Esta web, cuyo responsable es Bubok Publishing, s.l., utiliza cookies (pequeños archivos de información que se guardan en su navegador), tanto propias como de terceros, para el funcionamiento de la web (necesarias), analíticas (análisis anónimo de su navegación en el sitio web) y de redes sociales (para que pueda interactuar con ellas). Puede consultar nuestra política de cookies. Puede aceptar las cookies, rechazarlas, configurarlas o ver más información pulsando en el botón correspondiente.
AceptarRechazarConfiguración y más información

Foro para escritores de Bubok

Para participar en los foros de Bubok es imprescindible aceptar y seguir unas normas de conducta básicas. Puedes consultar estas normas aquí
X
romi
Mensajes: 678
Fecha de ingreso: 25 de Abril de 2008

Al llegar la primavera

26 de Marzo de 2011 a las 12:49

Bubok

Al llegar la primavera

            En estos tiempos, en todas las casas del Albaicín, de Granada y muchos sitios de la Alhambra, hay electricidad y gas. Todo el mundo hoy tiene en sus casas fuentes de energía para calentar agua, para la calefacción y para hacer comida. Por eso en estos tiempos, en los fríos días del otoño y del invierno, no se ve salir humo por las chimeneas de las casas. Tampoco muchas casas de hoy en día, ni en el Albaicín ni en el Realejo ni en Granada, tienen chimeneas. Ni las construyen al no ser como elemento decorativo.

            Pero en aquellos tiempos, cuando todavía se estaba construyendo la Alhambra y en los palacios vivían príncipes y princesas, las casas en el barrio del Albaicín, sí tenían chimeneas. Muchas viviendas acogían dentro una pequeña cocina para encender fuego, algunas, estufas de hierro y, en otras casas, hasta su pequeño horno en la puerta, en el patio o en el jardín huerto. Por eso, cuando en aquellos tiempos se presentaba el otoño y el invierno, de las chimeneas de muchas casas en el barrio del Albaicín, se veía salir humo. Chorros de humo blanco, con olor a leña seca mezclado con el aroma de alguna torta o pan de harina recién cocido en las brasas de la lumbre en la chimenea.

            Las personas, encendían y alimentaban sus fuegos con leña seca recogida en las montañas y algunos, con cisco o carbón vegetal. Por eso, en aquellos tiempos, cada mañana y al caer las tardes, por todas las calles del Albaicín y otros rincones de Granada, se veía un gran trasiego. Muchas personas pobres que, con sus borriquillos o sin ellos, iban y venían por estas calles con sus pequeñas o grandes carga de leña. Ramas o troncos más o menos gruesos que recogían en los bosques por la cuenca alta del río Darro, por la umbría del Generalife y por algunas tierras no lejos de la Alhambra. Y por eso también, al caer las tardes, por las pequeñas veredas que discurrían siguiendo las aguas del río y, a un lado y otro, se veían personas con sus haces de leña acuestas. Hombres, en algunas ocasiones y también mujeres, éstas siempre con el haz de leña sobre la cabeza. En ocasiones, solas y otras veces, acompañadas por alguna amiga o vecina y, de vez en cuando, llevando de la mano a su niño o niña. Y de este modo es como a ella se le vio aquella tarde.

            Tenía su vivienda en la ladera sur del barrio del Albaicín, frente a la Alhambra y no muy lejos de las aguas del río Darro. Y aquella clara mañana, primer día de la primavera, se presentaba muy bonita. Al salir el sol, el cielo se mostraba todo limpio de nubes, color azul intenso y con la atmósfera transparente. Se levantó temprano, arregló algunas cosas en su casa, en el jardín y en el huerto y cuando ya el sol se derramaba por los paisajes, se acercó a la cama de su niña y le dijo:

- Venga, despierta, levántate y vete preparando que hoy tenemos faena.

Abrió ella sus ojitos, todavía envuelta en la ropa de la cama, miró a la madre y después de un rato le preguntó:

- ¿Qué tenemos que hacer hoy?

- Ha llegado la primavera. Quizá el frío ya se marche y el sol nos regale la luz y el calor que tanto te gusta a ti. Pero hoy, en nuestra casa, ya no tenemos leña ni siquiera para cocer una pequeña torta de harina.

- ¿Vamos a ir a la montaña?

- Tú levántate cuanto antes que sí que vamos a ir a ese sitio que tanto te gusta.

- Voy ahora mismo. Y déjame que yo prepare la comida que nos llevaremos.

            Se retiró la madre, por un momento, a seguir con sus cosas en la casa mientras se mantenía atenta en la pequeña saltando de su cama. Al poco salió de la habitación y al encontrarse con la madre, descubrió que ésta ya tenía casi preparada su pequeña barja de cuero en forma de mochila un poco zurrón. Dijo la pequeña:

- Yo quiero preparar esto.

- Pues hazlo, hija mía. Pero ya estás viendo qué poco hay que preparar. Solo una torta de harina que anoche cocí con las últimas ramas secas que nos quedaban, un tomate, unos cuantos higos secos, almendras y dos naranjas.

- ¿Y esta será la comida que nos llevaremos?

- Y gracias al cielo que todavía tenemos estas cuatro cosas. En la orza solo nos queda un puñado de harina, un poquito de aceite en la cántara y alguna fruta.  

            Poco después, cuando ya el sol se alzaba a medio cielo, salieron de su casa. La madre con una cuerda de esparto en una mano y, en la otra, un rodete: especie de almohadilla de tela en forma de rosca para apoyar objetos sobre la cabeza.  Y la pequeña, portando en las espaldas la barja con las cuatro cosas de comida. Los rayos del sol caían brillantes desde el lado de las cumbres de Sierra Nevada y se derramaban sobre los muros, torres y palacios de la Alhambra. Un cuadro muy bello que ellas tenían la suerte de gozar cada mañana y por eso, apenas daban importancia. Y mientras descendían por la estrecha calle hacia el río Darro para tomar la sendilla que río arriba se alejaba, la madre dijo a la niña:

- Si te cansas me lo dices y paramos un rato para tomar fuerzas. Y si la bajar pesa mucho para ti, me la das y yo cargo con ella.

Y la pequeña enseguida argumentó:

- Tú siempre quieres hacerlo todo por mí y eso, a veces, no me gusta. A mí me agrada ir cargada con esta barja porque de este modo también hago algo por ti. Pesa un poco pero  puedo con ella y ya verás como no me canso.

            Y nada más comentaron en este momento. Siguieron bajando por la calle, saludando a los conocidos que con ellas se cruzaban y llegaron al puentecillo del río. Lo cruzaron y por la estrecha veredilla, tomaron río arriba. Al poco se encontraron con algunas personas que ya trabajaban en las tierras de sus huertos. Y, al saludarlos, algunos les preguntaron:

- ¿A dónde vais tan temprano y solas por estos caminos?

Y la madre, a todos respondía:

- Se nos acabó la leña en nuestra casa y hoy hace un buen día para ir a la montaña.

Y al alejarse ellas, los que hacía solo un momento les habían preguntado, entre sí comentaban:

- Ay que ver la valentía de esta mujer, tan sola siempre y a todas horas laborando y con su niña siempre a su lado.

- Desde luego que es una mujer fuerte y buena como pocas hay en nuestro barrio.

            Cantaban los pajarillos por las riveras del río y en la umbría, hoy conocida como la Dehesa del Generalife, el sol brillaba como el mejor día de verano. Llegaron al lugar también hoy conocido con el nombre de Jesús del Valle y siguieron su camino. Más arriba, bastante lejos todavía y elevadas, ya comenzaban a ver la Colina de los Almendros. En silencio caminaba la niña junto a la madre, agarrada de su mano cuando ésta le preguntó:

- ¿Vamos al mismo sitio que otras veces?

- Al mismo sitio porque es donde encontraremos lo que necesitamos.

- ¿Y estarán todavía por ahí florecidos los almendros?

- La primavera ya ha llegado y los almendros tú sabes que dan sus flores en pleno invierno.

- Pero no importa. También tú sabes que lo que más me gusta de este lugar es la pradera de hierba que por ahí siempre se extiende como en un manto y el manantial de agua clara que brota bajo la roca. ¿Podré jugar un rato mientras tú recoges la leña?

- Podrás jugar todo lo que quieras.

            Y aprovechó ella estos momentos para preguntar a la madre lo que le iba llamando la atención según caminaban río arriba. Y le preguntó muchas cosas del río, del rumor de la corriente, de las pequeñas cascadas, los charcos y los remansos y de las lavanderas cascadeñas y mirlos acuáticos que a su paso levantaban vuelo. Y luego le preguntó por el color verde de las plantas, por las mil florecillas con tan variados colores, por los muchos pajarillos que, cada dos por tres, salían volando al acercarse ellas. Y también le preguntaba por la luz del sol, el color del cielo y hasta del airecillo fresco que la mañana les iba regalando. La madre fue respondiendo, una tras otra, cada pregunta que ella le hacía, según la experiencia de las cosas que ya la vida le había permitido conocer y según lo que en su corazón sentía. Y al final, cuando ya les quedaba poco para llegar al manantial de la colina, le dijo, como en forma de resumen:

- La naturaleza, hija mía, está repleta de misterios y de fantasías. Ella nos regala lo mejor de la vida y nos enseña lo que no está escrito en ningún libro. 

- Pero la naturaleza, según cada día descubro contigo, encierra mucha belleza.

- Toda la belleza del mundo. Por eso yo siempre he pensado que la naturaleza es el libro más bello jamás escrito, donde están todos los poemas, todos los cuadros que puedan pintar los mejores artistas y todos los misterios y cuentos.

- ¿Y también todos los juegos bonitos que yo siempre sueño?

- También y mucho más.

- Entonces, si no fuera por la naturaleza ¿las cosas no serían nunca como cada día las vemos?

- No solo no serían como ahora cada día las vemos sino que ni siquiera estaríamos aquí nosotros para verlas.

            Y al llegar a estas reflexiones, la niña guardaba silencio mientras seguía caminando cogida de la mano de la madre. Y al rato volvía a preguntarle:

- Y si yo quisiera hacerme amiga de los pajarillos, de las flores y de las aguas de este río ¿qué tendría que hacer?

- Solo compartir tus juegos con las aguas del río, los pajarillos que junto a la corriente revolotean y con las flores que caigan en tus manos.

- ¿Todo es así de sencillo?

- No hay más secreto.

- ¿Pues tú sabes lo que a mí también me gustaría mucho?

- A ver, comparte conmigo tu secreto.

- Me gustaría tener muchos amigos buenos y simpáticos para que nos dieran compañía a nosotras cuando venimos por estos sitios. Porque pienso que, compartir con ellos todas estas cosas que decimos y vamos encontrando, sería muy divertido.

- Seguro que algún día el cielo te regala con los amigos que sueñas.

            Ya casi al mediodía y, mientras avanzaban por su camino, fue apareciendo ante ellas la montaña que iban buscando. Algo más arriba del ancho espacio de Jesús del Valle, un poco a la derecha y por eso, al fondo, comenzaron a vislumbrarse las cumbres de Sierra Nevada. Por completo cubiertas de nieve muy blanca porque, solo tres días atrás, había nevando. Y como hoy el sol brillaba tan limpio como el mejor día de verano, la nieve sobre las crestas de las montañas, mostraban el blanco más inmaculado. Según ahora ascendían hacia la pradera de la colina de los almendros, al divisar la blancura de Sierra Nevada, la niña comentó:

- Y de ese paisaje tan bonito, con el sol que sobre él se derrama y recortado al fondo sobre el azul del cielo ¿qué me dices?

- Te digo que disfrutarlo como nosotras en este momento, es un regalo inmenso.

            Un poco más y ya casi pisaban la llanura del manantial coronada por la puntiaguda cumbre de la montaña que buscaban. Y antes ellas, lo que con mayor fuerza se presentaba era la oscura figura de la centenaria encina. Redonda pero un poco en forma de seta, destacaba clavada en todo lo alto de la colina de los almendros. Recortada también al fondo sobre la blancura de la nieve de Sierra Nevada y el azul del cielo. Y al ver esta enigmática y a la vez robusta figura de la encina, otra vez la pequeña comentó con la madre:

- Es lo que más me asombra de este rincón. Verla ahí clavada en todo lo alto, serena como una estatua, verde oscura como una noche sin luna y siempre como esperando, más de una vez me ha hecho pensar en algo mágico. ¿Tú sabes la historia de esta encina?

- Sé algo y, como bien dices, entre sus ramas, serenidad y  color, hay todo un pasado muy extraño.

- ¿Qué pasado es ese?

- Desde hace tiempo quiero contártelo y quizá hoy se presente la ocasión pero ahora mismo, no.

- ¿Cuándo?

- Ahora ya los días son más largos. Podemos descansar un buen rato junto al manantial que a ti te gusta, después de que yo haya juntado la leña que venimos buscando. Y, mientras tomamos el sol cerca del manantial y comemos lo que traes en la bajar, puede ser un buen momento para contarte la historia de esta enigmática encina.

Y la niña dijo:

- ¡Vale! Ya lo estoy deseando. Y también vete preparando  porque tengo un buen puñado de preguntas para ti.

            Y nada más llegar a la pequeña llanura de la ladera, donde el manantial brotaba, lo que más a las dos les llamó la atención fueron las florecillas.  Cientos de pequeñas flores que, a lo largo de todo el arroyuelo del manantial, junto a la roca y por toda la pradera, se veían. Narcisos, algunas violetas, margaritas blancas y amarillas, lirios silvestres, gladiolos, campanillas y las bonitas flores, blancas y violetas del los ajos porros,  Allium porrum. Al descubrir tantas y variadas flores y colores, dijo enseguida la niña:

- Como si alguien hubiera plantado y cuidado aquí el mejor jardín para que ahora nosotras lo disfrutemos.

- Sí que parece eso.

- Pues yo me quedo junto a este almendro y manantial  y, mientras tú recoges las ramas secas que venimos buscando, juego un rato. Quiero preparar una sorpresa para ti.

- ¿Qué sorpresa?

- No te lo digo porque sino, pierde su encanto.          

Junto al viejo almendro, soltó ella la barja y como el sol calentaba plantado ahora en todo lo alto, lo primero que hizo fue acercarse con la madre al manantial. Las dos lavaron sus manos en las claras aguas y la madre bebió unos tragos. Se fue luego por el lado de arriba de la roca, hacia lo más alto de la colina y por donde se espesaba el bosque y se puso a buscar palos y ramas secas. Cortó, de varios almendros que los calores del verano pasado habían secado, algunas ramas y recogió trozos de encina, de enebros y de lenticos y, poco a poco y en nada de tiempo, juntó un buen montón de leña. Extendió el cordel de esparto que con ella había traído, formó un buen haz, lo amarró fuerte y cargó con él hacia el manantial donde la pequeña se había quedado. Y en todo esto, la madre no empleó más de cuarenta y cinco minutos pero cuando llegó a donde su niña se había quedado con la intención de jugar con las aguas y las flores que por el lugar decoraban, descubrió que ésta también había trabajado aprisa. Justo por debajo de la roca, donde brotaba el manantial, en la tierra había excavado una pequeña poza. Al chorrillo de agua que desde la poza salía, le había puesto unas piedras para que formaran una pequeña cascada. Había dejado que el agua se posara, tanto en la poza como en el chorrillo y, mientras tanto, se puso a buscar las flores más bonitas que por la pradera crecían. Había cortado un bonito ramo, no muy grande pero sí muy variado en colores y clases de flores y cuando la madre llegó con su haz de leña, ya ella había puesto el ramo de flores en el agua de la pequeña poza. Al llegar la madre, soltó el haz de leña encima de la roca y, antes de que le diera tiempo decir nada, la pequeña comentó:
- Las he metido en el agua para que no se marchiten. Es un regalo que quiero hacerte y luego me las voy a llevar conmigo para decorar la casa nuestra. ¿Te gusta mi regalo?

Miró despacio la madre y, tras un minuto de silencio, dijo:

- Me gusta mucho tu juego y el ramo de flores silvestre que para mí has cortado, me gusta la poza del manantial y la cascada. Pero ¿por qué me haces este regalo?

- Tú, en ningún momento paras de hacer cosas por mí. Eres la mejor madre del mundo y por eso pienso que te mereces un ramo de flores como éste.  ¿De verdad lo encuentras bonito?

- Todo es fantasía tuya, lo has labrado y modelado con tus manos y has puesto en ello la ilusión de tu pequeño corazón. ¿No es suficiente esto para que me parezca bonito?

            Y las dos se sentaron cerca de la poza y el ramo de flores. No a la sombra del almendro sino al sol, para aprovechar el calorcito que éste regalaba. Abrieron la barja, sacaron las cuatro cosas de comida, partieron la torta, el tomate y repartieron las almendras e higos secos y se pusieron a comer. Y mientras saboreaban sus escasos alimentos no dejaban de mirar el ramo de flores en la pequeña poza y el chorrillo de agua saltando por la cascada y yéndose por entre la hierba de la pradera. Se sentía la niña orgullosa tanto de su madre como de su pequeña obra con las flores y el manantial. Miró, en este momento para lo alto de la colina, donde el leve vientecillo mecía las ramas de la gris y misteriosa encina y  le preguntó a la madre:

- Me dijiste que ibas a contarme la historia de esta encina. ¿Es ahora un buen momento?

- Sí que lo es.

Respondió la madre, mientras saboreaba un bocado de torta con una almendra. Y se dispuso a contarle a su niña la historia que le estaba demandando cuando, de repente, por el aire y como si viniera de la gris encina en todo lo alto de la colina, apareció una bonita mariposa. Al verla, exclamó enseguida la pequeña, señalando a la mariposa y mirando a la madre:

- Mira, viene a inspeccionar mi ramo de flores.

- Déjala y estate quieta a ver qué hace.

- Nunca había visto una mariposa con tanto colores y tan grande. ¿Sabes como se llama?

- Algunas personas la conocen con el nombre de Mariposa de los Rabos y otros la llaman chupaleches. Es la más grande y bonita de todas las mariposas que viven en estas montañas que nos rodean.

- ¿Quiere hacerse amiga de nosotros?

- Parece que sí. No la espantes ni le hagas daño.

- ¿Pero tú has visto de donde viene?

- Sí que la he visto.

- ¿Es que vive entre las ramas de esa extraña y gigante encina?

Y la madre no respondió a lo que su pequeña le preguntaba.

Despacio y como inspeccionando, revoloteó la mariposa alrededor de ellas, sobre las ramas secas del haz de leña, cerca de la madre y de la niña y luego se fue a las flores del ramo en la pequeña poza de agua. Hizo varios intentos de posarse y, después de remontar vuelo y pararse nuevamente a la roca y a las ramas del haz de leña, se posó en el ramo de flores. Y en todo este rato, ninguna de las dos, habían apartado sus ojos de la bonita mariposa. Y en cuanto la vio parada en las flores, a la pequeña le faltó tiempo para comentar:

- Parece como si tuviera algún interés en nosotras y, en espacial, por mis flores.  

- Muévete despacio para que no se espante y espera un momento a ver qué hace.         

            Y la mariposa, durante un buen rato, se mantuvo sobre las flores, abriendo y cerrando sus alas. Como alimentándose de los rayos de sol que sobre ella incidían. Durante bastante rato no dejaron de observarla y de seguir todos sus movimientos y al poco la madre comentó:

- Es bonita y da pena asustarla pero la tarde va cayendo y nosotras tenemos que regresar a casa. Coge las flores con cuidado mientras yo cargo con el haz de leña y nos ponemos en camino de vuelta.

- ¿Y se vendrá ella con nosotras?

- Seguro que no porque su vida y libertad la tiene en estos campos.

Y sin más, la niña cogió las flores y a sus movimientos, la mariposa alzó vuelo. No se alejó mucho pero sí trazó varios círculos, idas y venidas hasta que otra vez se paró en una de las ramas del haz de leña que la madre ya tenía sobre su cabeza, apoyado en el rodete de tela. Volvió a comentar la niña:

- Es como si algo quisiera de nosotras y, en especial, de ti.

- Pues vamos y que haga lo que quiera.

            Desde el manantial de la roca, la niña con su ramo de flores en la mano y la madre con su leña sobre la cabeza, comenzaron a descender por la senda. Hacia el encuentro del río Darro y ya con la intención de regresar a su casa en el barrio. Y según bajaban de la montaña la mariposa no paraba de revolotear a veces cerca y otras veces lejos de ellas. Alzaba vuelo, como queriendo irse a la encina sobre la colina pero volvía y se posaba en las ramas del haz de leña, en las flores del ramo de la niña y, en otros momentos, rápida revoloteaba por delante o por encima de ellas.

- Se viene con nosotras y esto es porque quiere hacerse amiga nuestra.

Y la madre guardaba silencio. Siguiendo la sendilla llegaron hasta el río, continuaron bajando cauce adelante, ahora ya frente al sol de la tarde que poco a poco se ocultaba al fondo de la Vega de Granada y por donde los palacios de la Alhambra.

            No pararon en ningún momento porque el camino era largo y porque la tarde iba cayendo. Tampoco la mariposa se apartó de ellas. Todo el trayecto del camino y a lo largo de todo el tiempo, las fue acompañando. Perdiéndose a veces por entre las ramas de los árboles que, a lo largo del camino, iban encontrando, pareciendo que se iba para no volver pero, una vez y otra, regresaba con ellas. Y se ponía en sol cuando las dos llegaban a la altura de la Fuente del Avellano. Se había posado la mariposa en las flores que la pequeña portaba en su mano cuando, de pronto, alzó vuelo y se perdió dirección a los palacios de la Alhambra. Dijo la niña:

- También en esta ocasión volverá porque sé que a ella le ha gustado tu haz de leña y mi ramo de flores.

Pero en esta ocasión no volvió. Las dos observaron como, trazando círculos y muchas piruetas por el aire, la mariposa se alejaba más y más hacia la colina de la Alhambra.

Al poco, se les pe