con la ya húmeda camiseta del día anterior, y se dirige desnudo a la puerta principal. Al otro lado está Iván, un chico de su misma edad y de misma apariencia. Le echa una larga mirada de arriba abajo, y caminan hacia la habitación. El recién llegado se desnuda y ambos se tumban en la cama, aún sin dirigirse la palabra, pero sin parar de decirse cosas con la mirada. Raúl no quiere sexo, sólo sentir el abrazo de quien ocupa su vida tras abandonar su falsa vida heterosexual. Iván le susurra algo al oído, y sonríen. Le devuelve el mudo comentario y carcajean sin emitir ruido alguno. Ambos sudan en la noche más calurosa del verano, aquella en la que el aire ha desaparecido de las calles. Y tras el silencio, Raúl le dice algo a su amigo, el cual le responde con una amplia sonrisa y un beso.
    Se levantan, se visten con prisas y meten algo de ropa en una mochila. Vuelve Raúl para coger la pluma y el cuaderno donde escribía. Antes de abandonar la casa, deja una nota en la nevera: “Me escapo del calor, me voy a Zahara con Iván”. Son las 2:30 de la madrugada cuando el Seat Ibiza del joven abandona Madrid camino de la costa gaditana. La música de los Eagles ejerce de banda sonora del viaje; luego sonarán los Rolling, los Beach Boys y David Bowie. 800 kilómetros de curvas, adelantamientos, paisajes negros, aire adentrándose por las ventanas y luces de colores decorando las carreteras. Pasar Scándalo’s indica que la mitad del camino ya se ha hecho. Despeñaperros quedó atrás hace tiempo, y los dos jóvenes ya pueden imaginar con más fluidez la brisa del estrecho rodeando sus rostros.
    El reloj de Raúl indica las 10.30 cuando salen del coche ataviados con dos toallas. Ven de frente la escalinata que les llevará al paraíso. A su izquierda, la casa del Sabina, y entre risas gritan: “¡Ehhhh, Sabinaaaaa!”. Entusiasmados, comienzan a bajar los peldaños de piedra a paso ligero, para convertir el trote en cabalgada al pisar la arena de la playa de los alemanes. Apenas hay nadie, sombrillas lejanas, y poco les importa. Se despojan de su ropa y, desnudos, corren hacia la orilla, que les recibe con una gran ola de espuma blanca. Mientras el frío mar del estrecho les aleja del calor de la pasada noche, el primer párrafo de su nuevo relato reina ya en aquella página que no será blanca nunca más; un relato que quizás acabe en el olvido, o quizás suponga el inicio de su ansiada carrera de escritor de éxito.

 

    Las detectives Shalanda Melonie y Amparo Stark no tuvieron duda en aceptar el caso del inefable Hamilton. Y no porque dedujeran que su recompensa alcanzaría fácilmente los cuatro ceros, sino por el hecho de ser conscientes de la trascendencia de la resolución de un misterio que circulaba por todas la bocas de la ciudad. Tenían carta blanca para hablar con cualquier miembro de la plantilla de la empresa de Hamilton: una fábrica de compuestos aeronáuticos que alimentaba de un modo u otro a todas las familias de ese rincón de Yorkshire. El crimen sucedió en sus instalaciones, en el turno de noche, donde trabajan varios ex presidiarios de la comarca según el convenio establecido con el gobierno estatal. Nada más llegar a la sala de máquinas, una mancha de sangre reseca les hizo intuir la agresividad del asesinato allí ocurrido. Amparo apreció odio en las miradas de los trabajadores que las observaban. No sólo había un asesino entre ellos, sino también un grupo cerrado de hombres poco dispuestos a resolver un crimen que, aunque sólo fue cometido por una mano, fue empujada por todas. Al fin y al cabo, el jefe de sección Downey era el ser más odiado por todos los que allí se dejaban sus huesos y, según parece, también el más despreciable.

concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 7 de Julio de 2010 a las 11:03
                                                    VERANO DEL 97



12 de Julio


Aquel verano yo era un muchacho de 15 años. De siempre me ha gustado el mes de Julio, los días siguen siendo largos y el calor no aprieta tanto como en Agosto. Además hay menos gente de vacaciones y se puede ir a cualquier lado sin que te empujen o haya cola. Claro que de eso me di cuenta mucho más tarde. Desde la ventana de mi cuarto podía ver los montes verdes llenos de árboles espesos, contrastando con el azul del cielo y los prados con vacas pastando pacíficamente en ellos. Y también a mi vecina cuando salía a secarse el pelo al aire, con poquita  ropa. La brisa era ligera y cálida y en ella flotaba un delicioso aroma a salitre y yodo que estimulaba mi cuerpo llenándolo de aquellas sensaciones extrañas cargadas de vida.

Bajé a la playa muy pronto, quería darle varias vueltas al kilómetro aproximado de arena de punta a punta y después tomar un delicioso baño refrescante. Por la barra salían a navegar pequeños botes de pesca y algunos yates y veleros, buscando la tranquilidad de alta mar. Sobre las doce más o menos mis amigos empezaron a llegar y entonces organizamos un partido de futbol. Koldo fue el último, como casi siempre, pero este día traía noticias frescas. Le encantaba ser el que sabía los cotilleos y amenudo tenía alguno para contar.

- ¿Os habéis enterado de la noticia?
- ¿Qué noticia, tío?
- Acaban de decirlo por la radio, lo he oído mientras desayunaba.
-¿A qué hora te levantas tú, cabrón? ¡Serás vago!
- Pues a la que se me pone en los cojones ¡no te fastidia! ¿Lo sabéis o no lo sabéis?
- Venga, suéltalo ya. A ver si es importante o no lo es.

Nos sentamos en la arena haciendo corro y los ojos de todos se volvieron hacia Koldo, como si fuera el gurú que dirigía una terapia de grupo, esperando saber qué era lo que tenía que contarnos.

- Han dicho que ETA acaba de secuestrar a un tío en Ermua y que han anunciado que si no acercan a los presos a Euskadi lo matarán.
- ¡Joder! Están majaras ¿cómo van a hacer eso?
- Si claro, locos de atar, pero si no fuera por ellos no se conseguiría nada en este país.
- ¿Qué dices? Ellos son precisamente el problema y no lo entienden.
- Podría decirte unas cuantas cosas que ellos han conseguido, pero tú si que  no lo entenderías.
- Cualquier cosa que consigan de esa manera, no merece la pena y es una mierda además. El que no entiendes nada eres tú.
- ¿Han dicho quien es el secuestrado, Koldo?
- No sé, era un concejal o algo así, pero no he oído si decían su nombre.
- ¡Joder tío, que pelotazas eres!
- No quería haceros esperar, coño. Luego andáis criticándome.
-¿Qué hacemos, jugamos el partido o nos vamos al chiringuito?  A lo mejor dicen algo por la tele.

En mi pueblo, sobre todo hace unos años, escuchar que ETA hacía esto o lo otro era como el pan nuestro de cada día. A veces era tanto el cansancio y la carga de las malas noticias, que procurábamos olvidarlas según las daban. Cuando yo iba a los campamentos de verano o al pueblo de mis tíos, que vivían en Extremadura, siempre tenía que andar explicando y justificando cosas que no entendía muy bien y que nada tenían que ver conmigo. Alguna vez alguien me llamaba etarra y yo no sabía qué decir, así que optaba por salir disparado a mi casa y comerme la rabia en silencio.

Pero también, cuando iba a casa de mis abuelos en Mundaka, oía hablar  de luchar por lo nuestro, de los que nos impedían ser lo que queríamos ser, de ocupación y borroka y tampoco entendía nada. Era como ser un marciano en medio de unos y de otros. Porque lo curioso es que yo me encontraba a gusto allí y aquí y no veía diferencias notables entre unos y otros; me lo decían mis padres y era la pura verdad. Lo único diferente era que allí hablaban un castellano curioso y lleno de palabras que yo no entendía a veces, pero me hacían gracia y me gustaban y aquí hablaban en euskera y yo sí les entendía pues era la lengua de mi madre.

La tele hablaba continuamente del secuestro. En el chiringuito la gente escuchaba expectante y preocupada. Tenía que ser algo muy grave porque nadie decía nada. El silencio asustaba. El concejal era un chico joven, poco más mayor que nosotros (Qué hacía metido en política !También son ganas! )  Parece que era del Partido Popular. Según pasaba el tiempo empezaron los comentarios. Por la playa se corrió el rumor y había grupos charlando acaloradamente, debajo de los toldos y al borde del agua.

- Dicen que lo matarán
- No creo que se atrevan a hacerlo
- No sería la primera vez
- También es cierto, pero así, a sangre fría
- A sangre fría lo hacen siempre
-Creo que me voy a ir a la ciudad, debiéramos de hacer algo
- ¿Qué podemos hacer nosotros? Ni caso nos hacen por más que digamos
- Algunos no dicen nada y encima les jalean, ahí está el problema. Yo voy a ir, a lo mejor organizan alguna manifestación o algo por el estilo. Y si no, me plantaré delante del Ayuntamiento a decir ¡Basta ya! Aunque no sirva de nada.
- ¡Joder! Tienes razón, al menos habremos hecho algo.

Las cosas no habían cambiado nada al mediodía, el gobierno seguía esperando que los terroristas entraran en razón y estos que el gobierno cediera. Nadie hizo nada. Mis padres decidieron olvidarse de vacaciones y  veraneo y volver a la ciudad. Me llevaron con ellos. Acordaron no ir en el coche y tomar el tren de cercanías y entonces fue cuando comprendimos que algo grande estaba pasando. Los andenes desbordaban gente que se empujaba intentando tomar el tren que estaba estacionado. Los altavoces avisaban que no se precipitaran que habían puesto trenes especiales y habría sitio para todos. Durante el trayecto nos mirábamos los unos a los otros en silencio, sabiendo a dónde íbamos todos y por qué. Contemplamos las caras demudadas de los que, como nosotros, deseaban gritar su indignación al mundo ante un hecho horrible. Y aún no había sucedido lo peor.



 Como hormigas saliendo de un hormiguero, llenamos las calles. La gente brotaba de aquí y allá caminando todos en la misma dirección sin que nadie hubiera dicho hacia dónde había que ir. Padres con hijos de mi edad y otros más pequeños en carritos, ancianos, mujeres y muchos jóvenes. La marea se fue arremolinando y pronto formó una piña que caminaba lentamente en dirección a ninguna parte. Nadie decía nada, el silencio sobrecogía el ánimo ya maltrecho. Sobre las cuatro, más o menos, un rumor se fue extendiendo de boca en boca y entonces si que aumentó el murmullo hasta convertirse en un lamento. Miguel Ángel Blanco acababa de ser asesinado, los etarras le habían pegado dos tiros y habían acabado con él. Un escalofrío recorrió nuestras espaldas y después supimos que todas las de los españoles que se habían manifestado al unísono por todas las ciudades y pueblos.

Tomamos el tren y volvimos al pueblo. De nuevo el silencio asustaba. No era normal, entre tanta gente que llenaba los vagones, aquel silencio espeso y triste de personas derrotadas y desilusionadas. Aquella sensación de frustración y rabia, la seguridad de que no había servido de nada el grito de tantos pidiendo la libertad de aquel hombre.

Volvimos a la playa al día siguiente. El verano seguía su marcha. Los mismos baños, las mismas carreras por la orilla e idénticos partidos de futbol. Seguimos mirando a las chicas que se bañaban en topless y haciendo comentarios picantes. Pero algo pesaba sobre nuestros ánimos que no nos dejaba disfrutar de todo ello como antes. Nuestras reuniones en el corro se hicieron más frecuentes, nuestras conversaciones se volvieron más serias. Ya ni siquiera discutíamos sobre lo nuestro  y lo de los demás. Aquello nos unió más que todas las palabras huecas y tendenciosas que pronto empezaron a escucharse y leerse en los medios.

Hasta que todo aquello se convirtió en Historia y cada uno la contó a su manera.



concursoderelatos
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  • 7 de Julio de 2010 a las 14:28

LAS LAGRIMAS DE ALFONSO

 

--¡Hijo, por el amor de Dios, no llores más! ¿No ves que tus padres estamos muriéndonos de pena por ti?

Alfonso, recién cumplidos los trece años, rozó al pasar la mano de su madre y lentamente, con la barbilla hundida en el pecho, se alejó hacia su habitación. Se encerró en ella, como todos los días.

Ana, la madre, triste y sin saber qué hacer, siguió preparando la cena.

Alrededor de las ocho sonó la puerta de entrada y Carlos apareció en la cocina; besó a su mujer y viéndola triste y callada, se quedó a su lado

--¿Qué ocurrió esta vez?

--Nada, Carlos, nada; lo de siempre con Alfonso.

--¿De nuevo se han metido con él en el colegio? –Carlos se sentó en una silla de la cocina, mientras Ana, sin poder soportar más la presión, rompió a llorar en silencio.

--No te preocupes, mujer, gracias a Dios, este curso ha terminado y para el próximo año, en este nuevo colegio para niños especiales no lo tratarán tan mal –se levantó de la silla, se acercó a su mujer y la besó de nuevo –voy a ver como está. Además, mañana nos iremos de veraneo a la playa y allí todo será diferente. Estaré dedicado a él todo el día. ¡Verás como vuelve como nuevo!

Carlos llamó con suavidad a la puerta de la habitación de su hijo. No le contestó. Volvió a llamar y al no recibir respuesta, abrió lentamente.

Sobre la cama, tumbado boca arriba, Alfonso miraba fijamente al techo, mientras dos hileras de lágrimas surcaban sus mejillas. Verle llorar y el silencio del dormitorio de un chico de trece años afectó profundamente a Carlos. Se acercó a él.

--¿Te encuentras mejor, hijo?

Alfonso asintió con la cabeza.

--¿Quieres contarme qué pasó hoy? Era el último día del curso y pensé que por una vez tus compañeros te hubiesen dejado tranquilo; pero veo que no.

--No, papá, nunca me dejarán tranquilo.

--Bueno, hijo, no te preocupes; mañana salimos de vacaciones y te prometo que lo vamos a pasar estupendamente. Además, como el año que viene ya no irás a este colegio, todo habrá terminado.

Alfonso desvió la mirada hacia su padre.

--Sabes que no, papá. Esté donde esté., siempre llamaré la atención con este cuerpo. ¿Por qué tuve que nacer así?

--Hijo, esas cosas no la podemos evitar, ni los padres, ni los médicos. El síndrome de Proteus no se ve durante el embarazo y…

--Pero mis compañeros en el colegio me han dicho que la enfermedad va a más y que me moriré pronto.

--¡No, no, hijo, eso no es verdad! Hoy día hay ciertos tratamientos que pueden ralentizar el avance de la enfermedad. Yo no desespero y tengo confianza en la ciencia. Igual pronto encuentran la solución.

--Si, pero ya a mí no me servirá de nada. No me importa que los mayores me miren cuando paso, pero la maldad de los niños no la puedo aguantar.

--¿Qué ha pasado hoy que te ha afectado tanto?

--Cuando hemos salido, después de recibir las calificaciones, Agustín, el hijo de vuestros amigos, se ha acercado a mí; venía con Elisa, esa chica que tanto me gusta, y me ha preguntado si había aprobado todo. Le he contestado que sí. No le ha gustado nada porque él ha suspendido tres y ha empezado a meterse conmigo y a decirme que los profes me aprueban por lo horrible que soy, para que al año siguiente no tengan que verme en clase.

--Pero, hijo, eso tú ya lo tenías superado. Recuerda la última reunión con el psicólogo. Le aseguraste que ya esas cosas no te afectaban.

--¡Lo sé, papá, lo sé, pero es que no ha sido eso!

--¿Entonces? –le preguntó Carlos algo sorprendido

--Es que… --y Alfonso se quedó callado, mirando hacia el suelo –es que me da vergüenza decírtelo.

--Está bien, Fonsi, no me  lo cuentes a mí, que ya tu madre me explicará que ha pasado.

--Es que tampoco se lo he dicho a mamá. A ella me da más vergüenza decírselo.

Carlos, intrigado ante la reacción tan atípica de su hijo, se quedó en silencio, mirándole. Al poco, vio como Alfonso se incorporaba algo más en la cama y sin mirarle dijo algo. Con voz tan baja que Carlos no le entendió nada.

--Perdona Fonsi, es que no te he oído.

--¡Que la culpa la tuvo Elisa. Cuando vio que Agustín no paraba de meterse conmigo y que otros chicos del colegio se acercaban a nosotros, le gritó a Agustín: “¡Déjale en paz, Gus, que ya bastante tiene el pobre; además, lo de las notas es envidia que le tienes!”. Luego se acercó a mí y apretándome contra ella me dio un beso en la cara.

--¡Vaya! Ese gesto la honra mucho.

--Sí pero es que… --y de nuevo, Alfonso, bajó los ojos, avergonzado. No habló Carlos. Esperó pacientemente a que su hijo tomara la fuerza necesaria para contárselo, sin tener que presionarle. Al poco, siguió hablando --…es que cuando ella se apretó contra mí, me puse muy nervioso y… --de nuevo otro silencio. Finalmente, debió encontrar las fuerzas necesarias y explotó, gritando --…¡pues que la coleta se me puso muy dura y cuando los niños se dieron cuenta del bulto de mis pantalones, empezaron a…! --no pudo contenerse más y las lágrimas volvieron a sus ojos. Carlos, viéndolo tan desvalido e imaginando la escena y lo que ocurrió, se acercó a él y lo apretó contra su pecho --…y hasta Elisa me señalaba ahí abajo con su dedo riéndose de mí –y sus sollozos aumentaron al avivar el recuerdo.

--¡Hijos de puta! ¡Malditos hijos de puta! ¿Cómo puede la maldad del ser humano llegar hasta tales extremos? –gritó Carlos, enrabietado con lo ocurrido a su hijo. “¿Es que no tenía ya suficiente el chico con la desgracia del síndrome maldito?” pensó, mientras apretaba a su hijo, como queriéndole transmitir toda su fuerza e ira --¡Olvídalo, Alfonso, el próximo año las cosas van a cambiar totalmente! Te lo prometo.

…………………

Salieron temprano para el apartamento de la playa. Durante todo el viaje no hubo posible conversación; Alfonso, metido en sí mismo solo contestaba monosílabos y no dejaba de mirar por la ventanilla del coche.

En una gasolinera pararon para tomar un café, pero Alfonso decidió quedarse en el coche, por lo que Carlos dejó las ventanillas abiertas. Al acercarse a la radio para ponerla, Alfonso vio un libro que Ana había dejado sobre su asiento y en cuya portada estaba la foto de una mujer. Lo tomó y se sentó de nuevo. Al abrirlo vio que era de poemas y comenzó a leer la primera página. Ana, al volver y viéndole con el libro, se sentó sin decir nada, pero, Alfonso, se lo devolvió.

--¿No quieres seguir leyéndolo? –le invitó al ver que se lo devolvía. Pero no hubo respuesta.

……………..

Cuatro días llevaban en la playa. Ana y Carlos dedicaban todas las horas a su hijo, pero a medida que pasaba el tiempo, cada vez hablaba menos, contestaba con movimientos de la cabeza y ni tan siquiera miraba la TV, cuando se encontraban en casa.

Aquella mañana, Ana buscó su libro de poemas de Alfonsina Storni; le gustaba leerlo mientras desayunaba, pues ni su marido ni su hijo madrugaban y la tranquilidad de la casa la animaba a hacerlo; al no encontrarlo, fue a la habitación de Alfonso. Abrió con sumo cuidado y grande fue su sorpresa al comprobar que su hijo ya se había levantado. El libro lo encontró abierto por la última página, en la que estaba escrito el poema que Ariel Ramírez y Félix Luna le había escrito a la autora.

Al leer la primera estrofa, un intenso frío recorrió su espalda y, sin pensar en nada, despertó a Carlos.

--¡Carlos, levántate, que el niño no está en su cama y me he asustado mucho.

--Tranquila, mujer; se habrá levantado a dar un paseo. Está tan raro últimamente –y levantándose rápidamente, ambos salieron fuera. Buscaron por la Urbanización y finalmente se dirigieron a la playa.

Mientras, en la cabeza de Ana se repetían sin parar los primeros versos de Alfonsina y el mar.

 

Por la blanda arena que lame el mar
su pequeña huella no vuelve más.
Un sendero solo de pena y silencio llegó
hasta el agua profunda.
Un sendero solo de penas mudas llegó
hasta la espuma. (Ariel Ramírez y Félix Luna)

concursoderelatos
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  • 8 de Julio de 2010 a las 0:53


                                                                                                                GOD BYE, BOY


     Se titulaba “Platton” y todo el mundo dijo de ella que era una gran película sobre la Guerra de Vietnam. 
     Yo no fui a verla; en realidad nunca me ha gustado el cine, y menos aún si pretende contarle a la peña mi puta vida. 
     Los veranos en Florida Kayes son la cosa más hermosa del mundo, nada se puede comparar con un sabroso mojito y las cachas tersas y brillantes de una mulata. Corrían los años ochenta y el puto Vietnam me quedaba lejos, por eso mismo me jodió tanto la maldita película de aquel rojo de mierda, un tal Stone, Oliver Stone. 
     Al tío le molaba el rollo progre y hablar mal del puto gobierno. Le gustaba salir en la tele con su gorra beisbolera y su aire prepotente de comunista venido a más. Mi amigo Charlie Tremp estaba apuntado a una de aquellas asociaciones de veteranos; una vez me mandaron una carta: Estimado amigo y compañero… patatín, patatán… nos agrada invitarle a la I Jornada de hermandad de Veteranos del 1º de Caballería Aerotransportada… bla, bla, bla… Charlie era un negro de mierda, pero era un tipo simpático. No es que estuviera dispuesto a salvarle la vida si el Klan decidía chamuscarlo como a una hamburguesa, pero era un tipo simpático. 
     Lo conocí en el módulo tres de la Prisión Federal de Stark. A él lo habían enchironado por robo en primer grado. Al muy gilipollas le dio por atracar una vieja licorería. La regentaba un puto charlie, bueno, en realidad era coreano, pero para el caso daba igual, todos los amarillos son iguales. 
     A mí me encerraron por una estupidez, me pasé de vueltas y le aticé un par de hostias a un poli que pretendía ponerme una multa. Después de hartarme de tragar mierda en los arrozales y en el Delta del Mekong, aquel estirado mascachicles me miró con su jodida cara de niño y me dijo que tenía la furgo mal aparcada.
     El caso es que pasamos el verano en Stark, tomando el sol como los lagartos en el patio, mientras los negratas por un lado y los muchachos de la hermandad por otro se partían la cara por quedarse con el control del talego. 
     Charlie salió dos meses después que yo. Me buscó, quería trabajar en serio y dejar aquella mierda de la heroína. Yo tenía un barquito de recreo, un maldito cacharro que apenas flotaba, pero en verano me ayudaba a ganarme la vida paseando turistas. Tías buenas con ganas de follarse a un tipo malote; follar por el gusto de follar se estaba poniendo de moda. 
     Eso de trabajar a medias con un negro no me apetecía mucho, pero que diantre, era un colega y no era plan dejarlo en la estacada. Se lo advertí: Como te pases con el puto caballo te rajo la barriga y te hecho a los tiburones.  
     -Qué vengas conmigo a la reunión, qué vas a flipar cuando veas a los colegas, qué eres un cabrón redomado. –El negro no paraba de dar por culo con la reunión de los cojones y con la película de aquel rojo de mierda. Me tenía la cabeza mala. 

     La reunión de marras tuvo lugar en Miami. Era julio y por lo tanto, temporada de huracanes. Según el servicio estatal de meteorología, Bárbara se aproximaba a los Cayos. 
     Metí en la maleta mi vieja chupa del 1º de Caballería; no quería que aquel montón de carcamales me vieran aparecer con pinta de muerto de hambre. Sí, era un muerto de hambre, pero seguía siendo del 1º. 
     Llegamos un viernes por la noche. Charlie y yo nos cogimos una cogorza de muerte y acabos en un puticlub de carretera en no sé dónde. Al día siguiente volvimos a Miami haciendo autostop. Nos paró una tiparraca más pintada que un mural el cuatro de Julio. Se ve que estaba cachonda, así que acabamos jodiendo en el coche aparcado frente a la playa. Bueno, la jodí yo, Charlie estaba tan ciego de jaco que no consiguió empinar la verga. 
     Desayunamos enchilada en un tugurio mexicano que había frente al hotel. La conferencia estaba prevista para las diez de la mañana; eran las nueve y media cuando entrábamos por la puerta del hotel. Por la cara del conserje no llevábamos muy buena pinta. Pensé en darme una ducha antes de bajar; el sobaco me olía a cuadra y tenía los huevos escocidos. Charlie se quedó sobando en la cama, le dí un par de patadas intentando despertarle, pero se había quedado seco. 
     Bajé en el ascensor. Me había puesto mi vieja chupa y por un momento sentí recobrar algo de mi antigua dignidad. No tardé en reconocerme en los rostros demacrados de antiguos colegas a los que ni siquiera conocía. Fuera, el viento arreciaba; las palmeras del paseo marítimo se doblaban de manera incomprensible y la peña corría a refugiarse en los portales. Bárbara había aparecido como un mal bicho. 
     Había de todo; tipos en silla de rueda, tipos mancos, tipos ciegos, y a los que habíamos conseguido regresar enteros a casa, seguro que nos faltaba un tornillo.
     El cabrón de Charlie no me había dicho absolutamente nada. Me senté en una elegante silla, frente a una mesa que lucía un mantel inmaculadamente blanco. Frente a mí se elevaba un escenario y sobre él un atril que lucía el escudo del 1º de Caballería Aerotransportada; el orgullo del ejército en Vietnam.
     Cuando el puto Oliver Stone salió al escenario, con aquella cara de gordo sobrealimentado, sentí que la sangre me bullía en las venas. Seguramente tenía la cara roja como el chocho de una veinteañera, y seguramente todo el mundo se habría dado cuenta de que echaba fuego por los ojos. 
     ¿Qué hacía yo allí, a punto de tragarme una conferencia de aquel hijo de puta? Hice lo único que podía hacer un tipo con algo de dignidad en aquella situación. Me levanté y llamé al tipo por su nombre:
     -¡Eh!, Oliver, ¡aquí abajo! –El gordo comunista me miró y me sonrió con cara complaciente. Me hizo un gesto con la mano, conminándome a sentarme y cerrar la boca. Maldito cabronazo, ¿quién se había creído que era? El muy cerdo se estaba forrando a costa de tipos como aquellos desgraciados que le miraban embobados como si estuvieran delante del mismísimo Jesucristo. 
     -¡Eh!, Oliver. –El tipo me miró otra vez, en esta ocasión con cara de malos amigos. -¡Vete a la puta mierda, cabrón! –Le grité, mientras los tipos de seguridad me agarraban por la espalda y me arrastraban a la salida. 
     
     Era Julio, tres de Julio. Bárbara nos iba a fastidiar el 4 de Julio. Una ráfaga de aire de más de doscientos kilómetros por hora me embistió como la locomotora de un tren y me arrojó sobre el malecón del paseo marítimo. Sólo me dio tiempo a pensar una cosa: God bye, boy

concursoderelatos
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  • 9 de Julio de 2010 a las 11:30

El consejo de Dédalo.

 

Tengo 12 años; es verano. Estoy enfebrecido de magia e influencia, angustiado por los estrechos límites de mi mundo, impaciente por llevar una armadura y prestar batalla sobre las ruinas de mi hogar a cualquier horda que otro quisiera inventar por mí. Hago ruido al poner la máquina sobre la mesa. Todo el mundo sestea en mi casa debido al calor y temo que mi padre salga de su dormitorio, desnudo y enfurecido, sudoroso; pero no sucede.

                La máquina está en la mesa dispuesta a tragarse un rollo de papel y devolverlo escrito, pero tengo el mismo problema que antes. La máquina hace ruido al escribir. Las piernas se me pegan al plástico con que mi madre tapiza las sillas para que no se estropeen. Estoy seguro de que me llevaré el plástico por delante cuando tenga que levantarme a mear, pero no hago nada. Estoy delante de la máquina y espero. Quizá pueda no hacer ruido. Pienso en las primeras palabras de mi historia, de la ventana que necesito para salir de mi somera vida, y escribo una a una las letras, empujando suavemente la tecla y manteniéndola presionada contra el papel de modo que éste se impregne de tinta.

                Me parece jodidamente excitante, el calor y sudor bajo las piernas, el silencio tenso de la casa, la sensación de aplastar la tinta contra el papel, la responsabilidad de crear algo que no existirá jamás de no ser por mí, sin pedir permiso de nadie. Puedo, realmente, escribir lo que quiera. Soy una imparable mezcla de emperador y vagabundo.

                Y un paquete de 100 folios me lanza gritos de futuro.

 

                Tengo 16 años; es verano. El plástico de la silla bajo las piernas es insoportable. La máquina de escribir es una metralleta del infierno pero mi padre está sordo y algo borracho. No creo que se despierte. No creo que mi madre quiera volver a enfrentarme. Estoy furiosamente insatisfecho pero lleno de belleza y temeridad. Estoy enfadado con todo el mundo, asqueado del calor, con la espalda pegajosa, mucho más gordo que cuando escribí las primeras líneas de mi vida. Estoy cachondo como un mono enjaulado y no puedo evitar llevarme la mano una y otra vez a la polla, que recibe un pellizco de alivio cuando aprieto. Antes de darme cuenta, necesito masturbarme más que el agua y el aíre.

                De seguir así mi vida no podré acabar jamás una novela. Están empezando a desesperarme los párrafos que sirven para explicar lo que ya no tengo deseos de explicar. Tengo doce ideas nuevas en mente saltando como monos más cachondos y más encerrados que yo mismo.

                Sintiéndolo mucho, necesito hacerme una paja.

 

                Tengo 20 años; es verano. Los mortales dicen que la resaca es algo terrible que te sucede después de invocar a los dioses del vino. Yo, sin embargo, me encuentro satisfecho de mí mismo, dulcemente inspirado.

Mis padres están decepcionados conmigo, como siempre. Cuando acabe el verano tengo que recuperar toda esa parte ya podrida de la carrera que, en el fondo, sé que no voy a terminar. El verano es como una tortura secreta en que me hago real como nadie más puede serlo. Tengo tiempo, calor, recuerdos, todo es íntimo y esperanzador. Puede suceder cualquier cosa y, efectivamente, sucede.

                Estoy repasando ochenta páginas que escribí con 12 años. Me pregunto si tengo la necesidad de empezar algo bueno cada vez que el calor hace imposible la vida de los mortales. Me pregunto si no tengo otro modo de estar en paz conmigo mismo. Seguramente reflexiono cosas que la mayoría de los sabios de otras épocas dejaron para la vejez y eso me asusta y me hace sentir ilusionado.

                ¡Qué mal escribía antes! ¿A quién estaría intentando imitar? Ya no quiero imitar; quiero deslumbrar, pero me da la impresión de que pienso demasiado rápido para el lector medio. Sin embargo, siento una angustia repentina propia de los condenados a muerte. ¿Quién soy yo para escribir algo memorable?  Pero si no he vivido…

                Me asomo a la terraza y me fumo un cigarrillo consciente de que decepcionaré a mis padres si me pillan. En cualquier caso, son las 5 de la madrugada y no tengo sueño. ¿Cómo puede un escritor llenar su hueco y el de todos los que depositen en él su confianza? Tendré que vivir mucho, mucho más de lo normal.

                El calor es mi aliado, obliga a todo el mundo a alejarse. Yo, sin embargo, estoy acostumbrado a llevarme días enteros sentado encima de un plástico, sufriendo la misma vida por una frase mientras los demás duermen al fresco.

 

                Tengo 25 años; es verano. Desde que me prometí vivir hasta hoy me he sentado cientos de veces en el banquillo de los débiles. Me he castigado el hígado, los pulmones, la nariz y la polla huyendo hacia delante. Sí, he visto rayos c más allá de las puertas de Tanhausser, pero justo antes de que me atravesaran las tripas. Tengo amigos y enemigos por igual y comienzo a darme cuenta de que el futuro no es ningún regalo. Quizá no esté esperándome cuando yo llegue. Quizá no haya ningún futuro para mí.

                Son las doce de la mañana y me tengo que ir al trabajo. Retiro ropas del desorden de mi cama y me encuentro plantado delante del ordenador, como si estuviese a punto de eructar un recuerdo importante. Tengo que estar en el trabajo a la una, por supuesto, pero, ¿qué es un trabajo, sino un acuerdo entre partes que puede romperse en cualquier momento? Un trabajo es algo que se puede elegir; sin embargo, lo que me está sucediendo en este momento no se puede elegir. Estoy de pie, con la ropa en la mano, y acabó de tener la mejor idea de todos los tiempos para un relato. Estoy llorando de agradecimiento y, si me lo preguntas, de alivio al cerciorarme de que sigue habiendo belleza en mi interior.

                La ropa se cae de mi mano. Me siento en una silla giratoria que yo mismo subí de la basura; estoy en calzoncillos y el contacto con la piel falsa de la silla me hace predecir un nuevo tormento de calor, sudor y pelos. Es algo ritual, parecido a un destino. Debo sufrir para escribir algo jodidamente bueno. El ordenador zumba al encenderse y mi espalda inmediatamente se perla de sudor. Sudor y lágrimas. Estoy mucho más delgado que la primera vez que terminé una novela. Estoy menos enfadado. Soy menos valiente y menos peligroso, y ya sólo necesito que me sequen al sol para que alguien juzgue si mi vida fue buena, porque siento que he dejado escapar muchas naves ganadoras entre borrachera y borrachera.

                Pero estoy de nuevo escribiendo en unas condiciones de calor y sufrimiento que no están al alcance de otros mortales y sé que la redención es posible, sólo que ya no me queda más que una excusa para seguir respirando, para justificar mi vida caótica y decadente y todo el perjuicio que he ocasionado a mis seres queridos: ser el mejor, el más rico, el más valorado. Si no es así, ¿de qué ha servido este claustro de sudor y mentiras?

 

                Tengo 34 años; es verano. Miro atrás y pienso que la soledad y el calor han sido muy importantes en mi vida, tanto como lo son para los carroñeros que aprovechan la debilidad de los depredadores, o para los muertos, que habitan el lugar del que huyen los vivos.

                Pienso que no he demostrado nada; o casi nada. Me he enredado con actividades demasiado vitales y auténticas como para poder dejarlas a un lado; soy padre, soy adulto. He agarrado brazos de personas que estaban suspendidas sobre el abismo y que ya no puedo ni quiero soltar; he jugado a los platos chinos con las obligaciones que van desde el amanecer hasta la noche y he dormido cinco horas al día para poder sentarme delante de un ordenador a terminar algún proyecto, la envergadura de otro Ícaro, otro visitante para el sol inmisericorde. Y pienso si no podría haber tomado algún atajo que me llevase a ser un padre y un adulto que pudiese ganarse la vida y el techo con lo que escribe. ¿Dónde perdí el tiempo? ¿Qué hice mal, yo que he crecido escribiendo, he respirado para poder seguir pensando, he experimentado para cortar y pegar y engrandecer todas mis ideas? ¿Será que me ha tocado tumbarme a la sombra como hacen los leones?

                No lo sé. Jamás acepté un consejo de Dédalo.

                Curiosamente, reflexiono acerca de todo esto escribiendo. Hace tanto tiempo que gané el último premio literario que ya casi me parece como una de esas anécdotas que inventaba para alterar a las damas y los caballeros en las reuniones de acera. He pasado por encima y por debajo de trabajos que humillarían a un escriba sin orgullo. Ni siquiera he sido nunca el mejor escritor del panal donde ahora cuelgo mis gotas. Hace veintidós años que comencé mi primera novela. Hace nueve años que reté al mar y a la luna para que me tragaran si yo no estaba llamado para la gloria. Entonces, ¿dónde me puedo agarrar, cómo puedo seguir justificando el aíre caliente que respiro?

                Curiosamente, reflexiono acerca de todo esto escribiendo.

                Soy un pájaro muerto que sigue picando el asfalto. Podríais meterme en un coche y ponerlo al sol, podríais envolverme en un sudario de plástico, podríais quitarme la pluma y el papel y darme un cuchillo y señalarme la piel de la barriga como lienzo, y yo seguiría escribiendo. Como siempre he hecho, cuando todos se acuestan, cuando todos se rinden, cuando todos se ríen, cuando todos me dicen que estoy demasiado cerca del calor, cuando parece imposible que me levante de mi última caída, cuando me despiden amablemente de algún sueño, cuando tengo que inventarme la hora veinticinco del día y llega una enfermedad y me la roba, cuando se quedan callados todos los oráculos.

                Escribo.

                En la duda y la miseria.

                Escribo.

En el tiempo que otros emplean en querer y ser queridos.

Escribo.

                En este claustro solitario de sudor y mentiras.

                Yo escribo.  

               

concursoderelatos
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  • 9 de Julio de 2010 a las 15:24

EL DÍA QUE JARQUE MURIÓ
(08 Agosto 2009)

Mientras Jarque moría en Italia, un joven se ponía una bolsa de plástico en la cabeza y la ataba fuertemente al cuello. De este modo pretendía que no pudiera entrar aire y así provocar la asfixia que acabara con su vida.
Primero se desmayaría; y una vez inconsciente, fallecería sin enterarse lo más mínimo.
Imaginaba que sería como quedarse durmiendo para no despertar jamás.
Antes de ponerse la bolsa en la cabeza, había escrito una única nota explicando sus motivos y despidiéndose de toda su familia y amigos. También había escrito un breve resumen de su vida con todos los recuerdos que le quedaban de ella.
Se había emocionado escribiendo aquello. No imaginaba que le hubiera dolido tanto.

Ahora acostado en la cama, con las manos sobre su pecho pensaba que quizás no la debería haber escrito, pero ya era tarde, tenía la bolsa en la cabeza y no había marcha atrás.
¿Cuánto tiempo tardaría en desmallarse?
¿Cómo es la pérdida de conciencia por falta de oxigeno?
¿Cuándo lo descubrirían muerto? ¿Cuánto iba a sufrir su familia?
¿Lo entenderían algún día?

Volvieron las lágrimas a sus ojos. Ahora si que notaba que le estaba faltando el aire.
¿Ya? ¿Cuánto aguantaría así?
Empezó a respirar más rápido.
Se concentró en rebajar la frecuencia respiratoria, pero fue inútil. El abdomen había cobrado vida propia. Se estaba asfixiando. Ahora si.
Era horrible. No había nada de paz ni tranquilidad en esa forma de morir.
¡Qué horror!

Se sujetó las manos poniéndolas debajo de su cuerpo.
Acababa de sorprenderse llevándoselas a la bolsa para romperla y poder respirar.
El instinto de supervivencia.

Empezó a moverse de manera convulsiva. ¡Que esto acabe ya!
Rompió la bolsa con las manos y logró respirar.
¡Estoy vivo!
¡Pero qué he hecho? ¡No! ¡No he sido capaz!
La próxima vez tendré que atarme las manos.

Se levantó.
Rompió la nota que había escrito minutos atrás.
Encendió el ordenador.
Abrió el navegador y fue a buscar "maneras de suicidarse".
Entonces fue cuando vio la noticia: Jarque había muerto.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Sintió como si lo hubiera matado él.
Jarque tenía que estar vivo y él muerto.
Se llevó las manos a la cara.

Daniel Jarque González (1983-2009), futbolista español.

concursoderelatos
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  • 10 de Julio de 2010 a las 21:14
Esclusas y cabinas.

Pedro ajustó el último bolso en el único hueco posible y cerró de un golpe el maletero. Dos zancadas, portazo, contacto y marcha atrás. El morro del coche no había acabado de traspasar el vano de la puerta del garaje cuando él ya pulsaba el mando a distancia para bajarla.

Freno, embrague, primera, segunda.... 

- ¿No olvidaremos algo? -dijo Mónica.

- Por supuesto -dijo él con una sonrisa de oreja a oreja-, un viaje no es perfecto si no te has dejado al menos el cepillo de dientes. Checklist-aid-to-memory, checklist-aid-to-memory.

Las ventanillas aspiraban el aire fresco de una mañana de manual meteorológico, cinco de julio. El coche serpenteó entre las calles del pueblo, viejas casas de piedra dispuestas como las fichas movidas de un dominó. Dejó atrás la plaza y el frontón, y enfiló trescientos metros cuesta abajo: seis curvas, tres tapias de huerta, un viejo olmo y media docena de acacias y nogales. Después, un estrecho puente de piedra sobre un río con más cauce que agua: un foso verde pespunteado de chopos, que jugaba a los meandros con la estrecha y sinuosa carretera.

En la nacional, Pedro subió las ventanillas, ahora ya ruidosas. El vehículo se convirtió en una cápsula aislada que trece minutos después fluía por el tobogán gris plomo de la autopista, camino de Barcelona, Aeropuerto. 

Pedro también tenía su lista de comprobación, más sencilla que la de Mónica porque era una cuenta atrás pasiva. Había anticipado su salida un día respecto al cierre de la fábrica por vacaciones, y estaba inquieto. Los sistemas informáticos son sensibles a los cambios, y recientemente se habían introducido -él había introducido- mejoras en la integración de los programas de entrega a clientes con la planificación de producción. Podían llamarle en cualquier momento.
 
Pero no lo habían hecho. La fábrica llevaba cuatro horas latiendo, y el teléfono no había sonado todavía.

El sol era una yema de huevo empotrada a un lado y un poco arriba sobre un techo azul sólido. Los chopos y ribazos verdes iban quedando atrás. El paisaje empezaba a ser de páramos agostados. Un par de dígitos en el salpicadero decían que fuera del coche hacia calor. Pero dentro de sus cuatro metros de balística plateada, Pedro y Mónica sólo notaban el rumor incrementado de los ventiladores del climatizador, y el pinchazo en la retina de los brillos exteriores. 

El horizonte ya no tenía el color fresco del agua. El horizonte se disolvía en un velo blanquecino, lechoso, de catarata senil.

Cuatro peajes más tarde, el coche se detenía en un área de servicio. Las puertas se abrieron y de ellas brotó un resoplido de sorpresa: era un calor tan espeso que apretaba la piel.

- Y tú, haciendo cábalas sobre anoraks y jerseys -soltó Pedro.

Las puertas del coche se cerraron como dos disparos: tac, tac.

- Pues por eso. ¿Cómo voy a saber qué ropa echar, si aquí hace este calor y nunca hemos estado en Islandia?

- Frío, mucho frío. Ice-land, Ice-land -Pedro reía.

- ¡Qué calor, por Dios! 

El trecho hasta el restaurante lo recorrieron con movimientos contenidos, pero ansiosos. Las puertas se les abrieron como esclusas de otro mundo. Una vez dentro, pasaron a formar parte de aquella humanidad uniformemente multicolor que comía, bebía, meaba, compraba y viajaba de aire acondicionado en aire acondicionado.

En sus viajes, Pedro y Mónica siempre habían evitado las playas, las fechas en las que la gente va a la playa, y las autopistas que llevan a las playas. Una especie de sentido de la decencia les hacia abominar de las áreas de servicios atestadas, rebosantes de orines, de envases y botellas de plástico vacías, sudor,  comida apresurada. Pero lo cierto es que ellos eran ahora una pareja más, vestida con vaqueros y una falda sencilla, con una camisa de manga corta y una camiseta de tirantes. Una pareja más, ni joven ni vieja, quizás algo delgados los dos, enrolados en el mismo viaje de vacaciones que todos los demás. Aunque su destino fuera Islandia y no las playas de Salou.

Si Pedro y Mónica hubieran tenido hijos, todavía les faltarían unos años para poder viajar solos. Esa no era la única libertad que les daba no tenerlos. Él reconocía que ni sus jornadas interminables, ni sus frecuentes cambios de empresa hubieran sido posibles de haber tenido que cumplir con lo que se espera de un padre. De ella se podía decir que había tenido en su profesión un sustituto de la maternidad. Su curriculum profesional guardaba un cerrado paralelismo con la curva del crecimiento biológico. Al principio, cuando a ella le hubiera tocado en casa amamantar o cambiar pañales, había tenido a los más pequeños de la escuela. Ahora, después de una progresión ascendente de años, sus alumnos eran explosivas mezclas de candor y malicia.

- Pídeme una coca-cola. Voy al baño -Pedro ya miraba la pantalla de su móvil. Ningún mensaje. Tres pulsaciones, y “FABRICA” apareció en el display. Botón verde. Apretó el telefonino con la oreja contra el hombro mientras se bajaba la cremallera.

- ¿Algún problema? -le preguntó ella al volver.

- Ninguno. Y si lo hay a partir de este momento, ya no me pillan. Hasta la vuelta y que les den. Que cierren la barraca, que ya toca.

Pedro calló lo que pensaba: que ya le agobiaba esta empresa, y que en otoño, con la oleada de anuncios, movería su curriculum a ver si encontraba algo, si no mejor, al menos diferente. Pero no le diría nada a Mónica hasta no tener nombre y fecha. A ella le desagradaba la tensión que siempre acompañaba a estos cambios. Las entrevistas y negociaciones previas, ese mutuo medirse y mutuo engañarse en el que al final las dos partes, cuando decidían dar el paso, sabían que había más incógnitas que certezas. Rara vez la despedida de la empresa que se dejaba, estaba libre de reproches. Y los comienzos traían siempre la ansiedad por controlar todos los detalles del nuevo puesto de trabajo.

Dos horas después, doscientos kilómetros después, Mónica y Pedro entraban en la cúpula climatizada del Aeropuerto. Y eran más reales las cristaleras frías y luminosas que el sol que achicharraba las pistas.


Como el sueño nuestro de cada noche, o los estiramientos antes y después de trotar, Pedro y Mónica se prescribían al menos una dosis al año de extrañeza y atareada distracción.

Pedro hubiera preferido organizarlo a su aire. La premura de tiempo les había abocado a un prefabricado de agencia. La parte distractiva del viaje había empezado pocos días antes, al recibir el programa: fechas, horarios, salidas, llegadas, resguardos, localizadores. Como las instrucciones para un rally de regularidad. Al regreso, Pedro y Mónica se puntuarían lo bien que había salido todo. O harían propósitos de mejora, como reforzar su inglés para no volver a sufrir los mismos malentendidos con taxistas y camareros.

Pedro y Mónica ya habían tachado los primeros jalones de su libro de ruta, y se encontraban sentados en un pasillo, vigilando el aviso de embarque en las pantallas. Entretenidos. Distraídos. Pedro ya había dejado de pensar en la fábrica. Mónica había olvidado la lista de sus olvidos. 

La parte de extrañeza del viaje de Pedro y Mónica no había empezado todavía. Aquella espera en el aeropuerto era la misma del año pasado y del anterior. Los mismos cristales, tiendas, escaleras, la misma mezcla de gentes que esperaban el mismo embarque delante de la misma puerta para el mismo destino.

Sentada en un banco, una joven aparentaba leer El Pescador Islandés, de Pierre Loti. Ese libro trata de Islandia tanto como puede hacerlo una partida de bacalao. Pero era fácil imaginarse a aquella chica en el momento de comprarlo, leyendo en el título todas las promesas de su inminente viaje. Los viajes también son eso, ilusiones de otra vida.

Desde las cristaleras la pista es una gris y aburrida planitud. Desde las cristaleras es posible imaginar que fuera hace mucho calor, porque la vista se hiere con el centelleo de los cromados, los aceros y las lunas de los aviones y su cortejo de tractores, autobuses, cisternas. 

Pero cuando los pasajeros caminan hacia el avión, abruma la evidencia de que aquello es Barcelona, julio, cinco de la tarde. La pista se reduce al suelo que pisan y veinte metros alrededor. Delante de ellos, la última esclusa es una ballena blanca con la panza azul oscuro y aletas naranja, que se los traga: Icelandair.


Cabin Hotel, Reikiavik. 5 de julio, 23:30

En el autobús, el guía nos ha advertido que algunos hoteles de Reykjavik están diseñados para turistas japoneses. Dos camas estrechas, con la cabecera apuntando a la ventana, tan cortas que los pies asoman por el otro lado. El pasillo no da para cruzarse, y uno de los dos debe echarse en su cama para que pase el otro. El nombre retrata lo singular de este hotel: no tiene habitaciones sino cabinas. 

Mónica dice que el comentario jocoso del guía ha sido un parche anticipado a las quejas por venir. ¡Qué previsibles son estos viajes organizados!

Durante el vuelo, he conseguido divisar la costa de Francia cuando entrábamos en el Atlántico. Un rato más tarde, otro pedazo de costa que debería corresponder al norte de Irlanda o de Escocia: en diente de sierra, con el mar y la tierra entrelazados como una cremallera. Después, nubes, mar, nubes. He dormido.

Las cuatro horas de letargo entre El Prat y Keflavik, nos han parecido al llegar como cuatro días. Habíamos subido al avión con los ojos entornados y un quemazón en la piel, y hemos bajado en medio de una llovizna oscura y fría, una niebla tan densa que perlaba los cristales de mis gafas y las lunas del autobús que nos traía al hotel. El asfalto del parking rezumaba agua y ha bastado el breve trayecto a pie para hacernos tiritar.

El paisaje que hemos vislumbrado entre la niebla desde Keflavik a Reykjavik, es plano, pero no liso. No praderas, ni solares, ni yermos. Como una costa baja y rocosa cuando se retira la marea. Como una huerta monstruosamente layada, o empedrada de coliflores gigantes de color verde, marrón, negro.

Lava. Es lava.
concursoderelatos
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  • 12 de Julio de 2010 a las 5:35

Verano (un deseo).

 

Todos los años, entre finales de junio y principios de julio, Summer viene a verme y se queda conmigo. Es cierto que, de vez en cuando, desde mediados de mayo se deja ver por mi casa fugazmente pero no se queda hasta que el sol brilla de verdad y las terracitas se llenan de minifaldas y conversaciones hasta altas horas de la madrugada, momento en el que ya se puede dormir en la gran ciudad.

 

Su melena suelta y su sonrisa blanquísima en contraste con su piel tostada me convierten en un moscón, en un incordio para ella. Mis ojos recorren una y otra vez su cuerpo del que resaltan con movimientos alucinantes su culo y su pecho libres debajo de un takchita, de mercadillo marroquí, ligero, ingrávido, casi transparente, cada día de un color distinto a cual más excitante.

 

Cuando mis manos empiezan a buscar lo que ansiaban mis ojos, con un guiño, Summer consigue separarme de los quehaceres diarios. Con los chicos ya mayores y sin más preocupación que ella, aparco el traje, la corbata y, sin pasar por el despacho, me tomo por teléfono todos los días de vacaciones y festivos que me debe la empresa y compro dos billetes por internet a alguna playa del sur.

 

Allí, sin hablarnos, sin preguntarnos lo que hacemos, nos dejamos bañar por el sol y el agua del mar, nos miramos y nos deseamos, permitimos que nuestros cuerpos se vayan deshaciendo de pequeños lastres, de íntimos y últimos temores. Hundo los pies en la arena, respiro hondo y dejo que el sol me queme, que mi piel se renueve a través del contacto con la naturaleza y ella se desnuda para mí, siempre para mí, sólo para mí, lentamente y la deseo de un modo absoluto como cada verano.

 

Su mirada traviesa y  su media sonrisa suficiente me atraen hacia el agua, veo su pecho apuntando hacia el cielo desafiando las leyes de la edad, de los años, de la gravedad y lo imagino tan suave en mis manos. Se vuelve y camina hacia las olas, firmes esos muslos por la resistencia del agua, hasta que su culo, prieto, duro, consistente desaparece de mi vista creando alrededor de su recuerdo una nube de deseo y personales palpitaciones que, sin éxito, trato de apagar sumergiéndome. Ya a su lado, con el agua por el pecho, sometidos a los vaivenes de las olas, nos abrazamos y nos acariciamos castamente; veo en sus ojos verdes el reflejo del mar, de la luz del sur de mis playas sin fin, de nuestros veranos pasados, veo en sus labios la caricia de las olas, el deseo húmedo de su carne, la única razón de no haberlo dejado todo hace años y ella me besa.

 

Allí, sin hablarnos, sin preguntarnos lo que hacemos, sólo con la mirada vamos haciendo planes que en la soledad de la habitación del apartamento se hacen realidad cada anochecer cuando, acalorados por la fiebre del exceso de sol, nos quitamos el salitre en la ducha poco a poco; cuando las palmas de mis manos recorren cada pulgada de piel y mis dedos se enredan con su pelo enjabonándola en silencio. Se hacen realidad cuando con las yemas de sus dedos cuenta pasos de enanito por mi espalda o mi pecho subiendo hasta mi cuello y masajeando mi cabeza; cuando se termina el agua caliente y nos estremecemos abrazados dejando que el agua helada nos revitalice mientras se oyen las olas y la brisa entra a través de las ventanas abiertas moviendo los visillos.

 

Vestidos, medio desvestidos como sólo se puede vestir en ese verano de esa playa de ese sur, salimos de la mano a buscar algún sitio donde alimenten nuestros cuerpos y podamos mirarnos a la luz de una vela. Allí confirmaremos, sin hablar, entre sonrisa y sonrisa y bocado y bocado que el tiempo no ha pasado por nosotros y que, enrojecida la piel de la frente y las mejillas, volvemos a ser los niños que cuando llegaba el final de junio o el principio de julio hacían planes para escapar a alguna playa del sur. Su pelo, su mirada, mi mirada en su pelo, esos hombros redondeados, ese cuello y la tranquilidad de no tener que hablar, de entenderse, abren la compuerta y me enamoro perdidamente como cada verano.

 

Summer no espera, toda la ropa le sobra. En el pasillo, antes de entrar, ya se desprende de su vestido blanco y me permite saborear por adelantado las delicias que me esperan. Abre la nevera y bebe un largo trago de agua helada que endurece sus pezones y eriza toda su piel. La sigo hacia la terraza deshaciéndome de mi camisa, también blanca, sin poder dejar de mirar su espalda contonearse y esas dos lunas que son sus glúteos a la luz de la verdadera luna. Al fin, en ese silencio que nos ha envuelto todo el día,  me arrodillo a su lado para besar sus pies, para acariciar sus muslos y la cara interior de sus rodillas, bebo una gota de sudor en su ombligo y me mareo con el perfume de su piel más oculta, recóndita, que luego buscaré con dedos ávidos de suspiros y respiraciones acompasadas. Me deleito con sus pezones rosas de caramelo que ella deja a mi merced esperando que los sorba y los muerda pero, al poco, los dejo de lado buscando sus labios para respirar su respiración y saborear su saliva.

 

Más tarde, completamente empapados, le arranco las bragas y ella, antes de sentarse sobre mi, lucha con mis pantalones dejando escapar un grito de frustración al no conseguir quitármelos a la primera. Le ayudo y continuamos profundamente unidos hasta el amanecer en la terraza.

 

 

Todos los años, entre finales de agosto o principios de septiembre, la gran ciudad nos recibe con su calor y su falta de brisa, con su sequía crónica esteparia, con el desencanto del ruido, con el sonido de nuestras propias voces intentando buscar atropelladamente otra oportunidad de vernos en nuestras playas, con nuestras miradas ahora tristes porque sabemos que en cuanto me ponga el traje, y ella deje de ponerse sus takchitas vaporosos, ingrávidos, de colores, Summer desaparecerá de mi vida hasta el principio del próximo verano en que volvamos a desearnos poco a poco, hasta el próximo mes de junio o principios de julio en que el sol vuelva a teñir su piel y la cercanía de las vacaciones vuelva a suavizar mi carácter.

 

 

concursoderelatos
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  • 12 de Julio de 2010 a las 13:12

LASOLUCIÓN DEL VERANO.

Ya eran casi quince años los que llevaba casada. Me casé embarazada, pero no porque lo estuviera. O eso creo. Eso he querido pensar siempre. El caso es que nos tocó hacernos responsables demasiado pronto.

La verdad es que nos había ido bastante bien. Teníamos un hijo que nos no daba demasiados problemas. Bueno, ese año había suspendido matemáticas; la primera vez que suspendía. No sé quién se disgustó más, si él o nosotros.

Desde hacía algún tiempo, la cosa se había enfriado un poco. El niño ya se nos había hecho mayor y no quería ir con nosotros a ninguna parte. En ese momento, sus amigos eran lo más importante del mundo.

Por otro lado, hacía ya mucho que echaba de menos al chico con el que me casé. Supongo que el tiempo nos había hecho mella a los dos. Ya nos costaba más trabajo todo.  Más trabajo dejarnos llevar.  Más trabajo hablarnos.  Más trabajo querernos.

Él se iba muy temprano a trabajar y nunca volvía antes de las ocho de la tarde. La mayoría de las veces, mucho más tarde.  Cuando llegaba, tomaba algo ligero mientras hablaba con el niño -si aún estaba levantado- y se iba a su cuartito a relajarse con el ordenador. Se podía pasar horas y horas allí metido.

Los fines de semana, tampoco nos veíamos mucho más. Los sábados se iba por la mañana con el niño a los partidos de fútbol y yo aprovechaba para darle una limpieza a fondo a la casa. Creo que iban segundos en la liguilla. Comíamos en casa de sus padres y siempre se iba a tomar café con su hermano hasta las seis o las siete. Si habíamos quedado con algún amigo, dejábamos al niño allí y nos íbamos a cenar con quien tocara, normalmente su amigo Tello y su mujer. Tello es un idiota al que no aguanto y al que mi marido adora. Su mujer es una bendita que soportaba sus imbecilidades y sus bromas. Es una bendita, pero yo me aburría horrores con ella.

Los domingos nos levantábamos tarde. Como mis suegros viven cerca, el chico se venía a casa cuando se despertaba, nunca antes de la una o las dos. Los domingos eran para estar tirados; mi marido se metía en su cuartito y yo me dedicaba a llamar a mi madre, a mis hermanas y a algunas amigas. A veces hasta me escapaba para tomar algo con cualquiera de ellas. El niño se organizaba bien con sus amigos y la play.

No puedo echar nada en cara a mi marido. La verdad es que el tiempo tampoco había hecho de mí un dechado de diversión. Dejaba al niño en el instituto y me iba a trabajar. Ocho horas en la recepción de una clinicucha privada que se dedica a poner dius, hacer ecografías y revisiones ginecológicas. El chico se iba a casa de sus abuelos cuando volvía de clase; yo le daba un toque al móvil cuando regresaba y entonces se venía para cenar juntos.

Cuando llegaba mi marido, yo no tenía muchas ganas de hablar. Y cuando nos acostábamos, mejor dicho, se acostaba después de que yo llevara dos horas en la cama, teníamos demasiado sueño y pocas ganas de nada.

Pero ahora estábamos en verano y mi hijo había suspendido matemáticas. Vi una oportunidad de oro y quise aprovecharla. Convencí a mi marido para dejar al niño con los abuelos una semana y escaparnos los dos solos. El suspenso era la excusa perfecta. Una segunda luna de miel. Seguro que recuperábamos una parte de lo que se nos había quedado por el camino. Teníamos que hacerlo. Mi matrimonio, últimamente, no iba bien.

Hotel de cuatro estrellas, primera línea de playa, piscina, spa y jacuzzi. Wifi, buffet libre y lobby bar.

El comienzo no fue bueno. No sé cómo lo hizo, las maletas las preparé yo, pero el portátil apareció entre mi ropa interior. Pensé que era mejor no hacer ningún comentario. Seguro que no lo usaba. Sólo estaba probando si de verdad había Wifi.

Esas dos camitas tan monas y separadas por una mesilla, tampoco iban a ayudar mucho.

Era el primer día. No había que encender ninguna alarma.

A la mañana siguiente propuse un paseo por la playa antes de desayunar. Claro, yo me había dormido y no sabía que a él le habían dado las tres de la mañana; no dimos ningún paseo. Bajamos al comedor diez minutos antes de que cerraran, no sin antes recibir la recomendación de que, en los días que nos quedaban, no volviera a despertarlo y que yo fuera a desayunar cuando quisiera.

En la playa, seguro que todo iría mejor. Puse mi sombrilla mini y extendí las toallas. Le pedí que me echara crema protectora; tiempo atrás ése era un recurso que proporcionaba buenos resultados. Tiempo atrás. Ahora le ponía las manos perdidas y se le pegaba la arena, lo que era muy incómodo para leer el periódico.

Pero un baño, juntos en el mar, era una baza segura. Y lo hubiera sido si no hubiéramos tenido que turnarnos para bañarnos porque no íbamos a dejar las cosas solas y expuestas a que nos las robaran.

Se echó una buena siesta después de comer y pasamos lo que quedaba de tarde en la piscina, aprovechó para hacerse unos cuantos largos, no le apetecía jugar. Cena, un par de copas en el lobby bar y a descansar en la habitación. Yo volví a dormirme y a él le volvieron a dar las tres o cuatro de la mañana.

Era el segundo día. Había que tener un poco de paciencia.

Di un paseo sola, desayuné sola y sola fui a la playa. Él llegó más tarde. Además del periódico, traía una revista para mí. Yo nunca compro revistas, ni siquiera las hojeo. De todos modos le agradecí el detalle. Al menos tenía un sudoku.

Comida, siesta, largos en la piscina, cena, copa, velada informática y camita individual.

Era el tercer día. La cosa ya empezaba a preocuparme.

Al día siguiente hubo una novedad. En la playa, su atención al periódico se vio sustituida por una jovencita que jugaba junto a la orilla con un niño de no más de dos años. No me podía creer que llegara a ser tan descarado mirando. Mi asombro fue mayor cuando se puso a hacer el payaso con el niño para llamar su atención. La pareja de la chica hizo aparición en la escena. Al final terminó hablando con él de fútbol. Estaban en nuestro hotel. Si coincidíamos, teníamos que tomar algo juntos.

Comida, siesta cortita, payasadas en la piscina con el niño de la parejita que ya empezaba a notarse harta de él, cena, copa, comprobación de Wifi y… aquella noche el ordenador debió de dejarlo a medias. A eso de las tres, se metió en mi cama y empezó a hacerme carantoñas.

Afortunadamente, en la cama seguíamos funcionando bien. Quitando algún comentario, no muy oportuno, sobre la conveniencia de que yo perdiera un par de kilillos que se me habían instalado en la cintura, el resto fue tan maravilloso como recordaba.

Era el cuarto día. Todo parecía ir mejor.

Aun así, pensé que tenía que mantener una conversación con él. Y la tuve, en la playa hablamos. Mejor dicho, hablé mientras él me prestaba atención entre mirada y mirada buscando algo en la orilla. Estuve por decirle que la parejita, al verme por la mañana, se había ido a la otra punta de la playa; pero ése no era el tema que me interesaba.

Supuse que me escuchó y me entendió. Cuando me metí en la cama por la noche y él se quedó navegando un ratito, supe que no había sido así.

Era el quinto día. Pensé que éstas estaban siendo las peores vacaciones de mi vida.

Renuncié al paseo mañanero y al desayuno. Esperé pacientemente a que despertara. No me pareció que se alegrara de verme. No hubo playa. Hablamos.

Estuvimos de acuerdo, nuestro matrimonio se estaba perdiendo. Estuvimos de acuerdo, ya no teníamos casi nada en común. Estuvimos de acuerdo, esto no podía seguir así. Estuvimos de acuerdo.

El resto del día fue largo. Por la noche, después de la copa, fuimos a dar un paseo. El silencio, tan normal en otras ocasiones, esa noche nos decía que estábamos tristes. Pero estábamos de acuerdo, había que tomar una decisión y buscar una solución.

Era el sexto día. La decisión estaba tomada.

El viaje de vuelta fue tranquilo, sin demasiado tráfico, sin demasiadas palabras. Estábamos deseando llegar y ver a nuestro hijo. Estábamos deseando llegar.

El chico aprobó matemáticas. El verano llegó a su fin. Mi matrimonio también.

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  • 12 de Julio de 2010 a las 23:45

 

La camarera

 

Apoyado en el alféizar, abierta de par en par la ventana, Alex observa a los dos jóvenes que, cogidos de la mano, se alejan por la calle desierta. Es verano y hace calor. La suave brisa, que mece las ramas de los árboles cercanos, juguetea con la falda acampanada de la chica. Alex se restriega los ojos con el dorso de la mano y vuelve la mirada al interior de su casa en obras, muebles viejos y destartalados arrimados a una pared, botes de pintura y sacos de cemento por el suelo, y se pregunta:  ¿qué estoy haciendo aquí, perdiéndome lo mejor del verano en una casa inhabitable, en un pueblo abandonado de la mano de Dios, llorando como un imbécil por algo que nunca fue mío?

 

Veinte días antes, Alex había llegado a aquel pueblo para pasar un fin de semana en el hotel rural. Era el premio por haber quedado finalista en el primer certamen literario promovido por el ayuntamiento. A punto estuvo de rechazarlo, pero luego pensó que un fin de semana pasa rápido y dar un paseo por el monte tampoco está nada mal.

Cuando el sábado a mediodía entró, por primera vez, en el comedor del hotel y se cruzó entre las mesas con una jovencísima y guapa camarera, fue tal la impresión que ella le causó que derribó una silla que le estorbaba el paso, y cuando la chica volvió la cabeza y le sonrió,  se quedó inmóvil, mirándola hipnotizado, perdido en el océano de sus ojos negros.

-Por aquí, caballero, venga por aquí.

-¿Eh? Ah, sí, sí, ya... ya voy –balbuceó Alex tropezando con la esquina de la mesa y derribando una copa que, por suerte, atrapó antes de que rodara y se estrellara en el suelo.

-Le hemos reservado la mesa junto a la ventana; espero que le guste.

-Sí, sí, está bien, gracias...

-Mi nombre es Delia.

-Yo me llamo Alex...

-Lo sé, Alex. Me he leído su cuento y pienso que deberían haberle dado el primer premio. ¿Quiere tomar alguna cosa antes del almuerzo?

-Sí, si es tan amable de traerme una botella de agua y unas aceitunas...

Alex tenía cuarenta y dos años y desde los treinta y cinco, que rompió con su novia, no había vuelto a enamorarse. Con recrearse en la fantasía de los amores sublimes y heroicos de las protagonistas de las historias que inventaba, tenía suficiente.

Pero, en cuanto vio a la camarera del hotel rural supo que la flecha de Cupido le había llegado al corazón, sobre todo cuando ella le dijo que se había leído su cuento y que le había gustado.

Alex prolongó su estancia en el hotel una semana más, que pagó de su bolsillo, y por las tardes adquirió la costumbre de esperarla a que saliera del trabajo e invitarla a dar un paseo por la orilla del río, con la promesa de leerle otro de sus cuentos.

Cada día más enamorado, antes de terminar su estancia en el hotel ya se había comprado una casa en el pueblo. Era una casa vieja llena de goteras pero estaba maravillosamente enfrente de la de ella.

 

Para reparar la casa contrató a un primo suyo, albañil, joven pero diestro en el oficio y con el que tenía gran confianza.

El primo se presentó en el pueblo con un ayudante.

El primer día dedicaron la mañana a derribar los tabiques y a mediodía fueron a comer al hotel.

 

Una tarde, ocho días después del comienzo de la obra, Alex entró en su casa y vio que sólo estaba el ayudante.

 Todo seguía patas arriba.

-¿Dónde está tu jefe? –le preguntó.

-Se fue a la playa con Delia.

-¿Con quién? –exclamó Alex, creyendo haber oído mal.

-Con la camarera del hotel, que hoy tiene la tarde libre.

La noticia, dicha así de un modo tan directo e inesperado, le sentó a Alex como si le hubiesen descerrajado un tiro a bocajarro.

Aquella noche no pudo dormir.

 

Ahora, apoyado en el alfeizar de la ventana, observa a los dos jóvenes que se alejan por la calle desierta cogidos de la mano. La brisa del atardecer mece las ramas de los árboles cercanos y juguetea con la falda acampanada de Delia. Justo antes de desaparecer en el recodo de la calle, los jóvenes se paran y se besan, luego el albañil alza la cabeza y al ver a Alex agita una mano a modo de saludo.

-¡Maldito hijo de perra! –escupe Alex aunque sabe que no le oye-. Aquí tu trabajo ha terminado ¡Estás despedido!

En la calle desierta, un perro flaco husmea en los cubos de la basura.

 

 

concursoderelatos
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  • 13 de Julio de 2010 a las 19:34
La estación de humillar la cabeza


              Cuando el único y verdadero Dios de los hombres alza su frente a lo más alto no hay criatura viviente que soporte su majestad. Hasta los dragones corren en busca de alguna sombra que los recibirá avara impotente al empeño del amo. La maza del campanario besa por dos veces el bronce, el suelo cuece unos pasos que no envidian al resto de la carne; carne que llora más sal de la convenida para obtener el sustento. Los últimos héroes regresan de su ignorada derrota en busca de agua, pan y un rincón a oscuras donde dormir, donde ignorar a su dueño, donde darle tiempo para que termine de vomitar sus parabienes, donde creerse a salvo y en paz. Porque no hay tregua para los que se atreven no ya a sostener su mirada, sino a desafiar siquiera a los espejos encalados que conforman las calles de mi pueblo.
 
              Mi padre y mi hermano mayor pertenecían a esa casta de titanes. Marchaban cuando la oscuridad de la calle aún hacía el amor a la de la casa y regresaban, ungidos y consagrados,  tras la segunda campanada. En el patio, intentaban trasmutarse en agua antes de ir a devorar el poco aire amable que aún quedaba en torno a la mesa donde esperábamos mi madre, mi hermano pequeño y yo. Alguna palabra ininteligible sonreía cansada, alguna caricia magullaba la cabeza del benjamín o mi pecho, alguna furia maldecía si el vino era caldo, algún insulto me recompensaba si tardaba en traer el cuchillo del melón. Luego se desvanecían en la oscuridad de la casa, disfrutando de cada paso camino al lecho, avanzando junto a la pared que los absolvía del calor que guardaban dentro, hasta adivinar el altar donde renacer; soñando como aún sueñan todos los hombres decentes de mi pueblo.
 
              Yo fui elegido por Él, marcado por Él. Me habló con el idioma que pocos somos capaces de escuchar. No es un lenguaje de ruidosas palabras, de imperativas acciones, como el de los vulgares hombres. Mi señor me muestra  y yo sé qué debo hacer. Un destello, un golpe de su aliento, y yo comprendo. Él me pone a prueba, yo las supero. Él guía, yo obedezco. Los sordos no comprendieron. Me arrancaron de su lado y me llevaron a una tierra muerta y me encerraron en una celda y llenaron mi mente de sombras. Pero no pudieron nada contra Él, quien se apiadó de su siervo y fue a darle fuerzas. Y le dijo cómo engañarlos, le escribió lo qué querían oír para que pudiera volver a servirle, le dijo que esas blasfemias sólo serían escuchadas por los carceleros. Tardé incontables años, pero ya he vuelto a mi pueblo.
 
              No se permitía el ruido en las horas de muerte voluntaria. No más sonido que el de la loza chocando entre sí, ni más murmullo que el del agua y el estropajo. Las palabras, apenas susurros, eran aplastadas con los ojos de la hartura. Ni pensar en escuchar música. Ni pensar en encender el televisor. Ni pensar en romper el silencio del mausoleo. Incluso las chicharras enmudecían en los días de mayor castigo. Mi madre se rendía, finalmente, en un sofá amortajado con sudores. A sus pies se enroscaba mi hermano pequeño. Yo... ¿Qué hacía yo? Los recuerdos anteriores a la llamada son difusos. Supongo que me tendía en el suelo y jugaba con mis indios de plástico hasta que el aburrimiento cerrara mis ojos y me uniera al rito santificado, con mayor o menor devoción, por los vecinos y hasta los forasteros que venían de visita a mi pueblo.
 
              La viajera me escupe y se marcha. El reloj insiste en las dos, el campanario está castrado. Él me abraza, besa mis asquerosos brazos del color de los cerdos vulgares. Yo me avergüenzo de mi piel bajo la ropa. Él lo comprende, lo perdona. Me despojo de la camisa y comienza a morder mi cuerpo. Tampoco escatima en dolor para mis ojos, atrofiados de exilio; cada pared blanca me dedica una afilada bienvenida con sus destellos. El asfalto se quiere deshacer bajo mi peso como antaño, pero aún no ha llegado su momento. Todo sigue igual, todo ha cambiado. Ni un alma vive en la calle. Mi Señor así lo ha ordenado, para ofrecerme esta inmerecida acogida. No puedo retener la felicidad que derraman mis ojos. Saboreo cada paso que doy hacia a la casa de mis padres. Las cigarras anuncian ya mi regreso. De nuevo camino por mi pueblo.
 
              Una tarde, como otras tantas, salí al patio. Pero aquella, mientras empapaba la camiseta en el pilón, escuché su palabra. No la reconocí, aún no sabía. El vuelo de una avispa me guió hasta una enorme langosta. El veneno estaba trabajando aún cuando la diva comenzó a cercenarle la cabeza; despacio. La víctima aún movía las pocas extremidades que permanecían unidas a su cuerpo. Me eché al suelo fascinado. ¿Cuánto tiempo permanecí ahí, observando? Me despertó el grito de mi madre. Me llevó dentro, al sofá. Me puso gasas empapadas con leche en la espalda. Mis brazos palpitaban al rojo. Me temblaban las piernas. Me castañeteaban los dientes. Los gigantes me miraron con desprecio, mi hermano pequeño asustado. El frío empujó la calor hacia dentro, hacia la intimidad de mi cabeza.  Luego supe que estuve a punto de morir. Entonces sólo ansiaba conocer más secretos, buscarlos deambulando por mi pueblo.
 
              Una voz que quiere ser adulta me interrumpe.
              —Señor, ¿esto es suyo? —Sujeta mi abandonada camisa.
              —Lo era —asiente, él tampoco lleva—. No deberías estar aquí a estas horas.
              —¿Por qué no? ¿Va a llevarme el famoso el negro? Sé que es mentira. Nadie se lleva a los niños que salen de casa en vez de dormir la siesta, es sólo un cuento una para asustar a los enanos; yo ya tengo casi doce años, salgo todos los días y nunca he visto a nadie.
              —Pero sí que hay un negro —algo asoma en sus ojos; no es temor. Agarro su brazo para enfrentarlo al mío. Entiende, sonríe y se marcha.
              El calor de su piel se arremolina sobre la palma de mi mano como el recuerdo del primer beso. Lo saboreo mientras se desvanece. Su descaro es insultante; yo me procuré que nadie le insultara en mi pueblo.
 
              Esa ilusión que el mundo de los hombres llama vida diaria me sedó con su rutina. Apenas era un crío. Él lo entendió. La vuelta al colegio, la navidad, más adoctrinamiento, más fiestas idólatras y otras pérdidas de tiempo, me distrajeron. Él aguardó. Para Él el tiempo no más que tiempo, algo pasajero. Yo no supe cuánto lo necesitaba hasta que por fin volvió a hablarme. Todo parecía igual que hacía un año, todo había cambiado. Salí mientras todos dormían. Él derribó un gorrión ante mí. El ave boqueaba, sin poder levantarse, sobre la acera; recordé a la langosta. Un sabor relampagueó dentro de mí; recordé a la avispa. Alargué el brazo, agarré al pájaro,  retorcí su pescuezo hasta oír un chasquido y tiré con todas mis fuerzas sin lograr decapitarlo. Apenas era un crío. Pronto dejaría de serlo. Pronto sería la mano que ejecutara su voluntad en mi pueblo.
 
              El chaval corre descalzo enarbolando mi camisa, portando la evidencia de una victoria. En las palmas de sus pies hay diamantes que se burlan de los zapatos con que me domesticaron. Me los quito. No hay por qué fingir más. Duele pisar descalzo el magma gris. El niño se desvanece. Ha tomado una esquina. Continúo tras él, ciego como el galgo que sigue a la liebre. Tropiezo. Mi carne se desparrama jugosa en un asador de asfalto. Ardo. Me levanto. No encuentro al chico. Su aliento me guía por calles llenas de lascas afiladas que se clavan en mis pies. Sangro. Sigo buscando. Por fin lo encuentro en una plazoleta apartada. Está en cuclillas. La luz se deshace en halagos para con su joven espalda y su hermosa nuca bronceada. Lo observo. Se levanta llevando en brazos unos gatitos envueltos en mi camisa. Leo una nueva oportunidad para mi pueblo.

              El pacto se selló con más fuego bajo mi piel. Un fuego aletargado durante los meses en que los hombres se creían amos de su destino. Una llama mortal para quien mantuviera esa pose en la estación de rendirle pleitesía. El primero fue mi hermano pequeño. Cogió la costumbre de seguirme, de creer imitarme. Lo sorprendí, oculto en mi fortaleza de cardos, descabezando el púrpura sagrado. Lo empujé. Las púas rasgaron su cara. Me amenazó, apostó por última vez su mueca de chivato. Lo atrapé, le até los pies con los cordones de sus zapatillas y encendí la pira que lo perdonaría. Se consideró un accidente. Sucederían algunos más; siempre había algún estúpido al año que aparecía ahogado, despeñado o muerto por un golpe de calor. Nadie sospechó nunca de mí. Sólo me acusaron de un error, un error que me costó el destierro y la deshonra para mi pueblo.
 
              El chaval sabe que lo sigo, se le escapa a la brisa que juega con su pelo cuando se detiene a mira arriba. No puede ser: ¿a él también lo está guiando? Va hacia una de las arterias que alimentan el regadío. Un moral ofrece asilo junto al sifón. Me acerco mientras recoge agua del canal y se la da a beber a los gatos, directamente de sus manos, para luego refrescar sus pequeñas cabezas antes de dejarlos en el suelo. ¿Es esto lo que Él le ordena? Me mira y sonríe. Señala mis pies heridos y me lleva del brazo al borde del canal. Me siento. Rompe mi camisa en vendas y alivia mis llagas con la fresca pureza de la corriente. Termina. Me observa. Mi Señor no dice nada. El niño me sugiere que me refresque la nuca. Alargo el brazo hasta la corriente; una embestida me entrega ella. El chico sujeta mis tobillos; intento agarrarme al borde de hormigón pero aplasta mis dedos. Veo la carcajada ansiosa del negro bendiciendo el agua. El único y verdadero Dios de los hombres se despide de su antiguo vasallo. Me rindo, ahora comprendo: este no será ya más mi pueblo.


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  • 15 de Julio de 2010 a las 10:12

LOS TRES

Son tres y es fiesta en el pueblo. Finales de julio. Puede que once o doce años. El moreno más alto se llama Juan. Está tan delgado que los repetidores en la escuela le han empezado a llamar Huesitos, algo que a él ni le gusta ni le disgusta, siempre que se quede ahí y no pase a mayores. El segundo se llama Pepe y como todos en clase le conocen por el Rubio, no han tenido que buscarle otro mote. Por último, Luis, que es bajito y gordito, siempre con las mejillas encendidas, siempre a remolque de Juan y Pepe si hay que echarse una carrera, siempre los tres juntos cuando es fiesta en el pueblo. Y en verano siempre es fiesta. Cuando no por un santo, por alguna historia del ayuntamiento. Cuando no por cosas de la iglesia, por alguna asociación de vecinos. 

Esa tarde es cosa de iglesia, un santo o algo de eso. El sol cae a plomo sobre el campo seco y las laderas polvorientas de los montes. Todos los parroquianos se desplazan por el camino hacia la ermita donde se celebra la fiesta. La mayoría van por el asfalto, salvo algunas cuadrillas de críos que se aventuran a campo traviesa, como hacen Juan, Pepe y Luis. Llevan la merienda en bolsas de plástico atadas a sus cinturones. La hierba alta y amarilla les podría hacer pensar que caminan por la sabana y que tal vez una leona está al acecho. Les podría hacer pensar que ellos son los que acechan. Sin embargo, tienen otro juguete con el que pasar la tarde. El calor es asfixiante. 

Unas horas más tarde, cuando todo ya ha ocurrido, nadie podrá sonsacarles nada. Ni de cual de los tres partió una idea tan estúpida, ni si lo encontraron de camino a la ermita, ni quien lo trajo, si llevaban también cigarrillos. Como ya no son niños del todo, comprenden al instante que en aquel embrollo están metidos los tres hasta las cejas y no hace falta decirse nada para que el silencio se convierta en su mejor defensa. Al fin y al cabo los tres han montado aquel cirio. Cuando aparecen sus padres en el cuartel de la Guardia Civil, rompen a llorar cada uno por su lado, más si cabe que cuando estaban a solas con los guardias. No flaquean, como si utilizaran una coartada planificada y exclusivamente responden que lo sienten mucho, que van a aceptar cualquier tipo de castigo que se les imponga, soportan los bofetones de sus padres ante la mirada impasible de las madres y de los guardias, ante el alcalde que acaba de llegar, lo que sea, papá, lo que sea, pero aquellos hierbajos dicen haberlos prendido los tres a la vez, a pesar de que, por lo visto, sólo tenían a mano un único mechero. 


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  • 15 de Julio de 2010 a las 11:57

    LOS ANIMALES DE LA MONTAÑA

 

    Caminaban por la montaña sosegados.

    Eran cuatro: dos chicos y dos chicas. Sus nombres eran Pablo, Mauri, Ana y Julia. Tenían entre diez y doce años de edad.

    Habían salido de casa hacía dos horas, el tiempo que llevaban de caminata por un camino de tierra marrón.

    Llevaban tres semanas de vacaciones en el pueblo. Vivían en la ciudad y siempre acudían a él con sus familiares a pasar el mes de agosto.

    Se adentraron en el bosque a paso ligero. En el bosque había mucha sombra y mucho piar de pájaros. Llegaron a la orilla del lago. Decidieron que aquel era un apropiado y bonito lugar para pasar el día.

    Comieron entre árboles y piedras, en éstas sentados, rodeados de altas montañas, con el viento rascándose contra las ramas y hojas de los árboles y con el olor del agua del lago metiéndose por sus narices.

    Cuando acabaron, Pablo observó un pequeño muelle en la isla del lago con una barca amarrada. Ana dijo que la barca era de una hechicera que vivía en la isla. Mauri lo corroboró, indicando, además, que en la orilla en la que ellos se encontraban había otro muelle. Julia y Pablo animaron para que fueran a éste muelle, a ver si podían viajar hasta el otro, el de la isla, en busca de la hechicera.

    Pasada la modorra de la siesta, recogieron todo, cargaron de nuevo las mochilas al hombro y anduvieron en dirección norte hasta arribar al muelle que se encontraba a este lado del lago.

    En el muelle había dos barcas blancas y una pequeña caseta de madera desgastada, con un diminuto porche. En la sombra de éste, un viejo con un sombrero de paja leía un libro cualquiera sentado en una silla. Se llamaba Otis. Los chicos le saludaron y le preguntaron si podían coger una de las barcas. Otis les dijo que sí, pero que antes debían pagarle dos euros cada uno.

    Otis era un jubilado que subía todos los días hasta el lago y que se ganaba unas perrillas con las barcas. Se desenvolvía bastante bien porque no era muy mayor. Los largos paseos de cuatro horas –dos de ida y dos de vuelta- que hacía cada jornada le venían estupendamente.  A los chavales les contó que, aunque ellos no supieran quién era, él sí sabía de ellos. Conocía sus nombres y quienes eran sus abuelos y sus padres. Les contó que cuando eran pequeños les había visto corretear por la calle ancha del pueblo.

    Tras la conversación con Otis y después de pagarle dos euros cada uno, los cuatro chavales se subieron a una barca. Remaron hasta la otra orilla, hasta el otro muelle.

    Después, en la isla, fueron hasta la cabaña de la hechicera. La cabaña estaba hecha con ramas secas y delgadas. Era cochambrosa, y si algún fuerte temporal irrumpía por la zona, se intuía un triste final para ella.

    La hechicera salió de la cabaña al oír voces. Saludó a los chicos y éstos a ella. La hechicera les preguntó si requerían sus servicios, a lo que ellos contestaron que no. Pero Julia quiso saber qué podía hacer. La hechicera les explicó que con sus conjuros y pócimas mágicas era capaz de lograr cualquier cosa.

    Entonces, Julia propuso a sus amigos pedir a la hechicera que les lanzara un conjuro o que les diera una pócima para que pudieran hablar con los animales. Estuvieron todos de acuerdo y una vez que se lo dijeron a la mujer, ésta les invitó a entrar en la cabaña.

    La cabaña por dentro no era para nada a como se intuía por fuera: estaba limpia y ordenada. Había unos estantes con gran cantidad de objetos: calaveras humanas y animales, otros huesos, frascos con líquidos… En el centro de la cabaña una mesa redonda con dos sillas servía de lugar de trabajo.

    Sobre ella la hechicera comenzó a preparar, en una cazuela, un potaje formado por trozos de animales: pelos, huesos, pezuñas, ojos… Cogió la cazuela y afuera hizo un fuego. Calentó el potaje. Una vez listo, dio a cada chico una taza con él para que lo bebieran.

    Al rato, se encontraban los chicos por la ladera de la montaña, buscando animales con los que conversar.

    Encontraron un águila que sobrevolaba sus cabezas. El alado les contó que había acabado de luchar contra unos cuervos que habían querido invadir su territorio. Se mostró arisca y no les dijo nada más.

    Luego vieron un urogallo hembra. Esta ave les explicó que su pareja le había abandonado al empezar a poner los huevos. No tenía buen recuerdo de él, pues siempre que les había acechado algún peligro, había huido cobardemente.

    Después vieron un oso bebiendo agua del lago. Descendieron hasta él. El plantígrado, furioso, les preguntó si no habían visto las señales que había hecho con sus garras sobre la corteza de unos árboles. Los chicos se fueron sin decir nada, por si acaso.

    Más tarde, se encontraron con la comadreja. Ésta, riendo, les explicó cómo entraba en los corrales del pueblo de donde venían y cómo se zampaba las gallinas de sus abuelos. Se despidieron de la comadreja cuando vieron el lobo a lo lejos. 

    Fueron hasta él. El lobo les contó que tenía la cola recogida, bajo el vientre, en señal de sumisión a su líder. Les explicó que su manada cazaba todo tipo de animales: cérvidos, roedores, ovinos… El lobo marchó con sus compañeros cuando les escuchó aullar cerca de allí. 

    Los chicos se adentraron en el bosque. Allí hablaron con una ardilla, la cual presumió de repoblar los bosques gracias a su mala memoria. Resulta que, como no le cabían todas las provisiones en su refugio, las sobrantes las enterraba en el suelo, las cuales eran nueces, avellanas, bellotas, piñones… que con el paso del tiempo, y una vez olvidadas, brotaban, creciendo nuevos árboles.

    Aquella tarde los chicos no conversaron con ningún otro animal. Regresaron al pueblo y no le contaron nada a nadie.

    Los días siguientes volvieron al bosque y a la montaña, al paraje del lago, a estar con los animales, conociéndoles un poco más. Así transcurrieron sus vidas durante la última semana de agosto.

    Llegó el último día del mes y no querían volver a la ciudad, a la selva de asfalto. Así que le pidieron a la hechicera de la isla del lago que les convirtiera en animales. Esto hizo la mujer.

    Se convirtieron en lobos, formando una manada.

    A última hora de la tarde fueron hasta Otis, el viejo de las barcas, y le pidieron que comunicase a sus padres la noticia y que se quedaban en las montañas y los bosques. Otis les entendió perfectamente, pues hacía mucho tiempo que había pedido a la hechicera que le permitiese, con una de sus pócimas, entender el lenguaje de todos los animales.

    Otis descendía después por el camino con envidia sana, rumbo al pueblo, a la civilización. Se giró para ver por última vez, sólo por aquel día, el lago, la montaña y el bosque. De allí provenían unos aullidos eternos y gustosos, los de los animales de la montaña.

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  • 15 de Julio de 2010 a las 15:38

De junio a noviembre en Pretoria, de diciembre a mayo en Madrid.

 

“La duración estimada del viaje será de diez horas, por lo que esperamos llegar a Johannesburgo hacia las once treinta hora local...”

 

Tenía por delante un aburrido viaje en avión, un combinado en la mano derecha y un curioso pasajero a mi izquierda. Unos sesenta años, discreto bigote y leonina cabellera blanca. Gafas progresivas. Camisa de cuadros obscura, un fino cárdigan Clavin Klein, pantalón tejano y, como calzado, unos cómodos mocasines de piel. Sostenía un libro en sus manos: "Esclusas y cabinas". Como viese que mi compañero de viaje lo cerraba y lo guardaba en una bolsa que tenía entre los pies, decidí hacerle algún comentario informal.

 

-¿Va usted a Sudáfrica por los mundiales?

 

Me miró sonriendo y negó levemente con la cabeza.

 

-No... Supongo que veré algún partido de la roja, si se pone a mano, pero en realidad voy a pasar allí unos meses. Lo hago todos los años por estas fechas. Unos amigos me alquilan un pequeño apartamento, en un complejo llamado La Camarera, cerca de Pretoria. Y cada año, a primeros de junio hago este mismo viaje. Normalmente me quedó allí hasta octubre o noviembre. Por esas fechas, bien entrada la primavera en Sudáfrica, regreso a España.

-¡Qué curioso! ¿Y eso no le plantea problemas? De familia o de trabajo, digo yo.

-Soy escritor. Mi oficina es cualquier lugar donde pueda conectar mi portátil. Y mi familia... – Inclinó la cabeza, y vi en su expresión una sombra de dolor, de tristeza.- No tengo familia. La perdí.

-Lo siento.

-Gracias... Fue por ello que decidí llevar esta vida. De junio a noviembre en Pretoria, de diciembre a mayo en Madrid. De eso hace ya más de diez años. Aquello fue la gota que colmó el vaso.

-No se si le entiendo...

-A mediados de diciembre del 2000 viajé con mi esposa y mis dos hijas a la Patagonia. En pleno verano austral, junto a otros viajeros, nos dio por hacer un trekking por la zona de los glaciares. ¿Fue el cambio climático? No lo sé. El caso es que la avalancha de nieve que se precipitó sobre el grupo estuvo a punto de matarnos a todos. Solo sobrevivimos el guía, y yo. Para él fue también un golpe terrible, pues su propio hijo iba en el grupo para ayudarle. Aun recuerdo las lágrimas de Alfonso, el buen guía.

 

El viajero calló, giró la cabeza y miró hacia la ventanilla. Pensé que él estaba también a punto de llorar. Se volvió hacia mí.

 

-Días después, en el viaje de regreso a España estuve meditando, y lo vi todo muy claro. Desde entonces llevo esta especie de doble vida.

-Creo que sigo sin entenderle...

-Le podría contar una serie de cosas... pero es una larga historia. No deseo robarle su tiempo.

-Si son cosas desagradables y no le apetece contarlas, lo entiendo perfectamente. Pero si quisiese satisfacer mi curiosidad se lo agradecería. Tenemos tiempo de sobra.

 -Como quiera. Todo comenzó cuando tenía diez años. Mis padres me dejaron durante dos semanas a mediados de agosto en un pequeño pueblo de la sierra, en un colegio de religiosas. Era el equivalente a lo que hoy llamamos colonias de verano. Las hermanitas nos alimentaban de forma abundante y todas las tardes nos llevaban de excursión por los alrededores, a una fuente o a una ermita. Una de aquellas tardes, caminando por un sendero en una zona boscosa, vi una gran mariposa de bellos colores. Siempre me han gustado los animales, en especial los animales de la montaña y el bosque, y aquel insecto me llamó mucho la atención. Siguiendo su vuelo, mirando hacia arriba, no me di cuenta que me apartaba del camino y caí en una acequia cenagosa y fétida...

-¡Dios mío!- exclamé al imaginar la escena.

-No quiera usted saber como salí de allí. El olor a corrompido me duró días, y agarré una conjuntivitis y tal gastroenteritis que cuando mis padres vinieron a buscarme, pensaron que les habían cambiado el hijo por un niño del tercer mundo, de esos de los reportajes de los campos de refugiados.

-Pero se repuso usted, ¿verdad?

-Sí. Pero el recuerdo del incidente quedó grabado a fuego en mi memoria.

 

Mi compañero de viaje hizo una pausa para sacar de la bolsa una pequeña botella, de apenas un decilitro. La destapó y bebió su contenido.

 

-Es un yogurejo de esos que aumentan las defensas, o al menos eso dicen los anuncios. Si le he de decir la verdad, creo que me van bien. Me los recomendó un médico, cuando supo que perdí el bazo en un accidente de ferrocarril, durante un viaje de vacaciones... pero eso se lo explicaré más tarde. Ahora voy a decirle lo que me ocurrió pocos años después del incidente de la acequia. No estoy seguro si fue a los catorce o a los quince años... por culpa de un golpe tremendo que me di en la cabeza me quedó una amnesia, una nube que ocultaba mis recuerdos, que poco a poco, con el paso de las semanas, se fue aclarando. No le dije nada a nadie, pero lo pasé muy mal los primeros días. En las conversaciones debía hacer como que sabía de que hablaban. Cuando alguien proponía ir a tal o cual sitio, esperaba que otro emprendiese el camino para seguirle...

-¿Cómo fue eso del golpe?

-Disculpe, olvidé explicárselo. Verá, mi madre tenía familia en un pueblo de la costa. Su cuñado era pescador. Salimos a pasear una tarde de agosto en su barca, con el mar tranquilo y un tiempo precioso. De pie sobre cubierta, mirando hacia el horizonte, me distraje y di un paso atrás. Caí por un agujero rectangular que se abría a la sala de motores y me golpeé la cabeza con fuerza. Me sacaron de allí, y cuando abrí los ojos me pregunté: ¿qué hago yo en una barca, en medio del mar? Y comprobé aterrado que no recordaba ni el día en que vivía. Ni el mes ni el año.

-Eso debe ser muy desagradable.

-Ya lo creo. Aunque las primeras noches apenas dormía por la angustia y también por la humedad y el calor canicular, ese calor que arrasa la noche, poco a poco fui recordando. Y mi vida siguió sin más incidentes hasta que unos años más tarde ocurrió lo del secuestro.

-¿Un secuestro?

-A primeros de julio de 1976, en un viaje con varios amigos por las islas griegas, en un pequeño yate de alquiler, fuimos abordados por una gran lancha, sin bandera ni identificación. Tres individuos, armados hasta los dientes, nos ataron en la cabina del yate y nos remolcaron hacia el sur. Solo uno de los tres nos dirigió la palabra. Nos dijo: "Preparaos para humillar la cabeza". Apenas nos dieron nada de comer y muy poco de beber, por lo que fue una suerte que el viaje no durase más que un par de días. Permanecimos presos en un oasis en el desierto de Libia, hasta que las gestiones del ministerio de exteriores tuvieron éxito y nos liberaron.

 

Seguramente el viajero notó extrañeza en mi expresión, pues se apresuró a aclararme que el secuestro no trascendió.

 

-No existía el sensacionalismo de la televisión actual, y creo que fue una suerte. El no ser pábulo de noticias contribuyó al rápido final de nuestro cautiverio en el norte de África. Por cierto, en esos duros días conocí a la mujer que iba a ser mi esposa. ¿Sabe qué pienso? Ese  es lo único que podría contradecir la teoría por la que llevo esta vida.

-¡Usted las ha pasado de todos los colores! – le dije.

-No lo dude. Mire, voy a ahorrarle varios episodios desagradables, como el naufragio en unos rápidos en Nepal, en julio del ochenta y ocho, el accidente ferroviario durante un viaje por el sur de Alemania tres años más tarde, en la ultima semana del mes de agosto, o el incendio en un albergue turístico cerca de Grenoble. En todos los casos la muerte anduvo muy cerca, pero nos respetó a mí y a los míos. Aguardaba, supongo, nuestro encuentro en Sudamérica. Pero especialmente terrible fue lo del verano del 97. De viaje por Suiza, en los Alpes. Dos familias, la mía y unos amigos y sus hijos, amigos de mis hijas. La primera cabina del teleférico se llenó. Nosotros quedamos en tierra, esperando la siguiente. Tal vez leyese usted la terrible noticia. Perdimos a nuestros amigos, su cabina se precipitó al fondo del valle.¡Maldito cable, madito teleférico...! Algo guardo de ese verano, un deseo. Que jamás nadie deba pasar por algo así... Ya en el 2000, en el viaje de regreso desde El Calafate medité sobre mi vida. Y de pronto lo entendí. Dígale como quiera, el consejo de Dédalo o un punto de lucidez... cuando comprendes que lo que pasa en verano es la causa de tu desgracia y de tus desdichas, no tienes otra salida, no tienes otra opción. Para mí ya no existe el verano. En los últimos diez años huyo de él, sin darle opción a hacerme más daño. De ahí mis viajes, de ahí mi vida trashumante. Odio el verano. Es mala estación. Para mí y para otros. Vea si no el día en que Jarque murió... ¡en pleno verano!

 

Dicho esto, mi compañero de viaje, dispuesto a descansar unas horas, tomó el antifaz para cubrirse los ojos y reclinó su asiento. Pero antes de entregarse al abrazo de Morfeo me miró y me señaló con un dedo.

 

-Amigo mío. Analice su vida. Tal vez en su caso sea la primavera, o el otoño... piense en todo lo que le ha ido mal, en los desastres y peligros en los que se ha visto envuelto. Y tal vez esté a tiempo de hacer como yo: la solución del verano aplicada a otro tiempo. Buenas noches.

 

Pocas horas después le vi perderse a lo lejos en el exterior del aeropuerto de Johannesburgo. Al salir yo a la calle y subir al taxi, se había acercado a la ventanilla y me había saludado, con una sonrisa, sin decir palabra, llevando la mano a la frente. Y me pareció que sus ojos me decían algo así como “Good bye, boy”.

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  • 15 de Julio de 2010 a las 17:22

Desde lejos.

Si había algo que Eduardo empezaba a odiar más que trabajar durante el mes de agosto, era tener que hacerlo de noche. El bochorno de Barcelona se adhería a la piel como una película grasienta y el aire acondicionado se había estropeado al tercer día, así que la pastosa brisa que entraba a rachas perezosas por las ventanas abiertas de par en par no conseguía contrarrestar el calor que desprendían los ordenadores.
Eduardo se desperezó en la silla. Eran las dos de la madrugada.
- ¿Qué? ¿Otra mañana sin dormir? –preguntó Andrés sin apartar la vista de su pantalla.
- ¡Uf! Sí. Es que con este calor, es imposible. ¿Cómo lo haces tú?
- Me tumbo y me duermo –respondió, encogiéndose de hombros.
- Pues yo no puedo –añadió, frotándose los ojos-. Y estoy hecho polvo, pero no puedo.
- Ya no te parece tan divertido trabajar de noche, ¿verdad?
Cuando dos meses atrás llegó aquel inesperado proyecto, el jefe ofreció la posibilidad de hacer turno nocturno y contratar personal eventual para las horas diurnas. Eduardo se ofreció voluntario porque todo le parecían ventajas: de noche no había jefes ni teléfonos, se cobraba más y te dejaba el día libre para ir a la playa. Tras cinco semanas en blanco, lo último que le apetecía era achicharrarse en la arena.
- Necesito un café –anunció-. ¿Quieres uno?
- No –respondió Andrés tras una pausa-. Pero me tomaría una cerveza fresquita. Y un bocadillo de algo caliente con queso fundido.
- Tío, son más de las dos. ¿Cómo puedes tener hambre?
Andrés se encogió de hombros.
- Yo, si no duermo, como –se levantó y cogió su cartera-. Conozco un par de bares que igual están abiertos todavía. ¿Te apetece algo?
- ¿Lo dices en serio?
- Totalmente.
Eduardo meditó un segundo.
- Vale. Una cerveza y un lomo con queso.
- Ahora vengo. No tardo mucho.
- ¡Que sean dos cervezas! –gritó Eduardo a la espalda de su compañero.
- ¡Vale! –respondió éste desde la puerta.
Eduardo se estiró en la silla. No tenía mucha hambre pero cualquier cosa sería mejor que seguir dibujando estructuras de hormigón y detalles de forjados. Además, pensaba en la cerveza y se le hacía la boca agua.
Se levantó para estirar un poco las piernas.
Estaban en uno de aquellos pisos antiguos del Eixample barcelonés, estrecho y largo, con ventanas y balcones que daban a la calle y al gran patio interior de manzana. Se alejó de su mesa, desde donde se oía el ruido de los pocos vehículos que circulaban a aquellas horas, y se adentró por el oscuro pasillo. Salió al balcón, se apoyó en la barandilla y observó las cuatro fachadas que se cerraban a su alrededor, como las butacas de una ópera donde cada palco era un escenario. Algunas ventanas estaban iluminadas. Eduardo nunca se había considerado un fisgón pero, en aquel momento, se acordó de que había unos prismáticos en el despacho, uno de aquellos trastos viejos que nadie sabía cómo había aparecido allí.
“Andrés aún tardará un ratito en venir”, pensó.
Empujado más por el hastío que por la curiosidad, los cogió y, medio escondido, empezó a pasear su vista por las ventanas de enfrente.
Un hombre repantigado en el sofá viendo la televisión, su semblante iluminado con los destellos azulados del aparato.
Una estantería cargada de libros y adornos.
Un chico desvistiéndose. “Ya podría ser una chica”, pensó.
Una chica sentada bajo la luz de una lámpara de noche, posiblemente estudiando. Eduardo se detuvo para observar sus rasgos difusos, deseando que hiciese algo que sólo ocurría en las películas. “Eres un auténtico pervertido”, se reprendió con sorna. Tras unos segundos, dirigió su curiosidad a otra parte.
Volvió al hombre del sofá que no había variado un ápice su posición.
Comenzaba a pensar que aquello de observar a los demás no era tan excitante como habían pretendido hacerle creer cuando una nueva luz captó su atención. Una pareja de mediana edad apareció por el marco de una ventana que había estado a oscuras hasta el momento. Parecía que acababan de llegar de la calle e iban discutiendo airadamente.
“¿Dónde está el botón del volumen?”, sonrió, mientras veía sus labios moverse sin percibir ningún sonido. “¡Menudo broncazo!”
La mujer gesticulaba mientras el hombre la señalaba con un dedo rígido y amenazante. Los gestos de ambos eran cada vez más nerviosos, más violentos. Hasta que una mano de él salió disparada, estrellándose en la cara de ella, su melena se sacudió hacia el lado contrario.
- ¡Joder! –Eduardo dio un respingo, asustado.
La mujer observó al hombre, parecía anonadada, la mano sobre su mejilla, el cabello revuelto. El hombre la miraba fijamente. Ambos permanecieron inmóviles durante un segundo. Luego ella lo increpó con más furia, su cuerpo se sacudía, empezó a señalarlo con un dedo acusador.
Tras una corta vacilación, el hombre agarró la mano de la mujer, apartándola y volvió a golpearle en la cara. Como si se hubiese accionado algún tipo de mecanismo imparable, continuó abofeteándola, cada vez con más fuerza, con más saña, primero con una mano, luego con las dos.
Eduardo contemplaba la escena, clavado al suelo. La imagen que captaba perdió nitidez a causa de su propio temblor.
La mujer cayó al suelo. Ocultos por la pared, tan sólo se veía una parte de la cabeza del hombre y su brazo que subía y bajaba, el puño cerrado. Eduardo se estremecía cada vez que éste descendía, como la hoja de una guillotina. En su cabeza oía los golpes, el hueso crujir, los gritos de la mujer, los gruñidos animales del hombre. Casi pudo distinguir un arco rojo dibujado por la trayectoria de aquella maza que subía y bajaba, subía y bajaba, subía y bajaba.
El hombre se levantó, el pelo desgreñado, la ropa revuelta, sus hombros se elevaban y descendían rápidamente. Contempló el suelo unos segundos. Luego, dirigió su vista hacia la ventana.
Eduardo dio un respingo y a punto estuvo de dejar caer los prismáticos. Cuando volvió a mirar, las persianas estaban bajadas, impidiendo ver el interior de la estancia.
Bajó los prismáticos, respiró hondo, tratando de serenarse, mientras retrocedía.
- Joder –murmuró-. Joder, joder, joder.
Empezó a pasearse por la habitación, su cabeza, un torbellino.
- Tengo que llamar a la policía. ¡Joder, igual la ha matado!
Dejó los prismáticos sobre la mesa y se marchó hacia la otra punta del piso, donde trabajaban. Cogió el teléfono.
“¿Y qué les digo?”, pensó. “¿Que estaba espiando a mis vecinos cuando uno se ha puesto a aporrear a su mujer? ¿Cómo presenció usted los hechos si estaba a treinta metros del domicilio del acusado?“ Pensó, imitando una voz grave y solemne en su cabeza. “Señoría, es que tenía unos prismáticos y…”
Eduardo se dejó caer en la silla, los brazos lánguidos. Pensó en la mujer, estaría sangrando, quizás inconsciente. O algo peor. Recordó aquel puño subiendo y bajando. Un escalofrío recorrió su cuerpo. “Quizás tendría que enfrentarme a ese hombre, reconocerlo, testificar incluso en su contra”. El miedo se instaló en su vientre, en su pecho, vaciándolo.
Con un movimiento lento, cobarde, colgó el teléfono. Hundió su cabeza entre las manos temblorosas.
“¿Quién sabe si ya lo ha hecho más veces? ¿Qué pasa si ella no lo denuncia? Muchas no lo hacen. Lo soltarían, ¡vendría a por mí, joder!”.
Un ruido lo sobresaltó.
Tardó un segundo en reconocer la cerradura al abrirse. Un conocido parloteo resonó en el piso.
- Tío, he tenido que correr media Barcelona para encontrar un bar abierto –decía Andrés-, pero aquí están: bocadillos calientes y cervezas frías.
Entró a la sala alzando dos bolsas como sendos trofeos.
- ¿Qué te pasa? –preguntó, viendo la palidez en el rostro de su compañero- Ni que hubieses visto un fantasma.
- ¿Qué? –balbuceó Eduardo.
- Que estás blanco, ¿te encuentras bien?
- Eh… Sí, sí. No pasa… nada. Será el calor.
Andrés observó las pantallas en negro y sonrió. Se apagaban tras media hora de inactividad de los ordenadores.
- Tú has estado sobando –le acusó, divertido.
- ¿Qué?
- Qué pasa, que te he despertado y te has asustado, ¿no?
- Yo…
- Que no pasa nada, que una cabezadita te sentará la mar de bien… y para desayunar, ¡cerveza fría! –añadió, poniendo una encima de la mesa de su amigo.
Eduardo observó la cerveza y el bocadillo que tenía ante sí y tuvo ganas de vomitar.
- ¿No comes? –preguntó Andrés, atacando el suyo-. Pues, está muy rico –añadió, con la boca llena.
Eduardo desenvolvió el bocadillo con manos trémulas y lo mordió, masticando de forma mecánica. Tragó un bocado. Volvió a morder y siguió masticando con obstinación. Tragó de nuevo aunque su garganta estaba cerrada, aunque la comida caía en su estómago como un puño cerrado. Con disimulo, se limpió una lágrima que corría por su mejilla y volvió a morder. Dio un buen trago de cerveza y se afanó en llenarse otra vez la boca de comida para no gritar.

manuelvicentrubert
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  • 15 de Julio de 2010 a las 22:00
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