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Foro para escritores de Bubok

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raulcamposval
Mensajes: 4.212
Fecha de ingreso: 9 de Noviembre de 2009

Recopilatorio 2009. R2D2. 02/08/2010 a 08/08/2010

29 de Julio de 2010 a las 19:58
Bien, R2, ya puedes colgar tus poemas favoritos cuando quieras. 
danielturambar
Mensajes: 5.089
Fecha de ingreso: 14 de Mayo de 2008
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  • 29 de Julio de 2010 a las 20:02
relaros, pato, que se te va...
raulcamposval
Mensajes: 4.212
Fecha de ingreso: 9 de Noviembre de 2009
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  • 1 de Agosto de 2010 a las 20:28
Relatos, corcho, relatos... menuda coctelera
r2-d2
Mensajes: 3.171
Fecha de ingreso: 26 de Diciembre de 2008
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  • 2 de Agosto de 2010 a las 21:29

Este es mi preferido.

Adara, la inmortal
No es fácil recordar cómo la inmortalidad dividió en dos al género humano. En la memoria de los que nunca la alcanzaron, el suceso se hizo humo de mitos y leyendas mucho antes de que dejara de ser exacto el número de generaciones transcurridas desde que ocurrió.
La memoria de los inmortales es diferente: no la aniebla el extravío de los detalles, sino su exceso. Y aunque algunos de los afortunados iniciaron registros minuciosos de su nueva vida presuntamente inacabable, los ordenadores dejaron de responder a la tecla de encendido poco tiempo después del holocausto. Ya ninguno de ellos se animó a buscar tinta y papel para mantener los anales. No valía la pena. Porque no habría lugares donde guardarlos, tan inacabables serían. Ni se conservarían tanto tiempo como ellos vivieran. Y además, concluyeron, el tiempo transcurrido y registrado siempre abrumaría al tiempo necesario para leerlos.
Pero, ¿cómo fue?
Hubo una vez... Sí, claro, tuvo que ser antes de, ya que el holocausto fue su consecuencia. Por entonces ya se sabía que el ser vivo es una máquina que se repara a si misma, pero sin la suficiente perfección. Sólo había que ajustarla bien, y la máquina sería eterna.
El hallazgo era inminente. Todos los hombres esperaban vivir para verlo, y verlo para vivir eternamente. Ocurrió. Los poderosos fueron los primeros en alcanzar la eterna juventud. Y una vez conseguida, conspiraron. Porque, ¿no rebosaban de hombres los continentes? ¿No se habían fundido los polos, desbordados los mares, arrasada la Amazonia, extinguidas innúmeras especies?
Los hombres fatigaban la Tierra. Y ahora, por añadidura, eran inmortales.
ANPI. El Acuerdo para la No Proliferación de la Inmortalidad sólo fue acatado por los que ya lo eran. Y no impidió lo inevitable. Ninguna reunión de hombres, cualquiera que fuese el título que se le diera,resistió la presión de los mortales pidiendo ser admitidos en el club de los que nunca envejecían. Disturbios en las ciudades. Los primeros Gobiernos en ceder se enfrentaron a los Gobiernos defensores del Acuerdo. Y los Gobierno defensores del Acuerdo encomendaron la supervivencia del planeta a lasarmas nucleares.
Aquellas bombas aliviaron al mundo del peso que lo asfixiaba, reduciendo el número de los humanos a lo razonable. Y cuando nadie fue capaz ya de distinguir el polvo de las cenizas, crecieron los bosquesdonde no se recordaba que los hubiera habido. La nieve volvía a caer en las cumbres sobre la nieve del año anterior. Especies que se creían extinguidas surgían del Arca de Noé de una previsión disparatada que al final había resultado clarividente.
En algún momento de aquel cataclismo, se perdió la máquina de la inmortalidad. Alguien tuvo en su mano, en el último momento, la decisión de destruirla o de conservarla fuera del alcance de los hombres, y decidió esto último. Lo dice un relato diseminado entre mil fábulas: que la máquina está en algún lado,esperando a que alguien la encuentre. Los inmortales lo cuentan con aprensión, queriendo creer que no será cierto y que nada alterará su estado actual. Los mortales, con la esperanza de una revancha.
El género humano volvió a crecer. Muy despacio. Liberándose de todas las taras y monstruos inviables que siguieron al gran holocausto. El hombre volvió a tener retos a su medida a los que enfrentarse: rebaños para medrar; cosechas que sembrar y recoger; jabalies, osos, leones con los que probar el valor de sus flechas y lanzas.
Mortales e inmortales viven ahora separados por una envidia atávica, un agravio de eones. La pugna, sin embargo, va cayendo ineluctablemente del lado de los mortales. Porque las muertes violentas, las enfermedades oportunistas (los suicidios también), menguan el número de los inmortales. Entre ellos la procreación es aberrante, un tabú cuya transgresión socava la comunidad, porque los seres traídos al mundo son mortales, y los perpetuamente jóvenes no quieren tener previsión para la vejez y la muerte. La inmortalidad requiere la inmutabilidad en todos los órdenes. Así es todo entre ellos, sus leyes, sus costumbres, sus jefes, y hasta sus vidas interminables. El tedio y la decadencia es el precio que pagan por no envejecer.
Y los que se niegan a pagarlo -un lento goteo- abandonan sus pequeños Olimpos amurallados para buscar la sociedad de los mortales, mezclarse con ellos y robarles un poco de vida...




La pareja estaba sentada al sol. A sus espaldas, la pared de bojes esmeralda y el fuste gris de las hayas. Delante, la vertiginosa ladera despeñándose hasta el valle.
El hombre hablaba sin levantar la vista. Entre las manos, un cuchillo y una rama. Las palabras salían de su boca como las mondas del palo, concienzudamente.
  • Se acaba, Adara. Esto se acaba para mi. Ya ves, yo siempre había hecho esta subida de un tirón, y hoy no sé si podré llegar arriba.
Estaban arrimados el uno contra el otro. La piel de ella, clara y tersa como la madera de boj que desnudaba el cuchillo. La de él, arrugada y áspera como la corteza que arrancaba. Un par de virutas se camuflaban entre las canas de su barba. El seguía cortando pensamientos.
  • Todos estos años junto a mí, te habrán parecido un suspiro. Aunque a mi... me han colmado, Adara.
Ella lo rodeaba con su brazo, recostada en su hombro. Su pelo negro caía por igual sobre las espaldas de ambos.
  • No digas eso, Ruisko. Tú me has hecho joven. Te lo he explicado tantas veces...! -le dijo ella.
  • Y tú me has hecho viejo, Adara. -dijo él-. Todos envidian mi fortuna, envejecer junto a una mujer perpetuamente joven ¡Qué pocos sospecharán lo que puede llegar a doler!
Levantó la vista. Sobre ellos, allá donde el azul no tiene medida, una silueta alada planeaba en círculos tan solemnes como el cielo inmutable. Adara averiguó, como tantas otras veces, la mirada de Ruisko ávida de inmensidad. Hacía años que él ya no subía a los acantilados para acechar el vuelo de los buitres.
Dejar de hacerlo fue su primera claudicación. Luego vinieron otras. Todavía no arrastraba los pies. Todavía podía dar un grito para reunir a los perros a su lado. Pero los hijos ya habían empezado a decirle: déjalo, padre, ya lo haré yo. Y estaba ella, la madre de sus hijos, ella, siempre a su lado, siempre igual, inmutable, siempre joven. Ella lo hacía doblemente viejo.
  • Vamos -arrancó él.
Y reemprendieron la subida. Ella a su lado, detrás, disimulando que podría caminar más deprisa. Pretextando una flor, una seta, un trozo de musgo, para que él tomara aliento sin reparar en ello.
Llegaron. El risco dominaba los tres valles. Esperaron.
Al rato los vieron aparecer, apenas unos puntos por debajo del horizonte. Se afianzaron en el borde, el uno en el otro, contra el viento. Uno, dos, tres, cuatro buitres pasaron delante del acantilado, debajo de ellos. El detalle de las plumas remeras; sus tonos cambiantes, tierra seca, tierra oscura, negro; la gorguera blanca. Y cuando ya los despedían, de la nada apareció un quinto, suspendido delante de ellos,inmóvil como la eternidad. Ruisko reventó de gozo. Porque en ese momento, el buitre giraba su cabeza, enfrentándoles con los ojos, como si quisiera hablarles, sonreirles con el pico.
Y con un levísimo gesto de sus alas, se catapultó hacia el cielo.
  • ¿Has visto, Adara? ¿Has visto? Se ha parado a mirarnos.
  • Si, Ruisko.
  • Nunca pensé que vería algo igual. Tenías razón, ha valido la pena subir.
Se sentaron. Comieron. Ella apoyó su espalda contra el tronco de un haya. El se acunó entre sus piernas.
  • Toma, bebe -y Adara le alargaba una cantimplora pequeña-. Dormirás un poco, y te despertarás con fuerzas para bajar, sin que te duelan las rodillas.
El bebió. Luego dejó extraviada su mirada en el azul, mientras ella le acariciaba las sienes. Y cuando él cerró los ojos, ella empezó a llorar, suavemente al principio. Luego a borbotones. Lloró todas las lágrimas que no habían salido de sus ojos en su larga vida inmortal. Lloró y lloró, hasta que la frente de él estuvo fría como la muerte. Entonces apretó los ojos -secó las lágrimas-, apretó los dientes -estranguló los sollozos-, y se puso en pie. Arrastró el cuerpo hasta el borde del acantilado, y lo desnudó, preparándolo para la última visita de los buitres.
Arrancó a caminar. Tenía un trecho muy largo, muchas montañas que subir y bajar hasta llegar más allá de los valles, donde nadie hubiera oído hablar de ella, Adara la inmortal. Y mucho tiempo para decidir si valía la pena vivir sin volverse a enamorar de un mortal.

r2-d2
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Fecha de ingreso: 26 de Diciembre de 2008
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  • 2 de Agosto de 2010 a las 21:39

Este me hizo famoso. Aunque no lo considero propiamente mio. Tantas veces he sentido a Homero, tan identificado me siento con él, que me considero meramente un cántaro apenas digno en el que se ha vertido el viejo vino.

La de hermosas mejillas

Me canso. No es justo que seamos nosotras dos, las más viejas, las que tengamos que acarrear el agua desde la fuente. Mirad las canas de Andrómaca, mirad mis mejillas sin carne, ¿creéis que nuestros brazos pueden con tanto cántaro?

¿Os reís? Inconsciente y vana es la juventud. Yo también fui joven. La de hermosas mejillas me llamaban. Nuestro amo debería respetar mis canas: yo tuve entre mis brazos a Aquiles, su padre, el padre que él no conoció. Yo puedo darle de él más detalles y más verdaderos que los poetas vagabundos que vienen por fiestas a palacio para llenarse la tripa con las sobras de nuestra cocina. Sabedlo, por mí disputaron Aquiles, el mejor de los aqueos, y Agamenón, rey de hombres. Esa discordia es la única verdad de los embustes que cantan los aedos.

Porque yo no nací esclava. Vivía en la lejana Lirneso, allende el mar y demasiado cerca de Troya, cuando los dánaos llegaron en sus negras naves. Al principio, no hicimos caso. “Un mes o dos de guerra y se marcharán”, decíamos. Pero pasaron los años, y el ejército de Agamenón seguía allí, frente a Troya inexpugnable, asolando contornos cada vez más lejanos para procurarse botín, ganado, grano y mujeres.

Un día apareció Aquiles con sus mirmidones delante de nuestras murallas. Yo tenía quince años. Mis padres me habían dado marido, y justo empezaba a conocer los placeres del lecho junto a él. Aquiles lo mató. Mató a mi padre también. Mató a mis tres hermanos. Me llevaban a la nave y no podía dejar de llorar. Por ellos. Por miedo a mi propio destino. Las mejillas se me enrojecen cuando lloro y Patroclo, el compañero de Aquiles, se fijó en mí. Me apartó de la rehala y me preguntó mi nombre. "Briseida, eres demasiado hermosa para que Aquiles consienta que ninguno te ponga la mano encima. Le hablaré de ti, y verás como te hará su legítima esposa. Cuando acabe la guerra, en esta misma nave, vendrás tú con nosotros de regreso a nuestra patria, a la fértil Ftia, y allí celebraremos el banquete nupcial entre los mirmidones”.

Una se resigna a todo, incluso a vivir entre hombres que sólo te respetan porque saben que tu dueño es otro más poderoso que ellos. Solo Patroclo era amable. Él me alegraba las mañanas cuando salía de la tienda de Aquiles. Él me acompañaba si quería pasear por la playa y mojar mis tobillos más allá de las varadas naves, negras como mi destino. Hubiera sido un marido atento y cariñoso.

Un día riñeron Aquiles y Agamenón. Dicen que fue porque un sacerdote de Apolo reclamó a su hija, esclava en el lecho del Atrida, y a éste le contrarió tener que devolverla para proteger al ejército de la peste. Sí, así fue. La peste. Por doquier el olor de la carne quemada, el humo de las piras. Nadie sabía por qué las flechas del dios alcanzaban a perros, mulos y hombres. Hasta que Calcante explicó la causa, preguntado por Aquiles, protegido por Aquiles de la ira previsible del más poderoso de los aqueos.

Sí, riñeron por eso, es verdad. Pero antes de eso, Agamenón me había visto en la tienda de Aquiles, y yo había notado en sus ojos de borracho la codicia del deseo. Esa noche hubiera dormido en su tienda, si mi dueño hubiera sido cualquier otro y no Aquiles.

Y Aquiles... Lo que más me duele es que Aquiles me estimara a mí menos que a su orgullo. Yo fui el trozo de carne del que jalan dos perros a dentelladas. Agamenón sólo pedía una compensación por perder a la hija de Crises. Poco le costaba a Aquiles haberse avenido y aceptar que entre todos los jefes resarcieran al Atrida por la merma en su botín. Un poco de ganado, unos trípodes, calderos... El campamento rebosaba de despojos, de pillaje, y la contribución de todos hubiera sido muy poco para cada uno. Pero Aquiles cerró la puerta al arreglo, porfió y rebatió. Y cuando Agamenón, crecido y colérico, insinuó primero y exigió después que yo misma fuera su compensación, Aquiles se obstinó, prefirió perderme, exhibirme ante los demás aqueos como una afrenta insufrible para él. Orgullo contra orgullo, poco le importaba en qué lecho dormiría yo esa noche. Sólo mostrar que se le trataba injustamente.

Fue Patroclo otra vez el encargado de conducir mi triste destino de esclava. Otra vez él cogió mi mano y me sacó de la tienda para entregarme a otro amo, a los enviados de Agamenón. "¿También se casará conmigo Agamenón?". Y Patroclo bajaba los ojos.

Sin Aquiles, los aqueos fueron como ovejas desamparadas por el pastor y a merced de un león que ha saltado dentro del redil. ¿Te acuerdas, Andrómaca? El brazo de Héctor mató más aqueos que las flechas de Apolo. Los cadáveres se pudrían en la llanura, festín de perros y buitres, sin tiempo para recogerlos y quemarlos de un día para el siguiente. Fueron los momentos de gloria de tu esposo. Pero él lo hacía por ti. Tú al menos conociste un marido tan amable como valeroso. Sí, ya sé que es más duro perder algo cuando se ha tenido, que no haberlo tenido nunca. Y que luego sufriste por él cuanta humillación pueden infligir los hombres a una mujer. Pero al menos, cuando ellos te humillaban, tú sabías que estaban recordando cuántas veces tuvieron que huir delante de los corceles de Héctor, y los nombres de sus amigos y camaradas caídos bajo su lanza. Sólo lamento que uno de ellos tuviera que ser Patroclo.

Cuando Héctor llevó el fuego hasta las mismas naves, mi nombre ya era maldito entre los que habían luchado sin cesar durante nueve años con la esperanza de asolar la bien amurallada ciudad, y ahora se veían obligados a combatir por no ser arrojados al mar. “Briseida, la de hermosas mejillas, maldita sea. Por una muchacha cuántos tuvieron que morir”, decían. Y cuando todos respiraban desaliento, Patroclo se compadeció de ellos, y rogó e imploró a Aquiles para que le permitiera acudir al combate con los mirmidones.

Y Aquiles accedió. Le dejó su armadura, su funesta armadura, la misma que vestía cuando mató a mi marido, a mi padre y a mis tres hermanos. Y con ella, el mismo empuje aniquilador de su dueño. Patroclo no se contuvo después de echar a los troyanos fuera del campamento, no volvió a las naves una vez conjurado el peligro. Tuvo que llegar hasta los muros de Troya, ebrio de sangre y matanza. Y cuando por cuarta vez arremetió, sin ver las señales del dios, el dios desarmó a Patroclo a los pies de Héctor, para que lo matara, para que cobrara su armadura como botín y afrentara a su dueño, Aquiles, y así precipitar el destino de todos.

Tetis llegó con la aurora del día siguiente, cabalgando sobre la espuma de las olas, y encontró a su hijo llorando el cadáver de Patroclo. ¿Por qué los hombres más despiadados son tiernos como niños en presencia de sus madres? ¿Por qué son tiernos en el lecho y nada más levantarse pueden herirte de la manera más cruel? ¿Por qué las mujeres alimentamos a esos monstruos?

Tetis trajo una armadura nueva para Aquiles, y con ella, nuevamente redoblada, la locura homicida. Aquiles cambió su llanto por la cólera, sus lágrimas por centellas, y corriendo por la playa, daba voces de rabia convocando al combate.

¡Atrida!, qué estúpido hemos sido peleándonos por una muchacha. Ojala Artemis la hubiera matado en las naves el mismo día que asolé Lirneso.” Así decía, como si la culpa fuera mía, y los aqueos aplaudían golpeando la tierra con las picas y los escudos con los pomos de las espadas.

Y el borracho Agamenón, falso y perjuro, ahora se deshacía en disculpas ante Aquiles por la injusticia cometida. Aquella misma mañana, antes del combate, me devolvieron a la tienda de Aquiles. Y antes aún, delante de todos, Agamenón juró que no me había tocado. No os riáis, pocos hombres habéis conocido vosotras. Con toda solemnidad, juró. Trajeron un jabalí, y Agamenón dijo su plegaria, mientras cortaba el gaznate de la bestia: “Sea testigo Zeus, el primero de los dioses, y también la Tierra, el Sol y las Erinias que castigan a los perjuros, que nunca he puesto la mano sobre la joven Briseida, ni he subido a su cama, ni he tenido unión con ella, ni por deseo de yacer ni por ningún otro motivo”. Acabar de decirlo, cogió al animal por las patas, chorreando sangre de su cuello, y volteándolo lo arrojó mar adentro.

Los dioses lo castigaron por este juramento. ¡Lo castigaron después por tantas cosas! A él y a todos los demás, a todos los que fingieron creerle. Porque a mí me devolvieron muy bien acompañada. Y eso impresiona más que los juramentos.

Allí mismo, en el centro de la asamblea, me dejaron junto con siete trípodes nunca antes puestos al fuego, veinte calderos relucientes, doce corceles que habían ganado carreras. Y mujeres, otras siete jóvenes, las más hermosas de entre las capturadas cuando Aquiles asoló la isla de Lesbos y que entonces habían formado parte del botín de Agamenón. Y oro, mucho oro. Diez talentos. Todo me rodeaba a mí. Todo eso valía yo, todo eso valía el orgullo de Aquiles. ¿Quién no creería un juramento tan persuasivo?

Vinieron los mirmidones y recogieron los presentes. Condujeron los corceles a los establos con los demás, y a las mujeres nos llevaron a la tienda. Fue entrar y ver el cadáver de Patroclo, las heridas negras de sangre seca, la espalda y el vientre alanceado, sus rizos morenos aún sin lavar, sucios de sangre y de polvo, aquellos bucles que yo apartaba de su frente con mis dedos cuando nadie nos veía. Allí caí yo abrazada a él, llorando. Lloraba Diomede, hija de Forbante, que era de Lesbos también como las muchachas que me acompañaban, y que había ocupado mi lugar en el lecho de Aquiles mientras yo estuve en poder de Agamenón. Lloraba Ifis, la de bella cintura, regalo de Aquiles para Patroclo cuando tomó la ciudad de Esciro. Lloraba yo, acordándome.“Patroclo, te dejé vivo cuando salía de esta tienda, y te encuentro muerto ahora que regreso. Desgracia tras desgracia, tú eres la última. Tú, el más dulce de los hombres, ahora estás muerto.”


Y con nosotras rompieron a llorar las muchachas lesbias: Teano, Ciseide, Adrastea, Cloris, Melanto, Eurínome, Anfitea. Los mirmidones pensaban que lo hacían por Patroclo, al que no habían conocido. Pero todas tenían motivos de sobra para llorar por ellas mismas y por su destino.

Maldito sea, Tetis, el fruto de tu vientre.

r2-d2
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  • 2 de Agosto de 2010 a las 21:55

Y éste, bueno, le tengo cariño.

La hoz

Soy ingeniera agrónoma, máster en Biotecnología. Tengo publicado en el CSIC un estudio sobre el origen del cultivo de la patata que me llevó dos años de trabajo de campo en Ecuador y Perú.

Tanto curriculum no me da ninguna autoridad sobre la huerta de mi abuelo. Para él, sigo siendo la misma niña que hace muchos años se entretenía rebuscando escarabajos entre las matas de sus patatas y corría a enseñárselos.

Tiene noventa años. Baja a la huerta todos los días. Sube deslomado, sediento, boqueando, no es persona... Y al día siguiente vuelve, de nuevo, a la huerta. Allí se consume, se entierra un poco más cada día. A veces temo que no regresará, que tendremos que ir a recogerlo para siempre; y otras pienso que de allí, del agua y de la tierra, del aire y del estiércol, toma los nutrientes que lo mantienen vivo.

De los muchos trabajos con los que se castiga, edrar con la azada entre planta y planta no es el peor, pero si el que más le tortura. La tierra, arcillosa, hace costra cuando seca. Y cada pocos días hay que doblar el espinazo con la azada pesada, rabiosa, y arañar la corteza, desmenuzarla para que abra sus poros al agua que la fecunda.

Edrar es una condena bíblica, un trabajo siempre necesario, nunca suficiente.
Hace poco le compré un escarificador con mango telescópico. Más ligero que la azada y no tendrá que agacharse para edrar. Me hubiera gustado que hubiera venido conmigo a Leroy-Merlin. Los ojos se le hubieran ido por las estanterías detrás de las herramientas y de los accesorios, adivinando, sorprendiéndose y maravillándose de para qué sirve cada uno. Pero todo lo demás es un mundo al que su sordera priva de sentido: la pradera de asfalto del aparcamiento, con sus rebaños y sus estampidas de coches; los carteles y avisos por doquier, hojas y flores de un desconocido jardín urbano; la procesión delante de las cajas, una plaga sin remedio.

Se le avivó la cara cuando le enseñé el escarificador. Extendió y recogió el mando, tentó la dureza de las puntas con sus dedos encallecidos. Me dijo "mañana lo pruebo", y lo dejó allí, junto a la azada y la zarracamalda.

Entonces vi la hoz. Puedo decir que he visitado cada rincón de esta casa con los ojos curiosos de los siete años, con los ojos íntimos y secretos de los quince, y con los reflexivos y estudiosos de una mujer de más de veinte. No la había visto nunca. Una hoz diferente, sin ningún parecido con una medialuna, ni con un signo de interrogación, ni con el viejo icono en la bandera del desdentado fantasma comunista.

El mango era de madera oscura, pulida por los callos y barnizada por el sudor. La hoja, estrecha y delgada, casi frágil. Su curvatura, mínima, como un pequeño alfanje con el filo por dentro.

La quise para mí.

Mi casa es un pequeño museo etnográfico. Por doquier, en el suelo, colgados de la pared, del techo, tengo candiles, almireces, herraduras, azuelas, una romana, una collera, una horca, una laya, serones, una prensa de uva, un molino de mano, hasta dos hachas de piedra que el abuelo encontró una vez en la Fuente Mina. Quería esa hoz, quería tenerla en mi casa.

De momento, la tenía entre mis manos.
  • Esta hoz... -le dije.
Me la cogió, acunando el mango con una mano y acariciando el filo y la punta con la otra, como si la memoria brotara de ella.
  • ¿Sabes? Antes, aquí venía una cuadrilla de la parte de Castilla. Subían segando de pueblo en pueblo desde la Ribera, y llegaban para San Pedro, y remataban la cebada, y luego el trigo o la avena, si había, y aún se quedaban de agosteros hasta que aparecían las quitameriendas.
«El mayor de ellos, el mayoral, se llamaba Dionisio.

«Esta hoz es la suya.

«Dionisio era amigo de mi padre. Nosotros andábamos con el ganado detrás de los segadores, para entrar en los rastrojos en cuanto ellos salían. Mi padre y él nunca se cruzaban sin hablarse un rato. Y los domingos, cuando el pueblo estaba en misa, Dionisio se iba donde mi padre y liaban un cigarro. Mi padre le decía “¿Qué?, ¿no vas a misa?”. Y Dionisio le preguntaba: “¿Y tú, no vas?”. “Yo soy pastor”. “Yo ahora también”. Y se reían.

«Tenías que verlo segando. Siempre apalabraba a destajo, nunca se escondió detrás de un jornal. Tenía demasiado orgullo para que alguien le dijera “ve y haz esto”, o coge, o trae, o para, o arrea.

«Dionisio tomaba tres surcos para él; los demás, a cada dos. Cuando se volvía para dejar el manojo recién cortado, miraba para atrás, por si los otros se rezagaban. Empezaba suave, apretaba poco a poco. Sabía cuando aflojar para que nadie reventara, cuando dar un arreón aprovechando que alguien cantaba, y cuándo había que levantar el lomo con la excusa de echar un trago. O de afilar la hoz.

«Porque esta hoz no es para dar tajos. Esta hoz es para rebanar. Hay que tenerla siempre afilada, que te puedas afeitar el dorso de la mano con ella.

«La cuadrilla eran tres y el chico, Aniceto. Aniceto era menor que yo, doce años tenía. Rubio como la mies. Como su padre. Cuando segaban, se colocaban los hombres en el surco, y el chico detrás, atando los manojos. A veces, su padre tomaba un descanso y le dejaba la hoz, para que se fuera haciendo.

«Aquel año Dionisio riñó con el amo de Barberena. Tú no lo conociste, claro. Entonces casa Barberena era medio pueblo, más tierra que nadie y lo mejor.
«El amo de Barberena era un carlistón beato. Le gustaba avasallar. Fue alcalde más de veinte años después de la guerra. Aquel año Dionisio y él tuvieron alguna diferencia, no sé por qué. Da lo mismo. La diferencia era vieja, y se hacía nueva cada año. El uno tenía mucha tierra; el otro trabajaba muy bien. Pero por más que cada año se buscaban, necesitados el uno del otro, no acababan de ajustarse.

«Ese año Dionisio y su cuadrilla plantaron al amo de Barberena. Trabajo no les faltaba, con uno o con otro. Y para dormir, mi padre les dejó nuestro pajar.

«Aquel el año fue el del Alzamiento. En víspera de Santiago, el amo de Barberena se fue a la mañana con la Tafallesa a Pamplona, y volvió a la tarde en coche con cuatro requetés. Encontraron a Dionisio segando en nuestra pieza. Lo encararon. “Tú eres el que no va a misa”, le dijeron . Y se lo llevaron, delante de la cuadrilla, delante del hijo.

«Mi padre lo vio de lejos, luego oyó los tiros, hacia el lado del Peñarte. Fue para allá y lo encontró muerto en una ezponda junto al camino. Me mandó con Niceto, que lo apartara, que no viera lo que le habían hecho a su padre. Y mientras tanto, él, con otro, cogió el cuerpo y lo llevó al cementerio. En la subida les salió al paso el amo de Barberena, que qué hacían. Mi padre le dijo: “Algunos no vamos a misa todo lo que debemos, pero no nos olvidamos de dar sepultura a los muertos”.

«Mi padre quería enterrarlo dentro del camposanto, porque ateo o no, seguro que estaba bautizado. Pero el otro tenía demasiado miedo, ya se había asustado bastante con el desplante de mi padre al amo de Barberena. Así que lo enterraron por la parte de fuera, delante de unos bojes.

El abuelo calló. Aproveché para alargar la mano hacia la hoz y preguntarle.
  • ¿Y cómo vino a ti la hoz?
Pero él me contestó sin soltarla.
  • Muchos años más tarde, andaba yo una vez con el ganado por debajo de la Peña. Vi a uno que no era del pueblo. Por la cuesta del cementerio. Pero no entró. Se estuvo donde la mata de boj.
«No fui yo el único del pueblo que se apercibió. Si le dijeron o no algo al amo de Barberena, no lo sé. Pocos recordarían ya quien estaba enterrado debajo de aquel boj.

«A los días, el amo de Barberena subió a Pamplona, como todos los sábados. Yo lo vi volver, bajarse de la Tafallesa y echar a caminar para el pueblo. Y vi como aquel hombre estaba apostado esperando a que llegara. Dejé el ganado y corrí para allá. Cuando llegué, el amo de Barberena estaba parado en medio del camino. Miraba para mí, miraba delante. Delante estaba Niceto, el hijo de Dionisio. Con la hoz de su padre en la mano.

«Le llamé. Me reconoció. A pocos a pocos se fue viniendo para mí, apartándose del camino. Y el amo de Barberena pasó de soslayo, sin abrir la boca. Nada le dijo Niceto, nada le dije yo.

«Cuando ya estaba lejos, dije:

«- ¿Me conoces?

«- Claro. Y tú a mí.

«- ¿De verdad lo pensabas matar?

«- Enseñarle las ganas que tenía, y demostrarle que podía hacerlo. Pero te has entrometido.

« -Te va a denunciar.

«- ¿Tú crees? Lo siento por ti. Tendrás que decir que me viste.

«- No lo diré. Pero dame la hoz, yo la guardaré.

«Nos apartamos para que no nos viera nadie más. Niceto me contó que se habían venido del pueblo. Se habían venido la madre y él y un hermano pequeño. Que llevaba un año trabajando en Potasas, en la mina.

«A los días me llamaron del cuartel a preguntar. Yo negué haber visto a nadie. También a Niceto lo buscaron en su casa. No le encontraron la hoz. La tenía yo bien escondida. Hasta anteayer, que vi la esquela suya en el Diario.
  • ¿Ha muerto? Haberme dicho. Te hubiera llevado al funeral.

  • No hubo funeral. Lo decía la esquela. Niceto no iba a misa.
Y me quitó la hoz para dejarla en su sitio, donde debía estar.

raulcamposval
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Fecha de ingreso: 9 de Noviembre de 2009
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  • 3 de Agosto de 2010 a las 7:42
Señores, maese R2 ha colgado sus relatos. Por favor, leanlos y comenten lo que estimen oportuno. Habrá que escoger el mejor, será difícil, seguro. 
raulcamposval
Mensajes: 4.212
Fecha de ingreso: 9 de Noviembre de 2009
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  • 4 de Agosto de 2010 a las 10:05
Si aparece así, que no lo recuerdo, debe aparecer en algún lugar de la Ilíada. Supongo que sabéis la historia infanticida de Tetis. Maldito talón!
raulcamposval
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Fecha de ingreso: 9 de Noviembre de 2009
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  • 4 de Agosto de 2010 a las 10:12

He leído Adara y la de hermosas mejillas. 


Adara es fantástico, pero desde "La pareja…" La introducción no es relato, es otra cosa. Creo que la solución usada para fundir fondo y forma es bastante pueril: primero explico el escenario y luego ya empiezo con la historia. Borges jamás se hubiera permitido eso. 
Un reto: si consigues meter dos pinceladas de la intro en el relato de la pareja para que todavía tenga más fuerza, no tengo dudas. Pero si lo dejas así, de momento (a falta de leerme La hoz), me quedo con la Nueva Ilíada. 

Sobre estas hermosas mejillas, pues eso, un resumen de la Ilíada. En algunos momentos parece que vas a darle un giro a la historia, elucubrar por algo en lo que Homero no cayó o no quiso entrar, que vas a hacer un análisis de alguna parte especialmente interesante… pero no. Es un resumen de la Ilíada, tal cual. Me gusta mucho, pero no tiene más interés que Homero. Tus 1700 palabras, si has leído la Ilíada, son más aburridas que la propia obra original, mucho más divertida. Tal vez debería enfocarse más desde el punto de vista de la vida posterior de Briseida como esclava, en plan, joder qué vida más perra, esto es lo que me pasó después de la puta guerra de Troya. 

Igual estoy siendo un poco duro, pero creo que lo encajarás bien, y estoy aportando soluciones. Qué opinas, R2? Qué opináis los demás?
gloriapaniagua
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  • 4 de Agosto de 2010 a las 12:49

- 3 votos     Adara, la inmortal (bien resuelto, aunque la exposición -parece un microartículo sobre la inmortalidad- debería de estar camuflada a modo de retazos entre todo el relato y el desenlace. Hay alguna palabra junta, ejemplo: bosquedonde, etc, a pesar de ello, es el relato más auténtico del autor, desde mi punto de vista)

- 2 votos     La de hermosas mejillas (estilo precioso y apropiado, pero el argumento no innova. R2 imita a su admirado Homero, y el relato cansa)

- 1 voto      La hoz  (buena exposición y desarrollo, pero pierde el interés al final, queda flojo, aunque el relato sea sentimental y realista y la personalidad del autor esté bien plasmada en el contenido)

 

raulcamposval
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  • 5 de Agosto de 2010 a las 11:04

Totalmente de acuerdo con el comentario de gloria a Adara: sería el mejor relato sin todo el incipit. Una pena. 


En fin, después de leer la hoz, creo que votaré por la de hermosos mejilla, mi amiga Briseida, personaje sobre el que gira toda la Ilíada, y que debía estar tan buena o más que la propia Helena. Está bien recrear obras del pasado haciéndolas pasar por tu cristal. Sólo habría que preguntar si el cristal es excesivamente traslúcido. Yo creo que el cristal debe aportar algo más. Un nuevo color, descubrir una deformidad, mirada a otros planos no contemplados en el original… Tu cristal no está mal, pero tal vez otro hubiera sido más interesante.

Por tanto, me quedo con la de hermosas mejillas. 
r2-d2
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  • 5 de Agosto de 2010 a las 11:31
cita de bizarro Llevo mucho tiempo queriendo preguntarte esto. "Maldito sea Tetis, el fruto de tu vientre". Esa frase, ¿es de otro escrito? Porque me sonaba tanto cuando la leí...
Sí, claro. Te sonará de esto.

Dios te salve, Maria;
llena eres de gracia;
el Señor es contigo;
bendita tú eres entre todas las mujeres
y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.

Y ahora que cada cuál establezca las comparaciones que quiera entre Aquiles y Jesús.
r2-d2
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  • 5 de Agosto de 2010 a las 12:06
cita de raulcamposval He leído Adara y la de hermosas mejillas. 

Adara es fantástico, pero desde "La pareja…" La introducción no es relato, es otra cosa. Creo que la solución usada para fundir fondo y forma es bastante pueril: primero explico el escenario y luego ya empiezo con la historia. Borges jamás se hubiera permitido eso. 
Un reto: si consigues meter dos pinceladas de la intro en el relato de la pareja para que todavía tenga más fuerza, no tengo dudas. Pero si lo dejas así, de momento (a falta de leerme La hoz), me quedo con la Nueva Ilíada. 

Sobre estas hermosas mejillas, pues eso, un resumen de la Ilíada. En algunos momentos parece que vas a darle un giro a la historia, elucubrar por algo en lo que Homero no cayó o no quiso entrar, que vas a hacer un análisis de alguna parte especialmente interesante… pero no. Es un resumen de la Ilíada, tal cual. Me gusta mucho, pero no tiene más interés que Homero. Tus 1700 palabras, si has leído la Ilíada, son más aburridas que la propia obra original, mucho más divertida. Tal vez debería enfocarse más desde el punto de vista de la vida posterior de Briseida como esclava, en plan, joder qué vida más perra, esto es lo que me pasó después de la puta guerra de Troya. 

Igual estoy siendo un poco duro, pero creo que lo encajarás bien, y estoy aportando soluciones. Qué opinas, R2? Qué opináis los demás?
Sois muchos los que habeis criticado la primera parte de Adara, o su excesiva longitud. Incluso alguno me habéis pasado una versión por privado que condensa lo fundamental para dar sentido a la segunda parte, utilizando las mismas frases de mi relato.

Pero... es que me gusta la primera parte. Me gusta, además, que haya una primera parte que preceda a la segunda. Me gusta el cambio de tono, de foco. Como dijo bizarro una vez, pasamos del telescopio al microscopio. Y si algo haría, sería ensanchar las dos partes, alargarlas, convertirlas en relatos de tres mil palabras cada una. Hay tantas cosas por escribir....

En cuanto a Briseida, joder pato, si Briseida habla desde su condición de esclava anciana (ya sabes, la senectud). Es muy difícil conseguir que los personajes homéricos digan cosas distintas de las que puso Homero en sus labios. Solo veo posible adaptarlo a otros tiempos, a otros decorados. Creo que en Cuando mueren las azucenas también pervive un poco de Briseida, de esa inocencia atropellada.

Pero bueno, en esta Briseida se ha partido de una esclava anciana, quejosa con sus compañeras, que empieza a alardear de grandezas pasadas ("por mí disputaron") y acaba maldiciendo a Aquiles y llorando la muerte de Patroclo, el único hombre que fue amable con ella. Hay bastante pastiche, bastante corta y pega respecto al texto de Homero, y eso le puede quitar originalidad, pero yo no podría escribirlo de otra forma sin invocar frases que para mí son tan rituales como para un creyente los evangelios.

Es la intertextualidad. A mi no me importa que "mi" relato tenga menos valor, si mejora o añade valor al relato de Homero, si le lleva nuevos lectores. Porque lo que importa, en definitiva, es el relato, lo que nos contamos unos a otros.
raulcamposval
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  • 5 de Agosto de 2010 a las 13:33
cita de R2_D2
cita de bizarro Llevo mucho tiempo queriendo preguntarte esto. "Maldito sea Tetis, el fruto de tu vientre". Esa frase, ¿es de otro escrito? Porque me sonaba tanto cuando la leí...
Sí, claro. Te sonará de esto.

Dios te salve, Maria;
llena eres de gracia;
el Señor es contigo;
bendita tú eres entre todas las mujeres
y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.

Y ahora que cada cuál establezca las comparaciones que quiera entre Aquiles y Jesús.
Yo creo que la figura de la que más recoge la virgen María es Danae. Con diferencia. 
tenientetulip
tenientetulip
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  • 6 de Agosto de 2010 a las 0:14
Tres magníficos relatos, R2.

Me quedo con "La de hermosas mejillas". ¿Y por qué no Adara? Justo por un detalle que tú has señalado cuando hablas de por qué es tu preferido: 3000 palabras para cada parte de texto. Eso es. Eso le falta. La conexión entre ambas historias se ve con claridad, sí, pero a mí me resultaron como piezas engarzadas a calzador (aún encajando la una en la otra). Estira ese cuento. Merece la pena.

Pues eso: otro voto para las mejillas de marras (y eso que, para alguien que no controle la Ilíada -sí, queridos amigos: existe en el mundo ese tipo de gente; somos legión-, resulta un texto "duro"... pero merece la pena el "esfuerzo").
r2-d2
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  • 6 de Agosto de 2010 a las 11:18
cita de bizarro
cita de R2_D2
cita de bizarro Llevo mucho tiempo queriendo preguntarte esto. "Maldito sea Tetis, el fruto de tu vientre". Esa frase, ¿es de otro escrito? Porque me sonaba tanto cuando la leí...
Sí, claro. Te sonará de esto.

Dios te salve, Maria;
llena eres de gracia;
el Señor es contigo;
bendita tú eres entre todas las mujeres
y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.

Y ahora que cada cuál establezca las comparaciones que quiera entre Aquiles y Jesús.

Me refería a esa frase LITERALMENTE, no soy tan cortito.

Por cierto, mi voto es para Adara la inmortal.

Ya, ya. No, si ya te supongo que has hecho la Primera Comunión.

Pues sí. Adara es mejor.
raulcamposval
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  • 6 de Agosto de 2010 a las 11:46

Veamos

ADARA 3 votos
idelosan, gloria y bizarro

HERMOSAS MEJILLAS 2 votos
Tulip y un servidor

¿Alguien más puede dar su opinión, que no sabemos qué hacer?

Adara es bueno, pero son dos relatos.
raulcamposval
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  • 6 de Agosto de 2010 a las 12:00

Vale, no son dos relatos, pero me gustaría conocer la pecera contado también con la carpa. Por un lado me explica la pecera y de repente me explica la carpa. Yo preferiría que empezara hablando de la carpa, protagonista, y a través de ese relato explicara la pecera. Es el eterno debate entre fondo y forma y su conjunción. R2 ha yuxtapuesto, por no ha conjuntado. No es fácil, lo sé, pero creo que Adara se merece todos los intentos posible. 


Por cierto, me ha recordado a la historia de Arwen y Aragorn. Una putada, vamos, sobre todo en principio para los que se quedan. Fantástica historia. 
raulcamposval
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  • 6 de Agosto de 2010 a las 12:12

Yo no opino así. Me remito a Borges, que plantea enormes escenarios protagonistas, pero los engarza de tal manera con los personajes activos que el fondo y la forma, la acción y el escenario es todo uno. Quiero ver la pecera a través de los ojos de la carpa, si no, la pecera no me sirve. 


Se trata de extraer lo más importante de la intro y regalárselo al verdadero relato, el de Adara y su marido. Supongo que es difícil, pero Adara merecería un intento. 
raulcamposval
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  • 6 de Agosto de 2010 a las 12:24
cita de bizarro Raul, la unión la haces tú en tu cabeza cuando sabes que Adara es inmortal. Sabes que, en toda la historia anterior, estaba ella. Contarlo de un modo más convencional supondría simplemente vulgarizar el relato.
El texto así dispuesto tendría sentido como capítulos de un todo mayor, ya fuera novela o libro de relatos, pero yuxtapuestos en el mismo espacio, me choca, vamos. Me parece una solución pueril (entiéndame, maese R2). No sé como atar los cordones y uso loctite. 
raulcamposval
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  • 6 de Agosto de 2010 a las 12:29
cita de bizarro

Primero: Borges tiene algunos de los relatos más aburridos de la historia de la Literatura. Y otros magníficos, claro. Pero el único que es magnífico sin tener nada de aburrido, según mi punto de vista, es La casa de Asterion. Me quedo con Michael Ende.

Segundo: R2 no ha intentado lo que dices porque no ha querido y no creo que lo vaya a intentar ahora, sobre todo porque es un error. Lo que tú predicas sería vulgarizar el relato. Y, para eso, escojemos La de hermosas mejillas. Que no es un relato, por cierto, ese sí que no es un relato, por muy impresionantemente bien que esté escrito y por mucos 5 puntos que yo le diera en su momento.

Tercero: no hay tercero, he dicho.

Lo único que no entiendo de tus argumentos es por qué sería vulgarizar el texto intentar amalgamar ambas partes. 

Y sí, supongo que R2 no está de acuerdo conmigo, pero bueno, yo tengo que dar mi opinión: como no me gusta, escojo las hermosas mejillas.
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