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Foro para escritores de Bubok

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pelagio
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XLIII Certamen de relatos. Mitología y seres fabulosos.

26 de Septiembre de 2010 a las 22:20

Bueno, pues ya tenéis tema, un pequeño homenaje a la reina Onírica y sus preciosas claves.

En esta ocasión las claves serán personajes históricos... como no podría ser de otro modo tratándose de mi.
concursoderelatos
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  • 30 de Septiembre de 2010 a las 19:05
AQUEL MISTERIO


Aquel hombre abría la boca buscando aire para sus pulmones. Arrastraba sus piernas lastimosamente subiendo la cuesta empedrada. Su aspecto era desolador y aún así el gentío que bordeaba el camino voceaba y gesticulaba pidiendo que lo azotaran. El pesado madero se clavaba en su espalda, lacerada por los latigazos y una horrible corona de espinas hacía brotar sangre de su frente y sus sienes.

Desde el borde del camino, yo contemplaba el espectáculo preguntándome quién era aquel hombre tan odiado y qué había hecho para que lo trataran así. Acababa de llegar a la ciudad y el griterío me había llevado hasta aquel camino empinado que conducía a una loma, luego supe que se llamaba Gólgota, donde finalmente lo crucificaron.

Pensé que sería un asesino, o tal vez un ladrón y homicida, quizá había conspirado contra el gobernador romano o contra el Sanedrín judío. Nadie prestaba atención a mis preguntas, todos vociferaban pidiendo que lo crucificaran. Cuando finalmente el hombre llamó a su padre pidiéndole que no prolongara más su agonía y expiró, pude apreciar, no sin miedo, que la tierra temblaba y que se hizo de noche de pronto. Una sombra se cruzó con el sol y se removió el suelo en medio de un estruendo horrible.

Lo bajaron de la cruz unos hombres asustados junto con dos o tres mujeres que lloraban desconsoladamente. Una de ellas derramaba sus lágrimas serenamente y miraba al hombre en la cruz con una pena infinita, resultó ser su madre. Yo llegaba desde muy lejos, el viaje había sido terriblemente accidentado y el cansancio me dominaba, buscaba urgentemente un lugar donde pasar la noche y recuperarme, pues mi destino aún estaba lejos y tenía que continuar. Pero había algo especial que subyugaba mi voluntad en aquel espectáculo terrible. El hombre había agonizado poco a poco colgado de aquellos clavos que atravesaban sus manos ensangrentadas, tenía una enorme herida en un costado y todo su cuerpo magullado. Imploraba a su padre para que no lo abandonase como si él estuviera allí presente, pero nadie le escuchaba, salvo aquellas mujeres llorosas. Lo que más me impactó fue que, finalmente, gritó con una voz potente y atronadora: Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen. ¿Perdónalos? ¿Perdonaba a sus verdugos? ¿Quién era aquel hombre capaz de perdonar a un enemigo tan cruel?

Más tarde, charlando en una taberna, alguien me contó su historia. Al parecer era hijo de un rey, se llamaba Leshuá y hablaba en arameo, pero no vivía como tal hijo de rey, sino mezclado entre las gentes más humildes y enfermas del pueblo, les hablaba de su reino, de que aquellos que hicieran lo que predicaba serían invitados a él. Incluso algunos afirmaban que había curado a varios enfermos y devuelto la vida a un amigo que había muerto. ¿Cómo puede ser eso? Pregunté yo. Nadie sabía cuál era el misterio, pero lo cierto es que muchos creían en sus palabras y le seguían. No sé quién era aquel hombre, pero era alguien especial y como suele pasar con los que destacan se había buscado la enemistad de los poderosos y la envidia de los mezquinos. Alguien le denunció a los romanos, se comentaba, me dijeron, que el traidor había sido uno de sus más fieles seguidores y que le habían acusado de sedición, de aspirar a� ser� rey. También me contaron que él siempre decía que su reino no era de este mundo. Nadie entendía bien qué quería decir, ni tampoco su manera de hablar,� pero sus promesas resultaban tan esperanzadoras que le seguían como se sigue a un mesías.


Me enteré al día siguiente de que lo habían enterrado en la tumba de un amigo y que allí las mujeres que lo seguían se habían encargado de lavarlo y perfumarlo para que descansara en paz. También dijeron que pasados tres días de su muerte, alguien había ido a la tumba, no sé porqué y que su cuerpo no estaba allí. Había desaparecido. Curiosamente la tumba seguía precintada y nadie había movido la pesada losa. Hubo muchos comentarios, nadie sabía explicar qué podría haber pasado, yo tampoco. Todo aquello me parecía tan extraño que había puesto una nota de inquietud en mi ánimo. Admiraba a aquel hombre, si era cierto todo lo que decían de él y también temía el misterio que le rodeaba. Decidí partir antes de lo previsto pues quería meditar sobre todo lo acontecido y adelantar la llegada a mi destino.

Aquella mañana el sol brillaba deslumbrante, salí por una de las puertas de Jerusalén y tomé el camino polvoriento. Muchos iban y venían por él apresuradamente yendo a sus quehaceres y otros cargaban con sus macutos, como yo. Los carros se cruzaban entre sí� acarreando enseres. Iba absorto en mis pensamientos y alegre de volver a sentir el aire y el polvo del camino cuando, de nuevo, vi a un grupo de gente que se arremolinaba delante de un gran boquete excavado en el suelo.
Era enorme y negruzco, como si algo lo hubiera quemado todo, los bordes estaban tan chamuscados que hacían pensar en una energía pavorosa y aún podía percibirse un olor extraño y fuerte que se metía por la nariz y penetraba en el cerebro. Era algo tan misterioso como todo lo acontecido desde que había llegado a aquel lugar.

Cuando hice mi primer alto en el camino anoté en mi libro de viaje todo aquello que había visto, lo hice detalladamente pues no quería que nada se me olvidase con el tiempo. Había en aquel cuaderno muchas otras aventuras vividas por mí en tantos lugares recorridos. Pero nada era comparable a lo que había sentido mirando a aquel hombre humillado y derrotado y escuchando su voz clamando a su padre piedad en su desesperación. �

concursoderelatos
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  • 1 de Octubre de 2010 a las 14:58
El juicio del hereje

Un pitido atronador. Sabor a sangre. Aturdimiento. Dolor.

Abro los ojos y una luz blanca mil veces brillante invade mi visión. Poco a poco, la imagen se hace más clara y algunas sombras se unen al resplandor mostrando formas. Decenas de cuerpos se encuentran en...¿una habitación? No puedo verlo con claridad.

Una enorme mesa redonda preside el sitio donde nos encontramos. A su alrededor, unos jóvenes discuten acaloradamente. Veo un hombre vestido con coraza y ojos llameantes. Un joven con túnica rosada que se mira embelesado en un espejo. Una muchacha hermosa con corto vestido blanco, arco y flechas que se enfrenta con fiereza a otra, ésta ataviada con un tocado en forma de serpiente.

Sacudo la cabeza para aclarar mi mente y caigo en la cuenta de que cuelgo de una cadena cuyo extremo se alza hacia un techo inexistente.

De repente se hace el silencio y veo dos figuras que se acercan a nosotros. Un hombre anciano pero vigoroso, su largo cabello albo se une a la barba creando la ilusión de un halo blanco alrededor de su cara y cuello cual melena de león. De su brazo, una hermosísima mujer de ojos dulces cuya melena cubre toda su espalda y se pierde más allá de sus pies. Ambos van vestidos aunque no puedo ver claramente qué tipo de ropas cubren sus cuerpos. Parecen mil y una personas al tiempo, como si todos los hombres y mujeres del mundo se hubieran unido en sólo una pareja.

Él la ayuda a sentarse en una silla recién aparecida que parece querer aparentar que ha estado siempre ahí y mira a los jóvenes.

- Muy bien. Comienza el juicio.

- Este hombre- veo cómo me señala un joven de tez oscura con una piel de guepardo a la cintura- ha cometido un crimen monstruoso. Debe ser castigado.

Se levanta un clamor de asentimiento sólo roto por una voz clara.

- Ya ha tenido bastante- una muchacha, casi una niña, se acerca a la mesa y su dedo se levanta acusador.- ¿Acaso no decidimos en el inicio de los tiempos que no interferiríamos en los asuntos de los mortales?

- Es verdad- un hombre con lustroso cabello de rizos rojodorados y unas esponjosas alas que nacen en su espalda y se extienden hasta sus pies se une a la que me había defendido.- Muchas veces hemos metido las narices en sus asuntos rompiendo este acuerdo y lo único que hemos conseguido ha sido empeorarlo todo.

-Sí- un extraño ser envuelto en fuego se acerca al que acaba de hablar.- ¿Os acordáis del último apocalipsis? Fue un auténtico infierno...

- Lo que ha hecho pone en peligro todo nuestro mundo ¿no os dáis cuenta?

- Mi hermano habla con propiedad- dice la joven armada con arco y flechas que decide apuntarme con una de ellas.- Deberíamos acabar con su alma ahora mismo.

- ¡No!- un hombre de piel morena, con grandes orejas y todo lo gordo que puede estar un ser intercede.- Lilith, Gabriel y Lucifer tienen razón.

- Vaya- dice con ironía un muchacho, sus rizos rubio brillante casi tapando sus ojos.- Dos de ellos están en el otro bando.

- Pensé que habíamos acordado que no había bandos- replica lo que parece un hombre con cabeza de cocodrilo.- Todos estamos del mismo lado.

- Sí, del nuestro. Pero este hombre ha conseguido poner a los mortales en nuestra contra.

- ¿Y qué? Si por ti fuera todos los mortales te rendirían culto a ti solo, Thor.

- ¡Nos ha insultado!¡Ha vejado nuestras imágenes y deshonrado nuestro nombre!

Comienzan a gritar unos contra otros. El gordito que alguien llama Buda pide tranquilidad. El hombre mayor de barba blanca y la mujer se miran y niegan con la cabeza. Él se levanta, todos callan al instante, y con voz pausada dice:

- Parece que el problema es que algunos teméis que los mortales no os honren. Eso no es tan grave, no los necesitamos para existir, sólo nuestro ego se ve alimentado por sus oraciones y sacrificios.

- ¡Pero ha destruido muchos de nuestros templos!

- Sigue siendo la misma cuestión- dice la mujer.- ¿Quién lo ha dejado en tan lamentable estado?

- Han sido los humanos, nadie ha tenido nada que ver con eso.

- ¿Nadie?- pregunta alzando una ceja. Observa al hombre de la coraza que se ruboriza.- ¿Ares?

- Bueno... quizá los azuzé un poco...

- Deberíamos soltarlo y curar sus heridas- razona la que antes llamaron Lilith.

- Deberíamos despellejarlo y echar sus restos a los cocodrilos- dice una muchacha con cabeza de vaca.

- Debería pasar la prueba de valentía y sólo si la supera lo soltaríamos- intercede un muchacho de largo cabello trenzado color obsidiana.

- ¿Qué más da lo que haya hecho este hombre?- replica el ser envuelto en fuego.- A mí no me hace ninguna falta tener a los mortales alabando mi nombre, sinceramente.

- Sólo alaban tu nombre los que están en contra de Padre- afirma un muchacho que se apoya despreocupadamente sobre una pared invisible.

- Cierto Loki- dice Lucifer perplejo.- Aunque aún no sé por qué...

- Es lo que pasa con las peleas familiares...Siempre se ponen de lado del pez grande...

- Nosotros no estamos capacitados para dirimir esta cuestión- dice la mujer poniéndose en pie y mirando al hombre gravemente.

- Pero Madre, entonces ¿cómo?- pregunta una hermosa joven alada.

- Habrá que llamar a la Dama.�

Algunos la miran extrañados pero finalmente todos bajan la cabeza como si rezaran al mismo tiempo. Tras unos segundos, una sensación de grandiosidadinvade todo. Los numerosos dioses se arrodillan ante la figura que ahora aparece.

Es una mujer en todo su esplendor, en ese momento entiendo por qué la llaman la Dama. Pese a que no es ni tan alta como muchos de ellos se mueve con mayor elegancia. Su largo cabello rojo ondulado enmarca su rostro de manera angelical mientras que sus ojos verde esmeralda sugieren todos los pecados imaginables. Está completamente desnuda aunque esto no sugiere otra cosa que divinidad pero en cuanto habla su voz refleja toda la voluptuosidad del universo.

- ¿Qué es tan grave para que me llaméis?- pregunta.

Lilith se adelanta y se arrodilla de nuevo justo ante ella. Ésta le levanta el rostro con su suave mano para que la mire a esos increíbles ojos verdes.�

- Señora, el problema es con este mortal- comienza Lilith con extrema piedad.- Él ha...

- ¡Ha llamado a los mortales a la guerra contra los dioses!

- Thor- replica la Dama con infinita dulzura.- Lilith está explicándolo. No la interrumpas.

- Es cierto que lo ha hecho- prosigue ella mirando a su hermano, que ahora parece sumamente avergonzado, con reproche.- Pero no hay ley que lo prohíba- la mira de nuevo.- Cierto es también que algunos humanos han quemado templos, destruido imágenes y sembrado el caos pero muchos otros defienden su fe con fervor. En todo caso, sólo ha conseguido que los mortales luchen unos contra otros y quizá algunos cultos caigan. Pero como ha dicho Padre, sólo nuestro ego se alimenta de eso. No los necesitamos.

- Con permiso, Señora- la joven del arco se adelanta, seguida por un muchacho, ambos con el mismo rostro.

- Dime Ártemis.

- Algunos de nosotros ya apenas contábamos con culto entre ellos y ni siquiera intentarán desterrarnos de su fe. Pero esta guerra- dice con fiereza- nos incumbe a todos. Aunque algunos lo digan tú sabes que ninguno somos omnipotentes y más de uno podría morir. Sin contar con las bajas mortales que pueden ser inmensas. Sólo tú puedes detener esto y castigar al blasfemo.

Veo cómo se acerca a mí con expresión curiosa. No hace gesto alguno pero la cadena se suelta de mis manos y quedo libre. De pie ante ella la miro. Se echa a reír.

- Me miras con altivez y orgullo. Eres el primero en la historia que se atreve a hacer tal cosa- me sonríe y se vuelve a los dioses.- Las Nornas os advirtieron de que esto ocurriría. Os dijeron que si queríais evitar la llegada del apóstata cuidárais de vuestros fieles- se levanta un clamor entre las filas divinas.- No lo castigaré por ello- se vuelve de nuevo a mí.- Sin embargo, es cierto que la guerra traerá muchas bajas entre mis hijos mortales. Mas tú no serás uno de ellos. Todos los que conoces y amas morirán a causa de lo que has provocado y tú seguirás en el mundo sin conocer el descanso que da la muerte- señala a un muchacho joven de aspecto normal pero con ojos vacuos.- Ése será tu castigo. Aunque- me guiña un ojo- quizá aún tengas una oportunidad...

Todo a mi alrededor se desvanece hasta que incluso la luz no es más que un punto lejano en la oscuridad. Noto cómo alguien toca mi brazo y lo sacude suavemente.

- Gelther, Gelther...

- ¿Qué ocurre?- pregunta despertando de su sueño.

- ¿Estás seguro de que quieres seguir adelante?

El hombre mira el rostro amado y los ojos verdes le recuerdan a otros, infinitamente sensuales.

- ¿Estás dispuesta a morir por ello?

- Sabes que creo en ti. Moriré si es mi destino.

Se lo piensa un segundo y acaricia su rostro.

- Vamos. Sólo esta guerra nos librará de la esclavitud a los dioses.

- ¿Y si no lo conseguimos?

- Tranquila. Yo pagaré por vuestros pecados.

Se levanta del camastro y ambos se dirigen fuera, abrazados por la cintura, donde una multitud� los espera anhelantes.�

La guerra entre hombres y dioses ha comenzado
concursoderelatos
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  • 3 de Octubre de 2010 a las 0:39

EL REY ÁMBAR.

 

                El barrio chino es un trozo de urbe fronteriza, un ruedecilla de carne en los engranajes de un reloj de oro: atronador: una prostituta de sesenta años orina entre dos coches y mira a su alrededor como si sus padres acabasen de abandonarla;  algunos camellos aguantan su eructo mientras hablan del tiempo, o de la cantidad de sangre dentro de un estómago agujereado; el camión de la basura se ríe en algún lugar muy lejano al barrio.

                Miquel esquiva con paso de bailarín un charco de algo más opaco aún que el asfalto y sonríe aguantando la caja de madera y cuero que lleva junto a las costillas. Los camellos lo miran con ojos igual de opacos que el charco y que un bardeo. Los detalles del barrio chino no dependen de la existencia de la luz.

                Miquel se planta frente al estirado portón de madera, barnizada como por una alimaña. Se pasa la mano por la nuca, Peter Pan lo haría del mismo modo, y entra agachando la cabeza y adelantando las piernas y sonriendo como un jamelgo que mastica azúcar.

                Sube las escaleras hasta el tercer piso. Se cambia la caja de sobaco y toca a la puerta dos veces, una vez, tres veces.

                La puerta se abre con la familiaridad de una puerta interior de una casa en día festivo y una mujer hermosa y apresurada, morena y fresca, se apoya perezosamente en el marco. Miquel tiene la perturbadora impresión de que va a pedirle una piruleta.

-          ¿Vienes a jugar o vienes a meter?

-          Tengo cartas – se excusa el joven.

La mujer hace un mohín de chiste malo y le deja pasar; los hombros sostienen un camisón de gasa que secunda lo movimientos de su culo traslúcido.

-          Los hombres están al fondo – dice atravesando una puerta lateral, dejando señalada la inmensidad empapelada del pasillo.

Miquel avanza volviendo a cambiarse la caja de sobaco; antes de llegar a la puerta por la que ha desaparecido la mujer escucha unos murmullos y, por encima de esos murmullos, hay una voz suave a la vez que ronca, sobresaliendo como una informidad de arcilla rodeada de trazos informes.

Miquel tiene la intención de pasar de largo la puerta, pero todas las voces se detienen a la vez y eso hace que él se detenga. Se gira un poco. El salón abate su decoración sobre las señoras, de mayor o menor edad, que están dejadas sobre sillas o sillones, ataviadas como prostitutas de cien épocas distintas, abanicándose o siendo abanicadas, severas o dulces, todas girando estáticas alrededor de una sola dama que permanece fumando junto al balcón.

Es arrogante en su fealdad, con la piel tan suave que parece estirada, algo más blanda que la cera, y unos ojos gastados de mirar cosas lascivas. Aunque estuviese encerrada en una campana de vidrio podría intuirse que huele a aceite de carne. Tiene los labios color tierra y el pelo salvaje se levanta sobre la nuca y sobre los cielos como la escultura de una borrasca. Tiene vello en los antebrazos y en la sombra de la mandíbula, y su cuello es denso y andrógino; su arquitectura es torva.

Miquel siente una erección tan arrebatadora que su primer impulso es querer cortarse la polla, como si aquella carne poderosa le hubiese ofendido al responder ante aquella bizarra mujer como ante ninguna otra cosa en el mundo.

Entonces, alguien le habla con la cercanía de un televisor de madrugada.

-          Lo sé, sé lo que sientes. Se llama Lilith.

Miquel se vuelve. El hombre es moreno, pequeño, aséptico, pero huele a tabaco y regaliz. Tiene gafas y los ojos de un niño sudoroso. Está pegado a una pared empapelada, lejos de la luz que dispara la puerta.

-          Sabes que su coño no es humano; antes de pensar, has pensado en cómo sería follarse a un animal que parece una persona. Lo sé, sé lo que sientes. Se llama Lilith, o Mari, o Inenui Te Po, o como sueñes esta noche…

Miquel mira de nuevo al salón y se espanta al darse cuenta de que Lilith se ha acercado. Sale de la luz del salón y cierra los ojos durante un segundo en que ve los ojos de ella.

-          ¿Viene a jugar a las cartas?

-          Sí – responde rápidamente.

El hombre lo coge del brazo y salen andando hacia el fondo del pasillo sabiendo con total certeza que Lilith los reclama como Ulises fue reclamado.

Abren la puerta del fondo y un hombre los saluda mostrando cómo sus dientes son capaces, por sí solos, de sujetar un cigarrillo. Un gordo acicalado y funesto estira los brazos y, de repente, parece una bailarina. El hombre aséptico le da un golpecito en la espalda para que termine de entrar aunque ya esté dentro.

El cuarto hombre, junto al gordo, está sentado a una mesa con tapete verde sobre el que hay unas cartas gruesas y rígidas, ambarinas. Como las que lleva Miquel en su caja.

El cuarto hombre sonríe tan sólo haciendo sus párpados un poco más gordos y sus pupilas un poco más grandes. Tiene la esclerótica arrugada y los dientes arrugados y las uñas arrugadas, pero parece joven por todo lo demás, y lleva las ropas de un joven que intenta parece adulto. Talones de serpiente y madera apoyados en la mesa. En su sombrero hay tres cartas ambarinas, como plumas de un pájaro destinado a vivir en las paredes de una catedral.

-          ¿Se te ofrece jugar? – pregunta con una vez metálica que parece montada sobre caballos diminutos.

El impacto de su voz y su apariencia hacen que Miquel sude inmediatamente. Su particular rescatador le dice a modo de compadreo:

-          Se llama Momo, o Bardo, o Baco… o como hayas sabido estando borracho.

-          Se llama… - dubita Miquel, casi hipnotizado.

-          Seisu… para mis amigos. ¿Se te ofrece jugar?

-          Sí.

-          Pues siéntate, hombre, sé un caballero.

El gordo se ríe con una especie de alarde histérico y Miquel también se siente inclinado a reír. Hay tanto humo en la habitación que el sonido se vuelve onírico. El hombre con el cigarrillo entre los dientes pone cinco vasos sin que nadie pregunte cómo ha podido cargar con ellos y las cartas son desordenadas por el tablero.

-          ¿Qué sucede si pierdo? – pregunta Miquel.

-          Pierdes una carta – responde el gordo.

-          Y… si esa carta, ¿es mi carta?

Hay un rumor asilvestrado de alguien que pregunta de dónde ha salido ese joven y dónde mierda ha conseguido su baraja, pero nadie presta atención porque Seisu abandona su cómoda postura, baja los pies de la mesa y se inclina para acercarse al joven y, sonriendo como una estatua cincelada en una cárcel, pregunta:

-          ¿Preguntas qué sucede si Seisu se queda para siempre con la carta que representa tu alma?

-          ¿Y si un hombre no tiene alma?

-          Entonces tiene un buen motivo para ganar.

La puerta se abre sin que dé tiempo a que nadie medita esas palabras y una de las mujeres, de las adustas y encanecidas, anuncia como en un fogonazo:

-          Madre va a dar a luz.

Seisu se quita el sombrero y vuelva a ponérselo y se arrima a la ventana tan rápido que parece nunca haber estado en la silla. El gordo permanece con la boca abierta. El hombre aséptico es tan sólo niño sudoroso y ya no parece saber nada.

-          Imbéciles – dice Seisu – vámonos de aquí. Cuando madre pare, la ciudad se llena de monstruos.

Los hombres se levantan y se recogen y una escalera de incendios comienza a sufrir el pataleo de la fuga mientras Seisu aguanta la ventana como si fuese una cortina y mira al joven Miquel que permanece sentado, contemplando la mesa.

La puta vieja desaparece.

Miquel sonríe, maravillado.

Seisu, impaciente, pone un pie en el aíre de la calle.

-          ¿Se pude saber qué mierda estás esperando tú?

Hay un ronco grito que proviene del salón de la casa y que se sostiene vibrando como si fuese parte del edificio.

-          ¿Se te ofrece jugar? – dice Miquel.

-          ¿Cómo?

Una mujer anuncia que ya sale la cabeza y otra llama a un Dios que no tiene mucho que hacer en un parto y mucho menos en aquel barrio.

-          ¿Apuestas tu carta – sigue Miquel – a que sales antes que yo de esta casa?

-          Hay mucha gente que ha dicho que estoy loco – responde Seisu tan seco y agresivo como el corte de un hacha – pero todos exageraban mucho. Sal de ahí, imbécil.

-          Es que, verás, no tengo nada que perder y mucho que ganar. Creo que tu carta es esa – pica la mesa con un dedo juguetón - ¿Es un Rey?

Seisu mira a la puerta; el grito tiembla y sale por todas partes. Algo está llegando. Hace un gesto de desprecio con la mano y termina de salir poniendo a buen recaudo su sombrero.

Miquel se queda contemplando la mesa, el alma del gordo, del fumador, del sabio y del Rey, y pone las manos sobre el tapete. Desde el fondo de la casa llega el llanto de un niño que no es más nuevo que toda la urbe y toda su miseria.

Abre la caja de madera y de cuero y selecciona la carta del Rey y la pone en el fondo de la caja, junto a la carta de quien mató al Titán, de quien predicó las plagas, de quien robó el fuego de los Dioses, y de todas aquellas cartas que jamás podrán llenar un alma muerta en la que no pueden brillar siquiera las leyendas. Pero él no lo sabe aún; Miquel piensa que ha ganado.

En un cuarto anexo y ajeno, Lilith arropa a la enorme criatura y la agarra con fuerza y le presenta un pezón que estará pronto ensangrentado. Las putas, exhaustas, se dejan caer en sus sillas y sillones. Se abanican con una justicia casi heroica. Se compadecen como madres abducidas de la vida.

La criatura huele el sudor del barrio; ladea la cabeza; emite un gruñido ciego.

Obtendrá un nombre.

Crecerá rápido.

Y su hambre con él y con su nombre.

concursoderelatos
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  • 5 de Octubre de 2010 a las 3:04

DE PASEO CON LA CIBELES

El chaval tiene treinta y cinco años. No es, evidentemente, un chaval, pero tiene cara de niño. Padece síndrome de Down. Tiene el pelo castaño, fino y una sonrisa permanente en los labios que le sale de lo más hondo de su� triste inocencia.

Camina de noche por la capital del Reino. Viste vaqueros, zapatillas deportivas de color marrón y una sudadera del Real Madrid. Entra en la Plaza de la Cibeles desde la calle de Alcalá. Llega, por la acera, junto a la fuente, que está sin agua. Se detiene. Mira la carretera, comprueba que no vienen coches y la cruza.

Se queda absorto observando el monumento. Luego saluda a la diosa. Ni caso. Sube hasta llegar a ella sin dificultad ante la ausencia del líquido elemento. Saca una bufanda del Real Madrid de uno de los bolsillos de sus vaqueros y rodea el cuello de La Cibeles con ella. La diosa le saluda y el chaval, del susto, cae abajo.

Está en el suelo. La diosa le pregunta quién es.

-Soy Tomás. Soy del Real Madrid, como tú.

-¿Ah sí? –inquiere la diosa-. Anda, levántate y sube.

El chaval sube al carro. La Cibeles le pide que se siente delante de ella. El chaval la hace caso, aposentándose junto a sus pies. De repente, el carro, tirado por dos leones, inicia la marcha, desprendiéndose del resto de la estructura. El carro queda aposentado en la carretera con algunas pequeñas piedras a su alrededor.

-¿A dónde quieres ir? –pregunta la diosa al chaval.

-Al Bernabéu –contesta él, todo convencido, aunque con voz trabada.

Van de camino al estadio subiendo por el Paseo de Recoletos. A la altura de Colón, un taxista detiene su vehículo para dejar paso al carro tirado por los dos leones. Abre la puerta, se baja y marcha corriendo por la calle Goya. El carro prosigue la marcha, ahora ya por el Paseo de la Castellana. Suben y suben sin encontrar prácticamente a nadie. Cuando pasan por Nuevos Ministerios, unos mendigos sentados en unos bancos bromean sobre los efectos del vino de cartón y comentan lo mucho que están bebiendo esta noche.

Enseguida se plantan en el Santiago Bernabéu. El chaval baja del carro y empieza a hacer carantoñas a una cámara atornillada en la pared del enorme recinto. En un par de minutos, sale por una puerta un hombre de seguridad. Le pregunta al chaval qué demonios es eso, señalando al monumento. Tomás le dice, con habla bastante ininteligible, que si no lo ve, a lo que el otro contesta que sí, pero que todo esto es muy extraño. La diosa habla con él y le convence para que les deje entrar. El hombre accede y entran los tres al estadio, dejando afuera el carro con los leones.

Una vez dentro, el de seguridad le pregunta a La Cibeles si quiere visitar la sala de trofeos. Ella dice que sí, que estaría encantada, pues nunca ha estado allí y se muere de curiosidad por saber cómo es el lugar en donde están guardadas –expuestas al público a modo de museo- gran parte de las copas ganadas por el Real Madrid y por las que tanta cantidad de gente ha ido hasta ella a celebrarlo en su plaza enfrente del antiguo edificio de Correos, hoy sede del Ayuntamiento.

Visitan la sala de trofeos, la cual está en penumbra. Los observan todos, prestando especial atención en las nueve copas de Europa ganadas por el club. El chaval le explica a la diosa, con todo lujo de detalles, cómo se consiguieron cada una de ellas.

Después el de seguridad les baja al césped. Lo pisan y lo tocan ayudados por la linterna del uniformado. La diosa está más emocionada que el chaval.

-Ya nos podemos ir –dice, de pronto, deseando regresar a su plaza, para descansar allí de las hondas vivencias.

El de seguridad les acompaña hasta la puerta por la que han entrado. La diosa y Tomás se despiden de él. Montan al carro y retornan a la plaza.

Allí la diosa aparca el carro en su lugar original. Le pide al chaval que recoja las pequeñas piedras que quedaron antes allí tiradas en el asfalto.

La plaza está tranquila, como si nada hubiera pasado. La diosa, al ver que el chaval no se va, comienza a contarle sobre su vida. Le explica que ella es el símbolo de la Tierra, la agricultura y la fecundidad. Le dice varias cosas más, como que antiguamente los caballos bebían del pilón, para acabar contándole que los leones, antes de serlo, habían sido personas. Fueron castigados por Zeus por algo malo que habían hecho y… el chaval comienza a bostezar. La diosa cambia de tema rápidamente, para no perder su atención, pues no quiere que se vaya y que la deje otra vez sola, que es como está prácticamente siempre. Le empieza a contar que debajo de la plaza existe un sistema que inunda, en caso de robo, unos depósitos del Banco de España… pero llega un coche patrulla de la policía.

El coche se detiene junto a la fuente. Los dos policías salen de él. Uno de ellos le dice al chaval que baje. Cuando lo hace le pregunta cómo se llama. La estatua ya está en su estado original, como si allí no hubiera sucedido nada. El chaval les dice su nombre y los funcionarios le dicen que se quede ahí quieto con ellos.

Al poco llega al lugar un turismo de color blanco. Salen de él, primero la madre del chaval y luego el padre. Éste queda hablando con los policías, mientras la madre dice al chaval, abriendo los brazos:

-¡Qué preocupados nos tenías!

Suben los tres al turismo: padre, madre y el chaval. Éste le cuenta a sus padres que ha estado hablando con La Cibeles y que ha ido con ella al Bernabéu montado en el carro tirado por los leones.

-¡Qué cosas tienes, Tomás, qué cosas tienes! –suspira la madre mirando al cielo.

Tomás gira la cabeza y mira a la Cibeles desde el asiento trasero del turismo, que se aleja de la plaza. La diosa le guiña un ojo y sonríe.

concursoderelatos
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  • 5 de Octubre de 2010 a las 14:58
GÓLGOTA

El aire apestaba a sangre, descomposición y miedo, un tufo apropiado para aquel espantoso paisaje de hombres crucificados, de siluetas rotas y consumidas. Colgados en sus maderos, parecían estandartes espectrales desdibujados fantasmagóricamente por la bruma. Ese día había mucha niebla, densa, oscura como leche sucia, desgarrándose entre las cruces. Longino, de pie en el alto del Gólgota, se preguntó si no serían las almas de los muertos, confusas y asustadas, buscando desesperadamente regresar a sus cuerpos.

No tenían hacia dónde ir. Y sólo quedaban despojos, detrás…

– ¡Longino! – le llamó Didio. Longino cambió de mano la lanza en la que se apoyaba y se volvió a mirarle. Los soldados, sentados en el suelo sobre sus capas, pasaban el rato apostándose a los dados las pocas pertenencias de aquel judío loco que aseguraba ser el Hijo de Dios – ¿Qué haces ahí de pie entre ladrones y locos? ¿En serio no quieres jugar?

– No, gracias – contestó, lacónico. No estaba como para juegos, ni quería nada de Jesús, el más pretencioso de aquellos pretenciosos judíos, siempre soñando con ser el pueblo elegido de un absurdo dios sin rostro. Este, no se conformaba ni con eso, aseguraba ser el Hijo de Dios, o el propio Dios, Longino no había acabado de entender el asunto.

Se giró hacia la cruz que había estado a su espalda. Jesús tenía la cabeza inclinada a un lado, la sangre caía en temblorosas cintas escarlatas por toda su frente, desde la corona de espinas. Por lo demás, sólo en los costados se veían los extremos de las heridas del látigo que cubrían por completo su espalda. Imbécil. Antes de crucificarlo, le había fustigado personalmente hasta dolerle el brazo, aunque supo todo el tiempo que no estaba azotándole a él, sino a Judith, esa puta traidora y rastrera que le estaba volviendo loco, que le había desquiciado hasta el punto de…

No, no podía pensar en ello. No quería.

Longino se pasó la mano por la cara. Le dolían los dientes, de tanto apretarlos. “Judith...” Por ella, odiaba a muerte a los judíos. No por los zelotes, no, ni por el calor, ni por el polvo áspero que flotaba continuamente a su alrededor, ahogándole al respirar o mezclándose en su comida hasta conseguir que todo tuviera el sabor de la piedra calcinada. No. Por ella, los odiaba a todos, a todos por igual: rebeldes, ladrones, asesinos… Incluso a un simple tarado con ínfulas, como ese tal Jesús. Pretendía ser de linaje divino; pues bien, él había estado más que dispuesto a demostrarle hasta qué punto puede llegar a sangrar un falso dios antes de morir.

Qué hombre extraño, en todo caso. Había gritado de dolor cada vez que el látigo le golpeaba, como hacían todos los humanos, pero no suplicó, como no suplicaban los dioses. Cuando cayó al suelo, a sus pies, convertido en una masa de carne estremecida, el maldito se limitó a mirarle como ahora, con esos ojos incómodos que parecían verlo todo; todo y más allá.

– De verdad que lo siento, Longino – susurró de pronto Jesús, con esfuerzo – Sigues sufriendo, percibo ese dolor intenso que te carcome, y yo no puedo ayudarte.

Longino parpadeó. De haber tenido el látigo en la mano, lo hubiera restallado con gusto contra ese rostro. Maldito Jesús. Le había azotado, le estaba matando, no quería su amabilidad, no quería nada de él. “Estoy lleno de ira, de dolor, de espanto…”. No, no debía admitirlo, ni siquiera pensar en ello o se vendría abajo.

Pero no pudo evitar mirar a lo lejos, hacia un punto cercano a la zona de rocas con forma de calavera que habían ganado el nombre de Gólgota para aquella altura. Marco, su amigo Marco, clavado en su cruz. No se había atrevido a mirarle directamente desde el día anterior, cuando le crucificaron, y no parecía haber habido ningún cambio, si es que seguía vivo. El único romano ejecutado de esa forma tan humillante, pensada para esclavos o para enemigos especialmente odiados. Pero, claro, Marco había sido acusado de traición, de aliarse con aquellos rebeldes y tratar de asesinar al propio Pilatos.

Pobre Marco. Pensó que iba a entregar un encargo medicinal y en realidad llevaba una redoma con veneno. Intentó defenderse, explicar que él no sabía nada de aquello, pero tuvo mala suerte. Pilatos estaba tan enojado por el asunto de Jesús, sobre el que se decía que había tenido un sueño y había intentado inútilmente salvarlo, que decidió con severidad y rapidez. Marco fue torturado y arrastrado al Gólgota, y Longino había estado a su lado mientras le crucificaban. Había apretado los labios con fuerza, obligándose a escuchar el sonido de los golpes del martillo y los gritos desgarrados que lo estremecieron todo durante largos minutos; se forzó a contemplar la imagen de Marco cuando alzaron la cruz, aquella figura ensangrentada, patética, torturada, que colgaba de los maderos como un jirón de tela rota. Luego, se había ido, jurándose que no le importaba, que se trataba de un precio que estaba dispuesto a pagar.

En la distancia de ese nuevo día, Marco movió la cabeza. Longino se estremeció. Así que, aún seguía vivo...�

– Creo que está muerto – dijo Didio, que se había acercado. Longino fue a negarlo, pero se detuvo. Didio se refería a Jesús y, ciertamente, lo parecía. Una repentina racha de viento llegó del norte, haciendo temblar a hombres y bestias, cubriendo el cielo con densas nubes que presagiaban tormenta. Longino jadeó. Eso era él, se dijo. Viento. Frío, muerto. Más frío y muerto que Jesús, y con una tormenta en el alma – Venga, partidle las piernas y larguémonos de aquí.

– Espera – Longino cogió su lanza con ambas manos – Yo me ocupo.

Quería acertarle en el corazón, atravesárselo con la larga punta de acero, romperlo por completo en pedazos, como Judith se lo había roto a él. Pero, en el último momento, Jesús se estremeció y movió los labios, susurrando algo. Tomado por sorpresa, Longino se sobresaltó, y la punta de la lanza se clavó en un costado.

La sangre le salpicó violentamente, alcanzándole de lleno en el rostro.

Sangre.

Durante un momento, Longino quedó completamente ciego y luego lo vio todo rojo. Soltó la lanza, sintiendo que su cabeza entraba en una espiral enloquecida y se quebraba violentamente, como abriéndose a una percepción más aguda, abrumadora. La tormenta rugía en el cielo y rugía en su interior, más violenta cada segundo, más intensa y exigente. Se llevó las manos a la cara y las apartó cubiertas de sangre, una sangre que brilló de forma extraña con la luz de aquel extraño día. La miró espantado, aterrado, convulso.

¡He matado a Marco…!”, asumió por fin.

Sangre y culpa, eso era lo único que le quedaba, eso tendría por siempre.

– ¡Longino! – oyó que le llamaban. Didio, quizá. El mundo, más exactamente. Pero el mundo pesaba demasiado, era un inmenso manto de dolor y ruina que le sofocaba, rodeándole por todas partes. Longino giró sobre sí mismo, aturdido por los colores, las formas, los mil sonidos que nunca antes había sido capaz de oír, como si la realidad fuera algo más profundo, más complejo, algo que jamás había llegado a ver del todo hasta entonces.

Sangre. Sangre y culpa para Longino…

– No puedo… no puedo… – susurró, sabiendo que era verdad, no podría soportarlo. Las murallas interiores que tanto se había esforzado por mantener se derrumbaron en un instante y echó a correr, cruzando el campo sembrado de muertos, sin hacer caso de los gritos de Didio. No se detuvo hasta estar frente a la cruz de Marco, donde cayó de rodillas – Oh, por los dioses….

Hacía frío, hacía mucho frío bajo esas nubes de tormenta, y Longino se preguntó si Marco sentía realmente algo allí clavado, desnudo, casi muerto…

– ¿Qué haces aquí? – preguntó Marco, sorprendido. Longino agitó la cabeza. Ni él mismo lo había sabido. Pero, entonces, lo entendió.

– No quería que murieses solo.

Marco logró reír. Le faltaban muchos dientes. Parecía una versión espantosa del que fue, el dorado y hermoso Marco, siempre con una sonrisa, siempre dispuesto para una chanza o beber un buen vino. Ahora, el cabello se pegaba sucio a las mejillas y uno de sus ojos estaba monstruosamente hinchado, haciendo imposible distinguir dónde se encontraban realmente los párpados. Tenía los labios rotos y cubiertos de sangre, como el rostro, como el cuerpo. ¡El alegre Marco!� El único brillo que quedaba en su mirada de cíclope era el de la acusación. “Lo sabe”, pensó Longino, sintiendo que era él quien estaba desnudo ante el mundo, que su infamia y su culpa se leerían por siempre en su rostro. Marco moría sabiendo quién le había traicionado, quién organizó la trampa y las razones que le habían llevado a ello.

–� Buscas sentirte mejor, pero es algo que no puedo concederte.

– No quería… – Longino golpeó la tierra con ambas manos, dejando escapar toda aquella rabia – ¿Cómo pudiste? ¡Confiaba en ti, sabías que la quería y tú estabas revolcándote con ella a mis espaldas!

Marco parpadeó con su único ojo.

– Reconozco que debí decírtelo. Simplemente, no encontraba el modo. Pero has demostrado sobradamente que nunca has querido a nadie. Codiciabas a Judith, eso es todo. Y nunca la tendrás, porque yo no era el obstáculo: lo eres tú mismo. Ella no te ama – añadió, con meditada contundencia: – Nunca te amará.

– Oh, por los dioses, Marco… – sollozó Longino. Pero no hubo piedad.

– Tu deseo no se ha cumplido, hermano – la voz de Marco no fue más que un susurro lejano, como si las palabras hubiesen sido pronunciadas en algún punto entre mundos – Miro a mi alrededor y no veo rastro de vida. Muero solo.

Inclinó la cabeza y no hubo más.

Longino lloró sin disimulo, arañando la tierra con sus dedos ensangrentados. Las nubes de tormenta eran tan densas que casi parecía de noche. Qué apropiado, noche sobre el mundo en el día de la muerte del luminoso Marco.

No supo cuánto tiempo siguió allí, consumido por la pena y el dolor. Mucho, supuso. Cuando regresó, descubrió que habían permitido que la madre de aquel judío loco se llevase su cuerpo, con la ayuda de sus amigos y familiares.

No encontró su lanza por ningún sitio.
concursoderelatos
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  • 5 de Octubre de 2010 a las 15:41
LA VENGANZA DE APOPHIS


El hombre extrao se incorpor y camin hacia atrs sin titubear. Al fondo, la fachada del templo de Nuestra Seora se ergua con orgullo y se reflejaba en las oscuras aguas del Sena.
El punto cero, la Ile de la Cit. Quin le haba citado all? Qu pulso firme haba diseccionado el corazn, an palpitante, de un ser humano, para despus envolverlo en delicado papel satn? Por un momento imagin al ngel que presida el Portal del Juicio Final, pesando en su balanza las virtudes y pecados de aquel desdichado ser mortal.
El agradable sonido del motor del Bentley se detuvo junto a l. Un hombre descendi con agilidad desde el habitculo del conductor y se aproxim con paso firme. Se inclin hacia el atril y observ con ojo crtico las notas a carboncillo; trazos difusos que dejaban entrever los rasgos inequvocos de Nuestra Seora y el rostro sereno de las quimeras que parecan colgar acechantes de la fachada.
-Seor, no vendr. Pronto amanecer. –El hombre extrao asinti, no sin antes dedicar una ltima mirada a su modelo.
-Tienes razn, Ghiza. Recgelo todo, nos marchamos. Quin sabe dnde se consumir la venganza de Ra?
El recin llegado se apresur a obedecer la orden. En pocos minutos el atril, el lienzo y los tiles de dibujo se encontraban en el maletero del vehculo.
El amanecer tomaba forma poco a poco sobre los tejados de la vieja Lutecia.
Una ruidosa compaa de turistas se mova incierta desde el Barrio Latino; el enjambre de calles y callejuelas, que se arracimaban como apretadas por un puo invisible, se exhiba impdicamente a los ojos del mundo.
El Bentley aminor la marcha a medida que se internaba en el corazn del bulevar de San Miguel. Al iniciar un giro cerrado, el conductor intuy los toldos rojos que precedan a la entrada principal del Hotel Sant Germain.


Lejos de all… en la Ciudad Eterna.
El laberinto de galeras subterrneas presentaba a todo lo largo una sucesin interminable de nichos. Cada uno de aquellos agujeros tena las dimensiones justas para acoger un cadver.
El anciano hizo oscilar el foco halgeno de luz justo ante sus pies. El chirrido de las ratas se filtraba a travs de las paredes de toba, como si de un coro de repugnantes voces de ultratumba se tratara.
-No s para que mierda me has trado aqu. –El tipo que ocupaba el segundo lugar en la fila manifest su desagrado.
-Cllate. Est aqu, lo presiento.
-T y tus presentimientos. Un da de estos nos van a costar caro. –Volvi a quejarse.
La luz volvi a temblar en medio de la oscuridad, hasta que finalmente se detuvo en una especie de pieza de mrmol quebrada.
-Mira, ah est. Te lo dije. –La voz del hombre vibr como las notas de un rgano en la bveda de un templo. –Con cuidado, no sabemos lo que se oculta tras el arcosolio.
Los dos hombres se aproximaron con cautela a la entrada del panten. La fractura de la lpida de mrmol que sellaba la entrada divida en dos una especie de inscripcin.
-Qu coo pone? –Pregunt de nuevo el segundo de los hombres.
-Es latn, ignorante. –Coloc el foco de luz justo sobre las letras grabadas en el mrmol. El paso del tiempo haba gastado los bordes del grabado, haciendo que se confundiera con las grietas provocadas por el paso del tiempo.

-El camino hacia el inferus comienza… Qu mierda pone aqu?... la barca de Caronte aguarda… -Tradujo a duras penas.

Los dos intrusos quedaron petrificados de repente. A travs de la hendidura en la piedra se poda distinguir un aullido inconfundible y el rumor del agua resbalando en una pendiente que se perda en una sima profunda.
-Te dije que estaba aqu, la puerta del Hades! La leyenda estaba en lo cierto… en las catacumbas de Roma, a travs de la piedra en el reino de los muertos, la fuente primigenia hacia el Infierno…



De nuevo en Pars…

Los dos hombres atravesaron el vestbulo solitario del hotel. El ascensor comenz a moverse con suavidad; una llamada luminosa alertaba a medida que iban dejando las distintas plantas atrs.
El hombre extrao dej atrs el umbral de la habitacin y se dirigi a la amplia terraza. Unas modernas prgolas cubiertas de verdes enredaderas, daba sombra y refrescaba la estancia. Entre el ramaje comenzaban a filtrarse los primeros rayos del sol.

-Oh divino Ra! Soy Apophis, el brazo vengador de toda ofensa. –El hombre extrao abri los brazos en un gesto de acogida y dej que la luz le penetrara, como a travs de una vidriera de colores. - La hora de la venganza final est cercana!
La estela ocupaba la totalidad de la pared; una serie de grabados relataban con difusa claridad el camino de un difunto hasta el juicio sumarsimo de Anubis… el juicio de los muertos. El hombre extrao pase sus dedos a lo largo de la pared de mampostera. Los vivos colores del grabado se incrustaban sin querer en su plido iris.
-Acaban de llegar. Estn a punto de irrumpir en el mundo de los muertos. No lo saben pero se avecina su final.

Los dos hombres apartaron a duras penas el mrmol corrodo. El rumor de aguas se hizo entonces ms claro. Sin embargo, una oscuridad telrica se abra ante sus ojos; la oquedad no era ms que un agujero negro sin principio ni final.
-Vmonos de aqu. Nos vamos a meter en un lo. –Suplic el ms joven.
El viejo, que iba en cabeza, hizo caso omiso de sus palabras y dio un paso al frente. Sinti el vaco bajo sus pies, intent mirar atrs y cay perdindose tras la luz de la linterna, que se fue difuminando poco a poco.

-Caronte te da la bienvenida!, traes mis monedas? –La voz reverber como un trueno sobre las paredes del estrecho pasadizo flanqueado de nichos, hasta que finalmente temblaron, derrumbndose hasta cegar el camino de vuelta.
-Noooooo! –Grit el joven desesperado.


-Oh, gran Ra! Tu venganza se ha cumplido. Aquel que se atrevi a desvelar el secreto acaba de iniciar el camino. Vuelva la muerte a la muerte.







concursoderelatos
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  • 5 de Octubre de 2010 a las 16:58

SETH


Mary, con lágrimas secas en sus ojos, observaba sin mirar la habitación de sus hijos. Ozzy y Seth ya no eran unos críos; el mayor tenía 27, el pequeño 21. Todo Harrogate estaba orgulloso de ambos; en un lugar carente de emociones, el hecho de que dos lugareños se aventuraran con la travesía a pie del desierto egipcio era la comidilla que alegraba sus conversaciones. Pero Mary era la madre de esos dos chicos, y ella los quería a su lado.


A finales de septiembre del 56, en un hotel en Asuán, los dos jóvenes ultimaban los preparativos para su aventura: el itinerario estaba definido, el equipamiento preparado, y en sus carnes, la adrenalina de dos jóvenes aventureros. Su objetivo era partir de Asuán, introducirse en el desierto, y llegar a pie hasta Luxor. Para ello debían enfrentarse a un terreno alejado de las bondades del Nilo. Ozzy atesoraba una mente fuerte, además de siete años de aventuras en la montaña, aunque nunca en el desierto. Para Seth ésta era su prueba de fuego; también era la primera vez que los dos hermanos se embarcaban en un proyecto común. Seth admiraba a su hermano, siempre fue su punto de referencia al no haber conocido a su padre. Por eso le insistió tanto para que le eligiera como compañero de aventuras. Por su parte, Ozzy tenía sus reservas; por un lado quería darle una oportunidad, pero por otro, pensaba que Seth no lo hacía por sí mismo, sino por querer agradarle a él.


Al día siguiente ya estaban en el desierto; un conductor contratado les había dejado en el oasis Kurkur, a unos 40 kilómetros de distancia de la ribera del Nilo. Debían recorrer� 260, y esperaban hacerlo en no más de 10 días. Lo mejor era aprovechar el fresco agradable de la mañana más temprana. Después, con� las altas temperaturas de la tarde� y el frío de la noche, se haría muy difícil caminar. Septiembre era buena época para dicha aventura.


Los dos hermanos jamás habían hablado tanto como en los primeros tres días de travesía. Ozzy siempre fue muy independiente, paraba poco por casa; eso le alejaba de su hermano,� a pesar de los intentos de Seth por querer seguir su estela. Pero en el desierto, rodeados de cielo y arena, sólo se tenían a ellos mismos para sentirse personas. La tercera noche abrieron una lata para la cena, la calentaron en el hornillo y estuvieron dos horas riendo y� charlando antes de acostarse en la tienda de campaña. La noche fue tranquila en el desierto, pero espesa en la mente de Seth: una pesadilla atemorizó sus sueños con tal dureza que le hizo empaparse de sudor y gritar con una angustia descontrolada.


-¿Qué te pasa, Seth? ¡Despierta, despierta!


Seth despertó con la mirada perdida, y sólo era capaz de repetir una palabra.


-Suty… Suty.


Ozzy decidió emprender la marcha dos horas más tarde. No vio bien a su hermano y, aunque no tenía fiebre, sabía que una mala pesadilla podía arruinar el descanso nocturno. Cuando ya caminaban por el desierto, le preguntó a Seth por su pesadilla.


-No recuerdo demasiado, Ozzy. Sólo que escuchaba una voz muy profunda que repetía sin parar “Suty, Suty”. Y eso me hacía temblar y llorar, pero no sé porqué. No tenía una pesadilla así desde que era niño.


El esfuerzo les hizo olvidar el sueño oscuro de Seth. La cuarta noche se acostaron antes para intentar recuperar esas dos horas perdidas. Fue una noche tranquila, esta vez ninguna voz atemorizó al hermano pequeño. Seth durmió plácidamente, como si su mente hubiese encontrado un oasis de descanso. Todo iba bien, tenían fuerzas como para caminar dos horas más de las previstas. Ozzy se sentía orgulloso de su hermano; estaba respondiendo a la perfección en su aventura conjunta. Durante la cena, le confesó que la idea de hacer la travesía ellos dos solos no le entusiasmaba, por eso había llegado a hablar con un amigo suyo para que fueran tres. Pero la insistencia de Seth le convenció, y no se arrepentía de su decisión.


Llegó la quinta noche. Las gotas de sudor volvieron a aparecer en el rostro de Seth, sus hombros temblaban, y sus labios susurraban de nuevo la misma palabra: “Suty, Suty”. Ozzy se despertó, y decidió observarle antes de alejarle de su pesadilla. Jamás había visto a alguien reaccionar de tal manera. No pudo seguir viendo sufrir a su hermano, y le arrancó del sueño a base de palmadas en la mejilla. Seth se despertó y necesitó una hora para volver en sí. Ozzy le tomó la temperatura, pero seguía sin tener fiebre. Así que iniciaron el camino al amanecer; les esperaban otros 30 kilómetros por delante. Seth se mantuvo cabizbajo y callado toda la jornada. Ozzy no quería presionarle y no hizo mención alguna a sus pesadillas.


La sexta noche parecía que iba a ser tranquila. Serían las dos de la noche cuando Seth se levantó y salió de la tienda. Afuera hacía frío, pero él parecía no sentir absolutamente nada. Con la mirada perdida, elevó los brazos formando una “Y”, y se mantuvo así durante unos quince minutos. Luego volvió a la tienda y se durmió. Ambos dormitaban refugiados en el calor del interior, hasta que un sonido fuerte y el movimiento brusco de la tela de la tienda les despertaron. Ozzy asomó la cabeza y se sorprendió al ver que estaban en mitad de una fuerte tormenta de viento.


-No lo entiendo, Seth. Este viento tan fuerte parece el Kamsim, pero no estamos en época de estos vientos. No sé si la tienda va a poder aguantar.


Los hermanos se mantuvieron dentro durante el paso de la tormenta seca. Esa noche no durmieron. Cuando aquello acabó, comprobaron que la tienda se había debilitado. Podrían seguir usándola, siempre que el Kamsim no volviera a visitarles.
Otro día casi perdido, sólo pudieron caminar tres horas; la noche sin dormir les pasó factura. Casi no hablaron ese día; la preocupación reinaba en la mente de Ozzy, y Seth parecía evitar a su hermano, alejándose de él, buscando el ensimismamiento.


Llegó la séptima noche. El ambiente durante la cena estuvo extraño. Para buscar un tema que les acercara, Ozzy mencionó a su madre. No quería poner nostálgico a su hermano, pero sí que encontrara un poco de serenidad recordándola. Si todo iba bien, en menos de dos semanas se encontrarían de nuevo con ella. Acabaron llorando al recordar la desgraciada muerte de su padre, y cómo Mary fue capaz de seguir adelante para que a ellos no les faltase de nada. Se acostaron refugiándose del frío de la noche, y… sucedió de nuevo. Seth se levantó en mitad de la madrugada sin despertar a su hermano. Cogió de las mochilas las dos brújulas, los relojes y los planos. Se alejó varias decenas de metros y los escondió bajo la arena. Después volvió a la tienda y se durmió al instante.


Si hubiese habido alguien a un kilómetro alrededor de ellos, podría haber escuchado los escandalosos gritos de Ozzy. Había buscado en la mochila varias veces y dentro y fuera de la tienda, pero aquellos utensilios no aparecían. Seth repetía que él no sabía nada, que había guardado las cosas como hacía todas las noches. Sin las brújulas y los planos, Ozzy estaba perdido. Necesitaba las referencias para avanzar correctamente. Intentó dibujar en un papel un plano lo más parecido posible en base a lo que recordaba, y aunque no dominaba la orientación observando las estrellas, quiso esperar a la noche antes de dar un paso más. Aquel día se les hizo eterno. Ozzy no entendía nada; miraba a su hermano con rencor, algo le decía que Seth era el culpable de aquello, pero no reconocía culpabilidad en su mirada, la cual cada vez estaba más perdida.


La octava noche llegó. Ozzy se recriminó todo el día no haberse preparado mejor para esta situación. Observó las estrellas y, con más o menos acierto, consiguió rehacer un itinerario que les ayudara a reencontrarse con el Nilo. La idea inicial de llegar a Luxor dejó de ser prioritario; Ozzy no se encontraba nada cómodo con lo ocurrido. Se lo explicó a Seth y éste no mostró objeción alguna. Aquella alegría del primer día desapareció por completo de los rostros de ambos. El sueño les pudo, y después de cenar no tardaron en quedarse dormidos. La noche dominaba el desierto a las tres de la madrugada, y Seth abrió de nuevo los ojos. Como un sonámbulo se levantó y cogió todos los envases donde guardaban el agua. Salió de la tienda y vertió el mayor tesoro que puede haber en un desierto. La arena no necesitaba agua, pero sus cuerpos no podrían soportar más de dos días sin beberla. Cuando Ozzy encontró los recipientes vacíos, encolerizó y empezó a correr sin sentido por el desierto. Lloraba de rabia, de impotencia… y de odio. Odio a su hermano Seth. Tenía que ser él. Estaban en el desierto, no había nadie que pudiese hacer aquello. Se fue hacia él e intentó arrancarle a guantazos la confesión, pero la única palabra que decía era “Suty, Suty”.


Ozzy comenzó el camino a su salvación. Seth le seguía. En la novena noche apareció de nuevo el temido Kamsim, el cual destrozó la tienda de campaña, y la débil esperanza del hermano mayor. Ozzy se rindió al desierto. Sin agua no debían comer, y sin comida no había fuerzas para andar. El desánimo le pudo. Disparó dos bengalas como último intento por sobrevivir. Nadie acudió. La noche y su frío acabaron con su vida. Seth, en cambio, fue capaz de soportar la sed y el frío de una forma sobrehumana.


Seth dormía cuando fue encontrado por una caravana de franceses a 20 kilómetros de la ribera del Nilo. Cuando el jefe de la expedición se acercó a él, sólo pudo repetir las mismas palabras: “Suty, Suty”. Entre ellos había un experto en mitología egipcia.


-Suty… así es como llaman a Seth, el Dios del Desierto, que fue condenado a reinar la nada por haber matado a su hermano Osiris. Para los egipcios, es una figura temible. ¿Qué les habrá ocurrido?

concursoderelatos
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  • 5 de Octubre de 2010 a las 17:36


concursoderelatos
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  • 5 de Octubre de 2010 a las 17:39

El guitarrista de blues.

-¡Bienvenidos a Clarksdale! Cuenta la leyenda que el gran Robert Johnson tuvo un encuentro con el diablo en uno de sus cruces de carretera y que forjó un pacto con él para poder tocar Blues del modo en el que lo hacía. Y cuentan también, que, después de ello, su destreza era tal que podía mantener una conversación al tiempo que una radio permanecía encendida para más tarde reproducir nota por nota la música de fondo que había estado escuchando. –Los turistas, armados con sus cámaras y flashes, escuchaban atentamente las explicaciones de la guía tras la llegada del autobús a aquella ciudad perdida de la autopista 61. Tan sólo un chaval negro, de unos 17 años, parecía ajeno a la narración.

-El genio de Hazlehurst, Mississippi –continuó la guía-, con apenas 29 grabaciones y una corta carrera musical actuando por todo el sur de Estados Unidos, consiguió mucha más fama que fortuna y su reputación y maestría a la guitarra, alcanzó cotas tan altas que incluso, hoy día, y después de más de 70 años de su repentina muerte, se le sigue recordando como uno de los grandes mitos del Blues y uno de los guitarristas más influyentes de la historia.
Una turista alzó su mano para preguntar:
-¿De qué murió?
-El diablo le mató –Murmuró para sí el chaval mientras ocupaba su mirada en el mapa que tenía entre las manos.
-Las causas de su muerte siguen siendo un misterio –contestó la guía-. Hay quien afirma que murió de sífilis o neumonía en Greenwood, Mississippi, aunque los más morbosos sostienen que su whisky fue envenenado por un marido celoso en un bar en el que Johnson actuaba.
-Haremos una parada de una hora –Interrumpió el conductor del autobús tras poner pie en tierra.
-¡Pueden asearse y tomar un refrigerio en el restaurante que se encuentra al otro lado de la calle! –Informó la guía a su clientela.

El grupo de turistas emprendió rumbo al establecimiento y el joven afroamericano se dirigió al conductor para reclamarle la apertura del maletero. Una vez que su solicitud fue atendida, descargó una pesada mochila y un viejo estuche de guitarra que manipuló con escrupuloso mimo. Seguidamente, avanzó a lo largo de la calle hasta encontrar la oficina del sheriff.
Junto a la puera del porche delantero dormitaba un anciano sentado en una mecedora al resguardo del bochorno. El chaval comenzó a subir con sigilo los escalones de la entrada.
-No está –Masculló el viejo, oculto bajo un enorme sombrero de paja.
-¿Cómo? –Respondió el sorprendido muchacho.
-El sheriff Williams se marchó esta mañana a la granja de los Thompson…, por algún lío con el ganado, creo.
-¿Y cuándo regresa?
-Olvídate de verle hasta mañana. La granja está junto al lago “Old Town”, a más de una hora de aquí. Además, la tarta de manzana de Mary Thompson es famosa en todo el condado y estoy seguro que Williams no desaprovechará la ocasión de degustarla durante la cena –El viejo se reclinó hacia adelante y sonrió dejando ver los huecos de su maltrecha dentadura.
El anciano reparó en el equipaje del muchacho.
-Guitarrista, ¿eh? ¿Vienes de muy lejos? ¿Cómo te llamas, chico?
-Me llamo Bobby Jones, señor. Y vengo de Greenwood. ¿Sabría indicarme como llegar a la casa de Elmore Black? –Preguntó el muchacho.
-El ya no vive en Clarcksdale.
-No importa. Quería conocer dónde vivió. Dicen que por aquella zona fue donde Robert Johnson…
-¡No vayas por allí, chico! –Le interrumpió el viejo-. Nada bueno puede aguardarte en la casa del diablo. –El anciano, circunspecto, dibujó un gesto que hizo aparecer todas las arrugas de su rostro.
-¿Por qué dice eso?
El viejo dudo un instante y, miró detenidamente al chico.
-Te contaré lo que pasó –le respondió finalmente.
El anciano tragó saliva y comenzó su relato tras reclinarse de nuevo sobre su asiento:
-Por aquel entonces yo era el sheriff de Clarksdale. El primer sheriff negro que tuvo la ciudad –informó con orgullo-. Era un buen empleo si te gustaba la tranquilidad. De vez en cuando algún ladronzuelo llegaba animado por el trasiego de turistas, pero poca cosa. A pesar de ello, nosotros solíamos estar alerta con las aves de paso, por si alguna de ellas resultaba ser de rapiña. 
Muchos de los forasteros que arribaban a la ciudad eran como tú: guitarristas que, animados, por el mito de Robert Johnson, visitaban el lugar donde se supone que hizo su famoso pacto con el diablo. Y para allá que iban todos, al cruce con la autopista 49, y se encontraban con Elmore, claro, sentado en el último escalón del porche con una vieja guitarra entre sus manos. Vivía en una casa destartalada rodeada por un cercado adornado con mástiles de guitarra. Era un tipo solitario y excéntrico…, y siniestro. Dicen que se volvió así cuando su mujer huyó de casa con su hija recién nacida, harta de las palizas que recibía. Si fue así, poco castigo me parece, y bien merecido lo tenía.
Los que por allí acudían quedaban prendados de la música de Elmore y del modo en que desgarraba su voz cuando cantaba. Blues del bueno, chico. Genuino del Delta. Ellos le pedían que les enseñara sus trucos y él lo hacía a regañadientes animado sólo por los dólares que hubiera de por medio.
Un día, apareció un muchacho blanco cargando con una preciosa Coastline Folk de cedro macizo con su nombre taraceado en el mástil de caoba, Brian creo que se llamaba. Y como tanto otros hicieran antes, fue a visitar a Black en el cruce de carreteras.
 Estos aspirantes a Robert Johnson, como los llamaba él con sorna, normalmente solían rondar la ciudad no más de un par de semanas, por lo que cuando Brian desapareció no le dimos mucha importancia. Pero, al poco tiempo, llegaron los federales preguntando por él. Resultó ser el hijo de un senador de Iowa… o de Illinois, ya no lo recuerdo. Por lo visto, se había escapado de casa y su padre, y los federales le siguieron la pista hasta aquí.
Los investigadores encontraron el mástil de la guitarra del chico en la cerca de madera que rodeaba la casa de Black…, él dijo que se la había regalado como pago por las clases, pero nadie le creyó. Trajeron perros y un montón de científicos con sus trastos para buscar algún indicio o alguna pista, cualquier cosa que nos llevara al paradero del muchacho, pero no encontraron nada, así que decidieron centrarse en Black y comenzaron a interrogarle durante semanas. 
El se limitaba a sonreírles desafiante mientras le golpeaban y a cantar una y otra vez aquella canción de Robert Johnson: “Me and The Devil blues”.
Aquello me afectó bastante…, el ver la desesperación de la familia del chico. La grotesca sonrisa de Elmore se me aparecía incluso mientras dormía. Black sabía dónde se encontraba el muchacho, pero no teníamos manera de probarlo y tampoco hubo forma de conseguir que nos lo dijera.
-¿Y qué pasó al final?
-Tuvimos que soltarlo, y… desapareció sin dejar rastro; igual que Brian –El viejo escupió el suelo con una mezcla de rabia y frustración.- Los federales prosiguieron la búsqueda un tiempo y durante algunos años estuvimos recibiendo las periódicas visitas de los detectives contratados por la familia del muchacho…, pero nada. Hasta que…
-¿Hasta qué? –Le interrumpió Bobby.
-Hasta que iniciaron las obras en la autopista 49 y comenzaron a aparecer los cadáveres. Decenas. ¿Sabes lo que pienso chico? Elmore los mató a todos y los enterró allí. Sí. Les golpeó con sus propias guitarras hasta matarlos y después adornó su cerca con los mástiles de aquellos pobres muchachos.
-¿Por qué está tan seguro? –Preguntó Bobby con curiosidad morbosa.
-¿Conoces la canción, chico: “Me and The Devil Blues? ¿La última estrofa? 
El viejo permaneció varios segundos con la mirada perdida en el suelo del porche dando por finalizado el relato, y cuando Bobby dio media vuelta para proseguir su camino el anciano se dirigió a él por última vez:
-No vayas por allí, chico.
El muchacho sacó una vieja carta del bolsillo trasero de su pantalón y, mostrándosela en la distancia al viejo, se confesó:
-Debo hacerlo.

Bobby consultó el mapa de nuevo para aventurarse por un camino de tierra que enfilaba hacia las afueras de la ciudad, y tras una pequeña caminata, por fin alcanzó a ver una solitaria y destartalada casa rodeada por una verja blanquecina y medio carcomida. Cuando llegó hasta allí se sentó en el último escalón del porche y sacó nuevamente la arrugada carta del bolsillo y comenzó a releerla para sí.
Aquella carta de amor que encontrara en el desván de la casa de su abuela le había revelado un pasado familiar antes desconocido y había motivado su viaje desde Greenwood. Tras su lectura, sacó la vieja guitarra de su estuche y depositó la misiva en su interior. Y fijando sus ojos en el gastado diapasón de la guitarra comenzó a hablar:
-La abuela no debió engañarte nunca. Yo continuaré tu obra y me encargaré de que no haya más Robert Johnsons que puedan mancillar tu honra, abuelo.
Y admirando el macabro cercado de madera comenzó a cantar “Me and The Devil Blues” mientras esbozaba una sonrisa grotesca y, a la vez, familiar:

Early this mornin', ooh, when you knocked upon my door
And I said, "hello, satan, I believe it's time to go"

Me and the devil, was walkin' side by side
Me and the devil, ooh, was walkin' side by side
I'm goin' to beat my woman, until I get satisfied

She say you don't see why, that I will dog her 'round
Now, baby, you know you ain't doin' me right, now
She say you don't see why, ooh, that I will dog her 'round
It must-a be that old evil spirit, so deep down in the ground

You may bury my body, down by the highway side
Baby, I don't care where you bury my body when I'm dead and gone
You may bury my body, ooh, down by the highway side
So my old evil spirit, can get a Greyhound bus and ride…>>.
concursoderelatos
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  • 5 de Octubre de 2010 a las 20:54
"El Reposo de los Dioses"

En el mundo de los dioses, las cosas no san tan distintas de como podríamos imaginar. Es cierto que en su elevado plano de existencia no�les alcanzan�ni la muerte, ni la enfermedad, ni la miseria ni el dolor físico. Pero entre ellos, como entre nosotros los humanos, algunos sentimientos que consideramos más propios de los mortales, como la envidia y la ambición o el amor y el odio, suelen estar presentes en sus relaciones. Por otro lado, ellos, como nosotros, gustan también del disfrute de un bello atardecer. Y como nosotros, en ocasiones, dudan ante una elección y vacilan frente a una encrucijada.

Igual que nosotros los humanos, las divinidades sienten en ocasiones la necesidad de encontrarse con un buen amigo y tomar unas copas, para mantener de ese modo una relajada conversación. Por ello no le extrañó a Palas que en "El Reposo de los Dioses" apenas quedasen mesas libres. De entre los diversos lugares para ese tipo de momentos de agradable ocio que se encuentran allá en su mundo, "El Reposo de los Dioses" es, sin duda, el más conocido y popular. La fama de su soma y su ambrosía son legendarias. Por ello incluso Odín y sus hijas, las Walkirias, exigentes entre los exigentes, frecuentan el lugar. Y aunque podemos considerar excepcional su presencia, es posible ver en ocasiones a los tres matrimonios Védicos, Brahma, Siva� y Visnú, con sus esposas. Y tenemos constancia de que el soma que allí sirven no les disgusta. Dicen que es de lo mejor para su Karma.

Palas Atenea, la joven y bella diosa helénica, abrió la puerta y penetró en el local. Saludó a Hermes, Osiris, Yum-Chaak y Baal Sepa, que conversaban apaciblemente en una gran mesa cerca de la entrada, y se dirigió hacia el fondo del salón. Había quedado con su buen amigo mesomaericano, Hunab Ku. Evitó con cuidado pasar cerca de la mesa que ocupaban Shongó, Hurakán y Hades. Y no por las ardientes chispas que en ocasiones brotaban cuando disertaba éste último, sino por la afición a los rayos y las centellas de los otros dos. Le molestaba aquella forma grosera que tienen de eructar los dioses del relámpago.

Llegó a un lugar algo apartado del bullicio, un semireservado del local. Allí estaba Hunab Ku, con una copa de ambrosía en la mano, mirando al infinito, como solía hacer cuando meditaba.

–Buenos días, Hunab.
–Que lo sean también para ti por toda la eternidad, hermosa Palas.
–¿Qué tal la ambrosía?
–Como nosotros. Inalterable su sabor, por los siglos de los siglos.
–Yo tomaré una copa también.
–¿Cómo te va por la cuenca del viejo mar Mediterráneo?
–Muy bien. No me puedo quejar. Los humanos han erigido numerosos templos en mi honor. Creo que puedo decir que después de Zeus, mi padre, soy una de las divinidades más populares.
–No me extraña. Te lo mereces.
–Sin embargo... Los humanos no me parece que valoren mucho mis cualidades.
–Sé a lo que te refieres, Palas. Seguro que para muchos de ellos Afrodita, como diosa del amor, se sitúa más cerca de sus sentimientos, y por lo tanto de su corazón. Tú, bella amiga mía, como símbolo de la inteligencia, estás más cerca de su cabeza. Y tengo comprobado que a los humanos les mueven un tipo de pasiones que, de acuerdo con su situación corporal, podríamos calificar como algo bajas.
–¿Y cómo te va a ti, Hunab? ¿Prosperan las civilizaciones a tu cuidado?
–Ya lo creo. Les enseñé unas artes de construcción que aprendí de una divinidad menor mesopotámica, y que pensé que podrían tener éxito en mi jurisdicción. Y así ha sido. En estos momentos mis fieles son capaces de edificar formidables Zigurats que dejan pequeños a los de los súbditos de Nammu e Ishtar.
–¿Te refieres a Imhotep, el semidios, ese arquitecto excepcional que está estos días en los dominios de Osiris enseñando a los humanos a edificar pirámides?
–El mismo. ¿Le conoces?
–Es un curioso personaje. Ares me ha confesado que sospecha que no es de nuestro mundo. Que procede de otro mundo, más allá de los confines del cosmos conocido.
–Es posible que Ares tenga razón. El saber de Imhotep no parece propio de los nuestros.

Les interrumpió un elegante semidios, que hacía las veces de camarero. Se aproximó y depositó en la mesa, frente a la diosa, una estilizada copa llena de ambrosía. Y, junto a la copa, un fino rollo como de pergamino, anudado con un hilo dorado.

–¡Un mensaje de mi reino!

Palas Atenea tomó el pergamino y, tras retirar el hilo dorado, lo desplegó y lo leyó. Hunab ku vio como a su amiga, habitualmente serena y tranquila, parecían querérsela llevar los habitantes del Erebo. Había fruncido el ceño y, por unos instantes, su expresión reflejó considerable fastidio. Sus ojos, cuyo brillo natural pocos mortales pueden sostener, brillaban ahora con más fuerza que nunca. Y en ellos le pareció ver a Hunab Ku la presencia del odio.

–¿Qué dice ese mensaje? Parece que no te ha gustado.
–¡Esa rastrera mojigata zangolotina de Afrodita me las pagará!
–Cálmate, Palas. Sea lo que sea que haya hecho, debes recordar que cuenta con las simpatías de la mayoría de los jefazos de vuestra región.
–¡Uf! Tienes razón. Lo que he de hacer es superarla. Y eso es lo que haré. ¡Haré que me aprecien más que a ella!
–Tranquilízate y explícame que nuevas te han comunicado.
–Simplemente que esa ladina de Afrodita está mirando de engatusar a todos esos pobres humanos para conseguir que le dediquen a ella una hermosa ciudad. Una ciudad que hasta ayer mismo todo apuntaba que sería erigida a gloria de mi nombre y mi memoria.
–Vaya fastidio. ¿Y cómo dices que lo vas a solucionar?
–Con un obsequio, un don, un regalo. Ofreceré a los humanos algo que haga que me aprecien más que a ella. Algo que haga que me recuerden por los siglos de los siglos como su benefactora.
–¿Un regalo? ¿Cómo qué?
–La verdad, no lo sé. Si al menos estuviera mi padre por aquí, para pedirle consejo...
–Zeus está de viaje, ¿verdad?
–Sí. Como siempre.
–Me lo imaginaba. Me pareció ver a Hera de mal humor esta mañana. ¿De qué se trata esta vez? ¿Una semidiosa? ¿Una mujer?
–No estoy seguro. Creo que esta vez se ha encaprichado de una diosa oriental. Una con muchos brazos.

Un prolongado silencio les mantuvo pensativos. Hunab Ku veía a su buena amiga en un apuro, y le daba vueltas en la cabeza a una posible forma de ayudarla. Mientras, Palas Atenea trataba de contener aquellos deseos de fulminar a Afrodita que le acometían en ocasiones. Quería estar fría para encontrar una solución.

–Palas...
–Dime, Hunab.
–Creo que puedo ayudarte.
–¿Cómo?
–Con esto...

Huanb Ku le tendió la mano abierta. En ella, Palas Atenea sólo vio una ramilla con algunas pequeñas hojas y tres frutos, de color verde y aspecto elipsoidal. Como pequeños limones verdes, pensó.

–¿Qué es esto?
–Una rama de olivo. Un árbol que no he logrado que prospere en las húmedas selvas de mis fieles, pero que tiene un formidable potencial. Y esto son tres de sus frutos. Las olivas o aceitunas.
–¿Y para qué sirven esas aceitunas?
–Para obtener un óleo especial, saludable, nutritivo, beneficioso y de muy agradable gusto. Si tus fieles aprenden a cultivarlo, su paisaje, su salud, su cultura, su economía y su historia pueden cambiar de forma radical. Si comprenden lo beneficioso de tu regalo, tuyo será el honor y la gloria y esa bella ciudad quedará definitivamente consagrada a tu memoria.
–¿Estas seguro?
–Tan seguro como que tu ambrosía se va a enfriar si no la bebes.

Palas Atenea sonrió. Tomó la ramita de olivo con las tres aceitunas y la guardó en el interior de su túnica. Tomó a continuación la copa de ambrosía y, de un largo trago, apuró su contenido.

–Gracias, Hunab. Te debo una. ¡Oye! Ahora que lo pienso... Yo también te voy a hacer un regalo.
–No me digas... Oye, no es necesario, de verdad. El olivo no lo necesito para nada.
–De amiga a amigo. Un obsequio amistoso. Creo que llevo una por aquí... Sí. Aquí está.

Y con un gesto casi teatral, Palas Atenea puso frente a Hunab Ku un objeto. Su longitud era como una mano abierta, y su grosor como un dedo pulgar de un dios voluminoso. Su superficie estaba formada por numerosos frutillos amarillos, agrupados en líneas longitudinales. Con un gesto de los dedos, la diosa desprendió algunos de aquellos frutillos. Los tomó y le tendió la mano, con los pequeños objetos en la palma.

–He probado diversas semillas en mis tierras. Deméter me ofreció numerosas simientes y bendijo mis cultivos. Pero así como con el trigo, el centeno y la cebada he logrado cosechas magníficas y sus espigas cubren hoy amplias extensiones, este otro grano no se aclimató bien al aire húmedo y al sol del Mediterráneo. Pero es posible que tus fieles, en Mesoamérica, logren extraer de esta planta todo su posible potencial.
–¿Y cómo se llama esta planta?
–No tiene nombre todavía. Pero yo le llamaría maíz. Es un nombre que me gusta.
–Pues maíz le llamaré. Gracias, Palas.
–Gracias a ti, Hunab.

Y hemos de creer que aquel encuentro fue providencial y decisivo para ambos.

En tiempos posteriores una hermosa y gran ciudad helénica fue dedicada a Palas Atenea, la diosa de la inteligencia, y el mayor y más elevado templo de la misma llevó en su honor el nombre de Partenón, es decir, la diosa virgen, pues así era como algunos la conocían. Y todo ello fue en reconocimiento y agradecimiento por haber recibido de la diosa el divino regalo del olivo.

Y también en siglos venideros, en la tierras que albergaron el culto al todopoderoso Hunab Ku, el maíz se erigió como una señal de identidad, impregnó su vida, se infiltró en su arte, en su dieta, en su religión y en su cultura. Y llegó a caracterizar a los pueblos mesoamericanos casi tanto como la edificación de los hermosos templos piramidales, herencia del saber del enigmático y sabio Imhotep.

pelagio
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  • 5 de Octubre de 2010 a las 21:34
El relato "El guitarrista de blues" excede de las 1700 palabras requeridas. Ruego a su autor que lo edite en lo posible. Gracias.
concursoderelatos
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  • 5 de Octubre de 2010 a las 21:51
cita de pelagio El relato "El guitarrista de blues" excede de las 1700 palabras requeridas. Ruego a su autor que lo edite en lo posible. Gracias.
Editado, corregido y remasterizado. Oh yeah!
concursoderelatos
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  • 5 de Octubre de 2010 a las 23:03
Aristeo

Vimos a Aristeo por primera vez, de la mano de la vieja hechicera que viva a la salida del pueblo. Ella nos dijo que era su hijo adoptivo. No tiene padres?, le preguntamos. S, respondi, pero ellos no son de este mundo. No contest a ms preguntas.
Cuando tuvo veinte aos, Aristeo emigr al extranjero, pero regres al morir la bruja para hacerse cargo de la herencia. sta consista en una finca con rboles frutales, una cabaa de madera, un estanque, un rebao de ovejas y una colonia de abejas. Bajo su cuidado, en pocos aos, la finca se convirti en un vergel y las abejas se multiplicaron de modo asombroso. Haba colmenas por todos los rincones de la finca y tambin dentro de la cabaa, arrimadas a las paredes para que salieran al exterior por las rendijas de las tablas. Si grande fue el prestigio de Aristeo como hortelano, mayor fue su fama como apicultor: Coga los panales de miel, llenos de abejas, con las manos desnudas y sin careta y nunca le picaron.

Una noche, tres ladrones entraron en su cabaa por una ventana. Aristeo salt de su camastro y se enfrent a ellos.
-Slo venimos a por dos sacos de manzanas y uno de uvas –dijo el cabecilla-. Qudate quieto en un rincn y no estorbes si no quieres que te demos una paliza.
-Dejad esa fruta donde esta –dijo Aristeo.
Ellos no le escucharon y continuaron llenando los sacos.
-No volver a repetroslo –dijo l.
Cuando los ladrones se disponan a salir con los sacos a cuestas, Aristeo se plant en la puerta a cortarles la salida. El que iba delante le agarr de un brazo y le apart violentamente, Aristeo tropez con una colmena derribndola. Un enjambre de abejas asustadas zumb amenazador en la noche alrededor del candil de los ladrones. Cuando estos recibieron los primeros picotazos, soltaron los sacos y salieron corriendo. Las abejas les persiguieron, clavndoles sus aguijones en la cara, en los brazos y en las piernas, hasta que se tiraron al suelo revolcndose y gritando de dolor. Aristeo se acerc, calm a las abejas y se las llev a la colmena, luego volvi y sulfat a los ladrones con un antdoto para aliviarles la hinchazn producida por cientos de picaduras. l no tena ni una.

Aristeo tena por costumbre asomarse a la puerta de su cabaa para ver amanecer. Cuando el cielo estaba despejado y el sol estaba a punto de asomarse por detrs del monte que se alzaba al otro lado del valle, su resplandor iluminaba el perfil de las rocas que coronaban la cumbre y stas brillaban como si fueran de diamante. Entonces Aristeo susurraba emocionado: Nada hay ms bello que la aurora!
Pero un da, en medio de su xtasis, percibi una presencia cercana que le oblig a desviar los ojos de las rocas iluminadas y fijarlos en el camino, por donde vena una joven de bellas facciones y figura esbelta. Caminaba ligera como el viento y el sol se reflejaba en los rizos dorados de sus largos cabellos. Asombrado y sin saber muy bien lo que deca, Aristeo, trajo a sus labios aquella exclamacin tantas veces repetida: La aurora!
La joven volvi la cabeza sorprendida y le interpel:
-Cmo sabe mi nombre?
-Por fuerza has de llamarte Aurora, si llegas precediendo a los primeros rayos del sol –dijo l.
-Y t quin eres?
-Yo soy Aristeo y me llaman “el guardin de las abejas”
-Encantada de conocerte.
-El placer es mo pero, no corras tanto, esprame.
-No puedo, tengo mucha prisa.
-Pues que cosa puede haber tan urgente, que no pueda esperar un minuto.
-Tengo que preparar las cosas para mi boda. Maana me caso.
-No puedes hacerme eso. Me he enamorado de ti.
-Y a m qu me importa, si ni siquiera te conozco. Adis, abejero.
Aristeo an intent seguirla pero Aurora caminaba muy deprisa.

Al da siguiente, se apost cerca del sendero por donde ella pasara, camino del altar, quiz en un carro arrastrado por bueyes, adornado con ramos de flores.
Slo quera verla vestida de novia.
La vio aparecer en medio de un reducido squito, probablemente sus familiares ms allegados, tal como la haba imaginado, lujosamente engalanada y perfumada. Empujando a sus ovejas al camino, logr que se cruzaran delante de la comitiva obligndola a detenerse y luego entr a caballo en medio del rebao, se volvi hacia el carro y mirando fijamente a Aurora se dirigi a ella en estos trminos:
-Adnde vas, Aurora, luz de mis ojos! Vas a arruinar tu vida, desposando a un pervertido! A un pederasta! A un encantador de serpientes! Y a m me arrancas el corazn con tu desprecio!
-Qutate de ah con tus ovejas! – le grit uno de los que la acompaaban.
Cegado por los celos, Aristeo espole a su caballo y se acerc al carro con la intencin de coger a Aurora de un brazo, subirla a la grupa y huir con ella al galope.
Pero Aurora, asustada, salt al camino y logr escapar mientras el caballo intentaba abrirse paso entre las ovejas. La joven se intern en el bosque, dejando jirones de su vestido enganchados en las zarzas. Poco despus desapareca entre el follaje y Aristeo, desistiendo de su persecucin regresaba, triste y cabizbajo, a su cabaa.
Pero aquel incidente tendra terribles consecuencias:
En el bosque, a Aurora la pic una serpiente, ocasionndole la muerte.
La triste noticia de su fallecimiento hundi a Aristeo en una terrible depresin. Abandon sus abejas, sus ovejas y sus rboles frutales, se aficion al vino y se hizo amigo de un borracho llamado Dionisio.
Un da, ambos se embarcaron en un viaje por el mundo y no se supo ms de ellos.

concursoderelatos
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  • 6 de Octubre de 2010 a las 10:34

¡Viva Palas Atenea!


��¡Viva Palas Atenea!

La primera vez que escuché su grito de guerra, no supe qué pensar del doctor Schliemann. Luego, como todos sus interlocutores, me habitué a su cantinela.

¡Viva Palas Atenea!

Su mujer, Sofia Schliemann, era treinta años más joven y un palmo más alta. Yo la había visto por primera vez, adornaba con las joyas de Helena de Troya, en la foto con la que su marido publicitaba sus hallazgos en Hissarlik. Aquellos sucios tonos grises del Frankfurter Zeitung dieron un objetivo a mi vida: decidí ser arqueólogo.

La segunda vez que la vi, siete años más tarde, también lucía las joyas. El color era verdadero. Ella, de carne y hueso. Las joyas, falsas.

Pero empecemos por el principio.

El año anterior había conseguido que su marido me tomara como colaborador. Fue, por su parte, una especie de tanteo. Yo venía de excavar en Olimpia bajo la dirección su más encarnizado rival, el doctor Ernst Curtius. Durante aquellos meses en Orcómenos tuve que usar todo mi tacto para que mis observaciones no fueran tomadas como censuras. No lo debí hacer mal. Los mosquitos del lago Copais forjaron entre nosotros un lazo de camaradería, y algún tiempo después me pidió que lo acompañara en una nueva campaña sobre las ruinas de Troya.

Un día recibí una invitación para comer en Iliou Melathron.

La “cabaña de Ilión” era un museo. Los jardines rebosaban estatuas y surtidores. La planta baja estaba circundada de columnas y nichos con más estatuas. Sobre el frontis de la puerta principal colgaba� la metopa de Helios, otro de sus hallazgos en Troya. La escalinata interior era de mármol del Pentélico. Suelos y paredes estaban decorados con mosaicos al modo pompeyano, con angelotes entre columnas y pilastras, y pomposas citas de Homero y de los filósofos griegos sobre los dinteles de las puertas. En los dos despachos y en la biblioteca, diversas vitrinas exponían monedas, joyas y reliquias de sus excavaciones.

Me recibió Belerofonte, el portero. Cada miembro de aquella casa llevaba el nombre de un personaje homérico. El jardinero se llamaba Príamo. El cochero, Calcas. Las dos niñeras, Dánae y Polixena. Los hijos de Schliemann se llamaban Andrómaca, la mayor, y Agamenón, el pequeño, y en sus bautizos se había leído la Ilíada, al igual que en su boda con Sofía.

Nosotros vivimos en el mundo helénico explicó Schliemann durante la comida.

Pero usted no ha cambiado su nombre.

¿Cómo? ¿Se imagina los problemas que tendría para acreditar una nueva firma con notarios, bancos y registros de la propiedad en Grecia, San Petersburgo, París, Londres, Indiana, Nueva York?

Es una pena. Me atrevo a sugerirle que, si lo pudiera hacer, escogiera el nombre de Odiseo.

Un hombre que había naufragado dos veces; que había atravesado a pie el istmo de Panamá, enfermo de malaria, y que había defendido su cofre lleno de oro con un revólver y un cuchillo, sin permitirse dormir por miedo a que sus compañeros de viaje lo mataran y robaran; un hombre que podía hablar en primera persona de las cumbres nevadas del Himalaya, de la Gran Muralla, de los Palacios Imperiales de Pekín, de Yedo, la ciudad sagrada de Japón donde los extranjeros corren riesgo de ser asesinados; un hombre así, por muy pequeño de estatura que fuera, merecía llevar el nombre de aquel otro fecundo en ardides.

Y usted, frau Schliemann añadí dirigiéndome a Sofia, podría elegir Helena, por su belleza, o Penélope, por la constancia con la que aguarda el regreso de su esposo, siempre de viaje de excavación en excavación.

Yo lo acompañaría más a menudo, pero...

Los hijos... terció Schliemann. Sepa usted que no he tenido capataz ni lugarteniente más competente.

Schliemann no exageraba. En Olimpia, el doctor Curtius ya hablaba con admiración de la esposa de Schliemann, capaz de meter en vereda a la cuadrilla más insolente de peones.

Recuerdo siguió Schliemann cuando desenterramos el tesoro de Príamo: supo encontrar un pretexto para enviar los obreros a casa sin despertar sospechas. Así pudimos sacar el cofre sin que nadie nos viera.

Realmente, la arqueología le debe mucho, frau Schliemann.

Mi marido me lo ha enseñado todo respondió ella mirándolo devotamente.

Sofía, haznos el favor: ponte el tocado de Príamo dijo Schliemann.
Sofía me miró como si necesitara mi permiso.

Sí, por favor: se lo ruego.

Cuando Sofía volvió a la mesa, los sucios tonos grises de mi memoria se llenaron de colores rutilantes. Había cambiado sus vestidos por el traje típico griego. El oro del collar, de las bandas que caían desde sus sienes, de los larguísimos pendientes, se derramaba sobre su corpiño azul, turgente y palpitante. Su cabello oscuro como ala de cuervo, ceñido por la diadema, prestaba su brillo al oro de Príamo. Su boca de fresa y nata lo eclipsaba. Era Helena de Troya revivida la que posaba para mí, la que me ofrecía graciosamente uno u otro de sus perfiles, la que me sonreía y me miraba de soslayo.

Me sentí ladrón, profanador.

Como usted sabe, las joyas originales aclaró Schliemann llevan tres años expuestas en Londres. Confío en su discreción para que no trascienda la existencia de este duplicado.

Schliemann había sacado el tesoro fuera de Grecia para protegerlo del pleito por expolio que se le seguía en los tribunales de Atenas a instancias del gobierno turco. Redoblando cautelas, había hecho copiar las joyas. Este tipo de actos eran precisamente los que daban pábulo a las sombras de fraude y falsificación sobre sus hallazgos.

Y sin embargo, pensaba yo, la mejor de sus joyas era esa mujer tan hermosa y tan joven. Compadecí su vida junto a un hombre que la había sometido a un examen de cultura homérica para elegirla como esposa entre más de treinta candidatas que habían respondido a su anuncio; un hombre cuyos caprichos la obligaban a hablar en griego arcaico, a aprender alemán, a bautizar a sus hijos con nombres extravagantes, a vivir en un palacio fastuoso pero al que le faltaban muchas de las comodidades de la vida moderna porque no eran “homéricas”.

Meses después acompañé a Schliemann a la que sería su última campaña en Hissarlik. Nuestra amistad pasó un momento difícil cuando cuestioné que la Troya de Homero correspondiera al nivel en el que él había encontrado el Tesoro. Era una ciudad demasiado pequeña, mientras que la predecesora, mucho más grande, mostraba signos inequívocos de destrucción violenta. Para mi sorpresa, aceptó mis conclusiones. Solo me pidió que no adelantara nada a mis corresponsales en Berlín, especialmente al doctor Curtius.

Después de Troya, excavamos en Tirinto. Ya tenía su confianza. Yo le dejaba a él todo el mérito de los hallazgos, aún cuando sus conclusiones fueran en gran medida inspiradas por mí.

De vuelta en Atenas, me hice habitual de Iliou Melathron. Acudía a cualquier hora y, si el doctor había salido, jugaba con Andrómaca y Agamenón. Sofía decía que Heinrich pasaba poco tiempo en casa, y que ni ellos ni ella tenían ocasión de mejorar su alemán más allá del que aprendían con las institutrices. Sofía me consultaba a veces expresiones difíciles en las revistas de moda que le traían de Berlín o Viena.

Un día la encontré leyendo algo diferente.

Una novela muy atrevida, frau Schliemann.

¿Usted cree? ¿La ha leído?

Es lo que dice todo el mundo. Trata de una esposa adúltera, si mal no recuerdo.

Espero que no me denunciará usted a mi marido.

Reímos.

En todo caso puede alegar en su defensa los muchos adulterios que cuenta Homero, empezando por la mismísima Helena.

Es usted muy imaginativo, herr Dörpfeld. No me había parado a pensar en lo que pudieran tener en común Helena de Troya y�Madame Bovary.

Los hombres de entonces, como los de ahora, aman a las mujeres sin pensar ni ponerse en el lugar de ellas -Sofía me miraba intensamente-. Ni Menelao ni Charles Bovary se preguntaron nunca qué había empujado a su mujer a serles infiel.

Sofía iba a responderme. En ese momento se oyeron pasos que llegaban y ella cambió bruscamente de conversación.

Poco después, Schliemann emprendió viaje a Egipto. Decliné acompañarle: Alejandría no me interesaba. Fui al muelle a despedirlo, junto con Sofía, Andrómaca y Agamenón. Calcas, el cochero, nos esperaba con el carruaje.

¡Viva Palas Atenea! gritaba el doctor Schliemann desde la cubierta del barco.

¡Viva Palas Atenea! repetían los niños, mientras Sofía y yo movíamos la mano de un lado a otro.

El barco se fue.

Dejé de frecuentar Iliou Melathron. Se me hizo eterna la espera, hasta que al cuarto día recibí un billete de Sofía: “Herr Dörpfeld, ¿ya no le interesa nuestra compañía? Los niños y yo estamos olvidando la lengua de Goethe”. Acudí.

¿Por qué ha dejado de visitarnos?

Me pareció que no estando herr Schliemann...

No sea tonto. Mi marido confía en usted.

Lo sé. Me honra. Pero...

Me quedé callado.

Siga. ¿Qué le ocurre?

Yo la veo a usted como mujer y pienso en usted como mujer.

Alea jacta est. Yo estaba temblando. Ahora, cuando recuerdo aquella escena, me maravillo de la habilidad de Sofía para hacerme creer en todo momento que yo era el seductor, cuando en realidad era el seducido.

�Yo, Guillermo, siento lo mismo que tú.

Y con estas palabras se abrió para mí el tesoro escondido de Helena de Troya.

Las excavaciones más felices de mi vida se interrumpieron cuando Schliemann volvió de Egipto con un busto de Cleopatra y mucho más sordo que cuando se marchó. Sus gritos de ¡Viva Palas Atenea! arreciaban de tal manera que quien no lo conociera lo hubiera tratado de loco de atar. Un año después decidió operarse de su sordera en Alemania. En el viaje de vuelta, en Nápoles, cayó fulminado en medio de la calle. La autopsia descubrió que los pólipos extirpados ya habían dañado también su cerebro.

Cuando el cadáver llegó a Atenas, Sofía me pidió que pronunciara el discurso fúnebre. Lo hice de corazón. Admiraba a aquel hombre cuyo impulso había revolucionado la arqueología. Compartía su pasión por Homero. Yo le había superado en amor por Helena de Troya.

El discurso en su memoria acabó como ustedes pueden suponer:

¡Viva Palas Atenea!

concursoderelatos
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  • 6 de Octubre de 2010 a las 19:10


concursoderelatos
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  • 7 de Octubre de 2010 a las 14:17
Sísifo reloaded


Yo no quiero engañar a nadie; esto de ser Dios y vivir en el Olimpo tiene su gracia. El principal motivo es que al ser Dios, nadie viene a decirte qué es lo que tienes que hacer. Pero hay otras cosas más mundanas que son igualmente interesantes. Cuando eres Dios, te pasas el día bebiendo el mejor vino y comiendo los mejores manjares. Tienes a un montón de ninfas dispuestas a complacerte (no creo que haga falta ser más explícito) y un montón de mortales que te sirven de distracción.

Que si ahora monto un terremoto por aquí; que si ahora me cepillo a la mujer de aquel; que si lo castigo de por vida; que si lo convierto en cabra. En fin, esas cosas que hacemos los Dioses. Nos paseamos todo el día con nuestra túnica y nuestros rizos. Y cuando queremos algo distinto, nos buscamos un erómenos rubito y guapo. Eso nos da algo de vidilla y después comentamos nuestras aventuras o nos inventamos algunas. Pero no es suficiente; terminamos por aburrirnos.

Por eso muchos de nosotros tenemos nuestras aficiones. La mía es Sísifo. Bueno, había sido Sísifo. Hace ya unos días que paso de él porque lo que ha hecho me tiene contrariado. Creo que si Homero siguiera vivo se hubiera llevado un buen disgusto. ¡Qué desastre sería tener más Sísifos como éste!

Yo lo castigué hace muchos años porque se estaba pasando de chulo: que si ahora mato gente, que si ahora monto una ciudad, que si me da por engañar al mundo entero... Y lo peor de todo, le dio por no morirse. Y no es que me moleste del todo, es que me parece una chulería. Eres humano y te mueres. Punto. Aquí los que no se mueren somos nosotros, que por eso tenemos rizos y una túnica molona que nos deja los testículos danzando cual alegre badajo.

Me lo llevé a una montaña suficientemente alta y lo castigué a intentar llevar una roca enorme hasta la cima para toda la eternidad. Me las apañé -otra ventaja de ser Dios- para que la piedra cayera rodando hasta el valle cada vez que estuviera a punto de culminar la cima. Era divertido, muy divertido.

Cuando me encontraba de buen humor, aprovechaba para animarlo: “¡que tú puedes, Sísifo!; ¡que ya casi has llegado!”, “ánimo, puedes demostrar que me equivoqué contigo”. A veces hasta me llevaba un par de ninfas ligeritas de ropa para crear ambiente. Cuanto más conseguía convencerlo que podía conseguirlo, más se frustraba al fracasar y más desgarrados eran sus llantos. Podía levantarle el ánimo en un par de horas mientras el se esforzaba. Recuperaba las fuerzas y la moral y hablaba a la piedra como si fuera su aliada. Todo eso se desvanecía cuando la realidad se mostraba cruda ante sus ojos. Otra vez.

Los días que yo no estaba de buen humor hacía todo lo contrario. Le decía que no lo conseguiría jamás, que era un perdedor. Y eso lo hacía sentir mal, muy mal. Luchaba con todas sus fuerzas contra la montaña hasta que ésta le vencía. Entonces se enfadaba y me maldecía. Se dejaba caer rodando por la ladera como si así se castigara por el fracaso y volvía a empezar. Gritaba a la piedra como si ésta pudiera escucharla y le pegaba golpes sin importarle las heridas que pudiera causarla. En cierto modo, la piedra había pasado a ser una parte de él.

Pero con una actitud u otra, cada día iba a verlo después del desayuno. Esa había sido mi distracción durante muchísimos años hasta que hace unos días todo cambió. Consiguió que la piedra alcanzara la cima.

No entendía como lo había conseguido. Aquello no cuadraba con mis planes. Estaba completamente desubicado porque como yo mismo había establecido -es lo que tiene ser Dios- eso era imposible. Jamás había contemplado esa posibilidad así que no pude más que limitarme a decir:

-Eres libre.

Sísifo se quedó pensativo un rato oteando el horizonte.

-¿Hacia donde está Éfira?
-Hacia esa dirección- contesté señalando con el dedo.- Pero ahora la llaman Corinto.
-¿Sigue viviendo ahí Mérope?
-Hace muchos años que murió.
-¿Cuánto llevo aquí?- preguntó apenado después de una pausa.
-Muchos siglos. Muchísimos.
-El mundo habrá cambiado.
-¡Oh! Sí. Sin duda.
-Esto que quede entre nosotros.
-¿El qué?- pregunté extrañado.

Y sin contestar a mi pregunta dio un pequeño empujón a la gran piedra para que cayera rodando otra vez por la ladera de la montaña.

-Una vez fui rey, pero ahora soy sólo Sísifo, el que empuja la piedra. Tú paseas tus rizos y sueltas rayos por el culo. Yo empujo la piedra.

Así fue como se despidió de mí la última vez; bajando la colina, alegre, silbando y pegando pequeños saltos que lo acercaban hasta su piedra.

concursoderelatos
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  • 7 de Octubre de 2010 a las 19:39

concursoderelatos
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  • 7 de Octubre de 2010 a las 20:06
Señor de los Bosques



Era noche cerrada bajo un cielo nublado y la luna no conseguía dar la suficiente luz como para ver en condiciones. En el bosque, sólo había oscuridad y silencio, interrumpido únicamente por alguna lechuza y el suave viento que refrescaba apenas esa calurosa noche de verano.

Era una noche perfecta para dejar vagar la mente, disfrutando de la naturaleza. Sí, era la noche propicia, pero el inspector Varela no podía distraerse con esas cosas. Tras muchos meses de investigación habían conseguido encontrar el lugar

Por desgracia, era demasiado tarde como para contar con la posibilidad de pedir refuerzos. A esas alturas, el asunto se había complicado tanto, que sus superiores habían decidido entregar la investigación a una brigada especializada, retirándoles a su compañero Montes y a él del caso. Por eso estaban allí por su cuenta, siguiendo la pista de una fuente poco fiable.

Y, sin embargo, Varela estaba seguro de que aquel era el lugar

Hacía ahora 2 días que aquella anciana les había puesto sobre la pista, a su manera…

“En los tiempos de mi abuela todo el pueblo sabía que no había que entrar en el bosque. Es un lugar sagrado, el druida lo cuida y si entras sin permiso volverás a la tierra. Es una ofrenda, ¿saben? No puedes entrar a un lugar sagrado sin entregar una ofrenda. No, no pueden.”

Si la mujer tenía razón, el asesino llevaba mucho tiempo actuando en la zona o, lo que era peor, tenía un imitador. Ciertamente todo había comenzado en aquel bosque. Fue durante el rodaje de un cortometraje, en el que un pequeño grupo de jóvenes desapareció sin dejar rastro y sólo se encontraron sus restos, totalmente desangrados, a las pocas semanas; un asesinato brutal, en cuya investigación la policía no consiguió descubrir nada, nada en absoluto. Ni Varela, ni Montes, los principales responsables, pudieron encontrar una explicación, ni tampoco el comisario. No había pruebas, faltaban datos. La gente no tardó en empezar a alzar la voz y los más supersticiosos tildaron al bosque de maldito, como si tuviera la culpa de algo.

Varela llevaba años en el cuerpo, había visto prácticamente de todo y no se dejaba engañar por supersticiones absurdas. Aquello había sido obra del hombre, no le cabía� la más mínima duda. Y, por supuesto que no iba a permitir que se burlara así de él, no por un maldito psicópata.

Estaba rumiando interiormente el enfado por el fracaso en notó un nuevo sonido, un crepitar de fuego y, volviendo repentinamente a la realidad, avistó un tenue resplandor lejano.

El instinto manda en algunas situaciones. Lo primero que hizo fue pararse y desenfundar su pistola; algo en el tacto del arma le hizo sentir más seguro. Sabía que era su deber, y lo prudente, llamar a su compañero, que no debía estar lejos, registrando otra zona del bosque, pero no podía. Lo que tenía pensado hacer con el asesino sobrepasaba la ley. No iba a detenerle; no, después de haber investigado un poco, no, después de saber, por aquella anciana que sus muertes se contaban por cientos. Además, no estaba de servicio, ¿no? Aquellos imbéciles le habían retirado de la investigación, y era suya, él se había dejado la piel minuto a minuto durante más tiempo del que ellos iban a concederle jamás. No iba a permitir que otro se llevara el mérito. Y, eso, no era todo… Apretó la mano sobre la empuñadura del arma, sintiendo crecer la rabia. Iba a matar a ese mal nacido por haber destrozado su vida, toda su maldita vida. La obsesión por detenerle se lo había arrebatado todo: su esposa, que le había abandonado, llevándose a su hijo; su padre, que había muerto solo, completamente sólo, porque él ni llegó a enterarse hasta un día después…

Por todo esto, cuando llegó al claro en el que estaba la hoguera, la rabia le consumía. Vio una figura sentada en un tronco. A contraluz no podía distinguirle bien. Apretando los dientes, avanzó hacia la caprichosa luz, que jugaba con las sombras del bosque, alargándolas y retorciéndolas. La sangre le palpitaba en las venas, Varela la oía claramente por encima del crepitar de la hoguera. El odio y la rabia le consumían mientras miraba el contorno del hombre que estaba junto a la hoguera.

Apuntó a la cabeza, mientras le amenazaba, pero el hombre no se movió. Tampoco la segunda vez, ni la tercera…Casi fuera de sí, se acercó lo suficiente como para empujarle y el hombre cayó;� mejor dicho, el cuerpo cayó, puesto que sólo era un cadáver. Mostraba el mismo modus operandi: garganta rajada, seguramente desangrado y conocía ese cadáver…Era Montes.

Durante unos segundos Varela no pudo reaccionar. Controló su estómago, parpadeó un par de veces y con una frialdad fruto de años de examinó la escena, viéndola por primera vez al completo.

Mientras giraba buscando entre las sombras al asesino, fue percibiendo los detalles. El gran roble con un trisquel grabado, ese símbolo celta, las piedras colocadas frente a algunos árboles, el cuenco…No, no podía ser, era demasiado pequeño, Varela no podía creer que en ese cuenco, decorado con líneas sinuosas y dibujos curvilíneos, pudiera contener toda al sangre de su compañero.

Cuando terminó� de girar, tuvo que ahogar un grito: Una figura encapuchada, avanzaba hacia él. Iba cubierta con un viejo hábito gris, como de fraile., y todo él daba la impresión de pertenecer a otra época: una larga barba blanca se adivinaba entre los pliegues de la capucha, un cuchillo colgaba de aquel anacrónico cinturón de cuerda y, el bastón, era más una rama que algo que pudiera considerarse fabricado…

Y avanzaba sin miedo hacia él. Varela empezó a verle la cara según llegaba a la hoguera. Tenía un rostro surcado de arrugas, unos ojos claros, sabios, profundos, penetrantes y unos labios resecos formando una sonrisa confiada, como si conociera muchos, de esos que pocas veces quedaban se sabe, sólo se adivina, secretos, como si comprendiera algo que a él se le escapaba. El inspector no dudó en disparar. Hechizado por el extraño individuo, casi había dejado que se le echará encima, así que lo hizo a bocajarro, a la altura del pecho, y un agujero muy negro se abrió en la ajada túnica del desconocido.

En lo que le restaba de vida, y no era mucho, Varela fue incapaz de comprender qué había pasado. Ninguna sangre brotaba, el druida ni se tambaleo, boquiabierto cayó al suelo, tras el golpe del bastón y así se quedó mientras el anciano druida, en una lengua ya olvidada, comenzaba su rezo,� el ritual de su ofrenda.

Mientras notaba cómo se le escapaba la vida en una cascada de sangre; de su cuerpo, al ancestral cuenco, tuvo un momento de lucidez, o quizás fue el druida, que al final le hablaba en una lengua comprensible. Nunca lo supo, el dolor era demasiado intenso, pero murió con una certeza, murió sabiendo por qué.

“Este bosque, es uno de los bosques antiguos, aquellos que existen desde antes de la cuenta del primer día, y has de saber que una poderosa fuerza primordial vela por él. Nadie puede entrar en el bosque sin entregar una ofrenda, un sacrificio. Quien lo haga, se convertirá a sí mismo en el sacrificio. Así fue, así es y así será. Porque es un bosque de Esus, un dios poderoso y sanguinario; su druida, el primer sacrificado, lo sabe bien…”