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fjalonso
Mensajes: 572
Fecha de ingreso: 11 de Agosto de 2010

SOLEDAD (Relatos Breves)

17 de Agosto de 2010 a las 23:34

Buenas noches a todos:

Es para mí un placer y un honor presentar a vuestra lectura el primero de los nueve relatos de mi primer libro, recientemente publicado: Relatos Breves.

Espero que os guste y que, si así es, os paséis por mi página, donde podréis descargarlo gratuitamente o comprarlo. Pero, sobre todo, agradecería vuestros comentarios.

Un saludo.

Francisco J. Alonso

SOLEDAD (1994)

     En algún lugar hay un hombre sentado en una silla, junto a una mesa, sobre unas hojas. Quizás ya no vea la tinta desgastada por el sol, o no sienta el papel roído por la lluvia. Quizás, incluso, su corazón se haya parado sin darse cuenta, como en un sueño.

     Sí, en algún lugar hay un hombre a quien el tiempo ha olvidado. Y el polvo se amontona. Y sobran el calendario y el reloj, pues el polvo son las horas y son los días.

     Cuando las termitas y las polillas comenzaron a carcomer las fuertes vigas de las casas abandonadas nadie se preocupó; pensaron que con las lluvias y las nieves las termitas y las polillas morirían. Pero la primavera siguiente las casas menos viejas -pues nada en aquel pueblo era nuevo, ni siquiera sus habitantes- comenzaron a renquear y a ceder poco a poco al cáncer que las devoraba. Podría haberse intentado algo, quizás una contraofensiva de múltiples frentes, con tanques de agua y fuego, pero era demasiado tarde: las termitas y la carcoma se habían instalado ya en las vigorosas almas de los lugareños, que comenzaban a derrumbarse como las casas de madera que dejaban atrás. Pero estas termitas y esta carcoma eran otra cosa, algo así como una muerte o una soledad.

     Y a él nadie le avisó, ninguna termita o polilla carcomió su choza o su alma. No es que la gente del pueblo tuviera nada en su contra, o que no le conocieran. En un pueblo como aquél se conocen todos y todo se conoce. No, no era eso. Era sólo que sabían que de nada serviría hablarle una vez más. Desde hacía años pasaba los días allí, en la silla, junto al mesa, sobre las hojas. Y puede que también las noches pasaran igual.

     Se decía, pues nadie era todavía demasiado viejo para conocerle de siempre, que en tiempos fue un hombre de ciencia, de fácil palabra y pluma ligera, amable y apuesto, aunque no guapo en exceso. Hombre de ciencia, sí, pero buena persona.

     Cuesta creer que un hombre tan favorecido por la gracia divina pudiera haber acabado así. Quizás por eso los niños inventaron mil historias acerca de supuestos pactos con el Diablo, como si de un  Doctor Fausto autóctono se tratara. Algunos, cuando dejaban de serlo, todavía arrastraban el lastre de sus fantasías infantiles, aunque cierto es que con un recelo malintencionado nada propio de niños: "Ya se sabe, estos hombres de ciencia, con tal de saber cada día un poco más, venderían su alma al mismísimo Satanás."

     ¿Cuál era la verdad? ¿Cómo saberlo? Tantas historias, tantas leyendas, y todas igual de válidas, pues al final la verdad es siempre la misma: el hombre sentado en la silla, junto a la mesa, sobre las hojas.

     Todas igual de válidas, sí, pero siempre hubo una que me pareció diferente a las demás, quizás porque no había ningún Dios, ningún Diablo, tan sólo una mosca y un hombre que se parecían demasiado para no llegar a conocerse nunca.

     Después de tantos años, todavía recuerdo perfectamente la historia, aunque no consigo recordar quién me la contó o a quién se la oí contar. Quizás a mi abuela, o quizás al viento.

     La tarde yemina, la charla con el cura y el alcalde, la vuelta a la pequeña pero acogedora choza, los métodos y las reflexiones habituales dando los resultados habituales: montones de hojas llenas de teorías y recuerdos. Sus queridos montones de hojas. Y de repente, aquel borrón negro en medio del papel blanco. Y todo dejó de importar, como si ya sólo existiera aquel borrón que gritaba y pedía auxilio desde su cárcel de letras y pensamientos ajenos, como si ya sólo mereciera su atención aquella mosca, con una vida que contar y un corazón que llenar. Y la mosca ya jamás volvió a volar, y el hombre ya nunca volvió a escribir. Ni siquiera volvió a moverse de aquella silla, junto a la mesa, sobre las hojas; pues entre la mosca y él estaba la tinta, como un pacto de sangre que ninguno deseaba romper.

     Y fueron pasando los días, los años. Y se fueron muriendo el pueblo y los vecinos. Y se fueron las trermitas y las polillas, sin tocar su choza o su alma, pues la mosca le había enseñado  el idioma de los insectos y todos le apreciaban  mucho, pues sabían cuánto se parecía a aquella mosca atrapada en la tinta de un ser imperceptible, y cuánto se parecía a ellos.

     Y a menudo, cuando había visita, no la de los vecinos del pueblo, totalmente ajenos a su mundo, sino la de algún insecto nuevo, siempre de paso, se organizaban en la pequeña choza fantásticas reuniones de insectos peripatéticos, dispuestos siempre a escuchar -sobre todo cuando el tema eran los humanos- y a contestar con cegadora lucidez cuando de intectos se trataba. Y cada palabra era un paso más hacia la sabiduría de la vida.

     Sí, tampoco yo me creía esa historia. Pero anoche soñé que había luna llena, y yo me reflejaba en ella, y también la silla, la mesa y las hojas. Y entonces la vi allí, en el papel, inmóvil, como si estuviera muerta o estuviera sola.