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romi
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Zawi, el amigo

5 de Mayo de 2011 a las 21:19

Bubok

Zawi, el amigo

Por donde la dehesa del Generalife

Por aquellas fechas, la ciudad de Elvira, cerca de donde hoy se alza el pueblo de Santa Fe, se encontraba en un emplazamiento de complicada defensa por lo que Zawi decidió trasladar la capital del reino taifa a Medina Garnata, la actual Granada. Zawi Ibn Zirí, fue una de las personalidades más relevantes del siglo XI español. Jefe bereber, fue el primer emir de Granada e iniciador de la dinastía Zirí y, por tanto, al que corresponde el honor de ser considerado el primer rey de Granada y fundador de este reino. Ocupó el trono entre 1013 y 1019.

            Y en tiempos posteriores, cuando ya en la Alhambra vivían los reyes nazaríes, comenzaron a ser famosos los terrenos de la gran umbría hoy conocida con el nombre de Dehesa del Generalife. Eran importantes y muy valorados en el conjunto de la Alhambra, fundamentalmente por tres cosas. Por esta gran ladera discurría y aun discurre, la famosa Acequia Real, que surtía y surte de agua a la Alhambra. Al comienzo de esta ladera se alzaba y aun se alza el palacio del Generalife, con sus huertas y también su particular acequia, distinta a la Acequia Real. Y por esta larga ladera, ancha y muy inclinada, pastaban rebaños de cabras, ovejas y vacas. Por la ladera, orillas del río Darro y montañas y valles altos.

            Eran estos rebaños de animales, importantes reservas de alimentos para todos los habitantes de la Alhambra. Fundamentalmente, la carne de cordero, la leche de vaca y también las hortalizas y frutos cultivados en los huertos. Una de las cosas, entre otras muchas, que más gustaban a las personas que ocupaban los edificios de la Alhambra, era precisamente el agua, la vegetación, los animales y el cultivo de las tierras. También todo lo relacionado con la jardinería y la decoración de los palacios. Eran grandes constructores y, para llevar a cabo sus proyectos, empleaban esclavos y, muy pocas veces, personas a sueldo.

            Tal era el caso de uno de los pastores que, por aquellos tiempos, cuidaba y mantenía un rebaño de ovejas por las tierras a la derecha del río Darro. El hombre estaba casado con una mujer muy buena y tenía un hijo entre los doce o trece años.  En aquellos tiempos los niños de las familias pobres no iban al colegio y por eso el padre lo empleaba en los trabajos del cuidado del rebaño. Muchos días, cuando el tiempo lo permitía, primavera, verano y también algunas veces en invierno, el padre le decía a su hijo:

- Anda, coge el zurrón, que madre te ponga dentro algo de comida y llévate al rebaño por las tierras de la umbría para que coman hierba y monte. Y ten cuidado que a ninguna de las ovejas le pase nada ni que se despeñen por los barrancos. También, cuando llegues a lo más alto de esta gran colina, ten cuidado que no se te metan en los jardines del palacio de Dar al-arusa ni se vayan a la alberca de la Noria o de la Lluvia. Ya sabes que esos sitios son sagrados y, como tales, debemos cuidar que no entren ahí las ovejas. Los romperán y tendremos problemas con los reyes de los palacios y con los dueños de estas ovejas. Así que anda, ponte en marcha y cuida del granado.

            Y aquel día de primavera, como otros tantos, el hijo le hizo caso, cargó con su pequeño zurrón, con algunos frutos secos dentro, un poco de pan y una pequeña cantimplora de barro cocido, llena de agua. Un amigo del padre, alfarero en el barrio del Albaicín, se la había regalado. Y el padre, para que la vasija no se rompiera y, en verano conservara fresca el agua, la había forrado con un tejido de esparto. Planta muy abundante por toda la ladera del Generalife, terrenos cercanos y en las laderas de enfrente. Por donde hoy se extienden el famoso barrio del Sacromonte. Por las laderas del Generalife y en aquellos tiempos, solo un par de manantiales había, a parte de las aguas de la Acequia  Real y la del Generalife. Estas acequias, en algunos puntos, filtraban chorrillos de agua que muchas veces aprovechaban para beber tanto los animales como las personas. Tal es el caso de la famosa Fuente del Avellano, aun hoy muy conocida y visitadas pero ya sin agua.

            Por si acaso las ovejas se iban por sitios lejanos a las acequias en la umbría del Generalife, el joven pastor siempre llevaba su cantimplora de barro llena de agua. La portaba dentro de su zurrón o colgada en la cintura o del hombre, aprovechando la correa de esparto que también le había construido el padre. Así, cuando tenía sed, bebía y en ocasiones también compartía sorbos con su mejor y casi único amigo: un carnero todavía joven que casi había domesticado y por eso, siempre estaba dándole compañía. Le había puesto de nombre Zawi y cuando lo llamaba, el animal lo entendía y se venía a su lado. De aquí que además de compartir con él el agua de su cantimplora, en muchas ocasiones también los frutos que la madre le había puesto en el zurrón, hortalizas que él cogía del huerto, bellotas de las encinas por la ladera, madroños, almecinas y las mejores matas de hierba que a lo largo del día se iba encontrando por el campo.

            Él le había puesto por nombre Zawi, en honor al primer rey y fundador de la ciudad de Granada. Porque él, aunque no iba al colegio sí su padre, por las noches, le contaba historias, leyendas y relatos. Y entre todas estas historias, ya muchas veces le había contando todo lo que sabía del monarca Zawi.

- Fue el primer rey que hubo en esta ciudad de Granada. De origen bereber, muy valiente y sabio y por eso desde entonces la historia lo recuerda. Este hombre fundo la ciudad de Granada en lo más alto del cerro donde hoy se extiende el barrio del Albaicín y aunque ya ha pasado tanto tiempo, todavía quedan por ahí restos de aquel palacio y de las murallas que le rodeaban.

            Esta familia de pastores a sueldo, vivía en una pequeña casa construida de madera, paja y adobes de barro, en las tierras llanas a la derecha del río Darro, un poco más arriba de donde hoy se encuentra la Fuente del Avellano. Y junto a esta pequeña casa, también tenían unas tierrecillas que usaban como huerto y el corral donde encerraban el rebaño de ovejas. Por eso, cuando daban suelta a las ovejas para llevarlas a pastar, siempre subían por la ladera hasta lo más alto, comiendo poco a poco y recorriendo las veredillas que, a lo largo del tiempo, los mismos animales habían trazado. Por estos caminillos también se iba él en compañía de su amigo. Y como todavía se sentía niño y, por lo tanto con mucha ganas de jugar, siempre lo hacía con Zawi. Cuando iba por las veredillas de la ladera, lo llamaba, lo acariciaba y si las veredas discurrían paralelas a las curvas del nivel del terreno, se subía en el lomo de su amigo y le decía:

- Venga, llévame un poco sobre tu lomo y me paseas mientras subimos.

Y el carnero parecía entenderlo. Se dejaba montar por el joven y, con él sobre su lomo, avanzaba despacito siguiendo las veredillas.

            Él siempre estaba muy atento y cuando notaba que los caminillos se inclinaban por la ladera, se bajaba del animal para dejarlo descansar. Le decía:

- Estas pendientes son muy tortuosas. Yo puedo caerme de tu lomo y tú puedes hacerte daño.

Zawi, parecía entenderlo. Siempre caminada a su lado atento por si lo veía agacharse para coger alguna manta de hierba o baya para dársela. Las hierbas que más le gustaban eran las amapolas y el trébol y los frutos silvestres, eran las bellotas, las moras de las zarzas, las majoletas y también las almecinas. En realidad, cualquier frutillas que por el monte crecieras y en las tierras de cultivo como las cerezas, manzanas, almendras, nueces, higos…

            Un día de primavera, cuando ya estaban floridos todos los campos, las flores blancas, los tréboles, las margaritas y las amapolas, se fue él con el rebaño por la ancha y larga ladera. Como otras muchas veces, subió por las veredillas acompañado de Zawi, unas veces sentado en su lomo y otras veces caminando a su lado. Poco a poco remontaron y cuando ya el rebaño estuvo en lo más alto de la colina, miró él para el amplio valle del río Darro. Se asombró de la gran belleza que por todos estos lugares se extendía y más se asombró de la magnífica figura de la Alhambra, al final de la colina y frente al blanco barrio del Albaicín. Se dijo: “Sería precioso construir en este mismo sitio un pequeño palacio para desde aquí disfrutar con calma de tan bonitos paisajes”. Y miró para su derecha. Por donde el barranco tallaba como una muy inclinada torrentera. Caminó y se acercó a este sitio, lo observó despacio y, después de mirarlo un buen rato, de nuevo se dijo: “Y este podría ser el sitio ideal para construir el palacio que digo. Desde aquí se ve todo el valle del río, desde su comienzo hasta el final y por la ancha Vega de Granada. También este sitio es muy soleado, se encuentra todo rodeado de bosque, crecen aquí mismo grandes encinas y el airecillo es puro y fresco”.  

            Y en aquel mismo momento se puso y comenzó a excavar en el terreno de la ladera. Con la punta de un palo de encina que le servía de bastón y que era grueso y estaba muy sano. Descubrió que el terreno, a pesar de tener muchas piedras, cantos rodados, resultaba fácil de escavar. Por eso, durante mucho rato, estuvo hincando el palo, golpeando con una piedra y retirando luego con sus manos la tierra y piedrecillas sueltas. Zawi, su fiel amigo, se quedó por allí cerca comiendo hierba y de vez en cuando miraba al muchacho. Éste le decía:

- Ahora tú te extrañas porque no sabes lo que voy a construir aquí pero ya verás luego.

            Durante mucho rato, un par de horas o más, estuvo escavando en la torrentera. No le cundió mucho pero sí logró abrir un gran hueco, poco profundo aunque ancho, alargado y alto. Miraba a Zawi y le decía:

- Tiene que ser un poco más alto que yo para que cuando entre no tenga problemas. Tú eres más bajo y pequeño y por eso, si procuro que salga a mi medida, valdrá para ti también.

Seguía Zawi buscando las mejores matas de hierba, sin alejarse mucho ni tampoco del resto del rebaño. Pero ya al mediodía, un buen piquete de ovejas se separó de la manada y el muchacho descubrió que se iban para las partes altas, se dijo: “Si las dejo, pueden meterse en las tierras, huertas y jardines de los palacios y tendré problemas”.

            Por eso dejó su tarea en la excavación en la ladera, subió por el barranco, siguiendo las veredillas y, sin que lo llamara, Zawi se fue tras él. Como si esperara que el joven le ofreciera algunos de los exquisitos bocados que le daba de vez en cuando. Y se los regaló porque, mientras subía por el barranco hacia lo más alto de la colina, comentó con su amigo:

- En cuanto alcancemos la cumbre, te doy lo que deseas. Pero ahora ¿tú no advierte como yo que por aquí hay algo?

            Zawi no respondió y siguió su caminar lento ladera arriba. Pero el joven dos o tres veces se paró, miró a un lado y otro, miró luego al piquete de ovejas que iban por las partes altas y otra ve echó una larga mirada al barranco. No sabía que habría por esta hondonada pero presentía como si, en algún momento y años atrás, por el lugar hubiera ocurrido algo. Le volvió a decir a su amigo: “Y este acontecimiento que me parece intuir, se me revela como algo hermoso y bueno. Por eso no infunde ni miedo ni resulta extraño. Se palpa como una muy agradable sensación. ¿Tú no percibes como yo algo hermoso en el aire y en los paisajes de este rincón?” Y Zawi no emitió ninguna señal.

            Llegó a lo más alto, cortó el paso al piquete de ovejas y luego se sentó en una gran piedra. Volvió a mirar para el ancho valle del río Darro y luego miró para las laderas del Sacromonte. Abrió su zurrón, sacó de él las frutas secas que la madre le había preparado para que comiera al mediodía, cogió unos higos secos, llamó a Zawi y le dijo:

- Tama, el primero, el más grande y bueno, para ti. Por tanta compañía que me das y por hacer que no me sienta tan solo en este tan bonito día de primavera. Y vete preparando que dentro de un rato volvemos otra vez a la majada. ¿Sabes? En cuanto regresemos voy a buscar las herramientas necesarias para volver otra vez mañana a este lugar y seguir con mi trabajo en este barranco. Y para ti, ya tengo pensado de qué modo puedes ayudarme, además de darme compañía y dejar que me pasee en tu lomo. Toma, cómete ahora estas nueces que te he preparado para que no te falten las fuerzas. Te voy a poner a prueba a partir de mañana.

            Y poco después, el rebaño de ovejas y él, bajaban por la ladera en busca de la majada. Llegaron a la orilla del río Darro cuando la tarde se iba y enseguida comentó con el padre la construcción que había planeado en el barranco de la ladera. Éste no le dijo nada pero sí le ayudó a buscar algunas herramientas: una piqueta pequeña, un martillo de hierro, un cincel, una pala no muy grande y una espuerta de esparto. Lo preparó todo y a primera hora del día siguiente lo primero que hizo fue buscar a Zawi. Lo llamó, lo sacó del corral, le colocó sobre el lomo un pequeño aparejo que hacía tiempo había construido a su medida, colocó a un lado y otro, algunas de las herramientas, su caontimplora llena de agua y le dijo:

- ¡Ale! En marcha que tenemos que subir todas estas cosas al barranco de mi cueva. Pero sin prisa, tenemos todo el día para llegar y, en esta ocasión, yo iré delante buscando las mejores veredillas.

Dio suelta al rebaño de ovejas y, como tantos otros días, las guió hacia las tierras de la ladera. Delante de la manada, caminó él seguido de Zawi cargado con las herramientas que pretendía llevarse a su cueva. Y aunque subieron despacio, en unas dos horas llegaron a lugar de la construcción. Le pidió a Zawi que parara, descargó de su lomo las herramientas y le quitó el aparejo y otra vez le dijo:

- Ahora, come hierba por aquí o vete con la manada que yo voy a seguir con mi proyecto. Y en esto, aunque quieras, no puedes ayudarme.

            A lo largo de toda la mañana y parte de la tarde estuvo escavando en la ladera. Con la piqueta y el martillo, la pala y la espuerta. Y en todo este rato logró un buen trabajo. Tanto que hasta él mismo se sorprendió. Por eso, al caer la tarde otra vez se fue junto a su amigo, compartieron alimentos, agua y tiempo y un buen rato de charla y regresaron, al caer la tarde, a la majada. Comentó con los padres todo lo que a lo largo del día había hecho y estos lo animaron. Aunque antes de irse a la cama el padre le preguntó:

- Y cuando tengas la cueva hecha ¿para qué la usarás?

- Ya lo he pensado pero os lo diré solo cuando lo tenga todo terminado.

- Pues lo que tú quieras pero ya estamos deseando saber tu secreto y ver tu preciosa cueva.

            En cuanto amaneció al día siguiente, antes de salir de la humilde casa que les servía de vivienda a irse a la majada, el padre le dijo al joven:

- Se me olvidó decírtelo anoche.

- ¿Qué tenías que decirme?

- Que hoy no puedes llevarte contigo ni a Zawi ni a los demás corderos.

- ¿Y eso?

- Ahora mismo, lo primero que vamos a hacer esta mañana, es separar todos los corderos del resto de la mañana.

- Pero ¿para qué?

- Ya sabes… como otras veces.

Y el joven miró al padre y por un momento no pronunció palabra. Vino a su mente el recuerdo de otras veces y el mal rato que en estas veces, él siempre había pasado. Y eso era por lo siguiente:

            Dos o tres veces al año, los habitantes de los palacios de la Alhambra, se presentaban en la majada de la Dehesa del Generalife. Hablaban con el padre y al día siguiente, se llevaban todos los corderos que, por aquellos días, estaban a punto de ser destetados. Siempre decían:

- Necesitamos carne para alimentar a las personas que viven en los palacios.

Y el padre y el hijo, siempre callaban pero sufrían mucho. Ellos tenían claro que no eran los dueños ni de las tierras ni del rebaño ni de los corderos y por eso tenían que aguantarse. Ni siquiera opinar podían cuando el dueño decidía llevarse los corderos. Y ni siquiera podían expresar lo doloroso que era para ellos y, sobre todo, para el muchacho. A lo largo del tiempo que los corderos retozaban por las tierras, iban y venían y mamaban de sus madres, él los disfrutaba. Y era feliz como nadie en este mundo viendo correr a estos animalillos tan bellos y viéndolos retozar y crecer libres. Por eso, en el fondo de su joven corazón, se sentía amigo de todos estos corderillos y de sus madres y de sus cabriolas cuando correteaban. Y por eso, cuando venían “los de la Alhambra”, que era como él los llamaba, se ponía malo y sufría. Sabía que se presentaban por la majada para llevarse a todos los corderos y quitarles la vida. Y sabía que a partir de ese momento ya no volvería a verlos nunca más.

            Recordó el joven todo esto aquella mañana de primavera y, cuando ya caminaban desde su vivienda hacia la majada, volvió a preguntar al padre:

- Sé lo de otras veces pero ¿por qué hoy no puedo llevarme conmigo a Zawi?

- Tienes que dejarlo en el corral por si lo necesitan.

- Necesitarlo ¿para qué? ¿Acaso también van a llevárselo?

- No lo creo. Es para algo que luego te diré.

Y el joven se sintió tan mal que hasta se le quitaron las ganas de comer. Y más aun se le quitaron las ganas de entrar al corral y ponerse a separar a los pequeños y blancos corderos de sus madres.

            Pero el muchacho era todavía muy joven y por eso, aunque su corazón se revelaba y sentía rabia, dolor y miedo, no tenía fuerzas para oponerse a lo que el padre le ordenaba y menos para enfrentarse a los que se llevaban los borregos y con los que luego los mataban y se los comían en la Alhambra. Por eso,  esta misma mañana y una vez más, hizo caso a lo que el padre le pedía. Para animarlo un poco el padre le comentaba:

- Nosotros somos unos mandados. Trabajamos para ellos y aunque nos paguen poco, son los dueños. Y todavía tenemos que estarle agradecidos. Así que nuestro deber es hacer lo que nos piden y, aunque lo creamos injusto y doloroso, debemos callarnos. Es lo mejor para todos.

Y el joven comentó:

-Pero padre…

            Llegaron al corral, se pusieron a separar los corderos de sus madres y cuando ya los tuvieron encerrados en un pequeño cobertizo, el padre le dijo:

- Abre la puerta del corral y deja que salga en rebaño de ovejas. Y coge el zurrón con algo de comida y tu cantimplora de barro llena de agua y llévatelas de careo por donde siempre.

Y otra vez, enfadado y triste, el joven exclamó:

- Pero padre…

- Lo siento, hijo mío. A tu amigo Zawi, parece que solo quieren verlo. Por eso, cuando de nuevo vuelvas al caer la tarde, otra vez lo tendrás contigo.

Malhumorado, el joven abrió las puertas del corral, dejó que salieran las ovejas y al poco se le vio subir por la ladera del Generalife. Solo hoy y sin zurrón ni cantimplora. Aunque el padre le había insistido para que cogiera algo de comida y agua, él no quiso.

- Y cuando tengas hambre o sed ¿cómo te las apañarás?

Le preguntó el padre. Y muy disgustado él le contestó:

- Ya me las arreglaré como pueda. Si Zawi hoy no viene conmigo, no tengo con quien compartir mi comida y agua ni mi tiempo y  ni juegos.

Lo comprendió el padre y por eso lo dejó en paz.

            A media mañana llegó a la altura del barranco donde había comenzado a construir su cueva pero ni siquiera se acercó al lugar. Se fue por el lado derecho, subió hasta lo más alto, miró para la ladera por donde subía pastando el rebaño, sin los pequeños corderos y sin Zawi y por aquí estuvo casi todo el día. Sentado frente al barranco de la cueva, dominando con su vista todo el valle del río Darro y la colina de la Alhambra y recordando a los corderillos y a su amigo. También observaba por si veía llegar a los de la Alhambra para llevarse a los corderos. Y los vio pero no quiso saber nada de ellos. Volvió su cabeza, se tumbó sobre la hierba bajo una gran encina y cuando ya el sol se ocultaba, despertó como de un extraño sueño. Vio que el rebaño regresaba a la majada y por eso caminó rápido y también regresó al valle del río. Ya se hacía de noche cuando, al encontrarse con el padre, le preguntó:

- Sé que han venido los de la Alhambra a por los corderos pero con Zawi ¿qué han hecho?

- También se lo llevaron pero me han dicho que volverán a traerlo.

- Nos están engañando.

Y sin decir nada más, dejó la majada con las ovejas y el padre y se fue a la casa. Al verlo la madre quiso preguntarle algo pero lo dejó tranquilo. Sabía que lo estaba pasando mal.

            No comió nada antes de acostarse ni tampoco tenía ánimo para comentar nada. Y al amanecer del día siguiente, aunque el padre lo llamó varias veces, no  quiso levantarse. Lo dejó tranquilo en su casa en compañía de la madre y él llevó a las ovejas a pastar por la ladera. Cuando volvió por la noche enseguida fue a la casa para animar al joven. Y cuando llegó, le preguntó a la esposa y ésta le dijo:

- A media mañana se levantó, fue al corral, estuvo por ahí un rato mirando, luego miró para el camino que lleva desde aquí a la Alhambra y después se fue a la orilla del río. Pasado un buen rato se vino otra vez a la casa y de nuevo se metió en la cama.

- ¿Ha comido algo?

- Ni siquiera un sorbo de leche caliente ha querido probar.

Entró el padre a la habitación, lo saludó y luego le dijo:

- Estuve hoy por donde el barranco de tu cueva y me gustó mucho aquello.

Lo miró el hijo y nada comentó. Se acercó la madre y le preguntó:

- ¿Y por qué quieres construir una cueva en ese sitio?

Y con voz entre cortada y muy apagada habló y dijo:

- Os voy a contar mi secreto para que lo sepáis y porque a lo mejor mañana, no puedo.

- Pues, venga, habla que te escuchamos.

            Y después de tragar saliva, el muchacho, muy apenado comentó:

- Yo quería construir ahí un pequeño palacio, frente al valle del río y frente a la Alhambra. Y lo quería construir junto con mi amigo, para disfrutarlo los dos. Quería sembrar en la puerta de mi cueva una noguera, un granado, una higuera, olivos y un pequeño jardín con flores de todos los colores. Yo quería todo esto pero ahora ya no quiero.

Y guardó silencio porque la congoja le ahogó la voz en la garganta. Volvió la cabeza y se puso a llorar. Lo abrazó la madre y aunque le pidió que se levantara y comiera algo, no lo hizo.

            Tampoco se levantó al día siguiente ni comió nada. Ni al cuarto ni al quinto día. Y los padres, preocupados, al séptimo día pensaban llevarlo a un amigo médico pero no pudieron. Al amanecer de este séptimo día, se lo encontraron muerto en la cama. Sin ni siquiera sufrir ni pronunciar palabra. Los padres sí lo lloraron y, entre lágrimas, amargamente comentaban:

- Tenía su sueño y se lo han roto. Ojalá ahora sí sea libre en algún lugar del cielo al que se ha marchado.