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oniria
oniria
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Fecha de ingreso: 15 de Febrero de 2009

XLIV CONCURSO DE RELATOS BUBOK: LA LUNA

10 de Octubre de 2010 a las 21:52
Pues eso, tema muy sugerente y magnético: LA LUNA

Toda clase de relatos, abordándola de distintos modos: como satélite, como recurso romántico en la luna de miel o declaraciones de amor bajo la luna, la luna influjo y maldición, la luna como medida del paso del tiempo, lunáticos y locura (pero que se vea la relación, plis ;D)...

Simplemente, a ver qué os inspira pensar en nuestra siempre presente Luna ;D
concursoderelatos
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  • 12 de Octubre de 2010 a las 11:23

Inacabada

 

En día de concierto no me ducho, desayuno, no excreto, salgo, no almuerzo, regreso, no sesteo, escucho heavy metal, no converso, me acicalo, no conduzco, paseo hasta el evento, no saludo, me concentro, no ensayo, dirijo, no sonrío, enmudezco, finalizo, jamás contento, me corro, no aprecio, me emborracho y pienso.

Era el momento de la loa distante, los aplausos y las cabezas giradas hacia sus acompañantes; esas sonrisas, como si el mérito pudieran compartirlo; como si les encumbraran, a ellos, el público, las horas dedicadas por mí al estudio de Las variaciones Goldberg, de Bach: en el Conservatorio, en el salón de casa, en la residencia de verano.

Era la  reverencia y el instante de animar a mi orquesta: «Saludad». Y lo hacían, doblando su espalda; a la altura de la cuarta lumbar. Conmigo, Luis Devanian, director y compositor, se ensayaban los movimientos, el tiempo, cada nota, el silencio. Y los saludos: el objeto de mi vida; de los músicos; de cada músico.

Me subía por las gónadas; como un pellizco, un tirón; se tensaban los conductos seminales, se recogía mi escroto, apretaba la batuta entre mis manos y eyaculaba. Supremo. Cerraba los ojos y notaba la humedad entre mis ropas, siempre durante la segunda oleada de aplausos.

Después del concierto, saludé y conocí a algunos melómanos durante el cóctel que siguió a la recepción, en la Embajada Francesa.

—Nadie ha expresado a Schubert, hasta ahora, como lo ha hecho usted, maestro Devanian. —Era joven, gordo, estudiante y empleado en la fábrica de la familia, según me contó algún otro.

—¿Saldrá la grabación a la venta? —Preguntó una joven de pechos altivos y curvas prehistóricas, sobredimensionadas dentro del vestido de lamé.

—Por supuesto. Hemos contratado al mejor equipo de grabación. En dos meses la tendrá, madame; a su entera disposición.

—No veo llegado el momento.

—Piense que le estoy hablando de diciembre. Está a la vuelta de la esquina. Una excelente temporada para el mettwursh[i] que fabricamos nosotros.

—Ya veo. Lo harán coincidir con las compras de Navidad. ¡Ay, caballero! ¡Qué visión para los negocios muestra!

—Visión la que me proporciona usted, señora. —Por cierto, maestro. ¿Me permitirá remitirle algunas de las grabaciones para devolvérmelas autografiadas? Por supuesto, no pretendo abusar de ellas, son compromisos profesionales, ya me entiende.

—Envíemelas cuando disponga. Las firmaré y podrá recogerlas por mensajería.

—Muchísimas gracias, maestro Devanian —dedicándome una reverencia, mientras sus ojos apuntaban al escote de la joven.

En unas horas retozarán, sin resuello, aislados por una manta de sudor y olor, generada por Naturaleza, que les llevará hasta el clímax. Pero sin aplausos, porque de producirse significarán que el disco que les ayuda durante el fornicio fue grabado en directo o que, aún peor, en ese instante hace su aparición el cornudo de alguno de los dos amantes, manifestando su irritación de forma civilizada.

Salí de la Embajada, con cierto regusto a  Bartok, Dvorak y, sobre todo, a Schubert. Hacía tiempo que finalizaba mi repertorio con La Inacabada, su 8ª sinfonía. Luego, me emborrachaba.

Me lo encontré cerca, mientras caminaba. No era mi primera víctima.

—Unas monedas, caballero. Apiádese de mi necesidad.

Olía a orines, a rancio, sin dignidad, ropas prestadas, zapatillas Converse, gorro de estibador, puerco, antisocial, deleznable. Fue instintivo. Sentí un pellizco, seguido de un tirón y me culminé al atravesar su mano con la varita de dirección, tras patearlo con fiereza. In creszendo. Fue un error concebir que la batuta haría justicia; supuso mi condena de 20 años y el equivalente a 450.000 dólares, como indemnización. ¿Para quién? ¿Acaso los iba a necesitar? Pasaría el resto de su vida postrado, preguntándose «¿por qué a mí?», inconsciente de su inhumanidad, perdida entre el orín y el abandono.

Se acabaron las galas y los focos, el agasajo, la clá tras el concierto y la vida, conforme la habían concebido para mí.

Salí del penal, tras 12 años de prisión, dejando un buen montón de admiradores reconvertidos al Clasicismo, con algunos miles de euros en mi cuenta, fruto de los derechos de autor y seis meses de prestación por desempleo.

Nada es igual que antes. Pero se le parece mucho. Sigo sin asesinarles; son trabajos inacabados. Ahora sin batuta, anónimos. Como lo son las obras que conduzco e interpreto para la escoria que no me escucha.

Meses después de mi excarcelación, me trasladé al mar, a una de esas ciudades construidas con la fealdad que sólo un alcalde extrañado, foráneo, les podía otorgar. Un sábado cualquiera inicié el angosto camino de la humillación de actuar para los turistas, camino que se ensanchó a medida que otros locales de paso me condenaron a seguir tocando.

Mantuve mis viejos hábitos, casi intactos: desayunaba, pero no comía. Tampoco escuchaba en mi viejo radiocasete; ni en aquel minidisc; lo hacía en  un simulador de sonidos en mp3, que pese a la fama que han alcanzado, fracasaba en la reproducción de Schubert. Y desde luego, La Consagración de la Primavera era inaudible en aquel Ipod. El heavy metal  se convertía en 20 hertzios de ruido a 85 decibelios. Malos tiempos.

Actuando, me soñaba en La Scala, rodeado de pelucas atestadas de chinches, pieles espolvoreadas y tiñosas, risas sin demérito de la solemnidad otorgada al acontecimiento, a mí. Y el silencio. Y el respeto. Y correrme en tejidos manufacturados por manos femeninas. La orquesta dividida en dos: gozar de los sonidos extraídos de ciento sesenta manos.

Iniciaba mi calvario al mediodía, en un hotel con ínfulas de convertirse en el Claridge londinense; continuaba en la terraza cubierta de un prostíbulo y finalizaba, ya de madrugada, en locales de desguace para separados, cornudos y chochitos de verano, alternando la sala Dédalo con la Smindsor.

Dos meses después de mí llegada a la ciudad, la conocí. Ahora es mi representante. Una madrugada decidí caminar hasta el apartamento que ocupaba, con vistas al mar, para moribundear a alguien…

… y topé con ella. Con La Inacabada, de Schubert. Mi espalda se tensó. Una joven tarareaba el segundo movimiento, que salía de un radiocasete, grande como un neceser. «Buenas noches», con acento alemán y una gran sonrisa. Me pidió unas monedas y le di todo lo que había ganado aquella noche. Me besó en los labios, sin malicia. No sentí asco, apenas sorpresa. Se levantó y salió corriendo, gritando: «No se vaya, que tenemos que compartir». Volvió con pastelillos, chocolate, varias botellas de leche y dos de coñac francés. «Vamos a tomar todo esto en mi casa, con tu Schubert» —le dije, otorgándole la propiedad compartida sobre el compositor romántico.

La ayudé con sus pertenencias y la convertí en mi pupila y compañera. Ella me correspondió durante algunos meses, transformándose en mi contralto espiritual, necesario. Se desenvolvía con gracia, pese a su corpulencia centroeuropea. Había estudiado Arte y compuesto música dance, hasta que se abandonó en Mallorca, en manos de los gigolós playeros. Folló cual comparsa; fue expulsada del corral de las pollas mediterráneas y acabó sobreviviendo, deshumanizada, salvada de la sordidez y la pérdida de la dignidad, gracias a Los Románticos alemanes y austriacos. Tocaba el violín para los turistas y se buscaba la vida, compartiendo casa con unas y con otras, nunca más con hombres.

Encontrarme fue su resurrección. Y la mía.

Hasta que no pude más.

Aquel día tenía un concierto por la tarde, con una orquesta de 80 músicos, real, completa. Tocaría en una fábrica. Para capullos y hacendados. Me desequilibré.

Hablaban y hablaban, mientras yo contenía la inmadurez de los músicos a fuerza de gestos reprobadores a los ineptos de la sección de viento y, muy especialmente, al asesino de los timbales. Mis ojos fulminaron al público parlanchín, violentamente, durante la intervención del primer violín; ellos permanecieron incólumes, inveterados y consumiendo, llenando sus ijares, bolsa estomacal y tripas. Me subió el asco. Entonces me fijé en él. Una caricatura de obispo: abotagado, gafitas de titanio, más de cien kilos de oprobio que apenas contenían su narcisismo, risotudo, malévolo. Cruzamos las miradas. Poco más necesité para tomar la decisión.

Al terminar el fiasco de concierto, me lo presentaron; era el anfitrión y presidente de la mayor empresa de la comarca, dedicada a las chacinas, además de un mecenas de la cultura, como demostraba cubriendo los costes del acontecimiento.

Me colé en su Lexus LS 600, equipado con un Alpine de alta gama, alimentado con discos de rancheras y recopilatorios populares, visibles tras la tapa del reposabrazos. Esos discos me cargaron de testosterona, razones y rabia, convirtiéndome en el Alfio de Caballería Rusticana. Esperé dentro y le apuñalé desde el asiento posterior, antes de que saliéramos de las instalaciones. Tres veces. Como Alfio a Turiddu.

Busqué en la guantera del vehículo algún elemento que me permitiera eliminar huellas. Entonces lo encontré. El CD con Ella, La Inacabada, interpretada por Luis Devanian. Comprendí que había llegado demasiado lejos, que había asesinado, finalizado la obra, por primera vez. Que había llegado a término.

 

“…/…a primera hora de la mañana fue detenido Lus Devanian, famoso director de orquesta durante los 80, en el vehículo del Presidente de la Empresa Schubert, de embutidos, a quien asesinaron anoche, al término del concierto a beneficio de las víctimas de Haití. Según sus allegados, la víctima profesaba gran admiración al director, especializado en Schubert. Otras fuentes añadieron que la víctima jamás olvidó el concierto en el que tuvo oportunidad de escuchar, por primera vez al maestro Devanian, Fuentes policiales aseguran que al ser detenido sólo pronunció las palabras: «Nadie como Schubert para comprender mi bipolaridad. Pero ha muerto.»”

 

Tengo ocho años por delante, para convencerme de que la plenitud es tan sólo un estado de ánimo. Eso me dice ella cuando puede visitarme. Pienso en el futuro, que nos llegará al salir de aquí; entonces tocaremos juntos, en la calle. Estoy aprendiendo a convertir Los Cuartetos de Shostakovich en duetos. A Jutta, mi representante, le gustará. Si para entonces continuamos siendo algo el uno para el otro.


[i] Fiambre alemán, que se unta. Como una sobrasada; menos sabroso.

estrellafugaz
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  • 13 de Octubre de 2010 a las 7:09

 

concursoderelatos
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  • 14 de Octubre de 2010 a las 2:56

TIRITANDO EN TU CUERPO

En tu casa o en la suya.

Los fines de semana que os tocaba en la de ella solías presentarte con un detallito u otro. De la pastelería sobre todo, para merendar durante el descanso a media tarde. Acuérdate de aquel sábado en que te llegaste con media docena de trufas y, al acabar el café, te pidió que las subieras a la habitación y las dejaras sobre la mesita de noche.

La ocurrencia que tuvo. Tú que no, ella que sí, tú que no, ella que si a estas alturas va a venir la señora con remilgos; y no paró hasta que quedasteis las dos pringadas y pusisteis las sábanas perdidas. Y tú que yo ahí esta noche no duermo, y ahí sí que transigió, que hasta ese extremo podríamos llegar.

Que te hubiera gustado era lo de menos. O que, al derretirse entre su lengua y tu piel el último residuo de la última trufa pensaras que podías haber comprado media docena más. Porque lo vuestro era repetir una y otra vez el papel del primer día: descarada ella, modosita tú.

Las pequeñas venganzas también forman parte de vuestro ritual. Por eso el numerito de las trufas no se podía quedar así. Un caprichito, e imposición, de ella exigía tarde o temprano una respuesta tuya.

Esperaste hasta las vacaciones de verano en la costa. Te habías fijado, paseando junto al mar el primer día, en unas escaleras que bajaban hasta la mínima expresión de una cala. Más bien era una plataforma de cemento desde la que una escalerilla como la de las piscinas entraba en el agua. Maquinaste: allí sería la venganza.

La ocasión se presentó dos días después. Daban por televisión una película que le gustaba y te pidió que a las diez estuviérais ya en la cama del hotel para poder verla. Accediste, claro. Y procurabas que no se te quedara dormida bien dándole conversación de vez en cuando con comentarios tontos, bien con achuchones en los intermedios publicitarios. Cuando por fin acabó la película se lo propusiste:

-¿Y si nos bañamos de noche? En la cala aquella que hemos visto. Está a un paso.

-¿Pero tú sabes la hora que es?

-Poco más de medianoche. Venga, porfa...

Y allí fuisteis las dos con vuestro biquini y vuestro pareo. Extendisteis las toallas y en seguida os metisteis en el agua. Tú no estarías más de cinco minutos y aprovechaste un momento en que ella estaba algo alejada de la orilla y de espaldas a ti para subir por la escalerilla. Y en ese momento, ya llevabas las dos piezas del biquini en la mano. Te tumbaste boca arriba y pensaste que era la primera vez que estabas desnuda a la luz de la luna. Esa sensación tuya de estar desnuda y sentirte bien. Desnuda con la luna en cuarto creciente, la luna en tu cuerpo riela, imitando a Espronceda. Te habías desnudado para ella y es cierto que, por pudor, no lo habrías hecho si hubieras notado que alguien pasaba por el camino de arriba pero, a fin de cuentas, que pasara alguien no significaba que se asomara a mirar a la cala y, de todas maneras, entre la oscuridad y la distancia tampoco se distinguiría si estabas desnuda o no. Te diste la vuelta de espaldas para ofrecer el resto de superficie de tu piel a la luna y, cuando estabas pensando en cuánta gente habría estado completamente desnuda bajo la luz de la luna, oíste que salía del agua y te diste la vuelta.

-Mírala qué mona.

-¿A que no sabes lo que toca?

-No, porfa.

-Sí, porfa, a ver si vas ser tú la que venga ahora con remilgos.

-¿Y si nos ve alguien?

-Pues por eso hemos de hacerlo bien, por si nos ve alguien.

-Bueno, nos estamos cinco minutos y seguimos en el hotel.

-De eso nada. Empezamos aquí y acabamos aquí. Y además, sin prisas.

Ya estaba tumbada a tu lado y se había dejado quitar las dos piezas del biquini. Te quedaste mirándola:

-¿No te gusta sentir la luna en la piel?

-Lo que faltaba, que te pusieras tonta. Si lo hacemos, lo hacemos; y si no, nos vamos a dormir.

Te pusiste sobre ella del revés, abrió las piernas y empezaste a besarla. Y ella a ti. Como siempre: esas olas de placer que salen de su lengua y se van acercando más y más al centro de tu cuerpo. Y no era como siempre. Otras veces te iba acariciando la espalda o pasándote los dedos por la columna vertebral, pero esa noche andaba enredándote por el pelo. Aún así, sentías placer en la espalda, caricias suaves como si te rozaran sólo el vello pero que penetraban por tu piel confluyendo con las olas que venían de su lengua.

Muchas veces paráis y os dais la vuelta, sobre todo si tú has empezado encima. Porque a ella le gusta tenerte debajo para verte entonces ese gesto instintivo de levantar la cadera del suelo cuando estás a punto.

-Te toca encima. Hasta el final.

Invertís la posición y proseguís. Ráfagas y más ráfagas de placer como si una corriente os atravesara a las dos por dentro: desde tu lengua hasta la suya y desde la suya hasta la tuya.

-¿Sientes la luna en la espalda?

-...

-Dime: ¿la sientes o no? Yo la sentía y me gustaba.

-¿Te quieres callar y estar por lo que tienes que estar?

Y cuando le ibas a insistir, que tú si quieres te pones pesadita, da una sacudida:

-Así, muy bien, que cuando quieres lo haces muy bien. Sigue y no pares.

Solo que lo que lo único que le estabas haciendo era acariciarle los costados. Y notabas que, aun sin el contacto de tu lengua, se iba acelerando más y más. Y te iba acelerando. La dejas hacer. Gimes y a tu gemido sigue otro de ella. Una sacudida tuya, otra de ella, levantas la cadera, te muerde, os mantenéis las dos un momento en tensión, gritas y os dejáis caer:

-Chica, qué bien se queda una después de estas emociones.

Se había incorporado, había venido a tu lado y te abrazaba con la mejilla apoyada en tu pecho.

No volverás a desnudarla a la luz de la luna. Porque ahí sólo le pones los labios tú.

concursoderelatos
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  • 14 de Octubre de 2010 a las 8:59

Luna  de sangre

Duele, y mucho, cuando la sangrienta luna se alza en el cielo nocturno mirándome y clavándome sus rayos blanquecinos con tono rojizo, los cuales llegan hasta mi piel y me queman.

Mi corazón se acelera, mis venas se endurecen y bombean más sangre que nunca y la transformación empieza.

Mis manos se transforman en garras mas afiladas que cualquier espada con las que puedo despedazar a aquellos desdichados que se crucen en mi camino.

Mi cara se transforma, consiguiendo unas enormes y afiladas fauces con las que desgarro e hinco el diente al prójimo.

Mi cuerpo crece, haciéndome enorme e inalcanzable para el resto de los mortales.

Mi  juicio se nubla, se entumecen mis pensamientos, sólo el deseo de poder, sangre e imponerme al resto de los endebles humanos queda en mi  ya solitaria consciencia.

Oigo  los susurros de los habitantes  en sus casas, hablan con miedo de mí y se asustan  ante mi  imponente presencia, mi sola mirada basta para que los niños lloren y los padres griten y corran.

Deambulo a la entrada de sus moradas, intentando engañarles con promesas de perdón, simulando las voces de sus seres queridos… cualquier cosa vale con tal de entrar y hacer lo que me urge mi afilada alma nocturna.

Aquellos desdichados que caen en mis tretas no reciben compasión, son inmediatamente mutilados y castigados en un desenfreno malévolo.

Casi al finalizar la noche vuelvo  ya a mi casa, con mis manos manchadas de sangre y con mi enloquecido estómago que pide repetir más atrocidades, y que nunca se sacia.

 Llego a mi cama con el corazón destrozado por mi impedimento a cambiar lo que soy en las noches de luna de sangre.

En esos días me transformo en el peor y más temido ser de éste mundo, aquel que rige sobre la oscuridad de los corazones; Así es, me transformo en político.

concursoderelatos
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  • 16 de Octubre de 2010 a las 12:12
Hay que escribir un relato como mínimo de 400 palabras...esta última obra no cumple con dicho requisito.
oniria
oniria
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Fecha de ingreso: 15 de Febrero de 2009
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  • 16 de Octubre de 2010 a las 13:01
Según las bases:

"El relato en cuestión, deberá tener una extensión entre 200 y 1700 palabras, y deberá ceñirse en mayor o menor medida a la temática que se establezca cada quincena para las obras."

Gracias en todo caso, aunque con mandarme un mensaje privado se hubiera podido solucionar todo, no era necesaria la molestia de andar cambiando de usuario ;D
concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 16 de Octubre de 2010 a las 19:35

La desaparición de la luna.

Yo sé cómo y por qué desapareció la luna. Puedo explicarlo pero, para que todo tenga sentido, tengo que contar mi vida.

Me crié en un bosque, cuyo nombre prefiero omitir, junto a mis padres y mis dos hermanos mayores. Nos pasábamos el día jugando: nos perseguíamos, nos peleábamos, nos mordíamos… en fin, las cosas normales que se hacen en la infancia.

Cuando el mayor de mis hermanos cumplió diez años, mi padre se lo llevó a lo más profundo del bosque y allí estuvieron durante una noche entera. Mi madre, visiblemente preocupada, no dijo ni una sola palabra al respecto. Al día siguiente regresaron y me hermano se fue para siempre.

Fueron muchas las veces que pregunté a mi padre sobre aquella marcha y él siempre me respondía lo mismo: "lo sabrás en su momento, no seas impaciente". Mi madre, por su parte, no dejaba de llorar cada vez que le hablaba del tema, por lo que, finalmente, acabé por no hacerle ninguna pregunta. A ningún hijo le gusta hacer llorar a su madre.

Mi otro hermano tampoco supo aclararme nada, él estaba tan desconcertado como yo. Hasta que también cumplió los diez años.

De nuevo, mi padre se adentró en el bosque con él y, de nuevo, creí que perdería un hermano, ya que también se fue al día siguiente. Afortunadamente, su ausencia apenas duró un mes. Después de ese tiempo, regresó al hogar y nuca más ha vuelto a marcharse.

De nada sirvieron mis interrogatorios. Mi hermano se volvió tan hermético como mi padre. Así que tuve que esperar a tener edad suficiente para conocer el misterio.
 
No creo que nadie en el mundo haya sentido tanto deseo y, al mismo tiempo, tanto miedo de cumplir los diez años. Tenía tanta prisa por cumplirlos que, los diez años, me parecieron cien. Aunque también, era tanto mi temor, que en muchas ocasiones sentía que el tiempo pasaba demasiado rápido, que los segundos, los minutos, las horas, los días, los años, parecían disputar una carrera.

El día esperado llegó. Mi padre, al anochecer, me sonrió y me dijo: Ha llegado el momento. Mi madre salió fuera de la cueva que nos servía de refugio y mi hermano la siguió. Creo que ella lloraba y que él pretendía consolarla; no podría asegurarlo, estaba muy nervioso.

Hicimos el camino en silencio. Llegamos a un claro del bosque en el que yo nunca había estado. Allí, mi padre se recostó y me invitó a que yo también lo hiciera.

 —Bien, hijo. Es tiempo de que sepas quién eres —. Mis ojos y mis oídos se abrieron como nunca antes lo habían hecho y eso que en las cacerías se abrían de forma extraordinaria —. Ya has cumplido diez años y mañana habrá luna llena. Hasta ahora has vivido como lobo junto a nosotros, pero somos algo más que lobos. Pertenecemos a una especie tan desconocida como temida. Somos Hombres Lobo.

 >>Mañana por la noche, cuando aparezca la luna, sufrirás una transformación. Tu cuerpo cambiará; tus patas traseras crecerán y te erguirás sobre ellas, perderás la mayor parte de tu pelo, tus dientes se reducirán e igualarán, en definitiva… te convertirás en un ser humano.

No podía dar crédito a lo que estaba escuchando. ¿Por qué iba a pasarme eso? ¿Quería que me pasara? ¿Tenía que pasarme? ¿Debía ponerme contento o, por el contrario, debía enfurecerme?

 —Sé cómo te sientes —continuó mi padre —, todos hemos pasado por esto. Yo, tu madre, tus hermanos… y otros muchos antes que nosotros. Te convertirás en un ser humano y tendrás que vivir entre ellos, al menos, hasta que vuelva a haber luna llena. Cuando eso ocurra, tendrás que tomar una decisión: ser hombre, o ser lobo. Tendrás que tomarla y vivir con ella para siempre.

 >>A veces ha ocurrido que uno de los nuestros no ha sabido decidirse y ha estado cambiando de estado a su antojo. Esa actitud sólo nos ha traído problemas y mala fama; eso, sin contar el fatídico final que, todos los que decidieron vivir así, tuvieron. Recuerda: hombre o lobo. No debes querer ser ambas cosas, sería tu perdición.

 —¿Y si no quiero probar?, padre. Ya he tomado mi decisión, quiero seguir siendo un lobo.

 —No puede ser. Esta vez, te transformarás quieras o no. Dios y el Diablo nos crearon para practicar un macabro juego en el que las fichas son nuestras almas. La decisión ha de tomarse pasado un ciclo lunar y, si nuestra decisión no fuera firme, si en los siguientes ciclos volviéramos a cambiar, su maldición caería sobre nosotros reservándonos un trágico desenlace.

Bien, ya todo tenía sentido. Uno de mis hermanos quiso ser humano y el otro prefirió ser lobo como, en su momento, eligieron mis padres. Yo no quería tener que tomar aquella decisión. Había nacido lobo y lobo quería seguir siendo. Si no quedaba más remedio que tener que pasar por aquello, pasaría. Total, era poco menos de un mes; haría como mi hermano mediano, apuraría el mal trago y regresaría junto a los míos.

Me despedí y me dispuse a afrontar mi nuevo destino. La metamorfosis fue dolorosa, muy dolorosa. Me encontré desnudo y desorientado. Tardé un poco en acostumbrarme a mí mismo. Caminé hacia la ciudad, conocía el camino; mis padres nos lo habían enseñado para que nunca lo tomáramos.

Al salir del bosque, mi hermano mayor estaba allí esperándome. A pesar de nuestro aspecto humano nos reconocimos enseguida. No abrazamos y, lo confieso, lloramos de alegría.

Me explicó que era costumbre que el último en decidir conservar la forma humana esperara en el borde del bosque, el día señalado, al siguiente de su familia en tener que dar aquel gran paso. Agradecí aquella tradición, hubiera estado perdido de no existir. Trajo todo lo necesario para que me pudiera vestir y caminar por la ciudad sin llamar la atención.

Me llevó al hogar en el que viviría durante el próximo ciclo lunar. Después, tendría que regresar al bosque y tomar la decisión que habría de marcar mi vida. Allí conocí a mi tío Alfredo, quien me bautizó con mi nombre de humano;  a mi tía Amelia, ésta, humana cien por cien, y a su hija Carmen que, afortunadamente para ella, no tendría que pasar por mi experiencia por ser su madre una mujer auténtica.

Mi cuerpo humano se correspondía al de un hombre de unos treinta años, más o menos. Y, aunque parezca increíble, conocía su lenguaje, tanto hablado como escrito. En mi cabeza, toda la información necesaria para vivir como uno más, afloró de repente y de manera inexplicable. Me convencí de que mi padre tenía razón, nuestra existencia se debía, sin duda, a un macabro juego entre Dios y el Diablo. Era la única explicación posible y, aquello, no me gustó.

Los días pasaron. Ser un humano no era tan terrible como había imaginado. Eran muchas las experiencias de las que podía gozar y que, como lobo, me habían estado vedadas. El conocimiento, el arte, las largas conversaciones con Carmen… En un ciclo lunar me era imposible tomar una decisión tan importante.

Aquella noche de luna llena, acudí al bosque. Sentí que era dueño de mi cuerpo, que podía provocar una nueva metamorfosis o continuar, si quería, con mi aspecto. No sabía qué hacer y por eso grité. Grité a Dios y al Diablo, los llamé, los invoqué. Para provocar su curiosidad comencé con la transformación y la detuve a medias, dejando que mi aspecto fuera el de un ser terrible. Grité y aullé. Seguí aullando a gritos y volví a gritar mis aullidos. Hasta que, al fin, él  apareció ante mí.

Era Dios. Era el Diablo. No puedo explicarlo. Dios era el Diablo, o quizás el Diablo era Dios. Tal vez, ninguno de los dos nombres le correspondiera, pero era él; de eso no cabía duda.

 —No puedo tomar una decisión y no tienes derecho a obligarme a hacerlo.

 —No seas impertinente —me dijo con la insolencia que me recriminaba —. Me asiste el derecho de ser tu creador. Decide y no me hagas perder el tiempo. Tengo datos que cotejar.

 —¿De qué estás hablando? —Pregunté desconcertado.

 —Estoy haciendo una estadística. En caso de poder elegir, ¿qué prefieren mis criaturas?: ¿ser animales ajenos a los conceptos del bien y el mal?, ¿o ser hombres a mi imagen y semejanza?

 —¿A tu imagen y semejanza? No me hagas reír —le repliqué riendo como lo hacen los locos —. Mírame. Mira el monstruo que has conseguido crear. Ésta es la criatura que realmente se asemeja a ti. Este híbrido que tienes ante tus ojos es el reflejo de tu persona. No soy un hombre, no soy un lobo. Tú no eres Dios, tú no eres el Diablo.

 —Decide. No tengo tiempo para discutir con tu ignorancia.

 —Ya lo he hecho. Lo que ves. Si quieres que renuncie a una parte de mi ser, tendrás que renunciar tú también a una parte de ti. A tu imagen y semejanza. No puedes exigir a tus criaturas que tomen una decisión que ni tú puedes tomar. Cuando decidas, yo también lo haré.

Dios, el Diablo, me miraba sin decir palabra. Podía hacerme desaparecer en ese mismo instante, borrarme de todas las memorias, que mi existencia nunca hubiera ocurrido. No lo hizo; siguió mirándome tal vez con curiosidad, tal vez con odio, tal vez sumido en la confusión, tal vez viéndose a sí mismo.

 —Yo no soy así —dijo al fin —. Yo soy…

 —¿El que se divierte cotejando datos?

El Diablo, Dios, negó muy lentamente con la cabeza. Señaló a la luna y, con un movimiento de su mano, hizo que se alejara hasta perderla de vista.

 —De acuerdo. No más decisiones para mis criaturas. No habrá más hombres lobo. Tú eres el último: a mi imagen y semejanza.

Desapareció y yo quedé allí con este aspecto que asusta tanto a los hombres como a los animales. Sin luna no puedo cambiar y Dios, el Diablo, la apartó. No sé si para siempre o sólo hasta que haya sido capaz de tomar su decisión.
 

 

 

estrellafugaz
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  • 16 de Octubre de 2010 a las 21:13
cita de oniria Según las bases:

"El relato en cuestión, deberá tener una extensión entre 200 y 1700 palabras, y deberá ceñirse en mayor o menor medida a la temática que se establezca cada quincena para las obras."

Gracias en todo caso, aunque con mandarme un mensaje privado se hubiera podido solucionar todo, no era necesaria la molestia de andar cambiando de usuario ;D

No acabo de pillar los criterios para aplicar las bases. Se dice que una obra no cumple con un requisito, la cantidad de palabras, cuando otra, la presentada en primer lugar, no cumple con otro, el tratar de la luna, que no aparece ni por metáfora rebuscada.

oniria
oniria
Mensajes: 2.267
Fecha de ingreso: 15 de Febrero de 2009
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  • 16 de Octubre de 2010 a las 22:25
Por favor, comentarios en el hilo para ello, en

XLIV CONCURSO: Comentarios pre-lunáticos

De hecho, he dado allí mi opinión sobre el asunto.

Este es únicamente para relatos. Gracias ;D
concursoderelatos
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  • 16 de Octubre de 2010 a las 23:40
LEAN MACBEAN


A Lean se lo habían repetido tantas veces a lo largo de su vida, que por fin acabó creyéndoselo; era una especie de loco, o una clase de soñador atolondrado y simple, o quizá algo peor que todo eso. Porque, si todo el mundo opinaba lo mismo, alguna razón tendría el mundo. A él ya no le importaba lo que los demás pensasen, pero no estaba dispuesto a olvidar lo que otros llamaban desvaríos.

Siempre había soñado cosas raras, bueno los demás decían que eran raras,  porque a él no se lo parecían. Desde su más tierna infancia la Luna era su compañera, su alegría; muchos pequeños detalles habían forjado aquella obsesión suya. Algunas tardes de invierno, cuando volvían a casa después del colegio y del trabajo de su madre, ella le señalaba el cielo, lo mismo en los días claros y estrellados de verano, que en las misteriosas noches de invierno y allí estaba ella, la Luna, que se asomaba totalmente desnuda o a veces arropada por las nubes, en los tempranos anocheceres del otoño.   Lean Macbean no sabía a quién mirar, si a la cara de su madre iluminada por una luz extraña, o seguir su dedo que señalaba a lo alto, hacia aquella otra, pálida y brillante.

Las noches de Lean se poblaban de aventuras llenas de personajes imaginarios que volaban en artilugios misteriosos para alcanzar al satélite; también sobre fantásticos caballos unicornios, blancos de luz de luna y de largas y sedosas melenas, que galopaban entre las nubes y tiraban de un carro dorado en el que viajaba el rey selenita cada vez que se acercaba a la tierra a recoger niños tristes para bañarlos en la luz clara y difusa de su reino. Lean dormía profundamente entre ensoñaciones de campos de plateada hierba, rizada. Aquellas noches una sonrisa brotaba espontánea en su boca y una gran paz se reflejaba en su cara.

Era tan feliz con lo que le pasaba que se lo contó a sus amigos de clase, lo que pronto le valió el apodo de Fantasías animadas y le convirtió en el  centro de todas las burlas y comentarios a la hora del recreo. Así que, después de no pocos llantos, decidió que lo mejor era guardar aquello en secreto. Cuando llamaron a su madre desde el Colegio para hablarle de sus despistes, falta de atención  y nulo rendimiento, empezaron las idas y venidas a médicos y psicólogos. Finalmente ella decidió dejarle  tranquilo, ya que no solo no mejoraba, sino que iba a peor. Viéndole ausente de lo que le rodeaba, siempre silencioso y soñando despierto, pronto corrió la voz de que era, cuando menos raro, incluso un poco retrasado, intelectualmente hablando.

A Lean todo aquello dejó de importarle, observó que podía ser más feliz alejándose de la gente que teniéndola a su alrededor; se sentaba en las escaleras del patio en los recreos mirando al cielo, pensativo,  su cabeza en aquel otro mundo imaginario que le llenaba de vida interior. Cuando cumplió la edad y pudo dejar la Escuela, Lean suplicó a su madre que no lo obligara a ir al instituto a seguir estudiando. Ella dudó durante todo el verano, pero finalmente accedió, bajo la promesa de que acudiría dos veces por semana a casa del padre Ferguson a hablar con él y recibir clases de religión, literatura, matemáticas y otras.

A partir de entonces Lean ayudaba a su madre por las mañanas y después cogía un libro y caminaba por los alrededores, entre los árboles dorados en otoño, espesos y frescos en verano, o bajaba a la playa, se sentaba sobre los guijarros pulidos por las mareas y leía.

Bueno, que leía es un decir,  porque pronto se perdía en sus pensamientos mientras veía las olas ir y venir. Eran un misterio las olas;  sabía que las mareas se comportaban de aquel modo, incansablemente yendo y viniendo, porque la luna las obligaba de una manera suave. Lo mismo ocurría con la hierba en el campo y con todas las demás plantas, flores, frutas y hortalizas. Su madre le había explicado muy bien cuándo había que plantar, cuándo recoger. Para todo eso dependían de la luna.

También sabía que el satélite era el causante de los cambios de humor de la gente y el cómplice de los enamorados, todos hablaban de ir a la luna y a Lean le tomaban el pelo diciéndole que estaba constantemente en ella. Sí, aquel satélite era importante, porque hasta podía oscurecer al sol cuando se daban las condiciones adecuadas.

Aquella tarde de sábado, después de la charla del padre Ferguson, paseaba por la playa como otros días, cuando sus compañeros de clase, Peter, Thomas, Robert y John se acercaron a él y comenzaron a gastarle bromas; siguió su camino intentando huir, pero ellos tenían ganas de divertirse y nada se lo iba a impedir. Le llevaron a una de las pequeñas cavernas que el mar había excavado en las rocas, le empujaron contra la pared y le desnudaron y comenzaron a tocarle entre grandes risotadas.

-¡Venga tío, no seas cortito – se reía John- mírate que pinta tienes!
- Seguro que es virgen este pardillo. ¿A que sí Lean, a que lo eres?
- Mirar como le gusta al zoquete,  si al final vamos a hacerle un favor ja ja ja   …

 Se burlaron de él, le empujaron y cuando se cansaron de ese juego le pusieron de rodillas y le obligaron a que les hiciera una felación. Acabaron cubriéndole de arena y se fueron dejándole solo.

Salió a la playa y se sentó en la arena contemplando el reflejo de la luna en el mar. Ni siquiera podía llorar. Permaneció allí mucho tiempo, la cabeza vacía, el corazón muerto. Y por fin se levantó, se vistió y se fue a casa.

Lean no contó aquello a nadie. Desde entonces fue perdiendo la noción del tiempo. Sus paseos se hicieron más largos, sus despistes mayores y dejó de hablar casi totalmente. Subía por los caminos de Largs hacia las colinas cercanas y caminaba hasta agotarse, en busca de algo que no encontraba por ninguna parte. Esperando a ese algo, la noche le encontraba sentado al borde de algún prado, húmedo de relente, mirando al horizonte lejano por el que aparecería la luna, disfrutando con la estela blanca y transparente que dejaba sobre las aguas oscuras, cuando se miraba en ellas. Su cuerpo estaba allí pero su imaginación volaba hacia lugares desconocidos para los demás, en los que habitaban seres horribles o maravillosos que, sin ningún prejuicio, lo admitían entre ellos tal cual era. Algunos anocheceres de luna llena se oía a los perros del pueblo aullando a lo lejos y entonces Lean sentía un escalofrío por su cuerpo, imaginando a su espalda el aliento helado de uno de aquellos seres extraños, vampiros o licántropos de los que había leído tanto.

Una noche de primavera decidió salir a navegar con Mervin, el viejo pescador, sin advertirle que no había pedido permiso a su madre para hacerlo. Su meta era la isla de Cumbrae, cercana a Largs, donde esperaba ver la luna desde lo alto de la vieja torre, que allí llamaban  el Gran Lapicero. Desembarcó en una de las minúsculas calas y se encaminó hacia el promontorio. Allí la torre dominaba toda la isla y el mar, incluso las luces que iluminaban de noche a Largs.  Cuando vio que la puerta que daba acceso a la torre estaba cerrada a cal y canto estuvo a punto de llorar ¿Cómo no se le había ocurrido que aquello podría suceder?

 Bajó de nuevo a la costa, decepcionado por no poder llevar a cabo su plan. Se sentó en la arena, esperando a que Mervin terminara su faena con la pesca y viniera a recogerle. Miraba, una vez más, al mar, volvía a soñar con seres fantásticos mitad mujer, mitad pez, con viajes accidentados a lejanos continentes y se fue quedando dormido.

La hermosa cara blanca de la luna asomó entre las nubes, en un retazo de cielo oscuro; fue apareciendo poco a poco, como una mujer delicada que se ofrece con amor y miedo, los contornos firmemente dibujados contra el azul intenso de la noche, aquellos ojos extraños que apenas se marcaban en su cara, mirándole, despidiendo aquel níveo brillo, aquella luz que se extendía por el mar como un manto semitransparente y que al llegar a la tierra, iba subiendo por la playa, rodeando a Lean, envolviéndolo en la deliciosa aura, entreteniéndose en su pelo y su cara y trepando después hacia las colinas. Despertó creyendo que alguien le acariciaba.

Se mantuvo quieto, sin mover siquiera los ojos para pestañear, deseando que aquel instante durase siempre, serenamente regocijado por la caricia delicada y henchido de sensaciones. Veía claramente al unicornio delante de la Luna,  agitando sus alas blancas, que le miraba como si le estuviera invitando a que le acompañara en su vuelo y sin saber lo que hacía se levantó y siguió la huella que la luna dibujaba sobre la arena, caminó adentrándose en el mar, deseando alcanzarla, llegar a ella y fundirse en su luz.

Mervin avisó a las autoridades y estas a la madre de Lean. Lo buscaron durante algunos días por entre los acantilados y bordeando la isla; al cabo, el cuerpo del muchacho apareció flotando sobre las frías aguas, una mañana. Nadie sabía cómo explicarse
lo sucedido, todos llegaron a la conclusión de que había sido la última locura de aquel chico que siempre había sido un poco raro.

concursoderelatos
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  • 17 de Octubre de 2010 a las 11:26
cita de oniria Por favor, comentarios en el hilo para ello, en

XLIV CONCURSO: Comentarios pre-lunáticos

De hecho, he dado allí mi opinión sobre el asunto.

Este es únicamente para relatos. Gracias ;D
También se pueden colgar las normas en el BOE, estarían mucho más claras. Sorry
oniria
oniria
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  • 17 de Octubre de 2010 a las 16:30
Repito: aquí sólo relatos.

Por favor, cumplid la norma y evitad, sobre todo, los mensajes anónimos. Al solicitar y recibir los datos de la cuenta de "concursoderelatos" se deposita una confianza en cada uno de nosotros. Intentemos estar a su altura, oks? Venga, ;D
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  • 18 de Octubre de 2010 a las 23:35

Ramiro

Ramiro C J, alias  El Lobo, nunca había sido un chico pendenciero hasta que se enamoró de Pepita, la hija de don Pedro, su patrón. Es cierto que en las noches de luna llena se asomaba a la ventana y aullaba como un lobo y que, a veces, los perros le respondían desde distintos rincones del pueblo y que esta murga a la una de la mañana resultaba un poco  molesta, pero nunca llegaba a ser insoportable. Los vecinos le tomaban a chirigota. Pero una tarde, en el bar, se enteró de que Eduardo, un joven poeta que recitaba poemas subversivos en la Casa del Pueblo, se veía con Pepita a escondidas de don Pedro. Ramiro montó en cólera y, después de una breve pero violenta discusión con Eduardo, profirió un aullido terrible y de un mordisco le arrancó una oreja al poeta.
Don Pedro era un rico ganadero y su hacienda la mayor y mejor situada del pueblo. La mansión que se había hecho construir en su finca semejaba un castillo inexpugnable. Era, pues, de todo punto impensable que aceptara a ninguno de los dos rivales como pretendientes de su hija. A Ramiro le despidió en el acto, sin pagarle el último mes de trabajo; respecto al poeta desorejado, el hacendado amenazó a su hija con meterla en un convento si volvía a hablar con él. Para más seguridad, sólo le permitía salir del castillo acompañada de su madre o de él mismo. Pero ni las amenazas ni la privación de libertad lograron que la joven le obedeciera. Luchar contra el amor con el despotismo como arma principal, es como amenazar a la luna con un tirachinas.
Una tarde, pasaba Eduardo por delante del escaparate de un comercio cuando oyó un susurro a su espalda:
-¡Eduar!
Se volvió y la vio. Pepita se acercó y le dijo:
-Déjame ver que te hizo Ramiro, ese animal, –él apartó el pelo, dejándole ver el vendaje que tapaba el lugar donde antes tenía la oreja y ella exclamó compungida-: ¡Oh!, ¿cómo puede haber en el mundo seres tan salvajes? –Luego, tras una pausa muy breve, continuó-: Mi madre se está probando un vestido ahí dentro y en cuanto salga del probador y note mi ausencia saldrá a buscarme, ¡pero tenía tantas ganas de verte!
-Yo también tenía muchas ganas de verte. Te esperé muchas veces en nuestro escondite del bosque…
-Espérame allí esta noche a las once. Tan pronto esté segura de que mi madre se ha dormido iré a reunirme contigo.
-¿Y tu padre?
-Mi padre está de viaje.
Aquella noche a las once y media, Pepita salió de la casa y se acercó al coche de Eduardo que esperaba a cincuenta metros de la entrada, oculto entre los árboles del bosque con las luces apagadas. Se abrazaron, se desnudaron en medio de la oscuridad y se amaron como nunca lo habían hecho, conscientes de que su relación tenía un futuro tan incierto que, aquél, bien podría ser su último encuentro.
Luego, Pepita hizo dos cosas: consultó su reloj y miró al cielo a través de la ventanilla. El reloj indicaba las tres, la luna estaba en cuarto creciente.
-Tengo que irme mi amor.
-¿Ya quieres abandonarme?
-Ojalá no tuviera que hacerlo, pero ya bastante he tentando a la suerte.
-Yo vendré aquí a diario y en el agujero del roble te dejaré mis cartas y mis poemas. Si puedes venir de vez en cuando y dejarme una respuesta, ése será nuestro sistema de comunicación y tal vez logremos concertar otra cita.

Ramiro, había jurado en el bar que mataría a Don Pedro y secuestraría a Pepita. Nadie le hizo caso excepto la dueña que, enamorada de Eduardo, veía en el Lobo a un aliado.
Un mes después del incidente de la oreja, estando solos la dueña del bar y él, ella le informó de las últimas noticias:
-Pepita y Eduardo han estado viéndose en secreto y un amigo del poeta me ha dicho que mañana se encontrarán los dos muy temprano en la estación del tren para viajar, con nombres falsos, a algún lugar remoto donde nadie pueda encontrarles.
-¿En el tren? ¡Pero si Eduardo tiene coche!
-Si viajan en el coche de él los encontrarían enseguida, cabeza hueca.
-¡Eh, eh, sin faltar! ¿Quién te ha contado todo eso?
-Se dice el pecado pero no el pecador.
-¡Mataré a Eduardo, a ese hijo de puta!
Ramiro se había puesto rojo de ira. Bebió la cerveza de un trago y salió precipitadamente del bar.
“Ha llegado el momento,” se dijo a sí mismo “Esta noche voy a raptarla, aunque para ello tenga que matar a su padre, al poeta y a todo el que se cruce en mi camino.”
Desde que Don Pedro le había despedido, después de trabajar para él como un animal de carga durante quince años, no había vuelto a ver a la muchacha. En su cabeza escuchaba voces que le decían: ¡Secuéstrala! ¿A que esperas?
Era noche de luna llena. Los parroquianos en el bar se asomaban a la puerta a ver si oían aullar a Ramiro el Lobo, pero éste estaba ocupado aquella noche ensillando su caballo, desempolvando su rifle de caza, el cuchillo de monte, un hacha y unas esposas de las que usa la policía. “También necesitaré una escalera” pensó.  La luna redonda y brillante, como de plata, le observaba desde el cielo con su rostro inmutable. Con la escalera al hombro, montó en el caballo y se dirigió a la hacienda de don Pedro como una sombra en la noche. La luna le siguió, haciéndole llegar de vez en cuando su pálida luz por entre los árboles para que no equivocara el camino.
Cuando llegó a la entrada de la finca se apeó del caballo y lo amarró a la verja. En ese momento un doberman surgió de la oscuridad dentro del jardín y le enseñó los colmillos a través de las rejas; Ramiro le encañonó con el rifle y le acribilló a balazos. Alertado por los disparos, apareció en la puerta don Pedro apuntando a la noche con su Winchester. Tronó de nuevo el rifle de Ramiro y el hacendado recibió un impacto en el pecho, soltó el arma y cayó despacio, hasta quedar de rodillas. Pepita gritó y acudió en auxilio de su padre. La luna se ocultó detrás de una nube, dejando en tinieblas el escenario de la tragedia. Ramiro, sin perder en ningún momento su sangre fría, colgó el rifle en bandolera y arrimó la escalera de mano a la cerca, subió por ella y una vez arriba, sosteniéndose en precario equilibrio entre las afiladas puntas de los barrotes, la alzó y la pasó al otro lado. Descendió al jardín, mientras Pepita huía presa del terror, se refugiaba en su habitación e intentaba arrastrar la cama para atravesarla delante de la puerta; empeño inútil, pues Ramiro ya se abría camino a hachazos, haciendo astillas la hoja de madera. Arrinconándola entre la cama y el tocador, le sujetó las manos a la espalda e intentó ponerle las esposas. No tuvo problemas con la primera manilla, pero cuando iba a cerrarle la segunda en la otra muñeca, Pepita le dio un pisotón, logró que le soltara una mano, se volvió empuñando un tubo de laca para el pelo y le roció con ella los ojos.  Ramiro gritó de dolor y la soltó. Pepita corrió, pasando por encima del cadáver de su padre que yacía en medio de un gran charco de sangre, cruzó el jardín, abrió  el portón de hierro, salió y lo cerró tras ella con dos vueltas de llave. Ya se creía libre cuando, ¡oh fatalidad!, su carrera se vio de golpe frenada al engancharse en los hierros la manilla de las esposas que le colgaba de la muñeca. Ramiro, la cazó al vuelo y la cerró sobre un barrote. La joven quedó esposada a la verja.
-Creías que te ibas a escapar, ¿eh? ¡¡Ja,ja,ja,ja!!
La risa de Ramiro sonaba lúgubre en medio de la noche. Era la risa de un perturbado.
Ahora estaban separados por la verja y el portón cerrado con llave. Pero no importaba, Ramiro no paraba de reír, allí estaba la escalera esperándole: sólo tenía que salir del mismo modo que había entrado. Ella no podía escapar. Subió despacio y se acomodó arriba, con cuidado de no herirse en los remates afilados de los hierros. Alzó la escalera y la pasó al exterior. La luna salió de detrás de la nube y le iluminó, Ramiro miró a la luna e inició un aullido a media voz, como de burla. Tenía un pie entre los barrotes y el otro en el aire, buscando con cuidado el primer peldaño de la escalera. Y de pronto tosió, y aquel remedo de aullido, interrumpido por la tos, se transformó en un grito espeluznante que rebotó por todo el valle. Pepita alzó la vista horrorizada y le vio tumbado boca abajo sobre los hierros, mirándola con ojos desorbitados. Dos lanzas puntiagudas se hundían en su pecho y la verja se iba tiñendo de rojo con su sangre. La luna corría a ocultarse  detrás de la nube, o quizá era la nube la que corría, y Pepita, encadenada al portón, ocultó la cara entre las manos y rompió a llorar desconsoladamente.
Así fue como los encontró Eduardo, cuando llegó silenciosamente en su coche, con las luces apagadas para evitar los ladridos del perro. Él mismo me lo contó muchos años después al calor de la chimenea, mientras Pepita nos servía unos vasos de vino.

 

concursoderelatos
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  • 19 de Octubre de 2010 a las 15:46

BRONCE Y NARDOS

El cadáver del niño, blanco y almidonado, está sobre el yunque cuando entran en la fragua los gitanos. Montilla, el padre, al ver a su niño muerto, se echa al suelo de rodillas y se araña el pecho, desgarrando su camisa de pobre. Soledad, la madre, cae desmayada, y casi no da tiempo a Carmen de sujetarla para que no bese la tierra. Montilla se arrastra a puñados hasta el yunque mientras los primos Heredias cantan con voces de desagravio. Las mujeres, en corro, han comenzado un plañido que habrá de durar días, meses, eternidades, un lamento que acompañan los grillos rezando por los rincones de la choza. Montilla cubre al hijo con su propio cuerpo cubierto de polvo, y lo abraza, lo mece dándole el color de la tierra de olivar que regalan sus manos, el mismo color que tenía el chiquillo antes de volverse blanco.

Soledad no vuelve en sí. Es mejor para ella. La abuela Camboria manda a Carmen al pozo a por agua bendita. Los demás hombres salen a atender a los caballos. Todos portan cigarrillos liados en los labios y los ojos entornados de amenaza.

–Abuela –dice Carmen en un aparte–, venga conmigo al pozo.

–Niña, lo primero, Soledad. Lo segundo, el de Montilla. Después, la criatura. Y luego… ya se verá. Ese niño tiene ahora todo el tiempo del mundo.

Carmen ofrece el agua a las mujeres que atienden a la madre que sueña que abraza a un hijo que ya no tiene. Carmen se va al de Montilla y, con una dulzura atroz, le extirpa el niño muerto de entre el polvo aceituna de las manos. Montilla, repuesto, sale a fumar con los hombres y a encontrarse a sí mismo huérfano. Con un sobrante de agua, por último, Carmen quita el polvo broncíneo y le devuelve la blancor de la muerte al gitanito.

–Abuela –insiste Carmen cuando ha cumplido todos los mandamientos–, salga conmigo.

La Camboria sigue a su nieta hasta el pozo. Una luz alba hace gris a la noche, colorea con cromo los guijarros, pinta de plata las copas de olivo. No hace falta que Carmen diga nada para que sienta la abuela volcársele las entrañas.

–Niña, ha sido la Luna.

–Lo sé, abuela, eso iba a decirle.

Redonda y almidonada. Sonriente. La Luna brilla como nunca nadie ha visto. Más allá, incluso los hombres advierten esa sonrisa celeste cuando ya habían ellos empezado a desentumecer sus grandes alas ansiosas, atienden aturdidos a la luz de naipe culpable. Sin saberlo aún, ya sospechan.

–Abuela, si mira en el pozo, ya no tendrá dudas.

La Camboria se santigua antes de asomarse. En el reflejo del agua bendita, se distingue claramente que por el cielo va la Luna con un niño de la mano. Camboria se echa atrás y recita una letanía. No se atreve a buscar arriba lo que vio en el pozo, por si también se tropezara con idéntica escena entre las estrellas.

Cerca de la fragua, como quien busca venganza, busca Montilla respuestas que le entrega la Camboria en bandeja de plata.

–Ha sido la Luna, Juan Antonio.

–¿Cómo puede ser eso?

–Lo dice el pozo. Ya sabes que el pozo no miente.

Los hombres arropan al padre y atienden las razones de la vieja. Carmen se fija recatada en el suelo del olivar, por no mirar al más joven de los Heredias. Soledad va volviendo del ensueño a la muerte en vida. La Camboria sigue hablando, a pesar de que todos saben que ya no haría falta. Los primos Heredias buscan con sus ocho ojos al de Montilla vistiéndose de nuevo la camisa arrancada de la templanza.

–No va a ser fácil reparar esto –dice con un gesto risueño que el luto agrio convierte en pena. Se revuelve para sondear a sus primos y en cada rostro se descubre a sí mismo, los cinco como un solo gitano.

–Habrá que hacerlo, Juan Antonio.

–Esto no puede quedar así.

–Estamos contigo.

Se van a los caballos. La Camboria organiza a las hembras y vacían los estantes de la fragua de viandas y nostalgia para cumplir las alforjas. Carmen se acerca al más joven Heredia y le da un beso de pañuelos en la mejilla otoñada.

–¡Montilla! –grita la vieja–, ¿no vas a enterrar a tu niño antes de irte?

–Bien lo haréis vosotras, abuela. Nosotros tenemos que hacer camino. Si vienen a preguntar los guardias, decidles que estamos buscando al culpable en los barrios de los ingleses.

Soledad en un ay llama a su marido antes de que parta por la senda de una reyerta imposible. Durante su desmayo, ha soñado con la Luna amamantando a su niño recién perdido con estaño. Mira al gitano como con ausencia. Súplica.

–No vuelvas sin ella, Montilla. Tráemela hecha collares y anillos blancos. Sólo así haremos retoñar este olivar que hoy ha quedado yermo. No vuelvas sin ella, Montilla, no vuelvas…

Juan Antonio se despide sin beso para siempre de Soledad. Sube a su montura y levanta su orgullo al cielo. La Luna, sensible al desafío, sonríe provocativa. Son bronce y nardos. El de Montilla espolea al animal y sus cuatro primos Heredias le siguen por el camino nocturno, dispuestos a perseguir a esa puta Luna hacia ninguna parte.

concursoderelatos
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  • 19 de Octubre de 2010 a las 16:20
La Luna de Baroda:

El lugar donde me hallaba era mucho más luminoso de lo que siempre había imaginado, relativamente amplio y bastante limpio y aseado. Era frío, eso sí, y los bancos de cemento dónde estábamos sentados no es que fueran muy cómodos, pero, ¿qué se podía esperar del calabozo de una comisaría?

 -Tiene pinta de seminarista pajillero –Conjeturó el más delgado.
-No “fideo”, parece cura –Le corrigió su acompañante: un rumano que lucía músculos hasta en las pestañas.
-Pues eso –Se reafirmó “el fideo”.
Los dos tipos con los que compartía celda me observaban con recelo mientras elucubraban qué podía hacer yo por allí. Y yo, a pesar de conocer la respuesta, también me lo preguntaba.
Tanto cavilaban que temí que estuvieran rifando algún obsequio de bienvenida y resolví presentarme pues no ganaba nada en mantener mi anonimato; quizás hasta les cayera simpático y me libraba de las hostias. 
-Me llamo Gabriel Valente y soy psicólogo –Dije con marcado acento argentino.
-¡Coño un loquero! –Se sorprendió el yonqui-. ¿Y por qué te han trincao…? ¿Por allanamiento de pensadas? –Se burló riendo a carcajadas y exhibiendo unas caries del mismo tamaño que los tatuajes de sus escuálidos brazos.
El rumano torció el gesto y pude adivinar en su mirada un pasado repleto de confinamientos en centros de menores y alguna que otra visita guiada en el psiquiátrico de turno. Se me da bien presentir estas cosas en la gente.
-Bueno…, en realidad soy actor –expuse despojándome de mi fingido disfraz.
-Mí gusta el cine -Aquella mole humana venida del Este me tendió su enorme manaza y no tuve más remedio que aceptar su doloroso apretón.
-Soy actor, pero me gano la vida como psicólogo –Aclaré mientras sacudía mi diestra intentado reactivar la circulación de su sangre.
-O sea que eres un timador –Me interrumpió “el fideo”. Me quedé mirándole un par de segundos y asentí elevando los hombros.
-Supongo que sí. Es una historia un poco larga… –Mis compañeros se miraron y deduje de su media sonrisa que no tenían intención de interrumpir mi relato. Bien pensado, mi historia podría resultar un buen entretenimiento, y ni ellos ni yo disponíamos de ninguna distracción que nos evadiera del hastío de la espera.
-De pequeño fui un niño tímido y poco hablador. Me pasaba las horas observando a los demás, escuchándoles, analizando cómo se expresaban, sus gestos… y supongo que ese pasatiempo infantil forjó en mí una extraña habilidad de la que, con el tiempo, he llegado a sacar provecho y que me llena los bolsillos en cuantía suficiente como para pagar el alquiler a fin de mes.
-Al grano, “rubio”, que tienes más palique que un cura con la iglesia llena –se impacientó “el fideo”-, ¿por qué te han entalegao?
-Por un asesinato.
-¡Joder con “el curilla”!
-¡Que no, que no, que yo no he sido…!
-Tranqui, aquí somos todos inocentes, ¿verdad Gica? –Dijo el fideo guiñándole un ojo.
El rumano sonrió levemente mostrando la funda de oro de uno de sus dientes y “el fideo” le observó conjeturando cuánto le podrían dar por aquello si estuviera en su poder. Pronto rechazó tan remota posibilidad y decidió proseguir con la escucha.
-Yo estaba donde no debía cuando no debía. Es sólo un malentendido.
-Cuenta lo del asesinato –Me inquirió Gica.
-Sí, ¿quién es el muerto? ¿Por qué le diste matarile?
-Que no lo maté –insistí-, ha sido un cúmulo de casualidades desafortunadas.
-Pues desembucha, que nos tienes en ascuas –Sentenció “el fideo”.
-Cómo os decía, me gano la vida como psicólogo, aunque soy actor. Bueno…, o lo pretendo. Antes trabajaba de camarero en un bar de striptease y tanto los clientes como las chicas, después de cada actuación, siempre se acercaban a la barra para que escuchara sus vidas. Les dejaba hablar, les animaba y les daba algún consejo que otro. Podría escribir un libro con lo que me contaron durante esos dos años… Propina a propina fui pergeñando la idea, decidí montar un consultorio psicológico y di vida a Gabriel Valente. El trabajo está mejor pagado y no es muy diferente de lo que hacía en la barra; salvo por las copas, claro. Además, los clientes están muy satisfechos con mis servicios y hasta he empezado a estudiar un poco. En fin…, a documentarme. 
-Menudo negociete se había montado el amigo Valente –Dijo “el fideo” propinando un leve codazo a Gica. El rumano le miro impertérrito.
-En realidad no me llamo así. Lo de Valente y el acento argentino son pequeñas licencias artísticas.

Miré a mis oyentes. Aguardaban expectantes que la sangre salpicara mi relato y decidí no prolongar más su espera con detalles insignificantes de mi vida.
-Todo comenzó anteayer cuando un cliente, el último de una tediosa tarde, me habló por primera vez sobre la Luna de Baroda…


-Gabriel, estoy nervioso.
-Cuénteme. ¿Qué es lo que provoca su ansiedad?
-Mi trabajo.
-Debemos examinar aquello que le preocupa y eliminar la causa.
-¿Y cómo se hace eso?
-Yo le ayudaré. Para eso estamos acá –Le respondí gentilmente.
Mi cliente era un experto joyero al que habían confiado la custodia de una hermosa pieza: la Luna de Badora. Un diamante amarillo de 24 quilates en forma de pera que necesitaba urgente reparación, puesto que la exposición itinerante a la que pertenecía (la “Diamond Hollywood Divas”) comenzaría en pocos días y sólo permanecería una semana en la ciudad. Aquella joya de incalculable valor, y que perteneciera durante siglos a los Maharajás de Baroda, era el plato fuerte de la muestra, la más codiciada y famosa, ya que fue exhibida por Marylin Monroe en una de sus películas y, de no estar preparada a tiempo, la pérdida de visitantes sería lamentable para la exposición; y para los promotores.
Sin embargo, lo que traía a mi cliente a la consulta, no era tanto la responsabilidad de la reparación en sí misma, sino la extraña maldición que rodeaba al diamante. Y claro, semejante superchería había hecho estragos en la psiquis de un selenofóbico como él… ¿Cómo podría reparar el diamante si ni siquiera se atrevía a mirarlo?
Mi cliente me relataba todo aquello con un fervor contagioso que dilataba sus pupilas y agrietaba su frente. Tuve que esforzarme al máximo para que se relajara; utilizando para ello las técnicas de sugestión e hipnotismo que aprendí cuando preparé un personaje de mago para una obra. Y tan buen trabajo hice que se quedó dormido. Cuando despertó, la sesión ya había terminado y le despedí satisfecho mientras abandonaba la consulta, sereno y sonriente. Aquella fue la última vez que le vi… con vida.
Al poco de marcharse, reparé en un maletín de cuero negro que había dejado abandonado a los pies del diván y le llamé por teléfono para advertirle de su olvido. No contestó. Busqué su ficha de paciente para buscar su dirección y, como quiera que no vivía muy lejos de mi domicilio, decidí ir a entregárselo yo mismo, pero al llamar a su puerta tampoco obtuve respuesta.
Al regresar a mi domicilio, lo encontré muerto tendido en el suelo de mi despacho y llamé a la policía cuando, de repente, un objeto contundente impactó sobre mi sien dejándome sin sentido.


-¿Y la Luna de Barodía? –Preguntó Gica.
-Baroda –le corregí-. La policía encontró el maletín vacío a mis pies.
-Venga “rubio”, eso no hay quien se lo trague –protestó “el fideo-. ¿Y por qué tu ropa está manchada de sangre?
En aquel momento, un agente de policía abrió la cancela de la celda y se dirigió a mí.
-¡Andando, Valentín! Recoge tus cosas. Te largas. –No pude contener el guiño que dediqué a la diminuta luz roja de la esquina, en el techo.

Apenas fueron dos días los que estuve allí dentro, pero la estancia en el “Hotel Rejas” me resulto tan grata como la visita a un proctólogo. Tal vez por eso, al salir de la comisaría, inhale con tal fuerza que hice rebosar mis pulmones del olor de la libertad.
Todo estaba saliendo tal y cómo lo planee. Incluso mejor de lo esperado, pues no contaba con que me soltaran tan rápido. Supongo que estando la joya desaparecida, yo era la única pista que tenía la policía y, aunque no tuvieran seguridad sobre mi inocencia, la presión de los promotores de la exposición por recuperar el diamante, y la de los políticos que intentarían evitar que el escándalo del robo les salpicara, hizo que mi liberación se acelerase.
Encendí un pitillo y comencé a caminar calle abajo sin rumbo definido mientras rememoraba lo que en realidad había sucedido…
Cuando regresé a casa entré en mi despacho y algo interrumpió mi avance trastabillándome y haciéndome caer de bruces, con tan mala fortuna, que golpeé mi frente contra el busto de Freud que adornaba la mesa de mi despacho. Me sobrepuse como pude del porrazo y recuperé la verticalidad apoyándome sobre el mullido objeto sobre el que estuve unos minutos recostado. Fue entonces cuando reparé en el charco de sangre del suelo y en la identidad de su propietario. Mi cliente muerto y mis ropas manchadas de sangre… ¿cómo podría explicarlo? Tampoco podía huir, ¿dónde podría haber ido? Y los que se cargaron al joyero tal vez estuvieran esperando mi regreso o en la calle… 
Abrí el maletín para cerciorarme de su contenido. El diamante estaba allí: La Luna de Baroda. ¡Era realmente hermoso!
Un terrible dolor de cabeza comenzó a atormentarme y paradójicamente, entonces lo vi todo claro. La inspiración me llegó mientras masajeaba el chichón de mi frente dolorida. Sólo pude imaginar una salida a mi situación: fingir el robo del diamante, llamar a la policía y rezar para que llegaran antes que los asesinos del joyero. Si todo salía bien, como así fue finalmente, aquella maniobra me proporcionaría el tiempo suficiente para recapacitar sobre cuáles debían ser mis siguientes pasos. 
Lo primero que debía hacer, era averiguar quién tuvo conocimiento de la custodia del diamante por parte de mi cliente. Tendría que ser muy cauteloso pues la policía no me quitaría el ojo de encima. De hecho, ya había empezado a hacerlo, pues ¿qué si no hacían aquellos dos tipos siguiéndome desde que abandoné la comisaría? A no ser que… >.

concursoderelatos
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  • 19 de Octubre de 2010 a las 23:34
                                              VIAJE A LA LUNA



     Mi padre se llamaba José Arimateo Mendes, mi madre… no lo sé. Nunca la conocí y, según mi padre, ni falta que me hacía. 
     El pueblo donde viví durante toda mi infancia se llama San Juan del río Jordán… no lo busquen en el mapa, sería un esfuerzo inútil. Se trata de una pequeña pedanía cercana a una conocida localidad, sobre las planicies peladas de la meseta. Tierras áridas y casi esteparias, del color de la ceniza, que infunden en sus habitantes un profundo y constante malestar por cualquier cosa que provenga de más allá del horizonte. 

     Por todo ello, el día que la caravana de zíngaros, convenientemente escoltados por una pareja de guardias republicanos a caballo, acampó en los aledaños de la tapia del cementerio, el mundo entero rodó sobre sus engranajes para que los habitantes de San Juan del río Jordán mirásemos atónitos a la estrafalaria comitiva. 

     Juan Pedro Pitos, el alcalde pedáneo por aclamación popular (las cosas suelen hacerse así en San Juan del río Jordán), les salió al paso. El más viejo de los guardias  desmontó, se atusó el bigote, se despojó del gorro cuartelero (tenía el pelo pegado a la frente debido al sudor), carraspeó y por fin se decidió a hablar.

—Ejem, ejem… —Miró hacia atrás, como si lo que estaba a punto de decir fuera realmente una inconveniencia.
 —Aquí los dejo. Tengo orden de traerlos hasta San Juan y no permitir que vuelvan tras sus pasos. ¿Alguna pregunta? —Pedro Pitos era hombre parco en palabras, pero tenía una mano (algunos comentaban que se trataba de un racimo de pollas) realmente descomunal. La levantó por encima de su hombro y la posó en el susodicho del guardia, a modo de gesto comprensivo.
—Para nada debe preocuparse. —Después dirigió la mirada a un grupo de niños mocosos. Pedro Pitos les sonrió mostrando las encías enrojecidas por la piorrea. En cierta ocasión, uno de esos dentistas ambulantes que van de pueblo en pueblo se detuvo en San Juan del río Jordán. Como quiera que Pedro Pitos ostentara la más alta autoridad de la localidad, todos tuvieron a bien dejar que fuera el primero en visitar la tienducha que había levantado el matasanos en la plaza del pueblo. Nada más entrar, del interior surgieron unos gritos desgarradores. Al poco Pedro Pitos apareció ante todos sangrando por la boca como un cochino capibara en día de matanza. Ni que decir tiene que el dentista tuvo que desmontar la parada y poner pies en polvorosa.

     Ante el asombro de los vecinos de San Juan del río Jordán, los gitanos montaron una gran carpa en los aledaños de la tapida del cementerio; después, en medio de un gran alboroto y haciendo sonar pitos, trompetas y otros instrumentos de los que yo por entonces no sabía nombrar, dieron a conocer lo que ellos llamaban: un espectáculo irrepetible.
      Aquella perspectiva hizo mella en mí. Acuciado por la curiosidad me pasaba el día rondando la carpa, la cual permanecía cerrada misteriosamente. Tan sólo un estruendo de cacharros y cachivaches surgía del interior de tanto en tanto, así como unos extraños gruñidos y bufidos, como si un animal estuviera durmiendo la siesta bajo los coloridos toldos. 

     Un gitano enorme y moreno custodiaba los alrededores de la carpa continuamente; tan sólo abandonaba su puesto para orinar contra la tapia del cementerio. Ni que decir tiene que tanto enigma hacía que mi cabeza pergeñara mil y una conjeturas, de modo que finalmente decidí que tenía que colarme furtivamente en la carpa y así descubrir de una vez por todas lo que allí guardaban tan celosamente. 

     Para mi sorpresa el lugar no se correspondía con la ilusión que mi imaginación había elaborado de forma tan descriptiva. Lo que más me llamó la atención fue un gran cartel, sujeto a un enorme atril de madera, en el que podía leerse en grandes letras amarillas: “VIAJE A LA LUNA”, sobre un dibujo que representaba una luna de facciones humanas, cuyo ojo estaba atravesado por un objeto que yo, hasta entonces, no había visto nunca.
     Debajo del dibujo, me esforcé en leer… G…e…o…r…g…e    M…e…l…i…é…s.

     

     Los dos siguientes días fueron de una tensa espera. Los gitanos montaron una especie de anfiteatro a las afueras. Sillas alineadas y una especie de sábana gigante extendida de forma vertical frente al improvisado patio de butacas. Entre ambas bancadas se levantaba una misteriosa plataforma metálica… algunos del pueblo dijeron que les recordaba a un patíbulo, todo ello aderezado con truculentos detalles de la última ejecución pública llevada a cabo en la capital de la comarca. 

     Al anochecer del tercer día una gran expectación recorría las cuatro calles que conformaban el entramado de San Juan del río Jordán. Los gitanos volvieron a recorrerlas haciendo sonar su estridente fanfarria, por si había alguien en la pedanía que no supiera ya de su existencia.
    
     Le voyage dans le luns. El pretendido acento francés del gitano dejaba mucho desear. Para aderezar sus palabras, añadió: El romance entre el hombre y la luna… y dejó que sus palabras dejaran un poso de incertidumbre entre la asombrada concurrencia. Sobre la pantalla blanca gigante, aquella misteriosa máquina que emitía un zumbido adormecedor escupía imágenes, que se movían como si estuvieran encerradas en su interior, dejándolos salir tan sólo mediante la intercesión del zíngaro.  
     Un ¡Oh! de asombro tras otro, mientras la historia iba transcurriendo. Un coro de magos negros departía entre aspavientos, después de lo cual, las imágenes mostraban con detalle la construcción de una especie de cañón. El objetivo: viajar a la luna. 
     El hombre de aspecto encorsetado que dirigía las operaciones me recordó al último caballero que visitó San Juan del río Jordán. Se hacía llamar rey de España; un señor larguirucho como una zancuda y con el belfo caído como los mofletes de un ternero. Se hacía acompañar por el marqués y su séquito de alguaciles y guardas. 
     Pasaron por el pueblo para pasar una jornada de caza en los cotos propiedad del marqués. Iban en busca de las avutardas; un pájaro muy tonto que tiene la costumbre de anidar en mitad de los trigales. En tiempos de carestía forma parte principal del condumio de las gentes de San Juan, pero claro, durante los días que duraba la cacería real nadie se podía acercar a los campos cercanos. 

     Mientras tanto, bajo la carpa, la historia continuaba. Aquellos mamarrachos se habían dejado disparar como una bala de cañón y habían aterrizado de golpe en la misma luna; una serie de estrellas luminosas de caras sonrientes aparecían y desaparecían de la escena. Al parecer la luna tiene una geografía peculiar de brazos y piernas retorcidas, como cuando los mozos de San Juan se emborrachan en el pueblo de al lado; cosa que ocurre en las fiestas grandes o de guardar.

     El espectáculo irrepetible duró media hora larga, para desilusión de las anonadadas gentes de San Juan del río Jordán. El alcalde pedáneo Pedro Pitos ofreció a los zíngaros la oportunidad de repetir su actuación al día siguiente, por puro afán de complacer a sus vecinos (algunos, ofendidos por su tendencia a lo populachero, insinuaron que más le valía irse a la capital junto a los estirados ministrotes del Borbón número XIII). 

     Al anochecer, cuando tan sólo los gatos se acercaban a la tapia del cementerio, mirando como cientos de insectos luminosos reverberaban ante mis pupilas dilatadas por la emoción, allí estaba yo, observando extasiado el cielo e intentando distinguir el ojo tuerto de la luna. Nunca más en mi vida tuve ocasión de contemplar un espectáculo semejante al que nos ofrecieron los gitanos ambulantes, nunca más en la vida pude mirar a la luna sin acordarme de ellos.
     
     
     

concursoderelatos
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  • 20 de Octubre de 2010 a las 13:16

NOVILUNIO


Los Mayús: Poblado del Bosque Criptus.
-Jefe de la Tribu: Oskala
-Hijo del Jefe: Buli
-Futura Esposa de Buli: Sala
-Hechicero: Kalusi


Los Tisalas: Poblado de la Llanura Basira.
-Jefe de la Tribu: Tulos
-Primer Guerrero: Masulo

 

--- CUARTO CRECIENTE ---
Los Mayús aún lloran la muerte de sus últimos caídos de la luna nueva. En estos primeros días siempre hay silencio en el poblado; el Bosque Criptus les guarda respeto, los acoge… pero por desgracia no puede defenderlos. Dentro de poco será luna llena, y el poblado disfrutará de sus días de paz. Todos sus acontecimientos felices son reservados para la noche en la que la luna llega a su apogeo. En una de las chozas una madre peina a su joven hija. Sala, de diecisiete años, ya está nerviosa por lo que va a acontecer dentro de dos lunas: su boda con Buli, el hijo del jefe de la tribu, Oskala. La madre peina y canturrea viejas canciones; la hija se deja embellecer por la sabiduría de sus manos arrugadas. Sala no puede ver el rostro de su madre; su ceguera de nacimiento se lo impide, pero reconoce su alegría y su belleza nata. Mientras tanto, en la cabaña del jefe Oskala, éste le habla a su hijo de viejas historias. Buli escucha con atención. Para él, su boda con Sala aún no puede acaparar su pensamiento. Antes de que llegue la segunda luna llena, queda la siguiente luna nueva, y todo lo que ello conlleva para su pueblo. El cielo sin luz del astro menor supone la llegada del terror en sus vidas. Esa noche de máxima oscuridad, los Mayús son atacados por los Tisalas, los pobladores de la Llanura Basira. Los Tisalas tuvieron que hacerse fuertes al vivir en un terreno llano y despejado. Desarrollaron su instinto bélico al sentirse débiles por carecer de elementos de defensa. Los Mayús, en cambio, al sentirse ocultos y protegidos por el bosque que los amparaba, se sentían libres de todo ataque… hasta que los Tisalas iniciaron sus ofensivas con el fin de hacerse con todo lo que el bosque da y su seca llanura les priva. Aunque no se limitan a robar; también destruyen y matan caprichosamente. Buli odia a los Tisalas, y sabe perfectamente que algún día ellos tendrán que hacerles frente con mayor gallardía. Pero su pueblo no está preparado para ello, y se limitan a esperar y soportar los ataques como si fuera un castigo divino.

 

---PLENILUNIO---
Es costumbre entre los Mayús celebrar una fiesta la luna llena anterior a una boda, y que ésta sea la del futuro jefe de la tribu le suma un mayor entusiasmo. Sala es muy querida por todos por su bondad y belleza; Buli, a su vez, es muy respetado a pesar de su escasa edad. Todos confían en él como digno sustituto de su padre. La mayoría de los Mayús se han reunido en la explanada del centro del poblado. Allí bailarán, comerán y celebrarán el rito canutsi: el hombre casadero ha de reconocer a su esposa de entre diez mujeres con los ojos vendados y palpando únicamente sus rostros; la mujer casadera, ha de reconocer la leve caricia de su hombre sobre su mano. Si alguno de los dos no acierta, la boda ha de retrasarse al menos  seis lunas más, pues es señal de que aún no se conocen lo suficiente como para desposarse. Pero Buli y Sala no pueden fallar; se aman desde que tenían quince años, se conocen y él es tan parte de ella como ella de él. El hechicero Kalusi se encarga de la ceremonia, así como de la lectura de su futuro. Mientras todos mantienen silencio, el brujo abre una serpiente en canal con una piedra afilada. Observando el interior de su cuerpo, Kalusi puede augurar el porvenir de la pareja. Tras varios segundos de incertidumbre, las arrugas del viejo hechicero se hunden en su rostro. Su mano tiembla… pero en seguida alza su palo como señal de que les espera un largo porvenir. Sin embargo, algo se ha quedado para sus adentros. Es incapaz de sumarse a la alegría colectiva y se retira a su choza mientras todos prosiguen la celebración. La luna llena les observa desde lo más alto, como una madre que disfruta viendo felices a sus hijos.

 

---CUARTO MENGUANTE---
En la choza del hechicero, Buli y Kalusi se tumban en el suelo mientras mantienen una de sus habituales charlas.
-Kalusi… Sé perfectamente que algo viste en la serpiente que no era bueno para nosotros.
-Buli…
-Ocurrirá antes de la boda, ¿verdad? En la próxima luna nueva.
-Buli… Es tu destino morir en manos de los Tisalas… pero eso no tiene por qué ocurrir ahora. Quien me preocupa es Sala. Buli… escóndela en el bosque, aléjala del poblado. No sólo vi una muerte, también vi una traición.
-Jamás ha habido una traición entre los Mayús, ¿quién iba a hacer algo así?
-Alguien con despecho… alguien con veneno en su sangre, Buli. Hazme caso. Sala no puede estar en el poblado la noche del ataque; es más, nadie debería saber esto, no sabemos dónde está el traidor. Seguro que habrá informado sobre vuestra boda, y el traidor podría señalarla para que sepan quién es y la maten.
-Un traidor entre nosotros… Acabaremos convirtiéndonos en un pueblo endemoniado, como los Tisalas. De lo que sí estoy seguro es que nuestra gente no puede seguir dejándose intimidar por ellos. Cuando suceda a mi padre haré de los Mayús un pueblo más fuerte. Luchar no implica traicionar nuestras costumbres. Se lucha para sobrevivir, Kalusi. Ya es hora de que despertemos de este letargo.
-La lucha acabará antes con nosotros, joven Buli. Ellos son más fuertes, más numerosos y mejores estrategas. Quedándonos en nuestras chozas mueren dos o tres… enfrentándonos a ellos, pueden morir decenas de nosotros. Este es el pensamiento de nuestro pueblo, y de tu padre.
-No sé qué hacer, Kalusi.
-Eres muy joven aún, Buli. Pero eres impetuoso, y valiente. De momento piensa sólo en esconder a Sala la próxima luna. Todo llegará.

 

---NOVILUNIO---
El Bosque Criptus se ennegrece en la noche de luna nueva. Sus árboles, altos y gruesos, parecen almas de legendarias criaturas monstruosas. La vida allí parece oculta, escondida y con miedo en sus entrañas. Sólo los animales, ajenos a las maldades del hombre, chillan y canturrean sin temor a morir esa noche. Mientras todos los Mayús permanecen en sus chozas, Buli se aleja del poblado de la mano de su amada Sala. Siguiendo los consejos del hechicero, la lleva hacia su rincón favorito del bosque: el hueco de un viejo roble. El joven mayús le acaricia la mejilla y trata de tranquilizarla con promesas de que todo pasará rápido. Buli vuelve al poblado; es su deber permanecer junto a su padre y su pueblo. Sabe que no puede hacer nada, que odiará escuchar los gritos de pánico de su gente sin poder alzar una espada contra sus ladrones. De nuevo entrarán con antorchas y lanzas, robarán sus enseres, sus alimentos… y matarán a dos o tres hombres al azar, siempre con la intención de hacer ver su poder. Tulos, el jefe de los Tisalas, se deja acompañar por Masulo, su primer guerrero. Montados en sus caballos, observan cómo sus soldados cumplen con su labor, hasta que dan una orden de retirada y todos se alejan con lo robado esa noche. Tras el silencio… los llantos. Unos llantos que por más ataques que hayan vivido jamás se apaciguan. Pero esta vez se muestran menos llorosos al comprobar algo inédito: no ha habido ningún muerto. Todos salen de sus casas para celebrar el primer ataque sin víctimas mortales. No les importa los alimentos perdidos y los objetos robados, el bosque es su eterna despensa; lo importante es que ninguna sangre se ha derramado. Y cuando todos ríen, se escucha a lo lejos un grito que desgarra la noche. Nadie entiende qué ocurre… hasta que aparece Buli caminando con lágrimas en sus ojos, portando en sus brazos el cuerpo inerte de su amada Sala ensangrentada. Todo el poblado se acerca a ellos uniéndose al lloro del joven; todos son conscientes de la gran tragedia que están viviendo. Jamás habían asesinado a una mujer. Los llantos pronto se convierten en gritos de odio, en sed de venganza, en promesas de sangre. El pacífico poblado Mayús se está conjurando para prepararse para la guerra, y ven en Buli a su inmediato líder. Oskala entiende que ha llegado su momento de retirarse y dejar que su hijo les guíe… quizás a su fin como pueblo… o al fin de sus penurias. Y mientras todos jalean a su joven jefe, Kalusi el hechicero permanece sentado en el suelo de su choza y diciéndose a sí mismo: “Era necesario… era necesario”.

concursoderelatos
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  • 20 de Octubre de 2010 a las 20:40
Luna de Eternidad

Blanca, pura, una luz en la oscuridad.

Esa luna blanca, tan llena esta noche como una enorme moneda de plata, ha sido siempre adulada por los antiguos, idolatrada por los románticos, reverenciada por los creyentes. Todos saben que es poderosa: controla las mareas, domina los cielos en la noche…

Ilusos, ninguno sabe de verdad a qué se debe realmente toda su atracción.

A mí, descubrirlo, me costó años de estudio y la cruel carga del sabio pero repulsivo tutelaje de mi maestro. Lo soporté, todo lo hubiera resistido, cualquier cosa, por eso fui merecedor del conocimiento. Llegué a la Historia que se ocultaba antes de la Historia, al misterio dentro del misterio, a esa verdad oculta, tan fabulosa que nadie en su sano juicio podría creerla.

Por suerte para mí, hace mucho tiempo que perdí la cordura, el precio necesario para conseguir lo que deseo.

Mi maestro estaría orgulloso, a su extraña manera. Casi llego a sentir pena por haberlo asesinado, pero era necesario. Él conocía el precio de tener un estudiante y yo el que suponía someterme a sus enseñanzas. No, no siento ninguna pena; sólo tengo que recordar sus ásperas manos y su arrugada piel, su aliento seco… Nunca llegué a saber su edad con seguridad, pero nunca deja de estremecerme saber que algo tan antiguo sea capaz de mostrar un ansia carnal tan grande.

Pero, como digo, echando la vista atrás, aprender bajo su tutela fue una bendición. Entre sus libros y sus enseñanzas encontré la fuerza necesaria para esta empresa y el conocimiento para asumir y afrontar las respuestas que anhelaba.

Ah, pobres mortales que miran al cielo en su ignorancia, sin conocer la verdadera historia….

En una noche como esta, justo como esta, pero hace muchos, muchos años, tantos que la cifra es difusa incluso en mi mente privilegiada, cuando el mundo y la magia eran jóvenes, cuando los dioses eran poderosos y los demonios caminaban por la tierra…Ocurrió.

De aquella época sólo nos quedan multitud de mitos y leyendas,  redactados de mil modos distintos en libros, tablillas y pergaminos de todos los tiempos; pero, fue entre los escritos de mi nada llorado maestro donde encontré aquel documento que me permitió acceder a esta suprema sabiduría. A todo aquel que camina por la senda de lo arcano, le consta que el conocimiento es poder, y cuanto más escondido, más secreto, mayor es su potencial. Por eso, esta sensación de euforia, esta sensación embriagadora que percibo como el sabor de un vino intenso: tras la muerte del maestro, soy el ser más poderoso de este mundo.

La luna. Mi aliada en esta oscura noche. Mi querida y plateada luna…

Aquellos primeros hombres que luego se repartirían por el mundo, extendiendo sus culturas, se encontraron en peligro de extinción. Extraños seres, los demonios, los acosaban sin tregua y ni siquiera los dioses podían protegerlos. Así que, uno de ellos, poderoso en la antigua sabiduría de lo arcano, decidió usar lo que mejor dominan los dioses, la destrucción, y enseñó mortíferos conjuros a los hombres.

No fue su mejor decisión. Muchos dioses, demonios y hombres, cayeron en la vorágine de violencia, que desgarró cielo, mar y tierra. Pero por algo los dioses son dioses: todavía quedaba una solución

Exigiría un último sacrificio, sin embargo…

Muchos dioses desaparecieron esa noche, con la luna plena en el cielo. Por más que he investigado no he conseguido desentrañar este misterio, sólo conozco las consecuencias. A lo más, puedo aventurar que, usando gran parte de su poder, agonizando y muriendo por miles, los dioses consiguieron vencer y atrapar a todos los demonios en una prisión que no emite luz, pero provoca sombras: la luna. Utilizaron para ello la esencia de los muertos, los caídos en esa terrible batalla, pero también prácticamente toda la magia del mundo. Es evidente: a partir de entonces, esa energía definitiva que lo hace todo posible, se convirtió para los humanos, en algo de lo que sólo se habla en relatos de niños o en textos de locos y viejos. Por lo demás, aunque en el fondo persista el anhelo común, la sensación de pérdida compartida por todos, es algo de lo que se habla con indulgencia o desprecio, asumiéndose que no existe, que nunca ha existido.

Pero, claro que existe. Existe, y ha sido la razón de que la humanidad haya podido vivir y prosperar en todo este tiempo. No saben que están siendo protegidos, ni mucho menos hasta qué punto se acerca su desastre…

Y es que, desde entonces, desde aquella intervención suprema de los dioses, la magia que envuelve la luna se va debilitando, agotándose a cada minuto que pasa en su continua lucha por mantener el Sello incorrupto.

El cálculo es perfecto, debe ser hoy, el séptimo día del séptimo mes, cuando la luna esté llena, vigilante como un gran ojo… Eso es, un gran ojo, pues allí descansa la perdición de la humanidad, vigilando el mundo, esperando con aterradora paciencia su regreso.

Criaturas que saben muy bien que nada es eterno.

Las fuerzas que estoy por desatar son antiguas; antiguas, poderosas, terribles y hambrientas. Si algo sale mal pagaré caro el error y no sólo con mi vida…

Pero, no voy a retroceder, no cuando tengo tan cerca la victoria. Romperé el Sello, liberaré la magia que aún perdura y yo, como único practicante de lo Arcano, seré imparable. Los dioses se inclinarán ante mi nombre. Mis deseos bien valen la vida de esos miles de pequeños mortales que perecerán cuando se liberen los demonios, antes de que yo logre doblegarlos. El resto, los humanos que sobrevivan, también me rendirán pleitesía. Es su destino.

El tiempo ha llegado, el momento es “ahora”.

Blanca, pura, una luz en la oscuridad.

Ilusos...

concursoderelatos
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  • 21 de Octubre de 2010 a las 2:32

El apagón.

 

-¿Has traído algo de postre?

- No, qué va, estará pudriéndose en la mesa de la entrada de casa. Vamos al comedor, anda.

 

Los dos salieron a tomar su descanso de media hora en la azotea. La última hora de la tarde y la primera de la noche habían sido bastante ajetreadas. Las redes sociales y sus correos electrónicos habían promovido un apagón voluntario a las nueve y media de la noche que había tenido un seguimiento irregular. En algunas zonas había sido más bien  escaso y en otras muy alto, lo que se tradujo en problemas en todos los centros de las compañías eléctricas. La decisión de algunos alcaldes de apoyar el hecho con el alumbrado público había influido en las variaciones.

Marcos y Aurelio, empleados de la central del monte Juncal, lo habían sufrido estoicamente, estuvieron algo más de una hora mirando las agujas y sudando. Ahora que ya había pasado se preguntaban cuándo llegarían los nuevos reguladores a su área, esos que no había ni que mirar. Ambos pensaban que ya era necesario pero también ambos esperaban que no fuera antes de la jubilación de Aurelio. Por si acaso.

 

En Medina de Riomar, junto al puerto pesquero, fuente de la mayoría de recursos del pueblo, Toñi y Santiago hablaban de espaldas a la luz de las farolas amarillentas, sumergidos en el olor de las redes y aparejos secados al sol. Un Mediterráneo rectilíneo, silencioso, acompañaba los susurros de la pareja.

 

-Nunca más, no pienso volver y tú deberías hacer lo mismo – repitió ella.

-Ya, pero ¿y mi trabajo?, ¿Dónde voy a encontrar algo para lo que valga? Mi suegro tiene el barco y le debo mucho dinero- Santiago siempre con la misma excusa, el mismo miedo, la debilidad que ya era una parte que pesaba en su relación.

- Podemos ir hacia arriba, Marlasca tiene los cebaderos de atún rojo. Allí siempre hace falta gente.- Toñi hablaba monótona, sin esperanza en que la escuchara, mirando hacia el mar con las manos debajo de sus muslos. Santiago, sentado a horcajadas en el muro, cabizbajo arañaba, sin verlas, las gotas de salitre de su mono.

- Si me voy no me dejarán ver más a los niños. Ella es así, rencorosa. Simple y rencorosa.

 

“No me vuelvas a hablar de ella” estuvo a punto de gritarle la mujer pero calló. Como siempre.

 

En el horizonte, que parecía empezar a hervir entre vapores,  aparecía el resplandor de la luna aún oculta. Ya pasaba la media noche y si decidían no hacerlo, no escapar otra vez, Toñi debería volver a casa.  

 

- No puedo volver. No quiero. Es un hijoputa. Cuando la tienda va bien bebe. Cuando va mal bebe. Desde luego me alegro de no tener niños.- Santiago apoyó la frente en su hombro con gesto impotente. – Quita Santi, me voy.- Pero siguió allí sentada mirando salir la luna llena del agua, aguantando sobre su espalda otro peso muerto más, el de la indecisión. El peso de una pareja que siempre quiso quedarse, seguir con las cosas como están pero que lo ocultó en su cobardía y necedad.

 

 

Cuando Marcos y Aurelio oyeron la alarma, sentados en la azotea, ya era demasiado tarde, el control principal se había quemado. Desde su atalaya, viendo el paisaje nocturno de la región frente a ellos, sentados en dos sillas de resina, con la navaja en una mano y el pan en la otra, contemplaron cómo todas las luces entre el monte Juncal y el mar se apagaban.

 

- Mecagüen la puta, Marcos, ¿has visto que luna?- dijo Aurelio como si nunca la hubiera visto, salpicando de sardinas en aceite a medio masticar todo a su alrededor.

- Ajá- dio otro trago de su botellín y lo dejó vacío en el suelo sin prisa y sin quitar la vista de aquel medio queso que si lo sumabas a su propio reflejo sobre las aguas hacía el mayor queso del mundo- estamos apañados, abuelo- continuó-deberíamos hacer algo ¿no?

 

Con los ojos fijos en aquella fuente que teñía  todo de una luz fantasmagórica y cálida a la vez, si es que eso es posible, el veterano, influido, acababa de tomar una decisión.

 

-No, esto no es cosa nuestra, o al menos tuya.- Y sonrió llevándose el pan a la boca.- Tu eres un subordinado y te he enviado al pueblo a comprar unas cervezas a la gasolinera ¿estamos?

- Ajá –Marcos engulló una sardina tras rebuscar en la lata con la navaja. Sus ojos recorrían las manchas de los cráteres, montes y valles lunares que parecían bullir de animación aquella noche.

 

Por primera vez en mucho tiempo, Aurelio sentía que tenía futuro en alguna parte. Llevaría a Maruja a París para que dejara de darle la tabarra. Terminaría de arreglar la caravana y recorrería Europa por fin. Ese resplandor que, reflejado en el mar, ahora parecía hacer equilibrios sobre el pico del peñón de Lara llenaba su cabeza y abría una brecha en su corazón llenándolo.

 

- En seguida se pondrá en marcha la alternativa de Alcántara y volverá la luz a los pueblos, no te preocupes chico.

- No, si no me preocupo. Estoy pensando ¿sabes? En Vane. En mí. En los dos, vamos. Creo que cuando llegue a casa le voy a decir a Vane que vale, que me voy a buscar un piso para nosotros dos solos.

 

 

Las farolas se apagaron y la pareja tuvo tiempo de oír el silencio. Pero sólo duró  unos segundos al cesar el rumor lejano de las cámaras frigoríficas justo antes de arrancar los generadores automáticos con su sonido de segadora de gasolina. La luz del satélite lo llenó todo. La cara de Toñi se iluminó de gris azulado brillante. Sus ojos verdes parecían blancos y su piel destacaba lisa y suave sin rastro de esas pequeñas arrugas que ya empezaba a sufrir alrededor de los ojos. Santiago, con la frente apoyada en el hombro de ella, rumiaba su indecisión con los ojos cerrados completamente ajeno a la belleza y fuerza que les llegaba del cielo.

 

Un camión grande, de los frigoríficos que hacían las rutas de los mercados, paró detrás de ellos. Al apagar las luces, el conductor se quedó apoyado en el volante viendo la gran bola blanca flotar en el aire. Tenía los ojos abiertos como si fuera la primera vez que reparaba en su presencia.

 

-Bueno, ya está bien. Si no quieres no tienes que venir. -Toñi se levantó de un salto y recogió el capazo del suelo. Un capazo, más grande que un bolso y más pequeño que una maleta, que había llenado con lo justo para huir hace ya algún tiempo pero que volvía a casa irremediablemente cada noche tras el trabajo.

 

Santiago la miró de espaldas al mar mientras se acercaba al camión. Iluminadas las caderas se balanceaban lo ideal para despertar interés y desear seguir mirando. Dudaba si lo que estaba viendo era, en fin, realidad o fruto de su imaginación. Ella se subió a un escalón que parecía un columpio y asomó su cara por la ventana del conductor.

 

- ¿A dónde te vas?- le espetó sacándolo del ensimismamiento.

- ¿Eh? Pues a Barcelona, a “mercabarna”, acabo de cargar y tengo que estar allí en unas cuatro horas. ¿Te llevo?

- Si, espera que me despido- Caminó hacia la cara oculta de Santi. Su figura, oscura como el futuro que veía delante, se recortaba sobre el luminoso panel circular que hacía sentir a Toñi que había tomado la opción adecuada.

-¿Llevas algo de dinero? ¿La tarjeta?

-No, sólo la tarjeta.-Echó la mano al bolsillo como si alguien estuviera a punto de robarle y se estremeció cuando el camión arrancó con un estruendo de libertad y viaje, de cercana distancia.

- Vale, dale un beso a tus niños de mi parte. No te preocupes por tu dinero. Me piro.- Y le besó en la incrédula cara antes de salir corriendo hacia la puerta abierta.

 

 

El teléfono del monte Juncal empezó a sonar cuando los dos trabajadores se sentaban en sus puestos delante de las pantallas. Marcos contestó, emitió un par de monosílabos y colgó con parsimonia.

 

-Parece que de verdad estamos jodidos. Vienen de la central y dicen que no nos movamos de aquí si no queremos tener un problema mayor.- Empezó a sudar con una media sonrisa.-Lo mismo el pisito tiene que esperar.

- No, ya te he dicho lo que tienes que decir. Sólo añade que cuando volviste yo no estaba.

-Pero...hemos venido en el coche de la empresa y está ahí, se supone que me lo he llevado yo a por las birras.

-Nada chaval, no importa. Que me voy, aunque sea andando, es el momento de jubilarse.- Le dio la mano y salió.

 

 La última vez que Marcos vio a Aurelio bajaba por el camino de grava saltando entre los pinos.  

concursoderelatos
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  • 21 de Octubre de 2010 a las 12:56
Viajando por Suiza

    El tren llevaba varias horas averiado en el interior del túnel. Apenas cinco minutos después de entrar en el mismo, por su boca norte en Göschenen, una fuerte sacudida había agitado bruscamente los vagones y, entre bufidos y chirridos, la locomotora se había detenido.

    Tras unos primeros minutos de desconcierto, se supo que se trataba de una avería de la propia locomotora y que aquello supondría un inevitable retraso paro los planes, fuesen los que fuesen, de los escasos pasajeros que, en Lucerna, habíamos subido al tren aquella tarde.

    Un amable  empleado había pasado pocos minutos antes por el pequeño departamento en el que viajábamos para comunicarnos que la Compañía de Ferrocarriles Federales Suizos lamentaba el incidente. Nos había explicado que lo que primero se tomó como una avería de fácil solución había resultado en realidad un grave desperfecto en uno de los ejes de la locomotora. Sin embargo, ya estaba en camino una unidad especial que traería las piezas y el personal capacitado para reparar la máquina. En poco rato, afirmó, nos ofrecerían una cena fría y una buena manta de lana para que pudiésemos acomodarnos lo mejor posible durante la próxima noche. Reparar la avería iba a llevar su tiempo. Y nuestro pequeño tren no podría emprender la marcha con normalidad, y abandonar de ese modo el túnel, hasta bien entrada la mañana del día siguiente.

    —¡Maldita avería! ¡Que retraso! Pensaba llegar a media tarde a Chiasso y ya ven. Ahí fuera, al otro lado del túnel ya debe estar anocheciendo.

    El que así habló era un hombrecillo obeso, con aire de pequeño burgués del norte de Suiza. Su típico sombrero reposaba sobre su maletín de viajante situado en la redecilla en la parte alta del departamento.

    —A nosotros no nos importa el retraso. Estamos de vacaciones y vamos un poco a la buena de dios. Esta pequeña aventura será una anécdota más que podremos añadir a nuestros recuerdos del viaje. ¿Verdad, cielito?

    La joven señorita, de sonrosadas mejillas, dijo esto mirando con dulzura a su joven acompañante, que la tomaba de la mano. El buen mozo no dijo nada. Simplemente asintió sonriente, sin dejar de mirar a los azules ojos de ella. Estaba claro que para ellos el incidente de la avería era secundario. Disfrutaban de su mutua compañía y lo mismo les daba estar en el interior de un túnel que en la superficie helada de uno de esos famosos glaciares que habían visitado en los últimos días.

    —A mi no me preocupa el retraso, ni tener que pasar aquí la noche. Pero siento que usted, madre, no pueda descansar en el cómodo lecho que nos aguardaba en el convento. Usted ya no tiene edad para descansar en el duro asiento de madera de este vagón.
    —No te preocupes por mí, hermana Maria. Aun no soy una anciana. Y si ha sido la voluntad del Señor que estemos aquí esta noche, nada ganaríamos quejándonos. Podemos darle gracias porque este moderno ferrocarril lleve estos fanales de petróleo que nos iluminan y porque tuviesen comida suficiente para ofrecernos una cena que, en estas circunstancias, será un bendición de Dios.

    Sentadas delante de mí, las dos monjitas con sus obscuros hábitos y sus blancas cofias y con sus misales en las manos, me trasmitían una extraña sensación de paz. Me resultaron simpáticas, debo confesarlo, desde el mismo instante en que subí al vagón y me senté junto a la ventana, frente a ellas. Y contribuyeron a aumentar mi aprecio por sus personas cuando, a poco de emprender la marcha, nos obsequiaron con unas dulces pastitas que, junto con un trago del ponche que llevaban en un termo, resultaron deliciosas.

    Los otros dos pasajeros, que ocupaban las dos plazas junto al pasillo, a la derecha de las religiosas, eran los únicos que no parecían dispuestos a hacer comentario alguno sobre nuestro forzoso retraso y la perspectiva de pasar una fría noche en el interior del túnel de San Gotardo. El mayor de ellos, situado junto a la puerta, era un hombre de aspecto elegante, con el mismo aire yanqui que el otro, el más joven, pero a diferencia de éste, que en ocasiones intercambiaba algún comentario con los jóvenes excursionistas o con el viajante, sentados delante suyo, aquel caballero americano de canoso cabello y expresión sumamente triste, había permanecido todo el tiempo callado. Durante un buen rato me había dedicado a observarles a ambos, discretamente. Sin necesidad de escuchar el acento del joven supe enseguida por su modo de vestir y comportarse que se trataba de dos caballeros americanos. No sabría decir porqué, pero me pareció que se trataba de dos personas... iba a decir atormentadas, pero quizás exagero. Daba la impresión de que no eran felices. De que en sus vidas había algo que pesaba como una losa y les amargaba y les deprimía.

    Decidí hacerle un comentario al joven, pues pensé que su acompañante no parecía predispuesto a entablar conversación alguna. Le hice la pregunta de rigor en aquella situación, sobre si no les molestaba el desagradable incidente que nos tenía retenidos en aquel lugar, en el espesor del macizo de  San Gotardo, en los Alpes.

    Curiosamente aquel hombre triste, ensimismado, al oírme formular la pregunta, pareció reaccionar. Se volvió hacia mi. Sus ojos parecieron estudiarme por unos instantes. Y por vez primera le oí hablar.

    —Una avería como esta es una de las cosas que más temo cuando viajo...

    Su voz era grave y profunda, y tenía un timbre extraño. No se podía evitar cierto desasosiego al escucharle hablar, y no sabría decir el motivo.

    El joven americano asintió en silencio.

    —Sin embargo, cuando vi que estábamos en el interior de este profundo túnel, confieso que ello me tranquilizó... y creo que tranquilizó también a mi sobrino. No lo niegues, muchacho, vi el espanto en tu cara cuando pensaste que nos podía caer la noche estando todavía de viaje.
    —¡Tío!
    —Dudaste de si, llegado el momento, serías capaz de actuar según mis instrucciones.
    —No me gusta hablar de eso, tío. Por fortuna pasaremos la noche aquí dentro. Sin embargo, déjeme decirle que sigo pensando que ha sido una imprudencia emprender este viaje, teniendo en cuenta las circunstancias y las fechas en que lo hacemos.
    —Sobre eso no hay discusión posible. Quise y sigo queriendo visitar a esa mujer. Estoy en deuda con ella.

   —Mein herr... — el viajante se dirigió al yanqui señalándole con el dedo índice de la mano derecha. — Debo entender que a usted no parece haberle disgustado demasiado que nos hayamos detenido en el interior del túnel de San Gotardo. ¿Es así?
    —Es cierto.
    —Pues permítame que le diga que no le entiendo...

    Me pareció que el joven americano se puso tenso ante el cariz que llevaba la conversación. Afortunadamente, la joven excursionista zanjó el asunto con un simple comentario

    —Sus motivos tendrá, digo yo. ¿verdad cielito?
    —Seguro, cariño mío. – Le contestó su acompañante.
    —No saben ustedes lo afortunados que hemos estado todos hoy. No pueden hacerse idea. Se lo aseguro.

    Tras decir estas palabras, aquel hombre misterioso y triste volvió a mirar al vacío y pareció de nuevo perderse en sus pensamiento, lejos de nosotros, lejos del tren y del túnel.


    Transcurrió la noche sin más incidentes. Con la cena fría nos ofrecieron un vino excelente y ello, sumado a un buen trago de brandy americano que nos ofreció el joven yanqui, contribuyó a que pudiese descansar y dormir, cubierto por la cálida manta que me habían ofrecido. Ni siquiera tuve tiempo de lamentar el no haber podido ver los hermosos valles próximos a Ariolo, ya que dicen que a la luz de la luna ofrecen una sobrecogedora imagen, y aquella noche, precisamente, teníamos luna llena.


    A eso de las tres de la tarde del día siguiente llegamos a Chiasso. Nos dispusimos a abandonar el tren y comenzamos a tomar nuestros bultos y maletas. Como yo estaba junto a la ventana y tenía muy fácil acceso al equipaje, fui tomándolo y entregándoselo a mis compañeros de viaje. Cuando llegó el turno del joven yanqui, le pase un maletín y un cinto que me hizo pensar en el legendario Far West. A parte del revolver y su canana, que supuse iban dentro del maletín, allí estaba la munición correspondiente. Yo sabía que los americanos no dudan en viajar con su arma, lo que me sorprendió fueron aquellas balas. En vez del típico color cobre o plomo, los proyectiles encajados en pequeños casquillos brillaban como sólo he visto brillar a los objetos de plata pura.

    A continuación tomé la maleta de su tío, aquel hombre triste y atormentado, y al hacerlo puede leer una etiqueta que decía "Lawrence Talbot, Connecticut". Por un momento aquel nombre me resultó familiar. Mientras la bajaba del compartimiento del equipaje para entregársela recordé haber leído algo en las noticias de sucesos, meses atrás, sobre un turista americano con ese nombre, que fue atacado por un lobo en plena noche en el espesor de un bosque en algún lugar del este de Europa. Hungría o Rumanía, no estaba seguro. Le entregué la maleta y vi que me miraba con curiosidad. Por primera vez en todo el viaje le vi sonreír levemente.

    —¿Ahora lo entiende, verdad?

    Tenía razón. Las balas de plata de su sobrino, preparadas para ser utilizadas como recurso extremo. La noche de luna llena... Sí, comprendí que de haber estado fuera del túnel al caer la noche, aquel joven yanqui se habría visto obligado, por el bien de todos, a disparar contra su propio tío.

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