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uzcudum
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Fecha de ingreso: 3 de Enero de 2011

Campos el pueblo de la alegria...

23 de Abril de 2011 a las 12:33

Campos es  una hermosa localidad de verdes y extensas praderas, de molinos gigantes y eternos que se yerguen pétreos y que desafiarían al mismo Don Quijote y sus excéntricas batallas.

Nuestras ovejas son únicas, con su bello pelaje en tonos marrones y rojizos que corren bajo un cielo tan azul como el mar que nos rodea.

Nuestra gente es sabia y paciente, oteadora del horizonte en busca de tormentas y de la entrada del pueblo en busca de turistas.

Pero estamos  hartos, desquiciados por ser considerados  personajes hoscos, solitarios y retraídos. Cansados de cargar con los tópicos de insensibles, de payeses cerrados en sus campos de labranza, vecinos que viven de espaldas al mar y al turismo, devoradores de sobrasada y jamón serrano.

Es por ello que los ciudadanos de esta prestigiosa localidad hemos decidido revelarnos. Hemos decidido reaccionar contra esta mala fama con la cual cargamos sin ser merecedores de tales atributos.

 

Por todo lo mencionado y en  vísperas de las pasadas fiestas navideñas, la campaña orquestada para este año con respecto al turismo y a los forasteros que lleguen a esta sacra localidad ha de ser la del “beso y la del abrazo”.

 

Tal demostración de cariño y afectó por si mismas darán por tierra con los ingratos  mitos con los cuales hemos venido conviviendo y llenaran de asombro y dicha a todas las personas de bien que se dignen  a visitarnos.

 

Estos eran nuestros planes y nuestros anhelos en la teoría, pero en la práctica las cosas se nos fueron retorciendo un poco, se desviaron hasta casi perder el control de los acontecimientos que a continuación os pasaré a relatar.

 

Todo iba de maravilla aquella tibia mañana cuando comenzó, sin demasiados sobresaltos, la nueva campaña de besos y abrazos.

Era especialmente emocionante ver como los vecinos se abrazaban y besaban en las calles, en la cola de las entidades bancarias, en el supermercado y entre los concurridos puestos del mercadillo local.

Un aura de emotividad y afecto invadía cada rincón de mi pueblo. Cuando los automóviles se detenían en el único semáforo de esta localidad, cariñosos vecinos se acercaban a los estupefactos turistas para besarlos y abrazarlos con delicadeza y resolución.

En la entrada principal la guardia civil repartía flores y caramelos a los incrédulos viajeros, además de llenar de saliva los cristales de los automóviles en un intento desesperado por besuquear y contagiar la emoción de la navidad a los más desprevenidos.

El mismo alcalde, un robusto y regordete caballero de cara sonrosada a toda hora del día y dedos como longanizas, besaba descontroladamente a todo el mundo que pasara a su lado, y en especial a las señoras desprevenidas que se acercaban demasiado a las garras del cariñoso gordinflón.

Pero poco a poco el amor desmedido se fue descontrolando, mutando a una  sedienta persecución de los cada vez más aterrados visitantes.

Era enternecedor, pero algo preocupante, ver a las benévolas ancianitas de labios pintados color carmín corriendo detrás de los robustos senegaleses que vendían cinturones en el mercadillo local. Pero el miedo se fue apoderando de los comerciantes que veían a las octogenarias como poseídas por extraños espíritus Vudú.

Los policías locales cambiaban multas de tráfico por un morreo con las aterradas turistas alemanas y el controlador de la ORA devolvía el dinero que habían cobrado sus maquinillas depositándolo en los cristales de los automóviles, en pequeños sobres adornados con florcillas rozas y amarillas.

El párroco de la iglesia saltaba sobre los bancos de su templo tratando de dar caza a las pulcras señoras de la misa dominical, en un desaforado intento por infundirles el espíritu de la navidad.

Las hermanas de la caridad salieron de su lúgubre monasterio luego de años de enclaustramiento al ritmo de las canciones de Bisbal y de los villancicos importados de tierras lejanas, bailando alocadamente en las calles y produciendo más de un atasco entre los automóviles que circulaban esa mañana por las confusas calles de mi pueblo.

Los payeses, contagiados del espíritu festivo,  bajaron de sus tractores para fundirse en un baile caribeño, en lo que a esas alturas de los acontecimientos se parecía más a las celebraciones de una orgía carnavalesca  que a las festividades navideñas.

Pero la extraña plaga de sentimientos casi lascivos que invadían al pueblo no tardó en llegar a la prensa local, y de allí a toda España.

El gobierno central a punto estuvo de declarar el estado de emergencia sanitaria, temerosos de que un extraño virus halla invadido la, hasta entonces, apacible localidad.

Y fuimos muchos los que apagamos los ordenadores temerosos de que algún de esos virus cibernéticos, raros y mutantes, halla contagiado a nuestra impoluta población agropecuaria.

Al cabo de unos días la calma volvió a reinar por las calles revueltas y los ciudadanos, un tanto avergonzados, volvimos a nuestra rutina de labores agrarias.

Para las próximas festividades nos limitaremos al envio de “Spam” navideño y a los tímidos apretones de manos, eso si, sin besuqueos de ser posible.