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civairott
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XLVII CONCURSO DE RELATOS BUBOK: MARES Y OCÉANOS

21 de Noviembre de 2010 a las 22:41

Hola a todos, Bubokianos de pro.

Os cito para esta nueva edición, la XLVII. El tema elegido es: MARES Y OCÉANOS.

No creo que haya que recurrir a la Sra. RAE. Sólo os pido que, ya sea el mar o el océano, tengan protagonismo en la historia, que no sean unos meros espectadores.

Espero que el tema os motive.

También quería decir que, por única vez, y para celebrar mi primer MdC, quiero hacer un regalo al concursante que gane esta edición: un libro o varios por valor de 30 euros (a elegir por el ganador).

Este regalo es cosa mía, por tanto, yo soy el único responsable de que el ganador reciba el premio. Ya me encargaré de hacer saber a quien gane cómo y cuándo le llegará el libro.

A aquellos que quieran participar por primera vez, que me pregunten por mensaje privado los requisitos y las normas para poder concursar. O bien que lo pregunten en el post dedicado a los comentarios de esta edición.

Bases del concurso:

>http://www.bubok.es/foros/tema/1933/BASES-del-CONCURSO-BISEMANAL-DE-RELATOS-BUBOK-LEER-antes-de-votar-o-participar/#ultimo_mensaje

El plazo de presentación de los relatos finalizará el jueves 2 de diciembre, a las 22:00.

Y ahora... ¡a escribir todos ya!

A PARTIR DE AQUÍ, ESTE POST ES SÓLO PARA PUBLICAR RELATOS.

concursoderelatos
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  • 23 de Noviembre de 2010 a las 13:37

24 kilos

 

No sabe qué hacer con las cinchas. Se le enredan antes de engancharlas. Es la primera vez que el español le ha obligado a llevarlo puesto. También le ha provisto de un aparato GPS marítimo y de un par de linternas. Una bolsa  Adidas, de imitación, con el emblema del Barça, repleta de caldo de pollo envasado y de botellas de agua. Debe pesar unos 24 kilos, la mitad de un saco de cemento.

Cuando trabajaba con su padre, en Tánger, la furgoneta en la que se recogía cartón siempre pesaba 24 kilos de más. Los que él tenía a la edad de 7 años. Entonces iba al colegio español, en Tánger. A la salida, acompañaba a su padre y sus hermanos en la búsqueda de papel, cartón y metales. Trabajaba menos que los demás, porque siempre comenzaba la jornada con 24 kilos. Antes de hacer la entrega en la chatarrería, se ocultaba en la caja de la furgoneta, para incrementar el peso y el valor.

Ha pasado el tiempo, ha consumido varios años de su vida en una cárcel de Al Andalus, por el hachís, y ahora se dedica a las barcas, como todos llaman al negocio de transportar negros a las islas Afortunadas. Desde hace unos años.

Hoy será su viaje número 24.

Nunca viaja sólo; siempre le acompaña otro cayuco, motorizado, con una cantidad similar de negros. El español dice que es para asegurar el precio del cargamento; si uno se pierde en el mar, el otro garantiza el negocio.

Le gusta su trabajo. Vaciar África de negros y colocárselos a los soberbios de allí arriba. El profeta lo vería bien. Ha estudiado y conoce la historia de los suyos. Sabe que fueron un Imperio, que dominaron el mundo y que les enseñaron a los del Norte casi todo de lo que ahora presumen. También sabe que los negros se han cazado siempre. Para llevarlos a Arabia, para trabajar cerca de donde se levanta La Meca.

Necesita los ingresos de tres viajes más para poder viajar hasta allá, con sus dos esposas y alguno de sus hijos mayores. El que vive en Barcelona quiere que vayan todos juntos. Él no lo ve bien, porque se casó con una infiel o viven juntos. Apenas tiene noticias de cómo viven allá. Lo que conoce es a través de una de sus esposas, la que es la madre del catalán.

Se le hace tarde. La mercancía llegará en dos horas. El sol comienza a lamer la superficie del mar. Se dirige a la rada, bien oculta entre barcos viejos; hay dos pequeños astilleros donde se hacen trabajos de carena para pesqueros y otras naves de poco calado. Seguro que ya se encuentran los negros entre los esqueletos de la mar. No le gusta el agua. No sabe nadar. Tampoco sus clientes saben hacerlo. Cuando una barca se pierde en la negritud por un golpe del oleaje, se hunden en silencio. Ni se les ve ni se les oye. Son como sombras.

Se acerca a la taberna que hay dentro de uno de los astilleros. Saluda y pide café; fuerte, turco, muy dulce. Espera instrucciones, mientras se entretiene con el juego que se trae el sol con el agua y con los hierros esparcidos sobre el dique; un rayo pega sobre la zona muerta de un pesquero de cerco, medio desvencijado por el salitre y el esfuerzo. La mar se come incluso lo que no le sirves en el plato; se acerca a las cocinas, a la tierra, y va engullendo, a lametazos, incansable. La batalla entre el sol y el mar llena sus ratos. Él apuesta por el sol. Eso es lo que se le viene a la cabeza: ni sus hijos, ni el viaje, ni los negros. El mar. Y el sol. Poco antes de cada viaje se le indisponen el cuerpo y el ánimo. Nota sus tripas en movimiento y la sensación de mareo, de que el mar le mece, se le apodera. El tabernero le sirve otro café, en el momento en que entran el español y otro piloto. Saludan y toman asiento. Con la sonrisa de un mercader, falsa como los profetas que idolatran allá, en el Norte, le dice que hoy serán 40 en lugar de 32. Él aduce que será mucho peso. Que los motores Evinrude son pequeños, que les faltan caballos para mover tanto kilo. Él sabe de peso; el español también. Le dice que le pagará por los kilos de más. Como la basura en el Norte. Una vez leyó que allí le pagan a los que recogen la basura de las ciudades por toneladas transportadas. Se olvida del español, imaginando un enorme crucero con toneladas de negros, adentrándose en la dársena; se ve sobre la cubierta, saludando a un comité de bienvenida. «Te pagaré dos por uno. Tienes que hacernos el favor. Tú nos rascas la espalda…» Sabe negociar. Y paga bien. ¿Problema? Mucho kilo, mucho riesgo. El mar les va a lamer hasta el alfanje y se los va a comer a todos en el bote. Cuando piensa en español, le salen expresiones raras, pensamientos que no tiene en árabe, ni en francés; tampoco en inglés. Habla poco inglés; la mayoría de los viajeros llegan de la costa occidental; también se escapan de Mali. Casi todos hablan francés. Alguna vez llegan de otros sitios hablando inglés; estos son más peligrosos durante el trayecto, porque vienen de la guerra. Se pregunta por qué hay tanta guerra que se libra en inglés. Igual lo da el idioma. Toda el África inglesa anda a la gresca. Todos los países ingleses, como los llama, están dando tiros. «Entonces, ¿te los llevas?» Asiente. No queda otra. Los trabajos son igual siempre; empiezan en calma chicha y acaban como un temporal atlántico. Salen los dos, mientras él se queda y abona los cafés y tés. Llama a una de sus esposas. Luego a la otra. Cuando termina, saca la batería del móvil y lo deja en manos del dueño del local. Por si les atrapan. No quiere que sepan de su vida. Ya lo recogerá a la vuelta. Se entretiene en husmear alrededor de los restos de un paquebote del desguace. Pasa el tiempo. Mucho. Suena la llamada. Anocheció.

La rada escupe los sonidos del mar, junto con el arrastrar de pies descalzos. Tres hombres se afanan con las embarcaciones, mientras él se desloma con la bolsa sobre la espalda. Una de sus mujeres dice que se le ha caído un hombro. «Me pesa 24 kilos más que el otro» le contesta, antes de abrazarla y poseer su esencia. Deja el bulto dentro del bote alargado, situándose a popa, con la mano sobre el timón del motor, las piernas recogidas, adoptando una pose de solemnidad. Durante unas jornadas, apenas dos, si se da bien la travesía, estará al mando. Señor de la vida, con permiso de la mar, que es la verdadera dueña. Antes de empujar la barca mar adentro, ayudan a subir a las mujeres y los niños. Ni los mira. Ya ha perdido muchos. Se mantiene ignorante. Son vidas de otra dimensión. Como si necesitara ojos de mosca para percibir a esas personas. Los negros empujan contra las olas con tanto brío que suele pensar que alejan las islas con cada embestida, para no alcanzarlas jamás. Cosas de negros.

Se mueven: su cabeza y la nave. La primera alcanza más velocidad de la que la segunda devuelve. Poca potencia. Piensa que si se lo propusieran, los negros sabrían cómo disponer del brío suficiente para acelerar el viaje. No parecen entenderle. Tampoco se lo ha dicho. Les mira. Siempre ocurre. No quiere, pero les mira. Una negra abre las piernas, con dolor. Tiene un calambre. Su movimiento desplaza al niño de otra, que cae sobre la borda, al mar. La madre grita al tiempo que golpea a la causante. Un hombre le da una patada, se trastabillea y cae al mar, acompañando a su hijo; dos hombres saltan de la barcaza, gritando en bambara. De Mali. Un país amable. Aprieta sobre el timón y sujeta la bolsa del Barça, con fuerza. Dos jóvenes se dan cuenta, le gritan algo en inglés y tratan de arrebatársela. No puede forcejear sin munición, así que suelta el timón y le pega un golpe sobre el ojo a uno de ellos, mientras defiende la bolsa de las manos del segundo hombre, que arremete con la cabeza contra su barriga. Caen al agua. Mientras se hunde piensa que el mar se va a zampar 24 kilos de sobra. Y que el chaleco sirve de poco cuando no has aprendido a nadar en las playas de Tánger. Nota la presión en los pulmones, quiere liberarse, que le ayude el sol, que le traiga el aire que le falta; le zumban los oídos, deja caer las cosas y bracea. Sabe lo que no tiene que hacer y el sol que brilla en su pensamiento le da fuerzas, para detenerse. Se hace el muerto, con los pulmones a punto de salir disparados de su pecho, hacia arriba, presionando por abandonarle; y lo consiguen, en el momento que su cuerpo alcanza la superficie. Los 24 kilos que soltó le han salvado. Estira los brazos, como ha visto que hacen los bañistas en las películas del Norte. Crece el ruido monótono de un Evinrude. Parece grande. Algo le golpea en el brazo. Alguien le iza, hacia el sol que se oculta detrás de las estrellas y de la luna nueva. Es el segundo bote. Reconoce al piloto. Le debe una. Como el español se la debe a él mismo. Pero la que adquiere Mohamed para con Hasan, el piloto que acaba de salvarle, será eterna. Nota las cinchas del chaleco sobre la boca.

Pocos días después anuncian la llegada de numerosas pateras a las costas españolas. En la televisión reconoce la suya. Seguro que lo ha conseguido alguno de los negros occidentales. Los de habla inglesa apenas saben algo más que combatir. Es lo que piensa cuando lo hace en árabe. Y es lo que cree.

 

concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 23 de Noviembre de 2010 a las 22:55
                                                                                       EL PRISIONERO WUN Y EL MAR por Diego Castro Sánchez, Pelagio.


     Aquella noche, al filo de la madrugada, Wun soñó que salía de la celda en la que llevaba recluido más de un año. Dejando atrás la oscuridad caminó por un bello jardín. La luna nueva se intuía bajo las copas de los cerezos en flor, a retazos, como pinceladas abstractas que desafinaran en mitad de un lienzo. Algo se arrodilló a sus pies y le pidió amparo. Wun accedió de buena gana; el suplicante afirmó que era un dragón y que los astros le habían revelado que al día siguiente, antes del amanecer, los hombres del emperador le cortarían la cabeza. Wun, en sueños, juró protegerlo.  

                                           ………………………….

     Se ha hecho de día y el prisionero Wun tiene los ojos muy abiertos, clavados en algún punto entre el techo y la pequeña apertura que, a modo aspillera, desvela una ínfima esquina de la nítida mañana. 
     Catorce meses, una semana, tres días, doce horas. Wun calcula una vez más el tiempo que lleva encerrado. La bofetada fue tan fuerte que todavía no ha podido recobrarse; el efecto no fue el de un golpe corriente y para propinárselo se reunieron una decena de hombres y mujeres de aspecto circunspecto. Nada más y nada menos que los jueces del Tribunal Popular del distrito costero de Fujian. 

     Como cada mañana, a la orden del funcionario de guardia, Wun y el resto de los doscientos treinta y cuatro prisioneros –ni uno más, ni uno menos- que viven en la galería Norte del penal de Fujian, se incorporan dejando atrás el catre adosado a la pared de su celda. Un mecanismo, situado en el extremo de la galería, abre todas las puertas al unísono; los prisioneros tienen la obligación de dar dos pasos al frente, superando así el umbral del calabozo. En el suelo de cemento hay pintada una línea roja de unos veinte centímetros de grosor. Wun sitúa las puntas de sus pies justo en el borde, ni un milímetro más, ni un milímetro menos. 
     Camina encuadrado por dos guardias. Es el único que esta mañana pasará dos horas frente al mar. Forma parte del ritual de la muerte; porque Wun está condenado a morir. No sabe cuando, pero sabe que morirá pronto. 

     El primero de los guardias pasa delante de él, el otro le cede el paso con cierta amabilidad. Wun desdeña mirarle a la cara y gira la cabeza levemente; de refilón intuye el mar entre dos edificios que sobresalen del resto de edificaciones de la ciudad. La prisión de Fujian forma parte de una vieja fortaleza, destinada a proteger la franja costera de los ataques con que los piratas del Mar Amarillo castigaban la región en la antigüedad. Los muros han sido remozados y ahora presentan un aspecto funcional, coronado por una sirga de alambre de espino que rodea todo el perímetro.
     Dos horas. La voz ha sonado tras él. Lo siguiente que ha oído es el chasquido del candado que, junto a unos pesados grilletes, le mantienen atado a una silla enclavada en el suelo. Después los guardias se retiran unos metros, los suficientes como para no perderle de vista y para que el prisionero pueda sentir un mínimo de intimidad. A los pocos segundos huele a tabaco mezclado con un penetrante olor a tripas de pescado. Wun recuerda el muelle atestado de juncos y barcas de pescadores. 
     ¿Cuánto puede llegar a medir un junco? Algunos hasta ciento cincuenta metros de eslora. Los recuerdos pertenecen a un tiempo cercano, son los únicos que permanecen intactos. Entonces trabajaba en los astilleros de Long Jiang; fueron buenos tiempos, tenía dinero para dar de comer a su esposa e hijos. 
     Mirando al mar, llora. Es lo que pretenden. El Tribunal Popular del distrito de Fujian quiere que llore, que sufra, que purgue sus penas antes de afrontar la muerte. Forma parte del ritual, por eso se empeñan en mostrarle cada día un pedazo de la vida que muy pronto dejará de sentir. 


                                 ……………………………………….



     Aquella noche, al filo de la madrugada, el prisionero Wun soñó que salía de la celda en la que llevaba recluido más de un año. Dejando atrás la oscuridad de su celda caminó por una playa de arenas blancas. Wun pudo sentir como, a cada paso, la arena resbalaba entre sus dedos desnudos. Se sentó frente el mar; un mar negro del que tan sólo podía intuir el rumor y el breve interludio luminoso de las pequeñas olas al romper en la orilla. 
     Oyó voces y giró la cabeza a la derecha. 
     ¡Dejad paso al verdugo Wang Lu!  Wun observó como unos guardias, ataviados con vistosas prendas de color amarillo imperial, trasladaban a un hermoso dragón rojo en una jaula con ruedas. 
     El verdugo Wang Lu era famoso por su habilidad y rapidez. El hacha cayó de forma certera sobre el cuello del amistoso dragón, y su cabeza rodó hasta los pies de Wun.
     Dijiste que me protegerías. Pero tan sólo era un sueño. 


                                          ………………………………….


     Amanece y el prisionero Wun tiene los ojos fijos en el vacío. Ha llorado durante toda la noche; todavía puede sentir el sabor salobre de sus propias lágrimas, trazando un surco de dolor en la piel muerta de su rostro. Siente que por fin está preparado. 
     Como cada mañana la celda se abre. Wun cruza el umbral y coloca la punta de los pies al filo de la línea roja. Está sólo. Sonríe porque está preparado. 
     Entre los dos guardias sube la escalera que conduce hasta la parte alta de la muralla. Se esfuerza por oír el mar, por olerlo. Quiere llevarse consigo algo del mundo que está a punto de abandonar. Arriba espera otro guardia. Está de espaldas, como si quisiera mantenerse al margen de un engorroso asunto. Justo cuando Wun alcanza la plataforma se gira de forma precipitada.
     Me llamo Wang Lu. Parece un hombre importante. ¿Quién si no querría que todos los presentes supieran su nombre? Tienes quince minutos. Quince minutos, un cuarto de hora, un tiempo inmenso que se prolonga de forma dolorosa. 

     El día ha amanecido nublado. El cielo se abalanza sobre él, desgarrándose en grises de distintas tonalidades. El rumor del mar se precipita como un rugido. Llueve ligeramente, pero el sabor de las gotas es salado, como si el  mar se quisiera arrojar sobre él, ayudándole a abandonar el mundo de los vivos… aunque tal vez sólo sean sus lágrimas.
     Wang Lu debe haber despachado ya a varios hombres. El rastro de sangre reseca en el suelo le delata.
     El prisionero Wun se funde con el mar que se empeña en acariciarle, en mostrarle el camino a casa. Quiere echar una ojeada más a lo largo de los tejados que se funden con el mar color de ceniza.
     No prolongues más mi agonía. En mi sueño fuiste tan sumamente misericordioso. El eco de un disparo espanta a las gaviotas que observan desde los edificios cercanos, como si aquello tuviera algo que ver con ellas. 

     
No voy a participar en las votaciones, ya que no he leído los relatos y no me puedo entretener en hacerlo, así que para evitar malos entendidos y no borrar el relato, lo he editado con su correspondiente autoría. Saludos y hasta otra.


     

concursoderelatos
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  • 24 de Noviembre de 2010 a las 6:29
EL CANGREJO Y LA BOTA DE CAUCHO


Una tarde de abril estaba de paseo doña Matilde con su hija de tres años por el dique del puerto; era un sitio donde solía soplar con fuerza el viento. En aquella ocasión tampoco faltó a la cita. La niña, que llevaba trenzas, un vestido azul coqueto y un carrito donde viajaba muy bien puesta la muñeca, iba cogida de la mano de su mamá. Pero a la muñeca no la sujetaba nadie. Así que, a causa de una de las acometidas del viento, acertósele a desprender la bota izquierda del pie correspondiente. Era una prenda fabricada con caucho verde. Y antes de que la chiquilla tuviera tiempo de agacharse para recogerla, y antes de que su madre se apercibiera del drama, aquella bota, como impulsada por un mecanismo diabólico, recorrió veloz la baldosa y, arrojándose por la barandilla, fue a parar al fondo del precipicio, que no era muy hondo, pero sí que estaba lleno de rocas que allí servían de rompeolas. ¡Menudo drama! La niña se puso a llorar amargamente; pero era lo cierto que doña Matilde no podía hacer nada por consolarla porque descender hasta allí suponía asumir demasiados riesgos.
 
Así pues, con lágrimas y suspiros dejaron la bota donde había caído, la muñeca descalza, y a la rubita sin consuelo alguno. Y aunque todavía no estábamos en agosto, aquel incidente supuso «el agosto» de uno que yo conozco: cierto cangrejo no más grande que mi pulgar. Precisamente, acababa de quedarse sin casa, pues la caracola donde antes vivía había sufrido un percance: se le había formado un agujero en el corazón de la espiral, y por eso el cangrejo se había visto obligado a renunciar a ella, puesto que cada dos por tres se llenaba de agua y no podía ni respirar allí dentro.

Y justo cuando vagabundeaba por las rendijas de las rocas en busca de otra casa que echarse a los hombros, digo, al caparazón, hete aquí que la buena fortuna le arroja desde el cielo una casita como nunca antes había visto, con su habitáculo, su entradita, su decoración ejemplar y color llamativo: un verde turquesa que no dejaría de llamar la atención a las señoras cangrejas. Porque el mundo ha de saber que los señores cangrejos compiten entre sí para ganarse el favor de las damas. Quien más y quien menos anda buscando la concha más original, o la caracola más sonora, a fin de conquistar a la dueña de sus desvelos. Y eliminar, de paso, a los rivales, que por aquella parte de la costa no faltaban.

El cangrejo protagonista de esta historia debió de pensar sin duda que había encontrado el arma fatal, el artilugio con el que conquistaría a la cangreja más exigente. Y, ni corto ni perezoso, se introdujo en el agujero que ofrecía el caucho; comprobó que no estaba ocupado; se dio la vuelta; sacó por la apertura nada más que las antenas, los ojos, las dos pinzas y la mitad de sus patas, con las que empezó a correr en dirección de la próxima ola moribunda que quisiera enterrarlo en la arena, donde ya se las ingeniaría para localizar a sus congéneres y mostrarles el hallazgo.
 
Estaba seguro, segurísimo, de que iba a causar sensación. Y en eso no se equivocó, pues en cuanto lo vieron llegar tan estrafalariamente adornado, con ese aparato bélico propio de hombres (que ya algunos barruntaron la procedencia de tan singular objeto), salieron en estampida. En realidad, habían sospechado que tras la primera bota aparecería la segunda y que cada una por su lado, o las dos juntas, se liarían a pisotones y no dejarían bicho viviente que pudiera contar luego luego la tragedia.

Resulta extraño que ninguno advirtiera que aquella bota no era como las demás, porque en lugar de desplazarse con la suela pegada al suelo, lo hacía al revés, con la suela a modo de chimenea, cosa que en verdad es extraordinaria. Pero ya sabemos que los cangrejos tienen la vista orientada hacia atrás; a lo sumo son capaces de mirar a ambos lados, nunca de frente. Y esto explica por qué nadie cayó en la cuenta. O por lo menos explica por qué tardaron más de lo debido.

–¡Compañeros! ¡Compañeras! –gritaba eufórico el susodicho.

Al cabo de algunos minutos, hubo de reconocer que se había quedado solo en el mundo. ¡¡La envidia!! ¿Conque era eso...? Ya se figuraba él que si por alguna razón lograba sobresalir, los de su especie se lo harían pagar bien caro: con la moneda de la indiferencia y el menoscabo y la insolencia y, y... en fin, ¡la envidia! ¿Solo, pues, en el mundo?... Le daba igual; no iba a desechar por eso una casita que, la verdad sea dicha, se acomodaba muy bien a sus gustos y necesidades.

Y asomando la chimenea de caucho verde por encima de la superficie, se encaramó a una piedra plana, donde se puso a tomar el sol, a la vez que rastreaba entre el liquen adherido a la roca partículas que le sirvieran de nutrientes, para lo cual se servía de las pinzas que era un primor. En torno a la boca brotaban burbujas; era porque tenía que digerir la sal contenida en el agua, y eso le costaba siempre algún esfuerzo. En cambio, ignoraba lo que era padecer mal aliento.

Notó a sus espaldas cierto ruido sospechoso. Se volvió, iracundo, presto a entablar combate con quienquiera que fuese el intruso, esgrimiendo ambas tenazas, que hacían plis plas plis plas, y hubieran podido asustar a todo un ejército de hormigas, cuando descubrió para su sorpresa que una cangreja, la más valiente quizás, había huido de la vigilancia paterna y se había acercado sigilosa hasta él, intrigada sin duda por la naturaleza de aquella casa nunca vista hasta entonces por aquellos lugares.

–¿Me dejas tocar...?

–Toca, toca... Esta concha es la más auténtica que el mar nunca nos haya proporcionado. ¿A que es original?...

Y la cangrejita aplicaba curiosa y temerosa las pinzas a la goma, que era blanda y permeable y lisa como la cara de una luna pintada de verde. ¡Qué prodigio! Hubo de reconocer al cabo. Iba a rendirse y ofrecer su amor al osado cangrejo, dueño de tan insólita morada, cuando asomó por el borde de la plataforma el insufrible rival.

–¡Tú! ¡Truhán! ¡Ven aquí, si te atreves, y mide tus fuerzas con las mías! ¡Y prueba la dureza de tus pinzas con la dureza de mis pinzas! ¡Y acométeme y embísteme como un toro, que yo te acometeré y embestiré como un león! ¡Ajá...!

Y desplazándose ambos de lado, principiaron cruel combate. Si el uno luchaba con la casa-bota-de-caucho-verde encima, el otro lo hacía medio camuflado en una conchita blanca que exhibía en el centro una hoja de mandrágora, la planta más exótica que por aquella zona había podido localizar.

La pelea fue bastante reñida. El rival había cogido un trozo de caucho con una de las pinzas y levantado en el aire casa y habitante al mismo tiempo, dejando a éste con las ocho patas hacia arriba, lo cual le supuso una gran vergüenza, pues adivinaba que los demás le estaban observando, sobre todo la damisela que le había dirigido la palabra.

Por suerte, se repuso enseguida y bramando como un búfalo agarró con su pinza la pinza del enemigo y empezó a forcejear con ella, como si quisiera arrancarla de cuajo, aunque más bien faltó poco para que fuera el otro quien arrancara la suya. Pero logró amarrarse bien al liquen de la piedra y darse la vuelta, de manera que apareció por el otro lado, dejando a su enemigo con dos palmos de narices, tan desconcertado que no vio venir el par de tenazas que se le clavó en la testa.

Y nuestro amigo siguió apretando, apretando, hasta que el contrario se vio precisado a pedir auxilio y, tan magullado como herido en su amor propio, se alejó de la arena pública caminando de espaldas.

Algo abollada quedó la pobre bota de caucho. ¿Qué importaba? Vino corriendo la señora cangreja. Ansiaba unirse al vencedor en un soberbio abrazo. Y se abrazaron. Y juntaron sus rojos caparazones. Y entrelazaron sus cuatro pares de patas. Y se hicieron cosquillas con las puntas de las pinzas. Llegó una ola y los envolvió en una espuma nupcial. Fue cuando nuestro héroe descubrió que a su nueva casa le había salido un agujero por donde penetraba incansable el agua. No era aquel el momento de decírselo a la dama. Calló, pues, y se entregó con estrépito de océanos y espanto de sirenas a las delicias del amor.
concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 25 de Noviembre de 2010 a las 12:10

Jugando con mi enemigo:

Llegué tarde a la batalla. Cuando hice acto de presencia, el desánimo empezaba a cundir entre mis hombres al ver cuán rápido se acercaba la goleta que nos perseguía. En seguida me hice cargo de la situación y tomé el mando de la misma.

 Sobre el manto azulado de algodón, las dos naves  se deslizaban gráciles navegando en popa cerrada rumbo a Puerto Esperanza. En circunstancias normales, la presencia de los piratas no hubiera obtenido una respuesta evasiva, pues nuestra corbeta les superaba en rapidez y autonomía de navegación, y no digamos ya en poderío, con la presencia intimidante de nuestros cañones; pero los recientes destrozos de nuestro velaje limitaban nuestros movimientos haciéndonos presa fácil de las argucias del joven e intrépido bucanero que gobernaba el barco enemigo.

Habíamos sufrido un ataque, días atrás, cuando escoltamos el tráfico mercante en la ruta hasta el cabo de Santa Cecilia y debíamos regresar a puerto para efectuar las reparaciones necesarias. Nuestro enemigo era conocedor de este hecho ya que fue partícipe de la susodicha emboscada. Posiblemente también hubiera llegado a sus oídos la noticia del cargamento de oro que se esperaba recibir por aquellos lares en fechas cercanas. Del éxito de nuestra huida dependía la vigilancia del litoral. Y bien que lo sabía mi adversario…

La distancia entre los dos navíos no era la suficiente para intentar orientar nuestro barco y hacer uso de nuestros cañones. No. La agilidad de la goleta no lo permitía. Se habrían escurrido cómodamente revirando su rumbo tantas veces como hubiera sido necesario. Tal vez si el mar hubiera estado más bravo la endeblez de su navío me hubiera animado a tomar esa decisión, pero tampoco el tiempo nos acompañaba aquella noche.

El abordaje era un destino tan cierto como temido. Apenas unos minutos restaban para lo inevitable. Fue entonces cuando improvisé las órdenes que cambiaron el devenir de los acontecimientos…

-¡Soltad los cañones!

-Pero, capitán...

-¡Haced lo que os digo! ¡Soltadlos e id todos a babor! ¡Escuchad marineros! El abordaje es inevitable, ‘La Ocarina’ está muy dañada. No podemos huir… ¡pero podremos sacar provecho de su corpulencia y luchar con la ventaja de la sorpresa…, si hacéis caso a mis indicaciones!

-¡A la orden, capitán! –respondieron como única voz.

La goleta fue alcanzando nuestra popa. Cada vez más rápido, situándose a barlovento; robándonos el aire de nuestras maltrechas velas y, con ello, las pocas esperanzas que quedaban de proseguir con la huída. Así hubiera obrado yo y así lo esperaba. Poco después viró unos grados a estribor preparando la maniobra de acercamiento a la aleta de babor de ‘La Ocarina’

-¡Atentos! –Los marineros aguardaban mis órdenes expectantes. –A mi señal orzaremos el barco…

La goleta se aproximaba sin remedio.

-¡Ahora! ¡Echad el ancla! ¡Virad todo a estribor!

‘La Ocarina’ frenó su avance bruscamente. Las maderas del barco crujieron padeciendo la violencia de la maniobra y los cañones y el resto de la carga se desplazó por la cubierta chocando con virulencia contra las batayolas. El barco comenzó a escorarse peligrosamente... ¡Cada vez más...! Alguno de mis hombres rodó también junto a los cañones y, al fin, el barco logró situarse a un largo con el viento a popa del través por el costado de estribor.

¡Lo habíamos conseguido!

El temor dio paso al júbilo. Nuestro barco recuperó la estabilidad y su proa desafiaba gozosa la amura de babor de nuestro adversario: seríamos nosotros quienes les abordáramos.

Frente a mí, el capitán pirata esbozó un gesto de asombro que tornó en sonrisa de admiración cuando sus ojos se enfrentaron a los míos. Éramos viejos contrincantes; pero nos respetábamos e incluso nos admirábamos, a pesar de todo. Me veía reflejado en su rostro: una versión mejorada de mi mismo.

Fue entonces cuando supe que jamás vencería aquella batalla que, desde el inicio, estaba predestinada a una lucha cuerpo a cuerpo. Lo comprendí cuando dejó escapar aquella aguda risa retadora. Lo sabía. Del mismo modo que supe, la primera vez que le vi, que rivalizaríamos hasta el fin de nuestros días por la dama que unió nuestros destinos.

Abandoné a mis hombres a su suerte y me dirigí hacia él con el arrojo de los que se saben en franca superioridad. Ambos rodamos por la alfombra cuando ataqué su flanco derecho y él comenzó a carcajearse reclamando socorro a “su amada”…

-¡Se acabó la batalla! –dijo ella cuando entró en el sálón.

El joven “capitán pirata” no pudo refrenar sus quejas:

-Un poco más. ¿Vale mami?

-Mañana hay colegio… –respondió con la solemnidad habitual que acompañaba a aquella frase.

-¡Venga Cecilia! Déjanos un rato más. Acabo de llegar a casa y no he jugado casi con él –intenté interceder en vano.

Me miró como sólo ella sabe hacerlo: brazos en jarra y con la sonrisa visible sólo en sus pensamientos.

-No sé quién es más niño de los dos… –respondió con fingido enfado. – ¡El pequeño, a la cama; el grande a acostarle!

-¡Jooooo!

-Ya seguiremos mañana –le consolé.

-…Pero te iba ganando, ¿eh?

Sonreí ante la inteligente mirada de aquel “pirata” travieso. Ante su listeza ratonil de experto negociador; acostumbrado a fajarse diariamente con la entereza moral de su madre.

-Vaaale. Y después…

-¡Guerra de cosquillas! –gritó alborozado.

Ya en la cama, el “bucanero” duró poco despierto: lo que se tarda en llegar al verso numero treinta de la ‘Canción del Pirata’. Sesión doble; hoy no tocaba cuento.

Después, regresé al “campo de batalla” para recoger los juguetes y la manta azul que protegía el cristal de la mesa del salón. , me prometí. Seguidamente, continué recitando los versos de Espronceda:

-Que es mi barco mi tesoro,

que es mi dios la libertad,

mi ley, la fuerza y el viento,

mi única patria…,

 

…Mi hogar.

 

Dedicado a mi familia y a las de aquellos que lean este relato.

concursoderelatos
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  • 25 de Noviembre de 2010 a las 18:26

LAS METÁFORAS POLARES

Un día después de abandonar su formación, Vasya se alistó para conocer el hielo. Su padre había suspendido los giros postales viendo el fracaso de sus resultados académicos, y en respuesta a la última carta de Vasya, rogando el enésimo avance, no contestó ya con rublos sino con duras palabras en un telegrama: «Vivir es un flujo bidireccional, hijo mío; no luchamos por el estado para que tú chupes el agua». La reacción de Vasya fue contundente: abandonó la facultad y se concentró en buscar dinero. «No es problema mío si el grifo de tu gran estado gotea como una vieja», escribió en respuesta. Envió el telegrama y con lo que le quedaba en el bolsillo fue al burdel de su ókrug a descargar su ira. Escogió de entre las mujeres la que conocía como la más barata depositaria de la rabia del estado, que además era una mujer grande y amortiguaba de maravilla los furiosos embistes del moscovita decepcionado. Fue lavarse, descargar sobre unas nalgas polares y ver a continuación que el dinero de su bolsillo no era suficiente. Ya estaba preparándose para el atizador del gigante cuando éste, por tratarse de un buen cliente, le hizo a Vasya una última oferta; era cogerla o no sentarse durante los próximos días. «¿Sabes cocinar? ¿Sabes limpiar una maldita letrina?». Le ofreció fiarle el desperfecto a cambio de un pago diferido, el que habría de hacer al terminar el trabajo en el rompehielos Lev Nicoláyevich Tolstói. Y así fue como Vasya conoció el hielo ártico, sofocado por los pagos atrasados de un burdel moscovita.

La misión era reabrir la ruta del Mar del Norte. Vasya fue comprendiendo la importancia del estado soviético nada más zarpar de Murmansk: aquel monstruo nuclear había sido diseñado para quebrar las banquisas y reinventar el mar. Bajo su vientre reforzado, el hielo se hacía a un lado y se veía el agua líquida. A pesar del duro trabajo con la fregona, Vasya se sintió orgulloso de pertenecer a algo, de abrir la brecha que unía oriente y occidente; le resultaba grandioso que ambos límites del mundo pertenecieran al mismo estado y que, de algún modo, ese estado fuera el suyo.

Las órdenes permitían que el escaso tiempo de recreo coincidiera con el sol. Entonces Vasya salía a la cubierta y meditaba sobre el telegrama que enviaría a su padre nada más volver. La monotonía del paisaje se le antojaba genial para la reflexión, además de servirle para elaborar en su retina una profusa gama de blancos. Ya llevaba un mes de misión cuando descubrió la metáfora. Charco de esperma congelado, tinte infinito para el cabello de un joven que quiere ser anciano, leche materna límpida e inagotable, falo metálico resquebrajante, falo propulsado por energía nuclear, el virgo del norte raptado que no emite una gota de sangre.

Abrir la ruta supuso más de veinte mil letrinas fregadas, que en realidad no eran más de doscientas construidas, pero que había que repasar dos veces diariamente.

Y después, Vladivostok.

La misión había terminado y Vasya no tenía aún su telegrama de rencor. Cobró la mitad del salario y le dejaron dos días para rondar por la ciudad. Vasya, acobardado por la sensación de estar en el extremo oriente, no abandonó el perímetro del puerto.

Fue una noche exótica de vodka y pescado ahumado. Las prostitutas chinas resultaban muy baratas para medio salario y unos meses de abstinencia, pero Vasya prefirió no invertir en aquella lonja lo que debía en la de casa. Comió y se emborrachó lo suficiente para anular toda metáfora; no tanto para que sus calzones abandonasen la cintura. La segunda noche, un hombre le ofreció trabajo en el astillero, con techo y comida asegurados mas una pequeña retribución. Otro hombre le ofreció partir en un pesquero al día siguiente, y un tercero le insinuó que se apuntase a un negocio que parecía a todas luces ilegal, sobre el flujo de jovencitas a cambio de otras cosas que, de momento, se guardaba de nombrar. Vasya recordó el telegrama de su padre, flujo bidireccional, y comprendió a aquel hombre, a pesar de rechazar la oferta y continuar bien amarrado a su botella. Así pasó los días en Vladivostok, y cuando el Tolstói terminó de revisar las turbinas, abandonó la ciudad maldita sin purgaciones ni condenas.

El viaje de vuelta supuso menos tiempo; las banquisas se licuaban en aquella época del año permitiendo una falsa tregua entre lo soviético y lo magnético. De nuevo veinte mil letrinas, las metáforas polares; sin una sola palabra útil para un telegrama. A la altura de Dikson, una pérdida de refrigerante dañó el reactor, perturbando la quietud del escenario. Desde entonces el regreso fue impulsado por las reacciones de fe, que demostraron ser lo suficientemente buenas para empujar el buque hasta Murmansk. Allí, exhausto, el falo rompehielos Tolstoi descansó para siempre. Vasya cobró la segunda mitad de su salario y partió para Moscú.

Su padre se había adelantado: «No te quería preocupar, ni decirte que tu padre es un viejo enfermo que ya no tenía más dinero. Me he dejado la vida por el estado, y ahora que me voy, no tengo nada que dejarte». Vasya despedazó aquel telegrama, luego recogió los pedazos del asfalto y los tiró al Moscova, pensando que alcanzarían el mar de hielo. No se le ocurría otra manera mejor de congelar la memoria de su padre.

Partió al burdel a efectuar los pagos retrasados y, tal vez, a depositar la rabia que sentía por no haber podido compartir con su padre aquella experiencia: conocer el hielo, romperlo y avanzar sobre su resquebrajada superficie.

swnagwood
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  • 25 de Noviembre de 2010 a las 20:13

Bueno, quizás en otra ocasión. ¡Temblad escritores!.


 
concursoderelatos
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  • 26 de Noviembre de 2010 a las 17:40
                                             “ADVENTURE GALLEY”


     James Guillan abarcó su pene con las dos manos.
     —Un magnífico miembro viril. –Reconocieron al momento sus compañeros de celda.

     Cuando Guillan fue circuncidado a las bravas por los “moros” de la costas del Norte de África, no podía ni imaginar que aquel acto de barbarie lo mandaría directamente a la horca. No obstante, no era aquel el motivo fundamental por el cual en aquellos momentos se encontraba en una fría mazmorra de la prisión de Boston, en la colonia de la bahía de Massachusetts.
     James Guillan era un auténtico lobo de mar, un hombre de aspecto curtido y el rostro surcado de cicatrices. Aquella era una más de las tantas obtenidas durante sus correrías a bordo del Adventure Galley, el barco del temido capitán William Kidd.
     En Nueva York, una ejecución equivalía a un día de fiesta. Un día de tumulto y ociosidad. Como venía siendo habitual, el patíbulo había sido instalado aprovechando el lecho del río Hudson, durante la marea baja, de modo que las autoridades del Almirantazgo inglés, tan circunspectas y estrictas con el cumplimiento de las normas de jurisprudencia, pudieran reconocer que la ejecución había sido llevada a cabo en aguas que eran de su jurisdicción.


     Un año antes…
     El Adventure Galley, un hermoso galeón de tres palos, entró en la bahía de Manhattan  atronando la mañana con los cañones de la banda de estribor.
     James Guillan resolvió salir a la calle, advertido del estruendo que venía del exterior. Había pasado la noche retozando con una joven de la colonia holandesa, una de esas hugonotas que ofrecían sus servicios en Petticoat Lane, y se encontraba pleno de forma. Unos huevos escalfados, un trozo de panceta frita y estaría listo para afrontar un día más de inactividad.
     Tras su última correría como miembro de la tripulación del capitán Culliford, desembarcó en la ensenada de Nantucket. Después de pasar varias semanas conviviendo con aquellos cuáqueros balleneros de místicas costumbres, decidió que tanta paz y serenidad no iban con él. Así que se traslado a la ciudad de Nueva York, si es que podía llamarse ciudad a cuatro calles mal pavimentadas con un diminuto puerto de mar. Apenas una cagarruta de mosca en el borroso mapa de Manhattan.  
     Después de emplearse como estibador en los muelles y gastarse la escueta paga emborrachándose con el ponche de ron de Hawdon´s Tavern tuvo clara la necesidad de embarcarse nuevamente… Fue así como James Guillan, con su cabás al hombro, acabó alistándose en la tripulación del capitán Kidd.

     William Kidd, capitán de la marina mercante, se ganaba la vida honradamente al servicio de la Compañía de las Indias Orientales, transportando mercancías a través de la ruta que, a través del Océano Atlántico y doblando el Cabo de Buena Esperanza, comunicaba el continente americano con las colonias de Su Majestad en la India.
     El número de 56 de Wall Strett era una elegante casa, al estilo de las lujosas mansiones del Sur; tres plantas, un porche sustentado por columnas y un decente jardín presidido por un frondoso árbol sicomoro.
     —El té. –La criada negra entró en el salón; el rotundo color ébano de su piel contrastaba con las inmaculadas paredes.
     —Adelante, adelante. –El capitán Kidd aceptó de buen grado la propuesta, mientras encendía una pipa, cuyo extremo culminaba con la cabeza tallada de un jefe indio nuntackes. A los pocos minutos estaba envuelto por el aroma dulzón del tabaco.
     — ¿A qué se debe su visita, Mr. Frogg?-Interrogó Kidd. –No todos los días recibo la visita de uno de los próceres de la ciudad y, como no, de la Compañía de Indias Orientales. –William Kidd mencionó la palabra ciudad con cierto aire chistoso, al estilo de los originales de Dundee, en la lejana Escocia.
     —Siempre he sabido que era usted un hombre en extremo inteligente. –Afirmó el otro con tono adulador. –Iré al grano, Kidd. ¿Quiere usted ganar dinero, mucho dinero, tanto que jamás tendrá que preocuparse por el modo de ganarse la vida? –La pregunta quedó unos minutos en el aire. Durante el intervalo Kidd chupó varias veces de la pipa, provocando que la humareda ocultase sus gestos durante un instante.
     — ¿Cuál es su propuesta, en definitiva? –Mr. Frogg intentó en vano descubrir las intenciones de Kidd a través de la mueca que se intuía tras el humo.
     —Patente de corso, firmada por Su Majestad Guillermo III. Claro está, los detalles de nuestra “sociedad”, deberán permanecer secretos para siempre.
     —Y… ¿a quién quiere perjudicar Su Majestad? Si no es mucho preguntar, dada la naturaleza de nuestra pequeña “sociedad de piratas”
     — ¡Eh, eh, eh… mercenario naval!... a cambio, tan sólo ha de ceder un décimo del botín a Su Majestad, que tan graciosamente le otorga tan suculenta licencia. Su objetivo será librar las aguas americanas y de las Indias de la incomoda presencia de bucaneros, piratas y filibusteros. En especial de ese canalla de Culliford. –El nombre del afamado pirata terminó de despertar el interés de Kidd. Su nombre y la leyenda de su magnífico tesoro.


     El representante del Ministerio Fiscal, un tipo de aspecto petulante, con la cara empolvada y un enorme pelucón sobre la cabeza, se levantó y carraspeó sonoramente antes de comenzar a hablar.
     —Gobernador Bellomont. ¿No es más cierto que una fragata, concretamente el HSM Advice, arribó el 12 de noviembre de 1698 a la isla de Gardiner, al objeto de perseguir y detener a los supervivientes de la tripulación del Adventure Galley?
     —Así es.
     —Y,  ¿no es más cierto que, tras la dura trifulca, las tropas de Su Majestad tuvieron la oportunidad de detener al acusado, James Guillan, al que otros testigos han reconocido como socio de privilegio del pirata Kidd? –Efectivamente, algunas prostitutas de Nueva York habían reconocido de modo fehaciente el pene circuncidado de Guillam.
     —Así es.
     — ¿Y qué me dice del famoso tesoro de Culliford? ¿Hallaron restos del mismo?
     —Humm... Nada, ciertamente no puedo decirle nada. –Y tanto que podía hablar, pensó para sus adentros el acusado.


     Isla de Gardiner…

     El capitán Kidd saltó desde la barcaza; el agua le cubría hasta la cintura, cuando no le pasaban las olas por encima. El Adventure Galley estaba fondeado a treinta cables de la isla, que desde cubierta se mostraba como un inmenso vergel que emergía de entre las aguas del color de las turquesas.
     La semana anterior la habían pasado persiguiendo sin tregua la goleta del capitán Culliford. Agazapados entre los cayos de la península de Florida, el Adventure Galley finalmente sorprendió a su presa mientras esta intentaba abordar un inocente carguero de bandera inglesa. Tras una dura lucha el capitán Culliford acabó paseándose por la quilla del galeón del capitán Kidd. Había llegado la hora de comprobar si la fama del tesoro de Culliford era real o tan sólo una leyenda.
     Nada podía hacer pensar que la Compañía de las Indias Orientales, y el mismo Guillermo III tenían planes diferentes. El HMS Advice; tres palos y cuarenta cañones por banda, apareció como un fantasma durante la madrugada, mientras la tripulación de Kidd se afanaba en enterrar los cinco cofres repletos de lingotes de oro, joyas y doblones españoles.
     Cualquier resistencia resultaba inútil; el capitán Kidd, traicionado, resultó preso junto con la mayor parte de su tripulación. Todos menos Guillam y un grupo de borrachos que había pasado la noche durmiendo la mona en un palmeral al Sur de la isla, y de cuya ausencia nadie se había apercibido. Por fortuna para ellos, la barcaza en la cual habían arribado a la isla quedó varada en la orilla, sin que nadie se preocupara de hundirla o inutilizarla.
     De cómo Guillan y sus compañeros salieron indemnes de tan azarosa aventura, pocos datos hay, excepto los aportados por el tal Guillan durante el juicio que se llevó en su contra en la Corte de Nueva York.
     Kidd fue trasladado a Londres y juzgado por el Almirantazgo. Fue ahorcado en los muelles del Támesis y su cuerpo permaneció colgado allí durante años.

     El pormenorizado relato del gobernador Bellomont acabó por convencer a los miembros de la Corte. Además del conciso relato de varias prostitutas holandesas que reconocieron, por la inconfundible marca de su pene, a James Guillan.


     La mañana que tuvo lugar la ejecución de Guillam, Manhattan era una fiesta. Los vendedores de tartas se paseaban coreando su mercancía entre los espectadores. Guillan fue sacado de la prisión de Boston y trasladado a los muelles a bordo de una carreta descubierta.
     El patíbulo se erigía en la bajamar del Hudson. A Guillan lo subieron sobre un bloque y le pusieron una soga de cáñamo al cuello. A la orden del sheriff el verdugo desplazó de golpe el bloque y el cuerpo de Guillan quedó suspendido en el aire. Como quiera que el bailoteo final suponía el mayor atractivo de toda ejecución, la soga había sido acortada lo suficiente como para que el cuello del condenado no se partiera con el golpe.

      Así fue como terminaron los días del último pirata de la tripulación del capitán Kidd. Del famoso tesoro de Culliford, hasta hoy nadie puede aportar pruebas de su paradero.

     
     
     
     
     




concursoderelatos
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  • 28 de Noviembre de 2010 a las 14:31

LA MARISMA

La marisma es la zurrapa arrinconada de la bahía; sobrevive porque es quien primero se entera de la niebla, punteada de atracaderos muertos, cubiertos de algas y picoteados por las gaviotas. Todo aquí es el esqueleto de otra cosa, cadáver vivo, y la marea entra con una docilidad que no se puede encontrar ni en el acantilado ni en la playa. Nunca se verá una ola rompiendo en la marisma.
Ni siquiera en verano consigue secar sus brazos y barrigas retorcidas. Ni siquiera en invierno guarda la apariencia de algo frío.
Y sus visitantes habituales acababan viviendo en consonancia con esta apariencia. El Chato lleva botas de agua en cada momento, por encima de los pantalones de camuflaje que han perdido todo dibujo. El gersey azul desprende cierto olor a manteca y a fruta, un olor desagradable que sólo puede tolerar quien te ama. El Chato duerme demasiados días con la ropa puesta y las botas junto al hornillo y el cartón de tinto junto a la mano; y no le ama nadie. Cuando vende erizos o coquinas en la puerta del Botavento mira muy por debajo de las cejas, más consciente de su peste a mar y a sudor de lo que podría intuirse, avergonzado y tenso hasta que la cerveza le relaja y humaniza. Los días que tiene suerte devuelve algún dinero, alguna cerveza o algún cigarrillo. Se queda por la tarde viendo el fútbol en algún bar, oyendo lo que hablan los demás y alargando el vino. Luego vuelve a casa.
Y luego a la marisma.
En la casa sigue teniendo luz gracias a que Ramona, la vecina, la madre postiza, le birló el recibo del buzón y fue a pagárselo al banco. Lo que no tiene es butano y muchas veces le cuesta ponerse bajo al agua fría para ducharse, después de tanta humedad de la calle y de la marisma. En resumen, apesta más de lo que debiera y menos de lo que le importa.


Llega en bicicleta con el cubo y la cesta agarrados como las alforjas de un borrico. La cadena chirría cada vez más correosa, quizá porque el aceite de fritura, como le dijo Chico el de la tienda, no es muy bueno para las máquinas. Saca el garabato de hierro, que es como una “ele” para arrancar los erizos de las rocas. Saca el cubo de plástico y se agacha para ajustarse los cordones de las botas en torno a las pantorrillas. El aíre de la marisma le abre las narices; hay marea baja y el fango está rendido bajo el amanecer, salpicado por todas partes de cangrejos que huyen y del palpitar indeciso de las algas. Más allá del laberinto de canales de tierra húmeda están las rocas, rebosando erizos por los bajos siempre sumergidos, y quizá algún pulpo o un centollo.
Sólo la marisma huele más fuerte que él.
El Chato se fuma un cigarrillo mientras camina hacia las rocas. No tarda mucho en darse cuenta de que algo no va bien. A lo lejos, más de doscientas brazas, hay un lancha rondando por los canales más alejados de la bahía. La gente que está en la cubierta mira al agua. No parecen marineros. El Chato se agacha con la suerte de tener el sol a la espalda. La lancha se detiene un rato y, en el silencio de la mañana, puede oírse que algún aparato está haciendo “pi,pi,pi”. Es un sonido parecido al de los detectores de metales. Esa gente está buscando algo, pero ahí en el agua no pueden ser monedas; sería de gilipollas. Además, el Chato no ve que ni uno sólo vaya vestido de hombre-rana. No son guardias civiles, no son marineros, no son buscadores de monedas, no son estudiantes. El Chato se siente repentinamente en peligro.
Deja el cubo y se mueve en cuclillas con el garabato en la mano, acercándose a las rocas para poder esconderse. La lancha se pone de nuevo en movimiento y se desplaza hacia el interior de unos esteros donde el Chato sabe que no podrán seguir con la marea baja. Decide irse de allí y, cuando se da la vuelta, ve un cuerpo a pocos metros de distancia, agarrado a la roca, con un maletín sujeto a la muñeca por unas esposas. La cara está realmente reventada contra los huecos húmedos y los mejillones, y algunos cangrejos pegan picotazos por el borde de esa tortilla de sangre.
El Chato, sin mirar, por el ruido del motor, sabe que la lancha ya está embarrancada entre las paredes del estero, seguramente antes incluso de llegar a la caseta abandonada, posiblemente junto a la primera exclusa de madera. Los hombres primero intentarán sacar la lancha, forzarán el motor, se bajarán; tardarán en darse cuenta de que tienen que esperar a que suba la marea. El Chato mira por el lado de la roca y no ve la lancha. Se acerca al cuerpo. Se santigua. Le quita los cangrejos de la cara. Estudia las esposas y la posibilidad de cortar la mano con el cuchillo ostionero que lleva en el bolsillo.
La gente de la lancha comienza a forzar el motor como el Chato había pronosticado. Si no se dan cuenta de su error, quizá en pocos minutos la marisma huela a quemado y el motor se calle para siempre. O quizá decidan esperar la subida de la marea buscando a pie por los esteros mientras usan ese aparato que pita; que pita buscando algo que hay en el maletín, sin ninguna duda.
Así que, o se larga de allí en ese mismo momento, o se la juega. El Chato, cuando aún tenía pulmones, había sido bueno sacando lubinas y meros con el fusil de aire comprimido. Cuando un mero se encueva, abre las aletas y los pinchos de las aletas se clavan en la roca y no hay manera de sacarlo. Tienes que atar el arpón a una boya y esperar a que la boya emerja, cuando el mero se cansa y sale de la cueva, aunque eso a veces demora días y alguien puede robarte la presa si tienes que ir a tu casa. O puedes ser más rápido y arponear el mero antes que se encueve, pero entonces tienes que sacarlo a pulso del agua, a pulmón, y mucha gente ha muerto intentándolo. El Chato fue muy bueno en eso, sobretodo porque nunca confió en dejar una boya para que otro le robase el pescado,  y piensa que, con el maletín, tiene que hacer lo mismo. A pulmón.
Agarra la mano del hombre y, con la parte curva del garabato, la golpea una y otra vez en la base del dedo gordo hasta que le aplasta la mano y puede sacar las esposas y largarse con el maletín.
Lo lleva junto al cubo y mete la hoja corta del cuchillo ostionero y hace toda la fuerza que tiene y abre un pelo el maletín y consigue meter la parte afilada del garabato y entonces hace palanca aguantando la tos y se fuerza hasta que le arde la espalda y la garganta y por fin revienta la maleta y se cae hacia atrás como si fuese un niño en la playa.
Antes de contar los billetes busca con los dedos doloridos y engarfiados la cosa que hace que el detector que llevan en la lancha pite. Raja el maletín con la hoja del cuchillo ostionero por todas partes y luego se ve obligado a revolver entre los billetes y abre algunos fajos aprensados mientras se da cuenta de que el motor de la lancha ya no hace ruido; y eso quiere decir que quizá los hombres están ya andando por lo esteros.
Encuentra una especie de transistor pequeño con una antenita que más parece un alambre, como los mp3 que lleva ahora la gente. Lo esconde en el puño y pega el puño a la frente y respira muy hondo, pensando en lo que haría él si encontrara un cadáver sin maletín, si encontrase un maletín abierto sin billetes. Se muere por fumarse un cigarrillo.
Mira por encima de las rocas, pero aún no ve a los hombres. Se acerca al cadáver hecho una furia nerviosa y le pone la bota en el hombro y lo empuja fuerte para meterlo en el agua. El cadáver se hunde un poco, como una raya que se esconde en la arena. Debe ser suficiente mientras no sube la marea, porque el aparato que llevan los hombres no detecta cadáveres. Luego se pone a levantar piedras arañándose las manos y deja escapar cangrejos hasta que encuentra un centollo del tamaño de un gato pequeño. Le reviente el caparazón y le mete dentro el aparato con el alambre y lo tira todo lo lejos que puede. Si en algo conoce el mar, sabe que no tardará en ser devorado por un pez grande, quizá un mero, que quizá también se encueve bien adentro con el estómago lleno.


El Chato está sentado en el salón de su casa, recién duchado, con las botas de agua cerca del hornillo y el cartón de tinto aún sin abrir sobre la mesa. En el suelo, frente a él, está el maletín con el dinero. Es muchísimo. El Chato está teniendo problemas para imaginarse qué puede hacer ahora con ese dinero, aparte de comprar la bombona de butano cada vez que se acabe y robarle el recibo de la luz a Ramona para pagárselo en el banco y que nadie más le tenga que invitar a una cerveza. Comprar el marisco y el pescado, no meterse más en fango hasta la cintura para buscarlo.
Abre el cartón de tinto.
La gente rica, según dice, pesca por gusto.


El Chato entra en la tienda. Todo huele a goma nueva y a fibra de carbono. Se apoya en el mostrador, detrás del que Chico prueba los pedales de una bicicleta colocada panza arriba. Se muestra sorprendido y amable, y por dentro algo asqueado, porque el Chato huele a lo de siempre.  El pelo limpio, afeitado, pero la ropa de siempre.
- ¿Qué pasa hombre? – saluda Chico, curioso.
- Aceite para la cadena – dice el Chato – Que me está amargando el puto ruidito.

concursoderelatos
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  • 29 de Noviembre de 2010 a las 15:46
TESTIGO MUDO




El hombre parecía una sombra sentado en la parte más alejada del muelle, envuelto en su abrigo negro con las manos en los bolsillos, mirando las olas azotar los pilares del entramado de madera. El agua los lamía machaconamente dejando su huella de años. La gaviota solitaria sobrevoló su cabeza, como si estuviera asombrada de verlo allí, sentado en medio de la tormenta, el oleaje y a pesar de la lluvia.

Por la avenida que bordeaba la costa, los coches se deslizaban por la calzada levantando de los charcos grandes olas embarradas, sus luces turbias marcaban caminos en rojo y blanco, intermitentes y que se apresuraban a desaparecer. El hombre no veía nada, solo el agua del mar que se movía incesantemente en un viaje de ida y vuelta a ninguna parte. A lo lejos en el horizonte, entre las nubes negras, dos grandes petroleros navegaban en direcciones opuestas, parecían dos edificios con todas las luces encendidas;  él, por fin se fijó en ellos al verlos avanzar e imaginó que, al cruzarse, se chocaban y se iban a pique.

Varios rayos láser reflejaban sus luces en el cielo, entrelazándose, reflectando entre la humedad del aire: azules, rosas, violetas. Tras la ventana de aquel edificio una mujer los miraba atentamente a través de los cristales. La piel pálida, los ojos negros y una melena lisa y bien recortada, del mismo color de los ojos. El apartamento, minimalista y confortable se sumergía en la semioscuridad del atardecer. Las gotas de agua iban deslizándose lentamente por el ventanal hasta desprenderse y caer rodando edificio abajo.  Una serenidad extraña se reflejaba en su cara, no había sonrisa, tampoco lágrimas ni decepción alterándola, como si cualquier expresión se hubiera borrado en ella para siempre. Apuraba su último cigarrillo envuelta en el humo gris.

El metro salió del túnel ascendiendo rápidamente por el puente elevado, las luces interiores dibujaban una línea recta blanquecina adornada por pequeños puntos negros en su interior. La mujer era pequeña de estatura, vestía un impermeable rojo y unas botas negras. Sus ojos se perdían en la lejanía sin ver absolutamente nada. Tenía el aspecto agradable de una dependienta o maestra o quizá la ayudante de un dentista para gente rica. A lo lejos brillaban las luces de dos enormes barcos navegando por el horizonte; en la punta del malecón entrevió a aquel hombre vestido con un abrigo negro, sentado extrañamente en el banco, bajo la lluvia. Volvió la cabeza para fijarse bien; había algo que le resultaba familiar en aquella sombra.

Distraídamente él se puso a contar las gotas que con un tictac monótono rebotaban en el mar; una espumilla traslúcida levantaba brillos bajo las farolas que miraban al agua. Se levantó pesadamente y caminó hacia la avenida;  antes de llegar al inicio del espigón se recostó en la barandilla que protegía a los paseantes de una caída, como si no hubiera decidido aún qué camino iba a tomar. Miró hacía la ciudad, todas las luces alumbraban ya los comercios, anunciando la Navidad ya próxima. Las fachadas de los altos edificios estaban iluminadas y pensó en los que, en aquellos pisos, descansaban al calor y en compañía. La noria del parque de atracciones, parada, con sus luces reflejándose en el agua,  parecía un extraño animal prehistórico dormido.


La mujer salió al balcón y miró hacia el mar. En el puerto deportivo los yates marcaban los pasos de un baile al ritmo cadencioso de las olas y los palos y aparejos con el movimiento, tintineaban. Sus ojos miraban a lo lejos buscando algo aburridamente, como si nada le importara. Fue entonces cuando vio a aquel hombre, parado en el muelle, encender un cigarrillo y tirar la cerilla al mar y como se ponía en marcha, caminando despacio por la plataforma desierta, la mano en el bolsillo, los hombros encogidos dentro del gabán y el cigarro mojado en la boca.

Apuró las últimas caladas al cigarro, disfrutándolo y se metió en la avenida que circundaba la costa, la calzada se había llenado de charcos que había que saltar o meterse en ellos. En la esquina de la quinta con treinta y tres las luces del pequeño bar de Veroni empezaron a apagarse. Tiró la colilla, aceleró el paso y puso el pié en la puerta antes de que Paolo la cerrara y le pidió un café. Le oyó rezongar mientras entraba de nuevo tras la barra y al poco tenía delante una taza humeante que desprendía un delicioso olor a café recién hecho.

La mujer rebuscaba nerviosamente el paquete de cigarros entre los cojines del sofá, en la encimera de la cocina y finalmente revolviendo en su bolso,  pero no lo veía por ninguna parte. Se puso su gabardina larga, metió algo de dinero en uno de los bolsillos y cogiendo la llave y el paraguas, bajó a la calle. Los comercios más cercanos estaban todos cerrados. Se dirigió hacia la avenida y vio las luces de Veroni iluminando la calle. Había un hombre sentado en una mesa delante de la ventana, no miraba a ningún lado, la vista fija en las olas que se levantaban por encima del malecón y en una gaviota que revoloteaba perdida. Pidió un paquete de Winston y un café.

Se acercó a aquel hombre y le pidió fuego y así fue como se conocieron: mirando distraídos a través de un cristal que goteaba por fuera y que por dentro rezumaba humedad y frío, fumando un cigarrillo lentamente y sin apenas hablar. Resultó extraño porque, desde el primer momento se encontraron a gusto, como si hubieran estado esperando aquel encuentro desde siempre, como si cada paso que habían dado antes estuviera programado para encontrarse.

La mujer bajó del metro y salió a la calle. Abrió su paraguas y levantó los cuellos de su gabardina. Las botas chapoteaban en los desagües que rezumaban de las fachadas. Cuando entró en la casa vio que las luces estaban apagadas. No había llegado. Se puso cómoda y se recostó en la cama; en su cara se reflejaba la angustia y en los ojos una mezcla de desilusión y tristeza. Por la ventana vio a lo lejos la raya del horizonte iluminada por las luces de dos petroleros navegando en direcciones contrarias. En La Trufa Negra,  las chispas de las velitas iluminaban las mesas y a los pocos comensales que las ocupaban, fuera un hombre paseaba un perrillo que llevaba un impermeable negro. Puso mesa para dos, metió la cena en el horno, encendió la televisión y volvió a mirar por la ventana.

Mucho más tarde, casi de madrugada, el hombre del abrigo oscuro caminaba despacio por la calle vacía, había dejado de llover y paseaba como alguien que no tiene prisa. En su casa, la mujer menuda de pelo negro se había quedado dormida recostada en la cama, las pestañas húmedas de llanto y en la boca un sabor amargo.                                                             

Asomada al balcón de su ático, enfundada en una preciosa bata de seda,  la otra fumaba un cigarro, contemplando amanecer sobre el mar.     
 
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  • 30 de Noviembre de 2010 a las 0:36
Mil uno.

Tercera vez que me lanza el mensaje. Es mi culpa. Fui quien le dejó la botella en la arena. “Gracias”, me dijo y besó el cristal. Ya me había hablado antes.

Una noche lo dejé en la orilla. Cada ola me traía la noticia: ¡Aún vive! Despertó al mediodía. Como hacen todos, me dio la espalda y sin agradecer se marchó. Tengo celos de la tierra. No saben que soy quien decide: tú vivirás. Primero estás en mí. Te cuido, te protejo, te empujo y te salvo. Entonces, apenas respirar te alcanza para dar un paso, te alejas espantado. Cuando descubres que no es suficiente tierra, que es sólo un diminuto permiso que he concedido en mi espacio, que es sólo una isla en mi voluntad, me odias.

La primera vez que me habló yo aún estaba enfadado. Agrupaba toda mi ira y la lanzaba contra el arrecife. “Dile que la amo” me gritó. “Dile que la amo, donde quiera que esté”. Sentí disolverse la sal de sus lágrimas en mi espuma y fue la pena y no la brisa quien me calmó.

Le arrimé los peces mansos y le espanté los fieros. Pacté con la tormenta frontera en el horizonte y fue divina la lluvia que le calmaba la sed.

Cierto que intentó escapar y no lo detuve. Nadó, y cuando había decidido morirse en mis brazos lo llevé rendido a la isla.

Cada noche en el arrecife me hablaba de ella. “Sus ojos son azules como tú cuando no te enojas”.

Es mi culpa. Fui quien le dejó la botella en la arena. Una tarde, desde las rocas,  con todas sus fuerzas me lanzó el mensaje embotellado. “Dile que la amo, donde quiera que esté” Prometí llevarlo. Sabía donde.

Lloró cuando encontró devuelta la botella con el mensaje. “Me has fallado”. Consiguió subir al punto más alto del rompiente y volvió a lanzar su encomienda ahora más lejos. Bien pude quedármela. Nada me costaba extraviarla en uno de mis rincones, acomodarla al lado del barco hundido o el volcán silenciado. Pero tenía que advertirle de algún modo, por eso regresé su botella a la playa el atardecer siguiente.

Es la tercera vez que me lanza el mensaje. “Dile que la amo, donde quiera que esté”. Si en mis olas no escuchas el grito, ni en mis mareas encuentras la voz, te regresaré la botella mil veces, porque tienes que sobrevivir aunque ella no te ame.

Post scriptum:
“Eres tú quien no comprende. Claro que sé lo que me advierten tus mareas; pero para seguir adelante, en esta isla que me asalta, sólo me importa que ella sepa que la amo.” Y fue su intento mil uno.
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  • 30 de Noviembre de 2010 a las 12:05

MAR INTERIOR

Es la segunda noche que pasan juntos; ella ha vuelto a insistir para que deje la ventana abierta a pesar del aire, frío ya a estas alturas del mes. A él no le molesta, ya se acostumbró a soportar el frío y cosas peores hace tiempo, casi una vida;  incluso le resulta agradable el aroma salado que las tenues ráfagas de aire le traen hasta la cara, mezclando el olor fresco del mar con la cálida humedad que se condensa alrededor de sus cuerpos.

Ella oculta una sonrisa sobre la cálida piel de su pecho al adivinar lo que piensa; si supiese la verdadera razón por la que desea tener la ventana abierta probablemente fingiría tener frío para cerrarla. Ha decidido repetir con él porque, a diferencia del resto, ha conseguido quitarle el traje que tapa su ropa, ha podido entrar y sabe cómo es. Y le gusta.

La boca entreabierta de ella está fría, pegada a la parte izquierda de su pecho, y la leve presión de esos labios ahí hacen que él tome conciencia del latido de su corazón. Desde los viejos tiempos en que tenía que correr para salvar la vida no había vuelto a reparar en ese ritmo sordo y ahora le parece mucho más fuerte, incluso desesperado, como si le preocupase no estar a la altura para realizar el trabajo que se le exige en este momento para satisfacer a la desconocida.

Ella advierte su preocupación y separa la boca del cuerpo de él para dejar que un suave gemido salga de sus labios. El sonido se mezcla con el susurro de una ola que llega a acariciar la orilla; eso junto a una una leve ondulación de caderas a modo de invitación resulta ser suficiente para tranquilizarlo.

Alentado por la respuesta de ella acelera el ritmo, convirtiendo su tímida entrada en una invasión.

Aún no es el momento, el mar aún está meciéndose cerca de la orilla, casi con pereza, así que ella rodea las caderas de él, casi ardiendo, con unos muslos fríos, músculo trabajado bajo una fina capa de piel, blanca como la sombra de la luna desfigurada por las olas.

Entendiendo lo que quiere acompasa su ritmo al de ella y los minutos se alargan; las olas llegan y se van al mismo ritmo a ambos lados de la ventana abierta, el único detalle que las diferencia es la temperatura, que disminuye cerca de la arena de la playa al tiempo que aumenta en los pequeños espacios en que sus cuerpos no permanecen pegados.

Ella acelera el movimiento, sabiendo a la perfección cuando la espuma empezará a romper sobre las rocas de los extremos de la playa. Desliza sus ojos hacia la ventana y mira el agua. La luna de agua se corta en pedazos que se unen y separan una y otra vez. Entonces busca la mirada interrogante de él.

Cuando encuentra los ojos de ella clavados en los suyos y recibe su consentimiento él deja la resaca de su marea en el interior de la bahía privada, donde ella le ha dejado entrar por segunda vez.

El mar deja de golpear las rocas y se retira.

El silencio súbito hace que despierte de golpe.

Las sábanas están mojadas y él solo e insatisfecho.

 

 

 

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  • 30 de Noviembre de 2010 a las 12:12

    UNA ENSOÑACIÓN MARINA



     El hombre joven alzó la mirada. Ante sus ojos se extendía un páramo inhabitable, que sin embargo debía cruzar a toda costa. Que extraño, cada vez que pensaba en aquel hecho inaudito se le secaba la boca.

     ¿Cuál era el motivo que le obligaba a semejante peripecia? No debía haber en todo el mundo un hecho más rocambolesco. Al final del duro camino se encontraba la misteriosa ciudad de sus sueños; un lugar atravesado por canales cenagosos, donde flotaban los restos eviscerados de unos seres desconocidos para él y al que los libros proféticos denominaban, leviatán.

     Preso de la incertidumbre comentó aquella inquietante ensoñación con el hombre sabio. Éste, al oír la historia, abrió mucho los ojos y se quedó mirando al vacío.

     -No me cabe la menor duda, debes atravesar el páramo. –Le había dicho mientras se hurgaba las narices con uno de sus callosos dedos.

     -Pero el invierno se acerca. Nadie puede atravesar el páramo. – Contestó el hombre joven desesperado. El hombre sabio arrugo el ceño; una barba rala y descuidada competía con las espesas cejas.

     -Si quieres conocer el origen de tus sueños, sin duda debes partir cuanto antes.

     Después de darle muchas vueltas al asunto, el caminante recogió sus pertenencias, las guardó en un hatillo y se las echó a la espalda. No tenía mucha gente de la que despedirse, así que se fue con la amanecida; el páramo, bajo el alba todavía gris del amanecer aún era un lugar hermoso.

     Mientras caminaba, el hombre joven reflexionaba sobre lo que debía hacer cuando alcanzara su destino. No tengo más que caminar; a fin de cuentas es lo que llevo haciendo toda la vida, al menos desde que tengo uso de razón. No debe ser más difícil que caminar sobre el hielo quebradizo del lago o subir por las escarpadas laderas.

     Nada más empezar se dio cuenta de que el iba a ser un largo viaje. Por las mañanas, la hierba congelada por las heladas nocturnas se quebraba bajo sus pies. El hombre joven pensó que lo mejor sería dar la vuelta y regresar al abrigo del campamento de invierno. Tan sólo se trataba de un sueño; unos seres extraños que viajaban en manadas y recorrían las grandes aguas no debían existir más que en su imaginación. El hombres sabio tampoco lo era tanto, no sería la primera vez que se equivocaba con sus consejos; la gente del poblado aún lo aguantaba porque no sabían que hacer si alguien no les indicaba cual era el camino correcto durante sus largas y nómadas aventuras. El viajero había soñado muchas veces con un asentamiento, lejos del solitario páramo, a orillas de un lago sin final…un lago a dónde iban a morir las grandes corrientes de la montaña. Lo había visto en sueños, tan claro como aquella mañana podía ver el horizonte despejado ante él.

     El inmenso silencio de las tierras yermas vertía rumores de inquietud en sus oídos. ¿A qué se debía la insatisfecha necesidad de conocer el origen de sus sueños? ¿Merecían la pena semejantes tribulaciones con tal de satisfacer aquella comezón? Sólo lo sabría si conseguía llegar al final del camino –Cuando veas pájaros de grandes picos y níveo plumaje –le había dicho el hombre sabio. El caminante se dijo a sí mismo que tales seres, al igual que los gigantes acuáticos de sus pesadillas, tan sólo existían en la delirante imaginación del hombre sabio, el cual jamás había salido de su choza más que para husmear el aire en las noches de tormenta.

     Al cabo de muchas jornadas de viaje, la brisa lo envolvió con un extraño olor desconocido para él. A cada dura jornada que dejaba atrás, los seres de sus pesadillas se hacían más evidentes ante su perpleja mirada, preñada de ensoñación. Eran enormes y navegan orgullosos sobre las grandes aguas dominando a los seres que habitaban en las mismas sin hacer distinción alguna. El aire se daba trazas desconocidas a cada paso que daba, incluso se diría que sabía distinto…salado.

     Cuando por primera vez vio uno de aquellos pájaros no fue capaz ni de parpadear. Había cientos de ellos; graznaban histéricos sobre una gran montaña, algo hedía a muerte en varios kilómetros a la redonda. Cerca, muy cerca, estaban las grandes aguas. Tan sólo a unos metros de aquel gran montón de tripas y piel podridas. ¿Era aquel uno de aquellos seres? Desde luego se asemejaba mucho; sin embargo carecía del lustre brillante de su ensoñación y distaba mucho del majestuoso aspecto de los seres que imaginaba cada noche. ¿Era aquel el cadáver del gran leviatán de sus sueños?

     Pero, por otro lado, hay estaban los pájaros de grandes picos, con su blanco plumaje manchado de restos apestosos. Ellos, sin duda, eran los pájaros que el hombre sabio había mencionado. Entonces, ¿habría llegado al final de su camino?

     Decidió seguir caminando y dejar atrás aquel cerro hediondo; los pájaros lo miraban al pasar con una expresión de indiferencia -¿Qué haces aquí? –parecían querer preguntarle.

     Transcurrieron dos jornadas más de aquel extraño viaje; nuevamente la soledad se apoderó del entorno. Caminó recorriendo la lengua del agua. Una orilla gris y sin luz, cubierta de un cielo siempre encapotado y amenazante; a lo lejos, sobre un gran farallón que caía a pico sobre las olas, estaba la ciudad. Había llegado al final del camino, el encuentro con las respuestas que ansiaba. Por fin iba a descubrir el verdadero significado de aquella persistente ensoñación.

     Alcanzó las puertas de aquella ciudad; nadie las vigilaba y estaban abiertas de par en par. Lo primero que descubrió fue el origen de los canales con los que soñaba. La marea alta se colaba por los muros derruidos y el agua se deslizaba entre las calles estrechas y pendientes. Observó con más detenimiento y comprobó que el mar arrastraba cientos de cuerpos, los cuales se amontonaban los unos sobre los otros formando un todo. El olor era insoportable. De nuevo pudo ver como las bandadas de pájaros  se aferraban a lo más alto de las almenas, enseñoreándose del horizonte con sus graznidos. No había nadie, no había quedado nadie; la ciudad era un inmenso montón de ruinas y muerte. El hombre joven abandonó aquella pesadilla y volvió a la orilla; una ligera llovizna le salpicó el rostro. Se sentó sobre el manto de conchas que cubría la arena y se entretuvo contemplando el horizonte.

     El viajero caviló en silencio; aquel había sido el viaje de su vida, la experiencia vital que lo acabaría de convertir en hombre, y sin embargo tan sólo había encontrado a su paso muerte y destrucción. ¿Qué le contaría al hombre sabio cuando regresara? ¿Qué pensarían de él cuando descubrieran que había partido en busca de una esperanza, y regresaba con su hatillo repleto de frustración?

     El hombre joven resopló resignado; se acababa de percatar de que aquella no era una sensación nueva. Cada minuto, cada hora, cada día de su existencia se topaba con aquellas contradicciones, sin embargo, se veía obligado a continuar el camino, a dar un paso más y continuar en busca de la próxima decepción, ¿qué podía hacer si no?

     Se incorporó, miró a derecha e izquierda intentando grabar en su retina hasta el más nimio detalle, y emprendió de nuevo el largo regreso a casa. El páramo era un desierto yermo y sin vida… Al abrigo de la bahía, los restos de una antigua flota, desarbolada y al pairo, se mecían al albur de un viento que cada vez arreciaba con más fuerza.

 

concursoderelatos
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  • 1 de Diciembre de 2010 a las 21:56
En la gran marea

Amanece. El sol está tiñendo de oro las aguas del mar y me ilumina, aquí en lo alto, azotada por el viento húmedo. Tengo los pies firmemente afianzados sobre un metal que siento frío y fugaz. Sé que esos hombres tan extraños me miran, divididos entre la esperanza y el horror, pero yo sólo tengo ojos para el mar. ¡Parece tan colosal, tan inmenso! Hogar de dioses y espíritus, según dicen, y aquí está, esperándome. Siempre ha estado aquí. Y yo tenía que llegar.

Antes, no lo sabía. Si caminé hasta la costa durante semanas, fue porque me habían contado que, en las tierras que quedaban al otro lado del mar, se comía tres veces al día. ¡Tres! Ni mi madre ni yo podíamos creerlo. “¡Exageraciones!”, nos dijimos. Quizá dos, más probablemente una… Pero, aún así, decidimos que merecía la pena intentar el largo y penoso viaje. Ambas pertenecíamos al grupo de los que conocen la angustia de ver caer la noche sobre un día en el que no has tenido absolutamente nada que comer. Para nosotras, saber que habría algo seguro, al menos una vez, ya nos parecía suficiente milagro.

Ni la tierra, ni el mar, ni los hombres, podían suponer un obstáculo en mi camino.

– Llegaré, madre – soñé en voz alta, intentando no ver que ella no lo creía – Llegaré, y arrancaré un futuro de ese paisaje extraño.

Dejé atrás una hija que no dejaba de llorar y una madre que ya no podía hacerlo. A veces, en el largo camino, temblando de angustia y de frío, creándome de la nada una y otra vez en cada paso, me pregunté si era una mujer valiente. La verdad, no lo creo. Me atemorizan los dioses que viven en la espesura, los espíritus que nunca descansan y todo lo que no soy capaz de ver en la oscuridad. Pero tuve que ver morir a mi esposo por la guerra  y a mi hijo menor por el hambre, y mis ojos se quemaron con esas imágenes. Hay cosas que ya jamás podrán asustarme.

Alcancé el mar con llagas en los pies sólo para descubrir que, en la ciudad costera, se hacinaban otros muchos como yo, deseando exactamente lo que yo quería. Recuerdo haber pensado que había olas en el mar y había olas en tierra, formadas por una inmensidad de seres que se mecía continuamente de un lado a otro, sin rumbo ni esperanza, sin principio ni fin, arrastrados por una insoportable marea de desilusión. Éramos náufragos en el océano del mundo, cargados con un eterno lastre de hambre y miedo. Y todos nos sentíamos asfixiados, empujados por la desesperanza de la nada que nos perseguía muy de cerca, comprimidos contra aquella frontera líquida que nos separaba del mundo soñado.

Se hablaba de los que lo intentaban y no lo conseguían…

A mí, que nunca antes había visto el mar, me pareció hermoso y temible. Quizá porque no sabía nadar, me amedrentaba más que cualquier otro de los obstáculos que me había encontrado en el camino, pero no quería demostrarlo. Me acerqué a la orilla. Era la hora del crepúsculo y el cielo destilaba rojos intensos sobre aquella gran masa de agua. Supuse que allí, en el rumor de aquellas olas, debían habitar espíritus muy fuertes. Tuve que recordarme una y otra vez que quien ha visto la sangre de su hombre mezclada con el barro del mundo, ya no le teme a nada.

– No te atrevas, mar. No te atrevas – le dije, desafiante, apretando los puños. El último obstáculo, mi adversario definitivo. No consentiría que me detuviese. Por mi madre. Por mis hijos, los vivos y los muertos. Por el recuerdo de mi esposo y por mí misma, lo cruzaría y conquistaría, y llegaría al otro lado.

Las olas murmuraron en respuesta algo que no pude entender. Soy gente de tierra seca, de polvo, de sol despiadado. Nunca he comprendido otros lenguajes.

Supongo que se burlaba de mi arrogancia, porque pronto descubrí que para los que nada teníamos había pocas opciones y todas quedaban fuera de mi alcance. No disponía ni de la documentación ni de los medios para viajar legalmente. Hasta para vivir en el día a día tuve que olvidarme por completo de mí misma y trabajar en un burdel cercano al puerto, lo único que logré encontrar tras dar tumbos por todos lados, arrastrada en aquella marea.

Empezaba a hacerme a la idea de que nunca saldría de allí, cuando conocí a Ahmed. ¡Creía que yo era guapa! Eso casi me hizo sonreír, pensando en tantos instantes en los que se quedó  mi posible belleza; mirando hacia atrás, casi podía verla, como jirones de ropa destrozada en las zarzas de un camino. Pero agradecí aquel rayo de ilusión y le escuché mientras hablaba del barco que iba a levar anclas, de la oportunidad única. Él pensaba subir de polizón con un par de compañeros. Yo no dudé ni un segundo. Me fui con ellos.

Era de madrugada cuando nos deslizamos en el barco, cuatro sombras encogidas por el temor a ser descubiertas…

No merece la pena hablar del inicio del viaje. No teníamos casi luz, pero hubiera dado lo mismo: nadie se atrevía a mirar a los ojos a los demás, para no ver su miedo reflejado. Todo vibraba y se oía continuamente un bramido de fondo, una mezcla de ruido de motores y el eterno rumor del mar. A veces, yo ponía las manos en la gigantesca pared de metal que me separaba de aquella bestia y trataba de sentirlo más cerca. Me preguntaba si estaría furioso con nosotros por haber burlado sus límites, por habernos atrevido a cruzarlo sin permiso de mortales o inmortales.

No sé en qué momento se detuvieron los motores. Yo estaba dormida y fue Ahmed el que me despertó. Dijo que los otros dos habían ido a investigar. De pronto, oímos gritos y movimiento, seguidos de pasos, muchos pasos, invadiendo la bodega. Debían haber descubierto a nuestros compañeros y nos estaban buscando. Corrimos, separándonos entre los gigantescos montones de carga. Yo me escondí bajo unos sacos y contuve la respiración. No me encontraron pero sí a Ahmed. Oí sus gritos, y golpes. Se lo llevaron.

Al cabo de un rato, me arriesgué a salir de mi escondite. Nuestras cosas no estaban en su sitio por lo que, tras pensarlo bien, me dirigí a la escalera. No me engañaba: lo mejor, dadas las circunstancias, era entregarme. Tenía más posibilidades de sobrevivir al viaje estando con mis compañeros encerrada en algún sitio, que allí sola, a oscuras y sin víveres ni agua.

Salí al exterior, al olor a mar, al sabor salado de la brisa, en algún punto cerca de la borda. Desde allí me deslicé por un lateral, siguiendo las voces. No entendía el lenguaje de los hombres del barco, aunque sí supe que estaban furiosos. Ahmed pedía clemencia, suplicaba aterrado. ¿Qué ocurría? Cada vez más asustada, rodeé la pared de un castillete y pude ver el grupo, justo en el momento en que dos marineros arrojaban por la borda a uno de nuestros compañeros. Ahmed forcejeaba con otros tres, pero le golpearon en la cabeza con una barra de hierro y corrió la misma suerte.

No me lo podía creer. No me podía mover.

– ¡Eh! – oí. Sobresaltada, miré a un lado y me topé con el rostro iracundo de otro marinero. Los demás también dieron gritos y fueron de inmediato hacia mí. Intenté huir como pude, corriendo enloquecida por aquel barco inmenso que tan hostil me parecía pero, como era de suponer, terminaron cerrándome el paso, arrinconándome contra la borda.

Entonces, para mi sorpresa, se detuvieron. Formaron un semicírculo a mi alrededor, pero no se acercaron más. Todos me miraban con expresiones perdidas entre la ira y el espanto, los ojos deslizándose entre los míos y mi vientre, ya abultado por la curva de una nueva vida.

Las voces. Las voces dando vueltas en el aire empapado de mar…

– ¡Por Dios! ¡No podemos hacerlo! ¡Eso no!

– ¡Ya conoces la ley! ¡Con ella aquí, no tenemos seguro!

- ¡Si la llevamos con nosotros nos caerá una multa que no podremos afrontar, como poco! ¡Y si la llevamos de vuelta, lo perderemos todo!

– ¡Son leyes estúpidas, criminales!

– ¡Díselo al que las redactó en un despacho!

– ¡Hay que echar fuera al intruso! ¡No tenemos más remedio!

– ¡Está embarazada!

– ¡También lo está mi hija! – el que dijo eso se dirigió hacia mí, mirándome con ira e impotencia. Contemplé el rostro asustado de un viejo enfrentado a la miseria, aterrado por la misma nada de la que yo había llegado huyendo – ¿Te das cuenta de la situación en la que nos has puesto, niña? ¡No puedo perderlo todo!

Yo no entendía sus palabras, pero la desesperación que transmitían sus ojos era hermana de la que vivía en mi interior. Sentí una pena inmensa, por ellos, por mí: todos en aquel barco éramos seres atrapados.

– Oh, no, diablos – susurró el viejo – No te pongas a llorar…

Estaba tan cansada, tanto… Ya era hora de aceptar que no conseguiría cruzar hasta las tierras de la abundancia. Y que tampoco podía regresar. Si lo hacía, tendría que enterrar allí este nuevo hijo, porque a nadie iba a importarle el destino de un niño famélico más entre el oleaje humano de los oprimidos; y a mí me esperaban el burdel, el hambre, la enfermedad y una muerte solitaria en la ciudad de la Gran Marea, la que devoraba los sueños y escupía pesadillas.

El mar bramó, el inmenso mar que estaba por todos lados, en el aire, en el viento, en aquel olor maravilloso que azotaba mi pelo…

Y entonces, entendí lo que me decía, lo entendí de verdad. Me esperaba, aquel era mi destino.

Por eso, me subí a la borda.

Por eso, estoy aquí…

Amanece. Siento el metal bajo los pies, el viento húmedo azota mi cuerpo; el mar me observa, el cielo calla.

– ¡No! – grita el viejo, y hasta se adelanta para tratar de impedir lo que él mismo ha querido hacer momentos antes. Pero yo salto.

Salto hacia el mar, sin miedo. Ahora conozco su idioma.

No te atrevas, mar.

No te atrevas... 
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  • 2 de Diciembre de 2010 a las 2:37
El Arrullo del Mar



- El mar…Siempre me ha gustado, un sitio lleno de misterios y encima, muy hermoso – dijo Isaac.

- A mi lo de los misterios me da un poco igual, pero tienes razón, bonito es un huevo – le respondió pausadamente Hugo.

Isaac y Hugo eran amigos desde pequeños. Cada verano, en esos tres meses mágicos que te apartaban de la rutina, ellos se encontraban. Veraneaban en la costa, desde hacía más de quince años y aún conservaban la costumbre de volver, para verse, algunos días entre junio y agosto.

- Vamos, el Triangulo de las Bermudas, las profundidades abisales, la Atlántida…- Isaac parecía totalmente perdido en sus ensoñaciones de maravillas marinas.

- No soy muy de misterios fantásticos, bastante misterio tengo a diario – sentenció Hugo, siempre el más realista de los dos.

- Mira que eres aguafiestas cuando quieres, majo – Isaac lo dijo en tono cortante, pero la mirada y la sonrisa desmentían cualquier enfado.

Isaac era alto y desgarbado de niño y se convirtió en un hombre grande, cercano a los dos metros, pálido, rubio platino y con ojos verdes, todo gracias a su ascendencia Sueca. Hugo por otro lado era hijo de su tierra, no muy alto, pelo negro y moreno, con los ojos marrones.

Nunca se habían peleado por una chica, Hugo tenía claro que el gigantón rubio iba a llamar siempre más la atención y después de veinticinco años de vida, ni iba a empezar a enfadarse ahora porque su amigo fuera más agraciado. Le quería como a un hermano, seguramente más que a su hermano. El hermano violento y con problemas…Pero eso era otra historia.

- Sabes que esas cosas son tonterías, no merece la pena perder el tiempo con ellas, hazme caso – Hugo acompañó su consejo señalándole con el dedo

- Lo agradezco pero no puedo hacerte caso, me gusta soñar despierto, ya tengo bastante realidad en el curro, demasiada

– Isaac meneó la cabeza antes de continuar – Anda, que nos estamos poniendo tontos, vamos a cambiar a temas menos profundos

Hugo e Isaac siempre habían sido un par de soñadores, con la cabeza en las nubes pero, un verano, Hugo llegó cambiado y desde entonces cada año, como un ritual, mantenían una conversación parecida, que siempre terminaba igual con un cambio de tema, no les gustaba discutir entre ellos.

Aún así, en los ojos verdes de Isaac siempre se adivinaba un deseo de saber más. Era un apasionado de los misterios, pero no se atrevía a preguntar, Hugo parecía el mismo, pero había cambiado. Era como si hubiera sido testigo de un hecho escalofriante, más callado, más realista; como si hubiera perdido algo.

- No, no, perdóname, a veces soy un poco gilipollas – Hugo sonrió con disculpa, al tiempo que le pasaba el litro de cerveza, abierto pero sin tocar, que tenía cerca – Hace mucho que no hablamos de esas cosas, son bobadas, pero bobadas entretenidas
 
- Estás hoy graciosote ¿Te has comido un payaso? Anda que me deberían dar una medalla por aguantarte – Cuando acabó, bebió un buen trago. La risa de Hugo le obligo a sonreír.

- Cómo me conoces. Pero en serio, ya no tengo tiempo para esas cosas, tengo fantasías reales a las que enfrentarme. Aunque a veces, lo hecho de menos, eso de soñar…- Hugo sonó realmente melancólico.

- Nunca me contaste lo que pasó para que dejaras estas” bobadas” – Isaac le pasó la botella. Igual la cerveza le ayudaba a hablar.

Pero Hugo no quería hablar. No podía contarle por qué, cada verano desde aquel fatídico año, cuando llegaba a la costa y se sentaba allí, con él, no veía lo mismo. Isaac veía una maravilla de la naturaleza, un lugar lleno de posibilidades; lo miraba con admiración; Hugo lo hacía con respeto y terror, una mezcla de deseo y repulsión, algo estaba mal ahora que sabía las respuestas. Algo estaba terriblemente mal.

- No es muy agradable de contar, macho, de verdad, no quiero hablar de ello – Hugo cogió la botella pero no bebió.

- ¿Te haces el difícil, eh? Vamos, yo te cuento todo, no seas capullo – fue a darle un golpe amistoso en el hombro pero, sorprendentemente calculó mal y dio al aire, Isaac se quedó mirando su mano extrañado.

- Está bien, amigo mío, pronto lo sabrás, ya casi es la hora – su tono era triste, era más que triste, pero también decidido. Hugo miró a Isaac con pena, como si fuera la última vez.

Cuando se disipó el efecto del somnífero que Hugo había puesto a la cerveza, Isaac estaba atado sobre la arena. En una cala cercana pero resguardada de las miradas de curiosos. Era donde solían ir las parejas, para tener intimidad.

- ¿Qué?...¡Pero! ¿Qué? - Isaac se revolvió entre improperios, pero sólo consiguió llenarse la boca de arena.

- Tranquilo, será rápido – Hugo estaba a su lado trazando extrañas líneas en el suelo. Su voz era fría, toda emoción estaba escondida.

Alrededor de Isaac todo eran dibujos, líneas, curvas imposibles, cosas que recordaban al mar…Pero de una manera extraña y degenerada.  Sólo de mirarlos la cabeza le daba vueltas y los ojos le escocían. Más sorprendido se quedó el pobre rubio cuando vio que Hugo trazaba esa aberración en al arena con un cuchillo antiguo, torcido, con mala pinta y muy afilado.

- No…nonononono ¡No! –Gritó  cada vez más alto, con el pánico a flor de piel y los ojos deseando saltar de sus orbitas.

- Shhh… -  Terminó concienzudamente  los símbolos y sólo entonces le tapó la boca. Ahora, de cerca, se veían los ojos rojos y los surcos dejados por las lágrimas en el de otro modo pétreo semblante de Hugo – Tengo que hacerlo, no tengo otro remedió sino lo hago ÉL despertará. Entregar lo más valioso para tu corazón, eso decía el libro, es la única manera. ¿Te has dado cuenta de que el oleaje, el agua contra la arena, ese sonido, es el mismo desde que se creó el mundo? – Ni le dejó contestar. Teniendo en cuenta que le tapaba la boca era comprensible – No somos el planeta azul por nada…Me preguntabas sobre lo que me pasó…ÉL me pasó. He tardado años en investigar una mínima parte de toda esta mierda Isaac. Apenas lo comprendo, pero lo veo en sueños, retorciéndose en su prisión ¡Está encerrado en el arrullo del mar! ¿No lo entiendes? – Cada vez sonaba más desquiciado y algo más; totalmente aterrorizado – Fue por soñador, fue por todos esos jodidos sueños, tenía que saber más, tenía que soñar más…

El silencio se apoderó de la cala, durante minutos eternos, mientras el sol, lentamente comenzaba a ponerse. Justo en ese momento, cuando el astro rey parecía hundirse en el mar, Hugo respiró hondo y continuó su monologo.

- Pero se está debilitando…Cada vez más. En la antigüedad no todos los sacrificios eran descabellados, algunos servían para mantenerle dentro…Para conseguir que la melodía del océano siguiera nado. Pero ya no valen las cabras, los carneros…No…- rió, justo ese momento, como un loco o como un sabio – Hace años que no hay un sacrificio, siglos…Sólo una cosa puede ayudarnos, lo más valioso para tu corazón…Eso decía el libro…

La última mirada de Hugo para Isaac habría destrozado el corazón del más insensible asesino.

No hubo duda, la mano se alzó y después el cuchillo cayó…

La sangre, espesa y brillante bajo la luz del crepúsculo, se colaba entre las líneas trazadas por el antiguo cuchillo. Si antes parecía aberrante ahora era aún peor…

Hugo lo sentía en su interior, arrastrándose, devorándole por dentro. Pronto no quedaría nada más que locura y oscuridad. Deseaba haber hecho lo correcto, era un deseo feroz pero no estaba seguro. El sonido era el mismo, nada había cambiado y cuando el sol dejó esa parte del mundo a oscuras, Hugo, el pequeño y asustado Hugo, lloró y tembló de manera incontrolada.

Era demasiado tarde, nada había cambiado y sólo se oía el rumor del mar.
concursoderelatos
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  • 2 de Diciembre de 2010 a las 7:19
Mariana

“El mar nunca devuelve sus muertos”.
Aquélla era una de las escasas frases que el padre de Mariana, pescador de oficio, liberaba de vez en cuando de sus labios apretados. La muchacha creció temiendo más lo que aquellos labios callaban que lo poco que decían.
A los dieciocho años, Mariana, que se ahogaba entre salitre y silencio, convenció a su novio de entonces para cambiar la Galicia de sus padres por el verano del Mediterráneo. Los escasos ahorros y la locura le duraron a su chico las cinco semanas justas que tardó en confesar, entre sollozos, que echaba de menos a los suyos. Mariana lo dejó marchar con un silencio seco y ceñudo, se buscó un trabajo de camarera y se quedó a vivir en un pueblo cercano a Valencia. Tan sólo volvió a ver a su padre en una ocasión, en la boda de su hermana, aunque, para él, su hija había muerto el día que decidió marcharse, así que ni siquiera la miró. Porque el mar nunca devuelve sus muertos.
Se acostumbró pronto al ciclo anual de la costa levantina, trabajando duro los meses de turistas y chiringuitos y agradeciendo el sosiego que le ofrecía el invierno de un mar menos exigente y severo que el que la había criado de niña. Por un tiempo, casi llegó a convencerse de que había encontrado su sitio en el mundo.
Su quinto o sexto desencuentro amoroso la lanzó de cabeza a los brazos de Andrés, un compañero de trabajo que había venido de Murcia con lo puesto y su rostro de adonis, equipaje más que suficiente, según él, para comerse el mundo. Siete años de castings cada día más escasos le dejaron un poso de amargura y un ansia enfermiza por llenar aquel vacío con cualquier cosa que le hiciese olvidar. Su adicción se instaló entre ambos como el último vértice de un triángulo equilátero que los engulló haciéndoles perder brújula y norte. Aunque para entonces, Mariana ya había decidido sin saberlo que llevaría a tierra firme aquel barco fantasma o se hundiría con él. Y pese a que mil veces rompió Andrés su promesa de limpiarse, ella siempre se aferró a la idea de que algún día lo conseguiría porque la alternativa era tan escalofriante que prefería ignorarla, como los hijos que huyen y que es más fácil dar por muertos que aceptar que te han abandonado.
Pero, como decía su padre: “hasta el mejor cabo se puede partir en medio de una tormenta”, y así, Mariana, tras más de veinte años y un día en los que renunció a todo por la terca convicción de ver un amanecer que no llegaba, contentó a los pocos amigos que le quedaban saliendo de aquel pozo sin fondo en el que se había tirado de cabeza.
“Esta vez sí”, les aseguró a todos. “Es definitivo”.
Seis meses más tarde, Andrés la llamó desde una clínica de desintoxicación. “Estoy limpio”, le aseguró. Y ella, que no tenía más fe a la que agarrarse, quiso creer que le creía porque aquella nueva y aterradora soledad era todavía más insoportable que las viejas mentiras. Aunque pronto comprobó que el nuevo Andrés era esperanzadoramente más parecido al camarero que conoció que al drogadicto que acabó aborreciendo, así que se permitió entreabrir un poco las cortinas por si el sol decidía asomarse por fin a su ventana.
“Nunca me has llevado a tu tierra”, le dijo él un día. Ella lo miró extrañada. “Nunca he visto un mar de verdad”. Aquella era una vieja broma entre ambos: Mariana siempre se metía con él diciéndole que el Mediterráneo no era más que una charca, que uno no contemplaba el mar “de verdad” hasta que no veía el océano desde Finisterre. Pocas semanas después, iniciaron el viaje que ella había soñado muchas veces pero que nunca se había atrevido a planear por la vergüenza que le inspiraba reunir en un mismo espacio a su familia, a su novio drogadicto y a ella misma, ya que nunca había estado orgullosa de ninguno de los tres.
Apenas setenta quilómetros pasado Madrid, donde habían parado un par de noches, Mariana se despertó a las tres de la mañana en una habitación de una pensión con la certeza de que algo no iba bien. Encontró a Andrés, inerte, sentado en la tapa del retrete, con una aguja clavada en el brazo y la cabeza canosa descansando sobre su pecho inmóvil.
Sin derramar una lágrima, hizo los trámites allí mismo, lo más rápido que pudo, y llegó a la Galicia de sus padres con una urna bajo el brazo y una vieja soledad a la que, por fin, reconoció como la hermana que siempre había estado con ella.
En Finisterre, derramó sobre el océano las cenizas de su pasado sin más ceremonia que un profundo suspiro.
Sin oponer resistencia, como la víctima de una catástrofe cuando llega el equipo de rescate, se dejó llevar de la mano de su familia y se quedó las vacaciones que le restaban en su pueblo natal. Poco a poco, se fue reconciliando con sus calles empedradas, con el pequeño puerto pesquero en el que su padre había faenado toda su vida, con un océano que parecía menos rugiente y severo.
“¿Te quedarás?” le preguntaron una vez. Y aunque no respondió, hubo de admitir para sus adentros que llevaba días pensando que si vendía su pequeño apartamento de la costa valenciana cuando se acercase el verano seguro que podría sacarle más, quizás lo suficiente como para comprarse una pequeña casa junto a los suyos.
Cinco meses más tarde, Mariana volvió al océano de su infancia para no abandonarlo jamás y, sintiendo un alivio cada día menos culpable, recordó lo que, a veces, mascullaba su padre: “el mar nunca devuelve sus muertos”. Con una sonrisa, reconoció que, por una vez, ambos estaban de acuerdo en algo.
concursoderelatos
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  • 2 de Diciembre de 2010 a las 10:21

MALDITA SEA TU SUERTE


Maldita sea tu suerte.

   Ya has perdido la cuenta de los días que llevas sin ver tierra firme tú, que desde que tienes memoria te has dedicado a la navegación de cabotaje y, cuando miras a la costa, sabes que ahí están las casas blancas de Ayamonte, que aquella punta es el cabo de Peñas o que por esa ría se entra en Bilbao.

   Y en tu vida has cruzado borrascas y borrascas o, simplemente, las habéis visto venir de lejos y habéis tenido tiempo de refugiaros en puerto a esperar que amainen. Pero ese día no, ese día os cayó de lleno dos horas después de doblar San Vicente. ¿Por qué os cogió por sorpresa sin que nada la anunciara antes? Os podrías haber metido en el puerto de Sagres aunque sea el puerto más aburrido de todo el litoral portugués. Aburrido como el de Luarca; pero al menos en Luarca hay mujeres que hablan con palabras pequeñas mientras que en Sagres sólo hay pescadores que, cuando el vino empieza a correr, presumen de que allí en su pueblo se dibujaban los mapas con que los grandes navegantes daban la vuelta a África y llegaban al oriente lejano. Pero si hubierais entrado en Sagres... si hubierais entrado en Sagres ahora no estarías aquí.

   Soportasteis la borrasca como pudisteis, saltasteis por encima de todas las olas del mundo, rezasteis a la virgen del Carmen y algunos dijeron que, en medio de los truenos, se había oído un crujido. Se calma la mar, sale el sol y no veis tierra. El capitán saca el astrolabio y el reloj, calcula y dice que estáis frente al cabo Espichel. Los demás insisten en que han oído un crujido y el capitán manda al maestro carpintero de ribera que se suba a los palos. El de mesana está roto, puede caer en cualquier momento y hay que cambiarlo.

   Maldita sea tu suerte. Si en lugar de estar frente al cabo Espichel cuando os disteis cuenta de que el palo estaba roto hubierais estado diez millas más al sur, en vez de entrar a Lisboa a reparar habríais entrado en Setúbal. Y ojalá no hubiérias llevado viento del sudoeste para poder embocar el estuario del Tajo y hubiera soplado fuerte de levante para no poder entrar ni orzando ni con bordadas.

   Y a ti te gusta Lisboa, ha sido puerto de destino muchas veces y la conoces, te sientes bien y, como eres de Vigo, te medio entiendes con la gente. Pues ahí estábais, que amarráis a las seis de la mañana y el capitán da rienda suelta a la mitad de la tripulación. Tú entre ellos.

   Tres y mil veces maldita sea tu suerte. Ahí tienes a Bouza, también de Vigo, que se quedó en el barco castigado porque le despertaron para una guardia, abrió los ojos y volvió a quedarse dormido. Y tú, en cambio, que siempre has cumplido con tu deber y no has recibido nunca un castigo estás aquí mientras él debe de andar ya camino de casa preguntándose dónde se habrán metido esos. O no, pensará simplemente en su mujer y sus hijos.

   Tan contento tú saltas del barco y te ves ya frente a la aduana con tu amigo Torrero, el malagueño, que te propone ir a las mujeres. Cruzáis la Baixa, subís al Barrio Alto y ya han salido a las calles las varinas -así las llaman- que pregonan pescado mientras mueven la cintura. Entráis en una taberna y dos aguardientes. A Torrero le da la prisa y te habla de las virtudes de las mujeres negras de las colonias africanas. Tú le das la razón pero prefieres a las portuguesas porque más que hablar parece que te susurren al oído.

   Al salir, vais a otra taberna. Y ya puedes maldecir tu suerte todo lo que quieras pero, ¿qué podías esperar después de todo el día con aguardiente y vino? Lo mínimo enzarzaros en una pelea y acabar en un calabozo húmedo. Sí, pero a lo mejor os habrían soltado a la mañana siguiente y habrías llegado a tiempo al barco. En cambio ahora ya te ves.

   Y comer, comisteis: caldo verde y bacalao. Pero no recuerdas nítidamente mucho más. Recuerdas, sí, que a media tarde estabais en el otro lado, en las callejuelas de Alfama, y al caer la noche en tu taberna de la Morería. Idea tuya sería que os acercárais hasta allí, hasta la taberna de la rúa do Capelão. Seguramente convencerías a Torrero de que allí estaba la mujer más bella de Portugal.

   Ya tuviste un mal presentimiento al entrar y no ver sentado en su mesa del rincón al conde de Vimioso. Cosas de Lisboa que los nobles entren en las tabernas. Y cosas también de las tabernas de Lisboa que salga alguien a cantar espontáneamente. Como María Severa, la más bella de Portugal. Y a eso iba el conde de Vimioso, que cuando ella cantaba esos fados que se te metían en el corazón pagaba a todos botellas de vino verde con tal de que estuviérais callados.

   Bebéis una botella y María Severa no está. Bebéis otra y el conde no aparece. Otra más y, como Torrero insiste en que quiere ver a la portuguesa más bella, te decides a preguntar a la muchacha que os sirve:

   -Maria Severa morreu de tuberculose há dois meses. Foi o seu fado.

   Pues si ese fue su fado, su destino, ya ves el tuyo, que no sabes qué es peor. Ella por lo menos descansa y tú no paras de trabajar. Y todo porque, a la salud de la pobre, en la tumba con menos de veinticinco años, os bebisteis después más y más botellas. O porque os habíais acercado a la taberna de la rúa do Capelão. O porque habíais entrado en Lisboa y no en Setúbal. O porque en esa ocasión no habíais visto la borrasca que se os venía encima. O porque tu fado ya estaba escrito en las estrellas cuando naciste.

   Mira que os fijasteis en aquella fragata con bandera británica fondeada no lejos de donde amarrasteis. Era preciosa y tenía tantas velas que algunas ni nombre deben de tener. Pues ya ves.

   Y sí, habías oído que esas cosas pasaban, pero en puertos del norte, en Hamburgo, en Rotterdam, pero tú nunca has ido más allá de Burdeos. Porque el vacío de memoria es ya casi total, y Torrero dice que el suyo también, desde alguna de esas últimas botellas hasta que os despertaron a golpes en la calle. Sí recuerdas que cerraron la taberna, que salisteis y que os quedasteis allí sentados para despejaros antes de volver al barco. Pero luego vinieron esos golpes que os cogieron desprevenidos y a los que, tal como ibais, no hubierais podido responder. Y acabasteis amordazados y atados; y subidos a un carro donde había otros desgraciados como vosotros. De ahí a la bodega de la goleta británica de donde no salisteis hasta estar en alta mar.

   No sabes manejar un astrolabio pero sabes mirar al cielo y, como navegáis a favor del sol, ves que vais hacia América. Y maldices tu suerte porque ahora tendrías que estar navegando hacia casa y llevas tres días ya con un paño en la mano sacando brillo a los cañones.

   El capitán dijo no sé qué y un italiano, también víctima de leva forzosa, os lo medio tradujo. Que lo principal de un barco es la limpieza, que un barco se debe presentar al combate en perfecto estado de revista para producir buena impresión al enemigo. Como si el enemigo fuera una mujer...

   Tampoco sabes si ellos están en guerra con alguna nación o si vais en búsqueda de negreros vascos o de piratas de países extraños. Pero sí sabes que, cuando el capitán del barco contrario os mire a través del catalejo, no se va a fijar en si los cañones brillan o en si os habéis peinado y arreglado la barba. Va a decidir sólo entre disparar a desarbolaros o a perforaros el casco y enviaros al fondo del océano. En perfecto estado de revista, eso sí.

   Maldita sea tu suerte.

civairott
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  • 2 de Diciembre de 2010 a las 22:03

Queda finalizado el periodo de presentación de obras.

El siguimiento de las votaciones y posteriores comentarios, en el post llamado "comentarios marítimos y oceánicos".