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estrellafugaz
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XLIX (49) EL CAOS. HILO PARA COLGAR LOS RELATOS

19 de Diciembre de 2010 a las 23:49
Pues eso, éste es el lugar para colgar los relatos sobre el caos que, de no decidirse nada en contra por cuestiones navideñas, estará abierto hasta las 20 horas de Madrid del día 30 de diciembre.
concursoderelatos
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  • 23 de Diciembre de 2010 a las 22:14

MANDALA

El estudio se compone de esto: hay cuatro paredes, pero una de ellas se tuerce por un recodo saliente que sirve de ascensor, desequilibrando el área de suelo y techo; sesenta metros cuadrados. Hay cuatro columnas, unidas por vacío, custodiando un teléfono color blanco roto.

Hay treinta y cuatro distintos botes de pintura repartidos por el suelo. Brochas aplastadas por el propio peso del rojo, el azul, el amarillo, o cualquiera de sus hijos bastardos e igualmente chillones, tal como pajaritos hambrientos en un nido para sordos.

Hay un cenicero trastabillando la luz del día bajo la ceniza, y un hombre sentado al lado, fumando. El hombre coge el cigarrillo con una pinza de depilar mujeres ya que tiene las manos y antebrazos manchados de pintura desde el momento en que decidió abandonar las brochas. Tiene manchurrones desgastados en la cara. Tiene el pelo rubio oscuro y manchado de imposibles biológicos en las puntas, cerca del cuello y la nariz, que parece escoltada por diminutas mariposas. Tiene los ojos azules como el trueno, no hay otro modo de explicarlo.

El teléfono blanco roto suena y el hombre lo atiende e inmediatamente, como si fuese el llamante, pregunta:

-          ¿Está Carlos?

La persona al otro lado de la línea duda.

-          Eh… no. No hay ningún Carlos.

-          Me habré equivocado – resuelve el hombre manchado de pintura.

Y cuelga.

Se levanta y coge un bote de carmín de garanza oscuro y lo lanza contra la pared que tiene enfrente, añadiendo una cuchillada de brillo a un mosaico, una tortilla, que ya se iba volviendo mate; un baile de intenciones reventadas, de colores de fin de año, de locura infantil que promete una madurez hiperactiva; manchas gomosas de azul eléctrico, rayas asesinas de bermellón, de verde limo, espirales de beige en caída libre, el gris naciendo en cualquier juntura saturada, gris marengo, gris acero, gris sombra de ojos.

El hombre vuelve al cenicero para acabar el cigarrillo; en ningún momento mira su catarsis por encima del hombro. Su figura se recorta contra los quince metros cuadrados de pared pintada, como una cosa pintada más. En el bolsillo trasero del pantalón lleva la fotografía de su novia muerta; le quema, pero no se atreve a sacarla de allí. En cambio mira por la ventana. Podrían resolverse todos los conflictos internacionales durante el tiempo que mira por la ventana. La primavera podría cobrarse todas sus facturas en ese plazo.

El teléfono vuelve a sonar. Lo coge rápidamente.

-          ¿Está Carlos? – pregunta.

-          No – responde alguien, observando su propia respuesta como quien observa un león con escamas.

Cuelgan ambos.

El hombre se da la vuelta y se lanza a por un bote de pintura revuelta y le da una patada, estrellándola contra la pared, haciendo una marca circular, de la que parece emanar el chorro congelado en el espacio, resbalando en el tiempo. Agarra una enorme lata blanca y hace lo posible por levantarla sobre la cabeza; le tiemblan los brazos y los dientes. Se acerca lo suficiente con la lata pegada al pecho y luego la pone sobre un muslo, aguantando el mordisco del borde de latón, y mete la mano para proyectar la música química y absoluta en zarpazos, furiosos, que horadan de blanco el centro del cuadro, del infierno.

El teléfono vuelve a sonar. Suelta la enorme lata y también suelta una carcajada nerviosa y se seca las lágrimas con el borde de la bata de artista.

Se sienta junto al cenicero con los últimos gemidos dolorosos de risa y coge el teléfono.

-          ¿Está Carlos? – pregunta, como si fuese el llamador.

Hay un segundo de duda.

-          Este… he sido yo el que ha llamado. Creo. Y quiero hablar con David. ¿Eres David?

David se muerde el labio inferior y se da por vencido.

-          Soy David. Eres el único que no ha picado hoy. ¿Quién eres?

-          ¿Eres David Coicci?

-          Sí, sí, soy yo, sí, ¿qué quieres? ¿Quién eres?  

-          Je… yo también habría picado como un pardillo; pero es que me llamo Carlos, por eso he reaccionado. Curioso… supongo.

David no ofrece ninguna respuesta y su sonrisa es de lobo acorralado. Carlos, al otro lado de la línea, debe estar a punto de darle el pésame; obvio, inevitable como la Ley de la Gravedad.  

-          ¿Estás ahí, David?

-          ¿Qué quieres?

-          Soy pasante de arte. Quiero organizar una exposición con todo lo que pintaste en Tanzania entre el noventa y ocho y el dos mil cuatro.

-          ¿Cómo sabes lo que yo pinté en Tanzania?

-          Porque conozco a Elvira… conocía a Elvira.

David siente como si se hubiese sentado en un charco de pintura fría que le sube por el ano y por el estómago y por los pulmones hasta inundarle la boca.

-          Eres un pasante de arte un poco insensible – comenta David entre dientes, más frustrado que enfadado.

-          Yo, al menos, fui a su entierro.  

David está a punto de colgar el teléfono pero siente, en un momento cercano a la liberación de la huída, que aún puede escuchar más mierda que le haga sentir más culpable, más destruido, más cercano a la muerte… que le haga sentir menos, finalmente. Que le deje sordo con su audacia, con su verdad. Ciego y dormido.

-          Debe tratarse del destino – prosigue Carlos, como si todo lo sucedido hasta el momento hubiese sido agradable, como si no hubiese sucedido nada – Que hicieras la broma preguntando por mi nombre cuando alguien te llamaba. ¿No te parece cosa del destino?

-          ¿El destino?

David se levanta con el teléfono y anda meditando hacia la pared pintada, estirando el cable hasta el punto en que tiene que comenzar a arrastrar el aparato, que se vuelca sobre su panza y pega botecitos esforzados.

-          Yo opino que el destino – prosigue David – es un cartón meado que se lo lleva el viento y le da en la cara a un motorista. El motorista se revienta la espalda contra el quitamiedos y, cuando están metiéndole una cánula en la polla por la que va a mear el resto de la vida, comienza a hacer examen de conciencia. Pero al motorista que pasó por ese mismo sitio diez segundos antes, el destino no le roza. No existe. Y esa es la verdad: por mucho que pienses en tu vida, por muy abierto que seas de mente, por muy humilde que te vuelvas ante la desgracia, no hay absolutamente ninguna razón para que el cartón meado le joda la vida a uno y no al otro.  ¿O tú sabes algo que yo no sepa acerca de la muerte de Elvira, alguna lección que me ilumine?

-          Permíteme la frivolidad de pensar que hay un orden en todo lo que nos sucede, David, y perdóname por ello.

-          Si no te he colgado hace rato es porque sé que Elvira quería ver esos cuadros  en una galería.

-          Lo sé.

-          Eres un buitre.

David vuelve sobre sus pasos más tranquilo que cuando se acercó a la ventana y se sienta junto al cenicero para encenderse otro cigarrillo. En lugar de ello rompe a llorar desconsoladamente, con el teléfono pegado a la barriga y la vista en el techo, con la respiración de alguien a quien han vaciado de un puñetazo detrás de otro, detrás de otro.

Carlos está esperando. Fríamente. Sin sufrimiento.

David consigue encenderse el cigarrillo a pesar del temblor de las manos, olvidándose de la pinza de depilar mujeres, manchando el cigarrillo de pintura y así sus pulmones con vapores ardientes. Recoge el teléfono y se lo carga al hombro, sin ninguna vergüenza, fumando a la vez que calma el llanto y se irrita los ojos con el humo y la sal de las lágrimas.

-          ¿Estás ahí?

-          Eso hacemos los buitres.

-          No voy a hacer exponer contigo. Nada bueno va a salir de la muerte de Elvira. Estoy de luto, Carlos. No me hables de orden ni de intenciones celestiales ni de la risa de Elvira en conexión con la historia de la pintura. El universo es un vertedero de intenciones que un día giran a la izquierda y otro día giran a la derecha.

-          Pero me llamo Carlos. Esa coincidencia debe valer algo.

-          Permíteme que lo ponga en duda.

-          Permíteme que te cuente algo.

-          Te voy a colgar.

-          Imagina que el mundo en el que vives es un enorme mandala pintado en el suelo sobre el que te arrastras como una oruga. Tú no ves la estructura global, por supuesto. Tú sólo ves el color sobre el que está arrastrándose tu cabeza en ese momento. De repente, el color deja de ser un amarillo agradable y pasa a ser un rojo intenso e hiriente. Y piensas que el mundo es una mierda, que no tiene sentido… no puedes entenderlo. Pero eso no afecta al hecho de que vives y mueres sobre una estructura perfecta y simétrica que…

David cuelga el teléfono.

Es, posiblemente, la primera vez que observa con detenimiento la pared que ha estado reventando a balazos de pintura desde que ella murió. Siente algo, pero está demasiado cerca para entenderlo. Se levanta con el cenicero y el cigarrillo en las manos temblorosas y se aleja andando hacia atrás, hasta rebasar el cuadrado perfecto de columnas, cortado por el cable del teléfono. La última mancha blanca ha salido cruzada por ausencias de pintura, como rayas, como dientes, en conjunto. Como una sonrisa. Hay grises en la mezcla de los distintos colores, gris marengo, gris acero y gris sombra de ojos, dispuesto simétricamente de un modo caprichoso sobre la blanca sonrisa, como dos gaviotas, cejas retocadas perfectamente con pinza  de depilar. Las gaviotas protegen una mezcla de colores que, desde lejos, hacen dos espirales, o dos globos, que podrían parecer ojos. En conjunto, aquella tortilla hiperactiva y eléctrica le recuerda dolorosamente a la foto que le sigue quemando en el pantalón.

Es como si ese horror le mandase un mensaje de esperanza, una señal de amor que tiene sentido. Algún tipo de orden que justifique el dolor.

Y David no puede soportarlo.  

 

concursoderelatos
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  • 24 de Diciembre de 2010 a las 8:04

La sirena de piedra.


Era una roca situada a pocos metros de la costa. Tan poca cosa era que ni siquiera las gaviotas se dignaban tomar el sol en ella acicalando sus alas. Sobresalía poco más de dos metros de la superficie y vista desde lejos adquiría una silueta graciosa, un perfil casi femenino, con formas redondeadas y amables sugerencias. Pero en cuanto el observador se aproximaba a la orilla descubría el engaño y cesaba de conmoverle la dichosa piedra, que tan burdamente imitaba la figura humana.

Cierto día de los calurosos de agosto, a horas tempranas, llegó junto a la sirena de piedra un joven que, a fuerza de bracear y pugnar con las olas, se había alejado de la orilla para encallar en ese lugar apartado, como si fuera una barca maltratada por el vaivén de las aguas. Era un bravo y apuesto muchacho, campeón en lo de gastar bromas, alegre como nunca se ha visto, dicharachero, muy amigo, en fin, de sus amigos. Comenzó a nadar a la vera de la enhiesta roca, que le inspiraba sentimientos de calma y misterio a la vez, cuando sintió una especie de chapoteo, no, mejor fuera decir de ron-ron opaco, similar al de un guijarro chocando con las aguas de un río. Afinó el oído, agudizó la vista, pero no fue capaz de esclarecer la procedencia de tan singular sonido. El caso era que a los pocos segundos volvía a oírse.

Finalmente, tras descartar un buen número de posibilidades, se dijo que aquello era como... ¡el sordo latido de un corazón!

El aire transparente de la mañana jugaba a rizar la superficie algo vaporosa de un mar tranquilo, un mar mediterráneo y espléndido. Las gaviotas pasaban sobre su cabeza chillando, persiguiéndose, buscando un asidero donde interrumpir el apacible vuelo. Era uno de esos momentos tranquilos en que la brisa te susurra canciones dulces de amor indolente si te aproximas a la costa, y en que las huellas se hunden en la arena de las playas solitarias, como si estuvieras caminando sobre un mundo nuevo, recién descubierto: solo la nieve virgen procura una sensación igual.

Pero aquel tamborileo febril no parecía provenir de ninguna parte. Miraba cada uno de los entrantes y salientes de la roca; miraba los contornos de un perfil severo, inmóvil, poblado de maleza, y no hallaba indicios de algo extraordinario que estuviera ocurriendo a su alrededor.
 
Observó la costa: las olas continuaban arrojándose dóciles sobre la arena de la playa desierta. Ningún turista había asomado aún para abrir la sombrilla o extender la toalla donde acabaría depositando lo mismo las horas de aquella jornada que el peso de su persona.

Le hizo sonreír esta ocurrencia, cuando volvió a sentir el misterioso latido. De pronto tuvo la certidumbre de que procedía del otro lado de la superficie, de las profundidades del mar. Decidió meter entonces la cabeza bajo el agua, manteniendo los ojos bien abiertos.


Lo menos había siete metros antes de tocar el fondo arenoso, un fondo lleno de algas que entregaban sus múltiples brazos al capricho de las corrientes submarinas. No tardó en averiguar que bajo la superficie la estatua prolongaba su perfil, un perfil que había sido colonizado por la vegetación, de forma que la roca caliza apenas se hacía visible. Cuando se acercaba a ella sonaba con mayor violencia el extraño ruido; dentro de su propia cabeza le parecía ahora que sonaba: era como si le fuera a hablar al oído.

Contuvo la respiración, y, ya cerca del fondo, empezó a palpar las asperezas de la esfinge hasta descubrir un bulto camuflado entre dos piedras. Metió la mano. No podía ser una langosta; aquello proyectaba un reflejo negro como el ópalo, negro como el carbón.

Olvidó subir a la superficie para respirar. Aquella bola de negra sombra le hablaba, le susurraba una triste canción:


«Soy el espíritu cristalizado de esta sirena convertida en piedra. Si ahora me ves inmóvil, en otro tiempo nadé bajo las aguas, junto a las quillas de los barcos. Confundí marineros. Muchos dieron sus vidas por mí. Se arrojaron impetuosos al agua y no tuvieron fuerzas para regresar. Sus compañeros de tripulación no se quedaban nunca a esperarlos. Tú también serás..., serás un ahogado como los otros.

Escucha este lamento que entonaban mis hermanas las sílfides, hace de esto muchos, muchos centenares de décadas...


Dios creó el mundo a la perfección. Ni un átomo se salía de su esfera. Ni un mísero grano de polvo dejaba de encontrar una playa esplendorosa donde ubicarse. Dios, cuando creó el orbe, no contaba con el caos. El caos fue en realidad el resultado de un accidente...

Recién acababa su faraónica obra, cuando no pudo reprimir un estornudo, y de este estornudo nació el caos que duraría mil años, puesto que las moléculas que forman todo lo creado se salieron de sus órbitas, se chocaron unas contra otras, provocando el gran cataclismo.

Y cuando las cosas volvieron a su cauce, a Dios le había salido –fruto de este tropiezo– una criatura hecha a su imagen y semejanza. Era el hombre. Era el hijo del caos original. Y esta criatura, tan idéntica al Todopoderoso, había aterrizado en este planeta azul por pura casualidad, porque del caos siempre se derivan consecuencias nunca previstas.

Siendo, pues, igual la copia a su original, al ser humano le esperaba un fatal destino, marcado por el engorro de los estornudos. Sí, en los momentos claves de la historia siempre ha entrado en juego este famoso estornudo, que ha sido el factor decisivo de la buena o mala suerte del común de los mortales.

El fuego se comenzó a controlar gracias al azar de un estornudo: Los hombres primitivos se asustaban de las sombras; sus propias sombras les infundían un pánico incontrolado. En las noches de invierno, buscando abrigo en las cuevas, topaban con las sombras de las paredes y salían despavoridos afuera. Pero afuera les esperaba el frío y la inmensa soledad de un mundo no domesticado. Por las mañanas se colaban los tibios rayos del sol y se reflejaba como una caldera hirviendo en las paredes del fondo. Hasta que alguien estornudó y las llamas reflejadas en la roca temblaron un instante. Ese alguien descubrió entonces que el sol no era todopoderoso: se ponía a temblar como cualquier otro bicho viviente. El sol sabía lo que era experimentar miedo. Y fue por eso por lo que el hombre se sintió capaz de domesticar las llamas.

La agricultura también fue fruto del azar de un estornudo: alguien colectaba manzanas y otros frutos silvestres; mordía aquí y allá; pero siempre descubría el gusano que salía del corazón del fruto; asqueado, lo arrojaba lejos para coger otro de la rama más próxima. En una de estas colectas, le dio por estornudar justo después de hincarle el diente a la pulpa de la fruta. Y la manzana salió despedida de su brazo liberando en su corto viaje el increíble tesoro que dentro de sí almacenaba: las pepitas. No eran pepitas de oro; pero al primer agricultor de la Humanidad sí que se lo parecieron. Las recogió del suelo, contó las que había reunido en la palma de la mano. Eran cinco. Las cinco maravillas de la creación. Ahora ya sabía lo que tenía que hacer acto seguido. Las enterró; regó el suelo; y esperó, esperó el tiempo que hiciera falta. Aquella intuición primera, que fue fruto de un estornudo, no le había traicionado. Las minúsculas pepitas de la manzana salvaron del hambre al resto de la humanidad.

Finalmente, te contaré cómo un simple e inoportuno estornudo decidió la suerte en la batalla de Waterloo. Napoleón había sido hasta entonces un estratega ejemplar, un sagaz anticipador de las maniobras enemigas comparable a Carlo Magno. Pues bien, era la hora del mediodía cuando reunió a sus generales para dar las últimas instrucciones y analizar de forma conjunta lo que a continuación debía hacerse en el campo de batalla. Habían puesto una mesa en pleno aire libre, junto a la tienda de campaña. Un olmo viejo los abrigaba de los rayos estivales; se levantó la brisa y esta leve corriente fue la causa de la perdición de todo un imperio. Napoleón decía en ese momento: «Nous devons partir à droite», y, merced a ese estornudo, los altos militares que le rodeaban entendieron: «Nous devons partir tout droit».

En cualquier campo de batalla que se precie no es lo mismo «torcer a la derecha» que seguir con los cañones «todo recto». Esto fue, no me cabe duda, lo que motivó la derrota del gran Napoleón Bonaparte. Fue por culpa de un estornudo. ¿Quién lo diría?

Y ahora voy a contarte por qué estoy aquí, transformada en piedra, mecida para siempre por las aguas de este mar dulce y agradable. Yo soy una de aquellas que cantó a Ulises, mientras éste se tapaba los oídos con cera, se hacía atar a la base del palo mayor, y sus marineros se arrojaban uno tras otro por la borda, en pos de la muerte, que era atraída por nuestro canto infernal. Pero él no. Él no se dejó impresionar por la inefable delicia de nuestra voz. ¿Cómo podía ser esto? Nuestro enfado iba en aumento, cuando Neptuno, el dios de los océanos, se apercibió de lo que pasaba y quiso salvar al intrépido marinero de nuestro malévolo influjo.
 
El canto de las sirenas enmudecería para siempre bajo la engañosa calma de las aguas saladas, cuando, ¡oh, travesuras del destino!, un estornudo de mi padre, el del tridente, nos hizo rodar al fondo como si fuéramos peñas que arrastran consigo otras peñas, toda una pared que se desploma de golpe. Yo y mis hermanas nos convertimos en las rocas salientes que adornan esta costa. Algunas personas, en la distancia, me confunden con un ser real, de carne y hueso. ¿No es eso fantástico?...»


En aquellos instantes, el muchacho se dio cuenta de que faltaba aire en sus pulmones. Soltó el corazón de piedra y trató de ascender a la superficie. Pero, ¡ay!, el mar estornudó una vez, quiero decir que tembló y catapultó al joven visitante en los pies de aquella sirena misteriosa, en realidad, contadora de sueños.
concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 25 de Diciembre de 2010 a las 11:55

Un trabajo africano

Aparté la vista del sexo que me ofrecía en pago por los 200€ que acababa de soltarle en el ascensor. Parecía un bocadillo de jamón de york en pan negro. Ese coño, tan grueso, con su enmarañado matojo sobre la vulva rosada y los labios oscuros. Como un gato de mal agüero cuidando la entrada a su cueva. La contraté durante unas horas, asegurándome el acceso al local de intercambios de pareja donde él pasaba las noches de miércoles. El industrial que me envió a África para hacer un trabajo y de donde regresé cinco años más tarde de lo previsto, con un solo ojo y algunas cuentas pendientes. Hace tres semanas que volví a España y me instalé en el Habana, un hotel de categoría estándar, donde resido. La habitación que me ofrecieron tiene el aspecto de un cuadro del constructivismo soviético, con su papel pintado, cañerías de submarino, cableado a la vista y ruidos nocturnos. La primera vez que deslicé la falleba de la ventana y me enfrenté al hueco del ascensor, con sus poleas y sus cuerdas de goma, pensé que algún inquilino ludópata, un escritor ruso, había empeñado las vistas. Cerré las hojas y me conformé con las postales que sustituían al cristal de los cuaretones. Me quedan unos miles de euros, que se van a ir por el sumidero de mi rabia, salvo que termine el trabajo. «¿Vamos a follar antes de salir o quieres que te la chupe?» «Prefiero que bajes y compres dos botellas de cava y galletitas saladas.» Se cubrió aquello con el elástico, alisó su micro falda y salió de la estancia arremolinando el aire alrededor de su bum-bum. Lucía el trasero de un corredor de velocidad y las piernas de una mediofondista jamaicana. Pero ese coño… tendría que amenazarme con perder el otro ojo para entrar allí y pelearme con el gato. Aproveché su salida para revolcar mí sed de venganza en el barro de los acontecimientos. Han pasado cerca de seis años, tiempo suficiente para perder el contacto con todas las personas que alguna vez me importaron y acumular algunas muertes naturales en la cartera de lo que se denomina experiencia. Un trabajo fácil; eso comentó al entrar en contacto con nosotros: mi socio, Alfred, ex militar sudafricano; Laurie, ex legionaria francesa, mi novia por entonces, y yo mismo. Formábamos un buen equipo, especializado en ayudar a los sindicatos a mirar de otro modo los asuntos de las compañías con intereses fuera de la civilizada Europa. Quedamos en El 33, un restaurante situado en la Torre Espacio de Madrid, tan alejado del suelo que piensas que los mapas se hacen desde allí, para evitar que representen las tierras que nombran. «Se ha puesto difícil la situación. Nos amenazan con una denuncia internacional por las condiciones de trabajo y exigen la equiparación con el resto de las instalaciones que tenemos en Europa.» Eso es lo que nos comentó, entre bocado de solomillo con paté y sorbito de bordeaux. Recuerdo mis palabras, que no me han abandonado en estos años. Aún me arrepiento de haberlas pronunciado. «Serán setenta mil.» Dejó el cubierto sobre la mesa, se limpió los belfos, gordos, rosáceos, con la fina servilleta de motivos jacquard y espetó: «Un precio elevado. Lo pagaré solo si el trabajo está finalizado antes de septiembre. No quiero excusas.» Le disparé de nuevo, mirando a sus cejas, el mejor lugar para evitar que las emociones te delaten: «Setenta mil. Cada uno.» El tic que apareció sobre su ojo izquierdo debió alertarme. Acostumbrado a negociar con gobiernos insaciables y sindicalistas heridos en su amor propio, hizo un gesto, mitad sí, mitad no, que malinterpreté. Acababa de asentir a mis peticiones, pero las cumpliría a su manera. Por eso estoy aquí, ahora. Para cobrarme lo que nos debe. Llegamos a Lagos, donde hicimos escala antes de volar al día siguiente hasta Port Harcourt. La noche que pasamos allí nos asaltaron, nada más cenar en un café. Fueron policías. En todas partes tienen esa vis psicopática, que lo mismo les sirve para traficar con drogas, venderse las plazas de los concursos los unos a los otros o zurrarte en el calabozo. A mí me torturaron. A ellos dos, Alfred, Laurie, no lo sé. Jamás volví a saber algo cierto sobre mis compañeros. Me acusaron de entrar en el país para provocar un tumulto en una refinería. En España, 1.200 pavos habrían sido suficientes para pagarle la gestión al picapleitos de turno y salir del peor calabozo, de alguno de esos que se esconden en las comisarías del centro de sus limpias ciudades. Allí no fue suficiente. Consumí cinco años, los mismos que habría podido invertir en una carrera universitaria. Tardé poco en habituarme; soy de gustos sencillos. Incluso hice contactos dentro de la prisión. Así me enteré de que aprovechando mi detención y el asesinato de los dos mercenarios que me acompañaban, la compañía decidió transferir la propiedad de la refinería a una empresa china, por el temor a futuros intentos de asalto. Asunto resuelto. Nunca vi el dinero. Llaman a la puerta. Es la puta negra, con las provisiones. Se sienta sobre la cama y cruza las piernas, mostrando la vulva, de nuevo. Voy a vomitar. «¿Tomarás cava o eres de las que no beben?» En lugar de contestarme, me quita la botella de las manos, da un buen trago, permitiendo que las burbujas saluden y refresquen su piel, y me la devuelve. Decido abrir la segunda botella; no quiero compartir nada con esta zorra. El dinero. Nada más. Unas horas después entramos en el baño común, junto al ascensor. La falta de jabón, el secador estropeado, la ausencia de papel, me hacen sentir bien. A la vida civil tenemos que habituarnos progresivamente. Este hotel es mi centro de rehabilitación. Tomamos un taxi y nos dirigimos al local. Sé que él pasa allí los miércoles por la noche. Pago la carrera, ayudo a mi acompañante a salir, evitando mirarla ahí, donde se esconde la selva más agreste de África. Me dirijo a la puerta reforzada del local, el Seis&Nueve, tirando de la hembra con cierta premura, no exenta de sosiego. Me siento cómodo, protegido por esta mujer; apenas la conozco, pero su confianza en mis actos y solicitudes, como la de venir hasta aquí haciéndose pasar por mi pareja, hacen que comience a respetarla. Alguien se asoma al portillo, nos revisa y vuelve a cerrar, descorriendo un cerrojo y dándonos acceso a la casa de intercambios. Dos copas más tarde, me encuentro con la polla metida en un agujero de lo que llaman El muro: de este lado las mingas, del otro las bocas. Me succionan durante el lance como si pretendieran inocularme un barbitúrico. Voy a dormirme con la nana de los que me acompañan en el ritual. Como en una iglesia caribeña, sintonizan placer y murmullos, creando una comunión hipnótica de la que obligo a mi cerebro a escapar. Me entretengo buscando el objetivo. Localizo su cara, a la distancia de tres agujeros. Parece disfrutar, con una sonrisa derretida, como si cada succión le reblandeciera las paredes del sentimiento. Se me encabrita la rabia y me olvido de la succión. Llamo a gritos a mi negra, con el riesgo de que se dé cuenta, que me reconozca. Salimos de allí. «Tendrás que pagarme todas esas mamadas.» «Te daré unos cientos más, pero no me abuses, que la generosidad está sobreestimada hoy día.» «Y ahora, ¿qué vamos a hacer? ¿Quieres volver al hotel y follarme de una vez?» Antes de contestar, pienso que si esta chica siguiera en África no preguntaría por los servicios, no se preocuparía por confirmar que su cliente está satisfecho, sólo exigiría el dinero; pero que al estar en Europa se ve en la obligación de mantenerse al día sobre la atención al cliente y la calidad del servicio. Igual se ha entrenado en el corte inglés, durante la temporada de verano. «Ahora tenemos que esperar. Quiero que conozcas a alguien importante.» Fumamos en silencio, alejados de la puerta. Algunas personas, trabajadores nocturnos, de regreso al hogar, pasan a nuestro lado. Unos muestran resquemor; otros miedo. Un tuerto vestido de paramilitar y una puta negra no son los mejores invitados para compartir la cena o el resopón en tu propia casa. Poco después, para mi sorpresa, aparece mi pesadilla humana, con su abrigo austriaco y su sombrero tirolés. Bajito, regordete, todo un carácter latino. Abre el coche de gran cilindrada, del que conozco todos los detalles y deja Loden y fieltro sobre el asiento trasero. Ha montado solo. Deduzco que le ponen la puta en el local, porque no se puede acceder como soltero a estos antros. Arranca a gran velocidad y se dirige hacia nosotros. Momentos antes de que nos alcance, sujeto a la puta de los brazos y le digo: «Me gustas mucho, mi amor.» Ella se relaja y sonríe. La empujo con violencia, trastabilla, pierde uno de sus zapatos, momento en que recupera el equilibrio sobre el tobillo que se ha torcido, girando sobre él y enfrentando al vehículo, lanzando sus manos hacia adelante, para detenerlo con rayos de magia, para evitar que le dañe la cara. Su cabeza golpea contra el asfalto después de que el parachoques le destroce las rodillas. Huye a toda velocidad. Marco el 112, doy todos los datos del accidente y me alejo, hacia el parque. No le caerán cinco años por atropellarla, pero su cara aparecerá en la Prensa, su mujer le pedirá explicaciones y durante un par de años la vida será algo más difícil para él. Los que necesito para maquinar mi próxima venganza. Creo que tiene una hija, de pocos años de edad. Habrá que esperar a que crezca. Antes de guardar el teléfono en el bolsillo, del que tengo que deshacerme, me fijo en el zapato de tacón, rojo, que sostengo en la mano. Lo he recogido sin darme cuenta. No me conviene. Pero necesito asentar los pocos recuerdos que mantengo, para acomodar mi rabia dentro de ellos.

concursoderelatos
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  • 28 de Diciembre de 2010 a las 18:56

EL DIA QUE REVENTÓ EL PANTANO

Jorge despertó sobresaltado. Le arrancaron bruscamente de su sueño las sirenas de la policía. Eran las cuatro de la mañana y había dormido apenas dos horas. La frialdad de la cama y la ausencia de olores familiares en el ambiente, le advirtieron al instante de que no estaba en su lecho ni en su casa como siempre, con su esposa y con su hija de dos años.
Abrió los ojos y miró las cuatro paredes desnudas de aquella habitación que no era su dormitorio habitual y recordó la monumental bronca que aquella tarde había tenido con Laura, su mujer. Aunque no lograba recordar por qué habían empezado a reñir, ahora pensaba que lo sensato hubiera sido haber parado a tiempo y haber zanjado la discusión con un abrazo, pero en lugar de eso acabaron gritándose e insultándose mutuamente, hasta que él se fue dando un portazo.
Así que había abandonado a su esposa y a su hija y había dormido solo en aquella habitación desnuda y fría, en un piso vacío, aún sin estrenar y se había despertado escuchando un estruendo de sirenas y voces de alarma que la policía estaba emitiendo por megafonía. ¿Pero, qué estaban diciendo?
¡¡Atención!! ¡¡Es una emergencia!! ¡¡Repito, que todo el mundo busque protección en los pisos altos!! ¡¡Se ha abierto una brecha en el muro del pantano!! ¡¡En menos de tres minutos la riada inundará las calles!! ¡¡El agua podría alcanzar el nivel de la segunda planta en la mayoría de los edificios!! ¡¡No salgan a la calle!! ¡¡No hay tiempo!! ¡¡Suban a los pisos altos!! ¡¡No cojan el ascensor!! ¡¡Suban por las escaleras!! ¡¡Rápido!! ¡¡El agua está a punto de llegar!! ¡¡Salgan del coche, no llegarán a ninguna parte con él!! ¡¡No hay tiempo!!
Entre el fragor de las sirenas y las voces de la policía se colaba un ruido sordo de fondo que hacía vibrar las ventanas, como si una docena de trenes se acercaran a toda velocidad. En los pisos, había gente asomada a las ventanas, preguntando qué ocurría. Se oían gritos, llantos, arrastrar muebles, correr de un lado para otro…
-¡¡Laura y mi hija!! –gritó Jorge horrorizado.
Bajó las escaleras, desde el cuarto piso, como una exhalación, vistiéndose mientras corría y empujando sin miramientos a la gente que quería subir. En la calle, se había desatado el caos: muchos intentaban huir en el coche, se formaban atascos y, en su desesperación chocaban unos contra otros.
¡¡No!! ¡¡No salgan a la calle!! ¡¡Ha reventado el pantano!!  ¡¡No hay tiempo para escapar!! ¡¡Suban a los pisos altos, allí estarán a salvo!! –gritaban los polis.
Cruzó la calle luchando contra el viento y esquivando a los coches que invadían la acera. A veinte metros de distancia, calle arriba, estaba el que hasta entonces había sido su hogar, una casa pequeña de dos pisos. Quizá ellas estuvieran allí todavía.
Entró en casa llamándolas a gritos; las encontró en el piso de arriba. Laura intentaba ponerle a la niña los zapatos; las dos lloraban. Jorge cogió a la niña en brazos, tomó a la madre de la mano y corrieron escaleras abajo. El ruido era ya tan atronador que hacía casi inaudibles las advertencias que transmitían los megáfonos. Un viento huracanado hacía volar plásticos, toldos y chapas de uralita. En la calle ya sólo quedaban dos hombres enzarzados en una pelea porque uno había embestido el coche del otro. Una ola de más de ocho metros de altura, entró por el extremo de la calle barriendo cuanto hallaba a su paso. Jorge entró en su portal llevando a Laura casi arrastras, oyendo tras de sí gritos, explosiones, ruido de cristales que se hacen pedazos, coches lanzados como proyectiles contra las lunas de los escaparates… Alcanzó el primer piso a la vez que la tromba de agua inundaba el portal llevándose la puerta por delante. Del impacto el edificio tembló como sacudido por un terremoto. Implacable, el agua, les persiguió, les dio alcance en el tercero y les cubrió hasta la cintura. Por encima de ellos se oía el griterío de los vecinos, que estaban todos en el quinto.
La niña lloraba a gritos. Jorge necesitaba las dos manos para mantenerla en alto, por encima de su cabeza, y no podía agarrarse a nada para resistir el empuje del agua. Consiguió sujetarse trabando el hombro contra la jamba de la ventana, pero cuando intentaba alcanzar otro peldaño de la escalera, alguien le agarró por un tobillo: Era uno de los dos que se peleaban en la calle. Estaba sumergido en el agua y luchaba por salir a flote.  Jorge no pudo hacer nada por él; tenía que sujetar a su hija y Laura bastante hacía luchando para que el agua no la arrastrase a ella. Finalmente, aquel hombre aflojó su presa y se fue  por la ventana, flotando panza arriba, para sumarse a la avalancha de cadáveres, objetos de toda índole y árboles arrancados de cuajo, que arrastraba la riada.
La niña dejó caer el peluche que sujetaba contra su pecho y Jorge le vio salir por la ventana, detrás del hombre, girando como una peonza, zarandeado por las turbulencias de la riada.
-¡Papá, papa, mi osito! –lloriqueó le niña.
-Dile adiós, hija.
La niña agitó despacio su mano en el aire y con voz triste dijo:
-Adiós osito.
 Afortunadamente el agua no pasó del tercer piso y Jorge logró llegar al cuarto. Por la ventana vio como surcaban el cielo, a poca altura, dos helicópteros que pasaban de largo por encima de la multitud de gente que agitaba sus brazos en alto desde los tejados y las azoteas, tal vez acudían a otra zona donde la ayuda era más urgente. Algunos edificios viejos no habían soportado la embestida del agua y se habían hundido, arrastrando en su caída a todos los que se habían subido al tejado creyendo en la palabra de la policía, cuando aseguraba que allí estarían a salvo. Los pisos que seguían en pie, se habían quedado sin luz eléctrica y sin calefacción y la gente temblaba de frío esperando a los equipos de salvamento.
A mediodía, los helicópteros continuaban evacuando supervivientes aglutinados en los tejados y las azoteas.
Jorge y Laura abrieron su puerta a las mujeres y los niños que permanecían apretujados en la escalera, entre la cuarta y la quinta planta. Aquel piso que horas antes le parecía tan vacío se llenó de mujeres llorosas que habían perdido su hogar y tal vez a algunos de sus parientes, más o menos queridos, pero, ellas al menos, aún conservaban la vida. Completaban el cuadro un pequeño grupo de niños, ajenos a la tragedia, que correteaban entre las mujeres y por las habitaciones vacías.
Muchas horas después, ya instalados en casa de la madre de Jorge, éste le preguntó a su esposa si recordaba por qué habían discutido la tarde anterior.
-¿Cómo quieres que recuerde algo tan pueril, después de la tragedia de saber que nuestro hogar ha sido barrido del mapa, con todos nuestros enseres y recuerdos enterrados en el lodo?, –replicó  Laura-. Después de algo tan horrible, ¿me preguntas si recuerdo nuestra estúpida discusión?
-Sólo intentaba cambiar de tema –dijo él.
-Estáis vivos los tres y eso es lo más importante –dijo la madre de Jorge.
Pero Laura si recordaba el origen de aquella discusión: Todo había empezado cuando Jorge apoyó a su madre al manifestar ésta su desacuerdo por la compra de aquel piso, ella había insistido en comprarlo, el piso que aún no habían estrenado, el que luego les salvó la vida.

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  • 28 de Diciembre de 2010 a las 19:44

                                                                                                       LA MUJER DE HIELO
                                                  

                                                                     El Universo es simplemente una gigantesca máquina

                                                                                                              Isaac Newton


     La perplejidad es la capacidad para confundirse a raíz de una sorpresa o una circunstancia profundamente asombrosa. 
     Aníbal examinó con detalle el rostro sobrecogido de la mujer que tenía frente a él. Sus ojos, abiertos como platos, transmitían un cúmulo de sensaciones que confluían en un mismo punto. El hielo quebrado. 
     Con el extremo de su bastón golpeó con suavidad la superficie de la capa de hielo que lo sostenía, al parecer con suficiente firmeza. Toc, toc, toc. Repitió la maniobra un par de veces más, como si estuviera convencido de que la mujer que yacía congelada en aquel peculiar sarcófago iba a realizar algún tipo de gesto. ¡Eh, estoy aquí! Llevo millones de años esperando que alguien me descubra. Curioso concepto el del paso del tiempo; uno siempre espera que la bifurcación del tiempo, en los distintos ramales que conforman los períodos de la vida de una persona, transcurran siguiendo una sucesión ordenada de acontecimientos, ajenos en todo momento al caos. No sucedió así en el caso de la mujer de hielo. 

     El viejo ascendió por el camino que conducía a la cabaña; la grava apelmazada, junto con los restos de la última nevada, que poco a poco comenzaba a disiparse bajo unos tibios rayos de sol, crujía bajo sus inciertos pasos. 
     La cabaña acariciaba los límites de un desfiladero agreste y profundo. Bajo los primeros jirones de niebla comenzaban a intuirse las afiladas copas de las coníferas; era como si uno contemplara un mar de lanzas inhiestas en medio de una tormenta. Azul y gris, todo en uno...y a ratos la luz desgarrando el concepto fundamental de un lienzo que cambiaba de forma a cada segundo que transcurría. 
     Almorzó ligeramente; las comidas pesadas le provocaban un desagradable reflujo gástrico, del que tardaba días en deshacerse. Un huevo escalfado aderezado con un chorro de vinagre; el profundo aroma le colmó las fosas nasales y le lanzó de golpe al regazo de su madre...el dolor de estómago se hizo evidente, casi físico. Fue un niño quebradizo, después fue un adulto depresivo y ahora era simplemente un viejo que se dejaba llevar. 
     El letargo era una de las sensaciones de las que todavía podía disfrutar; el calor interno que encendía sus mejillas, mientras los rescoldos en la chimenea levantaban volutas incandescentes a su alrededor, como un enjambre de lucernas que quisieran escapar de su particular agujero negro. Después venía el hormigueo en la planta de los pies, que precedía a una liviana sensación de abandono. Los ojos entrecerrados tan sólo acertaban a disfrutar de una rendija de realidad, difusa, etérea. La nada alcanzada con la punta de los dedos...la muerte alcanzada de forma serena, sin alharacas. Al menos eso pensaba cada vez que se quedaba dormido.  


     Tan sólo unos meses antes el suelo tembló bajo sus pies; el suelo escupió vaharadas de azufre y el aire se volvió tan denso que apenas se podía respirar. El clan, que se refugiaba en las simas y cárcavas horadadas a la piedra caliza, quedó diezmado. Amia conoció entonces la soledad, un monstruo vacío de sentimientos al que nunca antes había vislumbrado. 
     El mundo que la rodeaba, al menos como ella lo había conocido, empezaba a cambiar de forma vertiginosa. Días y días sin poder observar en el cielo la inmensa piedra de fuego que les proporcionaba calor, precedieron a otros días sombríos, sin luz...con una plomiza sensación de frío que le arañaba hasta los huesos. Amia decidió caminar sin rumbo fijo; fue la única solución que se le ocurrió en mitad de aquel páramo vital en que se había convertido su existencia. 
     Durante su camino sin sentido el suelo volvió a estremecerse varias veces, y otras tantas volvió a asentarse, dejando un mar de cenizas suspendido sobre su cabeza. Era como si la madre tierra estuviera haciendo una digestión pospuesta hasta el infinito. ¿Qué sería de ella? Sin luz que la guiara, sin sol que la calentara, sin un clan que la acogiera. Más le valía arrojarse a una de aquellas simas inundadas de fuego viscoso. Perecer rápido y fundirse con la misma materia que formaba las fuertes rocas. 

     Había perdido la noción del tiempo. Abrió los ojos y descubrió que a su alrededor el cielo presentaba infinitos agujeros luminosos, como túneles abiertos ante sus ojos que la invitaban a caminar hacia ellos. Amia pensó que se trataba de una entrada que quizás comunicara con un mundo paralelo, donde tal vez pudiera volver a ver a sus amigos, a su compañero, a sus hijos. 
     Se incorporó y notó una sensación desconocida en la planta de los pies. ¿Cuánto tiempo había dormido? ¿Quizás había muerto, sin tan siquiera tener la oportunidad de comprender la naturaleza de aquel transito tantas veces imaginado? El suelo quemaba, pero no le dolía. El suelo rugoso crujía y se partía en una infinidad de pequeñas agujas congeladas que se deshacían al instante entre sus dedos. ¿Qué era aquello? ¿Cómo había podido suceder? Se sentó sobre el suelo, con las piernas cruzadas, igual que si estuviera ante el fuego del clan, como si estuviera a punto de arrebatarse ante su totem, suplicando por un deseo inconcebible.
     Se incorporó temblando, cuando comprendió que ni tan siquiera los dioses eran dueños de su destino. La oscuridad y el caos habían ganado la partida. El suelo se había convertido en una pátina resbaladiza por la que se escurrían láminas de agua que alimentaban un pequeño torrente que aún no se había solidificado. 
     Tengo sed. Pensó con alegría, al comprobar que aún no se había convertido en espíritu, que todavía era un ser de carne y hueso. Se aproximó al borde del barranco; el torrente discurría encajonado por un farallón de hielo que se elevaba sobre la cabeza de Amia hasta perderse entre un cúmulo de nubes bajas. 
     Miró hacia abajo, con la esperanza de encontrar un sendero que la condujera a la parte más baja. Sus grandes y torpes pies pisaron sobre un talud de nieve apelmazada que, de repente, se hundió. El grito de Amia se perdió entre las notas discordantes de un rugido sordo, provocado por la nieve al desmoronarse descontrolada por las laderas cercanas...


     El viejo pugnó por despertar; creía tener los ojos abiertos, pero tan sólo era un sueño. Se incorporó dejando atrás un amasijo de carne muerta y pellejo. De repente se sintió ligero y ágil. Miró a su alrededor sin sentirse culpable por lo que dejaba atrás. Cruzó el escueto salón y se dirigió a la salida de la cabaña. Fuera, de pie sobre la nieve del camino, le aguardaba la mujer de hielo. Le tendió la mano y el viejo se dejó guiar por su enigmática sonrisa. 
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  • 28 de Diciembre de 2010 a las 19:53
Un caos de andar por casa


Ana repasa la lista, aún le quedan muchas cosas para tenerlo todo a punto. Camina deprisa porque no tiene demasiado tiempo; no ha comido y piensa que lo mejor será tomar un café y un pincho y salir corriendo a ver si llega luego a la hora a la oficina. La mañana ha sido horrible, el jefe tenía un humor de perros y ha tenido que aguantarle con una sonrisa; tendrá que hacer, cuando vuelva, por lo menos veinte llamadas para pasárselas, porque él es incapaz de recordar que hay compromisos que no deberían olvidarse.

Sentada delante del ordenador, piensa que aún tiene que ir al carnicero para encargarle el cordero para el sábado y a la pastelería porque a su marido le gusta, precisamente, el pan de Cádiz que hacen allí. ¡Qué tonta! se dice de pronto, si ya no tengo que preocuparme por los gustos de mi marido. Añade a la ya larga lista, que tiene que comprar el turrón de chocolate que les gusta a los niños, pues preguntarán por él en cuanto ponga los postres en la mesa. Mira su agenda, el jefe se va de vacaciones mañana, menos mal que ha estado lista y ya le ha reservado habitación en el hotel de siempre en Formigal. Tendrá que trabajar por la mañana y cuando salga irá a la peluquería, necesita dedicarse unas horas y podrá estar cansada esa noche, pero nunca despeinada.



Cuando por fin termina de poner la mesa ya ha oscurecido, mira por la ventana y ve a la gente caminando por la calle arrebujados en sus abrigos, pues hace un frío espantoso; llevan bolsas floreadas de colores con regalos o comida. Ana se mira al espejo. Se ha puesto su vestido negro, unos zapatos planos y un collar de piedras transparentes, se ahueca el pelo recién peinado y se pasa la lengua por los labios. Con una sonrisa se lanza un beso; hoy se gusta. Después contempla el salón con el árbol iluminado y todo dispuesto. Hay plantas rojas por las pequeñas mesas auxiliares y velas en el centro de la mesa principal. Platos, copas, cubiertos, todo brillante y milimetrado. En la cocina las fuentes con los entrantes esperan y en el horno el cordero termina de asarse.

Por fin llegan. Ana siente un pinchazo en la espalda que la hace encogerse; respira hondo y se dice que en eso pensará luego, se echa un poco de perfume detrás de las orejas y en las muñecas y pinta su mejor sonrisa. La abuela, su hermana y su cuñado y los niños, los de ellos y los suyos que han ido a comer a su casa para que pueda terminar los preparativos más tranquila y Marga la pequeña, la hermana viajera e independiente. Pablo y Mar, sus niños, pasarán después la Nochevieja con su padre y su nueva pareja, en su casa de la costa. Hay algo por ahí dentro que aún duele al pensar en él, pero ya ha decidido que aquello pasó y que ahora está en el camino del resto de su vida.

La comida transcurre agradablemente; Ana va y viene a la cocina, calienta, aliña, prepara en las fuentes, prueba el punto, trincha, sirve. Pregunta si alguien quiere más; uno pide una coca-cola, vuelve a la cocina. También quieren agua. Se ha acabado el vino, trae más y le pide a su cuñado que abra la botella. Los niños ya se han cansado de estar formalmente sentados a la mesa y se han ido a jugar al cuarto de estar. Se escuchan sus risas y chillidos ¿qué estarán haciendo? se pregunta un poco preocupada. El año anterior rompieron varias piezas del precioso ajedrez de su padre, uno de los pocos recuerdos que tenía de él y que se lo regaló su madre un día de Reyes a él y luego, cuando murió, en otro a ella misma.

No tiene hielos. Los ha tenido que sacar del congelador pues ya no entraban más cosas. Su cuñado tendrá que tomar su whisky con un poco de agua fría. La abuela pregunta si no hay un chupito de algo y Marga quiere un gin tonic, así que Ana rebusca entre las botellas del bar. Los niños cada vez alborotan más, solo la más pequeña está silenciosa y concentrada, los ve al volver por el pasillo. Entra y pregunta: ¿qué hacéis? No hace falta  respuesta: por el suelo se esparcen los cogines del sofá, las alfombras están retorcidas, hay papelitos de bombones esparcidos por todas partes y ellos ruedan tirados en él, peleándose. La pequeña juega con las figuritas de plástico del nacimiento, puesto expresamente para que ellos puedan tocarlo y moverlo a su gusto. Carlota ha envuelto en masa bien aplastada de polvorón a los pastores, que rezuman grasa, lo mismo que el agua del río de papel de plata. Ana los mira espantada, con una botella de licor en cada mano y se pregunta cómo quitará las manchas de grasa de los muebles y sofás. No quiere ponerse nerviosa, que sea lo que tenga que ser.

La noche se alarga, las horas pasan sin apenas darse cuenta, entre recuerdos de otras navidades y pequeñas discusiones sobre lo que te dije y lo que no me comentaste. Marga les habla de su maravillosa vida en Nueva York, del interesante trabajo que hace allí y de la morriña que siente a veces al estar tan lejos.  Ella de pronto se siente muy cansada así que se alegra cuando dicen que se van a ir. Acuesta a los niños, no sin protestas y lloros, pero están tan agotados que a los dos minutos se quedan dormidos.

Son las dos y media. Apaga todas las luces y se sienta en su butaca preferida, en el dormitorio, donde una lamparilla ilumina apenas. Enciende un cigarro y tranquilamente lo va fumando. Le duele todo, siente una sensación entre dulce y amarga. Por la casa parece que ha pasado un ejército de locos, hay comida por todos lados, las sillas revueltas, la mesa llena de bandejas a medio acabar, las tazas de café vacías, las copas sin apurar. Por el pasillo restos de serpentinas que su cuñado a comprado a los niños por la tarde. La cocina parece un campo de batalla. Les ha dicho, muy convencida, que se vayan que ella se encargará de recogerlo todo, pero la verdad es que se siente muy cansada. Lo ha mirado con un cierto pánico en los ojos y ha decidido que al día siguiente se preocupará de ponerlo de nuevo en orden. Vuelve a sentir la punzada en la espalda. En medio del silencio, de pronto se siente muy sola.

A sido una noche buena, si nochebuena buena a pesar de todo; mira su habitación y recuerda cuando fumaba aquel último cigarro con Enrique sentado a sus pies sobre la alfombra, su brazo apoyado en sus piernas, los comentarios de la fiesta, el pitillo a medias, la última copa de cava, el calor de la cama compartida. Eran los tiempos felices, luego vinieron los absurdos, incomprensibles, totalmente inesperados y dolorosos. En un momento y sin aviso su vida se transformó en un caos imposible de asimilar.

No quiere llorar, pero las lágrimas se deslizan solas por sus mejillas. Apura el cigarro y se sienta ante el espejo de su cómoda, toma una toallita húmeda y la pasa despacio por su rostro. Se mira como mira un crítico una obra de arte, tiene ojeras, algunas arrugas de más, se ve que está muy cansada, pero, a pesar de ello, sigue siendo ella, la de siempre, valiente, decidida y luchadora. Borra de su pensamiento el cansancio, la soledad y la nostalgia y se mete a la cama.

concursoderelatos
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  • 28 de Diciembre de 2010 a las 23:23

Las señales


“Duda de los datos hasta que los datos no dejen lugar a dudas”
Henri Poincaré

-Las secuencias se suceden unas a otras, doctor, círculos, elipses, péndulos, giran brillantes en mi cabeza. El infinito comienza a acechar mis pensamientos, y la nada se apodera de todo, ¿sabe?. Los agujeros negros están por todas partes y la terrible sensación de no saber nada me estremece de frío. No lo sé...sí...es cíclico, está pasando otra vez, se me está yendo la olla. Usted sabe doctor, la chaveta. Y ahí dejo de pensar en cualquier otra cosa y me concentro en el cosmos. Puedo pasar días así, en un estado lamentable, lo reconozco, pero lo mío son inofensivas divagaciones mentales, lo de mi madre es grave, lo de ella sí es para tratar, pero...como ella paga, el loco soy yo. Me resulta un poco incómodo el que mi madre crea que usted (y su enigmático silencio) puedan lograr que yo quiera dejar de desentrañar los misterios del universo. Pero quizás esto sirva, a fin de cuentas, para que ella deje de tocarme los cojones. Porque sucede...que no quiero dejar de pensar en lo que pienso y no pienso salir a buscar un trabajo porque mi madre me lo diga. Ni ella ni nadie. Si quiero juntar eternamente pelusas en mi cama deberían dejarme en paz. No es tanto lo que pido. No me interesa salir de mi ensimismamiento para pretender que la normalidad es ésa que ostenta la gran cantidad de locos que andan sueltos por todas partes. Yo no he pedido nacer y ahora que estoy en la maravillosa superficie de este infierno, lo mínimo es que apenquen con lo que les ha tocado. Que me dé el gobierno una de esas ayudas que tanto les gusta dar, o mejor dicho, publicitar, y dejen que yo pueda expresar mi naturaleza: soy un vago, sí, pero mentalmente no paro de hacer grandes esfuerzos, doctor, imagínese: las leyes del misterio se revelan en cualquier cosa, todo es una manifestación del todo y en la vastedad de un átomo cabe el universo completo. Sus dimensiones, doctor, si usted comprendiera que un átomo está casi vacío y ...

La sesión terminó y Jorge lo primero que hizo al cerrar la puerta de la consulta fue encender un cigarrillo. Llevaba la chaqueta azul colgada del brazo y su largo cuerpo esquelético y jorobado parecía torcerse todavía más por el peso del abrigo. Una vez en la calle buscó la parada del autobús que lo llevase a casa.

Al llegar abrió la puerta y el clásico chirrido le dio la bienvenida junto con dos de los diez gatos. El olor denso del potaje se pegaba caliente a la semioscuridad de los rincones. La madre, en el salón, sentada frente al televisor con un ejército de gatos a su alrededor, como un pequeño séquito peludo, le recibió con indiferencia. Los gritos de dos fulanas que se lanzaban insultos se desparramaban desde la pantalla por el salón en un halo de luz azul, que intermitente, cortaba la penumbra hasta iluminar y apagar la cara de su madre que, sin girarse, le preguntó: -¿Has ido por fin a revisarte esa cabeza inservible, pedazo de idiota? ¡Has dejado otra vez escapar a Misha y me he pasado toda la mañana por el barrio buscándola! ¡Mírala, seguro que ya está preñada! ¡Si fueras más cuidadoso y prestaras atención a lo que te digo, no tendría yo que estar todo el día detrás de todo en esta casa!- los gritos se fueron alejando a medida que Jorge atravesó el pasillo y cerró la puerta de su cuarto.

Su pequeño y gran mundo. Jorge respiró aliviado. Un cuartucho rectangular y estrecho, apenas iluminado por una ventana demasiado alta para dar vistas y demasiado pequeña par dar luz, le dio sencillamente la bienvenida. Bajo la mortecina  lámpara, que colgaba desnuda, se iluminaron los lomos de los libros que abarrotaban y desbordaban las estanterías, el suelo y las mesas. 

-¡Bazofia de la última calaña! ¡Vago indeseable! ¡Si tu padre viviera! ¡Cómo te sacaría a patadas de ese cuarto y haría trabajar ese culo en vez de dejar que te pudras ahí dentro! ¡Hacerme eso a mí, ¡a mí!, que tanto he sufrido para criarte como Dios manda!.- El monólogo pasaba dificultosamente por el angosto pasillo, arrastrando los pies y rosando con su fatigado y gordo cuerpo las paredes empapeladas. Murmurando también, aunque con más delicadeza, de tanto en tanto, a los gatos, que se enroscaban en sus piernas – ¡Cuidado! ¡Ha! ¡Sal de ahí, Misha!-  mientras el séquito la perseguían en la pesada tarea de llegar hasta el servicio.

Jorge cerró los ojos e imaginó a su madre colgando de una de las argollas de Saturno y luego cayendo hacia el vacío, perdiéndose con sus invariables monólogos y su cuerpo, en el espacio.  “Increíblemente gravitante”, pensó, con una media sonrisa, “atraída hacia su propio mundo de mierda”, mientras la veía desaparecer en la negrura espacial. Un ruido tremendo estalló en ese momento en el baño. Jorge, sobresaltado, se incorporó y aunque lo intentó, no escuchó nada... el rosario de palabrotas no se dejaba oír desde el cuarto y eso no era normal. Abrió la puerta impresionado por la probabilidad de la coincidencia, y apenas un gemido circulaba por el pasillo. Salio en dirección al baño y al llegar vio a su madre tendida boca arriba, resoplando y haciendo torpes ademanes para levantarse, como una cucaracha gorda de espaldas, mientras sus pequeñas extremidades no lograban aferrarse a nada a su alrededor. Jorge, extasiado por el suceso, dio media vuelta y volvió a su cuarto, dejando tras de sí una estela bien audible de injurias, lo cual evidenciaba que su madre estaba bien. Cerró la puerta con suavidad y se quedó petrificado ante la puerta: “¡Se ha caído!..¡Poincaré!, Avatamsaka...hologramas, ¡el orden subyacente de lo aparentemente aleatorio se ha manifestado!... se ha...caído”. Era la señal que desataba el inicio. No pudo moverse de la exaltación que le produjo.


Cuando Aurelia logró, dificultosamente, incorporarse, decidió que aquélla era la gota que rebalsaba el vaso, que aquel indeseable mal agradecido no merecía vivir bajo su mismo techo y que aquella sería la última vez que su hijo pasaba de ella. Resoplando y blasfemando volvió a atravesar el corredor hasta donde se encontraba el teléfono. Marcó el número del psiquiatra y utilizando toda la rabia que el resbalón había sumado a su ya de por sí agrio carácter, reconstruyó a su conveniencia los hechos: “Mi hijo me ha empujado perpetrando un delito contra mi propia persona y me ha abandonado...sangrando, sola y dolorida en el baño, para que me muriese de hambre y sed” (esto último le abrió verdaderamente el apetito, por lo que decidió que en cuanto colgase el auricular, iría a comer). “¡Es un loco peligroso y va a terminar por matarme! ¡Por matarme!”, repetía con gran dramatismo, “Tiene que internarlo, doctor, tiene que llevárselo lejos! ¡TENGO MIEDO! Y se puso a largar quejiditos y suspiros mientras pensaba en el potaje y lo bien que olía, por lo que colgó repentinamente.


Jorge escuchó que su madre estaba ocupada hablando por teléfono y aprovechó aquel instante para abrir mínimamente la puerta y llamar bisbiseando a Misha: _”¡Mishhhha, mishhhha!” No hizo falta que rogase mucho, Misha, curiosa, llegó hasta su puerta, aunque se arrepintió de aquella curiosidad cuando Jorge estiró repentinamente el brazo para cogerla del pescuezo. Luego ató las cuatro patas de la gata con una cuerda, y a pesar de que ésta se revolvía, maullaba y quería escaparse, no le fue difícil dejarla suspendida como un péndulo peludo. “Misha, el pequeño átomo de hidrógeno que desatará el estallido de la llamarada solar en mi universo”. Rió internamente.


Cuando Aurelia colgó el auricular se fue hacia la cocina y se arrojó a comer cucharones de potaje desde la olla con una avidez descomunal, chorreándose la bata y manchando el suelo, donde los gatos comían con igual voracidad lo que iba cayendo. Estaba furiosa. En el momento en que su ansiedad dejó que su mente formulara  pensamientos que no tenían que ver con encontrar el diminuto agujero de su boca con el cucharón, Aurelia, pensó en traer un plato y sentarse a la mesa, incluso reparó en los gatos..., entonces escuchó a Misha maullando desgarradoramente. Y con el cucharón todavía en la mano partió torpemente hacia el pasillo, donde los maullidos eran evidentemente más fuertes. Cuando llegó a la puerta del cuarto de Jorge no cabía ya duda que dentro estaba Misha. Horrorizada se puso a dar puñetazos “¡Jorge abre la puerta, ábrela de una puta vez o la tiro abajo! ¿Serás desgraciado? ¡Abre la puerta porquería!”, Misha maullaba ahora con ronquidos guturales largos, pidiendo a su dueña que la rescatase. Aurelia, histérica y desesperada, se puso a dar empellones a la puerta: “¿Qué le haces a mi gata? ¡Suéltala, degenerado!, e incapaz de sostener el pestillo con semejante avalancha, la puerta terminó por ceder.

Dentro, Misha colgaba del techo, y justo debajo de ella, en la cama, Jorge estaba en posición de Loto con los ojos cerrados. “¡Estás completamente loco! ¿Qué has hecho con Misha? ¡Bájala!”. Jorge no se inmutaba. Fuera de sí, Aurelia. comenzó a golpear con el cucharón el cuerpo huesudo de su hijo, con cierta reticencia primero, y con gran placer después. Jorge cubría su cabeza con los brazos. Aurelia chillaba desesperada, Misha no paraba de maullar y los golpes en la puerta de entrada de la casa no los escuchó nadie. Aurelia seguía golpeando a su hijo cuando la policía, enviada por el psiquiatra, la detuvo por la fuerza.


Aurelia fue llevada a la comisaría, donde pasó dos días despotricando contra el cuerpo de policía. Una orden judicial, extraordinariamente rápida debido al agobio  de aguantarla en el calabozo, permitió el traslado a un hospital psiquiátrico y en la evaluación, incapaz Aurelia de recuperar la compostura “porque el loco era su hijo”, fuera de sí, se aseguró una plaza indefinida en el hospital, lo cual ha servido para que Jorge pudiera cobrar la pensión de su padre y esperar, sin prisas en su universo particular, a que lo engulla la nada.

 

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  • 30 de Diciembre de 2010 a las 2:09
Esperaré a mañana...

Dicen que nos avisaron, que llevaban tiempo advirtiéndonos, que las señales estaban ahí y que no quisimos verlas. Dicen que hicimos oídos sordos a los sermones que nos repitieron hasta que las gargantas se les volvieron llagas. Dicen que a los que seguimos aquí, sólo nos queda esperar...

Nos hacinamos en pabellones y coliseos, en hospitales e iglesias; en cualquier cosa que haya quedado en pie. Yo descubrí este colegio hace días y aquí sigo, envuelta en una manta que alguien, con vocación samaritana, me dio en cuanto entré y me dejé caer a los pies de un encerado en el que  habían escrito “la fecha en la que empezó todo”.

Aquí somos pocos; no estoy segura de cuántos porque el número crece y mengua a cada momento, pero creo que nunca hemos superado la veintena. Ni un solo niño. Todos distintos, todos soportando su propio drama en medio del dolor colectivo de quien no sabe ni entiende... Apenas hablamos. Nadie tiene ganas de hacerlo. A medio camino entre el desconcierto y la resignación, nos limitamos a esperar...

No sé realmente en qué parte de la ciudad estoy ni sé cómo llegué aquí... Si me esfuerzo en recordar, si cierro los ojos y trato de buscar un punto de partida para esta pesadilla, vuelvo a escuchar el estruendo. Me veo pegada al ventanal de mi oficina, rodeada de compañeros, buscando una explicación al trompeteo que aquel día pareció romper el cielo en pedazos. Y si me esfuerzo un poco más, recuerdo la fiebre que nos llevó de la radio a la red, de la televisión a la prensa, intentando encontrar una voz autorizada que nos explicase qué estaba pasando. Y sí, también me acuerdo de las señales que los científicos trataban de comprender, con teorías fabricadas a marchas forzadas para tratar de evitar la histeria colectiva y frenar el pábulo que muchos empezaban a dar a lo dicho desde los púlpitos. Pero no pudieron... Lo que ocurrió después daba la razón a quien hablaba de dioses y demonios, y relegó la ciencia al rincón de lo prescindible. Como alguien dijo en aquellos días: “las preguntas han cambiado y la ciencia ya no tiene las respuestas. Es hora de buscar en donde ellos no han querido hacerlo nunca”.

A partir de aquí todo es confuso. Al fuego y la sangre siguió el desconcierto... Sé que sufrí, sí; sé que tuve cerca a gente que ya no está; sé que tuve miedo... Sé que todo se resquebrajó, que las paredes se derrumbaron, que la tierra abrió la boca, que el agua se volvió amarga... Sé que quise preguntar y no encontré a quién... Y acabé sola, desnuda, vagando por escenarios conocidos que ya no reconocía; hasta llegar aquí.

Ahora pienso con más calma. Sigo sin encontrar respuestas, pero soy capaz de plantear posibilidades. Recojo lo que otros saben, lo que otros han visto y oído, y trato de fabricarme una explicación que me sacie. Escucho a quien cuenta cómo (…) y a quién asegura que (…) y a quién dice saber qué pasó con los que ya no están (“ascendieron...”). Y escucho también a los que proclaman su culpa a los cuatro vientos, pidiendo clemencia, arrepintiéndose de no haber creído a quién predicó lo que habría de venir. 

El aire entra por las ventanas rotas y sabe a veneno lento, y uno siente al respirar que se le va la vida. Miro a mi alrededor y sólo veo muertos que aún laten y caminan. Y nadie puede hacer nada... Los observo mientras lloran, mientras se balancean y murmuran, mientras intentan dormir buscando la piedad de un dios que, quizá, aún tenga la misericordia suficiente para llevárselos durante el sueño. Ya nadie intenta nada. Ya nadie busca a nadie. La mayoría, ya no quiere ni saber... Somos un ejército de perdedores.

     - ¡Él es el primero y el último! ¡El que está vivo y estuvo muerto! ¡Él tiene las llaves del Hades y de la Muerte!

Es un hombre el que habla. Desde la esquina del aula, subido a un pupitre que cojea, nos grita, arrancándose el pelo, arañándose la cara, mostrándonos su dolor y su culpa sin saber si queremos compartirla.

  - ¡Sonó la trompeta del primer ángel y hubo granizo y fuego y sangre sobre la tierra! Vosotros lo visteis como yo! -le sangraba la frente como si llevase puesta una corona de espinas- ¡¿No oísteis la segunda?! ¡¿No escuchasteis como yo al segundo ángel?! ¡¿No visteis sangrar al mar?!

Algunos aprietan las manos contra los oídos, cansados de escuchar lo que no entienden y que, sin embargo, está ahí fuera, impartiendo justicia y ejecutando su sentencia. Otros seguimos mirándolo mientras habla del tercer ángel, del cuarto, del que vino en quinto lugar e hizo bostezar a la tierra y del sexto que vino con Abadón. 

   - ¡Y llegará el séptimo! ¡Y habremos de perecer con gran dolor! -empezó a llorar, primero como un niño y después con desesperación- ¡Él me enseñó el camino y yo me aparté, soberbio! -se dejó caer sobre el pupitre, que trastabilló y dejó escapar un quejido de madera- ¡Perdóname, Señor!¡Perdónanos...!

     - ¡Cállate!

Nadie se vuelve. Todos reconocemos la voz que ha hecho callar el llanto del predicador. Es el hombre que llegó esta mañana, con la ropa hecha jirones y el alzacuellos blanco manchado de ceniza. Entró sin decir nada y nada le dijimos. Nadie preguntó.

     - ¿Y tú me lo ordenas? ¡Tú, que has difundido su palabra y no eres digno de ser salvado, tú que has convertido el vino y sangre y el pan en cuerpo y que no has merecido el Sello de Dios, ¿me mandas callar?!

El sacerdote no dice nada. Se levanta despacio y sale del aula. 

     - ¡Somos merecedores del castigo! -nos señala y grita- ¡No me miréis a mí sino a vosotros! ¡Son vuestros pecados los que os condenan y no Dios!

 Ahora, el predicador sólo llora.

Y yo me sumerjo en mí misma. Me miro por dentro y vuelvo a vivirme entera. Camino hacia atrás por los calendarios en una pirueta de tiempo. Y decido que no, que no voy a creerles. Decido que puede que su Dios sea tan verdadero como anunciaron, pero que eso no lo hace justo. Y decido que mi condena es fruto del azar y no del pecado del que ellos me hablan. Porque creerles significa desdibujarme y convertirme en alguien en quien no me reconozco. Decido que si es cierto que Él es verdad, si es cierto que su Apocalipsis ha llegado a lomos de caballo, aceptaré su sentencia sin súplicas, sabiendo que, de poder volver atrás, seguiría sin arrodillarme en sus altares.

Me tumbo a esperar que se abra el séptimo sello.

El viento se ha detenido. Ya no se escucha nada... 
concursoderelatos
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  • 30 de Diciembre de 2010 a las 3:11

LA VOZ


    Un silencio oscuro se hizo poderoso en el campo; la noche sin luna sólo dejaba ver la casa de los camperos, iluminada por bombillas que regalaban claridad amarilla a las paredes llenas de cal. Ni las gallinas se hacían notar, ni los caballos, ni los insectos, ni había viento que hiciera rozar el trigo o las ramas de los eucaliptos. Por eso el grito se hizo aún más aterrador, por eso Francisco se quedó paralizado al presagiar lo que sabía que iba a ocurrir antes o después.


    No debió dejarla sola con él. El insomnio le hizo desesperarse y salió a tomar el aire, el agradable aire de junio. Se alejó apenas 100 metros, los suficientes para dejarle a sus anchas, para que pudiese golpearla o acuchillarla. Escuchó un único grito; dedujo que sólo hubo un golpe o un solo cuchillazo. Ahora su mujer estaría muerta, o malherida si hubo suerte. Y él, su hijo, estaría esperándole para ofrecerle idéntico destino.


    En la casa la situación era como Francisco imaginaba: Antonio, su hijo esquizofrénico, aguantaba con fuerza un cuchillo de cocina manchado de sangre. Su brazo temblaba, tanto como lo hacían sus párpados, que se abrían y cerraban sin parar. Su madre asomaba una pierna en la habitación de al lado, a ras de suelo, y pronto la sangre se deslizó hasta ensuciarle sus pies desnudos, hinchados. Antonio sabía que su padre no tardaría en volver, pero si había escuchado el grito lo haría con algún junco entre sus manos. Cerró todas las ventanas y se fue a esperarle tras la puerta principal, la que dejó abierta al salir a pasear.

-¿Qué hago… qué hago? –Mátalo- ¿Por qué? ¿Por qué tengo que matarlo? ¡Es mi padre!- Mátalo, has matado a tu madre; ahora mata a tu padre- No quiero… yo les quiero – Hazlo, te lo ordeno. Clávale el cuchillo- No, ¡no! ¡No quiero!

    Francisco se acercó a la casa con un palo que escondía junto al pozo. Sabía que podía escapar de allí, pero el pueblo estaba muy lejos como para llegar a pie, y si se acercaba a los caballos éstos harían demasiado ruido. Y no quería dejarla sola. Se veía incapaz de alejarse de ella sabiendo que quizás aún estaba viva y en manos del demonio que apoderaba a su hijo. No quería matarle, ni siquiera si se la encontraba sin vida. Seguía siendo su hijo, aunque no le reconociera en esa mirada perdida, en esa boca entreabierta que dejaba escapar insultos y gritos; porque sabía que no era él, sino ese ser que se encarnaba en su hijo para hacer el mal. Su único vástago, el único que sobrevivió al parto múltiple, su gran esperanza, se había convertido en el generador de sus penas. Con el palo en sus manos, Francisco empezó a odiarse por no haberle enviado al psiquiátrico como le dijo el señorito. El campo, sin un médico que le tratara, no era sitio para él, aunque en plena Guerra Civil tampoco la ciudad era buen sitio para nadie. Al menos las bombas no llegaban a los cultivos; con suerte la enfermedad se estancaría… pero no lo hizo.


    A cinco metros de la casa, y a pesar de la tranquilidad de la noche campestre, la mente de Francisco era una tormenta de pensamientos descontrolados. No menos la de Antonio, que actuaba enajenado, sin capacidad para manejar las riendas de sus actos. La muerte se dejaba oler en ese rincón donde todo lo que brotaba era vida. A cada paso que daba Francisco, más se acercaba el momento que todo padre cabal jamás imagina, como Abraham jamás imaginó tener que matar a Isaac porque un dios así se lo pidió.

 
    Él sabía que si su hijo moría, él también lo haría, porque no quería vivir recordando a cada suspiro que sus manos mataron al ser que él engendró. En el interior de la casa, Antonio sudaba miedo; sus ojos sólo veían oscuridad y las piernas de su madre manchadas de sangre. Pero la voz de su amo le seguía ordenando que continuara con la matanza, y él lo hacía porque no sabía contradecirle, porque cuando escuchas esa voz y tu mente navega por sí sola perdida entre las olas, haces cualquier cosa por no escucharla más.


    Francisco llegó a la puerta, que se mantenía entre abierta. Antes de entrar decidió intentar apaciguar a su hijo.


-¡Hijo… Antonio! Por el amor de Dios… ¿qué has hecho? ¡Sal afuera… no te va a pasar nada! ¡Llevaremos a tu madre al médico del pueblo y la curará! ¡Pero sal, y tira lo que tengas en las manos al suelo!
-¡Madre está muerta! ¡La he matado!
-¡Eso es lo que crees, pero no es así! ¡Sal afuera y tranquilízate! ¡Hazme caso y olvida la voz que escuchas! ¡Dios te perdonará! ¡Todos lo haremos!
-¡No salgo, padre! ¡Entra tú!

    Francisco debía entrar; tenía que intentar ser más hábil y fuerte que él, pero no es fácil cuando te enfrentas a un joven de 90 kilos con los brazos dirigidos por el propio Satanás. No había estrategia, tan sólo evitar su cuchillo y lograr golpearle en un punto certero que le dejara sin sentido o inmóvil. La luz del exterior se apagó,  Francisco empujó la puerta, que chirrió augurando tragedia. Dio algunos pasos más, con la cabeza gacha, esperando la muerte. Escuchó un ruido gutural, ruido de arcadas… y un cuerpo desplomarse. No era el suyo. Encendió la luz y vio a su  hijo con el cuello rajado de inicio a fin, manchado de sangre, como el pie de su mujer.


    
    Al día siguiente el señorito echó en falta a Francisco. Entró en la casa y se tropezó con su cadáver. La Guardia Civil investigó el caso.

-¡Rojos de mierda! Entrar en una casa de gente de bien para matar al padre y al hijo... Suerte que ella sobrevivió.

concursoderelatos
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  • 30 de Diciembre de 2010 a las 13:57
EL DÍA EN QUE TODO COMENZÓ A ORDENARSE

Había mucho revuelo por los pasillos de las oficinas. La ronda me llevó casi toda la mañana. Cuando llegué a las salas de los insectos todos los responsables médicos de los animales del zoo  estaban allí, con guantes de látex, recogiendo muestras de los terrarios de las mariposas. Nadie me contó nada hasta que no me necesitaron. ¿Podrías llevar estas cajas de muestras a los laboratorios?, me dijeron, ya sabemos que eres el vigilante y que no... pero estamos  hasta arriba.

Eché un último vistazo a los terrarios, cada par de alas como una escama levantada y retorcida, una piel de reptil con los colores de las diferentes familias de mariposa; verdes, ocres, tonos tierras y rojos y amarillos de advertencia, todas muertas, alfombrando los terrarios al rededor de los responsables agachados con sus guantes y sus bolsas, tomaban muestras con la cara desencajada, pálidos. De acuerdo, les dije, de acuerdo... en parte fue vergüenza y en parte compasión. 

Eran siete cajas enormes de cartón. Tuve que hacer tres viajes. Mientras iba y venía decidí cargar el revolver de casa en cuanto llegase. No sé muy bien por qué. 

Cuando llegué a casa saludé a Clara, nos dimos un buen beso, luego se lo dije: Todas las mariposas del zoo han muerto. Oh, vaya, me contestó. Fui al dormitorio a cargar el arma, doblando el pasillo le dije a Clara que iba a tomar un baño. 

En las noticias de la noche vimos que había sucedido lo mismo en zoológicos de todo el mundo. No había ninguna respuesta, nadie parecía saber nada. Imaginé todo ese montón de cajas resultante colapsando los laboratorios. Estos periodistas, pensé, sensacionalistas... la vida seguía, de momento.  

Dos semanas después el mapa del tiempo seguía despejado; ninguna borrasca. Fue la única sorpresa del desayuno. La cara de la chica del tiempo no conseguía darle interés al hecho de que llevásemos una semana con la misma temperatura. 20 grados y algunas décimas, sin cambios por el momento; eso es todo, decía, el tiempo seguirá estable en los próximos días. No dijeron nada sobre las mariposas. 

Mientras guardaba la agenda en la cartera me fijé en los ojos de Clara. Mi esposa estaba allí, en medio de la cocina, clavada en la rutina oxidada de los gestos cotidianos, esperando el beso de despedida. En su mirada vi claro que le daba igual, que posiblemente ni me quería ni ese hecho le molestaba lo más mínimo. A mí tampoco me importaba; la besé y me fui al trabajo. Sin decirnos una palabra, decidimos dejarlo todo como estaba. A esas alturas daba igual, supongo.

Hacía la ronda como cada mañana y me pasé por las salas de insectos. Había escarabajos en lugar de las mariposas. De muchas formas y colores. Me acerqué y sonreí con alguno que era grotesco. Unos de los jefes caminaba por allí. Se detuvo a mi lado, así que le pregunté por las mariposas, me dijo que no sabían nada en absoluto. No oí hablar más de aquel tema. 

Sin apenas cambios; cada día que volvía del trabajo había menos gente por la calle. Podía oír el aire pasando por mis fosas nasales deformes, silbando de forma ridícula. El escándalo habitual de las avenidas y calles, del metro, fue sustituido por el silbido de mis fosas nasales que rompía con timidez el silencio. ¿Qué nos está pasando? A la ciudad, al mundo... Me duele la cabeza menos últimamente. 

Esa tarde seguíamos teniendo 20 grados y algunas décimas. Cuando llegué a casa contemplé, por unos instantes, a Clara, a la que le había dado por mirar a través de la ventana durante horas. Casi todo el día, cada instante que tenía lo pasaba allí. No era la única persona que lo hacía. Las ventanas de los edificios de enfrente estaban plagadas de siluetas con la espalda recta y los brazos cruzados por delante; como mi esposa, tan sólo miraban. Yo seguía tomando notas en mi agenda, me ayuda, escribir me ayuda a pensar con más claridad. 

Cada día había más gente mirando a través de sus ventanas, como Clara. Yo podría haber hecho lo mismo. Por entonces ni siquiera me alimentaba; ni sólidos ni líquidos. Desapareció la necesidad de ir al baño, mi cuerpo dejó de producir sudor. Podía haberme quedado allí, en la ventana de mi casa como ella, pero seguí yendo al trabajo durante toda la semana. Allí, mis compañeros, los que aún acudían a sus puestos, lo hacían tan sólo de manera presencial. La gente estaba sentada en oficinas y laboratorios, en la enfermería —donde fuera—; esperaban a que la hora del cierre llegara y salían del zoo. Los animales de todo el zoológico podrían estar muertos o dormidos, a nadie parecía importarle. 

Creo que fue la tarde del sábado, desde entonces es muy complejo calcular el tiempo, han podido pasar semanas de caos estático. Pensar es difícil cuando no ocurre nada en ninguna parte... una especie de bruma. Mientras, sigue atardeciendo; el sol se ha parado, el planeta se ha detenido, habrá dejado de girar sobre sí mismo. El hecho es que desde entonces es por la tarde; el sol a medio hundir en el horizonte, estático, proyectándose anaranjado constantemente sobre los edificios y las calles. Es curioso, porque los relojes siguen avanzando... cuesta siquiera pensar en algo; hacer el gesto sencillo de levantar el teléfono y llamar a emergencias no tiene sentido, aunque esté viendo como la gente que miraba por las ventanas comienza a arrojarse al asfalto. Se estrellan contra el suelo dorado de sol. Yo sigo escribiendo y mirando por la ventana de vez en cuando. Hay un viejo que dispara sobre los coches, parece no entender por qué los cristales no estallan, sino que se cuartean y caen despacio al suelo... cada uno se resiste como puede. Por la calle cruza una mujer con ropas mínimas de corredora, ella sí suda, espuma en realidad... cada uno es cada uno. El revolver cargado en el dormitorio ..., no podría levantarme, tampoco me he preocupado de Clara.

Tal vez todo se deba a las mariposas, tal vez sólo quedemos unos cuantos que seguimos cambiando el mundo, como yo lo cambio con la tinta impregnándose en el papel de mi agenda, como el viejo que dispara a los coches o la chica que corre. Todo esto se acaba, pero si pudiera surgir de uno de nosotros siquiera el impulso suficiente para
concursoderelatos
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  • 30 de Diciembre de 2010 a las 17:30
ESCLAVOS DE LA RUEDA ETERNA

Supongo que es verdad que soy extraña. Qué le voy a hacer. No es culpa mía. Por más que lo he intentado, jamás he podido seguir el ritmo de los demás. Son todos tan ordenados, tan concienzudos, tan seguros de lo que quieren y de estar exactamente en el lugar que les corresponde… Mirándoles, se diría que nada ajeno a lo esperado puede llegar a afectarles. Atrapados en su rueda eterna y vertiginosa, la mayor parte nacen, crecen, se reproducen, se envenenan con una hipoteca y mueren, dejando gusanos y olvido como única herencia de su breve e inútil paso por el mundo.

Los veo grises. Los veo huecos. No tienen vida.

Supongo que ustedes, los que van a leer esto, nunca se han dado cuenta. Pueden vestir de blanco, como me han vestido a mí, como visten a todos en este infierno al que me han arrastrado, pero estoy segura de que pertenecen por completo al mundo gris. Y, en él, nadie mira más allá de sus narices en las falsas calles de decorado. Lo sé bien. Siempre me ha gustado pasear, silenciosa y sin rumbo, deslizándome sobre las olas de lenta desesperación que forman los sueños muertos mientras dibujan arabescos sobre el asfalto o las baldosas de las aceras. A pesar de los colores intensos de mis emociones, que escapan por los poros de mi piel como barras de luz sólida, nadie ha parecido percatarse jamás de mi presencia. Absolutamente nadie, en la multitud de pieles vacías que siempre se mueven rítmicamente a mi alrededor, de un lado a otro, ordenadamente empecinados en sus tareas inútiles. A veces me han dado miedo. No miran “de verdad”. No ven “lo auténtico”. No sienten “realmente”.

A diferencia de ellos, yo, sola, terriblemente sola, cuando regreso a casa, a mi reducto de vorágine, me siento en el suelo, en una esquina, ocultando la cabeza entre las rodillas, entre los brazos, y me pregunto qué sentido tiene todo.

Ninguno.

Mi casa. Quiero irme a mi casa. Allí me siento a salvo. Es mi territorio, mi fiel reflejo, con sus oscuras manchas de humedad en las paredes, su madera dañada por la polilla, sus cortinas ennegrecidas por el tiempo... Jamás he podido tener limpia la cocina, nunca, mira que me he esforzado a veces, pero siempre queda algo sucio en algún lado; además, al momento de recogerla me desespera porque aparecen otra vez platos por lavar, en una sucesión infinita... Qué agónico resulta fregar lo que sabes que tienes que volver a limpiar una y otra vez. Pero me arreglo, siempre he sabido encontrar soluciones. Por ejemplo, para ganarme la vida, mi aversión a los horarios se solucionó dedicándome a leer el futuro en las cartas por teléfono, aunque nunca me he comprado una baraja. ¿Para qué iba a necesitarla? No tengo ninguna fe en el sistema y puedo mentir impunemente a las voces anónimas que preguntan por sus destinos igual que otros mienten simulando ver algo en una tarjeta decorada con una torre que se derrumba, herida por un rayo. ¡Ciegos! ¿Cómo pueden ser tan superficiales, tan infantiles? Las preguntas siempre han girado sobre las mismas cosas: amor, trabajo, salud… Y yo veía sus auténticos futuros, lo realmente importante, pero me he callado sus muertes inevitables, su solitario miedo en ese último segundo, el único en el que serán por fin tan conscientes como yo, antes de no ser nada.

En todo caso, algo tenía que hacer, es cierto que no puedo plegarme a ningún horario. Para mí, el tiempo rige de otro modo. Es un concepto sin sentido, algo que se disipa tanto en los extremos de mi mente que ni existe. Yo no tengo reloj, hace mucho que dejé de usarlo, desde… desde el día en que lo rompí contra una columna, en un patio, tras un grito, sobre un charco de sangre y vómito…

Detalles, detalles y mucho odio...

Da igual. Es uno de los temas de los que no quiero hablar. Lo único que importa es que no tengo reloj y me agobia profundamente la idea de tener que hacer cosas concretas, en momentos impuestos, por razones absurdas. Y supongo que por eso me ha fascinado siempre contemplar cómo esas sombras sólo aparentemente sólidas cumplen unos horarios con tacto de hierro, esclavos unos de otros y de sí mismos. Suben y bajan las calles, entran y salen de negocios, arrancan y aparcan sus coches, siempre con prisas, como si fuera realmente importante llegar en un tiempo concreto a alguna parte… Sus pequeñas mentes sin imaginación ni esperanza sólo aspiran a formar parte de los engranajes de la gran rueda del mundo y se pierden en las grises huellas de su ilusoria realidad. Jamás analizan la auténtica situación ni se plantean las cosas. No se dicen, por ejemplo, “vamos a romper la rueda”. Algunos aseguran odiar su vida, y con razón, pero no hacen nada por cambiarla.

Yo tampoco, durante mucho tiempo. Pero porque no sabía cómo. Luego sí. Y, lo más importante, nunca dejé de buscar el modo. Nunca me dejé arrastrar por la rutina del mundo, nunca permití que me cegaran los cuatro listos que nacieron con más suerte o menos escrúpulos. No me creo que las cosas deban ser “así” por algún orden superior ni por alguna necesidad última.

No puedo. Simplemente, no puedo, porque soy puro caos y caos consciente, además, masa convulsa que se filtra por los rincones y empapa las paredes, haciendo estallar las lámparas, bramando cosas sin sentido en el aire acondicionado. Soy tan inmensa, que no entro en este cuerpo, ni en este mundo, ni en esta realidad. Los siento como un traje asfixiante varias tallas menor. Ya me lo probé, cuando salí de la infancia y traté de encajar, como veía encajar a todos, y sé que me moriría de volver a intentarlo. Es duro ser como soy en un mundo ordenado, tan necesitado de rutinas para poder seguir rodando a gusto de unos pocos. Es terriblemente duro estar vivo y consciente en medio de una multitud de seres sin mente propia, que raramente se plantean su propia existencia. La gigantesca rueda de lo cotidiano les alza en sus giros, les eleva en sus vueltas, y a mí me aplasta bajo su peso.

¿Me entiende alguien? ¿Habrá otros como yo en el mundo? Seguro que sí. Seguro que algunos aprovechan este conocimiento para manipular las masas y vivir mejor mientras puedan. Otros, vamos a la deriva y nos hundimos con nuestros escrúpulos. ¿Somos pocos, somos muchos?

Me siento tan sola… Sola e invisible. Inútil. Da igual haber estado, que no.

Por eso tomé esa decisión: tenía que hacer algo, como fuera, lo que fuera. Tenía que quemarles con el color de mis emociones, desgarrarles con mis gritos de desesperación. Tenía que convulsionar la corriente eterna de seres sin nombre ni destino, romper el círculo de rutina ordenada y tediosa en que se movían, provocar una catarsis. Que me vieran, aunque sólo fuera una vez.

De ese modo, yo no generaría, también, gusanos y olvido.

Yo sé que no estuvo bien, o que no hubiera estado bien de ser reales esos seres. Pero no lo eran, ¿lo entienden? Estaban huecos. Eran grises. Eran zombis. ¿Qué más da? ¿Por qué me hacen escribir estas cosas, por qué me obligan a pensar en ellas? ¿De verdad creen que pueden ayudarme? No lo creo. No quiero recordar, porque la mente se me enreda en esas largas calles de cartón piedra, en los rostros fantasmagóricos de rasgos desconocidos.

Quieren que lo diga, pero yo no quiero… No quiero, no quiero…

¿Debo hacerlo?

Era un supermercado, sí. Un lugar luminoso, de blancos tan blancos como este fulgor que nos rodea, aunque tenía también toques de rojo. Por eso lo elegí, porque era apropiado, me llamaba. Había espumillón por todas partes, y bolas de navidad colgando de ramas de acebo, y sonaban villancicos a través de los altavoces. Mientras caminaba por allí, silenciosa e invisible, recordé cuánto me gustaban, en otra época, cuando me sentía viva y los míos estaban vivos. No, no quiero hablar de ellos. La gente se va, lo llaman morir, y aún no lo entiendo. Todo era distinto cuando no me encontraba tan vacía, perdida como una marioneta rota en las sombras. Recuerdo que cantábamos, reíamos, nos mirábamos, nos tocábamos…

Hace tanto tiempo que no toco a nadie, que nadie me toca a mí... Sólo el espejo. El frío, frío espejo, en el que pongo la mano para intentar sentirme menos sola, en el que busco mis ojos porque son los únicos que responden con emoción a mi presencia…

Había muchas figuras en el supermercado, es verdad. Pero todas eran criaturas grises moviéndose por los pasillos llenos de productos, llenando convulsivamente cestas. No vieron el cuchillo hasta que la carne se agrietó mostrando secretos, hasta que la sangre salpicó por todas partes, empapando las latas de espárragos. Las cajas de galletas. Las botellas de lejía. Las bolsas de patatas fritas…

Me convulsioné en los gritos de espanto; me derretí en los pasos apresurados que iban en todas direcciones, repentinamente sumidos en mi caos infinito y arrollador; respiré a pleno pulmón en el miedo que volvía denso el aire.

Quería romperlo todo, destrozarlo todo. Pintar de rojo y muerte el mundo gris.

No sé cuantas sombras eliminé. Unas eran grandes, otras pequeñas, unas tenían voces graves, otras más agudas... Da igual. Obtuve mi recompensa: sus ojos muertos adquirieron el brillo de la vida, y me miraron. Me miraron fijamente, estrellándose contra mis colores, apartándome de los gusanos y del olvido.

Un pitido lo envolvió todo en alarma y pánico y me trajeron aquí, a este lugar que no quiero conocer, a esta mesa en la que no quiero sentarme, y a este folio en el que me han pedido que escriba cuanto recuerde, yo, que no quiero recordar nada. Todo es blanco: mi ropa, el lugar, la mesa, el folio. Y yo me pregunto, realmente, si en este infierno fantasmagórico encontraré una salida.

Aquí todo lo rige el sonido seco de un reloj. Y, aunque blancas, aunque no se muevan, aunque agonicen lentamente babeando en un rincón, las sombras siguen siendo sombras.