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civairott
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LVI Concurso de Relatos. Tema: RELATOS CINÉFILOS- Hilo para colgar relatos

27 de Marzo de 2011 a las 23:06
Desde hoy domingo 27 hasta el jueves 7 de abril a las 22 horas queda abierto mediante este mensaje el plazo de recepción de relatos.

El tema es "RELATOS CINÉFILOS".  Lo que pido es que los relatos presentados supongan un homenaje a una película, un personaje de cine o bien actores o directores que hayan dejado su huella en el cine.
 
**Al ganador, le regalaré un libro relacionado con el cine (biografía de gente del cine, libros sobre pelis o novelas que hayan sido llevadas al cine). El precio: más/menos 25 euros**

Recordad, un relato por persona, entre 400 y 1700 palabras, posteado en este hilo anonimamente. 

(A los que quieran participar por primera vez, por favor, léanse las bases antes.)

Para cualquier duda, mandadme un mensaje privado.
 
¡Que se dé bien!
civairott
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  • 31 de Marzo de 2011 a las 21:57

concursoderelatos
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  • 2 de Abril de 2011 a las 19:59

Devil



La tengo delante y se toca las tetas por encima del vestido cuando habla conmigo. Como si con ella no fuera la cosa. No estoy haciendo lo que debo y no me siento mal, slo miro a ambos lados protegiendo mi alma. Se re, maliciosa, y sus ojos me prometen lo que saben que no me van a dar. Los guionistas no deberamos conocer a las actrices protagonistas. El director y todo el equipo de filmacin nos observan. Es temprano por la maana y no hay mucho ms que hacer. Ellos tan slo se han de centrar en una serie de palabras, ya sean habladas o escritas, que han de aprender o que han de obedecer. Yo invento este mundo aqu y ahora. Entre ellos soy una isla prodigiosa. El director y todo el equipo de rodaje saben que conmigo no pueden. La vigilancia, los juicios, la consciencia de los dems y los marcapasos me intimidan porque mis debilidades son demasiado fuertes. En mi pelcula, la pelcula que se har a partir de mi guin (el mismo guin que he de reescribir cada da), se ver lo que hay dentro de m. Se ver al Diablo. Diablo en ingls se dice Devil… Las chicas de maquillaje son estupendas, siempre con pastillas en sus bolsos. Estar colocado en este rodaje se ha vuelto obligatorio. Me quedan tantas escenas por reescribir que o me drogo o no llego a tiempo a ningn sitio. Debera pasar ms horas delante del porttil, o por lo menos ms horas en mi habitacin…, joder, si hasta me pagan una suite en el centro de la ciudad para que pueda escribir… En cambio, renuncio a todas esas comodidades y prefiero venir cada maana a este maldito rodaje. A ver si rodeado de tanta gente creativa se me pega algo. Jajajajaja. S, me ro yo solo de mis propias estupideces desde hace muchos aos.

Por fin ha llegado el director de fotografa. Me saluda levantando la cabeza. Sus ojos estn hinchados. Enseguida se acerca al director y comienzan a manejar los hilos. He de escribir para que mi coartada parezca real, como real es todo lo que vivo y siento. Jajajajaja. La actriz protagonista es tan angelical que slo consigo imaginarme que tras la toma buena decido perseguirla hasta su caravana deluxe y, cuando an me est diciendo: hola, qu puedo ofrecerte, reno el suficiente valor para meterle la polla hasta que le salga la leche por las orejas. Jajajajaja. Y ms tarde, me comera sus ojos… Es una actriz maravillosa. Tambin es cierto que yo soy uno de los guionistas mejor pagados del mundo. Pero doy asco. S que se me acerca y me habla, e incluso me escucha, porque quiere tener historias que contarle a sus amigos actores cuando le pregunten por m. Es decir, intereso. Y mis pelculas, bueno las pelculas que se hacen con mis guiones, dan mucho dinero. He de seguir y seguir, no puedo parar o me descubrirn. Y entre tanto, la alegra se me escapa de entre las manos por la decadencia de estas ltimas semanas en las que me he ido convirtiendo en un trozo de carne mal formada que deambula por estos estrambticos decorados. Pero todava contino en pie, luchando contra la nulidad de estos instantes que comparto con ella. Hasta que se va pues el director la ha llamado. No puedo permitirme tambalear. No puedo dejar de ser una isla prodigiosa. En el rodaje de una pelcula de este calibre debes conseguir creerte intocable. Yo me lo creo cuando consigo un nmero suficiente de las pastillas que manejan las encantadoras chicas de maquillaje. Debera perder la cabeza por alguna de ellas. Sin embargo aqu estoy, donde no debera estar, mirando como mi diosa se marcha a escuchar al director que la usar hasta la extenuacin por el bien de la humanidad. El director est convencido de que esta pelcula va a cambiar el mundo. Jajajajaja.

Ya ruedan la toma. Ella est siendo mi personaje ahora. Lo hace realmente bien. Es sublime... No me olvido de que tengo que reescribir muchas de las escenas y de que no lo estoy haciendo. El director no conoce mis ltimas ideas. Adems tampoco le hace falta conocerlas. Acabara tan liado como lo estoy yo con mi propia historia… Escucho el Corten! Ha sido una gran toma. Es un director con dos cojones. Sabe mandar, obligar a los tcnicos a dejarse el lomo, exprimir al elenco, llorar por dinero. Esta pelcula puede pasar a la historia, nos hemos reunido unos cuantos genios en cada libre, pero seguramente acabe siendo una mierda. Hasta ahora hemos ido capeando el temporal, bueno, en realidad, no hemos capeado ningn temporal, permanecemos bajo la tormenta, retrasndonos cada vez ms…, ya ni nos preguntamos cules son los plazos previstos. Los productores an nos aguantan, tampoco conocen toda la verdad. Esto me lo cont, hace unas cuantas noches mientras nos corramos una juerga, el director de fotografa pues es uno de los ntimos del director. Fue una noche extraordinaria, acab dudando de si era verdad que exista mi pelcula. El director de fotografa me sigui el juego. Beb slo margaritas, quin sabe por qu. Curiosamente no le habl de mi actriz… Ah, mi actriz... Su manera de pronunciar las eses. O cmo rechaza la comida. Y siempre con su botellita de agua Evian. Ay, me pongo gilipollas… Me gustara tener su boca chupndome el ano, me gustara agarrarla del pelo y apretar su cara contra mi culo hasta que le costase respirar… Jajajajaja. Y luego, me comera sus manos… Ella, a estas alturas, ha desaparecido del plat. Entonces regreso a mi roulotte.

No han pasado diez minutos cuando ella aparece en el umbral de la puerta que haba dejado abierta pues adentro apestaba. Segn dice le encanta que est todo tan desordenado pero es obvio el esfuerzo que ha de hacer para contener una mueca de asco cuando al sentarse sobre la cama la nota pringosa. Debe ser vino, le miento, ayer mientras me serva una copa se me cay un poquito… Le ofrezco mi silla delante del porttil. Es lo nico que est limpio. Por qu habr venido? Me cuenta que est sorprendida por cmo se est desarrollando el rodaje…, est convencida de que estamos rodando una obra maestra. No s qu responder y le ofrezco un whisky que rechaza sonriendo pues segn dice an no son las diez de la maana. Entonces coge una de las pginas que hay sobre la mesa. No, le digo, no, por favor, es un poema horroroso, pero no me hace caso. Mientras lee sus ojos se van abriendo... Est escrito en Neolengua, ya sabes, LA GUERRA ES LA PAZ / LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD / LA IGNORANCIA ES LA FUERZA, la Neolengua de la novela de Orwell 1984, as que no creas que las palabras quieren decir lo mismo que lo que significan en cualquier conversacin. Porque ella ha ledo Amor, Respeto, Luz y Candidez. Entonces me da un beso y se va. Se marcha de mi roulotte y s que no volver jams. Me ha descubierto. He dejado de ser prodigioso. En ese momento veo con claridad que la pelcula dar mucho dinero. Aunque no creo que la podamos acabar. Necesito las pastillas de las chicas de maquillaje. Necesito toda esa agua que me permita volver a construirme mi propia isla. Necesito una coraza para poder creerme prodigioso y sobrevivir a esta locura de la creacin. Pero dudo si lo conseguir otra vez. Siempre caigo ante el Diablo. Soy mi propio Diablo. Soy Devil.

Fuera nada ha cambiado. La pelcula discurre por su habitual caos. El director de fotografa se re al verme. Tiene un descanso y a l si le apetece un whisky. Escondidos tras unas casetas de materiales, nos bebemos la botella mientras charlamos de mujeres. Yo no aguanto ms y le hablo de mi actriz pero sin contarle que he sido descubierto hace un rato. l dice no poder dejar de pensar en el coo de la encargada de decorados. Dice que es un coo inmenso, que se abre como cueva hambrienta. Pero quienes llegan son las chicas de maquillaje. Traen sus bolsos llenos de pastillas. Traen sus cuerpos, sus espritus y sus almas. Vienen y nos damos cuenta de que ninguno de nosotros terminar la pelcula. Que es imposible escapar de nosotros mismos. Y sin embargo todos regresan al trabajo cuando se les requiere por sus buscas. Me dejan solo. Escribir es un oficio solitario, me dice una de ellas tras abrazarme. No sabes cunta razn tienes, le respondo, pero ya no me escucha porque se ha ido dando saltos. La maana sigue avanzando, parece eterna, y slo es capaz de romperse cuando el director me llama al mvil. Quiere verme en cinco minutos en su oficina. Por suerte estoy muy cerca y llego a tiempo. Me dice que la situacin es desesperada, que le hacen falta las tres escenas de maana ya… Por supuesto le digo que no hay problema. Que llevo pensando en esas escenas desde hace das y que slo me quedaba plasmarlas en el papel. Plasmar en el papel es una expresin infalible. Me deja ir vivo. Ha habido veces que me he tenido que pelear a hostias con los directores, pero a fuerza de peleas he aprendido a saber decir lo que tengo que decir. Por el camino llamo al director de fotografa. Me cuenta de qu van las tres escenas de maana. En ese momento vuelvo a saber dnde estoy. Al fin y al cabo es mi historia, son mis personajes, nadie los conoce como los conozco yo. S hacia dnde van. S cmo va a terminar todo esto… Caminando se me ocurre una nueva variacin en la trama. El director est tan necesitado que no va a poder negarse. Hacer una de mis pelculas cuesta mucho sacrificio. Ya lo saba cuando me contrat. Consigo rodearme de tanta agua que vuelvo a ser intocable. Cuando diviso mi roulotte, me doy cuenta de que soy prodigioso. Maana se har lo que yo escriba. Slo necesito ponerme frente al porttil, imaginar cmo querra que fuese la pelcula y darle a las teclas.
concursoderelatos
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  • 3 de Abril de 2011 a las 19:00

BIENVENIDO MR. COI

 

Pues señor… érase una vez una capital española, una capital cualquiera del mundo, y sucedió que un día de tantos… Pero no, antes tienen que familiarizarse con algunos de sus habitantes.

Don Alberto es el alcalde, un guapo mozo que cursó la carrera de Derecho y que pudo prosperar como fiscal aunque prefirió adentrarse en el mundo de la política. Aquella de allí es doña Esperanza: Condesa consorte de Murillo y Grande de España, antigua ministra y presidenta del Senado de la Nación, primera mujer electa como presidenta de una Comunidad Autónoma, liberal a ultranza. Dicen las malas lenguas que tiene sus más y sus menos con don Alberto, habladurías de las que no hay que hacer caso. Ésos que se acercan por allí son don Juan Carlos y su hijo Felipe, el padre es muy campechano y está presentando a su hijo en sociedad; don Juan Carlos sabe que algún día su hijo heredará su negocio y quiere que esté al tanto de todo para cuando llegue el momento. Y ya solo nos falta don José Luis: ¡el optimista antropológico, el jardinero de los brotes verdes, el profeta de la Champions League económica!, al que acompaña Bibiana, una joven promesa igualitaria.

Hoy andan todos un poco alborotados y es porque esperan una gran visita. Los delegados del COI vienen a  valorar la capacidad de esta capital para celebrar, nada más y nada menos, que unos Juegos Olímpicos. Son muchas las actividades que se han organizado en su honor, todos han colaborado para que los delegados se sientan como en casa. Se ha limpiado la ciudad (al menos aquellas calles por las que pasará la delegación); se ha hablado amablemente con los rateros para que, en estos días tan decisivos, no se dejen ver demasiado, también se habló con los terroristas, pero ya se sabe… cabezotas hay en todas partes y a punto han estado de estropear los preparativos; se han dado a miles de niños banderitas para que saluden a la comitiva a su paso, están todos muy monos con sus camisetas en las que luce una mano multicolor y esa frase tan afortunada y que tanto tiempo les costó elegir: “tengo una corazonada”. Pero escuchemos lo que nuestros personajes están diciendo en estos momentos.

            —Entonces, ¿yo no voy a recibirlos? —Felipe hace la pregunta un poco decepcionado.

            —No, no. De eso me encargo yo. —Don Alberto no deja opción a un cambio de última hora —. Tú te encargas de darles un tentempié de bienvenida. Y que no falte el vino, Felipe, que no falte. Que tu mujer se ponga guapa. Y… ¡a ver qué música les vais a poner!, que vienen de Brasil y vendrán con marcha.

            —Por eso no te preocupes, la música ya la he dejado yo escogida —dice don Juan Carlos dando una palmadita en la espalda a don Alberto.

            —Mañana ya me encargo yo de ellos —interviene don José Luis satisfecho —, ya he hablado con unos amigos empresarios y políticos que les van a dar palique contándoles todo lo bueno que tenemos por aquí. Y lo más importante, estos amigos me lo van a hacer de fiao. Y os aseguro que los del COI se van a quedar tan impresionados, que van a hacer un informe… no para que nos den las Olimpiadas del dieciséis, sino las del dieciséis, las del veinte, y las del veinticuatro. Díselo tú, Bibi.

            —Digo.

            —Ya habéis oído a la Bibi. Y dice que me quedo corto, que hasta es posible que propongan que se hagan Olimpiadas en los años de en medio para que también se celebren aquí. ¿No es verdad, niña?

            —Ea.

            —Siento interrumpir el discurso de Bibiana, pero vamos a lo del miércoles. —Doña Esperanza toma la palabra y todos guardan silencio —. Hay que enseñarles las instalaciones que ya están acabadas y las que están en obras. Me habrás arreglao ya lo de la M-30.

            —Bueno… como alcalde vuestro que soy, os debo una explicación, y esa explicación que os voy a dar… os la voy a dar porque como alcalde vuestro que soy os la debo, porque como alcalde vuestro que soy…

            —Vale, Albertito, déjalo —le interrumpe doña Esperanza —. Ya buscaremos por dónde llevarlos. ¿Tenemos preparaos a los niños con las banderitas y a los deportistas para las pachangas?

            —Por supuesto, porque como alcalde vuestro que soy…

            —Que sí, Albertito, que ya nos darás la explicaciones. Vamos al jueves.

            —Eso es cosa mía —dice don José Luis lleno de entusiasmo —ya he hablado con mi amigo Alfredo y está todo preparado. Aquí Bibiana le ha ayudado a preparar las respuestas para cualquier pregunta que puedan hacer, porque la Bibi tiene una labia… demuéstrale a los señores, niña.

            Ozú.

            —No les digo… si es que tiene un arte…

            —En fin, luego tú te los llevas a comer antes de que se marchen, ¿no?

            —Tranquila Esperanza —don Juan Carlos sonríe mientras responde —, que me los llevo a mi casa y les pongo sus buenos platos de jamón y de queso.

            —Y que no falte el vino, Juan Carlos, que no falte el vino.

            —Manzanilla del bueno. Tranquilo Alberto, que no faltará.

Dejemos a nuestros amigos preparando el recibimiento de la delegación del COI y adelantemos hasta la fecha definitiva, el 2 de octubre del año 2009.

 

Ya está, ha sido fácil, un salto de línea y ya estamos nada menos que en Copenhague  en el día clave. Para los curiosos diré que la visita fue un éxito y que los delegados se fueron encantados; la buena gente de nuestra capital consiguió que se sintieran agasajados y antes de marcharse le susurraron a don Alberto que la candidatura estaba en el bote. Pero vayamos a lo que importa, hoy se anuncia la resolución del COI. Todas las ciudades candidatas han traído a sus vecinos más ilustres y han ponderado las virtudes de sus villas natales.

Nuestros amigos han estado muy bien. Primero han deleitado a todos con un vídeo multicultural que ha sido una preciosidad y luego han hablado don Alberto, doña Esperanza, don Juan Carlos y don José Luis. Los discursos les han quedado bordados, muy multilingüísticos, (excepto el de don José Luis, que el pobre no aprendió idiomas) porque lo multi siempre queda bien en estos actos; además han contado con la participación de grandes figuras del mundo del deporte. Don Alberto no tiene dudas, la corazonada se va a convertir en una realidad.

            —Sólo quedamos los brasileños y nosotros. Esto está hecho.

            —Yo creo que sí. —Doña Esperanza también parece optimista —. José Luis, ¿te has aprendido ya lo que tienes que decir a la prensa cuando nombren nuestra ciudad?

            —Estoy en ello. Güelcom tu espein, de pipol  is very japi for dis desision…

            —Me dice mi hijo Felipe que la Plaza de Oriente está hasta arriba de gente —don Juan Carlos continúa hablando por teléfono con su hijo —. Sí, les he contado que en la familia somos muy olímpicos, no se me ha olvidado. ¿Miss Cafeína?, ¿de verdad? Grábalo, tengo CD’s vírgenes en el segundo cajón de la cómoda. Que sí, que lo grabes, que me gusta mucho.

            —Ya sale, ya sale —avisa don Alberto con nerviosismo —. Juan Carlos… dile a Felipe que luego lo llamas, chssst.

Y ahí está el portavoz, solemne, abriendo el sobre en el que se encuentra el nombre de la ciudad afortunada. El silencio es absoluto salvo en la cabeza de don José Luis: “Güelcom tu espein, de pipol is very japi for dis desision…” Vamos, don José Luis, esté atento, que ya lo van a decir.

            —Río de Janeiro.

            —¿Ha dicho Madrid? ¡Güelcom to espein…

            —Que no, José Luis —le aclara doña Esperanza —. Cállate.

No ha podido ser. Nuestros amigos ahora están cabizbajos, pero no hay que preocuparse, es sólo la contrariedad del momento. Ahora se irán a preparar sus maletas en silencio y nadie culpará a nadie, porque esto son cosas que pasan y de las que nadie tiene la culpa.  En la Plaza de Oriente también la gente se marcha abatida, Felipe se lo acaba de contar a su padre: las manoplas multicolores ahora sólo señalan al suelo.

Mañana seguro que todos estarán más contentos porque… porque ¿qué importan unas Olimpiadas? Ya habrá otras y si no… no pasa nada. Las obras de la M-30 se acabarán, lo mismo que las instalaciones deportivas que se empezaron a construir; las malas lenguas seguirán hablando de los más y los menos que se traen entre sí don Alberto y doña Esperanza; don Juan Carlos continuará presentando a su hijo en sociedad; don José Luis mostrará de nuevo el mismo optimismo antropológico de siempre y Bibiana seguirá siendo una promesa igualitaria con el don de la palabra. Nuestra capital seguirá siendo una capital cualquiera, como tantas otras del mundo y sus habitantes miraremos al cielo, tal vez soñando o tal vez esperando la necesaria lluvia que se lleve la nube de contaminación, pero todos sabemos que allí, detrás, sigue estando el sol. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

 

 

.

 

 

 

             

 

 

concursoderelatos
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  • 3 de Abril de 2011 a las 22:15

TUMBAS PARA TODOS


(Funboy, estás muerto desde el momento en que tocaste a esa chica)


Lake View Cemetery, Capitol City.


Tumbas para todos, cuerpos que embrutecerán el aíre para convertirse en cenizas que se irán depositando por los rincones de las ciudades. Fotos de muertos acumulándose en las repisas de los linajes hasta que las repisas sean más grandes que las casas. Casas que ya no tendrán más remedido que escalarse unas a otras como en un malabarismo, porque las tumbas habrán ocupado todo el planeta.
�O eso, o nos olvidamos de los muertos.
�“Empezando por ti, James, no quieras dar lecciones a nadie”.
�James se había escondido detrás de un recio mausoleo. Pensó que estaría a refugio del viento, pero el viento en Seattle te busca donde te encuentres. Sintió que la garganta se le estaba hinchando, así que se colocó la bufanda como mejor pudo hasta casi taparse la nariz y comenzó a humedecer la lana con su propio vaho.
�Cuando ya no había nadie, James se levantó para buscar la tumba. En la entrada había consultado un archivo localizador varias horas atrás. Anduvo arrimando el hombro hacia el viento para no caerse pero, cuando llegó a la zona indicada, a su derecha unos cipreses y un conjunto de mausoleos lo pusieron bajo un refugio efectivo.
�Como si la paz hubiese bajado del cielo.
�Entonces se dio cuenta de que no llevaba varias horas, sino dos años oyendo al viento exigirle una ofrenda y sintió que el pecho se le relajaba tanto que podría llegar a llorar tan sólo con una palabra amable. O redentora.
�“Perdóname”.
�Había dos lápidas frente a él. La del padre y la del hijo. La del hijo era completamente negra y en ella se podía leer: BRANDON BRUCE LEE. 1 FEB 1965 31 MAR 1993.
�Se abrió en su interior el ojo de la memoria sin que ya pretendiese volver a cerrarlo y en esa visión interior se mezclaban sus propios dibujos negros, trágicamente góticos, con las imágenes a color de aquel joven exótico, bello, también gótico, que le dijo a James sus propias palabras sin que parecieran falsas.

(Oh, ratas de cloaca, sois tan fieles que me sonrojo hasta los huesos… ¡Nunca dejáis de morir por mí!)

�Sin que pareciera que estaba dramatizando.

-�Señor…

James pegó un respingo y se volvió. El hombre que le había hablado llevaba un pulcro uniforme municipal y un gorro de lana. Era afroamericano, pequeño y fuerte y debía tener cincuenta años, aunque quizá sin gorro de lana aparentaría sesenta.

-�Lo siento.
-�¿Disculpe?
-�Lo siento.
-�¿Qué es lo que siente, señor?

James se rió, aunque sus tripas se habían quedado duras como la cecina.

-�Haberme quedado después del cierre, supongo.

El hombre sonrió con comprensión y se puso junto a él para mirar las tumbas.

-�Lo hacen muchos jóvenes. No pasa nada. Lo entiendo. Por lo que hacen.

(Madre es el nombre de Dios en los labios y los corazones de todos los niños)

James se quedó extrañado pero, como aún no sabía si lo estaban echando amablemente, prefirió no preguntar nada y se quedó allí con las manos en los bolsillos.

-�Usted no parece uno de esos chicos, si me permite el atrevimiento.
-�No. La cuesta ya va más hacia abajo que hacia arriba.

El hombre le tendió la mano y James se quitó rápidamente el guante para estrechársela. Aquel hombre tenía la mano caliente y firme.

-�Arthur Kingley.
-�James O´Barr.
-�Está bien que se quede un rato, James… ¿Puedo hacerle una pregunta?
-�Por supuesto.
-�¿Viene a visitar al padre o al hijo?
-�A Brandon.

El señor Kingley negó con la cabeza.

-�Es todo muy raro. Muy triste. Hicieron una película de la vida de Bruce Lee, no sé si usted la ha visto… Me la recomendó uno de esos chicos que vienen por la noche a dejar un papel…
-�Dragón.
-�Eso. En la película era como si Bruce Lee tuviera que luchar contra un demonio para salvar a su hijo, y en la película lo salva… y yo, no sé, pienso en la persona que haya escrito esa película… el guionista… Y me digo… ¡Buff, se ha tenido que sentir como una mierda! Con perdón. Porque es como, sin saberlo, digo, es como si hubiese hecho una broma con todo esto… No sé, quizá sólo son tonterías. Depende de lo supersticioso que uno sea, ¿no le parece, señor O´Barr? ¿Señor?

James estaba pálido como el negativo de la tumba de Brandon Bruce Lee. El señor Kingley lo sujetó de un brazo y lo ayudó a sentarse en el suelo. Se sentaron ambos en el suelo.

-�¿Señor O´Barr, se encuentra bien?
-�Es la misma broma. No lo había pensado. Yo lo hice inmortal, pero no lo era… y no sé si él se creyó que era inmortal – apretó muy fuerte el brazo del hombre – Creo que se mató por mi culpa, porque yo lo hice inmortal, y no lo era.
-�Señor, cálmese un poco…

Pero ya no podía calmarse un poco; el temblor tomaba forma y todos los pensamientos encarcelados tomaban también forma, como sólo habían intentado hacerlo desde que sacaron aquella preciosa edición de “El cuervo” el año anterior y le habían preguntado por unas palabras y sus palabras se quedaron clavadas en la garganta y tuvo que escribir en un folio al editor: “A la memoria de Brandon Lee. Siempre te recordaremos con amor, James”. Y se había vendido; había funcionado como un tiro. Y eso era lo que más dolía.

-�Señor O´Barr. ¿Se encuentra mejor?
-�Pude hablar con Alex Proyas ese mismo día, el director de la película – miró al señor Kingley con apuro – Disculpe, está usted aquí…
-�No se preocupe. Tengo tiempo.

James sonrió con agradecimiento y se apoyó en los codos. El hombre le ofreció un cigarrillo y fumaron.

-�Yo escribí el cómic El cuervo porque no entendí la muerte de mi novia. Escribí El cuervo para ella, pero lo dibujé para mí… Me hice invulnerable y terrible y bello. Escribí frases preciosas y las engarcé con la muerte. Me vengué de la muerte. Volví de la muerte de ella. Pero volví yo. Así que supongo que, finalmente, no entendí nada.
-�¿Qué había que entender, señor?
-�Que la muerte es la muerte.

Guardaron silencio de nuevo, acabando los cigarrillos.

(No es la muerte si la rechazas)

-�Hablé con Alex el mismo día que murió Brandon. Parecía como si hubiésemos estado jugando con vudú; yo lo vi así desde el principio pero no se lo quise decir a nadie y todos me decían que mi homenaje simplemente se haría más grande. El Cuervo salió de mi dolor y jugamos con él y lo vendimos. Entonces hablé con Alex y le pregunté: “¡Dios mío, Alex, ¿qué ha pasado?” Y él me dijo: “Se ha puesto un arma de fogueo en la sien y ha disparado, James. El aíre le ha reventado la cabeza”. Y no pudimos hablar más. Y siguieron haciendo la película, como si fuese imposible matar a El cuervo. Como si estuviésemos todos hipnotizados. Luego� pude hablar con un técnico que me dijo: “Todo el mundo sabe que una bala de fogueo te mata a esa distancia. Lo sabe hasta la chica de la claqueta”. Y no puedo dejar de pensar que el primero que se vio hipnotizado fue Brandon. Todos esos efectos especiales… mis frases… ¡Dios, mis frases, ensayándolas una y otra vez, y los otros actores dándole la réplica y haciéndose pequeños cuando él se acercaba, como si fuera El cuervo!

El señor Kingley pensó en las palabras de James y luego sonrió y negó con la cabeza varias veces, como si algo fuese en ese momento tremendamente obvio.

-�Tengo un primo que está cumpliendo dieciséis años en Chino – dijo – Mató a un tipo que le vendió un coche por dos mil dólares. El coche se rompió a la semana. Mi primo fue y le pidió el dinero. Le hacía falta. El tipo no le dio el dinero y mi primo le dio un puñetazo que lo dejó en coma. Tres meses. Luego se murió. De un puñetazo – miró a James – Ustedes los escritores, no se ofenda, pero se creen demasiado importantes. Y sufren de más. La muerte es la muerte. ¡Eso lo saben hasta las cobayas, hombre!

James se rió y el señor Kingley también se rió. James se sintió aliviado, pero sólo en la superficie.

-�Usted no mató a nadie, señor O´Barr. Los jóvenes hacen locuras. Y… lamento mucho lo de su novia. No lo sabía.
-�Gracias.
-�¿Quiere tomar un café en mi caseta?
-�Gracias. Creo que voy a irme. Tengo que hacerle una pregunta de escritores.
-�Dispare.
-�¿Qué dejan los jóvenes en esos papeles?

El señor Kingley siguió sonriendo, pero de un modo distinto. James también sonreía, pero ya no parecía una persona.

�(Soy el error del piloto, soy la malformación del feto, soy el cromosoma aleatorio. Soy la más completa y total locura. Soy el miedo)


-�No veo ningún papel, así que imagino que usted los recoge para que no se los lleve el viento. ¿Qué le escriben los jóvenes a mi corazón ensangrentado?
-�Señor…
-�Le piden cosas, ¿no es cierto? Le piden cosas a El cuervo.
-�Sí.
-�Le piden cosas como si fuera un santo, ¿no es así?
-�Sí.
-�¿Qué le piden? ¿Venganza?
-�Sí.
-�Le piden que se levante y mate al tipo que dejó sin trabajo a su padre, al tipo que se está follando a su hermana, ¿no es cierto? Le piden que mate al tipo que conducía borracho, ya ve, cosas de escritores que hace todo el mundo, creer en un santo ensangrentado.

El señor Kingley no dijo más veces que sí. James se levantó y le tendió una mano para ayudarle.� Miraron las dos lápidas un rato más.
“La vida es olvidar”.
James habló por fin.

-�Que la tierra te sea leve, Brandon Bruce Lee; igual que ella, moriste demasiado joven y demasiado bello.

concursoderelatos
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  • 4 de Abril de 2011 a las 13:03

Cada vida es una película


Volver con la frente marchita … sobre todo cuando te has ido hace tanto tiempo que el mundo que dejaste es ya un mundo irreconocible,� pensaba Ramón cuando pisó el aeropuerto después de cincuenta años de haber dejado, cuando tenía quince, la ciudad donde nació.

Entonces, aquella ciudad era pequeña, rodeada de campos verdes y montañas pobladas de pinos, con un río de aguas sucias, de color ocre a causa de las minas que se excavaban en las colinas cercanas, la atravesaba un tranvía de aquellos clásicos que trepaba hacía la basílica de la Virgen y serpenteaba por las calles, además de autobuses rojos de dos pisos como los ingleses y otras peculiaridades que Ramón recordaba bien y creía que encontraría a su vuelta.

Aquellos primeros días fueron de muchas emociones, aún quedaban amigos de los de entonces y algunos familiares. Estaba asombrado, apenas había algunos rincones que él podía reconocer, las plazas principales, renovadas, seguían siendo las mismas, la ría que ahora bajaba limpia pero sin aquellos barcos y barcazas que antes la embellecían y le daban carácter. Una mañana soleada bajó a la zona antigua; las callejuelas seguían siendo las mismas, las fachadas de las casas, ahora restauradas, también. Siempre le había gustado recorrer a solas las ciudades por las que había viajado y ahora ésta era casi nueva para él. Subió por la calle de Las monjas, la zona en la que había pasado la infancia y donde le habían dicho que aún estaba su colegio. La primera sorpresa fue ver que el viejo cine Albéniz había desaparecido.

Poco a poco, le dijeron,� había ido envejeciendo, (ya era viejo cuando él lo recordaba) y perdiendo público al abrirse otros cines más modernos y con más comodidades. Y como es natural, en su lugar habían construido un grupo de viviendas. Sentado en un café en la plaza cercana� los recuerdos vinieron a su cabeza rememorando cómo era todo aquello cuando se fue. Se vio subiendo por la empinada cuesta, camino del colegio, con los brazos cargados de libros, en compañía de Jon y Félix, sus mejores amigos entonces; corrían con la lengua fuera para alcanzar a las niñas del colegio de monjas situado frente al suyo. El Albéniz se encontraba justo al principio de la cuesta así que todos los días, sin dejar uno, se acercaban al cine y miraban las fotografías que mostraban escenas de las películas que daban, algunas de rubias con buenas tetas y con algo de carne a la vista, lo que era motivo de bromas y risas nerviosas entre ellos. Entonces había matinal y algunos desocupados acudían a pasar el rato en la oscuridad de la sala. Los jueves y fines de semana ofrecían sesión doble� con� películas de aventuras o el oeste, para los niños y� a las noches otras para adultos.

El precio de las entradas nunca pasaba de las cinco pesetas la más cara. En el patio de butacas los asientos forrados de terciopelo habían perdido su color granate y en el gallinero había bancos corridos de madera; decían que era un criadero de pulgas, pero Ramón nunca había sentido ninguna. A los niños les gustaba ir allí arriba; cuando se apagaba la luz empezaban a tirar del pelo a las niñas o dispararles proyectiles de chufas o gominolas, para desesperación del pobre Tasio, el acomodador, que andaba siempre con su linterna vigilando lo que pasaba. De vez en cuando la película se interrumpía porque se quemaba. Las luces volvían a encenderse y todos silbaban y pataleaban. Era divertido cuando, de pronto, pillaban a alguna pareja haciendo manitas y la pobre chica enrojecía hasta el pelo queriendo desaparecer de allí. Las películas eran inocentes y la mayoría muy malas, llegaban las que eran antiguas y estaban, muchas de ellas deterioradas, aunque, para los adultos, solían traer magníficas películas clásicas. Jamás se veía un beso bien dado en aquellas películas, no había situaciones inadecuadas ni nada que pudiera exacerbar la libido de los espectadores y si había algún tema escabroso se disimulaba en los diálogos para que no se enteraran de nada.

Dejándose llevar de los recuerdos Ramón� vio subir a toda velocidad por la calle de Las monjas un coche de la policía local con la luz azul brillando intermitente y la sirena sonando.

Cuando tenía unos 13 años más o menos, se ganaba unas pesetas trabajando, los fines de semana,� para una pastelería muy conocida en la parte del Ensanche. Llevaba bandejas de tartas o pasteles a las casas de los clientes; le pagaban un pequeño sueldo que le servía para sus gastos y para ahorrar para la colección de soldados de plomo que le gustaba pintar. Recorría todos los barrios de la ciudad, iba allí donde le mandaban y aquel sábado, casualmente le mandaron a su colegio, porque los niños hacían la primera comunión y algún padre invitaba a los curas.

Caminaba con la bandeja apoyada en las manos, era ya un experto en sortear peligros para que no acabara por el suelo, pero aquella mañana, según bajaba por la Alameda vio que las cosas iban a complicarse. Por la calle que conducía al puente bajaban y subían jóvenes a carreras, algunos reían y otros con cara asustada intentaban alejarse del lugar. Escuchó entonces los primeros disparos y las carreras se incrementaron. Parado en mitad de la calle no sabía qué hacer, intentaba que aquellos que corrían sin control no le tiraran los pasteles. Miraba, apurado, a un lado y a otro para ver si encontraba un lugar donde resguardarse; por la calle subían un grupo de policías con la cara cubierta por un pasamontañas bajo el casco y unas escopetas de cañones muy largos que disparaban pelotas antidisturbios. La gente corría, atravesando el puente, alocadamente y sin mirar si tropezaban o no.

Se sentía ridículo con aquellos pasteles en la palma de la mano en medio de aquél jaleo; iba a pegarse contra la pared del casino cuando una voz, que sonaba extraña porque surgía de debajo de una capucha, le dijo:

-�� �Chaval, ponte detrás mío y sígueme.�

Hizo lo que le decía el policía y así caminaron como uña y carne hasta atravesar el puente. Una vez que llegaron a una de sus calles, el hombre se tocó el casco en un saludo medio militar y le dijo:

-�� �Venga, sigue con lo tuyo.

Estaba muy excitado, el corazón le palpitaba con fuerza, había recorrido todo aquel jaleo pegado a la espalda de un policía enmascarado. Y para más confusión, cuando dejó los pasteles en el colegio, el padre Genaro, el portero, le dio cien pesetas� ¡cien pesetas! Nadie le daba más de diez pesetas de propina. Bajaba por la cuesta tan contento que se le olvidó el jaleo de La Avenida. Se paró a la altura del Albeniz y miró la cartelera:

Una rubia preciosa con una faldita corta, subida en un árbol, abrazaba a un mono. Miró quién era, porque le pareció guapísima, Maureen O’Sullivan y la película se titulaba� Tarzán de los monos, el protagonista era Johnny Weissmüller. No se lo pensó dos veces, sacó una entrada, subió al gallinero y se sentó en la primera fila, recostando la cabeza en los brazos apoyados en la baranda del balcón. Y se olvidó de todo y voló colgado de una liana y llamó con un grito a los elefantes y se bañó en los remansos de los ríos y llevó a Jane en sus brazos y la defendió de todos los peligros.� Durante hora y media él era Tarzán.
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  • 4 de Abril de 2011 a las 13:27
���������������������������������������������������������������������������������������������� PAÑUELOS DE PAPEL


���� Cuando había consumido ya cuatro cajas de pañuelos, un bote grande helado de chocolate y un par de latas de coca-cola, tenía los ojos escocidos de tanto llorar. ¿Por qué diablos se parecía tanto su vida a la de aquella mujer? Una señora madura; ni guapa ni fea, más bien todo lo contrario. Una señora madura, algunos dirían que en el apogeo de su vida; otros, de manera más burda, dirían que gallina vieja hace buen caldo. Para el caso venía a ser lo mismo.
���� ¿Cuántas veces había soñado con un encuentro como aquel?, tantas como noches se había quedado dormida en el sofá, con el mando a distancia entre los dedos, amagando un gesto interrumpido. Tal vez intentando apagar su vida, o tal vez tan sólo intentando congelar el instante.

���� El no era su tipo, nunca le había gustado demasiado. Físicamente se aproximaba demasiado a la clase de hombre que te mira por encima del hombro, con los ojos entrecerrados, ni para ti ni para mí, para luego desdeñarte con un gesto de superioridad. Sin embargo, en aquella película parecía querer redimirse de toda una vida de violencia sin sentido y estupidez consagrada en el altar de las taquillas. Era un hombre, hombre. De los que quitan el sentido, de los que una no se encuentra en la cola del súper.

���� Lógicamente, si echaba la vista atrás, alguno como aquel se había cruzado en su camino. Y como era de esperar había sido desechada como uno de aquellos pañuelos de papel que adornaban, como si fueran copos de nieve, la moqueta del salón. Algo que le recordó levemente a la última Navidad, al pueblo, al primer novio que le miraba de reojo cuando se cruzaban en la plaza, mientras empujaba el carrito de su hijo pequeño y llamaba a voces a sus dos gemelos. Aquella Navidad también nevó, en el pueblo y en su alma. �

���� Su marido, como el marido de aquella mujer madura, era un personaje sin contenido en su vida. Un accesorio más, algo con lo que complementar ciertos aspectos sociales que, a aquellas alturas eran ya imposibles de obviar. Y como él, tan sólo salía al final de la película; un par de frases casi al borde de los créditos finales. Mientras ella miraba hacía atrás en medio de la cortina de agua que empañaba los cristales del coche.
���� A veces soñaba con los ojos abiertos, mientras él dormitaba junto a ella y entre ambos cuerpos se levantaba un muro de silencio helado. Soñaba con un puente de madera, con juncos a la orilla de un río de aguas lodosas que se desplazaban con parsimonia, como sus días. Como su vida.

���� Entonces lo veía con claridad, le veía sobre ese puente, vestido como si acabara de regresar de un safari o de alguna guerra lejana, con un aire entre romántico y divertido en la mirada. Alto, espigado, casi desgarbado y con el pelo revuelto, porque los convencionalismos le daban igual. El tan sólo la amaba, la amaba desde la última vez que se dijeron adiós. Entonces era capaz de sentir la cálida esencia de su respiración junto a su cuello. La dulce fragancia del sudor de hombre, cuando no apesta sino que incita a la pasión. Entonces, sucedía la evasión perfecta, ya no era capaz de oír el susurro, casi un ronquido, de la respiración de su marido.

���� Por eso, al menos una vez al mes, cuando su marido llega tarde a casa después de jugar la partida de mus con sus amigotes del trabajo, recupera del cajón de los recuerdos un dvd gastado y rayado por el paso del tiempo y se sienta frente al televisor. Cuando empieza la película, y tan sólo con oír los primeros acordes de la banda sonora, las lágrimas afloran a sus ojos, porque de sobra conoce cada fotograma, cada frase del diálogo y a lo que conducen… entonces, como cada noche que se queda a solas, nievan pañuelos de papel sobre la moqueta del salón.

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  • 4 de Abril de 2011 a las 21:42

Sueos rotos


Junto concienzudamente las migas que hay sobre la mesa con el ndice. Siento el estmago duro por haber cenado una cantidad ingente de nuggets con salsa rosa. De postre me empalago de remordimientos, cruzo las piernas, miro mis tacones y lleno la cocina de humo espeso, inquieta. Diego apuesta, jugando a su particular pulseada con el azar, en el ordenador del saln. Los nios intentan ahuyentar el sueo en la cama y lo consiguen atrayendo de a ratos nuestra atencin. Afuera llueve. Es lunes y por eso la vida en la ciudad se escabulle bajo las sbanas temprano, dejando tras de s una estela de quejidos, un rumor a sueos rotos, que maana se entregarn diligentemente a la resignacin.


Tras la ventana la noche llora el jazz que estn pasando en la radio. Una imgen demasiado triste. Los lunes me parecen tristes. Me levanto y saco delicadamente las flores del agua verde del jarrn, el agua donde se atrapa su muerte. Mientras las arrojo a la basura pienso que tendra que haber tumbas ms bonitas para las flores marchitas y que debera lavar los platos. Pero no tengo ganas, el jazz es demasiado cadencioso y se me mete dentro como un enjambre de mariposas. Aprieto mis muslos con los dedos, me retuerzo y nada me impide bailar. El jazz siempre me recuerda a la pelcula Chicago, a Roxie Hart y a las piernas de Rene Zellweger, largas y flacas, contonendose en el escenario. Hago un estupendo equilibrio en los tacones intentando imitarla sin darme contra la punta de la mesa, voy y vengo en la pequea cocina, consigo coger el swing… Pam pam parabaraba pam pam… (susurrado)…Roxie! -Tendra que tener los labios pintados de rojo- Roxie!. Imagino que tengo un vestidito ceido y plateado. Bailo para ahuyentar el bostezo que amenaza instalarse en mi hipotlamo. Susurro Roxie! acaricio mi cuerpo y doy vueltas entre cacerolas y vasos sucios sacudiendo el aburrimiento y la falda con mis piernas I gonna be a celebrity! Me han echado del trabajo pero no me importa. Hay muchos tos mirando y enloqueciendo That means somebody every one knows! Roxie! Pam Pam Parabaraba pam pam. Todo brilla. Contoneo las caderas, enredo mi melena. La audiencia me ama y yo los amo a ellos Roxie! Me paso los dedos por los labios y bajo lentamente moviendo las caderas y los hombros… Roxie! Me levanto, giro, estiro los brazos y la msica se detiene justo a tiempo cuando doy la vuelta final. Roxieeeee Haaart! Respiro hondo… me siento bien...adoro bailar y haca mucho tiempo que no lo haca.


Abro la puerta de la cocina y salgo disparada hacia el bao, no quiero que Diego me vea sin los labios rojos. Marilyn los usaba rojos, claro que tena tetas ms grandes, pero los usaba rojos y a m me quedan estupendos aunque mis tetas sean ms pequeas, porque tambin tengo unos labios carnosos. Paso por la habitacin de los nios y compruebo que estn dormidos. En el servicio me retoco el maquillaje y me pongo, de a pequeos golpecitos con el rouge, de rojo los labios. Inclino el pecho sobre el lavabo y saco bien el culo para afuera, levanto el vuelo de la falda para comprobar que las ligas estn bien sujetas y me miro al espejo. Aprieto con mis manos mojadas los rizos morenos y cortos. Con el cincel de la duda y el martillo del ego hago un bonita escultura en mi imaginacin de cmo me gustara que fuera mi cara. Siempre pico sobre las mismas grietas hasta encontrar belleza. Mis arrugas me sonren desde el espejo. Me gusto, a pesar de que estoy un poco chalada y tendra que ser rubia. El amor a m misma se instala en mi coo, autocomplacindose. Siento que me yergo sobre este lnguido lunes mientras me recorren el cuerpo las ganas de vivir y de follar. Quiero quitarme la camiseta y me doy cuenta que controlar los impulsos elctricos del cerebro es extremadamente importante y que debo tenerlo presente en las prximas incursiones al bao. Porque yo dira que, sin quererlo, me he quitado todo y me qued en ropa interior. De hecho, me parezco algo a Marilyn ahora que me veo casi desnuda, ser por las caderas y por lo indulgente que me vuelvo cuando estoy feliz. An sin aparecer frente a l, cuando salgo del bao, le pido a Diego que ponga a John Coltrane, "Psalm" que me encanta. Cuando lo hace apago las luces del saln y comienzo a caminar y menearme lentamente, Diego me mira, pero de reojo veo que desva la mirada hacia la pantalla en un par de ocasiones. S que le he bailado esta cancin demasiadas veces…, pero an as me enfado y salgo pitando a la cocina, donde me desenrosco la toalla del cuello que me haba puesto a modo de boa de plumas y la tiro al suelo.


Comienza a dolerme el estmago otra vez. La luz azul de los enigmas ilumina el pequeo escenario de mi mente y deja en primer plano mis pensamientos de manual de chisme prefabricado que corren desaforados dentro de los renglones de lo que se supone debe ser esta escena. Batallo contra ellos. No quiero enfadarme. Me quiere? Claro que me quiere. Pero pasa demasiado tiempo en el ordenador. Me meto un trozo de queso y lo apuro con un trago de vino. La lluvia es cada vez ms intensa y el viento la hace estallar contra los cristales. Diego abre la puerta de la cocina y entra por detrs, me quedo quieta. No quiero enfadarme. No quiero enfadarme. No quiero enfadarme “Qu te pasa?” me dice. -qu me pasa?, me toma por gilipollas, acaso todava no sabe lo que me molesta?- quiero decirle esto, pero me quedo callada y cojo el paquete de cigarrillos. Lo miro con indiferencia cuando me doy lentamente la vuelta. Enciendo el cigarrillo con una cerilla y paso mi desnudez muy cerca de su cuerpo, pero sin la menor insinuacin. A esta altura del silencio y de la trama, si quiero llegar al fondo de las cosas slo me sale caer ms bajo. Me siento, cruzo las piernas y empiezo a dar voz a alguno de los personaje que a veces se apoderan de m, mientras l sonre apoyado en la encimera ante mi cara de maosa: “Pareca aquella escena en la que Marilyn canta That old black magic y nadie la mira, esa”…. “No, no parecas Marilyn en Bus Stop, eras ms bien Roxie Hart”. “Mientes, esa msica no va con Roxie.”… “Cario ests preciosa…”. Siento que las ondas expansivas de aquel detalle tan poco frecuente me golpea con fuerza en el corazn… no hay palabras ms lindas en su boca. En un instante de emancipacin de roles, corro a besarle y l me aprieta la cintura y me enmaraa los rizos y yo le meto la lengua. Pero cuando ya el beso empezaba a insinuar el comienzo de algo ms, me separa lentamente…”Pero tengo un partido… est jodida la cosa y tengo que estar ah… en un rato, s? no te importa?”…
… “Claro que no”… Me peino. Vuelvo hacia la mesa a por el cigarrillo y cuando Diego desaparece tras la puerta pienso que no deberan dejarse marchitar las flores sin extraer de ellas hasta la ltima gota de belleza. No tendran que ponerse a lavar los platos. Me seco la lgrima, una sola, porque ya aprend a no dramatizar cuando estoy sola. Tengo fro, pero antes de irme a la cama y de acabar el lunes quiero dejar la cocina limpia. Ya s que Diego va a estar ocupado hasta la madrugada y no pienso esperar. En ropa interior y sobre mis tacones, voy fregando uno a uno los cacharros que son miles, mientras la lluvia y el jazz se mezclan con el rumor de mis sueos rotos.


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  • 6 de Abril de 2011 a las 16:54
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������ LA FIEBRE DE WALT


��������� Los dos niños jugaban a tirar piedras a un charco de aguas verdosas, mientras las libélulas se agitaban nerviosas entre los juncos, como si presintieran el peligro que suponía la presencia de los dos humanos.
���� A lo lejos, lo único que rompía la monótona línea del horizonte era el edificio de la estación de ferrocarriles de Marceline (Missouri), con sus ladrillos rojizos y desgastados por el pedrisco y los tornados. Adosado al mismo se levantaba el depósito de grano; cada miércoles el tren de mercancías cargaba hasta los topes sus vagones y continuaba camino hacia el Este.
���� —Ruth, ¿a qué no te atreves a venir conmigo más allá del cerro? –La niña, atónita, miró a su hermano fijamente. En la palma de la mano sopesaba un guijarro plano y sin aristas, como si estuviera calculando la velocidad que alcanzaría al cortar el aire.
���� — ¿Por qué no? Es martes, hoy no vendrá el tren. –La niña hizo oscilar su pequeño brazo derecho un par de veces, para después soltar un latigazo seco y arrojar la piedra; rebotó una vez contra la superficie acuosa del charco y alcanzó la otra orilla quedándose clavada en el fango.

���� Los dos hermanos echaron a correr, vadearon el charco de aguas verdosas y se alejaron hasta convertirse en dos diminutos puntos en la lejanía. La línea de cerros marcaba el límite entre las últimas edificaciones de Marceline y la pradera salvaje.
���� Como siempre, desde que abandonaran Chicago para afincarse en aquel pequeño pueblo del Medio Oeste, Walt salió provisto de su cuaderno de dibujo y carboncillo suficiente como para pasar el día. Le gustaba dibujar, aunque era una afición que procuraba llevar en secreto. Elías, su padre, le daría una buena tunda si se enteraba de que hacía novillos para dibujar libélulas o gorriones. La pequeña Ruth solía acompañarle en sus correrías; era la única forma de que mantuviera el pico cerrado.

���� Cuando el sol alcanzó su cenit ya habían perdido la noción del tiempo. El viento llevaba en suspensión partículas de arena y briznas de hierba que lo impregnaban todo con su olor. Hasta donde alcanzaba la vista, todo era verde, amarillo e inmenso.
���� — ¿No estás cansada, Ruth? –Interrogó Walt con preocupación. De todas sus correrías aquella se había convertido, de largo, en la más arriesgada. Un par de veces había vuelto la vista atrás, y al no distinguir la mancha rojiza de la estación de ferrocarril, sitió un pellizco de angustia. Pero su inquietud iba más allá, iba tras lo que se perdían sus ojos, lo que se escondía tras la difusa línea de aquel horizonte subyugante.
���� —Si, estoy un poco cansada. Y además tengo sed.
���� Walt buscó en su zurrón y sacó una cantimplora. Primero le dio de beber a la pequeña y después bebió él. Un trago corto, por si las moscas.
���� De repente, Ruth se levantó como si un resorte la hubiera propulsado desde el suelo.
���� — ¿Qué te pasa? –Preguntó Walt asustado.
—Ahí abajo, en el suelo, hay algo. –Afirmó tartamudeando, mientras señalaba con su pequeño dedo la oquedad del suelo. Walt fijó sus ojos con atención, hasta que distinguió una naricilla que se movía inquieta en el interior.
—No tienes que preocuparte, sólo es un conejo. –Walt se sentó con las piernas cruzadas y se dispuso a esperar, mientras sujetaba con las manos un carboncillo nuevo y flamante. Para la ocasión.
El animalillo, lejos de amedrentarse por la presencia de los humanos, asomó las orejas moviéndolas de un lado a otro, intentando percibir alguna señal en el rumor del viento.
—Quieta, ni respires. –Avisó Walt.
Después de las orejas, mamá conejo sacó el resto del cuerpo algo más confiada, olisqueó a su alrededor y, como quien no quiere la cosa, volvió a meter la cabeza en la madriguera.
—Mira, Ruth. Le está diciendo a sus gazapillos que pueden salir, que no hay peligro.
—Anda ya, los conejos no pueden hablar. –Afirmó la niña con seguridad, pero sin dejar de observar con curiosidad.
—Lo que pasa es que tú no puedes entenderlos. –Adujo Walt, mientras garabateaba rápidos trazos sobre el papel en blanco.
— Y tú sí, ¿verdad? –Preguntó Ruth enfadada. –Eres un mentiroso, Walt Disney. Si vuelves a contarme una trola le diré a papá a lo que te dedicas. Se te va a caer el pelo. –Aseguró, arrugando los morros con un mohín de indignación.
—De acuerdo, de acuerdo. No seas tonta. Mira, te gusta. –Walt mostró su obra con orgullo. Mamá conejo, erguida sobre sus patas traseras, observaba con una sonrisa casi humana como sus hijos jugaban entre las flores que salpicaban un campo en blanco y negro. Uno de ellos agitaba una de sus pequeñas patas, golpeando un tocón de árbol como si fuera un tambor.
— ¡Ja, ja, ja! ¡Qué gracioso, lo llamaré Tambor! –Los dos niños emprendieron el viaje de vuelta a Marceline. Esta vez hicieron el camino mucho más despacio. A su alrededor la pradera parecía haber cobrado vida; los pequeños insectos, las lagartijas, una familia de perros de las praderas que caminaban en fila india, irguiéndose y ocultándose al unísono…y un coyote solitario que se les quedó mirando con perplejidad.
Al filo de la tarde, el edificio de la estación de ferrocarriles reapareció ante sus ojos, como un fantasma cuya sombra oscilaba delante de sus ojos.

Mamá Flora se removía inquieta en el porche del hogar de los Disney. La granja estaba situada más a las afueras de Marceline de lo que a ella le hubiera gustado, de modo que la tardanza de los niños la tenía en ascuas. No es que no estuviera acostumbrada a las andanzas de Walt y Ruth, pero aún así, cada una de ellas era una nueva experiencia que ponía sus nervios a prueba.
—Quizás deberías salir en su busca, Elías. –Sugirió Mamá Flora. El padre se limitó a meter de nuevo la cuchara en el plato de sopa. Se había pasado el día cosechando maíz y no estaba dispuesto a renunciar a aquel breve momento de descanso. Miró con indiferencia el reloj que colgaba de la pared y volvió a meter la cuchara en el plato.
Mamá Flora bufó resignada y volvió al porche. De repente, como si de una pincelada oscura en el tono anaranjado del ocaso se tratara, distinguió dos sombras que, a medida que se aproximaban, iban cobrando forma.

— ¡Por Dios Santo! ¿Dónde habéis estado metidos? Me tenías preocupada, Walter Elías Disney. ¡A la cama sin cenar, los dos! –Los dos niños acataron el castigo sin rechistar, a sabiendas de que era la forma que tenía Mamá Flora de librarles de la hebilla del cinturón. Papá no se atrevería a contrariar su decisión.

Pasaron los días y el pequeño Walt comenzó a sentirse mal. De golpe dejó de comer y a sufrir unas extrañas calenturas. Al principio no le hizo mucho caso y siguió con sus correrías campestres, pero a medida que iban pasando los días se le iba haciendo más y más duro pasar horas caminando al aire libre. Hasta que al final, muy a su pesar, tuvo que aceptar que estaba enfermo.
La economía familiar no le permitía a Elías Disney pagar� con dinero contante y sonante los servicios de un buen médico en Kansas City, así que, como la mayoría de los granjeros de Marceline, tuvo que recurrir a los servicios de� Doc Jefferson, bibliotecario del pueblo y aficionado a las hierbas medicinales. Si el mal que aquejaba al pequeño Walt no era demasiado grave, con los cuidados del viejo Doc sería suficiente. Este, por su parte, se conformaría con unos litros de leche y un saco de mazorcas frescas de maíz.

El viejo Doc Jefferson puso su enorme y callosa mano en la frente de Walt.
—Humm… -Adujo enigmático.
— ¿Qué quiere decir con eso? ¿Se pondrá bien? –Preguntó Mamá Flora cada vez más nerviosa.
—Tan seguro como que mañana volverá a salir el sol. ¡Qué me aspen! –El viejo Doc se rascó el pelo cano e hirsuto y sonrió� mostrando los dientes. —El chico tiene fiebre alta, es normal a la vista de la inflamación de los glándulas salivares mayores. Enhorabuena, muchacho. Tienes paperas. Lo mejor será que aísle al chico. De lo contrario no tardarán en contagiarse todos, si no lo están ya. Aplíquele con frecuencia compresas de agua fría, eso aliviará los síntomas hasta que la enfermedad cumpla con su historia natural. Mientras tanto, mucho reposo y… ¿por qué no? Algo de lectura. –El viejo Doc sacó de su maletín un libro de tapas ajadas y hojas amarillentas. Por su aspecto debía haber pasado por cientos de manos antes de llegar allí. Una vida convulsa para un libro.
—Tú madre me ha dicho que te encanta dibujar animales…algo me dice que este libro cambiará tu vida, joven Disney.
—Rudyard Kipling…El libro de la selva… -Murmuró el pequeño Walt.

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  • 6 de Abril de 2011 a las 21:32
METÁFORAS VISUALES

Sería el año 89. O el 90, qué más da. El caso es que ya no estábais en edad pero aún así lo intentabas de vez en cuando. Porque era un provocación, cuando empezaban a apagarse las luces, verla coger el bolso, sacar el estuche, abrirlo y ponerse aquellas gafas de intelectual que sólo utilizaba en el cine. Mientras daban los anuncios y los trailers, eso del movierecord, te lo ibas pensando -lo hago, no lo hago-, la mirabas, veías su perfil en la penumbra de la sala y aquellas gafas entre sus ojos y la pantalla, y te decidías. Le desabrochabas el pantalón, le bajabas la cremallera sin hacer ruido y le metías la mano por debajo de las bragas:

-Gracias, ahora no. Cada cosa a su tiempo. Si acaso luego en el coche.

Educada, eso sí, lo era un rato. Te había dejado llegar hasta tocar pelo, te había dado las gracias y te había puesto en espera. Tú le volviste a subir la cremallera y le abrochaste el botón. Estaba empezando El club de los poetas muertos pero podía haber sido cualquier otra película.

 

A las intelectuales de entonces les gustaba el cine. A todas sin excepción. A las de ahora quizá también pero ya no debe de ser lo mismo. A ti las que te gustaban eran aquellas intelectuales y todo esto lo estás contando por Ana, tu novia de aquellos tiempos. A ti te gustaba ella y a ella le gustaba el cine. Pero no sabes si acabó de cumplirse la propiedad transitiva por la que a ti, a través de ella, te había de gustar el cine.


Luego en el coche... Ahora te quejas de que pagas hipoteca pero si la pagas es porque tienes un espacio donde hacerlo. Otra cosa es que no tengas con quién hacerlo. Pero entonces tenías que conformarte, teníais que conformaros, con el coche. O ir al apartamento de tus padres en la sierra. Aunque, claro, si de la sesión de las seis salíais hacia las ocho no daba tiempo de subir y bajar a la sierra. Además, no se trataba sólo de ver la película, se trataba de comentarla. Porque las intelectuales eran así: salir del cine, buscar una cafetería y qué te ha parecido la película.


El club de los poetas muertos se te atragantó. Y no por aquel tener que apartarle la mano y no poderle dar un repasito mientras estaba empezando sino por el argumento. Si hasta por televisión habían dado una serie de un profesor de literatura cómplice con los alumnos y utilizando métodos no tradicionales. Vamos a ver: ¿tiene que ser siempre el profesor de literatura? ¿No tendría mucho más mérito un guionista que construyera la misma historia con un profesor de física? Y si fuera con uno de dibujo lineal, óscar directo sin nominación previa.

Ahora bien, tú no podías decirle eso. Ella, ya sin las gafas, se situaba ante un Cacaolat y tú ante una Mahou; como si jugárais con metáforas visuales. Y tenías que dar una opinión sin que cupiera lo de me ha gustado o no. Eras hombre de recursos, siempre lo has sido y, como es cierto el dicho de las dos tetas y las dos carretas, cada mes te comprabas y te leías de cabo a rabo el Dirigido por, una de las revistas de cine de aquel momento. Había otras, el Fotogramas, el Cinemanía, que no sabes si aún existirán, pero a ti te convencían más las críticas del Dirigido por. Ah, y de vez en cuando te acercabas a la biblioteca de la Facultad de Ciencias de la Información y te estabas un ratito con el Cahiers du Cinéma; en la edición francesa, por supuesto. Con ese bagaje te enfrentabas a ella y a su Cacaolat aunque tu capacidad crítica sólo se empezaba a soltar a partir de la segunda Mahou:

-Son siete los alumnos a los que inicia el profesor.

-¿Y...?

-Pues como Los siete magníficos.

-¿Y...?

-Un homenaje a Los siete samuráis de Akira Kurosawa.

No habías visto esa película pero daba igual, Kurosawa era como la palabra mágica que le dilataba las pupilas. Así de intelectual era Ana. Y así de sencilla: si sabías llegarle al cerebro tenías la certeza de que habría asunto y llegarías también a su otro espacio.

Si hasta se lo adornaste. A veces bastaba con fijarse en un plano cualquiera para tenerla diez minutos mirándote mientras se le enfriaba el Cacaolat; en aquella película fue el momento en que el padre del alumno que luego se suicida, tras discutir con su hijo, se acuesta preocupándose de dejar las zapatillas simétricamente colocadas al pie de la cama y el plano se deleita en mostrar esa simetría:

-Una metáfora visual del orden establecido al que se enfrentan el profesor y los alumnos.

Lo de la metáfora visual daba mucho de sí... Porque si le hubieras dicho lo que verdaderamente pensabas de la película, que para colegios de niños bien ya estaba Adiós mister Chips en la que además salía Peter O'Toole o que para complicidades de un adulto con niños preferías Mary Poppins o Verano Azul, si le hubieras dicho eso, al acompañarla luego a casa con el coche corrías el riesgo de que te dijera que la dejaras en la puerta. Con tu Kurosawa y tus metáforas visuales, en cambio, te asegurabas que callara al pasar frente a su bloque y se dejara llevar al descampado del final de su calle para daros rienda suelta. Y lo hacíais como podíais, ella de rodillas frente a ti: la mirabas a los ojos mientras le acariciabas el pelo y, cuando se emocionaba y se abrazaba fuerte, te ponía la cabeza en el hombro, le sentías los dos pechos y, al dejarte la mirada libre, era como si volvieras a estar en el cine, en un cine cuya pantalla fuera el parabrisas del coche y la escena todo lo que escondiera la oscuridad del descampado, jeringuillas, latas de cerveza y cualquier otro objeto que no alcanzara a conocer el neorrealismo italiano.


Eso acarreaba otras servidumbres:

-Mañana por la mañana pasan El acorazado Potemkin en la filmoteca.

Porque las intelectuales no decían lo de echan tal película o dan tal otra sino que para ellas las películas las pasaban. Y era un domingo por la mañana, cuando la gente honrada va a misa o duerme la resaca. El acorazado Potemkin sí, la del cochecito de bebé que se suelta y cae por la escalinata, esa misma. Y a las diez de la mañana, con legañas. La ventaja era que esa sesión dejaba dos horas largas para el vermut y los berberechos aunque ella se puso con que las limitaciones expresivas del cine mudo en blanco y negro se compensaban con los juegos de luces y sombras y las expresiones faciales de los personajes. Tú, a lo tuyo:

-El cochecito cayendo es una metáfora visual del destino del proletariado ruso bajo el dominio de los zares.

Porque en aquel tiempo aún se usaba la palabra proletariado.


O el ciclo de Buñuel en el local social de su barrio, eso de que alguien le pide dinero al ayuntamiento y a la caja de ahorros y te monta a bocajarro cualquier actividad cultural. Cuatro sábados, cuatro, de Buñuel en bancos de madera. Sólo recuerdas Nazarín y Belle de jour. Y no era la película sino, además, lo que llamaban cinefórum, que ahí sí que no participaste. Le dijiste al oído que las películas sólo se las comentabas a ella y quedaste como un señor. Porque lo único que se te ocurrió decir, y te lo callaste, era que Catherine Deneuve en Belle de jour no era una metáfora visual sino una exuberancia visual, una hembra de bandera. Como una Sofía Loren, mujeres que no se repiten y han nacido para moverse ante una cámara. Y Silvana Mangano también, que ya está muerta la pobre... Comparada con ellas, dónde va a parar esa escuálida de Penélope Cruz que se cree alguien porque le robó el marido a Nicole Kidman.


Aparte del ciclo de Buñuel y El acorazado Potemkin aún recuerdas otras. Como la de ir una misma tarde dos veces al cine:

-Pero, mi vida...

-Es que van a quitar esas películas de la cartelera y no me las quiero perder.

O lo de Fassbinder, otro ciclo que te tuviste que chupar y que solventaste diciéndole aquella ocurrencia de que el cine alemán te parecía lleno de personajes colapsados.

-¿Y qué quieres decir?

-Pues eso.


Hace ya más de veinte años. Y ahora puedes confesar que sí, que entonces te gustaba atravesar con Ana las cortinas para entrar a la sala, cogerla de la mano para buscar la fila y la butaca... Y el momento en que se ponía las gafas, y su Cacaolat frente a tu Mahou, y el jugarte el ir o no al descampado según tu verbo florido...

Pero si te preguntaran ahora mismo si te gusta el cine no sabrías qué contestar. Bueno, ver algunas películas por televisión sí, lo que no te gusta exactamente es lo de ir al cine, tener que escoger una película, meterte en un centro comercial, que es donde ahora están los cines, hacer cola para sacar la entrada y que con la entrada te den un vale descuento para el McDonald's; y ese olor a ambientador... y si es verano llévate una chaquetilla porque seguro que se pasan con el aire acondicionado. Porque lo cierto es que la última vez que fuiste al cine fue a ver Shrek 2 con tus sobrinos. Y con ellos conociste todo ese mundo sin kurosawas ni buñueles ni fassbinders: la princesa Fiona, el pececito Nemo, los muñecos Woody y Buzz de Toy Story...

concursoderelatos
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  • 7 de Abril de 2011 a las 8:00
Escarlata entre bastidores

“¡A Dios pongo por testigo de que nunca volveré a pasar hambre!”
Al leer esta frase, es fácil que a cualquiera le venga a la cabeza una imagen concreta: un crepúsculo carmesí dónde se recorta la figura, desaliñada pero resuelta, de una chica que clama al cielo su decisión: “Nunca volveré a pasar hambre”. Vivien Leigh como Scarlett O’Hara. Sin duda, la escena más reconocible de una de las más míticas superproducciones de Hollywood de todos los tiempos.
Mi mente asocia esa frase con otra imagen bien diferente: Begoña Díaz Collado ensayando su papel de Scarlett para una función del colegio mientras yo la contemplaba embelesado entre bastidores, los focos del escenario iluminando su rostro, sus manos sujetando un folio y un brazo que se despegaba de vez en cuando para gesticular.
Todavía no me acabo de explicar cómo la profesora de historia consiguió que la dirección del colegio nos permitiese hacer la recreación de “Lo que el viento se llevó” con fondos de la escuela. El caso es que, durante seis intensos meses, casi sesenta chicos y chicas, de entre catorce y quince años, ensayamos la obra y preparamos escenografía y vestuario para una única representación, que se llevó a cabo el último día de aquel curso.
Begoña Díaz Collado fue Scarlett O’Hara. Mis recuerdos me dicen que, a parte de ser la criatura más deliciosa que yo había visto jamás, era un ser dotado de manera excepcional para las artes escénicas, con un magnetismo abrumador y un carisma incuestionable. Por las críticas que recibimos, sobre todo pasados unos años, he llegado a la conclusión de que quizás mi memoria exageró un poco. Lo que sí sé con certeza es que yo estaba loquito por ella. De la misma manera que sé que mi persona era transparente a sus ojos. Me hubiera gustado poder decir que interpreté a un Rhett Butler apuesto y decidido, digno del legado del gran Clark Gable: irónico, canalla, atractivo, carismático… que conseguí enamorarla y que aquella función nos unió para siempre. Pero ese papel se lo llevó Alberto Ruiz Miguel, el guapo oficial de la clase que… bueno, no lo hizo del todo mal aunque no fue memorable. A regañadientes admitiré que, a parte de sacarme una cabeza, era más guapo y encajaba mejor que cualquier otro.
Pero yo también dejé mi pequeña aportación: Ashley Wilkes, el amor platónico de Scarlett. Supongo que me dieron aquel personaje por ser el único pelirrojo de la clase. Aunque, ¡vaya papelón! ¡Tener que rechazar a mi adorada Scarlet/Begoña para quedarme con una descafeinada y ultrarecatada Melanie Hamilton!
Había una escena, con la señora de Wilkes en el lecho de muerte, en la que Scarlett, chica práctica ella, piensa que tiene el camino libre y se lanza en picado a por su Ashley, o sea, yo mismo. En aquella escena, yo debía interpretar al inminente viudo, perdido y destrozado, incapaz de percatarse de las abiertas insinuaciones de la chica. ¡Muchas veces se me olvidaba el texto perdido en aquellos labios que me suplicaban que la tomase en mis brazos! Menos mal que todos nos quedábamos en blanco y no se notaba demasiado. O eso es lo que prefiero pensar. El caso es que, el día de la función, que fue todo un éxito, tuve mi particular momento de gloria cuando Begoña apresó mi mano entre las suyas y se arrodilló junto a mí. ¡Ah, las mieles del éxito! El calor de los aplausos te transporta, te sostiene y te eleva y es fácil sentirse casi divino. Tanto es así que, tras la función, aproveché un momento a solas con Begoña y, preso de la euforia, me decidí a abordarla.
- Al final, ha estado bien, ¿no? La función, quiero decir.
- Hum.
- Lo… lo has hecho muy bien, ¿sabes?
- Gracias.
- Podrías dedicarte… a actriz, digo.
- …
- Esto… ¿Haces algo ahora? Porque… bueno… si quieres, podríamos, no sé, ir a dar una vuelta o… los dos, quiero decir. Bueno, si no te va bien hoy no pasa nada, podemos quedar otro día y…
- Tengo que irme.
- Vale, pues ya quedaremos, ¿no?
- Creo que no.
- ¡Ah! Vale. No… no pasa nada. Nos vemos.
No fue precisamente cómo lo había soñado. En mis sueños yo no tartamudeaba y ella sonreía y, por supuesto, aceptaba. Lo que sí recuerdo, tan vívido como su imagen recitando su papel, fue la mueca de desagrado que me dedicó cuando se fue, como si yo la hubiese ofendido de alguna manera.
Acabó el curso, llegó el verano y yo dejé de ser transparente para Begoña para, simplemente, dejar de existir. Además, empezó a salir con Alberto/Rhett. El tiempo y el desamor acabaron convirtiéndola, a mis ojos, en una niñata engreída, así que incluso lo celebré cuando me enteré de que Alberta la dejó porque, por lo visto, ella parecía más interesada en un estudiante holandés de intercambio (lo que son las cosas, ¡pelirrojo!) que por él. Aquel curso y aquella parte de mi vida quedaron marcados por aquella película así que, cuando imagino el momento de su ruptura, siempre veo a Alberto vestido de caballero del sur saliendo por la puerta y deteniéndose un segundo para decirle a una implorante Begoña: “Francamente, querida, me importa un bledo”.
concursoderelatos
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  • 7 de Abril de 2011 a las 16:28
Mito o realidad

Aquel asunto supuso un grave problema en la industria. Trataron de taparlo, de esconderlo bajo un manto de mentiras y confusión, pero solo lo consiguieron a medias. Futuras generaciones hablarían de aquello como un caso más propio de la superstición y la leyenda. Nunca llegarían a saber la verdad completa pero tampoco se perdería en el olvido.

Corría el año 1921 cuando un director de cine llamado Friedrich Wilhelm Murnau terminaba de leer Drácula de Bram Stoker. Impactado por aquella obra, el joven que apenas contaba con veintidós años, decidió que debía transformarla en una película. Ese proyecto sería más ambicioso que cualquiera de los anteriores que había realizado. Necesitaban construir grandes decorados que representaran los escenarios más importantes de la obra: el castillo de los Cárpatos, el manicomio donde Renfield estaba preso o la mansión de Londres en la cual el conde visitaba a la joven Lucy. Incluso dibujó las caras que� había imaginado que tendrían todos los personajes, desde Jonathan hasta Van Helsing pasando por� el vampiro. La historia se iba desarrollando en su mente, paso a paso, plano a plano.

Lo primero que hizo Murnau fue ponerse en contacto con la viuda de Stoker el cual había muerto ocho años antes víctima de la sífilis. Su estudio intentó por todos los medios hacerse con los derechos de la obra pero las pretensiones económicas de la mujer eran demasiado elevadas para una firma que aun notaba los devastadores efectos de la Gran Guerra. Así pues, Friedrich decidió rescribir la historia original cambiando�� nombres y situaciones pero manteniendo la esencia. Por ejemplo, el Conde Drácula pasó a ser el Conde Orlok o el Londres Victoriano se convirtió en Wismark. Incluso mantuvo algunas localizaciones como el castillo de los Cárpatos…hechos que hicieron que la propia viuda lo denunciara años después ganando el pleito.

El caso es que Murnau ya tenía todos los elementos necesarios para dirigir su película. Los estudios estaban construyendo los decorados adecuados y a él solo le quedaba una tarea previa al rodaje: encontrar al elenco de actores. Confió a Gustav von Wangenheim el papel de Thomas Hutter, el protagonista que debía ir al castillo del conde a realizar una operación inmobiliaria. La mujer de éste era Ellen cuyo papel le fue designado a Greta Schröder, la cual había impresionado a Friedrich un par de años antes por su papel en El Golem. Resultó ser una pareja con fuerza y carisma en aquellos tiempos, pero faltaba el papel más importante, el de Conde Orlok. Lejos de su álter ego en la obra de Stoker, el personaje que dibujó Murnau era mucho más sombrío y siniestro. Su aspecto estaba a caballo entre el ser humano y el monstruo de pesadilla: cabeza desproporcionada y rapada, grandes bolsas en los ojos, dientes afilados, orejas puntiagudas, manos grotescamente alargadas, espalda encorvada y un tétrico y sucio traje negro. Sin duda, distaba mucho de la opción elegante y bien parecida que mostraba el Conde Drácula.

Dirigió muchos castings para encontrar al hombre que pudiera encarnar ese papel. Ninguno de los actores era del gusto de un director que llegó a estar tan desesperado por no encontrar a su monstruo que tuvo un par de crisis nerviosas. Finalmente, un domingo fue al cine con su esposa y vio a su Orlok en la pantalla.� No era otro que Max Schreck, el cual estaba debutando en el cine con un film basado en una obra de teatro de Calderón de la Barca: El alcalde de Zalamea. Friedrich no tardó ni un instante en salir de la sala y llamar a su agente para decirle que quería a Max en su película. De nada sirvieron las advertencias de algunos directores teatrales sobre la personalidad introvertida y huraña de Schreck; ni de sus extraños comportamientos que llegaron a valerle la animadversión de muchos de sus compañeros de trabajo. Al revés, esto hizo que el director lo viera más apropiado para el papel. Así pues, estaba contratado.

Enseguida se dieron cuenta de que era un actor extremadamente metódico para la época. Leyó más de cien veces el guión, memorizando palabra por palabra todas las situaciones� y gesticulaciones que tan perfectamente se describían en el texto. Una vez aprendido pidió a producción que le dejase un par de trajes como los que iba a vestir en la película y parte del affaire que los acompañaban como las extensiones plásticas en las orejas o los colmillos puntiagudos. También le mandaron una peluca para ocultar su cabello pero la devolvió ya que se había rapado al cero nada más firmar. Día tras día, mientras los decorados estaban siendo terminados, se colocaba delante del espejo completamente disfrazado como el Conde Orlok e interpretaba su papel, imitando los gestos de su personaje. Cuando comenzó el rodaje, el guión que le habían mandado le era totalmente innecesario.

Los primeros días transcurrieron como la seda. Murnau estaba rodando la escena en la que el conde recibía en su castillo a un entusiasta Hutter, el cual estaba intentando venderle una mansión.

El joven se corta un dedo con un cuchillo y el anfitrión no puede reprimir su deseo de sangre. La cámara se acerca a un par de palmos de la cara de Orlok y nos muestra como sus ojos se salen de las órbitas, su boca comienza a segregar saliva y leves movimientos espasmódicos denotan que no puede controlarse. La cámara se aleja y vemos como el conde se aproxima a su víctima dispuesto a alimentarse pero un crucifijo que Hutter lleva en el cuello le hace retroceder. El monstruo grita de forma casi inhumana, cosa que hace estremecer a los miembros del rodaje. Su cara está descompuesta en una mueca horripilante mientras la frente comienza a sudarle regando unos ojos ya de por sí llorosos. El conde se tapa la cara con su brazo.

Murnau se levantó de la silla y comenzó a aplaudir como un loco, la escena era estremecedora. - Qué pena - pensó - que el espectador no pueda escuchar este grito desgarrador. Se acercó a Max para felicitarle� y observó que éste estaba llorando de verdad, afligido de tal manera que salió del lugar y se fue directo a casa. Allí permaneció durante días, haciendo caso omiso a los avisos para incorporarse al rodaje. Su mujer decía que estaba enfermo pero según contó años después, Max se encontraba perfectamente pero su mente estaba comenzando seriamente a desvariar. No salía de su despacho y no dejaba de repetir frases relacionadas con la película vestido como el personaje. Cuando pudo volver al trabajo, contra los deseos de su esposa, el director lo estaba esperando impacientemente. Pese a la insistencia de la productora de someterlo a un examen psiquiátrico, éste lo descartó para no retrasar más la producción.

Los compañeros de reparto comenzaron a preocuparse. Schreck llegaba ya vestido y maquillado a trabajar, desprendiendo un fuerte olor a sudor, con la ropa ajada y polvorienta y unas ojeras que no necesitaban ser pintadas. Según se supo más tarde, el actor durmió durante meses en un cajón de madera de elaboración propia que se asemejaba a un ataúd. A parte de eso su actitud huraña y reservada se acentuó, manteniéndose en todo momento aislado del resto del grupo agazapado en cualquier esquina murmurando palabras ininteligibles. A Murnau todo aquello le parecía fantástico pues los compañeros estaban comenzando a temer de verdad a su particular Conde Drácula y eso se escenificaba después en unas escenas más realistas. En particular, Greta Schröder le tenía un miedo atroz y, por suerte o por desgracia, era la que tenía más escenas junto a él.

El rodaje fue pasando y su estado mental empeorando. Llegó un punto en el cual su mujer se fue a pasar un tiempo a casa de su hermana aterrorizada por el extraño comportamiento de su marido. Apenas comía o dormía, dedicaba las noches a salir a la calle y a volver de madrugada. Según los rumores, varias personas vieron una figura monstruosa caminar por los barrios bajos de Lübeck persiguiendo a las ratas. Curioso esto cuando una de las escenas más importantes de la película, y la penúltima en ser rodada, era la de la llegada del Conde Orlok en barco a la ciudad de Wismark, en la cual� desataba una mortal plaga de ratas. Dicen que en el momento de rodar esa escena varios cámaras y técnicos se habían desvinculado del proyecto, asustados por los rumores de que Schreck era un vampiro real. Nada de eso pudo detener a Murnau, el cual pensaba que estaba rodando la mejor película existente hasta la fecha y que esa escena sería una de las más recordadas a través de los años.

La misma Greta quiso desvincularse del proyecto pero fue convencida por el director para quedarse prometiéndole que reduciría sus escenas al mínimo y que solo en una más, la final, debería interactuar con Schreck. Este cambio de planes enfadó mucho al actor que en un arrebato de ira destrozó parte del mobiliario del estudio. Su actitud fue tal que tuvieron que llamar a la policía y pasó una noche en el calabozo.
Cuando lo soltaron al día siguiente fue al rodaje y pidió perdón. Parecía más afable que de costumbre y siendo así rodaron la última escena.

El conde Orlok le confiesa su amor a Ellen y ésta, que se encuentra bajó los efectos de su hechizo, le corresponde. Él le promete la vida eterna y ella gira su cuello para ser poseída. Los dientes del conde se introducen en su cuello y ella se desvanece.

Antes de que pudieran decir “corten”, Greta comenzó a gritar y a pegarle manotazos a Max. Éste le había mordido de verdad y estaba succionando la sangre de la actriz. Todo el equipo fue a ayudarla apartando al desquiciado que les gruñía con la boca ensangrentada. Murnau estaba tan ensimismado por la gran escena final que poco le importó que la policía se llevara de nuevo a Schreck.

Durante los siguientes meses el actor estuvo internado en un manicomio, protagonizando varios altercados en los que mordía a otros pacientes. Varios años después, no se sabe bien cuántos, murió de un ataque al corazón. �

concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 7 de Abril de 2011 a las 18:19
Doble post. Perdón
concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 7 de Abril de 2011 a las 18:19
������������������������������������������������������������������������� Más allá de tus recuerdos


Llevaba varios días encerrado en casa. Tenía que recuperarse, volver a coger algo de masa muscular y adaptar el sistema digestivo y respiratorio a la vida en este mundo; su mundo. Laura se había recuperado� mucho más rápido y era ella quien salía a la calle a hacer encargos y volvía para llenar la nevera. Posiblemente, ella podría volver a la oficina en breve y él debería seguir mirando la tele, leyendo y matando las horas que se amontonaban en la fosa común de su aburrimiento.

En las noticias de la cadena nacional decían que el planeta seguía siendo el mismo lugar gris y decadente. Su accidente no había cambiado las cosas; sólo había quedado como una esperanza injustificada más. El televisor se pasaba muchas horas dando las mismas noticias una y otra vez; repitiendo incansable los mismos videos y mostrando siempre los mismos locutores. “¿No hay espacio ya para nosotros?” se preguntó mientras recuperaba la lectura del periódico donde tampoco encontraría noticias de su viaje fracasado a las lunas un planeta demasiado lejano para nombrarlo.

–Buenos días, Pedro- interrumpió el noticiario el locutor matutino. –No hace falta que finjas sorpresa. Que el locutor de las noticias te hable no es suficiente para sorprenderte– continuó con un tono de voz excesivamente familiar en un desconocido.
–Dime- contestó tranquilo. Pedro ya había visto demasiadas cosas sorprendentes y otras formas curiosas de ponerse en contacto con él por parte de la agencia.
–Tenemos que hablar.

Esa frase también sonó mal ese día porque no estaba el mundo para tantas excepciones. No hacía más que confirmar la sospecha de Pedro que algo no andaba bien. Había ahogado su propia voz y había escondido su miedo tras la sonrisa que se suponía a quien sobrevive a una cosa así. Pero no era tonto. Desde su última misión las cosas habían perdido matices. Sí, matices. Algo que suele ignorarse. Los sabores, los olores, los colores... hasta los sentimientos tienen matices. Todo tiene matices y él estaba perdiendo los suyos.

–Varias semanas después de vuestro viaje, – continuó el locutor– empezáis a tener sospechas de que algo no está bien. Creemos que podemos confiar en que encajarás la verdad pero estamos preocupados por Laura. Su situación es aún peor.

–¿Cómo? No puede ser. Ella está casi recuperada– contestó enfadado. –No habéis comprobado su estado como es debido.

–Pedro, en estos momentos estás tumbado en una camilla en el hospital– interrumpió las quejas e hizo una pausa. –Esto que estás viviendo es un sueño. Ya sé que te sorprende, que parece imposible, pero en el fondo, si te relajas, sabrás que tengo razón. Tú ya sabes que esto es cierto. Y no es malo, Pedro. Por supuesto que no lo es. Gracias a un material que trajisteis de regreso en la nave hemos desarrollado una nueva ciencia capaz de cosas maravillosas. Podemos inducir sueños en la gente. Sueños donde las cosas son distintas. O no. O dónde son iguales si queremos. Sueños dónde todo se arregla o dónde todo continúa como antes. Nosotros elegimos. Y lo mejor es podemos interactuar. Podemos acceder a esos sueños como estoy accediendo yo ahora.

>>Podremos generar entornos sanos� y controlados dónde podremos vivir todas las experiencias imaginables sin movernos de la cama. Y el mundo de cada uno será distinto unos días y otros será compartido. Estamos delante de una cantidad de opciones tan grandes que nos sentimos embriagados. Y es gracias a ti, Pedro. Has dado un nuevo horizonte a la especie humana. Por eso has sido el primero en participar. Te mantuvimos criogenizado durante los años que tardamos en tener la tecnología suficiente. Ahora está lista y tienes tu propio mundo para ti.

–¿Criogenizado? ¿Por qué?
–Porque tu cuerpo llegó a la tierra en pésimas condiciones. Éramos incapaces de reanimarlo pero no teníamos la tecnología para inducirte el sueño.
–¿Y teméis que Laura se entere? – preguntó mostrando una sorprendente entereza.
–El problema es que creemos que Laura ya lo intuye.
–Es una mujer fuerte. Podremos con esto. Estamos juntos.
–Hay algo más Pedro.
–¿El qué?
–Laura no existe. No volvió en la nave contigo.

Pedro se echó las manos a la cara sin poder evitar que las lágrimas empezaran a recorrer su mejilla. Laura estaba muerta. Llevaba años muerta y él había compartido su vida y su lecho con una mera ilusión... No se había dado cuenta pero tenía sentido. Si su mundo era un sueño, ella también lo era.

Algo no encajaba. Negó con la cabeza repetidamente y levantó la mirada.

–No, no, no. Habéis dicho que sospecha. Ella sospecha por lo que no es sólo parte de mi sueño. Está en esto. Está conmigo.
–Pedro, esto va a ser complicado. El gran avance, lo maravilloso de esta tecnología, es que podemos dotar a partes de este “sueño” de conciencia propia– dijo entrecomillando el aire con sus dedos.

Pedro hizo una larga pausa para intentar entender lo que eso significaba.

–Laura no existe pero tiene conciencia– susurró Pedro–. Es lo más absurdo que he oído en mi vida.

En ese momento Laura entró por la puerta de la cocina cargada con las bolsas de la compra. Los ojos llorosos de Pedro la pusieron en aviso y descargó sin mirar dónde para poder abrazarlo cuanto antes. Pedro lloró como un niño al comprobar que el primer instinto de su mujer fue protegerlo. Demasiado complejo y extraño para entender lo que eso significaba.

Pocos minutos después, sentados en el pequeño banco de la cocina, el locutor de las noticias volvía a hablar, esta vez con Laura, que se mostraba incapaz de dar crédito a lo que estaba viviendo. Al menos durante unos minutos. Después no pudo más que asumir lo que ya sabía: que ella misma no existía. Por eso tenía lagunas en la memoria, por eso había olvidado su infancia. Por eso todos los sabores y todos los olores eran nuevos desde que llegaron. Por eso sus sentimientos eran simples y monocromáticos aunque de una sinceridad tan profunda que había pasado varios días a medio camino del llanto; sorprendida de la belleza de todo cuanto sentía en su interior.

–No existo…– susurraba mientras andaba hacia la ventana acariciándose la frente con la mano. –No existo.
–Pero este es nuestro mundo– dijo Pedro para animarla– sólo de los dos. Perdimos tu cuerpo, pero tú existes. Estás aquí, conmigo.
–Ya he muerto– siguió susurrando sin hacer caso a lo que decía Pedro. –Morí en algún lugar de la galaxia.
–No pensemos en eso ahora- intentó convencerla Pedro. –Tenemos una segunda oportunidad.

Laura tenía que levantar su garganta para poder hablar, debía evitar que se precipitara hasta el lago donde residen las lágrimas. Quería hablar; quería expresar lo que sentía sabiendo que toda la sinceridad del mundo no haría que dejara de ser mentira.

–No existo, Pedro. ¿Te das cuenta del significado de eso? Sólo soy tu recuerdo. Te quiero con toda el alma. Tanto, que el amor me pesa. No puedes hacerte una idea de lo maravilloso que ha sido y que es notar dentro de mí la pureza y la intensidad de todo lo que siento por ti.
–Te quiero Laura.
–Y es por eso que te quiero así, Pedro -contestó resignada. - Te quiero así porque tú recuerdas que te quería. Me gusta la fruta porque tú recuerdas que me gustaba. Me da miedo la oscuridad porque tú recuerdas que me daba miedo... ¿Qué hay de lo que has olvidado? ¿Qué hay de mis secretos? ¿De las cosas que no te conté? Nunca podré ser más… ni siquiera distinta a lo que tu creas que soy porque no soy nada Pedro; sólo la imagen de lo que tu recuerdas que fui.
civairott
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Fecha de ingreso: 10 de Diciembre de 2009
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  • 7 de Abril de 2011 a las 22:13

Se acabó lo que se daba. Alea Iacta Est.

Las votaciones, por mensaje privado, y el seguimiento por el post de comentarios cinéfilos.

carlosaribau
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Fecha de ingreso: 2 de Septiembre de 2009
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  • 7 de Abril de 2011 a las 22:16
Los 5 puntos a mí relato y a partir de ahí en orden de preferencia. ¿estamos?
civairott
Mensajes: 559
Fecha de ingreso: 10 de Diciembre de 2009
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  • 7 de Abril de 2011 a las 22:32
Yo. Alguien ha posteado dos veces el mismo relato. Le pediré al autor que quite el que más rabia le dé.