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psicoactiva
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LII(52) Relato corto EL CIRCO: hilo para colgar los relatos.

31 de Enero de 2011 a las 0:09
Desde hoy, Lunes 31 de Enero hasta el Jueves 10 de Febrero, queda abierto el plazo de presentación de relatos cortos relacionados al mundo del CIRCO.
Cualquier duda, al otro hilo. 
O a la wiki 
O a mí...(por orden de aparición) 
concursoderelatos
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  • 2 de Febrero de 2011 a las 17:52

Rock & roll Circus

 

 

Lo primero que me han dicho al llegar es: doc, vete preparando la naloxona. Keith lleva tres días dándole a la China nº3, y Mick y los chicos temen que no pueda estar en condiciones de grabar. Paso a verle: tumbado sobre el banquillo, no tendría mucho mejor aspecto si estuviera muerto. ¿Quién afinará las guitarras? Hoy no hemos contratado a ningún pipa, me dice Rocky Dijon mientras lía la hierba. Tenemos a Eric, a Brian (que lleva dos horas llorando encerrado en el retrete), están Tony, Pete con el frasco y Jesse Ed Davis, seguramente puesto de ácido. Dice que le preguntarán a Eric. Eric lleva una zamarra tibetana y parece que mastica el chicle invisible, pero al menos entiende mis palabras. Que desaparezca todo el jaco que quede, ¡ahora mismo! A mí me pagan por horas. Eric me mira con desconfianza y me pregunta: «¿Y tú quién eres?». «Yo hago milagros, tronco. Soy el curandero». Aparece el maestro de ceremonias, Michael Philip Jagger en su caminar amanerado, etéreo cual si fuese el espíritu del mismísimo Lord Byron, y trae de la mano a una ninfa delicada como un globo de cristal. «Queridísimo Eric, este es Boris, el doctor». Me da una palmadita en el hombro y pasa al fondo de la sala, donde se apoltrona en el sofá de terciopelo azafrán que ocupan John y Keith. «Perdona, doc», me dice Eric, circunspecto. Yo le pregunto quién es ella. «Su nombre es Marianne». Joder, le digo, no he visto una mujer más hermosa en mi vida. Él se muestra de acuerdo basculando la cabeza y añade: «she’s a snake». Después de decir esto, con la dicción de la ese líquida bien lograda (ya digo que este tipo se ha tomado algún enteógeno), Eric sale en busca de la China nº3 para esconderla. Yo me acerco al sofá, maletín en mano. Soy el único que lleva en la mano algo así de square, es normal que los chicos no confíen en mí. Bueno, aquí está John: otro tipo sobrio. Así da gusto, aunque suelo desconfiar de los artistas sobrios. Mick le dice Winston, mientras la japa circunvuela siempre en la cercanía, arreglando los vasos y ceniceros en virtud del Feng Shui o algo por el estilo. Saludo a John y me presento. John me presenta a Yoko, que me hace una exagerada reverencia. Luego John me dice, muy serio, como si hablásemos de la bolsa: «Oye, doc, ¿te interesa la geomancia?». Este es, ciertamente, un circo de lunáticos. Keith Moon juega con las baquetas, apoyo el maletín en el suelo y enciendo un cigarro. «Oye, doc, ¿por qué no vas a ver cómo evoluciona Keef?», dice el maestro de ceremonias con un fingido acento cockney. Se refiere al otro Keith, a Keef, el hombre cadáver. Sí, dice globodecristal, por qué no vas. Así que me levanto y vuelvo al vestuario. Me cruzo con Brian, que se ha atrevido a abrir la puerta del retrete. Llora y come ruedas de vagón, estas de espuma de nata y chocolate ("El sabor de la aventura"). Y llora, llora como un cachorro en la oscuridad. Keith está vivo, observando sus dedos anillados a un palmo de su nariz como si no los hubiera visto nunca. Sus dedos sujetan un cigarro que se consume sin que nadie lo chupe. «¿Es una serpentina?», me pregunta. Le quito la colilla de las manos. «Ahora te voy a incorporar», le aviso, y lo incorporo. «¿Quién eres tú?». Le digo que soy el doc. «Yo soy Keith Richards», me dice, extrañándose de sus palabras, trastornado tal vez de ser quien es. «Ya lo sé», digo. Y se queda más tranquilo. «Sabes donde estamos, ¿verdad?». «¡Oh, sí, estamos en Troya!», dice. Insisto. Le doy un par de cachetes en las mejillas. Soy Boris, el doc, puedo fostiar las mejillas de Keith Richards y de la reina de Inglaterra si su salud lo prescribe. «Roundhouse, London city, Reino Unido, good ‘ole Europe», dice al fin. Maldito bufón. «Así que tú eres el guitarrista de los Stones». Él resopla y sus pupilas vuelven poco a poco a un diámetro visible. «No. En este circo, yo soy el payaso». Esto va a salir por la BBC, el circo del rock and roll. ¿Se imaginan? ¡En la BBC! Lo verán los padres con sus hijos, joder, tal vez lo vea su majestad la reina de Inglaterra. ¿Sabrá que esto es una farmacia de colores? ¿Se dará cuenta de que esto es un sanatorio mental en el que han dado instrumentos de cuerda a todos los internos?

Suena la Entrada de los gladiadores de Julius Fucik. Empieza el espectáculo, señores. Ian Anderson se atusa la barba y ensaya la partitura con la travesera. «Julius ¡Fuck-it!» dice, y se ríe mostrando sus dientes amarillos. «¡Fuck-it!». Luego el maestro comienza su discurso: damas y caballeros… La grada está plagada de niñatas con sombreros de fieltro y ponchos de colores. Se quieren tirar a Mick, se quieren tirar a todos estos artistas locos. Nadie se quiere tirar al doc, pero yo soy el único que puede hacer milagros. De momento, todo el mundo ventila. Vuelvo con Keith y le ayudo a ponerse el parche. (El guión dice que debe introducir a The Who con un puro habano y un parche). Le vuelvo a preguntar si quiere que le ponga el suero durante diez minutos, pero se niega. «Soy un payaso en plena forma», aclara. Los enanos piropean a Marianne Faithfull globodecristal mientras Mick se maquilla frente al espejo de bombillas. «¿Sabes que hay bombillas de tungsteno que duran un siglo?», me pregunta. Apuesto a que se pregunta por cuánto tiempo podrá alumbrar él el panorama del rock and roll. Le pregunto por Brian. Me dice que Brian siempre está deprimido. Vuelve Eric y me da el jaco para que lo guarde. Me asomo al escenario y me quedo bien quietecito al lado de John Lennon. Me pregunta si le puedo prescribir algo para dormir. No sé si es él quien lo necesita o lo dice por Yoko.

The Who han estado míticos. Pletóricos, dice el maestro de ceremonias. Pluscuamperfectos, diría yo. Vienen de terminar una gira, frescos como los prados. Ha sido una fiesta. A Brian no le ha hecho mucha gracia; se le saltaban las lágrimas. Taj Mahal correctos. Marianne globodecristal hermosa. «¿Ves el brillo en sus ojos?», me ha preguntado Mick. «Ahá. ¿Amor?», he preguntado sonriendo. «No. Heroína». Una gachí le está pintando un diablo en la espalda. El comefuegos lo consigue con una sola toma: estos músicos drogotas deberían aprender de él. Si el número del fuego te sale mal, ¡hey!, es otra cosa. Keith se empeña en probar él mismo cuando el artista abandona el escenario de rodaje, y yo le quito la idea de la cabeza. Y por fin, The Dirty Mac. Eric y John están geniales, Keith anda detrás y la japa circunvuela haciendo el indio. Hay un tipo con un violín que podría ser el padre de cualquiera de ellos. ¿De verdad esto va a salir en la BBC? Luego comienza la actuación estrella de la noche: The Rolling Stones. Brian va vestido como un soldadito de plomo en una batalla psicodélica; su dorada del 56 apenas se escucha en el conjunto y su rostro es una máscara taciturna cuya única expresión es la de los cuatro miligramos de Xanax que le he administrado para poder sacarlo del retrete. Apuesto a que este soldadito no aguantará la batalla.

Bailo con John durante el éxtasis dionisíaco de Sympathy for the Devil. Me acerco a una trigueña que me está mirando y le pregunto dónde irá después del rodaje. Dice que irá a desayunar: son ya las tres de la madrugada. Reparto algunas anfetaminas entre el respetable para que nadie se quede dormido. Pete Townshend habita el séptimo sueño. A las cinco de la mañana se recoge el escenario y unos cuantos coches de lujo vienen a llevarse a los artistas. Michael Lindsay-Hogg me pide un taxi. Dice que, a petición del propio maestro de ceremonias, esto no saldrá nunca por la BBC. Me paga mis honorarios (quince horas por diez, ciento cincuenta) y busco a la trigueña para invitarle a ella y a sus amigas a desayunar. Pago tres taxis al Sailor’s Canteen. Allí me preguntan cómo es Mick, cómo es Brian, qué toman, qué no toman. Cuento algunos secretos, hasta donde me permite la profesión. Luego me preguntan qué llevo en el maletín. Cambio de tema: pedimos pintas de cerveza, baked beans, panceta y tostadas. Invita Boris, el curandero, Doc & Roll. La trigueña se ríe. «¡Doc & Roll!». Sí, nena, hago milagros. La llevo a mi apartamento de Pimlico con la excusa de que llevo grabaciones del backstage en el maletín. La llamo Marianne, y se deja. Le cuento algunos secretos más, Keith Moon aullando en la ducha, los melocotones de Ian Anderson. «¿Los melocotones de Ian Anderson?» pregunta expectante. «Vete desnudando, luego te lo cuento». En la cocina, espolvoreo un Xanax machacado en un vaso de agua. Llaman a la puerta. Por Dios santo, que no sea la policía.

Que Keith Richards llame a la puerta de tu apartamento es algo que no sucede todos los días. A mí es la primera vez que me sucede. Mi pretendida Marianne pone The Who en el tocadiscos. Keith parece muy cabreado. «Pareces muy cabreado, Keith», le digo. «Estoy muy cabreado, doc». Le pido a Marianne que quite el disco de The Who. «Déjame ver tu maletín, doc», me pide. Yo adelanto la mano para detener su entrada inminente en mi pasillo. «¡Eres un hijo de puta!, ¡te has llevado mi jaco!». Este drogota sufre una crisis nerviosa. Marianne se cubre con mi bata de pana. Forcejeamos y al final se hace con el maletín. Sus pupilas están muy dilatadas: no puedes dejar KO a un tipo que va hasta las orejas de cocaína. Abre el maletín y encuentra su preciada China nº3. «Así que doctor…», me dice. Marianne sale detrás de él y se aúpa a su espalda. «¡Te dije payaso, doc, no gilipollas». «¿A dónde me llevas, Keith?», pregunta la trigueña Marianne. «¿Volvemos al circo?». «Oh, sí», contesta él, «al circo».

concursoderelatos
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  • 3 de Febrero de 2011 a las 18:17

                                                                         PISTA CENTRAL

     A través del ojo de buey el mar se revuelve; se aprecia agreste, casi montañoso...siento frío y miedo. Sin embargo no estoy en un barco...estoy embarcado. No es lo mismo, es la vida.

     Abro la ventana y adivino la ensenada del Puerto de Soller; el alba grisácea, casi sucia, se abre paso a regañadientes entre la bruma. Se me llena la boca de un sabor agradable...tan sólo es un recuerdo, lo sé: el arroz caldoso de Can Montseny.

     Abro los ojos en mitad de una ensoñación interrumpida. Me despierto y descubro el tacto frío del sudor en mi piel. El techo blanco se extiende ante mis ojos perplejos. No todo es monotonía; esquirlas de pintura han quedado, aquí y allá, suspendidas de la superficie lisa, a modo de recordatorio. Pintaré la primavera que viene, ahora llueve y hay demasiada humedad; si aún sigo aquí, claro está. No es una enfermedad dolorosa y larga, se llama cáncer. A las cosas hay que llamarlas por su nombre. No sé porqué mierda se me ha metido esa frase en la cabeza.

     Ahora estoy paseando por la playa. Solo. Me gusta pasear solo; las personas que se cruzan conmigo no tienen rostro, no sonríen, no lloran, no emiten sonido alguno. Pienso, pienso, pienso, y cada segundo que paso ofuscado por mis pensamientos es como si una broca taladrara pequeños orificios en mi cerebro, en busca del argumento perfecto para dar un paso más. 
     Los días son cortos, muy cortos, y yo tengo poco tiempo...escribir. Deshacerme en ideas locas, difusas, estridentes...convertirme en un histrión de mí mismo, descubrirme en tramas que siempre quedan inconclusas, carentes de alma.
     Ha pasado mucho tiempo, pero aún sigue ahí. Trastorno intermitente del control de los impulsos...estúpido nombre para una conducta aún más estúpida. Violencia súbita y dolor. Cuando este recuerdo aflora, lloro. No son lágrimas ni de impotencia ni de sufrimiento, son lágrimas por el dolor ajeno, infringido sin querer. 

     De golpe recuerdo el motivo de mi paseo, el motivo por el cual estoy sentado en la arena fría en una mañana de invierno. El último temporal se ha disipado dejando a su paso el esqueleto de un cañaveral y montones de algas como cadáveres varados en el rebalaje de la orilla. Tengo frío, pero la sensación es agradable. A la derecha un ferry de pasajeros bufa anunciando su presencia frente a la bocana del puerto, justo bajo el puente que da acceso al muelle desde la autovía de Málaga. A la izquierda las chimeneas de la central térmica apuntalan un cielo enfermizo. Tengo que escribir un relato sobre el circo...de repente lo veo claro. Circo; yo y mis circunstancias somos un verdadero circo del que soy el jodido maestro de ceremonias.

     Un foco autoritario se abre paso en la oscuridad, descubriendo mi presencia en la pista central. Tiemblo. La función debe continuar. 
concursoderelatos
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  • 3 de Febrero de 2011 a las 19:16
LOS LEONES VIEJOS MUEREN SOLOS


El espectáculo tenía lugar en una carpa iluminada por una enorme cantidad de luces que creaban combinaciones de colores y se apagaban y encendían según cambiaba la música. El presentador estaba ya sobre el escenario, alabando con su potente voz la profesionalidad y el valor de todos los artistas que intervendrían esa noche. Yo había ido a aquella función de circo por una equivocación. Los grandes aciertos, a veces, empiezan mal. Aunque en otras ocasiones las cosas tan sólo empeoran…
Su número iba después de las acrobacias de los trapecistas. Mi asiento estaba realmente cerca del pasillo que debían recorrer para salir a escena los integrantes del circo. Entonces, lo vi. Era un hombre grande, con una espalda poderosa aunque ya un poco encorvada. Me miró fijamente mientras caminaba. El público aplaudía con ansia. Yo le sonreí (¿por qué?) y, nerviosa, saqué mis ojos del cepo de los suyos al compás del primer latigazo. Los leones rugieron; y ya no me miró más. Sin embargo, me esperó a la salida. Todavía iba vestido con su llamativo atuendo de domador de leones por lo que les dejó con la foto a medias a una familia para venir a mi encuentro. Llevaba un bigote muy fino. Me dijo que me olvidase de su estúpido nombre artístico y lo llamase Dimitri. Su voz era muy masculina, muy sensual. Insistió en que yo debía conocer el circo por dentro, así que me regaló un par de pases para que fuese con alguna amiga a ver la próxima función entre bastidores. No supe cómo negarme. Tampoco quise hacerlo. Y por supuesto fui sola.

En mi casa hacía frío porque era invierno y las estufas no funcionaban. Me refugié bajo las mantas de la cama. Mientras en la radio discutían de política, en mi cabeza daban vueltas los tres días que había pasado con Dimitri en el circo. Era imposible pensar en otra cosa. Dimitri me había absorbido, nada de lo que conformaba mi vida tenía parangón con cualquiera de las cosas relacionadas con él… A veces me reía sola: yo saliendo con un domador de leones… Cuando se lo contase a Marlene…, no se lo iba a creer… Pero era tarde, y debía dormir. Al día siguiente habíamos quedado de nuevo en el circo. Dimitri me había dicho que ya me veía preparada para entrar en la jaula y conocer a sus leones. Por supuesto, le había repetido mil veces que se olvidase de esa idea… En la radio seguían discutiendo… Así que, desafiando al frío, me incorporé y fui hasta el salón y puse el disco que Dimitri me había dado cuando nos despedíamos. Como me suponía, eran canciones que habían sonado en su caravana mientras follábamos.

                                 *    *    *

¿Por qué asistió Victoria a aquella función de nuestro circo? Es más, ¿cómo consiguió butaca en primera fila? Me lo ha explicado muchas veces y todavía me parece imposible: son demasiadas casualidades abrazándose. Sea como fuere, allí estaba, hermosa, sin perderse detalle, mirándome, y no pude evitar detenerme en sus ojos. Eran como pozos. Incluso pensé que sería capaz de verme reflejado en ellos.
Los primeros días repetía que desde que estaba a mi lado poseía una fuerza extraordinaria, como si le hubiesen nacido unas alas poderosas que nunca la dejarían caer.

Acostumbrarse a vivir en un circo no era difícil. Sobre todo si no había aventuras en la vida que dejabas detrás. Y Victoria siempre tuvo ganas de conocer mundo. Se trasladó a mi caravana al mes de conocernos, más o menos. Yo trataba de enseñarle algún truco, estaba convencido de que haría de ella una estrella. Victoria era una mujer con una sonrisa preciosa, de una contagiosa vitalidad: perfecta para el circo. Pero se sentía incapaz de estar con los leones sin las rejas de por medio. De todas maneras, lentamente, se fue habituando a compartir la vida con mis animales. Una mañana no le dejé retirar la mano cuando les alargaba la comida. Vino Azur, el macho dominante; rugió y luego atrapó entre sus dientes el pedazo de carne. Victoria temblaba. Me dijo que no me perdonaría jamás. Creo que en ese momento se dio cuenta de que yo era más peligroso para ella que aquel león. Pero luego lo debió olvidar.

Nunca he sido un tipo que haya sabido cuidar lo indudablemente importante en su vida. Los buenos tiempos duraron unos dos años. Fueron los dos mejores años de mi vida.

                                *    *    *

En la caravana de Dimitri, en un primer momento, gané yo y por unos meses fue la perfecta casita de dos enamorados. No obstante, la rutina de tantas ciudades con tantas funciones acabó por pasarnos factura y el caos se fue apoderando de nuestra vivienda y de nuestras vidas. Además el circo cada vez dejaba menos dinero, la comidilla diaria en las conversaciones era que los dueños iban a reducir costes despidiendo gente. En esas circunstancias, Dimitri comenzó a descontrolarse con la bebida. Siempre había bebido bastante pero jamás había salido borracho a realizar su número. Era una de sus máximas, decía que los leones lo sabrían y se lo harían pagar. Pero acabó por tragarse esa máxima, así como otras muchas. Fueron tiempos complicados, el espectáculo que ofrecía nuestro circo llegó a ser deprimente. Se vendían pocas entradas. Se intentaron diversas estrategias para relanzar el negocio pero ninguna funcionó. Hasta los payasos dejaron de ser graciosos. Hubo noches en que salieron abucheados por los niños a los que, con certeza, azuzaban los padres.

Todo fue de mal en peor. También yo comencé a darle a la botella pues Dimitri se quedó sin ayudante (cuando finalmente se hizo efectiva la reducción de plantilla) y tuve que comerme el miedo y meterme en la jaula para ayudar con los leones. Los propietarios del circo no despidieron a Dimitri, consideraban que los leones atraían al público. Pero sí le dijeron que se había librado por poco. Y que o dejaba de beber o traerían a otro domador. Dimitri nunca les creyó. Tampoco se podía permitir creerles ya que se sabía incapaz de dejar de beber. Siempre les repetía, gritando, que sus leones se comerían a cualquier sustituto que le buscasen. Su número comenzó a ser patético pero también vibrante y morboso porque los leones se mostraban cada actuación más nerviosos e incluso en algunas ocasiones habían atacado a Dimitri.

El circo se desmoronaba sin que ya a nadie le preocupase lo más mínimo. Los mejores artistas rápidamente se buscaron nuevos destinos. Quedamos los que no teníamos otro sitio adonde ir. Los propietarios del circo, lo malvendieron; y los nuevos dueños pronto lo utilizaron como tapadera para trapichear con droga en los pequeños pueblos que nos concedían bolos. Dimitri y yo seguimos cayendo, nuestras últimas actuaciones fueron vergonzosas. Una mañana, al salir de la caravana para comprar más vino, comprobamos que estábamos solos en el solar que había sido utilizado para montar el circo. A Dimitri sobre todo le dolió que le robasen los leones. Se volvió mucho más violento. En ciertos momentos se comportaba como un niño que se hubiese vuelto loco.

                                      *    *    *

   —¡Victoria!, ¡Victoria!... —grité con odio— ¡Vict...!
   —¡Qué! —me cortó ella con un chillido.
   —¿Qué te pasa, maldita puta? ¿Estás sorda, no oyes el teléfono?... ¡Cógelo, mierda!
   —¿Qué teléfono?... Pero… A…además, qué coño, ¡cógelo tú!... Tú…
   Aquella respuesta había sido demasiado, aunque la dijese con tono tembloroso debido al miedo; me levanté y tambaleándome fui hacia donde se encontraba ella. Di, al andar los tres pasos que nos separaban, un par de puntapiés a algunas botellas rezando por que estuviesen vacías. Llegué a su altura; estaba tirada en la alfombra, con la espalda apoyada en los bajos del sillón y borracha, tanto como yo…, su camisa a medio poner o a medio quitar —nunca se sabe—, con rebeca aún, falda arrugada y medias caídas. En esta postura, con la cabeza levantada para verme, trató de sonreírme sin conseguirlo totalmente. ¿Por qué lo hizo? Yo no lo sabía; quizás porque adivinó que me levanté para pegarle, pero eso ya se me había olvidado…
   —¡Dame la botella! —grité al ver una cerca de ella.
   —No... —dijo más tranquila pero aún con miedo—, primero dame un beso…
   Me sorprendió tanto aquella respuesta y estaba tan hermosa, allí, mirándome, con sus ojos que pedían llorar sin ser escuchados, en medio del caos de la caravana y de nuestras vidas, que sin darme cuenta Victoria y yo nos calentábamos en un alterado combate por el suelo...
   Mientras follábamos (ignoro si llegamos hasta la cama o nos quedamos en la alfombra más cerca del vino), recordando, le dije al oído, besándola y acariciando sus tetas: «Victoria..., ¿sabes?..., me levanté para pegarte…» Ella se sorprendió. Pero contuvo su rabia y, entre gemidos aún suaves, me respondió también al oído: «Y yo sonreí para que nos pusiésemos a follar.» Me reí infantilmente. Pero sobre todo me odié. Victoria era una mujer maravillosa (siempre lo había sido) y no se merecía tener al lado a un mierda como yo. Sentí la soledad que existía en el fondo de los pozos que han sido malgastados... La caravana permanecía anclada donde el circo nos abandonó… Había perdido la cuenta de los días que llevábamos allí encerrados… Sólo se me ocurrió decir, aguantando (también yo) las lágrimas: «Me encanta que mandes tú, Victoria.» Y follamos sabiendo que era la última vez.

concursoderelatos
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  • 5 de Febrero de 2011 a las 18:37

ALGÚN DÍA

La enorme lona que cubre las gradas se mece ligeramente a causa del viento otoñal. Es de azules, rojos y verdes intensos, en anchas franjas verticales que avisan descaradamente a todo el que circule por la carretera próxima:
“El circo ha llegado a la ciudad”
Aún tardarán unas horas en tener preparado todo lo necesario para abrir al público y mientras, Marcel sueña; sí, sueña. Está deseando que acaben de apuntalar, cubrir, asegurar, organizar y por fin comience el espectáculo.
Su espectáculo.
Porque es suyo. Suya fue la idea de prescindir de los animales y sus tan despreciables como crueles domadores, suya la sugerencia de unos números en los que el domador solo adiestre su capacidad corporal, suyos los bocetos de los trajes y maquillajes para todo el elenco, suya la organización de los números y el orden en que serán ejecutados. La única idea que no procedió de él fue la música; fue Jacques, quien le propuso cambiar aquellas trompetas simplonas por un fondo musical, con más instrumentos y composiciones mejor elaboradas que el viejo Ta-ta-ta-ra   ta-ra-rá   ta-ta-ra, y como es su mejor amigo, casi un hermano, todo queda en familia.
Si su padre pudiese verlo se sentiría orgulloso de él.
El viejo veterinario había muerto dos años atrás mientras suministraba calmantes a un león que no había ejecutado un salto a través del aro.
La sonrisa de Marcel se convirtió en una línea recta y apretada al pensar en ello. La escena estaba grabada a fuego en su memoria.
El león estirado de costado, respirando trabajosamente a causa de los latigazos recibidos al final del día y al peso del cuerpo de su padre, que parecía acunar a la fiera para consolarla. Como testigos de excepción de la escena, una jeringuilla de doce centímetros de largo y un pequeño reguero de sangre felina, cuyo serpenteo se secaba ya sobre la paja . Y aunque a aquella hora de la tarde el sol cegaba a los que trajinaban fuera, la luz se negaba a entrar en la jaula de gruesos maderos, avergonzada quizás de iluminar semejante barbarie.
Marcel está acalorado, no sabe si por el recuerdo o por la estufa de gas que caldea su caravana de artista circense. Y entonces, como tantas veces desde hace dos años, la puerta de su vivienda ambulante se abre con una violencia alegre y aparece Jacques, como si intuyera que está pensando en ello otra vez.
-¿Nos vamos?

-¡Mira, papá! ¡Un león!
Con cinco años y toda la fuerza de sus pulmones el crío lo ha sacado de golpe de la siesta.
Marcel se recuesta sobre la cama y apoya la espalda en la pared; está sudando, sudor de mes de julio a pleno sol en octubre a cubierto; parpadea con una sensación borrosa en la mirada y de repente entiende que la frase que acaba de despertarlo lo ha hecho en más de un sentido. Se levanta bruscamente, abre la puerta lateral y salta esquivando los peldaños rayados de la caravana. Abre la toma de agua del depósito del vehículo y se moja la cara. Cuando el agua se escurre rostro abajo hacia su cuello distingue la sombra alargada de un par de piernas casi a su lado. Sigue esa sombra con los ojos hasta llegar a los pies calzados con deportivas marrones, unas piernas enfundadas en un tejano, sudadera y en la cúspide la sonrisa de Jacques.
-Nos vamos.-le dice.
Y Jacques sigue sonriendo mientras mueve la cabeza de arriba a abajo lentamente.
-¿Otra vez?
-Sí. No sé que significa pero aquí no voy descubrirlo. ¿Vienes?
-No me lo perdería por nada del mundo.

 

 

concursoderelatos
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  • 5 de Febrero de 2011 a las 22:57

SOMBREROS DE PRAGA

 El enano Panzarriba estaba llevando una piedra cuadrada y suave en el arco de sus brazos. Se bamboleaba por el trajín de la carga y por la propia hechura de sus piernas. Le caían sudores como lenguas de burra por la frente y la espalda. Dejó la piedra en el montón y volvió al carro a descargar la última. Blas el borriquero estaba disculpado por la hernia itinerante, y tumbado cerca del burro, desde donde podía enganchar las riendas con un zarpazo. Hacía un par de horas que se le habían acabado los modos de señalar a Panzarriba que las casas deben ser de tamaño humano, aunque las hubiera de habitar alguien como él, porque pudiera ser que uno tuviera que recibir visita cristiana y algo más larga que una polla de ratón.
 Cansado de insistir, se había arrimado luego a las pequeñas vigas para asegurarse de que no tuvieran polillas, porque a decir verdad no quería que el pequeño techo de tejas se le viniera encima al enano en un verano seco de los que ponen a prueba las maderas maltratadas por el invierno. Al lado de los maderos, los sacos de cemento, el alambre, la pintura y los bidones de agua, tenía Panzarriba una tienda de lona en la que guardaba sus cosas y dormía hasta que la obra estuviese terminada. Blas había estado un ratillo dentro, después de la comida, para salvarse del mediodía mientras el enano iba y venía como un pato de feria mal engrasado, piedra arriba, piedra abajo. El borriquero se quedó dormido con la tentación de hurgar en los petates  austeros y en los baúles decorados con monigotes de boxeadores recortados en latón, panteras y “haches” alargadas que representaban seguramente mancuernas. En un duermevela, cuando aún hacía mucho calor, vio al enano hurgando en una caja de un rojo escandaloso en la que parecía haber fotos, dibujos, entradas para el circo, mapas cuarteados y algunos billetes de otros países.
 Cuando se estaba acabando la jornada y el borriquero podía sentirse solidario al volver a su casa, mientras compartían un botijo, Blas se fijó en que Panzarriba había levantado un madero junto al hueco para los cimientos de su casa. En el madero había pinchado con dos clavos, uno arriba y otro abajo, un cartel bastante grande, con un dibujo muy llamativo. Encima del todo se leía PRAGA. Abajo había representada una calle llena de casa pequeñas y espigadas, coquetas, coloridas, en las que parecía entrar y salir gente también pequeña de frentes abultadas y patas zambas. Los tejados a dos aguas estaban muy juntos y, en la perspectiva, que era como desde un campanario, parecían sombreros muy juntos, de gente que espera en la cola del teatro.
- ¿Lo dibujaste tú? – preguntó Blas, medio encantado, medio suspicaz.
- Lo pintó un artista llamado Samuel Koviav. Representa un barrio que hubo una vez en Praga.
- ¿Qué está, en América?
- No.
- Pero tú estuviste en América.
- Sí.
- ¿Y allí no hay casas de esas pa enanos?
- No precisamente.
- Pero ya no está.
- ¿América?
Blas pilló la broma y se rió de buena gana, dándole una palmada en el hombro a Panzarriba. Se dio cuenta de que estaba tremendamente fuerte, no para ser un enano, sino en general, fuerte. El borriquero se levantó y se limpió el culo de tierra.
- Estás tonto, Panzarriba – dijo amistosamente – La gente va a ver la casucha y va a decir “estamos de acuerdo que ahí está el perro, ahora dónde está el amo”.
- Lo dirán, pero no en mi cara.
- Pero no en tu cara – acordó el borriquero y se despidió con la barbilla.


El enano dormía en su caseta con los brazos y las piernas abiertas y el pecho y la panza abombados y pletóricos, como un sapo caído del cielo. Soñaba que Ingrid era muy grande, mucho más grande que una persona normal, y que no cabía en la carpa tricolor ni en ninguna otra parte, y que lloraba desconsoladamente mientras él intentaba pelar patatas lo suficientemente rápido como para consolarla.
Fuera de la caseta el campo era tan grande y oscuro como la piel del Universo.


El albañil trabajaba todo el tiempo con una sonrisa en los labios y, cuando Panzarriba le preguntaba si esto o aquello lo había calculado bien en los dibujos, éste se encogía de hombros y decía: “lo más importante es que no se la lleve rodando el cierzo”. “El cierzo o la puta de tu madre”, mascullaba el enano mientras transporta lo que el albañil le pedía a cada rato. “Con lo que te pago, hijoputa”, le decía a veces a la cara, “ya te lo podrías tomar más en serio”.
- Está bien, hombre, no te enfades… - el enano pagaba bien, eso era cierto, y compraba materiales de primera - Pero si crías cochinos en esta granja, se te van a cagar en el techo.
Blas el borriquero llegó a media mañana con sus dos pequeños montados en el carro. Panzarriba les dio permiso para trastear entre sus cosas y así fue como Blas pudo ver la ropa de trabajo de Panzarriba cuando se llamaba Matagigantes, o Titankiller, o Fustafogos. Mallas ajustadas de color plateado y botines altos, brazales de cuero y una cinta para la cabeza con la cara de un león grabada en cobre. También puedo ver algunos carteles que anunciaban la llegada del Gran Circo Mundial, o el Amazing Carrussel, con las actuaciones del Mesmer, el Maestro de la Mente, Tarzán y sus fieras exóticas, Ingrid, la Pequeña Gata de los Cielos y Rolando, como no podía ser de otro modo, el Hombre más fuerte del Mundo. A veces no era Ingrid, sino Natasha. A veces no era Rolando, sino Roland.
- ¿Ganaste muchas peleas? ¿Con gente como padre?
- La gente como tu padre no se metía a pelear conmigo, Blasito. Se metían marineros, sobre todo, y algunos policías pendencieros… 
- ¿Pedenqué…?
- ¿Y la mujer con la cola de gato, la alquilibrista, es más chica que tú? – preguntó la pequeña María.
- Era igual que yo.
Panzarriba se metió otra vez en faena, muy serio.
- ¿Y sois novios?
- ¡María! – saltó Blas, con mucho más apuro que enfado - ¡Dejáilo al hombre en paz! ¡Po nos ves que está el pobre más solo que la mierda!
- Eres más borrico que tus borricos, Blas – opinó el albañil, negando con la cabeza mientras preparaba una torta de cemento en el palaustre.
- ¿Y qué dije? – protestó el borriquero. Luego se dirigió a Panzarriba, ya puestos a estar enfadados, recordando la ofensa de antes - ¿Y qué es eso de que la gente como yo no se te enfrentaba? ¿A cómo soy yo, pues? ¿Qué no te puedo meter el puño en la garganta y hacerte un espeto?
Panzarriba terminó de colocar una viga sobre dos muros de carga, según las indicaciones del albañil, que estaba entre reírse y tragar saliva. Luego se giró y pasó la mirada por el pecho y por el cuello y por la jeta de Blas, respirando pesadamente y limpiándose las gordas manos en los pantalones.
- Aquí no hay nadie pagando entrada – dijo sin tono ni arruga – para ver cómo me espetas.
Blas no tenía ninguna gana de pelear con ese bicho que salía en los carteles levantando a un mozo espigado con las manos sobre la cabeza, o doblándole el cuello a un barbudo con el doble de cuerpo, pero tampoco quería caer en ridículo delante del Blasito, así que agradeció internamente el capote que el enano le echaba para cerrarle decentemente la boca y dijo:
- No me meto yo en tu oficio.
Frase tan ambigua que podría haber estado hablando con un mesonero.


Panzarriba estaba agitado y tenía las manos sudorosas. Por eso cogió el sobre con dos dedos para subirlo a la ventanilla de la estafeta de correos. El dependiente cogió la carta y silbó de asombro cuando vio la dirección. Luego sacó un paquete que venía también de tierra lejana para el enano.
- Hágame el favor – dijo con una cierta profesionalidad burlona – de decirle a esta gente que no se puede poner “El Gran Mandrake” en el remite, ni “Fustafogos” en el que recibe, que esta vez por poco lo devuelven. ¿Es que ustedes no tienen nombre?
El enano tan sólo sonrió y dijo:
 - Será por nombres…
 Pagó su carta y recogió el paquete, mucho más tranquilo. Se colocó la gorra de pana y salió de la estafeta de correos tocándose la visera para saludar a una mujer embarazada.


“Querido amigo.
Te envío el cartel de Moscú. En Septiembre estaremos en Berlín. Pararrayos se queda allí con su hermano, para siempre, porque la pierna no le mejora desde que paró aquel rayo en Varsovia. Te manda saludos. Todos te mandamos saludos y te echamos de menos. Rolando no ofrece el mismo espectáculo que tú; preferiría seguir doblando barras de acero. Sabes que no le gusta la violencia.
Ingrid sigue intentando entrenarse, pero los médicos han dicho que no podrá volver a la cuerda. Cuando le hablo de retirarse, insiste en que esperará a que envíes una foto de la casa, que entonces se irá contigo; ahora creo que lo está diciendo con ilusión.
Finalmente harás que la Gata baje de los Cielos.
¿Quién iba a pensar que lo decías en serio?
Siempre tuyo.
Mesmer”


El enano dejó sobre la tapa de uno de sus cofres la pesada cámara de fotos que había salido del paquete. Apoyó el codo en la rodilla y se tapó la boca con la mano, escondiendo su sonrisa. Durante un buen rato estuvo mirando al campo enardecido por el ocaso, a los sacos y a las piedras, pero viendo tan sólo recuerdos. Luego suspiró y volvió a fijarse en el esqueleto vivo de su casa.
Ya era imposible no imaginarla terminada. 

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  • 6 de Febrero de 2011 a las 11:20
 VICENTINO’S

–…Como te iba diciendo - siguió mi abuelo - lo que te cuento sucedió en el pueblo hace ya muchísimos años…



Mi abuelo era un hombre corpulento, de manos fuertes, que tenía unas orejas muy grandes, o al menos a mí me lo parecían y una hermosa nariz en cuyos orificios asomaban unos pelillos blancos de los que yo no podía apartar la vista mientras hablaba; me parecía un misterio que crecieran allí dentro, junto con otros blancos, rizados y rebeldes que adornaban sus cejas.

Se llamaba Evaristo, pero todos le conocían por Mendía. Cuando pregunté a mi padre porqué nos llamaban así, me dijo que todos los nacidos en nuestro caserío éramos los Mendía desde hacía muchas generaciones, para la gente del pueblo.

Cuando se sentaba cerca de la chimenea, en aquella silla de enea con un cojín de florcillas descoloridas y encendía su pipa, yo me apresuraba a colocarme en el escabel a sus pies y pedirle que me contara una de aquellas historias que tanto me gustaban. Generalmente mi abuelo hablaba muy poco, dejaba que su pipa se consumiera lentamente mirando sin ver, pensativo, pero si yo le pedía un cuento él sabía contar los mejores.


-… Sucedió que una mañana – continuó, mientras consultaba su reloj –  amaneció en el pueblo y vimos asombrados que la noche anterior  habían montado la carpa de un circo en el solar cercano a la escuela. Yo en aquel entonces tendría unos diez u once años y aquello puso en mi cabeza rápidamente  fantasías emocionantes para darle la razón a mi madre, que siempre me decía que estaba en Babia. Desde la ventana de mi clase podía ver lo que sucedía allí perfectamente, así que me olvidé de dónde estaba y me fijé en las roulottes donde vivían los cómicos y la verja de madera que habían colocado alrededor, no sé si para que nadie se escapara o para que nadie entrara. Fue así como la vi la primera vez. Era delgaducha, tenía una melena rubia descolorida y unas piernas muy largas y desde lejos parecía guapa. No sé que años tendría, pero era muy joven.


          -¿Pero fuiste a ver la función, abuelo? – Pregunté impaciente - ¿cómo era?                 
           ¿Había leones y elefantes?


- Ten paciencia, que ya voy. No, no había elefantes ni leones, solo cabras, perros y palomas. Me pasé todo el tiempo libre rondando por allí, no se si a ver qué pasaba en aquel mundo extraño o a contemplar a la muchacha, que se había dado cuenta de la curiosidad que despertaba en mí y empezó a llamar mi atención de una manera que yo aún no entendía; pero esto no te interesa a ti.

Mi abuelo se quedó mirando al hogar, las llamas crepitaban subiendo hacia la chimenea,  parecía ausente, como si estuviera en otro lugar, olvidado de mí y de la historia del circo. Pero enseguida continuó con una misteriosa sonrisa en los labios:


- Graciela, que así se llamaba la niña, y yo terminamos siendo amigos de tanto que la rondaba; un día me invitó a que viera el circo. La carpa era pequeña y estaba muy sucia, por dentro no era mejor, bancos corridos y una fila de sillas plegables rodeaban el círculo de arena, en él colgaban trapecios y cuerdas anudadas, además de otros utensilios de trabajo, había algo sórdido en aquel lugar. Un hombre flacucho inspeccionaba aquello, supongo que para estar seguro de que todo iría bien en la función. Era el padre de Graciela y dueño del Circo Vicentino, que así se llamaba aquel. Siendo joven trabajó de trapecista en un gran espectáculo y había recorrido medio mundo, sabía hablar varios idiomas y decía su hija que, cuando no estaba trabajando, se pasaba el día leyendo. No encontré raro que un cómico leyera mucho, aunque parece que sí que lo era, pero qué sabía yo. El caso es que ya no trabajaba en el trapecio.
            
La primera vez que vi a Graciela subida en el columpio con aquella malla ceñida a su cuerpo delgaducho, las plumas en el pelo y una especie de alitas vaporosas que salían de su espalda, sentí una extraña emoción que no me abandonó hasta mucho después de que se fueran. Aquel aire de niña vieja, extrañamente sensual, que tanto me descolocaba, allí era mucho más evidente. Se mecía en aquella barra suavemente, yo creía que iba a salir volando de un momento a otro y a mi me parecía un ángel hermoso. Mi admiración me mantenía con los ojos fijos y la boca abierta viéndola de puntillas en aquella estrecha barra y colgando cabeza abajo agarrada simplemente con los pies; estaba totalmente deslumbrado. Luego vinieron los equilibristas,  eran dos hermanos de apenas 17 o 19 años y la domadora de los caniches que, según Graciela era la amante de su padre. Al preguntarle  cómo  sabía que era su amante, me contestó, sonriéndose con picardía, que les había visto follando una tarde entre el forraje en el corral.

Había también un payaso lloroso y otro con una boca muy grande dibujada, lo que le daba una expresión constantemente sonriente. No me hacían gracia, los niños se reían, pero a mi no me gustaban, no sabía porqué pero me parecía que aquella alegría era falsa e irreal. Todos hacían de todo, se movían para montar y desmontar los distintos actos. Parecían cansados y ajados. No había magia en aquello.

Un día, en nuestros juegos, Graciela y yo acabamos abrazándonos; estábamos mirando a las cabras que trabajaban en el circo comer tranquilamente detrás de la carpa, le había tirado del pelo y ella intentaba hacerme lo mismo. Estaba muy nervioso pero no quería separarme de ella, me dio un beso en los labios y me puse colorado como un tonto. Se pasó el resto del día riéndose de mí, llamándome inocente e ignorante y en su manera de hacerlo se escondía un misterio que no sabía descifrar. A partir de entonces yo andaba siempre buscando la ocasión de que aquello se repitiera y pensé que lo que sentía debía ser de lo que nos hablaba Don Félix en la Catequesis en sus sermones sobre las niñas.

Como te decía, el padre de Graciela hablaba varios idiomas, los entremezclaba cuando presentaba el espectáculo, charlaba con todo el mundo y telefoneaba desde la centralita del ayuntamiento, algo insólito en la aldea, donde solo se utilizaba el teléfono para las emergencias. A los tres días de que llegaran aparecieron dos coches de esos que solo pueden comprar los ricos, frenaron en la plaza y de ellos salieron ocho hombres vestidos con traje oscuro y gabardina. Levaban bigotillo y lo miraban todo como si estuvieran tomando nota del más mínimo detalle. Yo jugaba en la plaza un partido de fútbol, esperando la hora de ir a ver a Graciela al circo; mis amigos se burlaban de mí por mi interés por la farándula y yo les amenazaba con darles un puñetazo para que me dejaran en paz. Aquellos hombres nos preguntaron si conocíamos a Patricio Pancorbo y ante nuestra negativa se interesaron por la ubicación del circo Vicentino. Tardaron poco en volver a la plaza, se metieron en los coches y con un brusco patinazo salieron a toda velocidad desapareciendo de nuestra vista tal como habían llegado.

Cuando iba hacia el circo me encontré al padre de Graciela por el callejón del Arroyo, miraba a todos lados, como si se escondiera de alguien. Pronto corrió la voz por el pueblo de que era comunista, o eso había dicho la policía. Yo no sabía que era ser comunista ni nunca había oído hablar de nada semejante así que no lo entendí, pero debía ser algo muy malo porque habían venido a detenerle. Por lo que se ve ya le había sucedido otras veces, casi siempre cuando volvían de algún viaje por Francia o Portugal y decían que traía y llevaba información a los del exilio.

A mi todo aquello no me interesaba demasiado, la verdad es que no lo entendía bien, lo único que yo quería era ver a Graciela con aquella malla que se le pegaba al cuerpo y sobre todo poder acercarme a ella y que me besara.  Creo que nunca la he olvidado.


Y mi abuelo volvió a perderse en un lugar desconocido para mí. La mirada ausente y con aquella sonrisa en los labios.


- Al día siguiente de lo de la policía – siguió luego -  Graciela vino a buscarme a casa, se iban ese día y venía a despedirse. La amante de su padre se encargaría, como otras veces, de que todo fuera bien porque él se había ido por un tiempo hasta que todo se calmara. Tenían prisa por si aquellos hombres volvían de nuevo. Cuando me dio el último beso me pareció que algo me dolía dentro y no eran las tripas precisamente. Tenía ganas de llorar y tuve que esforzarme mucho porque no quería que ella se diera cuenta. Me quedé parado en la calle esperando ver la caravana pasar, primero el camión con las alegres letras de colores que decían . Detrás las camionetas y roulottes y aquella especie de jaula donde viajaban los animales. Cerrando el desfile, la casa con ruedas de mi amiga, su cara pegada a los cristales traseros y su mano agitándose en el aire diciéndome adiós con aquella expresión entre tierna e irónica con la que siempre solía mirarme. Yo también agité mi mano y creí que se rompía mi corazón.


         - ¿Nunca más volvió aquel circo al pueblo, abuelo? – pregunté

- No, hijo y yo nunca más volví a otro circo. Siempre he sentido una tristeza extraña cuando alguno llegaba y no he querido ir a verlo, así que no estoy muy seguro de querer acompañarte a ver la función del que llegó el viernes.

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  • 6 de Febrero de 2011 a las 22:52
El Hombre Más Fuerte del Mundo

Por el ojo de la carpa, se ve a Betelgeuse estallando hace 400 años. El Hombre Más Fuerte del Mundo ensaya su número entre un amasijo de hierros doblados y confeti amarillento. Hace frío ese otoño. Suponen estar solos, pero uno de los clowns desangelados les protege desde las sombras. Tras un cuádruple mortal a nueve metros de altura, Hipómena, la Enana Trapecista, aterriza en cuclillas muy cerca del forzudo. Bill siempre dice que este negocio es para superhéroes y no sabe la razón que tiene. Fuera se presume una gélida madrugada. Sólo hay dos focos encendidos en toda la carpa, pero es suficiente. 

Hipómena se ha sentado en uno de los podios de los elefantes. Todavía huele a semen de paquidermo. Si acercaran ambos la oreja, podrían escuchar, reverberando en la estructura metálica, los barritos de Glóbulo y Madiposa mientras copulaba a escondidas encima hace dos noches. El Hombre Más Fuerte del Mundo ha seguido doblando barras como si la carpa entera fuera una taza de váter. Hipómena se ha sentido todo lo molesta que su altura le permite. Manzana podrida número uno: Hola. Hola, Hipómena. ¿No te acuestas? No.

El clown, en sus sombras, se atusa distraídamente la peluca. Su nariz y su cara son una bandera de Japón. Debería estar en la cama, calentito, dentro de su caravana. Debería haberse traído una manta. Debería haber rechazado este encargo. Debería resignarse y tomar asiento en la localidad 47 de la fila 14 para ver cómo transcurren los acontecimientos. Dulce compañía. En el bolsillo de sus holgadísimos bombachos late descuidada una única flecha.

El Hombre Más Fuerte del Mundo lleva poco tiempo en el circo ambulante. Bill no tuvo dudas cuando le vio convertir en confeti la guía de teléfonos que había sobre la mesa de su despacho. Con el tiempo pegado al culo, escondió el diccionario de la RAE en un cajón y sacó del mismo un contrato ventajoso para ambas partes que se firmó en el acto. Evitaron sellar el acuerdo con apretón de manos alguno, ya que Bill tenía en alta estima todos y cada uno de sus metacarpianos. Le dijo al forzudo que le iba a convertir en una estrella y entonces Betelgeuse reventó como una supernova de gozo. Ya habría tiempo de aprender el oficio y preparar un número en condiciones. Estuvo un mes limpiando los chiqueros de Glóbulo y Madiposa y, luego, empezó con el moldeado de barras de hierro: primero, un triángulo; luego, un pentáculo; por último, un Julio González… En sus ratos libres desmenuzaba guías de teléfonos y partía ruedas de camión. Todo eso iba a ser el plato fuerte de su actuación, hasta que a Bill se le ocurrió que tenía que hacer piruetas a lo Globe Trotter con la jaula del tigre Jalisco, Jalisco incluido. A pesar de que en el circo su terrible fuerza física era cualquier cosa menos un problema, el Hombre Más Fuerte del Mundo echaba de menos su vida de antes. Concretamente su vida antes de que sus músculos empezaran a tener vida propia. No ha pasado desapercibida la tristeza del Hombre Más Fuerte del Mundo al elenco de compañeros, portentos y artistas. Dicho y hecho. Tras tres meses de tristeza y trabajo duro, estaba casi preparado para su primera función. 

Hipómena lo entretiene de su desánimo con una nueva manzana dorada. ¿Qué hacías antes de alistarte en el circo? Tenía una vida normal; era feliz. ¿Y qué pasó? El clown levanta una ceja, como un perro adormecido que ve acercarse a su amo sin conocer bien sus intenciones. No estoy seguro de querer hablar de esto, Hipómena. Falsa alarma. Vale, como quieras, pero tarde o temprano tendrás que sonreír. Hipómena toma impulso y se eleva hasta colgarse del trapecio como un condenado vampiro. Desde allí, sigue con la charla. ¿Te ha dicho ya Bill cuando debutas? No, todavía tengo que dominar del todo la jaula de Jalisco: el tigre siempre vomita y no estará bien que lo haga encima de los niños de primera fila. La risa de Hipómena llena la carpa y supura por el ojo, distrayendo levemente de su cópula constante a los elefantes. El Hombre Más Fuerte del Mundo esboza una sonrisa tan poco sonrisa que pasa desapercibida incluso al soñoliento clown, que ahora ya ocupa también las localidades 46 y 48. Hipómena, la Enana Trapecista, se balancea como el péndulo del reloj que marca ya las tres de esa solitaria madrugada de otoño, y cuando deja de reír dice: acabará por acostumbrarse; es un tigre muy aplicado y hará bien de peonza. Eso espero, porque ahora el truco de la jaula es lo mejor de mi espectáculo. Y dobla otra barra de hierro para peinar al viento que se cuela dentro de la carpa. Hipómena hace días que se sabe prendada sin remedio del Hombre Más Fuerte del Mundo, sí, ese que lleva una coraza más fuerte que él mismo. ¿Y tú que hacías antes de entrar en el circo, Hipómena? Pues yo… yo… era enana. Pero no trapecista. Trapecista fui después de conocer a Bill. Cuando era sólo enana hacía una vida normal de enana: usaba las escaleras en los últimos pisos de los edificios si subía sola en el ascensor y no llevaba paraguas, me sentaba en los bordillos para que me colgaran los pies, evitaba los charcos, llevaba siempre una banqueta en el bolso… Lo normal para una persona de mi enorme estatura. El Hombre Más Fuerte del Mundo no para de reírse y ella de balancearse. La jodida trapecista es la persona más graciosa de todo el jodido circo. Bill me subió al trapecio porque supo medir mi verdadera altura. Desde aquí mi vida se divisa diferente, forzudo; puede que a ti también te pase algún día. ¿Sabes, Hipómena?, yo antes era funcionario. ¡Clic! Con estos brazos era capaz de hacer las labores de un ejército de funcionarios… Vaya, no me extraña. Cuando lo dejé, tuvieron que convocar más de 1.000 plazas para cubrir mi puesto en la Diputación… ¡Ahí va! Mi mujer estaba encantada, ya sabes… Tampoco me extraña, suspira la enana. Yo antes estaba casado… Mi esposa era sublime, suspira él ahora. Era una mujer con suerte, dice ella. 

El deseo de Hipómena, esa tercera manzana dorada, estalla en el clown como Betelgeuse, y ambos, clown y estrella, despiertan del ennui. Durante un instante piensa el payaso que ese sería un magnífico nombre para su nariz roja y postiza, no Ennui, sino Betelgeuse, pero desecha la idea porque este es el momento que el amor estaba esperando. Y la carpa, el lugar perfecto para el mayor espectáculo del mundo. Deseo concedido, Hipómena, susurra el clown, pero no olvides que dicen que el amor sólo es eterno mientras dura. Ella se dispone a preguntar por qué cambió su vida de funcionario cuando el payaso, desde su sombra, tararea una canción de Maquiavelo y dispara la única flecha que lleva en el bolsillo de sus bombachos. Una flecha para dos. Hipómena se desmaya, herida, y al flojear sus piernas cae en picado como un halcón sobre la presa. El trapecio se queda tiritando en las alturas. El Hombre Más Fuerte del Mundo siente una punzada en el pecho, grita horrorizado y da un salto de superhéroe para salvar a Ícaro en su caída. Con precisión, el clown detiene el tiempo dentro de la carpa y les convierte a los dos en inusitadas constelaciones. Entra en el círculo iluminado de la pista como Pedro por su casa y, bajo los dos cuerpos flotantes y ensimismados de la enana y el forzudo, coloca una hoja de loto con agua de lluvia. 

Si fuera esa noche una tarde de función y el circo estuviera repleto de público, la orquesta sonando, las luces parpadeando y los artistas bordando sus números, todos los presentes hubieran abierto sus bocas de asombro al presenciar una exhibición de auténtica magia, magia de la buena, porque magia es lo que hacen los Clowns y porque ante los ojos del distinguido público, señoras y señores, niños y mayores, testigos todos, Hipómena, la Enana Trapecista, empieza a estirarse: sus brazos y piernas, dos cuartas más; su torso, no sé, como cuarenta centímetros; todo lo que antes tendía a ser rollizo, será ahora proporcionado; todo lo que fuera rodio, se ha cubierto de pan de oro. ¡Mírenla desarrollarse, distinguido público! Campanilla crece y Peter la encuentra enorme en el instante en que el tiempo continúa su curso. El forzudo e Hipómena, desmayada y crecida, unen sus secantes trayectorias, aún suspendidos en el viento. La inercia les lleva a rodar bajo el podio de Glóbulo y Madiposa y el olor a semen de paquidermo despierta a Hipómena, la Alta Trapecista, sana y salva, en los brazos de su enamorado. Estas flechas no fallan. Hasta las seis no aparecerá Bill por la carpa, dando órdenes a diestro y siniestro, así que tienen al menos un par de horas. El clown, con su misión cupida, regresa satisfecho de la sombra al calor de su caravana. 

Al día siguiente, el Hombre Más Fuerte del Mundo e Hipómena han aparecido cogidos de la mano. Bill le ha dado a él permiso para debutar, aunque de momento sin Jalisco; a ella, la enhorabuena por el estirón; y a ambos, sus sinceras bendiciones. El frenético ritmo del circo ha comenzado. Esa tarde habrá función y por fin debutará. Los Clowns despliegan sus alas al mediodía. Glóbulo y Madiposa no dejan de ensayar su cópula megalómana. Hipómena disfrutará del amor eterno mientras dure. Betelgeuse es ya una nebulosa. Y el Hombre Más Fuerte del Mundo forma ahora parte de este circo que es su nueva vida. 

A las cinco en punto de la tarde, Bill, pertrechado con su uniforme de Jefe de Pista, ha proclamado con más convicción que nunca aquello de que el mayor espectáculo del mundo puede comenzar. Cuando le ha tocado el turno, nuestro forzudo se ha lanzado a la pista a doblar hierros en forma de corazones y a pulverizar guías de teléfonos. Bill le ha presentado ante el público como Atalante, El Hombre Más Fuerte del Mundo. Jalisco, de momento, no necesitará biodraminas. 

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  • 7 de Febrero de 2011 a las 16:34
El Circo de la Fortuna

El hueso que tiró fue a dar junto a la jaula vacía, y allí lo disputó la jauría de flacos perros. Si no encontraban fortuna estable, además de cambiarle el nombre al circo, tendrían que comerse los perros. Ya el hambre les había borrado el remilgo y cualquier cosa servía para demorarla otra jornada. Lo primero que se comieron fue la chiva de tres cuernos. Les dolió mucho porque resaltaban con cintas su asta extra, la enganchaban a una carreta con cupo para seis niños y  cobraban el paseo a centavo. Llegó el tiempo en que  escasearon los centavos y los niños sobrevivían menos con sus barrigas abultaditas de parásitos y hambre; así que la chiva terminó en chilindrón y dieron un pernil al viejo león. La anaconda amaneció estrangulada la mañana en que al negro, que hacían pasar por el hombre más fuerte del mundo porque levantaba 24 kilos sólo con su pulgar,  se quejó de un par de costillas rotas. En disimulado agradecimiento le dieron la mejor parte del reptil al negro y otra gran tajada al viejo león. Cuando se murió el anciano payaso, el civismo los contuvo, pero no tuvieron más remedio que aliviar al viejo león. “No se nos puede morir”, decía Flavio - por cierto, dueño del Circo de la Fortuna. Nadie pagaría un níquel sólo por ver cuatro perros con lacitos, que se sentaban, tumbaban, labraban y babeaban a la orden; un mago, que a falta de conejo sacaba del sombrero un centollo del tamaño de un gato, que dejaba escapar por su caparazón un enigmático “bi, bi, bi”; y el Hércules negro. Sin embargo, nunca se había visto un león por la Sierra y los lugareños preferían saciar apetito de curiosidad que de boniato. No mucho sobrevivió el rey de la selva, que a falta de algo más acorde a su alcurnia, Flavio alimentaba con cuanta lagartija o pájaro del monte encontrara; porque del centollo el mago no se deshacía, y a los perros el negro los defendía como hoplita en el centro de la tercera línea de su falange. Aquella mañana, mientras ensayaban el número de Flavio meter su cabeza entre las fauces del león, el animal se tambaleó, estiró una pata y no cerró más la boca en un hambre eterna que le perseguiría en el más allá felino. También tendrían que comerse los perros, pero esa noche llenaron el hueco del estómago con carne de realeza selvática y a Flavio le dio por pensar cómo salvar al Circo de la Fortuna.

En cada pueblo, el dueño del circo se interesaba por lo raro, procurando reclutar a quien tuviera un don o habilidad excepcional que quisiera mostrar a cambio de un plato de comida menos incierto. Pero no había en aquellas lomas trapecistas, sino arrieros; contorsionistas, sino carboneros; así que se conformó con un hombre, que luego de tomarse un brebaje preparado con la hoja de un árbol del que nunca reveló ubicación, conseguía una erección demorada hasta lo que la ciencia da por imposible. Estuvo tentado a incorporar a la compañía la mujer que podía anunciar el año de la muerte por dos reales; pero desistió, porque la señora, ya con probadas referencias, acertaba siempre. “Usted se va a morir a los 33 años”, pero el oficio quedaba incompleto cuando el cliente de turno, luego de pagar lo pactado, insistía: “Sí, pero ¿de qué?”, y por mucho que se explicara que el servicio tenía límite muy bien aclarado en las pequeñas letras al final del anuncio, había que devolver una parte del dinero. Fue tarde de martes sin esperanza cuando una señora de harapos le trajo a La Niña. Flavio se preguntó qué don Dios pudo dar a aquella sombra que era niña, sin dejar de ser sombra, con bordes tan imprecisos que no se podía saber dónde acababa la carne y empezaba el paisaje y tan diminuta que se temía olvidar. “Dígale con que quiere soñar”, le dijo la señora de harapos. Sabía Flavio con qué quería soñar. “Quiero soñar que Vivian me ama” La niña/sombra sonrió; restregó sus manitos invisibles por los ojos y se disolvió en un bostezo. Entonces Flavio soñó con la mujer de ojos azules como la lluvia de verano, que le abría la puerta de una casa donde había un poco de frío. Él se apuraba en entrar y ella lo abrazaba. Se besaban y en el instante en que el beso descansa para refugiarse de la mirada, él la escucho decir “Te amo” y le creyó justo antes de despertar. Supo entonces Flavio que ya tenía fortuna su circo más que en el nombre, sólo tenía que comprobar si aquel diluido ser/niña/sombra podía conseguir encantar a varios de una vez. Reunió a su maltrecha compañía y les ordenó. “Díganle a la niña con que quieren soñar”, y cuando dijeron, volvió La Niña a bostezar disolviéndose. Todos soñaron. El mago con un abracadabra sacó un conejo, grande y gordote de su sombrero; el Hércules negro se extasiaba amando al príapo bajo la sombra del árbol secreto; y los cuatro perros soñaron que el león se volvía a morir y ellos a comer. Probada la efectividad del recurso, apuraron el paso, bañaron a La Niña, que casi se les va en la corriente del río, y llegaron a uno de los pueblos más grandes de la Sierra. Flavio sabía que la mejor hora para anunciarse era cuando los vecinos despertaban. Pusieron los lazos a los perros, el mago sacudió la tristeza de su traje y el negro se untó aceite en el cuerpo para lucir los músculos, mientras llevaba en hombros a La Niña recién bañada. Flavio anunciaba: “¡No deje sus deseos para mañana! ¡Suéñelos hoy mismo en el Circo de la Fortuna!”

Remendaron los nuevos huecos de la carpa vieja y la izaron a pocos pasos de la última casa. La función estaba por comenzar. A la entrada, recibía a los asistentes el príapo, vistiendo un barril con un agujero, por el que si se pagaba un centavo se podía mirar una erección eterna. “Durará toda la función”, gritaba y las mujeres alzaban las cejas lujuriosas, cuidándose de la envidia del marido. Flavio, que a falta de león, sólo fungía como Maestro de Ceremonia, condujo el espectáculo. Mago y centollo, perritos que se tumbaban, Hércules negro y cuando ya el aburrimiento  se instalaba, entró el Maestro de Ceremonia con La Niña tomada de la mano. “Señoras y señores. Asistirán ahora al momento más memorable de su vida. Sólo en el Circo de la Fortuna podrán escoger con qué soñar y este deseo le será concedido” Levantó el brazo de La Niña, la hizo dar una vuelta y dirigiéndose al público les pidió: “Díganle a esta niña con qué quieren soñar” Un susurro como maremoto les vino encima; decenas de voces mezcladas con esperanzas y deseos los empujó un par de metros. La Niña bostezó. Flavio tomó varios minutos para mirar a la gente sentada en las gradas, que dormían con una sonrisa. De a poco fueron despertando los asistentes, que en silencio dejaban el circo, sin hacer caso al príapo en su barril, que para regresarlos a la realidad les gritaba apuntándose al vientre “Vengan mañana que estará igualito” Nunca estuvo tanto tiempo el Circo de la Fortuna en el mismo pueblo. Antes de tener a La Niña, dos noches y ya aburría; pero ahora Flavio se dio el lujo de achicar la función, sin despedir a nadie. La primera semana dio descanso al centollo – y  claro, al mago;  a la siguiente, al Hércules, luego a los perros; el que sí nunca recesó fue el hombre del barril que ya ni hojas mágicas necesitaba para conseguir su milagro a la entrada de la carpa. La Niña era toda la atracción. La gente iba a soñar sus deseos, que les eran concedidos en el tiempo exquisito del Circo de la Fortuna. Para los del pueblo, el día se convirtió en las horas que hay que dejar escapar para que los deseos se cumplan luego. Sólo tenían que esperar a que la función comenzara para poder ver desprenderse la piel de un glacial o acariciar con la mirada las cúpulas redondas de palacios lejanos.

Desde que conoció a La Niña, Flavio fue amado por la mujer de ojos azules como la lluvia de verano siempre en sus sueños; pero cuando llegó la primavera y de verdad llovió todos los días, Flavio le pidió a La Niña: “Quiero soñar que escampa” y hubo un día de sol exquisito, donde la yerba humeaba la llovizna pasada… pero sólo en los sueños del Maestro de Ceremonia. Lo despertó el trueno sin relámpago de una lluvia que arreció. Flavio miró a los ojos de La Niña que reía frente a él. Pasaron las estaciones y no dejaba de llover. Cada día sin escampar confirmaba la sospecha que le surgió a Flavio de la sonrisa del diluido ser/sombra/niña. Como precaución y por miedo jamás volvió a desearle ningún sueño. Una tarde, mojada como todas, todavía sin esperanza pero sin ser martes, Flavio no aguantó más la risa de La Niña y fue él quien le preguntó: “¿Y con qué quieres soñar tú?” Ella llevó sus manitas a la boca para responder, “No lo puedo decir, si quiero que se cumpla.” Dio un brinco el hombre, ahora conocedor del costo del encantamiento. Aquel diluido ser/sombra/niña/desgracia podía hacer que soñara sus deseos, pero, a cambio, éstos jamás se harían realidad. Se preguntó por qué Dios no ponía letras pequeñas al final de los anuncios de a quien daba dotes, como lo hizo él con aquella mujer que adivinaba el año de la muerte.

Había nacido un mar de tanta lluvia y el pueblo era ahora una isla con el Circo de la Fortuna instalado, donde los deseos de la gente se hacían realidad sólo en sueños. Pero no aceptaba Flavio el imposible destino de su deseo. Escribió un mensaje y dentro de una botella lo tiró al mar gritando: “Dile que la amo donde quiera que esté.”

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  • 8 de Febrero de 2011 a las 8:34
Danza Fantasma

 

 

Ningún otro hombre me había producido nunca una impresión tan clara de que uno acaba por llegar a ser lo que se cuenta de él. Por eso, cuando leí en los pasquines el título de Coronel, supuse nuevamente que algún periodista se habría tomado la licencia de concederle ese rango militar. Que yo supiera, en los veinte años transcurridos desde nuestro primer encuentro, Buffalo Bill se había dedicado por entero a su circo, quizás lo único que quedaba ya del antiguo, lejano, salvaje oeste.

Entré a saludarlo. Usted, le dije, trae a nuestras ordenancistas ciudades llenas de humos el aire libre de las praderas. Me agradeció el cumplido e hizo como que me recordaba.

Su atuendo era sobrio, como si se hubiera agrisado a la par que su pelo. Nada quedaba de la casaca roja de antaño, los pantalones de fieltro negro bordado en rojo con campanillas de plata y adornos multicolores. Un empresario teatral del Este había diseñado aquel atuendo fantasioso y él, después de vestirlo en los escenarios el año antes de que mataran a Custer, lo hizo real volviéndose a enrolar de esa guisa en el quinto de caballería. Tan real como aquel indio casual que debió a su fatal encuentro con Cody su ascenso a famoso jefe Yellow Hair. El titular fue sonoro: primera cabellera por Custer. Cody lo adoptó meses después para su espectáculo. Acababa de nacer El Salvaje Oeste de Buffalo Bill.

Sentado frente a él alabé la pasmosa puntería de Annie Oakley, la trepidante intensidad del asalto a la diligencia, la gracia de los pequeños caballos mogoles y el lánguido trote de los camellos árabes. No pasé por alto el desfile ordenado y exacto del Quinto Regimiento de Lanceros Reales Irlandeses, tan distinguido hacía poco frente a los derviches del Sudán. A todo asintió en silencio, complacido. Para hacer más creíbles mis halagos, me lamenté por los bisontes. Entonces habló.

- Es triste decirlo: no ha sido posible reemplazarlos. Cuando yo era joven, poblaban a millones la pradera. Ahora ni siquiera es posible capturar una docena.

Presintiendo que la conversación discurriría por derroteros transitados, añadí que el gobierno ya había dictado leyes para acotar su caza. Quedó pensativo. No como el hombre que no encuentra palabras, sino como el que tiene demasiadas.

- En la guerra, la aniquilación del enemigo es la regla. Para la celebración, su presencia es inexcusable. En mi espectáculo, tan necesarios son el hombre blanco como el indio. En contra de lo que muchos dicen para denigrarme, nadie puede representar lo que no ha vivido. Estos figurantes a los que usted ha visto interpretar la muerte del coronel Custer, no habían nacido entonces. Quizás ha llegado el momento de disolver la compañía.

- Toro Sentado murió hace tiempo -concedí accediendo a lo que suponía un ejercicio de nostalgia.

- Supe su muerte y los vergonzosos hechos que siguieron en Wounded Knee.

Su nombre lo presentaba tal como era: obstinado y solemne. Little Big Horn fue la afortunada victoria de un impetuoso Caballo Loco sobre la petulancia imprudente. En cambio, Toro Sentado era el hombre que al final de una danza extenuante había visto a los soldados azules caer a tierra como copos de nieve. El primero fue apenas el instrumento del sueño del segundo. Al cabo, Caballo Loco fue derrotado, preso y finalmente ensartado en la bayoneta de un soldado impaciente. Toro Sentado esquivó durante años a un ejército herido en su orgullo. Fueron los cazadores de búfalos que trajo el ferrocarril los que acabaron rindiendo a su pueblo. Es fácil para la arrogancia de un guerrero enfrentar la muerte en la batalla. Toro Sentado no podía hacerlo. Poco antes de morir, su padre le había encomendado: “mata búfalos y alimenta a tu pueblo”. Así había hecho desde los trece años. Ahora ya no podía cazar búfalos, pero aún debía alimentar a los suyos.

El coronel de Fort Buford asistió a una ceremonia singular, único derecho que se concedía al vencido. Frente a él, el viejo jefe cedía su rifle a su hijo de siete años para que el niño lo entregara con sus propias manos. Al coronel le dijo: “Quiero que mi hijo aprenda a ser amigo del hombre blanco”. A su hijo le había dicho: “Si entregas tú el rifle por mí, será como si no me hubiera rendido”.

En Fort Randall todas las mañanas los soldados separaban a los hombres de las mujeres y los niños, y hacían recuento. Dos años duró esta ofensa. Cuando conocí a Toro Sentado, lo acababan de trasladar a la Reserva de Standing Rock. Allí, el comisionado le había dado una azada para que cavara la tierra con sus propias manos, un ultimátum para que echara de casa a una de sus dos esposas y un papel para firmar que legalizaba el expolio de tierras. Cuando yo llegué, el ultimátum había vencido, el papel seguía sin firmar y el comisionado meditaba qué hacer.

La Agencia India aprobaba mis gestiones: querían separarlo de los suyos cuanto fuera posible. Mi oferta era sencilla: cincuenta dólares por semana, pagaderos los sábados. Sus obligaciones: mostrarse a caballo durante la función. Todo lo que obtuviera por autógrafos y fotografías sería para él. No le diré que discutimos las condiciones. Sí diré que le prometí una entrevista con el Presidente Cleveland. Acaso pensó que de jefe a jefe sería más fácil entenderse.

Toro Sentado asistía todos los días a la recreación de Little Big Horn, impávido sobre su cabalgadura incluso cuando el público rompía en abucheos hacia él. Durante los cuatro meses que estuvo con nosotros, nos robó con su silencio el protagonismo a Annie Oakley y a mí.

Pude conseguir la entrevista con el Presidente. De lo que hablaron a solas, nada repitió. Quizás valga con lo que me dijo al despedirse. La frase estaba referida a un plural indeterminado. “Algunos de los hombres que he conocido son vanos y alocados. Otros, simplemente malvados. Todos son lo mismo para mí. Ellos parlotean en mis oídos, pero su ruido ha sido para mí como el del agua que fluye y no puede parar”.

Arreglé un encuentro con el general que durante seis años lo había perseguido hasta el Canadá. No quiso acudir. No hablaba, pero no olvidaba. Una sola vez se había desahogado ante una concurrencia de políticos y hombres del ferrocarril: “Sois ladrones y mentirosos. Nos habéis despojado de nuestras tierras y nos habéis convertido en mendigos errantes”.

Después de la función, le gustaba caminar por la ciudad y observar. Lo que ganaba conmigo lo repartía entre los niños hambrientos que vivían en la calle. No comprendía que un pueblo tan poderoso tuviera tantos pobres. De ahí extraía una impecable conclusión: era vano confiar en las promesas del hombre blanco. Si los que más tenían permitían el sufrimiento de los que menos tenían, ¿por qué habrían de preocuparse por el bienestar de los indios?

Le impresionó el vasto mar, los largos muelles y los vapores que surcan el océano. Comprendió que aquella muchedumbre de hombres ansiosos que marchaban hacia el Oeste era inagotable y no la habían llevado sólo las locomotoras de las praderas, sino las que cruzaban el mar. Acaso el mundo lo regía un demonio que empujaba a los hombres unos contra otros, y hacía infelices a todos. El vapor era su aliento.

Cuando volvió a la reserva, le regalé un caballo y un saco de caramelos. Sé que añoró siempre la sopa de ostras y el cariño de Annie, su hija adoptiva Pequeña Tiro Fijo.

Su pueblo se alimentaba con las raciones de la Agencia India, se vestía con los vestidos que daba la Agencia India una vez al año. No tenían presente. Miraban al futuro sin esperanza. Y el hombre blanco seguía presentando papeles para firmar que Toro Sentado rechazaba uno tras otro.

Nuestros misioneros predicaban entre ellos. Alguno escuchó la historia de un Redentor, y soñó que venía para salvar a los indios. Poco después las praderas eran recorridas por chamanes visionarios. La tierra se encaminaba a un nuevo renacer. Nacería una nueva hierba y nuevos árboles. Desaparecería el hombre blanco. Volverían los bisontes, los antílopes y los caballos salvajes. Finalmente, los antepasados resucitarían y se unirían a la fiesta de todos, bailando.

Había que danzar. Todos unidos en una danza interminable. Una danza secreta, escondida de los ojos del hombre blanco. Por doquier desde Nevada a Dakota, los indios danzaban invocando al Espíritu. Tan fuerte era la visión que los colonos blancos también la vieron y sintieron miedo. La Agencia India prohibió la Danza Fantasma. El ejército se acantonó en las reservas.

Toro Sentado descreía que los muertos resucitaran. Se incorporó a la Danza Fantasma pensando que si una vez su visión se había hecho realidad, quizás ahora volvería a suceder si todos soñaban lo mismo. Danzó con ellos. Después de una tarde y una noche danzando, cayó exhausto. Entonces una alondra de las praderas se posó en un montículo a su espalda y le dijo: “Tu propio pueblo te matará”.

Aquella noche, un destacamento de policía india salió a buscar a Toro Sentado. En la madrugada, irrumpieron en su sueño y el de su familia.

Toro Sentado dijo: “Iré con vosotros”. Pidió su mejor vestido. Pidió que ensillaran su mejor caballo, el que yo le había regalado. Ambos pormenores demoraron la salida hasta la primera luz del día. Los que habían danzado aquella noche acudieron y rodearon de la casa. Toro Sentado traspasó la puerta flanqueado por el Teniente Cabeza de Toro y el Sargento Cabeza Rapada. Cuarenta policías vestidos de azul abrían pasillo entre la multitud.

Su hijo, aquél al que había entregado el rifle nueve años antes, lo apostrofó. “Tú te llamas bravo. Tú has jurado que nunca te rendirías a un casaca azul, y tú ahora te entregas a unos indios con uniforme azul”.

Toro Sentado se detuvo, sobrecogido. Contempló la multitud que lo rodeaba: todos caminarían por el fuego si él lo pidiera. Todos esperaban su palabra para hacerlo ahora mismo. No pudo resistir su voluntad. Dio la orden, o la acató. En el tiroteo que siguió, una bala le atravesó la cabeza.

 

 

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  • 8 de Febrero de 2011 a las 17:19
Lucía en la taquilla con diamantes

El payaso Bob Bo-bó es incapaz de tener los calcetines secos; la colada siempre se le moja. Le gusta fumar en las tardes en las que el cielo está encapotado; se coloca frente a la ventanita de su caravana, sentado en un sillón orejero orientado hacia el descampado de turno, e inhala el humo de la heroína quemada sobre barquitos de papel de plata —Bob Bo-bó suele darle formas divertidas al aluminio antes de quemar el caballo sobre él—. Y como nunca ha sabido desmaquillarse del todo, va todo el día con las orejas rojas. “¡Bob Bo-bó, el payaso de vidriosa mirada y colorados pabellones auditivos!”, escucha en mitad de su delirio opiáceo, en la presentación de una función a la que sólo asistirá él. Mirando al descampado, se ríe cuando comienza a llover sobre la ropa tendida.

Lucía nunca sale las tardes de lluvia. Se queda en la cama leyendo novelas de Faulkner. Su cuerpo flacucho no se mueve de la mitad para abajo desde que tuvo el accidente, así que dejó el trapecio y ahora es taquillera. Su padre, el dueño del circo, este año tampoco podrá comprarle una silla de ruedas decente; está hasta el cuello de deudas y además está el asunto de Favio y su nuevo león. La gente no lo sabe, recapacita Lucía, pero los leones son muy caros. A Lucía siempre le costaba seguir los argumentos de Faulkner, por eso las tardes de lluvia en las que intentaba leer un libro suyo, las terminaba dedicando a la divagación que le llevaba invariablemente a Bob Bo-bó, su novio.

Cuatro hombres bajo la lluvia cavan un enorme hoyo. Los trillizos Bazzucos ayudan a Favio a sacar tierra del hoyo para que quepa su león muerto. Las gotas de lluvia tamborilean sobre la lona plástica azul que cubre el cuerpo del felino. Las caras embarradas suben y bajan acompañando los vaivenes de las palas. Los hombres las hunden con brío y las levantan apretando los dientes, pero la mitad de la tierra se pierde —enlodada, chorrea a los lados—. El sudor comienza a parecer insano cuando se mezcla con el agua de lluvia, y a cada momento les cuesta más arrancar la tierra del  fondo del hoyo.

—¡Eh, Favio! —grita Dragosi, el mayor de los Bazzucos, desgarrando la voz al deshacerse de una palada por encima del hombro— ¿No está bien todavía? ¿Eh, cabronazo? ¿No será que tu león estaba demasiado gordo?

Y Dragosi se incorpora mirando retador a Favio.

Bob Bo-bó lo ve todo desde su caravana y ríe viendo el duro trabajo, las indicaciones que parece dar Favio a los musculosos trillizos, cómo sale del hoyo y señala una esquina de la tumba gesticulando exagerado... Y Bob Bo-bó se ríe porque los trillizos parecen más cansados a cada palada, parecen estar más enfadados, bufan como bestias y exhalan vapor. Sabe que como Favio es un viejo amigo del jefe, tienen que ayudarlo en su capricho de enterrar al león en medio del descampado. Cabrones, piensa. Entonces recuerda que tiene que pasar por la caravana de los Bazzucos una noche de éstas porque se está quedando sin caballo; los trillizos aún le fían, así que... Uf, qué bien me sienta cabalgar, se dice, y ríe. Esos trillizos son unos hijos de la gran puta; como Favio, bastardo italiano, piensa el payaso. Y se rasca la panza, se rasca la panza el resto de la tarde, mientras los efectos de la heroína se desvanecen.

Al día siguiente hay función, y Lucía no puede evitar pensar en Bob Bo-bó ni en el trabajo. Aquella cabina en la que vende las entradas es preciosa, está llena de diamantes y bombillas multicolor. Se la arregló su novio como regalo de primer aniversario. Trabajó en ella todas las tardes que tuvo libres —excepto cuando llovía, claro—. No sólo la adornó, sino que la elevó lo suficiente como para que la enorme ventana de la taquilla coincidiera con las ventanas de las caravanas y le añadió unas ruedas, con motor eléctrico, que Lucía controlaba desde dentro. 

Cuando comienza la función, se pasea por los exteriores del circo en su maravilloso sarcófago, con las luces verdes, rojas y azules iluminando el interior y mirando con solvencia desde los dos metros y medio de altura; esa altura la hacía sentir segura de sí misma, junto con los cuatro escalones que llevaba delante y a ras de suelo y que funcionaban como parachoques. Como antes del accidente, volvía a mirar con displicencia a los trabajadores de papá. Les hablaba desde el micrófono y la voz sonaba electrónica. “¡Chico!”, solía comenzar, “Chico, haz esto, o aquello otro”, pulsaba el botón y decía: “¡Chico!”.

Los trillizos la llamaban, con sorna, “Nefertiti, la muy zorra”. Se le ocurrió a Catalin, el deslenguado hermano mediano, el que catapultaba a Dorel, el más pequeño y ligero, para que lo recogiera Dragonis en el otro trapecio, durante el trabajo de carpa. Qué hijos de puta, diría Bob Bo-bó.

Lucía deja de empujar el mando que hace avanzar el trasto cuando, entre jaulas, aparece Bob Bo-bó con la cara a medio desmaquillar y la ropa chillona del trabajo de carpa. Levanta la mirada; y la vé.

¡Esos zapatos, por Dios, qué gracia pueden tener...!, piensa Lucía, que sonríe mientras su novio sube los cuatro escalones hasta la ventanilla.

—¡Oye! ¿Y por qué no te he visto ese corsé negro antes? —pregunta Bob Bo-bó y se relame.

—¿A qué sí? Lo saqué del fondo del baúl —contesta ella—. El rollo gótico me queda total con estas luces —y hace un gesto de vedette mostrando las palmas y separando los dedos,  ilusionada.

—Sí, cojonudo... —contesta él, y le interrumpe un hilo de baba que le cae de la boca entreabierta.

—Deberías dejar la heroína, ja, ja, ja —se ríe Lucía—. Además, a veces te hace parecer tonto.

—Sí, bueno —dice él— ¡Oye! No te olvides de que tenemos una cita bajo la luna —y golpea la cabina con la palma, la acaricia despacio.

Ella se sonroja dentro.

—Déjalo, salido, tengo que ir a hablar con papá...

—Beso —pide él.

Y se besan con el cristal por medio. 

Lucía se acerca a la caravana de su padre, va hasta la ventana y lo llama: ¡Papá! ¡Papá, sal de una vez!

Bilko sale del baño alertado por los gritos de su hija, intentando ponerse los pantalones a la vez que mantiene el equilibrio. 

—¿Ya es la hora? —lo dice mientras mira un par de veces tras la puerta medio abierta del baño.

Lucía, enfadada, pulsa el botón del intercomunicador.

—Pero... ¡Papá! —se queja— ¿Es que nadie va dejar las drogas en este circo? —musita.

—De eso mismo quería hablarte, cariño... —dice Bilko mientras termina de recomponerse el vestuario—. Vamos muy mal; vamos fatal, cielo —muestra las palmas y se encoge de hombros.

—¿Qué quieres decir? —Lucía tuerce el gesto.

—Verás... el circo está acabado. Este año hemos perdido demasiado. Y sabes que siempre he dicho que el futuro está en la temporada de ferias, cariño, ¡las atracciones! Dos montañas rusas y unos coches de choque; pero de los medianos, no de los grandes. Ahí está el futuro, mi vida... He vendido — y baja la mirada avergonzado, escondiéndola en el fregadero.

—¡Papá! —le grita con enfado Lucía; y la cabina comienza a girar, zumbando, muy despacio.

Bob Bo-bó se asea, ha puesto una cinta con I´ve got you under my skin, de La Voz. Se pone crema en el torso y se lo afeita. Se lava los dientes y se enjuaga con elixir mentolado. Escupe el líquido azul dentro del lavabo. La Voz sigue balanceándose algo trabada y torcida por la casetera que lleva demasiados remiendos. Bob Bo-bó está emocionado, viste un traje oscuro y esa noche tiene una cita con Lucía, bajo la luna. 

Y después de encontrarse terminan haciendo el amor a través de la cabina.

Él la contempla mientras sube los escalones. Lleva entre los dedos una llave de seguridad que refulge bajo la luna. Ella, preciosa, respirando ansiosa, bajo las luces azules, rojas y verdes del interior, comienza acariciar el cristal con una mano y baja la otra al coño.

Él hurga con la llave en el corazón de bronce, la trampilla oculta que le puso a la cabina y que iba a dar entre las piernas de Lucía. Un corazón lo suficientemente grande como para que el payaso pudiera meter adentro sus caderas y moverlas golpeando. 
Fue un diseño brillante, diría Bob Bo-bó.

—Ya te dije que me gustaría tocarte a través del cristal —dice Bob mientras se saca la polla. 

—Cielo, aún tengo puestas las bragas —le indica ella con apuro.

Bob Bo-bó se olvida por un momento de guiar su polla que da contra los diamantes falsos de la cabina cuando la suelta. Se concentra en meter la mano y agarrar con fuerza la franja de tela blanca. Tira hasta romperla y, excitado, escupe sobre el cristal, delante de la cara de Lucía que se estremece. 

—Cabrón —jadea Lucía— ¡Fóllame de una vez!

Toda la cabina se contonea sacudida por las embestidas del payaso, que se agarra y la empuja. Pega el torso al cristal y ve a Lucía jadeando al otro lado. Embiste, taladrándola a través del corazón de bronce. Una y otra vez. 

La cabina va y viene y comienza a crujir. Bob Bo-bó tiene la polla ardiendo y los pezones duros por el contacto con el cristal a medio empañar. Lucía, adentro, se pellizca los suyos y tira de ellos con rabia, suda y grita a punto de desfallecer. Y Bob Bo-bó se corre bufando como un animal y sigue empujando y eyaculando y corriéndose durante casi un minuto.

Luego, ella dirige la cabina hacia las caravanas mientras fuman un cigarrillo de postre. 

—Oye, ¿te gustaría una pista de coches de choques? Atracciones, ya sabes...

—Estabas preciosa...

—¿Qué? —dice ella.

—Recortada contra el cielo y rodeada de diamantes, en serio... —dice él y sonríe.

—Bob Bo-bó... —dice ella con resignación.
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  • 9 de Febrero de 2011 a las 15:51

BIENVENIDOS AL CIRCO MUNDIAL


-¡Niiiñooosss y niiiiñaaasss, paaaadreeees y maaadreeees, abueeeelooos y abueeeelaaaas de Dos Hermaaaanaaaas! ¡Bienveniiiidos al Ciiiircoooo Muuuuuuun-diiiii-aaaaal!- Ernesto miró de reojo a Basilio- O bien esto; escucha bien: ¡Niiiiñooooss de Dos Hermaaaanas… niiiiiñaaas de Dos Hermaaaaanaaaas… paaadres y abueeeloooos de Dos Hermaaaanaaaaas… bienveniiiidos al maaaa-raaaaa-viiiii-llooooo-sooooo Ciiiiirco Muuuun-diiiii-aaaaaal!

Basilio se quedó pensativo, circunspecto, como si el destino del pueblo polaco estuviese en manos de su decisión. Y respondió tras soltar un suspiro.

-Yo me decanto por el segundo. Es menos cargante, y repite varias veces el nombre del pueblo; eso siempre gusta a los lugareños.

Dicho esto, Basilio se alejó de Ernesto, que estaba justo en la puerta de la pista, ataviado con su traje de maestro de ceremonias, su bigote y su pelo moreno repeinado y bien pegado. Se dirigió a su caravana, que compartía con su compañero payaso: Jonás. Éste se encontraba en su cama tirado, releyendo por octava vez su novela favorita: A SANGRE FRÍA. Al joven Jonás siempre le interesaron los casos de asesinatos; cada vez que llegaba a un pueblo, se acercaba al bar más populoso e interrogaba a los clientes sobre los casos de asesinatos más sonados de la localidad. Luego, al llegar a su caravana, lo apuntaba en su libreta. Esa era su afición, ésa, y hacer reír a los niños.

Basilio, con el aspecto de un cuarentón triste, se fue a la cocina y se tostó un chusco de pan. Eran las once de la mañana, y tenía hambre. Entre mordiscos, trataba de mejorar mentalmente su número principal con Jonás. Tenía muchas dudas, no estaba seguro de que los niños entendieran el humor de su joven compañero.

-Jonás… ¡Jonás!
-Dímelo.
-Te doy dos tardes; si los niños no se ríen a carcajadas, volvemos al número de siempre, ¿estamos?
-¡Estamos!

Basilio siguió comiendo su tostada mientras miraba por la ventana a Lucrecia. La chica, delgada como la rama de una rosa, salía de su caravana lanzando un beso a Rodrigo “el lanzallamas”, su amor. Basilio la miraba con deseo carcelario, con la viveza de quien se cree poseedor de un tesoro, aunque jamás lo haya tenido entre sus manos. La chica cogió sus mazas para practicar su número de malabarismo. El payaso no pudo ocultar una sonrisa mientras la veía ensayar su número con el mismo entusiasmo  que demostraría horas más tarde ante decenas de niños enloquecidos. Lucrecia se sintió observada y miró a la caravana de los payasos. No se mostró contrariada al descubrir a su espectador; bien sabía que no le quitaba ojo siempre que tenía ocasión, y ella le deleitaba mostrándose más simpática si cabía. Una de las mazas cayó al suelo, e impertérrita siguió con su número hasta que finalizó con su giro y recogida que tanto gustaba a la chavalería. Basilio le dedicó unas palmadas mudas, que aun así Lucrecia pareció escuchar, pues le hizo la reverencia de agradecimiento luciendo su sonrisa habitual. Luego le guiñó el ojo y salió corriendo hacia alguna parte del circo.

Rodrigo se sintió solo y salió a buscar alguna conversación a la que añadirse. Se acordó de que seguramente Leandro estaría alimentando a sus tigres. Rodrigo llevaba veinte años ganándose la vida como lanzallamas. Era un pobre desgraciado cuando Ernesto se lo encontró en la calle de un pueblo de Córdoba. Le dio pena verle tan enjuto, tan poca cosa. Tendría dieciocho años por entonces, y no dudó en acogerse a la generosidad de aquel hombre tan repeinado que le ofrecía tres comidas diarias si se unía al elenco del circo. Rodrigo no sabía ni fumarse un cigarro, pero en poco tiempo consiguió hacerse con las llamas, y lograr un número espectacular. A los veinticinco ya era la estrella del Circo Mundial, pero su fama no se debía únicamente a su habilidad con el fuego; por entonces su delgadez había pasado a mejor vida, y las mozas de los pueblos le admiraban por su torso y sus brazos musculosos, así como por ese bigote fino tan elegante que enloquecía a las mujeres cuando rozaba sus mejillas. Nadie exageraría si dijera que tenía un amante en cada pueblo. Nada más instalado el circo en la explanada de turno, Rodrigo se engalanaba y se acercaba a la discoteca más popular del lugar, y allí se dejaba rodear por las chicas, que se enfrentaban como hienas por conseguir ser la elegida del lanzallamas. Pero todo su sex-appeal acabó domado por el atractivo carácter de Lucrecia, que consiguió hacer de él un novio fiel y respetuoso. Tenían muy poco en común, nadie apostaba una peseta por su relación, pero ya era su quinto año y del Rodrigo mujeriego no se sabía nada en absoluto.

Cuando llegó al carromato de los tigres, cogió un trozo de carne y lo lanzó por encima de Leandro. El argentino era un experto domador de tigres; recibió a su compadre con una especie de gruñido, como un tigre más, y no hubo palabras entre ellos, tan solo alimentaban a las fieras sin dejar de observarlas, como si fuese la primera vez, como si no estuviesen acostumbrados a ver sus colmillos ensangrentados. Cuando se acabó la carne, Rodrigo salió de allí dando una palmada en la chepa de Leandro. Se introdujo en la carpa, y allí vio a Juan y Sara, los hermanos trapecistas, haciendo sus acrobacias en el aire. Ernesto se acercó a él e hizo un amago por cantarle las dos presentaciones del espectáculo, pero Rodrigo le dijo que esa mañana no, por favor, que le dolía la cabeza. El maestro de ceremonias se alejó alzando las manos, como recitando en su mente el niños y niñas que no le dejaba tranquilo.

Mientras tanto, por los aires, Sara le recriminaba a su hermano su falta de madurez.

-Por tu culpa me rompí el brazo el año pasado, y esta temporada no puede pasar lo mismo, ¿entendiste?
-¿Por mi culpa? Chica, llegaste tarde, estuviste lenta en el giro, ¿qué culpa tengo yo?
-Estuve lenta porque tú empezaste tarde y era la única manera de cuadrarnos.
-Mira Sara, hago esta temporada contigo y el año que viene ya te puedes ir buscando a otro tío que te siga tu rollo, porque yo no te soporto más.

Sara le dejó con la palabra en la boca, pues ya estaba volando colgada del trapecio. Juan le hizo ese comentario sin pensarlo realmente: él jamás dejaría que su hermana dependiese de las manos de otra persona. En verdad fue su culpa, y cada noche daba gracias a Dios porque sólo sufriera esa rotura sin consecuencias. Pero precisamente porque aquella vez falló, sabía que nunca más iba a permitir que ocurriese.

Ese día era viernes, un frío viernes de diciembre. La oscuridad de la tarde llegó a Dos Hermanas con la serenidad de una vela que llega a su fin. Las familias fueron arribando poco a poco, algunos caminando, otros en los coches, que aparcaban en la explanada lateral. Una música alegre sonaba con suavidad para ir animando a los espectadores. Los niños se mostraban inquietos, alegres… Los más pequeños incluso lloraban, porque no sabían si iban a un sitio bueno o malo. Sus zapatos se cubrían del polvo del albero, se sonaban los mocos, sentían escalofríos, por el frío y por la emoción. A las siete los niños ya estaban sentados, y los circenses  preparándose para sus números tras las telas de la carpa. Era inicio de temporada, y eso enerva hasta al más veterano. La luz se apagó, y un foco se encendió. Ernesto se colocó entre el tubo de luz, y toda la chavalería gritó y jaleó. Acercó el micrófono a su bigote, alzó los brazos y comenzó su presentación.

-¡Niiiiñooooss de Dos Hermaaaanas… niiiiiñaaas de Dos Hermaaaaanaaaas… paaadres y abueeeloooos de Dos Hermaaaanaaaaas… bienveniiiidos al maaaa-raaaaa-viiiii-llooooo-sooooo Ciiiiirco Muuuun-diiiii-aaaaaal!

concursoderelatos
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  • 9 de Febrero de 2011 a las 19:18

 

De cuando quise ser payaso
 
 Recuerdo los días en los que, de pequeño, quise ser payaso. El motivo por el cual nació en mí esta vocación fue... sí, una niña.
 
 Vivía en las afueras de un pueblo pequeño. Nos separaba del campo propiamente dicho un solar que soñó con criar hogares y que aún permanece sembrado de esas florecillas silvestres amarillas (cuyo nombre tampoco supe nunca) en primavera; cardos morados, chicharras y pasto seco en verano; barro en otoño.
 El circo llegó en otoño. La categoría del pueblo lo relegaba, con suerte, al final de la temporada, si no a estación de paso entre otros asentamientos con más habitantes (esto es: más público, esto es: mejor caja). De hecho no era habitual que el circo parara en la pedanía. En los pueblos grandes, sin embargo, no faltaban cada año circos grandes con tráileres y autocaravanas  más lujosas que nuestras casas, circos con todo un zoo que se podía visitar antes de que comenzara la función, circos que maravillaban sólo con sus banderolas y las grandes letras caligrafiadas con luces de colores, circos muy distintos al que izó, aquél año, una vieja carpa de gules y sinople justo en frente de mi casa.
 El recuerdo quiere que me deje seducir por un despertar anodino vuelto del revés al aparecer, por la ventana que estaba junto a mi cama, la tienda de sueños. Despertaría entonces a mi hermano (como en las mañanas de Reyes) para que no se perdiera nada, tras el sorbete de vidrio que destemplaba nuestras mejillas, aún en el piso de arriba. Pero no, esa imagen la sé falseada, reflejo de otra que se fijaría esa misma noche, que pasaríamos mirando, escuchando, paladeando al circo. No recuerdo cómo resultó mi primer encuentro con la carpa, con el trajín de la troupe. En mi memoria es como si el campamento siempre hubiera estado ahí plantado, igual que las casas de los vecinos.
 
 Salta mi memoria al final de aquella tarde. Estaba con un amigo, lavándome las manos en un regato después de habérmelas manchado con la cadena de la bicicleta (este detalle lo mantengo nítido). Escuché un chasquido. Al levantar la vista mi buen amigo no estaba y encontré a un chico mayor (cualquiera que pasara de los diez años me lo parecería) que afilaba un palo con una navaja. Del susto, al incorporándome, estuve a punto de caer al agua. El chico me agarró del brazo y sólo me empapé las botas. Soltó un "ten cuidado, chaval" (o algo parecido), con una risita mal disimulada, a modo de coro, manando de ella.
 Me gustaría poder describirla. Pero cualquier intento resultaría un ejercicio de composición de falsos recuerdos. Nada que diga más allá de que estaba muy flaca, de que era algo más alta que yo tendría algo de cierto. Y ni siquiera me fío de esto. Ni de unos grandes ojos color miel que se dibujan en una cara mal esbozada. Sí veo claro su pelo: una melena atigrada, con castaños claros como tonos predominantes, que se extendía impoluta hasta su nuca, donde se recogía en una larga y densa trenza de la que brotaban hilos de oro. Lo sé. Tiene pinta de que ésta sea la más embustera de mis evocaciones, pulidas a conciencia en la corriente de los años. Sin embargo estoy seguro de que así era su pelo aquella tarde junto al regato al que habían bajado a llenar tres enormes cubos de agua.
 −¿Pesan mucho?
 −¡Bah! Podemos con ellos, chaval.
 −Si queréis, los podemos llevar en mi bici.
 Ella miró al chico de la navaja, el chico de la navaja me miró a mí, yo miré a mi bici que fue ofrecida devotamente a la niña (cuyo nombre nunca supe). Ella llenó un cubo y lo dejó sobre sillín. Agarró con una mano el cubo, con otra el manillar y me hizo un gesto para que la imitase y echáramos a andar. Yo obedecí: agarré con una mano el manillar y con la otra el cubo, con mucho cuidado de no rozar la suya a pesar de no haber deseado ninguna otra cosa más intensamente hasta ese momento.
 Llegamos a la linde del campamento. Sin avisar, cogió el agua y, sin un adiós, se perdió detrás de una furgoneta. Hice amago de seguirla, pero un lobo se hizo notar con un gruñido suave pero notorio. No necesitó enseñarme los dientes. Rodeé el campamento y llegué a mi casa.
 
 No recuerdo la regañina que debió de echarme mi madre por volver con los pantalones embarrados, ni qué cené, ni si tardé mucho o poco en subir a mi cuarto. Pero sí que ahí estaba: de rodillas, con el pijama medio puesto, asomando a la ventana, mirando el circo, escuchando la función que se colaba a través de las paredes de mi dormitorio. Mi hermano pequeño parloteaba, también asomado. Tal vez me preguntaba qué era lo que anunciaba el hombre del circo, de qué se reía la gente, si mañana iríamos al circo. Yo la buscaba con la certeza de que no la encontraría, de que lo más seguro es que estuviera actuando. ¿De qué? De cualquier cosa para las que se anunciaran nombres femeninos (que, sabía, no eran el suyo). 
 Mi madre subió a ver si ya dormíamos. Tampoco insistió en que lo hiciéramos. Con el jaleo del circo estaba claro que hasta que no terminaran no habría manera. Se quedó asomada a la ventana, entre mi hermano y yo, cogiéndonos de los hombros. Recuerdo haber querido preguntarle si iríamos al circo. Tal vez el canijo lo hiciera. No recuerdo ninguna respuesta, solamente que nos quedamos los tres, a oscuras, escuchando cómo terminaba el espectáculo, cómo la gente aplaudía, cómo sonaba música, cómo el presentador daba las gracias en nombre de todos los artistas, cómo el silencioso otoño recuperó la calle para sí, se apagaron las luces y no tuvimos más excusa para permanecer allí juntos, los tres, detrás del cristal.
 Mi madre se marchó. Mi hermano se quedó dormido en su cama. Yo aguanté hasta que todos los cuadraditos anaranjados se volvieron negros en el campamento. Definitivamente no volvería a verla ese día. Tal vez el siguiente. Sí, mañana. Y, si no, haría por verla. Bajaría al regato y la esperaría. Le diría algo. Cualquier cosa. Que la quería. Que quería estar con ella para siempre. Que me iría con ella al circo. Irme con ella. Para siempre. Pero ¿de qué trabajaría en el circo?, ¿qué podría hacer? Estaba claro que nada con animales (me daban miedo, la verdad), ni nada de trapecios (vértigo) o juegos malabares (soy bastante torpe),  no sabía hacer magia (ni que eran trucos que se aprendían). Iba a ser complicado que su padre me dejara ir con ellos sin hacer nada. Al fin y al cabo yo era un extraño, un extraño que quería a su hija y que tendría que demostrarle que podría cuidarla.
 Entonces me acordé de que la gente solía reírse de mis tonterías, que mi tía siempre me decía que era su payasete. ¡Hasta tenía un disfraz con peluca y narizota incluida! Estaba claro: sería payaso. En cuanto amaneciera iría al circo, hablaría con ella y le pediría trabajo a su padre. Hasta intentaría hacerme amigo de su hermano, si es que el chico de la navaja era su hermano.
 No recuerdo haber pensado mucho en qué opinarían mis padres de mi marcha. Al fin y al cabo tenían al canijo como repuesto. Y él no estaría tan mal. Yo nunca tuve hermano mayor y no me había ido mal.
 Estaba decidido. Ya pude dormirme.
 
 Obviamente no hice nada al día siguiente. Nada salvo mirar desde mi ventana (sería sábado) cómo despertaba el circo, cómo entraban y salían de las caravanas, cómo se perdían detrás de la carpa, como el chico de la navaja bajaba a por agua, cómo ella (Ella) practicaba malabares al aire libre con unos aros enormes que terminaban en torno a su cuello (apresando su trenza), cómo volvía el chico de la navaja y daba de comer al perro lobo, cómo se metía con ella haciéndola rabiar (cómo lo odié), cómo una señora los llamaba. Mi hermano apareció a mi lado, mi padre en la puerta de la habitación. Que cuándo quisiera bajara a comer (él daba así las órdenes).
 Recuerdo golpeteo de metal y loza durante la comida. Nada más. Recuerdo una película del oeste en la sobremesa con el volumen muy alto para no oír, según mi madre, el ruido del circo. Me parece recordar que mi padre me dijo que cuando tuviera a bien me cambiara de ropa. Quiero recordar que no entendí a la primera. Creo tener en mente la entrada en el circo. Pero no recuerdo función alguna, ni a ella sobre la pista lanzando sus aros al aire, ni su pelo moviéndose en las carreras para recogerlos, ni su sonrisa al saludar. Porque no hubo función. Después de mucho esperar, apareció el director del circo para excusarse y avisar de que no habría espectáculo. No sé qué motivo dio. Volvimos a casa.
 No la vi, pero seguía pensando en ella y en la idea de fugarme con el circo. De nuevo en la cama repasé qué diría al señor del circo para que me aceptaran, preparé algunos chistes y gracias que demostraran que podía ser un gran payaso. Tan ensimismado estaba que no atendí a los ruidos que debieron de prolongarse durante toda la noche. Al día siguiente ya se habían ido.
 
 Quizás volverían al pueblo. Durante un tiempo alimenté la ilusión de reencontrarla el año siguiente y seguí ampliando mi repertorio como payaso profesional. Sí: regresaron, pero un año fue demasiado tiempo. No sé si volví a verla, o si por fin pudimos disfrutar del espectáculo. Sé que la carpa apareció de repente frente a mi ventana pero que no me pasé las noches admirándola.
 
 Y, así, como vino se fue. Nunca más volví a pensar en serio en trabajar como payaso, aunque no dejara de serlo. Con el tiempo volvió a suceder algo que hizo nacer en mí una nueva vocación condenada al fracaso: la de ser dentista. Pero ésa es ya otra historia.

concursoderelatos
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  • 10 de Febrero de 2011 a las 7:54
La última función del circo Giannelli

Un par de días antes de la llegada de la caravana, el pueblo quedó inundado de octavillas y carteles. Incluso un destartalado coche fue anunciando, con voz enlatada, los días de función.
¡El mayor espectáculo del mundo! ¡Fieras salvajes, payasos y equilibristas! ¡Pasen y vean al gran león africano, el devorador de hombres!
Durante dos jornadas más, los operarios montaron la gran carpa, y junto a ella, fueron apareciendo pequeños puestos ambulantes de todo tipo de comida y chucherías, una tómbola, una caseta de tiro…
El día de la función, a las seis en punto de la tarde, cuando ya el sol caía en el horizonte, se levantó el telón y el señor Giannelli, vestido de etiqueta, se plantó en el centro de la arena, con una fanfarria de fondo y los saltimbanquis haciendo cabriolas a su alrededor. Con voz clara, se dispuso a pronunciar su discurso de bienvenida:
- Señoras  y señores, bienvenidos al Gran Circo Gianelli…
De la escasa cincuentena de personas esparcidas por las gradas desmontables, apenas la mitad aplaudieron con entusiasmo. El resto posiblemente habían entrado gracias a las invitaciones que el propio circo repartía días antes de llegar a una localidad y estaban allí porque no tenían nada mejor que hacer.
La función discurrió de manera casi lánguida ante unos asistentes que fueron perdiendo interés y, los más educados, abandonando la carpa de manera gradual. Para el gran número final, la jaula de los leones, apenas quedaba una docena.
Aquella misma noche, el señor Giannelli repasaba las facturas una vez más, tratando de hallar alguna pirueta nueva que le impidiese bajar el telón de manera definitiva. “Era más fácil cuando sólo tenía que enfrentarme a los leones”, pensó, recordando sus días de domador bajo aquella misma carpa. Se llamaba Eladio Martínez y le había comprado el circo al anterior señor Giannelli (un gallego apellidado Soto) que se lo vendió a buen precio cuando se retiró. Entonces, le pareció una gran inversión de cara a su propia jubilación. Sin embargo, llevaba años perdiendo dinero.
La función del día siguiente tuvo menos público y la mayoría entró con invitaciones. El señor Giannelli reconoció a un grupo de jóvenes que repetían del día anterior pero que estaban más pendientes de sus móviles que de lo que pasaba en la pista.
Llegó el turno de los leones. El domador, un joven danés cuyo bagaje circense hasta hacía apenas un año había sido hacer juegos malabares en los semáforos para pagarse las fiestas nocturnas de erasmus, estaba en el centro de la jaula, agitando su látigo con más convicción que destreza. El señor Giannelli había intentado enseñarle todo lo que sabía y, aunque estaba claro que no servía para ello, el muchacho le ponía entusiasmo y las fieras lo toleraban.
Los leones, con bastante más experiencia que el domador, subieron y bajaron de sus tarimas como auténticos profesionales, atravesando los aros de fuego y haciendo las poses y movimientos que habían aprendido bajo la batuta de Eladio Martínez varios años atrás.
- Las bestias son imprevisibles. Por muchas veces que repitan su número, siempre debes estar atento porque nunca sabes por donde pueden salir –el señor Giannelli había repetido aquel consejo como un mantra durante toda su carrera. Era lo primero que le había enseñado al muchacho y lo que nunca se cansaba de repetirle, aunque no le quedaba claro si el chico le escuchaba o simplemente era educado. En aquel momento, el domador se dispuso a hacer su número final: introducir su cabeza en las fauces de Muma, el gran león africano, el devorador de hombres, el líder de la manada. “Otra vieja gloria caduca”, pensó el antiguo domador con ironía.
El muchacho metió la cabeza en la boca de la fiera, cogió una zarpa y la colocó sobre su hombro con gesto sonriente. El señor Giannelli sintió un vacío repentino en el estómago, como una premonición, pero antes de que pudiese siquiera suspirar, Muma, con un gesto casi delicado, cerró sus mandíbulas con un fuerte chasquido y giró su enorme cuello, mientras apretaba su garra sobre el hombro del danés. La cabeza se despegó del cuerpo sin esfuerzo y rodó por el suelo cuando el gran león la escupió.
El escaso público empezó a chillar, los operarios y artistas se lanzaron hacia la jaula mas ninguno hizo amago de entrar. Los leones miraban con indiferencia el cuerpo del muchacho que había quedado tirado como un muñeco. Muma yacía bostezando, como si todo aquello le aburriese. El señor Giannelli entró en la arena sin vacilar y, a golpe de látigo, obligó a los leones a volver a sus jaulas.


“Esto es el fin”, pensó Giannelli, sentado en su caravana, bebiendo café tras una larga noche de policías, funerarias y aseguradoras.
Uno de los adolescentes del público lo había grabado todo con su móvil y lo había colgado en Internet. El vídeo había abierto las noticias de la mañana de casi todas las cadenas de televisión. El viejo domador se había negado a verlo.
Por la tarde, aunque no hubo función, se formó una cola considerable de gente interesada en comprar entradas. Al día siguiente, el número se dobló.


Tres días más tarde, recibió la visita de un funcionario del ayuntamiento.
- Ante un incidente como éste, sabe que debemos retirarle el permiso.
- Supongo que es lógico.
- De todos modos, no creo que quieran dar más funciones, ¿no?
El señor Giannelli enarcó una ceja.
- Quiero decir… la demanda está siendo muy grande. La publicidad que da un hecho como éste, aunque lamentable y terrible, no me negará que es considerable. Otro podría sentirse tentado… Y más teniendo en cuenta su delicada situación económica…
- ¿Qué quiere? –repuso, cansado, Giannelli.
- ¡Oh, no me malinterprete! No quiero nada… Tan sólo sugería…
- Hemos tenido una gran pérdida. Los ánimos no están para hacer más funciones.
- ¡Ya! Lo entiendo, no pretendía…
- Y no tenemos domador. Ni encontraremos ninguno para esta noche. Ni para mañana. En condiciones normales ya sería difícil pero con lo que ha pasado...
- Claro, claro…
- Además, la atracción es el león y, después de lo sucedido, no podrá volver a actuar por motivos de seguridad. Probablemente haya que sacrificarlo. Una vez ha probado la carne humana…
- Me hago cargo…
- Comprenderá que hay ciertas cosas que están por encima del dinero.
- Por supuesto.
- Aunque, si estuviésemos hablando de una cifra…
El funcionario pareció dudar.
- El veinte por ciento de la recaudación.
- El diez, descontados los gastos.
- El quince.
- Y nos olvidamos de las tasas municipales.
- Hecho.
Aquel mismo día, se anunció la última oportunidad de asistir a una función del Gran Circo Giannelli.


A las seis en punto de la tarde, cuando el sol caía en el horizonte, se levantó el telón y el señor Giannelli, vestido con su mejor traje de gala, se plantó en el centro de la arena, con una fanfarria de fondo y los saltimbanquis dando volteretas a su alrededor. Con voz firme y segura, se dispuso, por última vez, a pronunciar su discurso de bienvenida:
- Señoras  y señores, bienvenidos al Gran Circo Gianelli…
La multitud que abarrotaba las gradas desmontables rugió entusiasmada.
Todos y cada uno de los números fue recibido con aplausos, aunque también se dejaron oír algunos silbidos de impaciencia, que se convertían rápidamente en vítores cuando se anunciaba que aquella noche podrían asistir a la última aparición del gran león devorador de hombres. “A fin de cuentas, es lo que han venido a ver”, pensó el señor Giannelli, con cierta tristeza.
Tras una función mágica, como hacía años que no vivía, que casi le hizo reconsiderar su decisión, finalmente, se anunció el número esperado: los leones. Eladio Martínez dejó de ser el señor Giannelli por unos minutos y, enfundado de nuevo en su viejo traje de domador, se metió en la jaula de las fieras.
Las bestias reconocieron de inmediato la destreza y la seguridad que desprendía su látigo y realizaron su número con una excitación que el domador hacía tiempo que no les notaba. Los guió con mano experta y cuajó una actuación soberbia que fue aplaudida con creciente nerviosismo por el público. Aún así, su mirada se tornaba una y otra vez hacia Muma que lo observaba expectante, casi con curiosidad.
Hasta que llegó el gran momento que todos esperaban.
Con un profundo suspiro y una pausa medida que sirvió para alimentar la expectación del público y calmar sus propios nervios, Eladio se acercó al gran león y, obligándole a abrir la boca, metió su cabeza dentro.
El silencio del público cayó bajo la carpa como un espeso manto, únicamente roto por un quedo redoble de tambor que marcaba el pulso de la tensión.
El domador sintió la zarpa de la fiera sobre su hombro. Notó su aliento fuerte y contuvo las náuseas que le provocaron. Parpadeó un segundo.
Entonces, todo se desvaneció y el público gritó con una sola voz mezcla de terror y entusiasmo.


Eladio Martínez se despertó en una cama de hospital.
El sol entraba por la ventana y le calentaba el cuerpo, tapado por las sábanas.
A sus pies, Recasens, un electricista que ya trabajaba en el circo cuando él llegó, hojeaba una revista.
- Te has despertado –dijo, sin levantar la vista.
- ¿Qué ha pasado?
Recasens pasó página.
- Llevas aquí tres días.
Martínez lo miró un rato.
- ¿Y Muma?
- Demasiadas emociones. Ya estaba muy viejo.
- Creí que…
- Todos lo creímos cuando cayó sobre ti.
- Entonces… ¿qué hago aquí?
- Casi te asfixias. Tardaron un buen rato en poder abrirle la boca y sacarte. Un xic així –añadió, juntando casi las yemas de pulgar e índice- y no lo explicas.
Eladio miró por la ventana. Fuera, el cielo era azul.
“Por lo menos, la recaudación debió ser buena” pensó. Sumó a ello, el dinero del seguro. Todas las fieras estaban aseguradas. Quizás alguna de las ofertas por el circo que le habían hecho los últimos días estuviese todavía en pie. Aún podría retirarse dignamente.
Sonrió pensando en Muma, él sí se había jubilado en lo más alto.
concursoderelatos
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  • 10 de Febrero de 2011 a las 11:01
OBSESIÓN


Se va a caer. La equilibrista se va a caer.

-Enrique, ¿sabes por qué los motoristas en la carretera se inclinan a la derecha si la curva es a la derecha.

-¿Pues hacia dónde se van a inclinar?

Porque Enrique no hacía tanto que había tenido su grupo de moteros y salían los domingos por ahí. No le insististe. Pero te lo sigues preguntando: ¿por qué se inclinan hacia ese lado y, sobre todo, por qué no se caen? Se inclinarán para compensar la fuerza centrípeta que los empuja hacia el otro lado, será por algo de la inercia, de los peraltes, vete a saber. Y no es pregunta para poner en un foro de Internet, que los habrá a miles dedicados a las motos. Se quedarían como preguntándose que de dónde te has escapado. Y si al inclinarse no se caen será por lo mismo que no se cae uno de la bicicleta mientras se mueva.

Desde niña -y ya sabes que te estás yendo de una cosa a otra- te gusta la pintura. Mirarla, no ponerte con los pinceles. Por eso, cuando puedes te escapas al Prado y lo vas recorriendo a un ritmo de diez minutos por cuadro. ¿Que llegas a una virgen de Murillo y se hace la hora de comer? Sacas la agenda, tomas nota de la Inmaculada o la que sea y por ahí seguirás el próximo día.

O compras libros de pintura, sobre todo los negros de la editorial Noguer, en las librerías de viejo. Un libro dedicado a cada pintor, su introducción, indicaciones sobre el tamaño del cuadro, su ubicación... No es lo mismo esa virgen de Murillo en el Prado que en la página de un libro que puedes mirar en el salón de tu casa aunque puedas acariciarla. Ya lo sabemos. Pero tiene sus ventajas: porque en casa puedes también sacar la regla, medir, calcular... ¿y qué pasaría en el Prado si clavaras la punta de un compás en un cuadro para comparar distancias?

¿Por qué cuentas eso? Pues por el último libro de pintura que compraste. Fue un viernes. Viste en aquella librería de viejo de la calle san Bernardo los libros negros de Noguer amontonados y fuiste mirando entre los que te faltaban. Hasta llegar a Seurat, un pintor francés que sólo te sonaba y que situabas hacia el impresionismo. Abriste el libro, pasaste páginas al azar y te detuviste ante un cuadro que te sorprendió a primera vista: un caballo con las cuatro patas en el aire corriendo por la pista de un circo con una equilibrista en pie sobre él. El circo se llamaba el cuadro. Cerraste el libro con un gesto de me lo quedo sin dudar, pagaste, te lo metieron en una bolsa y fuiste caminando hasta la estación de metro de Noviciado.

“Hombre y máquina forman un solo cuerpo”. Esas frases que gustan de decir los moteros. Te sientas en el metro, cierras los ojos y te reproduces el cuadro en la cabeza: la equilibrista está de pie, inclinada hacia el centro de la pista y se va a caer, estás segura. Hay otros personajes en el cuadro: el público, un saltimbanqui, el director de pista, la banda de música. Abres los ojos, abres la bolsa, abres el libro y buscas el cuadro para comprobar si coincide con el modo en que lo has recordado... No exactamente. No abres el libro para eso, lo abres porque tan convencida estabas de que la equilibrista se iba a caer, que te extrañó no verla ya por el suelo. Y sí, ya sabes que el cuadro es de 1890 y si la equilibrista lleva más de un siglo sobre el caballo no se iba a caer precisamente en ese momento.

Al llegar a casa, repasaste el resto de láminas del libro: puntillismo, técnicas impresionistas, paisajitos, ríos, desnudos, marinas, todo muy fin de siglo. Ni media hora estarías hasta llegar a tu cuadro. Miras y remiras: el público que asiste al espectáculo está separado por clases sociales: señoronas con sombreros floreados y caballeros con sombreros de copa tocando a la pista, burgueses en la zona central y obreros arriba del todo con gorras; cuentas y ves sólo tres niños entre el público; la equilibrista sigue con un solo pie en el lado del lomo del caballo que mira al centro de la pista y la otra pierna flexionada; el caballo es blanco, gira en sentido contrario a las agujas del reloj y tiene las cuatro patas en el aire; el director de pista hace restallar un látigo contra el suelo para estimularlo; un saltimbanqui está boca abajo detrás del caballo dando una voltereta en el aire en un espacio imposible porque, si no te engañas, tendría que haber empezado su voltereta en el lugar preciso que un momento antes ocupaba el caballo. Pero puede ser un efecto de distorsión espacial al estilo de Escher. O la magia del circo. O un error tuyo de apreciación. En lo que no te equivocabas, sin embargo, era en tu idea de que la equilibrista seguiría en pie sobre el caballo mientras tú la siguieras mirando.

Dejaste el libro abierto sobre la mesa del comedor y, a la mañana siguiente, antes de entrar al cuarto de baño, fuiste a comprobar si la equilibrista seguía sobre el caballo. No sabes cuántas vueltas habría dado a la pista del circo durante toda la noche pero sí, allí estaba ella, con los brazos abiertos y mirando al público. Ah, bueno, y que te es igual que alguien piense que lo tuyo era una obsesión. Porque sí, lo fue desde el momento en que viste el cuadro en la librería de la calle san Bernardo y lo sigue siendo ahora.

Hace tiempo Enrique decidió que el sábado toca; y el domingo al cine o, si hace buen tiempo, por ahí. Y es feliz porque cree que así manda algo; en cambio, eres tú quien decide la ropa que se compra. A lo que vas, a que llega Enrique el sábado y, al ver el libro abierto sobre la mesa con la regla y el compás encima, te pregunta si te gusta el cuadro. Le contestas que sí por contestar algo, que si le contestas que lo que te pasa con el cuadro es que te tiene preocupada... Y por eso le preguntaste luego, mientras descansabais, lo de los moteros cuando se inclinan en las curvas.

De todo eso hace ya un mes. Y tú ya habías dado la historia por acabada cuando, tras darle otro par de vistazos a la lámina para analizar colores, claroscuros, líneas paralelas y cosas así, acabaste por cerrar el libro y guardarlo ordenado con el resto de los de la misma colección. Además, te preocupaste de empujar la escuadra de mármol que sostiene vertical esa fila de libros para que quedara comprimido y, así, con la equilibrista y el caballo bien prietos en su página, no hubiera espacio para que ella se cayera y, en todo caso, si caía pudiera apoyar la mano en la página de enfrente.

Esta semana ha sido tu cumpleaños: el miércoles te cayeron veintinueve. Bueno, pues hoy sábado se presenta Enrique con el regalito:

-Seguro que te gusta.

Grande y plano. Primero quitas el papel de regalo y luego, otro de embalar. Olé, ahí tenías tu cuadro del circo bien enmarcadito:

-A mitad del tamaño real. La reproducción mide noventa y tres por setenta y seis.

Sí, mitad del tamaño real pero casi cuatro veces mayor que la reproducción del libro. Y como él es muy mañoso, traía una bolsa con todo preparado, su taladradora, el metro, tacos, alcayatas, cáncamos...

-Quedará perfecto en la habitación, en la pared frente a la cama.

Sin que hayas podido reaccionar ya había tomado medidas y estaba perforando la pared con ese ruidito irritante que parece exclusivo de los sábados. Te sientas en la cama y te quedas mirando. Un agujero, otro agujero, los tacos, las alcayatas, pone los cáncamos detrás del cuadro, te pide que le ayudes, lo colgáis, pone el nivel encima y te explica que hay una burbujita de aire dentro que demuestra que lo ha hecho todo perfecto.

-Voy a por la escoba para barrer.

Barres y ya tienes al señorito tumbado encima de la cama esperando. Os desnudáis, el tonteo previo y te subes. Si no os da por los experimentos es como lo hacéis, contigo encima. Ahí estabas, que te mueves, subes y bajas tres o cuatro veces y, aprovechando un momento en que él cierra los ojos, te giras a mirar el cuadro: la equilibrista sigue ahí. Vuelves a lo vuestro, más movimiento, Enrique que no vuelve a cerrar los ojos y tú nerviosa porque no te atreves a girar la cabeza para mirar a la equilibrista.

Se va a caer, seguro que se va a caer.

No te concentras y Enrique se va a dar cuenta. Sigues subiendo y bajando pero no sientes, sólo piensas en ella:

-¿Sabes qué? Me apetece ponerme debajo.

-¿Así a la mitad...?

Pero tú ya te habías desenganchado y te habías tumbado a un lado. Enrique vuelve, lo estrechas contra tu cuerpo y, por encima de su hombro, miras a la equilibrista. Entonces sí que sientes y, por más espasmos que os den al llegar, mantienes la mirada sobre el cuadro. Acabas satisfecha: porque con los ojos has conseguido sostener a la equilibrista sobre el caballo.

Hace ya rato que se ha ido Enrique. Son las tantas y aquí estás escribiendo en la cama frente a la equilibrista. Escribiendo y mirándola para que no se caiga.

No tienes escapatoria. Si se te cierran los ojos y te duermes sabes que te despertarás con un sobresalto al verla en el suelo manando sangre de la boca. Y no puedes solucionarlo descolgando el cuadro y poniéndolo de cara a la pared porque eso no impedirá que se caiga esta noche.

Sólo te queda abrir el marco por detrás, sacar la lámina, cortarla en mil pedazos y bajar a tirarla al contenedor de basura. De paso, también el libro. Cuando Enrique pregunte se lo explicas y, si no lo entiende, te cambias de novio.

concursoderelatos
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  • 10 de Febrero de 2011 a las 15:43
El abuelo y el circo

Este año no pienso ir al circo.
¿Por qué?
Ya soy mayor para esas cosas. El circo es para niños.
Si tu eres casi una niña todavía.
No. Soy una adolescente casi mujer.
Bueno, como prefieras. Pero tu hermana pequeña y tus primos seguro que se apuntan para la sesión del sábado por la tarde.
Lo dudo.
¿Por qué lo dudas?
Sonia tiene un noviete...
¿Sonia? ¿Con trece años?
Sí. Y me ha dicho que la va a llevar al cine de Montespino. El chaval es de allí.
Pues les diré que cambien de planes, que se traiga al noviete. También le invito.
Abuelo, tu eres tonto. En el circo hay mucha luz y todos les verían...
¿Y qué tiene que ver eso?
Caramba, abuelo. Que no es lo mismo. ¿Es que no fuiste joven tú?
Bueno, me quedan mis otros nietos. Raúl y Daniel. Estoy seguro que ellos no querrán perderse el circo. Iré con ellos y nos tocarán más churros y más refrescos a cada uno.
Perdona, abuelo, pero creo que mis primos tienen otros planes para esta sábado.
¡Coño, niña! ¿Quieres decir que tienen algo mejor que hacer que ir al circo? A Raúl le encantan los trapecistas y los payasos. Y aún recuerdo como disfrutó el año pasado Daniel haciéndose esa foto subido al elefante en el entreacto. Tus primos no me dejarán solo. Seguro que se apuntan.
A lo que se han apuntado Daniel y Raúl es a un club de ciberjuegos y piensan pasarse la tarde del sábado plantados delante de sus ordenadores. No se si lo sabes, pero Raúl es todo un crack en algunos juegos online y ha ganado más de una vez a internautas mucho mayores que él. Y su hermano lleva el mismo camino. ¡Pídeles que dejen las semifinales nacionales del torneo de Warcraft VIII y verás lo que te dicen!
¿O sea que tendré que ir solo al circo?
No tienes porque ir solo. Llévate a la abuela.
A la abuela no le gusta el circo.
Lógico. ¿No te has parado a pensar por qué de nuestra familia tú eres el único que aun piensa en el circo, abuelo? ¡Que eres del siglo pasado!
Oye niña, que tú también lo eres. Por poquito, es cierto. Pero lo eres.
Bueno, abuelo. Te dejo. He quedado con Pedro, el de casa Cominos, para salir a dar una vuelta con la pandilla antes de cenar. Hasta luego.
Hasta luego, Gloria.

El abuelo se quedó pensativo, sosteniendo el folleto de papel en el que se anunciaba la llegada de aquel circo que, como cada verano, acamparía unos días a las afueras del pueblo. Agitó la cabeza con un gesto de tozudez y se dijo que, aunque fuese solo, el no se iba a perder la función del sábado por la tarde. Comprendía que sus nietos y sus nietas, hijos de una nueva era, con nuevas diversiones y nuevas inquietudes, pasasen del circo. No se lo recriminaba. Aunque aquello del noviete a los trece años y lo que Gloria había insinuado sobre el cine le parecía un poco excesivo. ¡Caramba con Sonia! Y el chaval, si era el que pensaba, ese que venía a buscarla los domingos para ir a la piscina, no tendría muchos más años que ella. Catorce o quince como mucho.

Ahora que, bien pensado... él acababa de cumplir los dieciséis cuando ocurrió aquello. Y ella estaba a punto de cumplir los quince. Bueno, eso podía pasar. Pero con trece años... Claro que no tenían porque llegar hasta donde llegó él. Se harían carantoñas y todo eso pero no... no, seguro que eso no.


Llegó el sábado por la tarde y el abuelo fue de los primeros en situarse en la cola de la taquilla del circo. Compró su entrada, un asiento en una zona algo elevada, pues sabía, por una larga experiencia, que desde allí se veía mucho mejor el espectáculo. Y entró en la formidable carpa, dejándose guiar hasta su sitio por una joven vestida con un traje rojo lleno de botones y adornos.

Comenzó la sesión. Primero salieron los payasos. Luego el domador los tuvo a todos en vilo jugando con los leones y los tigres. Siguió una trouppe de gimnastas y saltarines que dejaron a todos asombrados con su gracia y su agilidad. De nuevo los payasos, pues todos sabían que los niños pequeños, tan numerosos ente el público, disfrutaban de manera especial con su actuación. Y seguramente también muchos mayores.

El abuelo seguía el espectáculo con una leve sonrisa, pero con un aire ausente en algunos momentos. Miraba a menudo el programa que llevaba en las manos, y parecía esperar una actuación en especial.

Y por fin llegó el momento en que, con esa celeridad y precisión que nunca deja de sorprendernos, se instaló la red protectora y se bajaron del techo de la carpa, al que habían estado fijados, los estilizados trapecios. Aquel en forma de sillín para el receptor, y el otro en forma de barra horizontal para los trapecistas voladores. Así mismo se situaron a derecha e izquierda, adosadas a los dos gruesos y altos mástiles que sostenían la carpa, dos plataformas planas forradas de tela aterciopelada de color malva oscuro. Desde ellas, dos finas escalas cayeron hasta tocar la arena del suelo.
 
Señoras y señores, niños y niñas.... ¡Con todos vosotros la mejor y más famosa familia de trapecistas del mundo! ¡¡¡Los... Sanguinetti!!!

Acompañados por una música muy marchosa, los componentes de aquella familia de trapecistas salieron a la pista. En primer lugar los más jóvenes, un niño y una niña y dos mocetones atléticos y sonrientes que hicieron varios saltos y cabriolas que arrancaron los aplausos de todos. Después el resto de la familia, tres fornidos trapecistas de mediana edad y una hermosa mujer, los cuatro hijos de aquel legendario matrimonio de artistas circenses, Darío y Silvia, que habían iniciado hacía más de cuarenta años la saga familiar. Y finalmente ellos dos, tomados de la mano. El con el cabello blanco y con cierto sobrepeso pero con ese aire de orgullo y cierta altivez que siempre le había caracterizado y ella, que aunque ya había llegado a los sesenta, lucía todavía aquella espléndida belleza que había enamorado a tantos hombres en el pasado.

Darío ayudó a Silvia a tomar la escala que llevaba a la plataforma situada en el mástil  derecho del circo. Con una agilidad sorprendente subieron los dos hasta ella y Silvia se colocó discretamente a un lado. En realidad ella no iba a participar en los arriesgados números que su familia iba a desarrollar en los minutos siguientes. Ella iba a estar allí, viéndolo todo y disfrutando de la función como todos aquellos niños y niñas. Sin dejar de sonreír pasó su mirada por las atiborradas gradas. Saludo al público al oír que el director la nombraba y guiñó un ojo y lanzó un beso hacia la grada situada delante.

A continuación, señoras y señores, niños y niñas... tres generaciones de Sanguinetti en acción, en un arriesgado número. Listo para dirigirlo desde allá arriba, para dar las indicaciones y señalar el momento del salto, tenemos.... ¡Al gran Darío Sanguinetti!  – aplausos al veterano trapecista, que saluda desde la plataforma, junto a la sonriente Silvia. – En el trapecio central, como portor, su hijo, el extraordinario.... ¡Víctor! – más aplausos –  Víctor, ¿Estás listo? – Víctor levanta el pulgar dejando libre una mano para hacerlo, mientras se columpia lentamente. – Y allá arriba, listo para intentar, con la ayuda de su padre y de su abuelo, el triple salto mortal con un tirabuzón, tenemos a nuestra gran promesa, ese muchacho increíble... ¡Maaaarcos Sanguinetti! – rabiosos aplausos, mientras Marcos, ayudado por sus tíos, sube a la barra algo elevada en su plataforma y toma el trapecio que le pasa uno de ellos.

Marcos sintió la adrenalina de sus impetuosos dieciocho años recorriendo todo su cuerpo. Tomó con fuerza el trapecio y se lanzó adelante, comenzando a oscilar, a balancearse, cada vez más fuerte, cada vez más rápido. Oyó el redoble de los tambores, vio la señal de su abuelo y se dispuso a saltar.

Por unos instantes Marcos subió hacia lo alto del circo, girando y girando, dando tres veces la vuelta sobre si mismo y girando al mismo tiempo una vez, para volver a estar correctamente situado en el momento en que sus manos alcanzasen a las de su padre.

¡Bravo! ¡Magnífico! ¡Lo logró! ¡Señoras y señores, un fuerte aplauso para este muchacho, para Marcos Sanguinetti!

Al abuelo se le iluminaron los ojos y se le amplió la sonrisa. Se inclinó un poco hacia adelante para ver mejor. Mantenía una mano en el bolsillo de su vasta chaqueta de hilo, oprimiendo su vieja cartera. Miró hacia la elevada plataforma donde, juntos, estaban Silvia, su hijo Víctor y su nieto Marcos, saludando al público que, entusiasmado, seguía aplaudiendo.

Y al abuelo Marcos se le saltaron las lágrimas. Se sintió inmensamente feliz y tremendamente orgulloso. No era sólo el hecho de haber podido ver, como cada año, a su hijo y su nieto secretos. Era también el detalle de Silvia de haberle puesto su nombre a su nieto, detalle que nunca le agradecería lo suficiente.

psicoactiva
psicoactiva
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Fecha de ingreso: 25 de Julio de 2010
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  • 10 de Febrero de 2011 a las 22:05
Ha  finalizado el plazo para la presentación de relatos.