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soloelsol
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LIV CERTAMEN DE RELATOS, TEMA: EL DINERO (Hilo para colgar los relatos)

28 de Febrero de 2011 a las 11:10
Desde hoy hasta el jueves 10 de marzo a las 22 h. queda abierto mediante este mensaje el plazo de recepción de relatos.

El tema es "EL DINERO".  

Recordad, un relato por persona, entre 400 y 1700 palabras, posteado en este hilo anonimamente. 

(A los que quieran participar por primera vez, por favor, léanse las bases antes.)

Suerte.

concursoderelatos
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  • 5 de Marzo de 2011 a las 21:12
Dinero y felicidad


Aún recuerdo los días cálidos, el aire cargado de aromas frescos y las noches estrelladas de brisa ligera. Sentados en el porche de la casa de mis abuelos maternos nos dejábamos ganar por la paz que reinaba en aquel lugar. Mi padre fumaba tranquilamente mirando a lo lejos y mi abuelo balanceaba su mecedora, aquel sonido aún viene a mi memoria ahora, cuando vuelvo a pensar  en ello.

Mi padre, era para mí un ídolo, un rey, el más maravilloso de los hombres y cualquier cosa que él hiciera o dijera sonaba en mis oídos como la música de un coro de ángeles. Alto y delgado, empezaba a encorvarse un poco, entonces yo creía que era por los años, ahora comprendo que las preocupaciones y la tristeza le abrumaban. Trabajaba en el almacén del señor Benítez, dueño de aquel negocio y de la mayor parte de los que había en la comarca,  no había día que llegara a casa a la hora, siempre había algo que hacer al final de la jornada y teníamos que esperarle para poder cenar.

Marcelo no se quejaba, al menos yo no recuerdo que lo hiciera, ni siquiera, decía mi abuelo, el día que mamá preparó la maleta y después de gritarle que era un fracasado y que nunca dejaría de serlo, se fue. Yo tenía 4 años y siempre he recordado sus ojos azules y el pelo rubio que se movía como las olas. También recuerdo sus manos peinando mi melena y aquellos versos del mar que recitaba con voz suave, cuando yo iba a dormirme:

Te estás durmiendo, Mar.
Tambien quisiera dormirme, al par que tú
Mar, para no mirarte
Ni hablar de ti un momento.
.
Su voz era como un milagro que atraía a mí el sueño. Viví durante años pensando que volvería, pero no fue así. Mi padre no cantaba canciones, tampoco sabía peinar mis trenzas pero me tomaba en brazos y nos sentábamos a mirar las estrellas las noches de verano. Y en invierno, cuando ya estaba tan cansado que las manos le temblaban, me preguntaba las lecciones con paciencia y sabía explicarme lo que no entendía claramente ordenando mis ideas.

Marcelo (solía llamarle por su nombre, como hacían los demás) vivía angustiado porque, estando mamá en casa llegaba el dinero a final de mes, pero sin ella las cosas empezaron a ponerse difíciles. Y se complicaron más cuando murió la abuela y el abuelo vino a vivir con nosotros. No gastaba mucho, pero había trabajado en el campo toda su vida y no tenía ni pensión, ni dinero, así que no podía ayudar a mi padre en los gastos de la casa. Pronto encontró la manera de ser útil cocinando y encargándose de las pequeñas compras diarias y sobre todo cuidándome mientras mi padre trabajaba. Con él empezó para mí una vida divertida y llena de sorpresas. Se llamaba Santos, sabía muchas cosas, no de las que venían en los libros, al menos en los que yo leía, sino otras de los misterios que encerraba el campo y de los animales y sus vidas. También me enseñó a plantar berzas y puerros, lechugas y calabacines y a cuidarlos para que fueran útiles en casa.

Nuestras hortalizas pronto llamaron la atención, sobre todo en verano; sin darnos cuenta los forasteros empezaron a acercarse a casa a comprar las que no necesitábamos, lo mismo que los huevos de nuestras gallinas. Aquello fue un pequeño respiro en casa, pero solo duraba unos meses. Aún así mi abuelo se sentía útil ayudando a mi padre con los gastos.

Yo fui una niña feliz, no tenía grandes necesidades porque nunca había tenido demasiadas cosas. Mi padre, de vez en cuando, me llevaba a las fiestas de los pueblos cercanos y me compraba una manzana de caramelo o un palito de algodón dulce, tirábamos un par de veces a las viejas latas y algunas conseguíamos el peluche. Pero para mí lo maravilloso era pasearme por aquellos lugares llenos de gente, todos distintos, algunos tan extraños, e inventarme historias sobre sus vidas. También es cierto que yo era diferente y a veces mis compañeros de la escuela se reían de mí. Mi padre y mi abuelo entendían poco de ropa femenina; como crecía mucho todo se me quedaba pequeño, entonces íbamos al almacén donde Leonor, que vendía de todo, desde azúcar, pasando por alpargatas o vestiditos para niños, a palas para retirar la nieve. Iba agarrada de la mano de mis dos hombres, me subían al banco de madera y me colocaban delante una blusa, una rebeca, unos zapatos fuertes, un pantalón, todo me sentaba bien según ellos, lo principal era que resultara práctico y duradero; a veces, con suerte, si las cosas iban bien en aquel momento en casa, me compraban un vestido que era para los domingos. Pero nunca se fijaban en que el color combinara con mi pelo o con mi única  rebeca o la largura fuera la adecuada y para que durara más tiempo, casi siempre me compraban dos tallas más grandes de lo que necesitaba.

Había olvidado, casi, a mi madre, pero llegó un momento en mi vida en que supe lo que era que no estuviera conmigo. Nadie me había explicado nada de toda la metamorfosis que se iba a operar en mi cuerpo, del significado de tantos cambios de humor, del paso de la alegría a la tristeza; en la escuela no se hablaba de esas cosas y mi padre no se daba cuenta de que me estaba haciendo mayor. Me sucedió trabajando en el huerto. Aún recuerdo el susto y el apuro de mi abuelo cuando se dio cuenta de lo que me estaba pasando. Como pudo me explicó lo que significaba aquello y que no debía preocuparme. Fue él el que con sus palabras delicadas y llenas de amor me abrió los ojos a los misterios de la vida.

Por aquel entonces corría el rumor de que se acercaba una gran crisis económica y debía ser verdad porque mi padre estaba cada vez más taciturno y preocupado, hablaba poco y cuando lo hacía parecía verlo todo negativamente.

Una de aquellas noches en que contemplábamos las estrellas apaciblemente y como le veía tan preocupado y triste, recordé una de las poesías que mamá me recitaba por las noches y se la conté a él (cuando pude estudiar más en serio me enteré de que aquellos versos los había escrito Rafael Alberti) era cortita y por eso la recordaba tan bien:

Cuando crezcas Aitana, le enseñarás al mar astronomía.

El mar era para mí otro misterio, jamás lo había visto y él me había prometido que algún día iríamos a la costa y nos bañaríamos en él. Pero eso sucedería cuando las cosas mejorasen un poco.

El recuerdo de mi madre se aposentó allí, entre los dos y entonces fue la primera vez que vi llorar a mi padre, lloraba lágrimas gruesas y pesadas que resbalaban por sus mejillas despacito y que silenciosamente caían sobre sus manos apoyadas en su regazo. Fue algo asombroso para mí, nunca había pensado que él también pudiera llorar, que sintiera esa pena que me asaltaba a mí de vez en cuando y que me parecía que no era propia de los hombres. Nunca pensé, por aquel entonces que él pudiera echar en falta a mi madre, creía que ni siquiera la recordaba. Y me di cuenta de que tal vez era eso lo que iba inclinando cada vez más su espalda hasta hacerle parecer un viejo.

Tendría yo unos trece o catorce años cuando cerraron el almacén en el que trabajaba. No fue repentino, intentaron resistir y finalmente el señor Benítez cerró las puertas, recogió todas sus cosas, que no eran pocas y se marchó a la capital. Mi padre se hundió en la desesperación porque nuestra vida dependía de su sueldo y teníamos que pagar el alquiler de la casa si no queríamos quedarnos en la calle.

Cuando vio que esta probabilidad se había convertido en certeza preparó una maleta pequeña con sus cosas, bajamos a la ciudad y le dijimos adiós desde la estación. Antes de irse dejó a mi abuelo organizado en el asilo municipal y a mí en un colegio de niñas internas en otro pueblo cercano, mayor que el nuestro. Nos abrazamos y lloramos, los tres nos dimos cuenta de que nuestras vidas cambiarían para siempre. De lo que fue la mía a partir de entonces no toca hablar ahora, solo quiero contar que no volví a ver a mi padre; escribía de vez en cuando unas cartas llenas de borrones en las que me contaba que las cosas tampoco iban mejor en Alemania, que se le hacía muy difícil salir adelante, que luchaba para aprender aquel idioma tan diferente y que tardaría en regresar más de lo previsto. Mi abuelo murió no demasiado tiempo después de entrar al asilo, no sé si porque era ya muy mayor o porque se volvió triste. Yo conseguí salir adelante, mi vida no fue fácil. Ahora soy periodista, escribo en la prensa y trabajo en la televisión, me pagan bien y además he publicado un par de libros. Ahora tengo suficiente dinero, a veces pienso si hubiera sido mejor tenerlo entonces. Otras creo que no.

Mi padre había dejado de escribir hacía un tiempo y devolvían todas mis cartas. Jamás me había hablado de amigos o de alguien a quien dirigirme para preguntar por él así que, en cuanto pude sacar un pasaje me fui a Colonia a buscarle. Fue mi primera investigación periodística, diríamos. Descubrí que había muerto de una neumonía en un hospital de la ciudad. Me dijeron allí que trataron de localizarme y no me encontraron. Yo vivía en Barcelona, recién había acabado mi carrera y tenía mi primer trabajo en un periódico local, al tener más dinero me había cambiado a un piso un poco más céntrico. Se lo había contado a mi padre, pero él ya no pudo enterarse.

concursoderelatos
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  • 6 de Marzo de 2011 a las 2:01
Sábado de Carnaval: Present time, present day & Memories

Present time, present day (Suena el eco de una risa histérica, en inglés: Ha, ha, ha!)

Tiro del percutor con el pulgar hasta que suena un ¡clic! y queda trabado en posición de acción simple, tensado y a punto de morder la bala que espera alojada en la recámara. Ésta se alinea con el cañón, que parece extenderse (con un plano cenital puro podemos entenderlo) desde las miras en paralelo del puente a la mira única sobre el orificio de expulsión del proyectil. Entre las miras paralelas del puente y la única del final del cañón, veo la cabeza del Sargento Flores algo borrosa, desenfocada. Sus párpados se sacuden levemente y lo hacen una única vez; esto lo sé, no tengo por qué verlo. Distancia estimada al blanco: 1 metro y 49 centímetros.

Memories (En inglés, recuerdo. Para que podáis entenderlo, reminiscencia en todas sus acepciones)

De nueve a diez de la mañana y mientras tomaba un termo de café que lo llenaba de una enorme cantidad de energía (escribe el narrador en tercera omnisciente), solía pensar en María José y en cómo lo hizo:

Tal vez se golpeó contra el marco de una puerta... Menuda puta. "Parece que te diste con el marco de una puerta...". Se lo dijeron, seguro. Puta ella y putas mis vecinas; seguro que se lo dijeron con desdén... O puede que saltara contra el suelo y sacrificara el brazo derecho en la caída sacándose el hombro del sitio. 

Hay ocasiones en las que falla. La vida, me refiero.

Así fue y no de otro modo.

Cuando abro la puerta y veo a dos patrulleros, me siento insultado. Aún tengo los ojos rojos por el llanto de la primera hora y la marihuana que fumé en las cuatro siguientes. Se llevó casi todo; casi todo lo valioso para ella, como un robot de cocina que nos costó un puto dineral. Incluso la última caja de condones, que por supuesto pagué de mi sueldo, y que ella ahora estará usando con algún gilipollas... Me da igual el gilipollas, está muerto y ni siquiera lo sabe. Ya me lo cruzaré algún día con un poquito de suerte. Pero lo que me cabreó de verdad fue que asesinara mis libros, que los destrozara uno a uno, en pedazos cada vez más pequeños y arrugados con cada puto golpe de histeria pre-menstrual, y que después les vertiera por encima aguarrás para acabar de joderlos. Todos mis ejemplares de literatura con cojones, mis cuentos de Bukowski, mis novelas de Burroughs y mis escritores rusos: Turgueniev y Sholojov y Gorki y Nabokov... ¡Hija de puta! Todos mis putos libros. Todas mis primeras ediciones en español, ramera. Todos mis libros de autoayuda: El Anticristo (con mis anotaciones en los márgenes) y Así habló Zaratustra (con mis anotaciones en los márgenes que siempre hacía con boli o lápiz; que tú sabías, pedazo de puta, que se iban a borrar con el aguarrás que les echaste). Como las hechas en las obras completas de Khalil Gibrán o en aquellos poemas de Santa Teresa de Jesús que me recitabas cuando te comía el coño. Puta. Y vas y los extingues, y me dejas en su lugar libros sobre los indios nativos norteamericanos y noveluchas históricas que no me interesan una mierda. ¡Qué catedrales ni qué mierdas en vinagre! ¡Qué hago ahora yo con mi alma! ¡Puta! (...) Joder, me doy cuenta de que con esta marihuana el tiempo se dilata de la hostia. Me río. Me río porque pillé las semillas por correo. Me carcajeo esta vez. Completamente legal, hay que joderse. Pero sigo muy ofendido con los pringados que tengo enfrente, así que vuelvo a prestarles atención a los patrulleros. Y como me siento insultado porque sólo han enviado a dos novatos, tardo en verlo claro. Una denuncia por malos tratos. Una paliza fresca, ¿pero cómo? Tendría tiempo para pensar en ello, seguro... Los patrulleros siguen ahí pero no tengo muy claro lo que dicen: "Bla, bla, bla, bla, bla..." Bah. ¿Cómo cojones lo hizo? ¿Se autolesionó? ¿Contrató a alguien? Zorra hija de puta.

—¿Sólo os envían a vosotros? —les espeto en la cara.

—¿Eh? —dice el más pimpollo. 

—¡¿Eh?! —casi le grito a todo volumen. 

E inmediatamente después les ofrezco las muñecas para que me pongan las esposas. Los cabrones aún sudan; pues van a estar sudando hasta que la diñen, por imbéciles. Éstos sólo valen para menciones y medallitas póstumas. Deberían haberse metido a locales, las astillas de los maderos, en lugar de jugar a policías de verdad, porque atufan a novato a tres manzanas.

—Venga —me dice el de bigote, que de pronto me parece mucho más viejo—, no nos haga esto más difícil... Sargento, por favor.

Ni siquiera me suenan sus caras; me siento derrotado, sin armas. Les acompaño a comisaria en el coche patrulla; sin esposar pero en la parte de atrás, claro. El asiento es de plástico duro, incómodo, y sólo se pueden extender los pies en unos huecos que hay bajo el asiento del acompañante o bajo el asiento del piloto. Es bastante incómodo, humillante. Una burbuja de cristal blindado donde apenas llega ruido de fuera; una muestra gratuita de una estancia en prisión. Así es cómo decimos en el sistema: "Se te  acabaron las comodidades, capullo"; con los asientos traseros de los coches patrullas, así lo decimos. Y la hierba sigue azotándome el lóbulo  frontal. De camino a la comisaria, me descojono. 

Present time, present day (Suena el eco de una risa histérica, en inglés: Ha, ha, ha!)

Acción simple significa que la aguja percutora sólo tendrá que hacer el camino de ida hasta la bala, por lo que la fuerza que tengo que aplicar para apretar el gatillo es mínima.

(Los revólveres tienen ese tipo de desventaja: si disparas en acción doble, se te puede desviar el tiro de cojones)

Y a tan poca distancia, el calibre 44 de Cristos (fue legionario y cada vez que se emborrachaba de más, se tatuaba uno; tenía como veinte cristos tatuados por todo el cuerpo el cabrón de Cristos... buen camello) resultará fatal. Cuando la bala entre, los gases que la propulsan irán detrás de ella. No sólo la bala matará a Flores; los gases freirán su cerebro desde dentro, extinguiendo todo lo  latente y que ya nunca podrá ser. La forma en la que se comunicaban sus neuronas y que... En serio, tengo que dejar de fumar esta maldita White Widow. Me provoca introspecciones dionisíacas que no vienen al caso, aunque estemos en Cádiz, Cádiz en sábado de Carnaval.

Cuando Flores me mira, aprieto el gatillo sin tener en cuenta nada de esto. Mi instinto de conservación se encarga del trabajo sucio y sabe que es mejor dejarlo sin opciones.   


Aún me pitan los oídos por disparar un cañonazo en esta mierda de sótano...

El cuerpo del Sargento Flores cae sin gracia. Son ochenta kilogramos de carne que la gravedad sacude a su antojo. Ochenta kilogramos de carne con un mamarrachesco disfraz de Indio. Creo que de Sioux, por el penacho de plumas... Ahora es lo único que tengo para leer: los putos nativos norteamericanos. 

Puta.

Y la lectura es muy importante, joder... Hostia puta y la puta de la virgen... Maldigo, blasfemo, mientras recojo el kilo de MDMA y los montones de dinero. Aparto los cuerpos de los traficantes y les revuelvo un poco la escena del crimen. Meto todo lo que me interesa en una bolsa de mochilero. Me la cargo a la espalda y me deforma el sombrero de mariachi azul eléctrico que tiene mi disfraz mamarrachesco de mexicano. 

Toda determinación debe acompañarse del pulso suficiente para que se materialice; eso lo aprendí de Nietzsche. Es lo que llama voluntad de poder. 

Y un conflicto, el choque de dos voluntades o más. 

La fuerza de voluntad que Flores necesitó para ordenar sus ideas e intentar comprender lo siguiente: por qué su mejor amigo lo estaba encañonando después de haber robado juntos a unos traficantes, fue arrollada por la mínima que tuve que aplicar para presionar el gatillo del 44 de Cristos en acción simple. ¿Pilláis ahora la necesidad de que os lo explicara antes con tanto detalle? ¿Pilláis la importancia de la acción simple?

Gané porque esperé al momento adecuado. Eso lo aprendí en El arte de la Guerra, de Sun Tzu. 

Yo, por mi parte, me pertrecho con todas las armas, toda la droga y todo el dinero. Subo las escaleras y salgo al centro de Cádiz. Es la noche del sábado de Carnaval y en el macrobotellón multitudinario, todos los años se disfrazan de lo mismo: de indio como el Sargento Flores (fallecido), de Cuervo, de La naranja mecánica o de mexicano como yo. ¿Quién coño va a reparar en mí? Además, el poncho oculta el 44 de Cristos. ¿Quién coño iba a reparar en ninguno de los dos? El plan era perfecto y Flores estuvo brillante al diseñarlo, sí señor.

Me pierdo entre la peña. Le echo el ojo a unas Erasmus rubias, borrachas, con ganas de éxtasis y de polla. Todas las Erasmus son unas comebolsas, hacedme caso. Durante la noche del sábado de Carnaval, en Cádiz, puede pasar cualquier cosa.

Hago contacto visual con una de las rubias; y ya he ganado.


Memories (En inglés, recuerdo. Para que podáis entenderlo, reminiscencia en todas sus acepciones)

Maria José se dio primero con el marco de la puerta. Ese cabrón le iba a estar pagando una pensión vitalicia. La voluntad  de que no sé qué, bla, bla, blaes. Siempre estaba igual. La casa ya estaba vacía y se había cargado todos sus libros, así que esperaba que la dichosa voluntad de su marido le hiciera pudrirse de rencor por ir metiéndosela a las vecinas. Saltó en medio del salón y sacrificó su brazo derecho en la caída. Calculó mal y se sacó el hombro de sitio. Cuando asimiló el dolor, salió a interponer una denuncia.
concursoderelatos
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  • 7 de Marzo de 2011 a las 13:44
El empeño del abuelo 


Acababa de cerrar la puerta del armario de palo de santo con una de las llaves del llavero que siempre escudaba dentro del bolsillo del chaleco. Tenía el ceño fruncido, y el pensamiento enrolado en sus manías, como de costumbre. Salió al pasillo arrastrando los pies con las zapatillas algo raídas (las más cómodas, argumentaba), metiéndose la mano en uno de los bolsillos del pantalón, que mostraba un brillo producido por el uso. Sacó una bolsa negra, también desgastada. Hizo sonar las monedas que siempre llevaba consigo, atendiendo el sonido para confirmar su peso y número. Con esa voz que atronaba la casa, empezó a repetir, con diferentes intensidades:

—¿Quién me ha cogido un euro de la caja del armario? ¿Quién de vosotros ha sido? No os escondáis, sé que estáis por ahí, ¡vamos, salid! Cuando os pille veréis lo que es bueno. Estoy harto de vuestros robos y de que vuestros padres no hagan nada para remediarlo. Unos buenos azotes es lo que os merecéis, y muchos castigos sin salir y sin paga. Ay, si yo tuviera más fuerzas veríais lo que soy capaz de dar de sí, de poner de nuevo en orden esta casa y vuestros comportamientos y fechorías.

Mientras recorría la casa mascullando que no era de recibo que le faltase un euro, no advertía las burlas que sus cuatro nietos pequeños le iban haciendo por detrás, conteniendo las risas. Tampoco reparaba en todas las luces que había encendidas; aseguraba que iluminaban sus ideas, dejando bien visible los grandes espacios, de escasos muebles y adornos, que el abuelo había decidido habitar para sentirse más cómodo paseando por ellos mientras maquinaba estrategias comerciales a base de ingenio y ahorro, partiendo de la tienda de ultramarinos propiedad de sus padres, prematuramente fallecidos en un accidente de tráfico junto a su propia esposa, a los pocos años de que ésta diera a luz a su segundo hijo. 

En ese particular ambiente se habían criado los dos hijos del abuelo Tomás y lo disfrutaban sus seis nietos en ocasiones particulares. En realidad, todos vivían en la misma zona del centro de la capital, casi casa por casa, manteniendo una independencia necesaria y cómoda. Cuando el abuelo Tomás heredó la tienda se acostumbró a mandar, a controlarlo todo, a llevar su peculiar economía, a despreocuparse de las opiniones de los demás y a hacer lo que le venía en gana. Con la entrada en la vejez, había dejado en manos del administrador y de uno de sus hijos el pago de las diversas facturas mensuales a proveedores, empleados de las tiendas y empleadas de las casas, el sueldo a uno de sus hijos e imprevistos varios. Lo hacía sin rechistar, como lo más normal de sus negocios, de sus ventajas y lógica de ser el cabeza de familia con posibles. Por el contrario, no podía soportar que nadie tocase la caja que guardaba en el armario, o la bolsa que llevaba en el bolsillo, repletas ambas de monedas brillantes, a las que consideraba el objetivo de su vida. Contaba las monedas a diario y las apilaba, ordenadas por fechas, dentro de aquella caja grande de latón abollada, decorada con paisaje campestre; o las mantenía en desorden, como es lógico, dentro de la desgastada bolsa negra que llevaba encima como un talismán. Cuando debía deshacerse de alguna moneda lo hacía con más dolor que cuando debía pagar cualquier gasto de la casa y de las tiendas, y la reponía con otra recién salida de la Casa de la Moneda, donde trabajaba uno de sus hijos, quien se la entregaba con una sonrisita de resignación. Cada vez que esto sucedía, el abuelo Tomás se sentaba sobre su sillón junto a la mesa de su despacho, tras haber sacado la caja de latón del armario, puesto sobre el tablero la bolsa negra y los utensilios necesarios para su tarea. Con la destreza de un coleccionista, vertía con cuidado las monedas sobre la mesa, haciendo dos montones. Cogía una lupa y la nueva moneda, luego iba comparando ésta con las otras, advirtiendo con pesar la diferencia de brillo entre ellas. Entonces tomaba una gamuza, le espolvoreaba bicarbonato u otros potingues, e iba frotando moneda a moneda hasta conseguir el resplandor deseado. Terminada la tarea, sonreía con la misma satisfacción que sus nietos lo hacían al ingerir toda la comida, tras una regañina de las tatas o las madres, y saber que recibirían un premio por ello. 

De esa simple manera pasaba el abuelo Tomás sus últimos días de vida, pendiente a cada instante de su caja y su bolsa, de los euros que le obligaron a aceptar después de despedirse de las pesetas entre sollozos ocultos (aunque había podido guardar algunas en otra caja de cristal con llave, que mantenía colocada en un estante de su despacho a ras de sus ojos, confiado en que esas monedas nadie las tocaría, al menos mientras él viviese, teniendo en cuenta que, desde que estaban fuera de circulación, no tenían valor, aunque sí continuaran teniéndolo, y mucho, para él: fueron las primeras pesetas que ahorró de niño).

—Quién me habrá cogido el dichoso euro —voceaba—. Cuando lo pille se va a enterar.

De súbito, el nieto más pequeño le dio un ligero empujón, animado por sus hermanos y primo, que le azuzaban en silencio, controlando el nerviosismo.

—Abuelo, que no te hemos quitado nada, no te quejes, de verdad, si no podemos porque llevas siempre las llaves colgadas encima —el resto corría a cobijarse detrás de los asientos, ahogando risotadas. 
—Pero me las quitáis cuando duermo, que os veo.
—Estás lelo, porque el que duerme no ve. Jo, abuelo, que no, y además con un euro se compra poco, y con las pesetas nada, además que con todo el dinero que tienes en los bancos y en otros sitios, pues... aunque te quitemos algunos euros no…
—¿Ves?, sinvergüenza, como tengo razón. ¡Me vais a buscar la ruina!

El abuelo mantenía prieto al nieto por un brazo, mientras con la otra mano mostraba la bolsa, haciéndola sonar. Empezó a decir que las monedas eran muy importantes para saber el valor y el peso del dinero y hacerse respetar, y que desde que no llevaba los negocios nadie le respetaba. Cuando soltó al nieto con un zarandeo, se alejó repitiendo, mientras los nietos desparramaban sus carcajadas y mofas dando saltos tras él:

—¡Qué se habrán creído estos enanos mal educados y rastreros! Es el único dinero que puedo tocar ya de verdad, el único dinero que puedo controlar a mi antojo, pues el de los bancos y las tiendas son más números intangibles que otra cosa, y encima, a estas alturas de mi vida, controlado por muchos listillos ambiciosos que me lo están robando también. Estoy seguro que todos estos derrochones se van a arruinar y me van a dejar en la calle. Quiero tener las cajas y la bolsa con las mismas monedas brillantes que tienen ahora. ¡Es mi último deseo y exijo que se cumpla! 
—¡Qué sí, abuelo, que sí, qué plasta! —gritaron los críos.

El abuelo se perdió por el pasillo, sobeteando la bolsa.

—Llevarme a la tumba las primeras pesetas y los primeros euros que ahorré me da seguridad, pues quién sabe lo que habrá en el cielo… 

concursoderelatos
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  • 7 de Marzo de 2011 a las 14:36

CHATARRA


 Había vuelto al principio, pero con un tiro en las tripas. Ni siquiera le quedaba resuello para lamentarse. El culo un poco levantado para poder meter las manos bajo el cuerpo, la cara pegada al albero aplanado de la calle y las cajas vacías de fruta y patatas tapándole un poco la visión de aquel carro antiguo y destartalado.
 El carro estaba a menos de cincuenta metros, caído sobre su parte delantera y lleno de óxido y de hierros retorcidos en su jaula. No desentonaba en absoluto con el resto de la favela.
Si no sucedía un milagro, iba a morir allí. En cualquier caso, los hombres de Joaquim lo estaban persiguiendo, los que quedaban enteros. Si sucedía un milagro y sobrevivía, no sería por mucho tiempo, aunque aún albergaba la esperanza de seguir arrastrándose un poco más.
Seguía sintiendo cosquillas.
 Centró los ojos llorosos en el carro. Estaba a punto de amanecer. Una casa apareció de las sombras cuando se abrió su puerta de chapa. Salió un hombre delgado con un mono de trabajo, el pelo revuelto. Se dirigió a la parte de atrás de la casa. Leandro intentó llamarlo para hacerle una oferta pero no encontraba su propia voz. El hombre volvió con un caballo igualmente famélico y lo ató con esfuerzo al carro. Se subió en él y arreó al espantajo de caballo para que comenzase a moverse.
 Así que el carro no era una chatarra, sino que seguía sirviendo para transportar chatarra. Uno no podía imaginarse cómo era la vida en una favela hasta que estaba dentro. Leandro sufrió un acceso de risa demente que acabó en una tos sangrienta mientras el carro se iba alejando. La tos le hizo caer sobre un costado y luego quedarse panza arriba, agarrado a la herida. Aquello que salía de su boca era rojo, agudo y casi insonoro pero, acercando mucho el oído, podía entenderse que Leandro se seguía riendo mientras moría.
 Así que el carro no era una chatarra, al fin y al cabo.

Una hora antes.
 El campo de fútbol tenía el mismo tamaño de uno profesional aunque en él se jugase con pelotas gastadas, ahuevadas o, directamente, hechas de trapo. La luz de la luna caía pesadamente sobre el descampado. Incluso los arbustos que rodeaban el lugar proyectaban sombra. Las luces de Río quedaban tan lejanas que parecían formar parte del lomo de una criatura abisal dormida.
 La favela estaba entre ellos y la ciudad, apagada y acechante. Los hombres de Joaquim se mostraban confiados y resguardados por sus armas automáticas.
 Joaquim estaba dentro de uno de los enormes coches, con el codo por fuera, mostrando los gemelos dorados de su camisa de rayas y el pendiente de su escorzo. Leandro odiaba a ese hombre pero le rendía pleitesía, como todos los delincuentes de la ciudad. De cualquier golpe había que entregarle un veinticinco. Dirigía su negocio de extorsión y porcentajes desde la favela, aunque muchas veces lo hacía a través de lugartenientes, porque él mismo residía una gran parte del año en la selva.
 Leandro había intentado escamotearle el veinticinco y eso había costado la vida de Rubio, el de los diamantes, y de Lorena, la virtuosa. A Lorena la habían encontrado metida en un cubo de basura, con los tobillos a los lados de la cara y todos los dedos arrancados. Marquitos, un lugarteniente de Joaquim, había encontrado a Leandro y le había propuesto la reunión, advirtiéndole que el porcentaje había subido a un setenta y cinco. El resto del dinero Leandro debía usarlo para no volver nunca a Brasil.
 Leandro, borracho como una cuba y peligroso como el fuego, preguntó en ese momento a Marquitos si había estado cuando lo de Lorena. Marquitos, algo avergonzado, dijo que sí. Se trataba de una dama, al fin y al cabo. Leandro le preguntó a Marquitos si Lorena había tardado mucho en delatarle y Marquitos negó con la cabeza. Entonces, ¿por qué tanta saña? Marquitos dijo que Lucio se había puesto de coca antes de comenzar el interrogatorio y que le sentaba muy mal la coca.
 Leandro aceptó el encuentro.
 Estaba solo allí, como el último filete de una charcutería, con su automática prendida a los pantalones y el segundo maletín en la mano. Marquitos debió ver algo raro en su cara, porque le siguió la vista hasta Lucio, que estaba apoyado de modo indolente en uno de los coches, con el arma colgada de los dedos como si fuese un cigarrillo, sonriendo a alguna bobada que había visto en sus uñas. Esa sonrisa era lo último que Lorena la virtuosa había visto en vida. Marquitos se sintió preocupado por la mirada que Leandro le dirigió a Lucio, pero nadie más pareció darse cuenta, en aquel lugar cuya luz extraterrestre escondía las miradas y aplanaba las intenciones.
 Leandro se arrimó unos pasos y Marquitos se acercó escoltado por dos de los matones. Cogió el maletín y se lo entregó a uno de ellos. Le sorprendió el buen aspecto que mostraba Leandro, en comparación con el lamentable estado en que lo había encontrado después de la muerte de Lorena. Recién afeitado, a pesar de que eran las cuatro de la madrugada, olía bien y su ropa estaba limpia y planchada. Parecía incluso relajado.
 El matón se metió con el maletín en el coche del jefe. Pasaron un par de minutos en que la mirada de Leandro se iba haciendo más y más opaca. Luego el matón volvió a salir y le dijo algo a Marquitos. Este suspiró con pesar y cogió a Leandro de un brazo mientras otro hombre lo registraba. Le quitaron el arma de los pantalones y lo llevaron casi a rastras al coche del jefe. Joaquim sacó un poco más la cabeza. Parecía preocupado como un padre.
- Dicen que fue mucho más.
- Es el veinticinco.
La voz de ambos era grave, serena.
- ¿Marquitos, le dijiste que era un setenta y cinco?
- Sí, Joaquim.
- ¿Entonces, Leandro?
Leandro se demoró un segundo en ponerse bien la chaqueta que le habían descolocado los matones.
- Yo me quedo un veinticinco para largarme. Otro para ti, como es justo. Otro veinticinco a repartir para la familia de Lorena y de Rubio.
Joaquim se rio, lo que provocó que los hombres, que estaban alertas y tensos como mecanismos a punto de fallar, también se riesen. El jefe hizo un gesto de condescendencia, como para seguir con la broma.
- Falta un veinticinco aún – dijo.
- Oh, sí. Prefiero entregarlo yo. Sé que la mujer de Lucio pare como una rata de alcantarilla. Es para sus hijos, que no tiene culpa de nada.
Lo hizo sin prisa, como si fuese a atarse unos cordones. Antes de que nadie pudiese decidir entre reírse u ofenderse, Leandro se subió la pernera del pantalón. Sacó un machete de su funda tobillera y se fue a por Lucio, llevando un cadáver en cada ojo.
Lucio sí reaccionó, levantó la pistola y disparó con más sorpresa que saña, pero el tiro no le reventó la cabeza a Leandro, sino que se le llevó media oreja por delante y siguió volando e impactó en la cara de Marquitos. Leandro se agachó para clavar el machete en su barriga y se movió hacia su espalda desgarrando lo que podía. Lucio gritó transformado en algo distinto a un ser humano. Entonces los disparos dieron casi todos en el coche y en Lucio, y Leandro le robó la pistola antes que cayera al suelo e intentó cubrirse tras el vehículo, pero un disparo en plena barriga lo arrojó con potencia por encima del capó, provocando el mismo resultado: que cayó fuera del alcance de las balas.
 Aún no podía sentir dolor, y extrañamente no sentía miedo, tan sólo cosquillas. Olía a pólvora y también olía a gasolina, eso era algo para lo que no hacía falta pararse a pensar, así que probó suerte, encendió su zippo y lo lanzó al primer charco que vio cerca de su culo. Luego se levantó sólo para ver cómo uno de los matones lo buscaba con el cañón del arma. Se dispararon mutuamente pero ninguno acertó. El charco de gasolina prendió y Leandro siguió disparando y corriendo con una mano en la herida mientras los hombres gritaban y le disparaban y el fuego corría con parsimonia hacia el depósito del todoterreno, como una terrible profecía.

Cinco horas antes.
 Leandro estaba de pie justo antes del ocaso en una callejuela torcida de la favela. Hasta ahora no había encontrado otro lugar que estuviese completamente desierto. Huía de la mirada de los niños y de los pandilleros. Tuvo que enseñar un par de veces la pistola para que no se sintieran tentados, ni unos ni otros, de intentar robarle los maletines o los zapatos. Seguramente lo tomaron por un hombre de Joaquim.
 Buscó un buen lugar para esconder el maletín que había marcado con una pegatina de las que se encuentran en las naranjas. Había muchos techos de chapa que parecían poder hundirse si se lo arrojaba. Vio cajas vacías de fruta y de patatas, pero seguramente la gente que vivía allí las había amontonado con cuidado porque las usaban a diario.
 Vio un carro que sólo tenía dos ruedas y que estaba apoyado en la parte delantera. Las ruedas estaban medio desechas, las barandillas oxidadas y estaba todo relleno de hierros retorcidos. Casi no podía verse el pescante. Esa cosa, concretamente, era imposible que pudiera ser usada por ningún ser humano. Leandro miró a todas partes. Nadie lo miraba a él. Tiró el maletín marcado dentro del carro, entre los hierros.
 Pensó en Lorena. Se llevó la mano al bolsillo, donde estaba el frasco con ansiolíticos que le asegurarían que no iba a echarse atrás en el último momento, que no iba a sentir miedo, que no iba a temblar, que lo vería todo incluso con cierto optimismo cuando le rajase las tripas al psicópata de Lucio delante de Joaquim y de sus hombres.
 Lorena la virtuosa los había usado antes del atraco. Le había dicho: “Todos no podemos ser tan valientes como tú, mi amor”. “No soy valiente”, había respondido Leandro, “es que te quiero sólo para mí”.

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  • 7 de Marzo de 2011 a las 14:58
                                                                                        POR UN PUÑADO DE EUROS


     A lo largo de mi vida he conocido a mucha gente como yo. Un puñado de euros en juego y son capaces de cualquier cosa. No es que me sienta especialmente orgulloso de mi vida, de hecho hay episodios en ella que borraría de un plumazo, si fuera posible. Pero no lo es…el día a día de un policía es como la tinta china: indeleble. Perdura del modo más doloroso que puedas imaginar. 
     A pesar de lo que la mayoría de la gente pueda pensar, los polis somos como la gente normal. Lo único que queremos es pillar al malo, marcharnos a casa y meter la cena en el micro. 
     Cuando conocí a Eva Manises yo era un tipo bien intencionado. Uno de esos polis recién salido de la academia, con mucha buena voluntad y más nuevo que la orden del día de mañana. Aquello sin duda jugó en mi contra, pero claro, yo todavía no lo sabía. 
     No estoy contento conmigo mismo; podría haber elegido cualquier otra profesión, en particular una que me hubiera llenado los bolsillos de dinero, en lugar de castigarla con una enorme cantidad pecados capitales, de esos que, en el balance final, no se compensan con una leve penitencia. Eva es uno de esos pecados. 


     Eva era una chica especial, de esas con las que contraes matrimonio y con las que formas un hogar. Con niños, perro y tele de plasma. Una vida común, en un barrio común. Sin embargo había algo en ella, algo que yo desconocía y que al final acabó por pudrirnos, como si de un puto cáncer se tratara. La ambición. 
     La ambición es como la sopa instantánea. Dirás que eso es una chorrada, pero tiene sentido. Calientas un poco de agua, hasta que hierva, echas unos polvos mágicos y a los cinco minutos tienes algo que se aproxima a lo comestible, que te permite los nutrientes necesarios para ir tirando.
     La ambición es así; crees que tienes una vida acomodada, hasta que echas un vistazo a tu alrededor. Contemplas como el vecino de arriba, un veinteañero, todo lo más treintañero, con la cara llena de pecas y aire de estar siempre en babia, gana el doble que tú, se folla a una tía mucha más buena que tu mujer y tiene un todo terreno de los que no puedes evitar mirar cuando se para junto a ti en un semáforo. Ya está el agua hirviendo. Después te das cuenta de que todo lo que haces por la puta sociedad no vale una mierda, que cobras un sueldo de mierda por jugarte la vida y que encima tu mujer te mira por encima del hombro, porque en realidad te culpa a ti por la mierda de vida que lleva. Los malditos polvos mágicos. Ya tienes el caldo de cultivo idóneo para que eche raíces la semilla de tu propia perdición. Y estás perdido, no lo sabes todavía, pero estas perdido. Ya tienes la sopa instantánea. 

     En el reino de los ciegos, el tuerto es el rey. Eso solía decir un viejo camarada, cuando hacía la vista gorda y le cobraba a los tipos que se dedicaban a pasar atunes*, por la lonja del muelle pesquero de Melilla. Hacerlo por la frontera de Beni-Enzar era mucho más complicado. El muelle pesquero era mucho más discreto; nadie se asustaba de ver a un morito deambulando por los alrededores, en busca de algo de faena o de algún incauto a quien afanarle unos euros.
     Diez talegos de los de antes y no hay más que hablar. 
     La primera prueba fue ver, sobre la mesa de nuestro salón, unas bragas tiradas y con el elástico dado de si. Eva era una mujer de armas tomar. Sólo necesité unos meses conviviendo con ella para darme cuenta. Pero además era una mujer que sabía sacar partido de las situaciones comprometidas.
     La lencería fina es cara. Doy fe. Muy cara. Lo suficientemente cara como para que un triste policía de base no se la pueda permitir. Las bragas de Eva debían ser lo bastante caras como para no indignarla y lo bastante baratas como para que yo pudiera comprarlas sin tener que atracar un banco. O eso, o tirarme al barro de cabeza. Esa también era una expresión típica de mi viejo camarada. Jamás le pregunté porque motivo permanecía en Melilla; un viejo caimán con el colmillo retorcido y con una trayectoria que le hubiera permitido estar destinado donde le hubiera salido de los huevos. 
     Vivía en una casa de planta baja en uno de los arrabales de Melilla. Es una ciudad pintoresca, con su zoco, sus minaretes…con sus legionarios paseando por la calle –aunque todo cambia y los tiempos han cambiado mucho –Fermín, que así se llama mi colega, no tenía coche, no tenía mujer y se pasaba el tiempo libre sentado en la puerta de la casa, fumando grifa y bebiendo té moruno. Solía vestir con una vieja camiseta de elástico. Sí, de esas con agujeritos y que ya no se pone nadie. Luce un bigotillo a lo facha sobre el labio superior y se niega a reconocer que es calvo. Se peina todos los días de la manera más digna que su escasez le permite. Un tipo peculiar, pero buena gente. 

     El día que decidí hablarle de frente a Fermín, este me miró de hito en hito, igual que si hubiera visto  una aparición. Con esos ojos, siempre vidriosos y brillantes, llenos de una extraña felicidad que yo no acababa de comprender. 
     — ¿Tú estás seguro, muchacho? Mira que esta gentuza es muy peligrosa. Después no vale echarse para atrás. 
     Estoy seguro. Eso fue lo que le contesté, sin saber que, como él solía decir: ya está la rata en la lata.
     Antes de volar en solitario, el mochuelo tiene que aprender a mover las alas. Así que en mis primeras incursiones siempre fui acompañado de Fermín. Mi maestro; bajo su ala protectora me deshice de los últimos jirones de cascarón que quedaban adheridos a mi nueva piel. 
     Empezamos con algo fácil, sin compromiso. Extorsionar negros era una actividad entre lúdica y comercial. Había quien lo hacía por mero disfrute, algo con lo que pasar el insufrible paso del tiempo, y quien lo hacía por ajustar de cierto modo la balanza de pagos. Y era fácil, y lo más importante, a nadie le importaba un carajo. Ningún juez, fiscal o abogado perdería su tiempo ante la denuncia de un sin papeles que encima pretendía afincar su actividad comercial en un país que no es el suyo, sin antes amortizar de pleno. Ya que no pagaban IRPF ni seguridad social, por lo menos apoquinaran por la puerta de atrás. 
     Chaval, tú vas a ser grande. El más grande. Chaval, tú vales mucho. Fermín solía alabar mi capacidad resolutiva. Sobre todo cuando había que encargarse de aclarar conceptos. La derecha es mi fuerte; en tiempos practiqué moa thai, una especie de artes marciales a lo bestia, que me vinieron muy bien para cerrar negocios de los que a última hora se resisten. 

     Pero claro, el dinero fresco es como la resaca, siempre pide más. Y si ese más no llega, al final acabas de bajón. 
     Primero fueron unas bragas caras. Pero lo que yo no sabía era que con ello iba a despertar a un monstruo de mil cabezas. Eva la ambiciosa había nacido, como una hidra venenosa que amenazaba de continuo con devorar mi alma y escupirla al universo. 
     Primero fueron unas bragas caras… ¿y luego qué? Luego los trajes caros, los fines de semana en Sierra Nevada, las joyas…el mundo.
     Y yo quería dárselo todo. Porque eso suponía tenerla a mi lado. Porque tenerla a mi lado suponía una suerte de felicidad que, al igual que los ojos vidriosos de Fermín, yo no podía explicar.

     Pero todo eso pasó hace mucho tiempo. Un tiempo que queda lejano, tan lejano como se hacen tres meses en un calendario lleno de manchas amarillentas. Lefa salpicada de lejos, como en un maldito concurso de pajas. 
     Como cada mañana, abro los ojos y estoy dentro de una caja de cerillas, una celda más dentro de un enjambre de cubículos ocupados por cientos, por miles de almas igual de podridas que la mía. Me pregunto si todos ellos tienen a una Eva en su interior. Me pregunto si alguno de ellos aún la conserva…aunque sólo sea su recuerdo. 
     Al menos me queda Fermín. Cada mañana abre los ojos, bosteza y se rasca la entrepierna. Otro día más, la rata en la lata, dice mientras se acerca al inodoro, se la saca y echa una meada de medio minuto. A mí ya me han dado dos cólicos nefríticos. Aquí no puedo ni mear a gusto. 
     —Tú si que eres grande, campeón. Tú si que llegarás lejos. –Me dice todos los días mientras bajamos al comedor de la galería. Yo suspiro, pienso en las tetas de silicona que le pague a Eva, antes de que me enchironaran por ser un poli corrupto, y se me pone dura. Para nada, apenas dura unos segundos. 
     
*atunes: En argot mafioso, inmigrantes ilegales que llegan a España a bordo de un barco pesquero. 
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  • 8 de Marzo de 2011 a las 17:15

QUÉ OJOS MÁS BONITOS TIENES

El caminar de la muerte es inaudible, como el de la cucaracha. Pero se siente, se presiente a tu alrededor; más cuando noventa años se aposentan en tu vida, más cuando cada respiro vale su peso en oro. Acabo de presenciar mi muerte, ya no estoy entre los vivos… Y, lo que he visto en mi última hora de vida, no me ha gustado nada. Cría cuervos… y te arrancarán los ojos.
                                                ---------------------------------------

Debajo de la cama de Teresa, una cucaracha se regocijaba. La habitación, antigua, de madera y aires nobles, parecía esconder más que ofrecer. El son de un reloj de pared anunciaba la nueva hora: diez campanadas, las nueve de la noche. El relojero no pudo venir a arreglarlo. La habitación estaba fría. Tres mantas trataban de dar calor a Teresa. Su rostro, amarillento y arrugado, como se espera en una nonagenaria que vive sus últimas horas. A su lado, sus tres hijas, de negro, adelantándose al luto: Úrsula, Tula y Regla. La primera, la mayor, la única que conoció varón, se arrodilló ante su madre para cogerle la mano y besársela. Tula y Regla se abrazaban entre ellas, esperando que algo aconteciera, esperando una respuesta cuya pregunta no cesaron de inquirir durante toda esa tarde.
-Madre, ¿dónde está el dinero? Tiene que hacer un esfuerzo y decírnoslo.
Pero Teresa, que había permanecido muda desde que días atrás su cuerpo abandonara la razón, ni respondía ni hacía el esfuerzo. Tan solo miraba el cuadro que tenía justo en frente; el cuadro que heredó de su abuela, el del paisaje campestre de su infancia.
-Insístele, Úrsula, insístele- gruñó Tula.
-Madre, madre, por el amor de Dios, ¿dónde está el dinero? No puede dejarnos desamparadas.
-¡Nada, no dice nada! ¡Todos los ahorros de padre a la basura! Pero os digo algo… ese abogado se va a enterar… ¡Se va a enterar!
Regla tosió al gritar; la saliva se le fue por mal camino, como su vida. Regla era la más joven, la más pava, la que iba para monja hasta que se dio cuenta de que prefería estar más cerca de los cocidos de su madre que de Dios.
-La culpa es nuestra, hermanas. Nunca debimos dejarla a solas con ese hombre. Madre es capaz de haber regalado ese dinero… al convento, con seguridad.
-Úrsula… llama a Pedro Jiménez. ¡Llama a Pedro Jiménez!
La mayor miró de reojo a Regla, y mantuvo en sus adentros a todos sus demonios mientras se acercaba al teléfono. Consultó en la agenda y marcó. Las otras dos hermanas aguardaban sus palabras como los buitres la carroña.
-¿Don Pedro? Buenos noches, soy Úrsula… sí, la hija de Doña Teresa. Haga el favor de venir inmediatamente a casa. Mi madre está a punto de fenecer… Sí, el médico está avisado, pero se encuentra ausente y no sabemos cuándo vendrá. Apúrese.
Ambas se abalanzaron a ella como si fuese a regurgitar. Luego, la primogénita les pidió que la dejaran a solas con la madre. Obedecieron y se sentaron en el sofá de la salita, atentas para cuando llegase el abogado. Úrsula se quedó a solas con su madre. Se quedó mirándola antes de acercarse de nuevo a ella.
-Madre, el dinero lo habrá usted regalado, pero yo me quedo con su anillo como que me llamo Úrsula.
Le cogió la mano y tiró del anillo de oro y diamantes hasta quitárselo; aquel que le regaló Benito, el difunto marido de Teresa. Después de observarlo, se lo escondió en el pecho.
-Madre, sabe bien que necesitamos el dinero. Si no hemos salido de casa ha sido por estar siempre a su lado, para cuidar de usted. Eche su último aliento, por lo que más quiera, ¡échelo! Y dígame dónde está nuestro dinero.
Por primera vez, Teresa hizo amago de entrar en conversación. Movió los ojos de un lado a otro, y abrió la boca queriendo pronunciar unas palabras. Úrsula pegó su oreja a la boca de la madre, y no cesó en su intento por sacarle las palabras. Las dos hermanas menores, intrigadas por lo que estuviese ocurriendo en la habitación, entraron de nuevo para sumarse a lo que parecía el momento esperado.
Teresa abrió de nuevo la boca.
-Oooo.
-¿Oooo? Siga madre, siga.
-Oooosó.
-¿Oso? ¿Un oso?
-¿Qué oso?
-Osó begí…
Y Teresa no pudo seguir más, como si un dios le hubiese robado todo el aire de su interior. Las hijas se carcomían en su angustia. Se movían por la habitación histéricas, más intrigadas si cabe ahora que la madre había hablado. Osó begí… No entendían qué significaban esas palabras.
-No os preocupéis, que volverá a hablar. Hay que darle su tiempo. Al menos ya sabemos algo.
-¡Qué sabemos, Úrsula? ¡Qué sabemos? Osó begí, osó begí… ¡eso no significa nada!
-¡Oye, Regla, no te pongas leona! Aquí estamos las tres juntas para lo mismo, y de aquí saldremos con nuestro dinero sí o sí.
Tula, la mediana, la más serena, intentó calmar a sus hermanas. Era la única a la que le incomodaba su papel de cuerva. En el fondo comprendía que su madre hubiese donado todos los ahorros familiares. No se habían portado bien con ella en su vejez. Con la muerte del padre, todo el cariño se les fue, y aquello se convirtió en una carrera por acaparar riquezas. El futuro les daba miedo; no sabían valerse por sí mismas y la lección que les estaba dando Teresa era la definitiva. Tula tenía claro que, tras la muerte de su madre, se quedaría sola, porque no sería capaz de seguir a sus hermanas hasta el final, aunque el final estaba llegando y… aún seguía con ellas.

El timbre de la puerta sonó. Regla voló hacia la puerta sabiendo que detrás estaría Don Pedro, el abogado. Éste entró en la casa con la angustia de saber que su clienta y amiga estaba muriéndose, pero sin imaginar siquiera que poco después un cuchillo de cocina atravesaría su pulmón.
Regla llevó a Don Pedro a la habitación. Casi le impresionó más ver la mirada usurpadora de Úrsula que la tez amarillenta de Teresa.
-Don Pedro… Nuestra madre se está muriendo y no sabemos nada de los ahorros familiares por más que hemos buscado. En el banco de la ciudad ya no hay ni un real y sólo sabemos que nuestra madre y usted estuvieron dos horas encerrados aquí mismo dos días antes de que perdiese la razón. Así que ya puede usted explicarnos qué pasó esa tarde porque está claro que usted es parte de esta trama.
-Señora Úrsula… me deja usted de piedra. Está aquí su madre… falleciendo… y me viene usted con estas acusaciones. Yo soy el abogado de su madre y su amigo y, casi le diría, que su confesor. Pero le puedo asegurar que aquí no hay trama que valga. Ni se habló de dinero y ni siquiera de herencias. El testamento, bien saben, está depositado en el banco y tres días después de su fallecimiento se hará lectura del mismo. Así que le ruego deje las acusaciones y muestre más respeto por lo que va a acontecer ahora, que no es otra cosa que el deceso de su madre… la cual, gracias a Dios, no tiene ahora consciencia como para entender lo que aquí se está diciendo.
Úrsula se acercó al abogado como debió de hacerlo la serpiente a Eva.
-Abogado… ¿Cuánto se lleva usted de todo esto?
-¡Pero qué me está diciendo, señora!
-¡Lo que oye! Que aquí teníamos unos ahorros de toda la vida y ahora han desaparecido.
Regla se sumó al ataque.
-¡Ya puede usted desembuchar!
-Señoras… sintiéndolo mucho, yo me voy de esta casa. Y búsquense a otro abogado para dar lectura al testamento porque con la muerte de su madre mi unión con esta familia queda finalizada.
-¡Usted no se va a ninguna parte!
Y al unísono, Úrsula y Regla se abalanzaron hacia el letrado hasta inmovilizarlo. A gritos, le pidieron a Tula que le golpease con el florero y, entre llantos, ésta obedeció, dejando inconsciente al abogado, que cayó al suelo. Toda esa escena fue presenciada por Teresa, que de nuevo recuperó el aire perdido para seguir con sus palabras inacabadas…
-Osó begi polita…
Las hijas se acercaron aceleradamente a ella para intentar averiguar qué trataba de decirles, pero no entendían ni una palabra. Úrsula pidió a Tula que escribiese esa frase inacabada.
-¿Qué es eso? ¿Es ruso?
-No, Regla, seguramente griego. Madre vivió allí dos años de su infancia cuando el abuelo fue embajador.
-Madre era una recién nacida cuando entonces-interrumpió Tula-… es imposible que aprendiese algo de griego. Eso suena distinto…
-Eso es… vascuence.
Las tres hermanas se giraron sorprendidas al oír hablar al abogado, que permanecía tumbado y con un gesto de dolor en su rostro.
 -¿Vascuence? ¿Qué sabe mi madre de vascuence?
-Lo desconozco, señora, pero es vascuence. Eso sí, no tengo la más mínima idea de lo que significa.
Teresa alzó su mano mínimamente y carraspeó, y las tres giraron su cuello de nuevo.
-Begi… osó… begi… polita da… da… da…
-¿Da qué, madre, da qué?
-Daukazu
Y Teresa expiró.
Las tres hijas comenzaron un rosario de llantos y gritos encolerizados. Cualquier comportamiento racional en ese momento era fruto de la casualidad. Tula lloraba a los pies de la madre mientras Úrsula y Regla no cesaban de abrir cajones y armarios y todo lo abrible en busca de alguna pista de su dinero. El abogado siguió tumbado, a sabiendas de que era lo más útil para su supervivencia. Teresa, mientras, yacía inerte, con una leve sonrisa entre sus labios, fruto del recuerdo de aquel romance juvenil y las palabras de aquel mozo de San Sebastián que tanto le sonrojaron.
En cuanto al dinero… jamás se supo qué fue de él. Úrsula y Regla fueron condenadas por el asesinato del ilustre abogado, y Tula acabó enclaustrada en un manicomio por muchos años. En algún lugar de los alrededores, alguien debió de hacer buen uso de los ahorros de Teresa, porque así es la doble cara del dinero.

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  • 8 de Marzo de 2011 a las 23:06
La piscina del Sr. Vanish
El Cabaret Haustein queda a 52 kilómetros de la ciudad. Al lado está el selecto club La Cita de tu Vida. Y justo detrás de ambos tiene su piscina privada el Sr. Vanish, en un pabellón que por fuera no es más que un compacto cubo de cemento. 
El Sr. Vanish es orondo y húmedo, camina con dificultad y respira sonoramente cuando sube las cuatro escaleras que dan acceso al pabellón. Si te mira mal piensas que ha llegado tu hora. Si le satisface tu trabajo, cobrarás un extra a fin de mes. 
El Sr. Vanish visita la piscina mucho más a menudo de lo que se deja caer por el club, pero mucho menos de lo que va al Haustein, que suele ser a diario. El Cabaret Haustein es su despacho, su tapadera, su casa, su arsenal y su almacén. En el Haustein convoca en ocasiones al Sr. Morris y al Sr. Rush, sus dos mejores clientes y aliados. Les invita a una copiosa cena y disfrutan todos del espectáculo. Algunas veces terminan ambos en el club, donde el Sr. Vanish ya no les acompaña. También en el Haustein contrata a los sicarios, tortura a los secuestrados, gestiona sus negocios y controla los distintos mercados en los que se mueve. Sin embargo, no es en el cabaret donde guarda su dinero. Todo el mundo piensa que el Sr. Vanish debe tener un búnker o una caja acorazada en un cuarto sótano, pero no es cierto.
La piscina del Sr. Vanish no tiene agua. Su obesidad haría inviables los baños convencionales. Alrededor de la piscina hay doce mesas de despacho y encadenado a cada mesa hay un contable hambriento con una calculadora. Todas la cadenas llegan al fondo de la piscina y todos los contables tienen una deuda pendiente con el Sr. Vanish. Si no contabilizan, ni comen ni reducen su deuda. Casi siempre son corredores de apuestas, pero también hay empresarios y algunos políticos. Por supuesto, la piscina está llena de dinero. 
El Sr. Vanish, en contra de lo que podría parecer, sabe en todo momento cuánto dinero hay dentro de la piscina. A los contables los controlan siete matones que deambulan por entre las mesas. Fuera del pabellón, una caterva de cuarenta guardas conforman la seguridad privada del Haustein y del club, los suficientes para persuadir a los curiosos. Da la impresión de que ninguno de ellos come, ni caga, ni duerme. 
Por una puerta que hay a la derecha del pabellón de la piscina, entran de cuando en cuando algunos mozos con cajas o maletines de dinero. El contenido es contabilizado en la columna de entradas. Por una puerta que hay a la izquierda del pabellón de la piscina, salen de cuando en cuando algunos mozos con cajas o maletines de dinero. El contenido es contabilizado en la columna de salidas. 
El Sr. Vanish tiene hoy una cita con un sicario al que piensa contratar para matar al Sr. Rush. Luego no será difícil hacer que parezca que ha sido cosa del Sr. Morris. El sicario que viene a visitarle al Haustein es un francotirador serbio forjado en Los Balcanes. Dicen que es capaz de acertar a una moneda a una distancia de 3 kilómetros. Tal y como lo ha planeado, no es un trabajo que pueda dejar en manos de cualquiera. Sólo podrá hacer un disparo. Tiene que ser un tío muy bueno. Tiene que ser el mejor. 
En el pabellón de la piscina ha entrado por la derecha un mozo con las manos vacías. Cuatro minutos después sale por la izquierda con un maletín que contiene 200.000 dólares. 
El francotirador, sentado en un sofá y contra todo pronóstico, bebe un vaso de leche de soja frente al Glen Grant que sujeta el Sr. Vanish sentado en su sillón habitual. El invitado se excusa asegurando que no es conveniente beber cuando uno depende de su pulso para subsistir. El Sr. Vanish, que jamás se deja impresionar, hace un gesto de displicencia para encubrir su satisfacción. El francotirador, que jamás se deja impresionar, obvia el gesto y pregunta cuál es el objetivo. 
Llaman a la puerta y entra un mozo en el despacho con la cabeza baja. Deja un maletín en el suelo y sale haciendo una especie de reverencia. El francotirador y el Sr. Vanish conciertan otro encuentro en cuatro días para ultimar los detalles. Al salir, el francotirador se lleva el maletín. 
Después de terminar cada operación importante, el Sr. Vanish acude a la piscina. En un pequeño vestuario anexo sustituye su elegante traje gris por un albornoz rojo y se dirige al pabellón dispuesto a bañarse en dinero. Los matones sueltan de sus grilletes a los contables y los llevan en fila a un almacén adyacente. A veces, alguno de los contables no regresa, pero su puesto es ocupado por otro deudor en menos de 24 horas. En soledad, el Sr. Vanish se quita el albornoz, se queda completamente desnudo y baja por la escalera de piedra, sumergiéndose en los billetes. Nadie le observa, porque cualquier observador (1) vería que el principio de Arquímedes no sólo se cumple con los líquidos y (2) estaría firmando su sentencia de muerte.
Instantes después de que el Sr. Vanish haya salido de la piscina y vuelto al pequeño vestuario, hacen su entrada los siete matones y los contables hambrientos. Estos últimos se encargan de recoger el dinero que ha rebosado por el borde y lo devuelven a la piscina. Los contables son encadenados de nuevo a su mesa correspondiente y comienza el trasiego de mozos con cajas y maletines. El Sr. Vanish pasa por el pabellón, de nuevo con su traje, y regresa al Haustein. Nadie quiere mirarle a los ojos para no descubrir qué hace en la piscina cuando se queda a solas. 
Cuatro días más tarde, el francotirador vuelve para terminar de conocer los detalles del trabajo. El encuentro entre el Sr. Morris y el Sr. Rush, planificado discretamente por el Sr. Vanish, tendrá lugar en el Motel Las Vegas. Se trata de la venta de cierta mercancía que posee el Sr. Morris y que el Sr. Rush desea comprar. Ambos confían en el Sr. Vanish, por lo que no habrá problemas. El Sr. Rush no debe llegar nunca a la habitación de la cita. El Sr. Vanish le entrega la llave de la habitación contigua al francotirador y le indica los últimos detalles de su plan. 
Tres días después, tras la cena en el Cabaret con el Sr. Rush y el Sr. Morris para concretar la venta, hace una excepción y les acompaña al club. En el escenario se desnuda una muchacha. El Sr. Rush se disculpa y sube a una de las habitaciones con tres chicas. El Sr. Morris y el Sr. Vanish se quedan charlando. El Sr. Vanish no puede evitar pensar que es la última orgía del Sr. Rush y el Sr. Morris no puede evitar pensar que el Sr. Vanish no parece tener interés por el sexo y las mujeres. Cuando le pregunta cuál es el mayor placer de la vida, el Sr. Vanish responde que no disfruta de nada tanto como disfruta de la natación. El Sr. Morris no disimula su sorpresa y suelta una risotada impertinente que el rostro estoico del Sr. Vanish corta de raíz. Daría su mano derecha por matar a ese imbécil allí mismo. 
Siete días más tarde, el Sr. Vanish  recibe informes favorables sobre la muerte del Sr. Rush y el comienzo de la guerra entre los hijos de éste y la banda del Sr. Morris. Durante horas le asaltan unas ganas irreprimibles de darse un nuevo baño, pero prefiere esperar un poco más. Cuando minutos después recibe la noticia de la muerte del Sr. Morris, acude sin dudarlo un segundo a la piscina. Mientras está en el  pequeño vestuario desnudándose y los matones se llevan del pabellón a los contables, el Sr. Vanish empieza a barruntar por primera vez dónde, cómo y qué dimensiones debería tener la segunda piscina. En soledad, baja por la escalera de piedra y deja que los billetes se acomoden a su cuerpo orondo y húmedo. El nivel ha subido visiblemente y, como siempre, algunos billetes salpican el borde. A partir de ahora habrá mucho más dinero que almacenar. Puede que el doble, o tal vez el triple. 

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  • 9 de Marzo de 2011 a las 10:54

El último día 

...y el séptimo día creó el dinero.

Mientras duermen, una lluvia de estrellas cruza el firmamento. Sin buscar el horizonte, queriéndose sólo diseminar por prados y arroyos. Algún pájaro, nervioso por el silbido que viene del cielo, aletea en los árboles y el par de ojos abiertos del búho sigue el camino de la piedrecilla bruñida que acaba apagándose sobre la hierba. Otra vez silencio y oscuridad.


Amanecer. Ella no quiere desprenderse de sus brazos. Él aún duerme y una serpiente asciende por su pierna izquierda. Leve cosquilleo y la serpiente prosigue su camino, atraviesa las cuatro piernas de ambos mientras Ella la acaricia, vuelve a la hierba y acaba escondiéndose tras la higuera vecina. Él despierta, se miran y contemplan el espacio: del lado por donde empieza a subir el sol, el mundo; del lado contrario, una leve neblina como tránsito a la nada. Ni luz, ni oscuridad, ni abismo, ni siquiera un lugar que no existe: la nada. Ella se deja caer y, a medida que Él se va meciendo en Ella, el mundo se va ampliando y la nada va retrocediendo hacia el horizonte: un prado, una colina, un riachuelo, árboles y bosques y pájaros que todo lo sobrevuelan. También la neblina se va disipando.

La serpiente juega a enroscar su longitud mientras asciende por el tronco de la higuera: una vuelta, dos vueltas, tres vueltas. Ellos se siguen entregando, la serpiente los contempla desde arriba en sus movimientos acompasados y, por respeto, se mantiene quieta y en silencio hasta que Él se deja caer sobre el pecho de Ella y quedan inmóviles y sólo respirando.

Descansan, Él se incorpora y se acerca a la higuera. Mientras la serpiente le sonríe, recoge las brevas tempranas y vuelve junto a Ella.


Más allá, a media jornada de distancia, lo que era piedra bruñida recibe ya los rayos del sol. Brilla y atrae a los ratoncillos que la muerden y husmean en ella. Ni desprende olor ni deja que los dientes se hundan, sólo brilla y es plana y redonda. Aún así, un ratón intenta arrastrarla y otro, al verlo, le empuja. En lo alto un ave rapaz vuela en círculo contemplando la escena.


Están sentados. Ella divide una breva por la mitad y se la tiende a Él. Él divide otra y se la ofrece a ella. Comen mientras vuelven a mirar el mundo recién aparecido. A lo lejos, ya en el horizonte, una cordillera; a pocos pasos, un remanso de agua en el recodo de un arroyo. Acabadas las brevas, se levantan y, caminando de la mano, se dirigen hacia el agua mientras la serpiente los ve alejarse. Baño y descanso a la sombra de los árboles:

-Esto son sauces.

-Sí, sauces fue el nombre que les pusimos.

Sólo caminar y nombrar, esa es su tarea, ir poniendo nombre a aquello que aún no lo tiene:

-Tú, piedra redonda, te llamarás canto rodado.

-Y tú, que vuelas sin gobierno, mariposa.


El ave rapaz traza un último círculo en el aire y se deja caer atraída por la piedra brillante, plana y redonda, mientras los ratones siguen disputándosela. Éstos no la ven pero, avisados por el sonido que produce al cortar el aire o por algún sexto sentido, salen corriendo en direcciones contrarias momentos antes de que alcance el suelo. Sin embargo, al apartarse los ratones liberando la piedra ésta brilla aún más y deslumbra al ave que, en el último instante, desvía su trayectoria. Se ha sentido desnortada al creer, por el brillo y redondez de la piedra, que era el mismo sol caído del cielo y que iba a abrasarla por acercarse. Vuela hacia nuevos parajes en busca de otras presas.


Él y Ella se dan la mano y remprenden la marcha hacia la cordillera lejana:

-Ese pájaro que canta a lo lejos y no vemos se llamará alondra.

-Y si las montañas no han querido crecer y su cumbre no corta el cielo en punta aguda sino en curva, colinas.

Ella pregunta:

-¿Y si, a medida que crece el mundo frente a nosotros cuando nos unimos, la nada avanza también detrás de nosotros?

Él contesta:

-No. Nosotros vamos destruyendo la nada y ya no puede volver a aparecer en los espacios que hemos pisado y donde hemos repartido nuestros nombres.

-¿Cómo lo sabes?

-No lo sé.

-¿Y si volviéramos atrás?

-Hemos de seguir el camino que nos marca el sol. Si volviéramos atrás el mundo dejaría de crecer.

Y caminan, respiran, miran a su alrededor, van identificando seres con nombres ya puestos, el ciervo que busca el manantial, la abubilla con su cresta, los chopos donde se recogerán los pájaros al atardecer...

Una flor nueva. Y Ella, entusiasmada, corre a ver de cerca la forma del tallo y el color de sus pétalos. Mientras tanto a Él le ha parecido ver un mínimo destello entre la hierba. Se distancia de Ella, cruza el prado y ya no ve aquello que brillaba. Prosigue seguro de que en ese lugar había algo y ve, un paso delante de él, que, al saltar un sapo, ha dejado al descubierto una piedra brillante, redonda y plana. Más brillante, mucho más, que desde el extremo del prado. La recoge, admira su brillo, casi como el del sol, pasa el dedo por el borde y aprecia el círculo perfecto, también como el del sol. Se la pone en la palma de la mano y cierra el puño.

Vuelve hacia Ella, que está agachada mirando la flor:

-La llamaremos amapola.

-Pues que su nombre sea amapola.

Y prosiguen su camino hacia las montañas. Detrás de ellas, al caer el atardecer, habrán de encontrarse la nueva nada y destruirla el próximo amanecer. Pero aún queda. Van cogidos de la mano, la derecha de Ella en la izquierda de Él, que mantiene el puño derecho cerrado:

-¿Qué llevas en esa mano?

-Una cosa.

-¿Tiene ya nombre?

-Sí, le he puesto nombre.

-¿Y como se llama?

-No te lo quiero decir.

-Enséñamelo.

-No.

Antes de la ascensión, descansan en las estribaciones de la cordillera junto a un árbol con pájaros posados a su alrededor:

-Eso es un manzano y los pájaros son cuervos.

-Sí, esos nombres les pusimos.

-Pues si compartimos todos los nombres, ¿por qué no me quieres decir el nombre de lo que guardas escondido en la mano?

-No. No te lo diré.

Empieza a llover, los pájaros remontan el vuelo y Ella se tumba para sentir las gotas de agua resbalando sobre su piel. Huele a hierba y a tierra mojada y brillan las hojas de los árboles. Él acude con dos manzanas:

-Esta noche, cuando nos abracemos para dormir, ¿mantendrás cerrada la mano derecha?, ¿me pondrás en la espalda el puño cerrado?

-Sí.

-Y mañana por la mañana, cuando nos unamos para extender el mundo, ¿también me acariciarás el pelo y las mejillas con ese puño cerrado?

-También.

-Pues yo no entiendo de puños cerrados, caminaré hacia atrás y buscaré alguien con las manos abiertas.

-No encontrarás a nadie. Sólo estamos tú y yo en este mundo.

-Caminaré hacia atrás aunque no encuentre a nadie, aunque la nada avance hacia mí.

-Si es cierto lo que pensabas antes y la nada avanza detrás de nosotros, si me abandonas y no quieres seguir creando el mundo conmigo, desapareceremos.

-Pues entonces, si no quieres que desaparezcamos, si quieres seguir ensanchando el mundo conmigo, enséñame lo que tienes y dime su nombre.

-No. Es mío.

-¿Mío? No hay nada a lo que hayamos puesto el nombre mío.

concursoderelatos
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  • 10 de Marzo de 2011 a las 16:04
Economía sumergida


      El abuelo correspondía a los cumplimientos. Emocionado. Desde luego, el cataclismo estaba ahí: la compañera, madre, esposa, sesenta años juntos, todo había acabado. El funeral, los pésames, era un ritual incapaz de revertir el antes y el después. Pero al abuelo le conmovía haber visto la iglesia llena hasta el atrio. Tantas personas, el apretón de manos de los hombres, los abrazos, los besos de las mujeres.

      A un lado la hija. Al otro el hijo. Fermín se mantenía unos pasos atrás. No era de la familia. Pero estaba allí, detrás de Babil.

      -Babil, te acompaño...

      -Babil, cuánto...

      Babil respondía con un “gracias” asordinado, los ojos húmedos. A veces con alegría, cuando encontraba a alguien que no veía desde hacía años.

      Llegó uno y le dijo:

      -Babil, ánimo, hay que seguir.

      -¡Qué remedio!

      -Oye, y ya me dirás qué te debo por las patatas.

      Así. El hijo, la hija, Fermín, ninguno pestañeó. Tuvo que pasar tiempo para que pudieran reírse recordándolo. 

      -Descuida -le tranquilizó Babil-, ya te diré. Lo tengo apuntado.

      Días después Fermín se imaginaba la carcajada de la abuela si le hubieran dicho que en su funeral alguien le iba a preguntar a Babil por las patatas.

      La abuela no quiso molestar para morirse. Adivinó lo que tenía y calló durante meses. Un día uno de los hijos la llevó a Urgencias. De allí, ingresada hasta el final. El abuelo quedó en el pueblo con el perro, las gallinas y los conejos. Tardaron en acordarse de él: había que acompañar a la abuela noche y día, interpretar los oráculos médicos. Fermín no era parte de esa rueda. Él se inventó otra: todos los días bajaba del hospital al pueblo llevando noticias. 

      Cuando los hijos lo acordaron, Fermín trajo al abuelo a la capital para que se despidiera de la abuela. Mientras el abuelo esperaba en la capital a que muriera la abuela, Fermín se encargó de dar de comer a los animales, dar una vuelta de vez en cuando por la huerta, recoger la verdura que estaba hecha y repartirla entre los conocidos para que no se perdiera. 

      Después del funeral, el abuelo no quiso irse del pueblo. Los hijos imprimieron una foto de la madre y la colocaron en la pared de la cocina. Desde allí, la abuela vigilaba como siempre, con su mirada decidida, la barbilla adelantada y media sonrisa socarrona.

      La vida siguió. El invierno se echó encima del abuelo. La huerta dejó de necesitarle. Los días se acortaron. En las noches interminables, el abuelo dormitaba en la cocina delante del televisor, con el retrato de la abuela a sus espaldas. Los viernes bajaban los hijos, a veces con los nietos, y se iban el domingo. Fermín, si llevaba turno de tarde, bajaba alguna mañana y almorzaban juntos unas magras con tomate. A veces, cogían el coche para ir a por vino o a comprar pienso para los animales. 

      Llegó la primavera. El abuelo y la huerta revivieron. Sembró ajos, cebollas, acelgas, alcachofas. Pasó la mula para las patatas. Las sembró. También lechugas, tomates, zanahorias, alubias, acelgas. Al acabar el verano, coles, borrajas, escarolas, berzas, coliflores, cardos. 

      Así pasó un año con su invierno y otro. En la cocina, el retrato de la abuela se volvía invisible. Se habían acostumbrado a no mirarlo, y el color se desvanecía como si se le pegaran las cataratas del abuelo. El abuelo resucitaba en primavera, cada año un escalón más apagado. Le caducó el carnet de conducir y la hija sentenció que estaba muy mayor para renovarlo. “¿Y cómo bajo a la huerta?”. “Tienes que dejar la huerta, es mucho trabajo para ti”. El abuelo, cuando estaba la hija en casa, bajaba andando a la huerta. Pero entre semana sacaba el viejo coche porque en aquel camino no se había visto nunca guardia civil.

      Un día se le salió la hernia. Se la malmetió hasta acabar de pasar la mula y estuvo a punto de hincarla. Acabó en Urgencias con la hernia estrangulada. Una semana después, cuando le dieron el alta, la hija le puso pena la vida: de ahora en adelante la mula y la motobomba no se tocaban hasta que bajara el hijo. 

      Un miércoles el abuelo llamó a Fermin: que le trajera una garrafa de gasolina. Fermín la llevó al día siguiente. Entre magra y vino, el abuelo le explicó: el lunes había dejado de llover, el jueves la tierra estaría bien para pasar la mula, el sábado ya estaría dura. Había avisado al hijo el mismo lunes, y había repetido el recado el martes a través de la hija. El miércoles había llamado el hijo: estaba en Barcelona en algo del trabajo, no vendría hasta el sábado. 

      Fermín no sabía si disgustar al abuelo llevándose la gasolina de vuelta o enfadar a los hijos dejándosela. Acabó cambiándose de ropa y pasando la mula lo mejor que supo, con el abuelo a su lado marcándole el surco, la profundidad y dónde tenía que girar. Aquella noche Fermín durmió como los ángeles. A la mañana siguiente el volante del autobús le escocía entre las manos y los brazos se le dormían.

      -Lo que tiene que hacer es dejar la huerta -decía la hija-. No podemos dar salida a todo lo que produce. No hay semana que no tenga yo que ir con bolsas de verdura a casa de las tías, de las primas, hasta en el trabajo he repartido cardos y escarolas. Parezco un repartidor del carrefour.

      -Yo también me llevo una bolsa de vez en cuando -concedió Fermín, que se sentía señalado.

      -Medio pueblo. No me importa que reparta la huerta, que se entretenga. Y mira que me da trabajo. Mancha doble ropa que si no saliera de casa. ¿Y las escaleras, la entrada? Va dejando tormos de tierra por todos lados. Lo decía la abuela: este hombre mancha mucho. Yo no quiero ir otra vez a Urgencias y luego tenerlo hospitalizado con todo el desbarajuste que supone atender a un inválido dos meses hasta que se recupera. O que esté cuatro semanas encamado como cuando le dio el lumbago con la motobomba, que me tuve que bajar todos los días a cuidarlo. Además, que está del corazón, con medicación, que cuando sube las escaleras se para a tomar aire, que son noventa años.

      -Allá abajo es otro hombre. Coge la azada y parece que no hace nada. Te pones tú a su lado y no le aguantas de lo que te duelen los riñones.

      -Pues que le dé duro. ¿Sabes qué decía la abuela? Que un día tendríamos que ir a recogerlo y que estaría allí con la nariz clavada en la tierra, entre las patatas. ¿Sabes cuánto quiere sembrar? Treinta kilos. ¿Sabes cuántas siembra la Juanita, que son siete de familia? Ocho kilos. ¿Para qué queremos tanto? Sembrarlas, acollarlas, regarlas, cogerlas, que salen mil kilos por lo menos, luego  buscar comprador, hacer sacos, pesarlos, guardarlos, moverlos.

      -Mil kilos. Es mucho peso.

      -Para malvender. Un dinero que no le hace falta para nada.

      A pesar de la hija y del arrastrar de pies del hijo, el abuelo sembró, recogió, apartó, repartió, y los quinientos kilos que quedaron los preparó en sacos de a quintal. Fermín se llevó, como siempre, unas cuantas bolsas.

      Siempre había sido así. Cuando Fermín era apenas un rapaz, Babil tenía la carnicería del pueblo. Muchos días, al cerrar, Babil o la abuela le llamaban. A escondidas, le daban un trozo de carne envuelto en papel de estraza. “Dale a tu madre”. Eran años de hambre. De humillación. La que sintió años más tarde cuando comprendió de golpe lo que significaban las escapadas de su madre al atardecer, hacia la alambrada del campamento militar que había a pocos kilómetros, para volver con alguna lata de carne o de sardinas.

      Fermín conducía un urbano. En las aceras, en los bancos, a veces veía pobres. Pobres sin nombre. Si un pobre tiene nombre siempre habrá alguien que lo conozca y lo pueda ayudar, como en el pueblo.

      Tiempo atrás se había fijado en un nuevo bar cuya única reforma había sido un tablón encima de la puerta rotulado con un nombre raro: París-365. Al poco, en el cine, pasaron un anuncio de los de pedir dinero: supo así que era un comedor para los pobres que no tienen nombre.

      Un día el abuelo llamó a Fermín:

      -Fermín, ¿tú me podrías anunciar las patatas?

      Era difícil hablar a gritos con alguien que estaba sordo. Más difícil, si está llorando. Fermín no entendía qué había pasado. Llamó a la hija:

      -Haced lo que queráis, poned el anuncio o tirad los patatas. Le ha fallado el comprador, pues que escarmiente. ¿Para qué queremos tanta patata? Ya le he dicho: si dentro de seis meses queda un saco de patatas en la cuadra, no se siembra ni una.

      Fermín bajó al pueblo. El abuelo le enseñó los sacos preparados. Abrió uno, para que viera la calidad: todas grandes, regulares, casi redondas.

      -Fíjate, qué patatas. ¡Y que tenga que tirarlas!

      -Es que pones mucho trozo. Deberías sembrar la mitad.

      El abuelo le miraba como un perro al que van a dar un palo.

      -¿Y qué voy a hacer?  ¿Dejar la parcela lieca?

      -La mitad, solo la mitad.

      -¡Pero hombre! -le brillaban los ojos.

      -Bueno -concedió Fermín-, poner un anuncio no cuesta tanto.

      Días después Fermín bajó con una furgoneta prestada y cargó los once sacos. Los llevó a la puerta de París-365. Le ayudaron a descargar, pero no pudieron convencer al vigilante de la zona azul para que no le multara. 

      Al día siguiente bajó a almorzar.

      -Toma -Fermín alargaba dos billetes de cincuenta.

      Babil chispeaba. Cogió los billetes, pero no sabía que hacer con ellos. Le alargó uno a Fermín.

      -Babil, ni cincuenta ni cinco. Tú invítame a almorzar todas las semanas magras con tomate y ya está bien.

      A Babil le daba vergüenza guardar los billetes. Por fin, tuvo un chispazo y se los alargó de nuevo.

      -Toma. Compras un jamón, para los almuerzos.

      Y a Fermín le pareció que el retrato en la pared se encendía de colores y que toda la casa reverberaba con una carcajada. 

concursoderelatos
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  • 10 de Marzo de 2011 a las 20:54
MANOS DURAS, PALABRAS DURAS, CORAZÓN DURO…

El viajero llegó por el camino del sur en el primer día del mes de agosto.

Iba apoyado en una rama que hacía las veces de báculo, con el cuerpo doblado por el peso de un gran morral, y de su cinturón, improvisado con una cuerda, colgaban una bolsa y dos buenas gallinas, las cabezas oscilando ligeramente desde sus cuellos rotos. Todo en él hablaba de un camino largo y difícil: la densa barba, la túnica y las sandalias estaban cubiertas de polvo, y en su frente brillaba una diadema de sudor. Y la vieja Petra, que estaba atando su barca al pequeño atracadero junto a su cabaña, le observó en silencio y se preguntó si no sería alguna extraña clase de rey, un emperador vagabundo, señor absoluto de la tierra que pisaba. Quiso tocar esa diadema, empapar los dedos en la humedad del camino para ver si podía captar visiones de paisajes lejanos, percibir los aromas exóticos de las plantas de otras tierras, pero sabía que nunca lo haría.

Petra nunca tocaba a nadie. Nunca dejaba que la tocasen.

No importaba. El viajero pasaría de largo, como tantos otros. Surgían por un extremo del mundo de Petra y desaparecían por el otro, sin dejar mayor recuerdo. Ni siquiera lo haría ese rey errante; por muy fuerte que marcara sus huellas en la tierra, el viento no tardaría en borrarlas. De hecho, Petra se olvidó ya de él mientras descargaba la cesta con las capturas del día. No había sido una gran jornada, pero tampoco podía quejarse: una merluza y un par de buenos chicharros. Había merecido la pena el esfuerzo. Además, le gustaba pescar; venía haciéndolo puntualmente cada día durante los últimos veinte años, desde que desapareció su marido, el hombre que traía el alimento a casa y decía que tenía derecho a golpearla por ello.

Manos duras, palabras duras, corazón duro…

No, no… No quería pensar en él.

Intentó distraerse diciéndose que podía ir al pueblo y conseguir algunos huevos y unas buenas costillas de buey… Muchas veces cambiaba en el mercado pescado o las otras muchas cosas que encontraba en el mar: algas de colores llamativos, trozos de madera, o, como en aquella ocasión, botellas extrañas, de esas que, en vez de líquido en el que flotaban soluciones muertas, como las que consumían los hombres en la taberna, contenían papeles.

Soluciones muertas…

Se detuvo, los dedos crispados en los laterales de la cesta, pensando a su pesar en aquel hombre.

Manos duras, palabras duras, corazón duro…

– Salud, hermana – Petra se sobresaltó y casi dejó caer la cesta, retrocediendo. El viajero, a su lado, perdió la sonrisa y alzó una mano; su intención era tranquilizarla pero Petra dio otro brinco hacia atrás, buscando mantenerse a distancia – Discúlpame, discúlpame, perdona, no quería asustarte, buena mujer. Me preguntaba si podría comprarte algo de pescado. Hace mucho que no lo pruebo.

– Pescado – repitió ella. Dejó la cesta en el suelo, a sus pies, con brusquedad, y se frotó convulsivamente las manos, debatiéndose entre la necesidad de echar a correr y la certidumbre de que ya estaba demasiado vieja como para seguir huyendo. El hombre la miró con compasión y luego giró el rostro hacia la casa, una choza desvencijada que quedaba bastante apartada del pueblo. Tenía un pequeño desembarcadero, y un diminuto huerto a un lado, en el que Petra cultivaba con poca maña unas cuantas patatas y algunas verduras. Había también un árbol, un manzano de ramas gruesas y densas. La brisa las sacudió, justo en ese momento, y levantó susurros de la hierba que crecía en su base. Petra se estremeció. Cuando era apenas una niña, había grabado un nombre en su corteza. Lo talló con pulso firme, sintiéndose muy segura de sí misma, pero tiempo después lo borró, temblando.

A veces, contemplaba durante horas el manzano y trataba de recordar aquel nombre, y al joven alegre que lo había llevado, pero le resultaba imposible. También eso lo había devorado el monstruo.

– Me llevaría ese de ahí, por ejemplo, ¿qué te parece? – dijo el viajero, tras un carraspeo, señalando uno de los chicharros – Con algunas hierbas, sobre unas buenas brasas, será un manjar de reyes.

– Qué apropiado – asintió ella, recordando que hablaba con un rey errante. El hombre la miró sin comprender, pero lo dejó pasar. Debió pensar que estaba loca, como tantos otros.

– Estoy dispuesto a pagar bien. Mira – llevó la mano libre a la bolsa del cinturón y sacó un disco de un metal amarillo. Oro, supuso Petra. Lo miró perpleja – ¿Estamos de acuerdo?

– ¿Qué es?

– Una moneda. Dinero. Sé que por aquí no es habitual pero lo usan en algunos lugares, cada vez más. Se comercia con ello. Yo te doy esto, tú me das el pescado.

– Qué tontería… – protestó, aunque había oído hablar de aquello, se comentaba que en el pueblo algunos habían empezado a utilizarlo. Pero ella era una vieja y vivía sola con sus recuerdos, le costaba cambiar, entenderlo – El pescado te lo puedes comer. Y yo no puedo comerme esa moneda. Prefiero una gallina. Esa – añadió, señalando la más gorda. No fuera a pensar que, además de loca, era tonta.

El viajero dudó.

– A mí no me importaría. Pero ten en cuenta que, con esto, podrías comprarte varias gallinas – Petra arqueó las cejas, incrédula – Y un buen montón de peces. Incluso puedes arreglar algo tu… – dudó, buscando un término. Petra intuyó que quería ser amable – casa y hasta conseguir una barca nueva. Fíjate bien – le acercó la moneda. Estaba decorada con una imagen, un animal – Es bonita, ¿eh?

Petra estrechó los ojos, contemplando la fiera. Estaba de perfil y tenía una abundante cabellera. Parecía fuerte, agresiva. Mostraba los dientes.

– ¿Qué es?

– Un león – el hombre sonrió, al percatarse de su interés – Vive en lejanas junglas, creo. Me han contado que es fuerte, ágil, astuto y un cazador implacable… No hay nada que se le pueda comparar.

– León… – repitió, modulando con cuidado la extraña palabra. Petra titubeó. Nunca había oído hablar de un animal así, y no estaba totalmente segura de que aquel individuo no la estuviese engañando. ¿Podía valer aquello varias gallinas? ¿O una barca nueva? Lo dudaba mucho. Pero, en realidad, ¿qué importaba? Si se equivocaba, sólo perdería un chicharro y ya pescaría otro, el mar era generoso. Además, la moneda no dejaba de ser bonita, podía hacerle un agujero y colgársela del cuello. Ese león brillaría con el sol, lanzaría destellos amedrentadores con sus fauces y seguro que mantenía alejados a los críos del pueblo. No le tirarían más verduras podridas…

De pronto, se le ocurrió que quizá pudiera ayudarla a contener al monstruo.

Incluso, quizá, destruir al monstruo...

Canturreó, silbó, su corazón se alegró...

– ¿Eso significa que estamos de acuerdo? – preguntó él, sorprendido. Petra sonrió y cogió la moneda.

– No permitiré que el camino te olvide, rey errante – le dijo, entregándole el mejor chicharro. El viajero arqueó una ceja, pero se limitó a responder a su sonrisa. Metió el pez en una bolsa de cuero, en su zurrón, se despidió con un gesto y se alejó.

Cuando desapareció por el extremo del mundo, Petra acarició la moneda y giró tres veces sobre sí misma, asegurándose de que nadie la vigilaba desde la distancia.

Nadie, ni vivos, ni muertos, miraban a Petra ese día.

Hacía frío, a la sombra del manzano. Siempre lo hacía, pero era lógico, porque era una sombra distinta a todas, era una que ocultaba secretos y contenía monstruos. Allí, junto al tronco, tenía la leña que preparaba para usar en su pequeña chimenea, y el hacha. Lo apartó todo y escarbó con los dedos, en el mismo punto en que había abierto un agujero veinte años antes, y sonrió al comprobar que, del hombre que la pegaba, del monstruo de manos duras, palabras duras, corazón duro, no quedaba más que un montón informe de huesos, entrelazados con las oscuras raíces del manzano que había llevado su nombre. Pasó un dedo por la rota calavera; desprovista de la mandíbula, parecía expresar el mismo asombrado desconcierto que cuando estaba cubierta de carne, en aquel instante en que se derribaron las barreras y la víctima conquistó su libertad.

Un hachazo, otro hachazo...

Pobre pequeño, pequeño monstruo, ridículo y bestial. No fue culpa de Petra. Las víctimas tenían un único derecho: hacer cualquier cosa, cualquiera, por dejar de serlo.

Manos duras, palabras duras, corazón duro…

Pero, ¿había conseguido matarlo? No estaba segura, no podía estarlo… Siempre le veía rondando en sus sueños y a veces no distinguía entre realidad y pesadilla, si es que había, de verdad, alguna diferencia. Quizá. Pero muchas noches le sentía cerca, creía escuchar sus ruidos por la casa o sus alrededores, esperando, siempre esperando para vengarse.
Y sabía que le hablaba, en el agitar de las ramas del manzano, en el susurro de la hierba que crecía alimentándose de sus huesos.

– Haz tu trabajo, león – dijo Petra, depositando allí la moneda – Devora al monstruo, si intenta moverse.

Tapó de nuevo el escondrijo, colocó el hacha y la leña sobre él y se encaminó hacia su barca, satisfecha.

Siempre era agradable recordar que ahora era Petra quien se procuraba el alimento por sí misma.

concursoderelatos
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  • 10 de Marzo de 2011 a las 21:04
De cuando me tocó la lotería

- ¿El dinero? ¡Bah! El dinero no da más que problemas, te lo digo yo, que sé de lo que hablo. ¡Ochocientos millones me cayeron a mí! De pesetas, claro, no de la mariconada ésa del euro. Ochocientos millones de pesetas. ¡Ahí es nada! Ponlas una detrás de otra y sabrás de lo que te hablo. Lo primero que hice fue llamar al jefe y decirle que se metiera el trabajo por donde le cupiese. No fui ni a verlo aunque me hubiese gustado ver la cara que ponía pero es que estaba muy ocupado haciendo las maletas para irme al Caribe. Fue lo segundo que hice: sin parienta, ni hijos, ni nada. ¡A disfrutar! A ella no le hizo ni pizca de gracia pero como estaba forrado pues no era plan de enfadar. ¡Aquello sí que fueron unas vacaciones! Sol, playa, tías... ¡El paraíso! Estuve por quedarme pero yo no sirvo para estar parado así que volví y monté un negocio inmobiliario. Empecé a comprar pisos, casas, locales, chalets..., los arreglaba y los vendía sacando tajada. O los alquilaba, pero pocas veces porque es un follón, tienes que tratar con los inquilinos, que te paguen, que no te destrocen las paredes... ¡Ganaba dinero a espuertas! Durante unos meses entré y salí de la notaría más veces que el notario. ¡Si hasta casi me hacen socio y todo! Visitando casas fue como conocí a la Mercedes. Tenía treinta años y trabajaba en la inmobiliaria. Empiezas tonteando, un día te tomas un café, otro día quedas un sábado por la tarde para ver un chalet en la sierra... Y acabas “estrenando” los dormitorios de la mitad de los pisos de Madrid. ¡Ah, si las paredes hablaran! Al final, acabé comprándole un pisito en el centro que ella misma eligió. ¡Cuando pienso en aquellos días...! ¡Viví unos meses a lo grande! ¡Como el Rockefeller, tú! Después las ventas de pisos cayeron en picado, me pillaron con más de veinte fincas que no pude endosar a nadie si no era rebajando precios por debajo de lo que había pagado por ellos. La parienta pidió el divorcio diciendo que estaba harta de que le pusiera los cuernos, que sabía lo de la Mercedes y que me podía ir con viento fresco. Yo creo que eran excusas porque yo me da a mí que ella también se trajinaba a alguien de vez en cuando, aunque iba de santa. No es que no me importase pero, ¡como le iba yo a decir nada! Lo que pasa es que se olió el percal y se largó, porque mi Rosita será muchas cosas pero tonta, ya te digo yo que no. Se quedó la mitad de todo el capital ya que los pisos estaban a nombre de una empresa de la que no participaba. Los chavales, como ya eran grandes y cada uno vivía en su propia casa (que yo les había comprado, por cierto) pues se pusieron de parte de la madre, claro, que también es porque ella es la que se quedó con el dinero. Mercedes me salió con que estaba embarazada. ¡A mis edades, padre de nuevo! ¡No me veía yo otra vez cambiando pañales a las tres de la mañana! Pero me dijo que no quería de mí más que la pensión de la criatura, que con su sueldo no llegaba y que yo tenía que asumir responsabilidades pero que no quería comprometerse conmigo. ¡Vamos que para follar y darle comisiones cinco o seis veces al mes sí, pero para casarse, no! ¡Manda huevos! Aquello me dolió... bueno, en parte, que yo no quería más hijos ni más follones, la verdad. Al final, fue niña. La vi un par de veces, de pequeñita, y ya no la he vuelto a ver. La Mercedes se casó con no sé que empresario de no sé qué... ¡vamos, un tío con pasta! ¡Y es que la Mercedes la olía a distancia! Me hicieron firmar unos papeles para que el tío ése la adoptase y yo, como no tenía un duro para pasarle la pensión, me fue bien y todo, aunque me dolió, para que te lo voy a negar, ¡renunciar a un hijo así! Total, que me quedé con más deudas que ingresos. Los pisos se los fue quedando el banco uno a uno, junto con los coches que no se llevó el abogado de mi Rosita, que no veas tú cómo se las gastaba el menda. ¡Parecía que iba a comisión! Con tantos pisos que yo había tenido y casi acabo en la calle. Intenté convencer a la parienta para que me dejase volver, que habían sido muchos años y muchas penurias y alegrías para acabar así, peleados en la vejez. Pero me dijo que le fuera a pedir limosna a la fulana ésa (se refería a la Mercedes, digo yo) que, por ella, ya me podía morir. Aquello me dolió y juré por nuestros hijos que no le volvería a pedir nada más aunque estuviese en el lecho de muerte. Ella me dijo que cómo sabía yo eran míos y me cerró la puerta en las narices. Dos meses más tarde le saqué dos mil euros porque si no, me embargaban el último piso que me quedaba y aún no me llegaba la edad para cobrar la pensión. Y hasta hoy no he vuelto a saber de ella más que por mi hija, la mayor, que a veces viene a verme y me trae cosas y me manda a su chacha para que le dé un repaso a la casa que yo para limpiar nunca he servido. Así que aquí me ves, jubilado, con la pensión mínima (¡que ya me costó lo mío, no te vayas a creer!) pero más feliz y más libre que un pichón. Lo que yo te diga: ¡el dinero no trae más que problemas!

- Ya, ya... pero, ¿quieres un décimo para la de Navidad o no?

- ¡Pues claro! ¿Pero es que no has escuchado ni una palabra de lo que te he dicho?
concursoderelatos
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  • 10 de Marzo de 2011 a las 21:06
Cuestión de fe


La cuenta estaba en cero. Susana se quedó mirando la pantalla del cajero hasta que la persona que esperaba detrás se revolvió impaciente, devolviéndola a la realidad -No hay nada que pueda sacar de aquí, no sé para qué vengo como no sea para un milagro-pensó. Retiró la tarjeta conteniendo las ganas de ponerse a gritar de impotencia en la aséptica oficina del banco, despertar las miradas abúlicas de los que allí esperaban. Se subió el cuello del abrigo y salió a la calle sin saber a dónde ir ni a quién acudir. Llovía a mares y no había traído paraguas.

El bar de la esquina estaba casi desierto, salvo por un hombre que tiraba monedas a la tragaperras y otro que leía el periódico en la barra. Cruzó el pasillo de mesas hacia el baño aunque no había ninguna urgencia física que la apurara, más que la de hacer tiempo. No tenía ni para un café. Bajó la tapa de retrete y se sentó intentando hallar alguna idea nueva, alguna posibilidad que no haya sido barajada ya. Pero no hubo suerte, todas las alternativas estaban tan gastadas como las suelas de sus zapatos, todas las puertas que podía tocar ya las había tocado. Pronto saldrían los niños del colegio y tendría que ir a recogerlos; y había que ponerles algo de comer y alguna sonrisa -las dos cosas igual de difíciles de conseguir-. Se enjuagó las lágrimas con agua fría y salió a la calle. Los coches pasaban salpicando las aceras y los transeúntes iban sorteando la encrucijada de agua, bolsas y paraguas. Los escaparates apretaban aún más el corazón de Susana. No recordaba la última vez que se había comprado algo nuevo. Ya ni siquiera los miraba. Las tiendas de segunda mano la habían sacado de muchos aprietos con la ropa de los niños y la ayuda alimentaria de la cruz roja, la caja que le entregaban cada mes con harina, papilla, cereales, pasta alimenticia, leche, cacao, queso parafinado, arroz y azúcar, se acababa tan rápido, a pesar de sus esfuerzos por racionarlo, que no ayudaba demasiado. Los niños comían en el comedor de la escuela, gratis gracias a la subvención, pero aún así los días se hacían largos con la nevera vacía. Todo el dinero que ella ganaba limpiando casas se iba derechito al alquiler, los impuestos, las facturas y, la comida, era cada vez más escasa en la mesa. Para colmo de males Ramón se pasaba el día en la calle, desde que lo despidieron de la fábrica no había vuelto a ser el mismo. Siempre había tomado una copa de vino o algún aperitivo, pero desde hacía cuatro años, desde que se había acabado la prestación, se dedicaba a gastar el poco dinero que ganaba haciendo alguna changa esporádica, en alcohol. Susana se había peleado tantas veces con el dueño del bar de abajo, advirtiendo que si dejaban entrar allí a su marido lo denunciaría, que ya optaba por cruzar de acera y no tener que ver el estropicio en el que se estaba convirtiendo Ramón, dándose por vencida en aquella batalla.

A las cuatro de la tarde, después de ordenar un poco su casa, fue a por los niños. Llevaba el paraguas pero Alejandro y Martín preferían saltar sobre los charcos y corretear bajo la lluvia, a pesar de las advertencias de Susana. Haciendo el mismo camino de siempre, rodeando el edificio para evitar que los niños pasaran por el bar, Susana tropezó con una monja que apuraba el paso abstraída y sus paraguas chocaron. Pidió disculpas, pero fue la monja quien reconoció haber cometido el fallo:

-Estaba caminando pero no mirando hacia dónde… muy ensimismada en mis zapatos, siento haberle hecho daño.
-No es nada, sólo un rasguño- dijo Susana, pasándose la mano por la sien, donde se había golpeado. Pero un poco de sangre comenzó a brotar debajo de sus dedos. 
-Déjeme que le ayude- dijo la monja sacando un pañuelo de su hábito 
-Ojalá usted pudiera… mis contactos divinos están fallando- Susana rió intranquila 
-Es un pequeño corte…pero, ¡eh! ¿Tú no eres Susana? ¿Susana Amaya?
-Si…sí, soy yo.
-¡Soy Adela, tu compañera de primaria! ¿Te acuerdas de mí? ¡Éramos muy buenas amigas! 
-No te hubiera reconocido si no me lo dices… pero ahora que te miro bien…, estás igual, qué sorpresa...
- ¿Estos son tus niños?¿Cómo estás? ¿Qué es de tu vida?

Susana estaba nerviosa, sostenía el pañuelo en su sien y al intentar responder aquella pregunta, no pudo contener el llanto y pidió disculpas, intentando que los niños no se dieran cuenta de la situación. Adela (ahora Sor Adela), le preguntó por qué estaba tan apenada. Pero Susana no podía casi articular palabra, toda la impotencia y cansancio se atragantaban en su garganta. Sor Adela la invitó a hablar en una cafetería que estaba próxima, porque la lluvia se hacía cada vez más fuerte.

-Deja que lleve los niños a casa... no está lejos- Susana tomaba aire despacio para controlar la tristeza.
-Te esperaré dentro, escogeré una buena mesa para charlar.

Susana dejó a Alejandro y a Martín mirando los dibujos animados y fue a encontrarse con su antigua compañera. Con un café y lágrimas de por medio le contó con pelos y señales su periplo de años para sacar adelante a su familia. La monja  escuchó con atención y al finalizar le dijo que quizás pudiese ayudarla. Sabía que en el Convento de Santa Lucía estaban necesitando de alguien de confianza que hiciese los recados y trajera los suministros para la restauración de libros y manuscritos, que es a lo que se dedicaban. Fermina, la mujer que durante años había realizado esa tarea, estaba ya muy vieja y necesitaban a alguien para que la ayudase y aprendiera el oficio. Quizás existiese la posibilidad, si hablaba con la Madre Superiora de aquel convento, muy amiga suya, de que ella fuese la elegida. Susana sintió la mano divina interceder a su favor aquella tarde. Llena de fe volvió a su casa, rezando incansablemente a Santa Rita porque le diera la oportunidad de encontrar otro trabajo que aliviara los apuros en los que se encontraba.

A los dos días, tal como había acordado con la Hermana Adela, se presentó ante la puerta del Convento de Santa Lucía preguntando por la Madre Superiora y evidenciando de parte de quién y por qué venía. Diez minutos después, desde detrás de las rejas, otra monja le hizo varias preguntas por lo que Susana debió explicar otra vez las razones de su visita y por fin abrieron la puerta del cenobio.

Cruzando el patio interno y subiendo unas estrechas escaleras estaba el despacho de la Madre Superiora, que la esperaba en la puerta. La saludó sin grandes efusiones, de manera muy cortés, eso sí, y más bien seria. Luego la hizo pasar. Después de varias preguntas sin demasiada relevancia la Madre Superiora empezó a investigar a través de un simple cuestionamiento los conocimientos de Susana acerca de la restauración y la pintura, los cuales eran casi nulos. Susana estaba nerviosa, pero su manera de responder, sincera y directamente, agradaba a la Madre Superiora, la cual a poco de la charla dejó fluir una cierta empatía. Arreglados los pormenores y gracias a la recomendación de Sor Adela, al cabo de unos días Susana era la ayudante de la encargada de suministros del Convento de Santa Lucía.

Al principio las tareas eran sencillas y podían compaginarse con el trabajo de limpieza, pero al cabo de unos meses, cuando Fermina se jubiló y Susana ocupó su puesto, los pedidos eran más frecuentes y más específicos y Susana debió dejar de limpiar casas. Con lo que ganaba podía pagar el alquiler, los impuestos y comer. No sobraba pero tampoco faltaba y Ramón, gracias a que tuvo que hacerse cargo de cuidar a los niños durante la ausencia de Susana, bebía menos. 

Una mañana Susana subía un pedido a la Madre Superiora, pero esta no estaba en su despacho. De todas maneras decidió dejar las cosas allí y por inercia abrió el armario de madera que estaba en la entrada, porque de haberlo pensado hubiera dejado las cosas en el suelo. Al hacerlo se cayó una bolsa de residuos y un desparramo de fajos de billetes de quinientos euros se vertió a sus pies. Susana se quedó de piedra. Muy asustada devolvió todo a su sitio y salió al rellano, y justo antes de que nadie pudiese verla se escabulló escaleras abajo.

Ya en su casa, muy consternada todavía por el descubrimiento del dinero, habló con Ramón de aquel sorprendente hallazgo. Tan estupefacto como ella, durante gran parte de la noche, Ramón no dejó de darle vueltas al asunto y de hacer preguntas.

A la semana el convento de Santa Lucía fue víctima de un robo. El ladrón sabía perfectamente lo que buscaba, el dinero del armario fue sustraído en su totalidad. La Madre Superiora antes de avisar a las autoridades, el mismo día del robo, llamó a su despacho a las pocas personas que tenían acceso al convento, entre ellas Susana, quien juró no saber nada de ningún dinero, mintiendo. Su corazón estaba a punto de estallar. Cuando regresó a su casa dejó de dudar. Ramón, su marido, había robado el dinero. Estaba segura. Todas sus cosas seguían allí y sin embargo Susana lo supo. Aquella llamada, su beso al despedirse para irse a hacer un servicio la madrugada pasada… El mundo se le vino encima. Si las monjas la despedían estaba perdida y sabía que eso era cuestión de tiempo. Quiso rezar pero se sintió estúpida. Se juró que si en algún momento volvía a tener delante a Ramón, lo mataría. Aquel pensamiento le ayudó un momento. Sus hijos estaban a punto de salir del colegio. Mientras caminaba a toda prisa pues se le hacía tarde iba pensando qué contarle a los pequeños.

soloelsol
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  • 10 de Marzo de 2011 a las 22:01
Se cierra el plazo de presentación de relatos al LIV certamen. 

Al final, tras una última hora de infarto, hay 12 relatos por lo que se votan 5, 5-4-3-2-1, por privado. Haré recuentos cuando haya suficientes votos.

Gracias a todos los que habéis participado. 

Suerte.