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Foro para escritores de Bubok

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javihero
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Fecha de ingreso: 11 de Septiembre de 2009

LXIX: La Isla. Hilo para colgar los relatos.

8 de Mayo de 2011 a las 23:13

isla.

(Del lat. insŭla).

1. f. Porción de tierra rodeada de agua por todas partes.

 

concursoderelatos
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  • 15 de Mayo de 2011 a las 20:48

ISLAS MAYORES

 

 

Antonia miraba los folletos que había cogido del mostrador de entrada del centro de día: “Ofertas para mayores a precios menores”.

Las fotos eran seductoras, playas paradisíacas con apenas tres o cuatro bañistas y otras tantas personas con cuerpos esculturales tomando el sol; rincones de ensueño y locales nocturnos rebosantes de vida y diversión. Se cambió las gafas para ver lo que estaba escrito; también era atractivo. Toda la oferta giraba en torno a islas: Canarias, Baleares, Maldivas, República Dominicana, Bahamas…

Los precios variaban y curiosamente las islas españolas no eran las más baratas.

Sonreía mientras leía la cantidad de servicios que ponían a su disposición.

 

—Esto es para gente joven —dijo —, nos lo ofrecen a nosotros porque ahora es época de vacas flacas y seguro que si vamos no contamos ni con la mitad de lo que aquí se dice. Las islas turísticas en temporada alta son para la juventud. A nosotros nos ofrecen la temporada baja.

—¿Qué dices? —preguntó Anselma achinando los ojos y enfocando su audífono hacia Antonia.

—¡Qué esto es para gente joven! —gritó señalando los folletos.

—Sí, sí. —Anselma empezó a reír ante la extrañeza de su compañera —. Yo también lo había pensado, que de jóvenes éramos así.

—¿De qué hablas, Anselma? Cada día estás más tonta además de más vieja.

—Igual, igual. —La mujer seguía riendo —.Mira esta playa qué bonita —dijo señalando una de las fotos —, parece virgen ¿a que sí? Como tú y yo cuando teníamos quince años.

 

Antonia ahogó una risa al tiempo que movía la cabeza negando. Esta mujer está loca, se dijo para sí, qué ocurrencias.

 

            —A todos les gustaría disfrutarlas ¿o no tengo razón? —Anselma seguía con su disertación entre risas —. Y quedarse allí para siempre: ¡venga baños!, ¡venga tumbarse en la arena!, ¡venga juerga!…

            —Mírala. Al final te vas a hacer pis encima como sigas riéndote. ¿Quieres parar?

            —¿Qué dices?

            —¡Que pares o te meas! —dijo Antonia empezando a contagiarse de la risa.

            —Ay… —suspiró volviendo a una aparente seriedad —. Es una pena, pero tengo razón, piénsalo. Cuando somos jóvenes somos como esas islas: graciosas, deseadas, soñadas, todo el mundo quiere conocernos, todos nos visitan, todos nos quieren, todos nos hacen sentir vivas.

            —Muy filosófica estás tú hoy. ¿Te ha pasado algo?

            —¿Qué dices? —De nuevo sus ojos arrugados y su cabeza torcida delataron su sordera.

            —¡Que si te ha pasado algo!

            —Ochenta y cuatro años, si te parece poco… —Anselma retomó sus carcajadas.

            —Qué tonta estás… —Antonia también reía.

 

La cuidadora les llamó la atención por armar escándalo y les sugirió que empezaran a unir los puntos de la lámina que les había entregado para encontrar el dibujo oculto.

           

            —Antonia, lo de los viajes lo miras luego en tu casa. Ahora a lo que estamos. Y tú, Anselma, deja ya las risas que luego te pasa lo que te pasa y hoy tu hija se ha olvidado de ponerte bragas en la mochila.

 

Anselma congeló su gesto risueño y agachó la cabeza. Sin pronunciar una sola palabra empezó a unir puntos con su lapicero. No se molestó en seguir la numeración, era evidente que aquello era un árbol. No sé yo si esto sirve para entrenar la mente como dicen o para volvernos gilipollas del todo. Menuda sandez.

Pasaron la mañana descubriendo árboles, mujeres, perros, caballos… también colorearon alguno de los dibujos. Luego, en fila fueron hasta los servicios para lavarse las manos y pasaron al comedor. Cada uno de los ancianos tenía su lugar, no asignado, pero sí fijo por la costumbre. Antonia y Anselma tenían una mesa para ellas solas junto a una ventana, era un buen sitio, uno de los mejores. Anselma solía bromear con que algunos de sus compañeros seguro que rezaban para que murieran pronto y dejaran su zona libre.

El plato del día no era diferente al de la mayoría de las jornadas, un puré de algo y un filete a la plancha; hoy tocaba pescado. De postre una pieza de fruta. No faltaba la ración de pan de cincuenta gramos, Antonia conocía su peso porque era igual a la que compraba en el estraperlo cuando ella era pequeña y su madre la pesaba en una báscula de farmacéutico, que nunca supo de dónde había salido, para asegurarse de que no la habían engañado.

Comieron casi en silencio, alternando la mirada a la ventana con la atención a las noticias de la televisión. Anselma se fabricaba sus propias noticias a partir de las imágenes que veía, sabía que la mayoría de las veces llegaba a conclusiones equivocadas, por eso nunca hablaba de temas de actualidad; para muchos era más fácil achacar su meteduras de pata a una pérdida de lucidez que a una simple sordera.

            —¿Tú sabes por qué todos se ríen de los sordos? —preguntó sin que pareciera venir a  propósito de nada.

            —Yo no me río de ti. Eso son cosas tuyas, es que los sordos os volvéis muy susceptibles.

            —No. No es eso. —Anselma soltó el tenedor y se limpió la boca con la servilleta —. Hay cosas que no oigo ni con el sonotone y pregunto, es normal, ¿no? Tú siempre me repites lo que has dicho, pero la mayoría hacen la broma diciendo algo que se parece pero que no tiene nada que ver y otros dicen algo que significa lo mismo pero que no son las palabras que han utilizado antes y ¿sabes qué pasa?, que puede que no haya entendido, pero el soniquete sí que se queda y eso lleva a confusión, porque ya no sé si me están tomando el pelo o me están repitiendo de verdad. Es muy molesto. ¿Por qué hace eso la gente?

            —Ay, Anselma… estás hoy muy rara. Antes con lo de las islas y ahora con esto. ¿Estás bien?, ¿qué te ha pasado?

            —Nada, nada —dijo la mujer volviendo a coger el tenedor —. Y lo de las islas no es nada raro, es una verdad como un templo. De islas turísticas pasamos a ser islas habitables, islas que con más o menos prosperidad sirven para vivir, como Inglaterra. Islas en las que se acabó la juerga, en las que se trabaja y se vive el día a día, donde las vacaciones ya no son eternas, casi ni existen. Como nosotras cuando nos casamos y criamos a nuestros hijos. Ya sólo interesábamos a los nuestros y nos gustaba. Éramos todo un estado dentro de nuestro hogar, ¿te acuerdas de esos tiempos?

            —Madre mía, qué relaciones y qué conclusiones más raras me sacas. —Antonia sonreía sin dejar de comer —.Y ahora me dirás que nos hemos convertido en Japón, destruidas por el tsunami del paso del tiempo.

            —¿Eso es lo que ha pasado en Japón?, ¿un tsunami? —Anselma se quedó pensando un instante —. No, no nos ha destruido ningún tsunami. Estamos aquí, enteras y todavía da gusto vernos, ¿o no? Yo hago unos árboles uniendo puntos… que ya quisiera hacerlos un niño de tres años.

            —Pero mira que eres gansa. —Ambas rieron y siguieron comiendo.

 

La cuidadora les dio permiso para dar un paseo por la calle. No todos podían salir, ellas sí aunque no siempre que quisieran, necesitaban el consentimiento de la cuidadora. Hoy le tocaba a Antonia invitar a café. Las dos tenían la tensión alta y el café vedado, las dos se saltaban la prohibición siempre que podían.

 

            —Entonces, según tú, seguimos siendo Inglaterra. —Antonia movía la cucharilla en el café.

            —¿Qué dices? —De nuevo ojos achinados y cabeza girada.

            —¡Que si seguimos siendo Inglaterra!

—Le estás dando vueltas, ¿eh? —Anselma mostraba una sonrisa con vocación de carcajada —. Estaré tonta y vieja -no mucho más que tú, que conste-, pero mira cómo he despertado tu curiosidad —dijo guiñando un ojo —. ¿Tú te sientes Inglaterra? Porque a mí, hace ya mucho que me abandonó el Imperio. —La carcajada acabó por aparecer.

            —Pues entonces no sé, chica. ¿Ya no somos ninguna clase de isla? ¿Y por qué islas?

            —Todos somos islas: vivimos rodeados, pero solos —respondió ya seria.

            —¡Ay, Anselma! No me gusta que hables así. Eres increíble, te pasa el día riendo, que hasta se te escapa el pis, y luego piensas unas cosas más tristes…

            —No es triste, es la verdad. Siempre acabamos solos. Unos mueren, otros se marchan, otros nos olvidan a otros los olvidamos… Al final, siempre solos. Mi hija no se ha olvidado de ponerme unas bragas en la mochila. Hace más de tres años que casi no sé nada de ella; ni viene ni me llama. Yo ya no pinto nada. No la culpo, es la vida. Cuando llegue a casa esta tarde la única compañía que tendré será la mía. ¿A ti te espera alguien?

            —Sí —respondió Antonia casi entre dientes —, mi hijo, mi nuera y mis nietos. En cuanto llegue mi nuera me servirá la cena y muy sutilmente me dirá que me vaya a mi habitación, que así los niños no me molestarán y podré ver lo que quiera en mi tele. Tienes razón: rodeada pero sola.

            —¿Sabes ya en qué nos hemos convertido?

            —A ver con qué me sales —dijo al tiempo que negaba con la cabeza y esbozaba una sonrisa.

            —En islas desiertas, Antonia. Eso es lo que somos: islas desiertas.  

 

 

 

 

concursoderelatos
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  • 17 de Mayo de 2011 a las 12:50
El zoo

    —No sé si será mejor dejar lo del teatro para otro día. Hoy podría ir al zoo. Los leones marinos merecen una visita...

    Recogió los restos del desayuno y, una vez que hubo puesto el tosco cuenco y las hermosas conchas nacaradas en un cubo con agua, se dirigió al fondo de la estancia. Corrió la cortina, que convertía el rincón en un a modo de armario, y tomó algunas prendas de ropa con las que vestirse.

    —Claro que, la verdad, me vendría bien un paseo por la Gran Vía. Hace tiempo que no voy de compras. Podría comer en aquel chino que hay en una callejuela. ¿Cómo se llamaba?... La muñeca china, creo.

    Se anudó el cordón que hacía las veces de cinturón.

    —Pero seguramente lo del zoo sea mejor idea. Con suerte podría ver un espectáculo de delfines. ¡Qué inteligentes que son esas bestias!

    Buscó de nuevo en el rincón de la estancia, pues la zamarra que había cogido en primer lugar no le pareció la más adecuada.

    —Por otro lado... ¡Qué caramba, hace tiempo que no visito la galería Thyssen! Ya puestos, podría cruzar el paseo y acercarme al museo. Nunca me gustó demasiado, pero ahora siento como una gran curiosidad por ver sus salas.

    Se abotonó lentamente los cierres hechos con bonitos cantos rodados horadados, y se acercó a la pared, donde una chapa brillante colgaba y hacía las veces de elegante espejo.

    —Incluso me podría acercar a la Cuesta de Moyano y curiosear un rato los libros usados. Podría pasar por aquella caseta de la parte alta que sale en la pelí aquella del Segura. Tienen comics de todos los tiempos. ¿Quién sabe si no encontraría el número atrasado que me falta de la colección del Capitán Trueno?

    Dobló un poco el final de las mangas, que le venían algo largas.

    —Pero creo que dejaré el Prado para otra ocasión. El cuerpo me pide otra cosa. Seguro que mi primera idea es la buena. Sí, iré al zoo. El espectáculo de aves tropicales es impresionante.

    Buscó bajó un tosco taburete y extrajo sus viejos zapatos, al tiempo que pensaba que, con un poco de fortuna, tal vez vería alguna de aquellas emocionantes luchas entre cacatúas y gaviotas.

    —Ahora que... ¿Cuanto hace que no voy a Toledo? Con el coche de línea llegaría en un momento. ¡Y qué bien se come en aquel garito que hay bajando de la catedral! ¡Oh, sí, un día en Toledo estaría muy bien!

    Se encaminó hacia el frontal de la vivienda, donde ésta se abría al exterior, y apartando la cortina de paja que cerraba la puerta, salió al claro del bosque en que había construido su cabaña. Mientras recogía un par de gruesas nueces de coco que habían caído de una palmera enana y las arrinconaba en la sombra, justo a la casa, pensó de nuevo que lo mejor sería no cambiar sus planes. Los leones marinos, algún delfín, las cacatúas salvajes y alguna gaviota molaban. ¡Iría al zoo, que caramba!

    Caminó como medio quilómetro a través de un espeso bosque, y alcanzó la costa. La línea verde de un palmeral contrastaba con el amarillo de la arena de una pequeña playa y el azul limpio y brillante del cielo. A un centenar de metros vio las rocas. El suave oleaje más que sacudirlas las acariciaba. Llegó al lugar en que un  risco de unos cinco metros le ofrecía, en lo alto, como una tribuna para acomodarse. Subió y se sentó en un saliente de la piedra, dispuesto a contemplar a los delfines, los leones marinos y, si se terciaba, algún cachalote que se dejase ver por aquella costa.

    Y mientras dos grandes gaviotas volaban a sus alrededor persiguiendo a una traviesa cacatúa multicolor, el pobre náufrago pensó que, curiosamente, siempre acababa acudiendo al zoo.

concursoderelatos
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  • 17 de Mayo de 2011 a las 22:00

SONRÍE

 

El Lucio partió del puerto de Shanghái el 18 de Agosto de 1829. Llevaba doce toneladas de cupra traída de diversas factorías ubicadas en distintas islas del pacífico. Dos mil metros cuadrados de seda virgen en retales protegidos por sacos de cuero. Media tonelada de especias exóticas y algunas cajas de opio, polvo de cuerno de rinoceronte y veneno de serpiente.

Había una tripulación de veinte marinos y ochenta pasajeros entre colonos ingleses, comerciantes españoles, diplomáticos centroeuropeos y familias anónimas.

El Lucio naufragó en algún punto indeterminado entre Indochina y la India oriental el 24 de Agosto del mismo año, seis días después de haber levado anclas. Se esperaba su atraque en Sri Lanka para el día 27. El 4 de Septiembre de 1829 partieron dos barcos de la Armada de Su Majestad desde Shanghái con el objetivo de localizar el Lucio, pero tuvieron que volver dos meses más tarde sin haber encontrado nada más que vientos hostiles y piratas dándose a la fuga. Todos asumieron que el Lucio se había perdido junto con su carga y tripulantes. Piratas, escollos, derivas o tifones; el resultado sería el mismo: el mar sólo devuelve lo que le sobra, y nunca le sobran almas que tragar.

Agarrados a un trozo de madera, un hombre y una niña sobrevivieron hasta que la corriente los llevó a una playa de color hueso en que las palmeras se mecían suavemente como si nunca sucediese nada importante. El hombre dejó que la niña durmiera a la sombra, en un lecho de palmas, durante más de un día. No se conocían de nada y casi no habían intercambiado palabra durante su periplo sobre el madero. Lo primero que sintió aquel hombre cuando tuvo a la niña dormida en el lecho de palmas fue que sería mejor dejarla morir. Había oído historias terribles acerca de la sed y del hambre. Se puso a otear el horizonte hasta la noche para no tomar ninguna decisión precipitada. Luego se acostó junto a la niña.

A la mañana siguiente, la marea les había dejado en la playa un montón más de trozos de madera, algunos barriles y toneles y cuatro cadáveres igual de blandos que las algas. El hombre confió que la pleamar volviera a llevarse los cadáveres y cargó los barriles hasta el refugio de palmeras. En aquellos barriles había agua, manteca y carne en salazón.

Estuvo mojando los labios de la niña durante horas, a veces llorando, a veces masticando pequeños trozos de la cecina. La niña despertó cerca del ocaso y se sentó agarrándose las rodillas y comenzó a llorar también.

No se movieron de la playa hasta haber acabado las provisiones completamente, quince días más tarde. Entonces el hombre se sintió lo suficientemente fuerte y desesperanzado como para adentrarse en la isla para buscar nuevos recursos y, quizá, un refugio mejor.

El hombre se llamaba Klaus y la niña, que sólo tenía cuatro años, se llamaba Ingrid. Afortunadamente, ambos eran alemanes y podían al menos entenderse.

Klaus e Ingrid estuvieron un año y nueve meses viviendo solos en aquella isla.

El 20 de Mayo de 1831, el Mármara echó el ancla a una milla de la costa de aquella isla. Lanzaron dos botes con el objeto de recoger muestras animales y vegetales para un estudio de la Real Sociedad Zoológica Británica.

Encontraron a Klaus sentado sobre un tronco, observándolos llegar con una relativa tranquilidad para lo que se esperaría de un naufrago. Después de alegrarse y saludarse y sorprenderse, maravillarse y confirmar la procedencia de aquel hombre, los tripulantes de Mármara pudieron fijarse en algunos extraños detalles. El hombre tenía un colgante con trocitos de madera pintados con caras sonrientes. Cuando les hablaba, hacía preguntas acerca de todo, como si no diese nada por hecho. El doctor en Zoología que comandaba la expedición, Sir Edward Collins, entendió que la soledad le había trastornado.

Su sorpresa fue mayúscula cuando Klaus les contó que no fue hasta hacía tres días que él estaba solo, que ese año y nueve meses había vivido allí con su amiga Ingrid.

Como llevaban alimentos suficientes y el hombre parecía mantenerse en buena forma, los científicos y sus ayudantes se pusieron a hacer el trabajo antes de volver al barco y, mientras recogían insectos y flores, Sir Edward estuvo charlando con Klaus en alemán, dado que el científico era hombre versado en varios idiomas.

Por lo que pudo entender, los primeros meses con la niña fueron muy duros, dado que un hombre adulto necesita la compresión y el diálogo con sus iguales y, máxime cuando no se trata de sus propios hijos, acaba resultando pesado estar constantemente respondiendo preguntas acerca del porqué del color del cielo, el porqué de las mareas, el porqué de las plantas…

Sin embargo, era obvio que la niña no iba a crecer antes de tiempo y lo lógico sería que Klaus se fuese adaptando a su lenguaje y a su mundo para evitar volverse loco. De este modo, cada vez que Ingrid se inventaba alguna historia acerca de cangrejos que están buscando a sus papás, o nubes que lloran porque no tienen regalos de cumpleaños, Klaus entraba en el juego y en el mundo de la niña en lugar de intentar sacarla a ella al mundo de los adultos. En principio esto debía servir de consuelo para Ingrid, que había perdido a toda su familia en el naufragio; al final se transformó en el mejor modo de vida también para Klaus, una suerte de razonamientos infantiles que hacían que todo fuera posible. Y soportable.

En la isla, realmente, no tenían problemas de supervivencia dado que no había depredadores importantes ni animales venenosos, toda el agua necesaria la encontraban en un sistema de lagunas que recogían la lluvia, y la comida era fácil de obtener: fruta y pesca en abundancia, y animales demasiado confiados para huir de ellos.

Entonces, el único problema serio con el que podían enfrentarse era el aburrimiento y esto, de nuevo, favorecía que Klaus viviera cada vez más en el mundo de Ingrid y no al contrario.

Había un juego que les encantaba, el de “estoy malito”. Intentaban sorprenderse mutuamente pintándose la lengua con un tinte nuevo, buscando alguna pasta maloliente que pareciera un vómito o perfeccionando el arte de fabricar heridas falsas. Entonces uno llegaba donde el otro diciendo: “estoy malito”, y mostraba su engaño. Se reían mucho.

Cuando uno hacía algo bueno por el otro, el otro le tenía que pintar una cara sonriente en una tablilla de madera.

Jugaban a imitar animales que no había en la isla, animales que habían conocido en Asia o en Europa. Klaus conocía más animales, claro está, pero Ingrid era muy buena mezclándolos y solía hacer estupendas imitaciones de caballos-globo o monos-hormiga.

Recientemente jugaban mucho a competir en actividades deportivas; eran sus islimpiadas, las olimpiadas de la isla. Ingrid había ganado en muchas competiciones de puntería, escupir dentro de un coco o coger una piedra negra en el fondo de la laguna, pero Klaus siempre le ganaba corriendo o saltando.

El doctor Sir Edwin, oyendo la historia de Klaus mientras sus hombres iban y venían con sus tarros y cazamariposas, se había mostrado científicamente maravillado y humanamente, cada vez, más preocupado. A medida que Klaus seguía describiendo juegos y competiciones con su peculiar manera de gesticular, Sir Edwin fingía escucharle pero una idea angustiosa le estaba carcomiendo. Por fin tuvo la entereza de preguntarle a aquel pobre diablo dónde estaba la niña.

“Ahora estamos compitiendo en natación”, le respondió Klaus, y explicó que él mismo había tardado un día entero en rodear la isla a nado.

“¿Y la niña?”, insistió Sir Edwin intentando controlar su espanto.

Klaus sonrió con regocijo. “Ya lleva tres días nadando”, le respondió a Sir Edwin, “verá usted qué rabieta le da cuando se entere de que le he ganado”. 

 

 

concursoderelatos
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  • 18 de Mayo de 2011 a las 16:58

   Niebla en Cuba

   Pablo y Carla habían planeado su luna de miel durante meses y después de su perfecta boda de varios miles de euros, se encontraban en la isla de Cuba, disfrutando de aquel precioso paisaje.

   Tumbados en la fina y blanca arena, la pareja dormitaba bajo los potentes rayos del sol de Varadero, una de las playas con el agua más cristalina de la costa cubana.

   Pablo estaba inmóvil en su toalla escuchando música con su nuevo Ipod.

   Carla tampoco movía un solo músculo de su cuerpo a excepción de su nariz, que movía de un lado a otro algo incómoda, pues sentía cierto picor ya hacía un buen rato y le era bastante molesto. Pensó en ese momento que quizás alguna de aquellas plantas le producía ese fastidioso picor.

   Carla decidió cambiar la posición de su cuerpo y se reincorporó. Miró a Pablo y vio que él se había dormido, el cansancio había podido con él después de una noche de juerga y desenfreno por aquellos lugares.

   Carla miró hacia el mar y la vista le pareció paradisíaca. ¿Podía haber lugar mejor que aquel?

  El picor de nuevo en la nariz e inspiró con fuerza intentando aliviarlo.

  Carla tuvo una rara sensación  pues de repente se dio cuenta de que estaban absolutamente solos en esa playa y se preguntó dónde se habían ido todos. Repasó de nuevo con sus mirada el paraje que los envolvía y no vio a nadie aunque sí algo.

   Una especie de sombra negra, como una niebla densa y oscura se acercaba hacia ellos.

   Carla, asustada, cogió la toalla con sus uñas y enterró los pies con más fuerza en la arena, como si de aquella forma pudiera escabullirse de lo que percibían sus ojos.

  Carla miró inmediatamente a Pablo y le gritó pero éste no respondió.

  Ella volvió la vista hacia aquella extraña sombra y sus ojos se abrieron como platos al percatarse de que una manada de animales estaba ya casi encima de ellos.

  Instintivamente su mano se fue hacia su nariz, le picaba de nuevo una barbaridad.

  Carla les mostró su cara de asombro pues no creía lo que realmente estaba viendo: más de una docena de lobos, enormes y negros, que los miraban con sus ojos rasgados.

  Las criaturas detuvieron su paso y observaron a aquel par de intrusos. Uno de ellos, el que parecía el cabecilla, avanzó despacio hacia su amado.

  Carla se quedó petrificada y varios nudos se le formaron por el cuerpo: uno en la garganta que no le permitía mediar palabra y otro en el estómago, el cual le obligaba a estar medio encogida.

   Como si fuera una simple espectadora presenció como aquella bestia abrió la boca y le enseñó unos enormes y brillantes dientes. Y contempló cómo, a cámara lenta, las fauces de aquel lobo se cernían sobre el centro del estómago de su reciente marido.

   Un grito ahogado se le quedó retenido dentro aunque sus ojos expresaban todo el terror que sentía al ver aquella monstruosidad.

   De la boca de la fiera colgaba un buen trozo de carne, sangre y parte de algún órgano de Pablo.

   Carla reaccionó y de un saltito se puso en pie, con lo que la visión tomó otra dimensión más angustiosa si cabía, puesto que aquel hueco en el centro del cuerpo de Pablo le pareció de lo más surrealista.

  El resto de la manada se acercó a la víctima pero no actuaron como pensó Carla que harían: ella estaba segura de que lo iban a devorar delante de sus narices, pero tan sólo lo olieron con fruición, como si el cuerpo de Pablo fuera una dulce florecilla.

  Seguidamente, volvieron a formar juntos aquella especie de mancha negra y sigilosamente anduvieron hacia Carla.

  Ella dio varios pasos hacia atrás pero iba muy lenta en relación a aquellas criaturas y en nada las tuvo a menos de medio metro de ella.

   Carla pensó con rapidez, mientras seguía notando aquel horrible picor que la tenía ya hastiada. No veía salida posible, no tenía ningún arma para defenderse y no podría contra doce feroces lobos.

   Aquellas alimañas miraron a Carla con desdén, ella no tenía nada qué hacer, era un ser débil, endeble, frágil. Un ser que necesitaba cuerpos extraños en el suyo para ser alguien que no era.

   Carla cerró los ojos e inspiró con fuerza, pensando que aquel sería su último suspiro. Y entonces algo caliente y resbaladizo le bajó del orificio derecho de su nariz, algo que cayó en el suelo y que tanto Carla como la manada observaron con interés.

  Sangre, sangre de un rojo vivo.

  Carla puso sus dedos para taponar la salida del líquido pero siguió brotando sin parar.

   Ella pensó que el tufo atraería con más ímpetu a aquellos salvajes pero el efecto fue el contrario y de forma perfectamente sincronizada, todos ellos dieron un paso retrocediendo.

   Los lobos arrugaron el hocico y entonces fueron ellos quienes abrieron mucho los ojos. ¿Estaban asustados? ¿De la sangre?

   Aquella sombra negra continuó su curso en dirección contraria a Carla mientras ella seguía inmóvil, notando como empezaba a resbalar la sangre por su brazo.

   Carla observó pasmada como aquella niebla densa y negra se convertía repentinamente en polvo blanco, un polvo que caía sobre la arena fina y se mezclaba con ella.

   Sus pies la llevaron hacia esa pequeña montaña blanca y sin saber cómo aquello cobró vida y se introdujo directamente en su cuerpo a través de ambos orificios.

  Un dolor insoportable y una quemazón inexplicable hicieron llorar sus bonitos ojos mientras aquello seguía violando su ser.

  Un latigazo final acabó con aquel sufrimiento y Carla sintió flojear todo su cuerpo. Cayó redonda y muchos puntos negros fueron su última imagen.

- ¡Carla! ¡Carla! – Pablo estaba algo asustado al ver a su querida mujercita medio recostada hacia él y con un hilito de sangre en la nariz - ¡Joder!

   Carla entreabrió los ojos y se situó como pudo. Miró a Pablo y se percató de que estaba sano y salvo. Él la abrazaba con mucha fuerza pues la amaba con locura. Carla respiró aliviada y feliz; había sido todo una maldita pesadilla.

- Pablo, se acabó, se acabó, nunca más ¿vale?

   Aquel nunca más no era el primero entre ellos.

- Sí nenita, ni una ralla más, te lo prometo.

   Carla sonrió pero al segundo su rostro se desencajó al divisar a lo lejos una niebla, compacta y negruzca que se aproximaba hacia ellos.

concursoderelatos
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  • 19 de Mayo de 2011 a las 8:15
Shamebook

 

 

 

 

¿Crees que por haber encontrado en Facebook su nombre y sus apellidos, y dos fotos que reconoces, realmente la has encontrado a ella? ¿Por qué tendría ella que responder a tus mensajes? ¿No te das cuenta que nunca te has interesado por ella, sino por ti mismo?

Has tenido mejores ocasiones para llegar hasta ella y las has desperdiciado todas. ¿Recuerdas la última? Fue quince años después de que la dejaras, o doce después de que te marcharas a vivir a mil kilómetros de ella. Recuerda aquel encuentro. Fue como de película. Todos vuestros encuentros han sido de película, pero en las películas los protagonistas se encuentran. Vosotros no.

Recuerda. Tú acababas de salir de quince días de ingreso en un hospital con analíticas de todo tipo, hasta que la biopsia convirtió el diagnóstico fatal en una ocurrencia intrascendente de tu cuerpo. Te habías tomado unos días libres. Te dejaste caer por allí. Querías recorrer los lugares de tu infancia y juventud, un anhelo comprensible después de aquellas semanas pensando en la muerte tan intensamente. Aquella tarde caminaste durante horas hasta caer en un trance hipnótico, mitad producto del cansancio, mitad del vértigo de la memoria sobreestimulada por el enfrentamiento visual con los lugares de tu pasado. Al caer la noche, cuando el frío y las sombras desdibujaban las calles, tropezaste con ella, apenas cuatro metros de niebla y luz amarilla entre tú y ella. Fue como si ella hubiera salido directamente del pasado, vestida exactamente igual que como tú la recordabas, con unos pantalones vaqueros que siempre le venían holgados, con un jersey rojo que también flotaba a alrededor de su cuerpo, con un macuto vagabundo colgado al hombro. El mismo pelo del color de la manzanilla, recogido atrás en cola de caballo, como te gustaba a ti, más que cuando se lo soltaba para acostarse a tu lado.

Le atajaste el paso, como siempre hiciste. “Tú eres Teresa, ¿verdad?”. De película, encontrarse así doce, quince años después. Y acabó como siempre. Un café de diez minutos y nada más. ¿Qué supiste de ella en esos diez minutos? Que trabajaba limpiando bares. Nada más. No supiste nada más. Ni siquiera percibiste que ella no se había alegrado al verte, que la atropellaste con la sorpresa. Tú, en cambio, eyaculaste dentro de ella. Le contaste tu ingreso de urgencia, el alivio de la biopsia. ¡Ah!, y deslizaste ese detalle circunstancial innecesario pero necesario para que ella supiera que triunfabas, que eras un profesional de éxito. Y después, nada. Bueno, sí: esa noche te sentiste un poco incómodo, como si no hubiera estado bien lo que habías hecho. Como quince años antes, cuando la despachaste.

Fuiste brutal. Quince años antes fuiste brutal. La citaste en un bar a medio camino entre su casa y la fábrica. Se lo soltaste con el café en la mano, llevándolo a los labios. Ella no dijo nada, ni una palabra más alta que otra. La despediste en la puerta del bar con un gesto de cabeza. Ella continuó su camino hacia la fábrica. Sola. Tú tiraste para el otro lado. Aún te alcanzaron las sirenas de la fábrica, como tantas otras veces que la habías acompañado al entrar o la habías esperado al salir. La olvidaste como se olvida una maleta vieja. El año de cuartel que aún te quedaba lo hizo más fácil.

No preguntaste por ella mientras hacías tiempo en el cuartel, pero tampoco cuando volviste. Los amigos comunes no te sacaron el tema, no vinieron a decirte: mira lo que le has hecho o cómo la has dejado. Se suponía que lo ocurrido había sido un lance de amor. Alguna vez la viste de lejos, en un cine. ¿Te preguntaste cómo estaba? ¿Te enteraste de que había dejado la fábrica, incapaz siquiera de levantarse cada mañana? Depresión. Entonces no se diagnosticaba, no era una enfermedad de la seguridad social. Desórdenes alimenticios, otra expresión que entonces no se usaba. ¿Te acuerdas de aquellas galletas que tanta gracia te hacía verla tomar en el desayuno y antes de acostarse, un tazón a rebosar de leche, colacao y galletas? Un año levantándose de la cama sólo para comer galletas.

Así que ella tiene motivos para no querer saber de ti.

Pero tú la quisiste, ¿verdad? Eso crees, claro. Fue un comienzo de película, y las películas son bonitas.

Era verano. En lugar del jersey rojo ella vestía una camisa de finas rayas azules que flotaba alrededor de sus brazos, de su cuerpo, disimulando que no tenía más pecho que una niña de doce años. Fue su imagen de niña-mujer lo que la convirtió en objeto de tu deseo. Tú no eras entonces lo bastante hombre para enfrentarte a una mujer entera. Si has llegado a serlo medianamente, es porque otra mujer más completa te ha hecho. Pero no ella. Ella, tan menuda, tan tímida, despertaba tu instinto protector. ¿Pero qué era ese instinto protector sino una máscara para esconder el zarpazo agazapado de tu deseo, para ocultárselo a los demás, a ella misma?.

Tú la rondabas. Las amigas se las apañaban ya para dejaros al uno cerca del otro con sospechosa frecuencia. La protegían como si fuera la hermana menor. Ellas habían decidido en algún momento que tú eras un chico bueno para Teresa. Se equivocaron.

De película, sí. La cogiste de la mano por primera vez cuando los jeeps de los grises se dejaron ver lentamente por el fondo de la plaza. Cuando ulularon las sirenas y la noche se iluminó de destellos azules, tiraste de ella a la carrera para llevarla en dirección contraria a donde huían todos los demás. Luego le pasaste el brazo por los hombros para simular que erais novios paseando. Ella te enlazó por la cintura. Vuestro paso era torpe. Teníais tanto miedo de que os detuvieran como de vosotros mismos. Ninguno de los dos sabíais lo que era caminar así. Era la primera vez.

Esa noche os despedisteis hasta el día siguiente. Ya erais casi novios.

La policía te sacó de casa de madrugada. Pasaron cuatro meses de hierro y piedra. Si había alguna ofuscación en vuestro enamoramiento, esos cuatro meses la reforzaron: tú ya tenías tu papel de héroe en la película, en el que ella era la princesa que te esperaba. Uno desea a una mujer de carne y hueso, pero enamorarse sólo se enamora de una imagen fantaseada.

Cuando saliste de la cárcel corriste en busca de tu fantasma.

Otro momento de película: el tropel de chavalas saliendo de la fábrica, fijándose en ti, cotilleando entre ellas a quién esperarías. Una te reconoció. Volvió a entrar, la encontró en el vestuario todavía, y le anunció: “Teresa, te esperan”. Teresa, la pequeña Teresa, ya tenía novio, y todas lo sabían. ¡Qué alegría!

Novios. El deseo vestido con el argumento de la película del momento. Nunca llegaste a conocer a Teresa. Besarla, tocar su sexo húmedo, desnudarla de sus braguitas de niña, nada de lo que se repitió tantas veces durante los doce meses siguientes sirve para decir: conociste a la mujer. Cierto que os dabais la vuelta enrojecidos (tú), sudorosos (tú), tú con tu ridícula y obscena eyaculación completada dentro de ella. Pero nunca fuisteis el uno del otro.

Al principio, tú pensabas que lo que no te dejaba satisfecho era la brevedad de los encuentros, o su poca frecuencia. No te diste cuenta que nunca tuviste una mujer en los brazos, que ella era inalcanzable, una esfinge representando su papel de mujer-niña, paciente, sumisa. Si al menos alguna vez hubierais reñido, si ella te hubiera dicho alguna vez “¡vete!” y después os hubierais reconciliado, aceptando que el otro era diferente de lo que imaginabais, imperfecto quizás, pero también inesperadamente fuerte y valioso... Si eso hubiera ocurrido entre vosotros, entonces los dos hubierais sido reales, carne y uña el uno para el otro, o carne separada, sangrante.

Lloraste algunas veces y con eso quieres convencerte de que la has querido. ¿Pero lloraste alguna vez delante de ella? ¿Te preguntaste alguna vez si ella también había llorado?

Te resignaste a no obtener de ella aquello que te faltaba, Claro, tampoco sabías muy bien lo que te faltaba. La mili estaba al caer, qué más te daba un apaño temporal para follar una vez a la semana. Un apaño extraño, porque ella no obtenía otro placer que un ligero rubor sobre su carne blanca. Tu placer era más fácil, pero no más verdadero.

¿Recuerdas cuando una de sus amigas, una de sus hermanas mayores, te preguntó si Teresa te había contado lo que le había ocurrido años atrás. Pobre amiga. Creía estar metiendo la pata. Llevaba semanas dudando si decirte algo o no decirte, y al final pensó que el remedio, si no era bueno, tampoco sería peor que la enfermedad que veía en vosotros. No, le dijiste, Teresa no me ha dicho nada. Y punto. No diste pie a la amiga para que ella misma te lo contara. No hacía falta: cuando se dice de una mujer que “le ha pasado algo”, todo el mundo sabe de qué se trata.

La amiga creyó que su indiscreción serviría al menos para que tú hablaras con Teresa. Tampoco le preguntaste. No querías saber detalles. Te disgustaba pensar que a esa mujer que tú habías declarado tuya la habían violado alguna vez, como si tú perdieras algo en aquello que no te había ocurrido a ti sino a ella. Nunca te preocupaste por ella, por el daño que había sufrido ella. No pensaste que tú podías reparar ese daño.

O ahondarlo.

Durante esos doce meses tú fuiste el instrumento para repetir una y otra vez esa violación. No importa que todo fuera consentido, querido, incluso deseado por ella. El primer hombre que vuelve a desear a una mujer después de haber sido violada, tiene que reparar una culpa, un pecado que quizás no es de él, individualmente, pero sí de su sexo, de su género. Es una herida que, si se cierra, ha de ser con amor. Y que el sexo sin amor solo puede profundizar y ensanchar.

Y tú no la amaste nunca. ¿Te extraña que ella no conteste a tus correos?

 

 

concursoderelatos
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  • 19 de Mayo de 2011 a las 10:34
Pleamar

El viento revuelve sus cabellos mojados. Una ola golpea sus tobillos al romper en la playa y el reflujo acaricia sus pies descalzos, dejando arena entre los dedos. Siente los guijarros redondeados bajo ella, la sal en sus pulmones y el mar en su cabeza.
Permanece quieta un segundo más, atenta al rumor del océano antes de dirigirse hacia el interior de la isla.
Detrás suyo, mar adentro, la tormenta ruge furiosa.

- Nos estamos alejando mucho, padre –aventuró uno de los remeros, el más joven de ellos.
- Calla y sigue remando.
- Es que… padre, parece que va a haber tormenta.
El sacerdote que iba en la proa de la pequeña embarcación le dirigió una mirada furibunda. El muchacho desvió la vista sin bajar el ritmo. A su lado, su compañero imitaba sus movimientos como un autómata, el rostro lívido y ausente. El cura lo miró de manera fugaz antes de levantar la vista al cielo. Aquel patán no se equivocaba: habría tormenta contra todo pronóstico.

La noche sin luna es negra como el olvido. La chica se adentra en la isla por los mismos senderos que ha recorrido cientos de veces, así que no necesita luz para encontrar el camino a la que una vez fuera su casa.
Pronto aparecen los primeros vestigios de vida: un cercado de madera delimitando un pequeño huerto y un cobertizo desvencijado.
Contra el cielo sin estrellas se atisba el contorno de las casas, situadas en el punto más alto de la isla y, dominándolas a todas ellas, se yergue la torre del campanario de la pequeña iglesia. La muchacha se detiene a contemplar la gruesa cruz que la corona. Detrás, estalla un relámpago.
La tormenta se acerca.

- Deteneos –ordenó el sacerdote-. Aquí está bien.
El joven remero bufó. Su compañero tan sólo dejó caer sus hombros mientras las manos sujetaban apenas el mango del remo.
Un pequeño farolillo ardía creando un reducido círculo de luz sobre las negras aguas. La noche sin luna engullía el resto.
- Tiradla –espetó el cura.
El hombre se tensó de manera casi imperceptible. El joven lo miró por el rabillo del ojo, dudando.
- Padre, ¿no sería mejor enterrarla?
- He dicho que la tiréis –le cortó el sacerdote.
- Pero…
- ¡Tiradla al mar! ¡No mancillaré la tierra de nuestra isla con el cuerpo corrupto de una bruja! Que el demonio del mar posea sus restos así como posee su alma.
El muchacho se acercó titubeante al bulto que descansaba en el fondo de la barca. Sus ojos se desviaron hacia su compañero que permaneció inmóvil, agarrotado. Después, tiró del bulto para levantarlo. Una mano de su compañero se posó casi de manera violenta sobre éste.
Sus miradas se cruzaron un segundo y el muchacho sintió un escalofrío.
Después, ambos levantaron el saco y lo lanzaron por la borda.
El negro océano lo engulló sin dejar rastro.
Un relámpago encendió la noche y, casi al instante, un trueno retumbó sobre sus cabezas.

Sus pies descalzos se deslizan en silencio por las empedradas calles. Nadie rompe la quietud de la noche. No esa noche.
Se adivina la llama de alguna vela cuya luz vacilante se cuela entre las rendijas de las contraventanas, cerradas a cal y canto.
Un perro aúlla lastimero en algún rincón de la aldea, arrancando ecos que reverberan en las callejuelas desiertas.
La muchacha se detiene al llegar a su destino, alza la vista y deja que vaya recorriendo la fachada del edificio que tiene delante: la torre del campanario.
Se oye un golpeteo de pasos apresurados. Una figura irrumpe por una calleja, a unas pocas decenas de pasos. Se detiene y, sorprendida, levanta la vista y contempla a la chica durante un segundo. Toda su figura parece tensarse y, con un grito ahogado, huye por dónde ha venido, fundiéndose en la oscuridad.
La chica vuelve a contemplar la torre y, tras un segundo, se dirige a la puerta de entrada.

La lluvia caía con intensidad entre el fragor de los truenos. La pequeña embarcación se bamboleaba como un potro enloquecido en el mar revuelto. Sus tripulantes mantenían su puesto a duras penas mientras trataban de orientarse en la oscuridad, rota de vez en cuando por el estallido de los relámpagos.
- ¡No llegaremos! –gritó el más joven.
El sacerdote se tragó una maldición, concentrando sus esfuerzos en no caer en las fauces abiertas del océano.
- ¡Se lo dije! –continuó-. ¡No debimos venir…!
Un salvaje sacudida envió al muchacho fuera de la embarcación. El sacerdote se lanzó hacia el borde tratando de asirlo pero una ola levantó la pequeña barca y, al descender bruscamente, ya no se veía rastro del muchacho.
Entonces algo le golpeó con fuerza en la espalda. Gritando, se revolvió como un animal enjaulado para encontrarse con la figura erguida del otro hombre, que sostenía un remo en sus manos mientras le lanzaba una mirada prendida de odio y locura.
- ¡Es culpa vuestra! –le espetó-. ¡Ella era inocente!
El sacerdote se apartó el agua de la cara mojada, en un vano intento de ver mejor.
- ¡Era una bruja y merece arder en el infierno! ¡Esto es obra de su maestro!
- ¡Mi hija no era una bruja, maldito hijo de puta!
- ¡¿Osas atacar a un siervo del Señor?! ¡Condenarás tu alma pecadora!
- ¡Mi alma ya está condenada, cerdo bastardo! ¡La condené cuando dejé que matarás a mi niña! –El hombre levantó el remo con ambos brazos cuando una nueva sacudida volteó la embarcación, lanzándolos al mar.
El sacerdote sintió que su cuerpo se hundía en las aguas embravecidas, trató de salir a la superficie pero ignoraba hacia dónde dirigirse.
El mar inundó su boca.

Apoyándose en la cruz del campanario, la muchacha intuye la aldea a sus pies y la pequeña isla que se extiende alrededor. Aspira la sal que el viento le trae y siente su cuerpo más vivo de lo que nunca estuvo.
Abajo, las luces de las antorchas de los villanos empiezan a agruparse junto a la iglesia. La chica sonríe. Un relámpago ilumina el cielo cargado de nubes. Un rayo estalla contra el agua en algún punto cercano, a su izquierda.
El viento azota su cara y pega su espalda contra la cruz. Ella se suelta y alza los brazos para recibir las primeras gotas que empiezan a caer entre el bramido de los truenos.
Ada levanta su cara al cielo y cierra los ojos y sonríe y grita exultante.
Cuando vuelve a abrirlos, un nuevo relámpago ilumina el inmenso muro de agua que viene a su encuentro.

- Ven, Ada.
- Sí, padre.
- Tan sólo quiero agradecerte todos estos meses que llevas sirviendo en mi casa. Has hecho un gran trabajo. Estoy muy feliz de tenerte aquí.
- Gracias, padre.
- Te conozco desde que eras tan sólo un niña. Y mírate, ya eres toda una mujer. Qué hombre no querría tener una esposa como tú. ¿Sonríes? Es cierto. Te has convertido en una mujer hermosa. Y muy trabajadora.
- Padre, me pondré colorada.
- ¡Es cierto! Qué hombre no querría desposarte. Poseerte. Tenerte entre sus brazos...
- Padre.
- ¡Oh, Ada!
- ¡Padre, no!
- Ven, Ada...
- ¡NO!
- ¿Me rechazas? ¡Tú no puedes rechazarme!
- ...padre...
- ¿Me oyes? ¡No oses rechazarme! ¡Soy un siervo del Señor! ¡Vuelve aquí! ¡Ada, te lo advierto! ¡ADA! ¡Bah! ¡Vete! No te necesito. No eres más que una zorra engreída. Una concubina del demonio. Sí, una puta que ha tratado de hechizarme con sus malas artes, hacerme perder la razón. ¡Una bruja! ¡Y como bruja morirás en la horca! ¿Me oyes, Ada? ¡En la horca!

¡Despierta, padre! He vuelto.
El sacerdote abre los ojos con un sobresalto.
- ¡Ada! –murmura.
Se agarra con más fuerza al trozo de madera que lo mantiene a flote mientras el mar los mece suavemente bajo un cielo azul y limpio. Mira a su alrededor. Una figura se destaca en el desierto de agua que lo rodea. Parece una persona de pie, con los brazos extendidos a los lados del cuerpo.
El sacerdote lo llama a gritos. La figura no se mueve. El cansancio y el miedo le impiden preguntarse quien puede ser el extraño que permanece en pie sobre las aguas.
Nada trabajosamente para acercarse.
Levanta la vista y horrorizado, descubre que no es una persona sino la cruz que corona el campanario de su iglesia.
concursoderelatos
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  • 19 de Mayo de 2011 a las 11:04
LUZ, AGUA Y VIENTO

    Como si tuvieras dentro un despertador que sólo funcionara cuando vas y nunca cuando vuelves... Las cinco y media de la mañana y ya estás despierta. Abres los ojos desde esa sensación de no estar en tu cama, buscas a tientas la luz y tomas conciencia de que estás en el barco. Te pones en pie y notas que no hace mala mar. La ducha, te vistes, subes a cubierta por el lado de estribor y vas hasta la proa. Ahí lo tienes: un destello blanco, pausa, dos destellos blancos, pausa, otra vez un destello... Nadie a tu alrededor porque todo el mundo duerme aún. Sólo el piloto y tú pendientes del faro. Y alguna barca de pesca que busca la entrada a la bahía. Sabes el nombre de hasta tres barcos que, arrastrados por los vendavales del norte, se fueron contra los escollos y naufragaron en estas aguas antes y después de la construcción del faro.
    Es el mes de junio. Has preferido viajar en barco y no sabes bien por qué. Y cuando tomas ese barco, que suele ser en verano, siempre repites lo mismo, esa salida del camarote al aire libre para ver acercarse el faro. Porque en invierno ni te das cuenta y, si es de día -¿para qué sirve un faro de día?-, el avión ya ha rebasado el faro y la bahía, y está sobrevolando las paredes secas, las vacas, los pastos, los predios, la carretera general, los caminos, los bosques de esos árboles cuyo nombre sólo conoces en el habla local, y ya vuelves a ver otra vez el mar, esta vez en el lado del sur. El avión da un giro de ciento ochenta grados por la izquierda y desde la ventanilla de ese lado se ve el otro faro, el del islote que guarda el costado sur de la entrada a puerto. Encara de nuevo hacia tierra firme, desciende, ves ese obelisco horroroso en el centro de la rotonda de la carretera al aeropuerto y, al momento, las ruedas tocando tierra. Te sueltas el cinturón y oyes el aviso de mantener los cinturones abrochados hasta que el avión esté completamente parado.
    Hoy, en cambio, estás aquí con el viento en el pelo, ves el faro frente a ti por la proa y, cuando el barco empiece a virar a babor, aún quedarán casi dos horas para poner pie en tierra: una hora bordeando la costa norte hasta las balizas y farolas de la bocana del puerto y algo menos por todo el canal que, sorteando los islotes, lleva el barco hasta el muelle. Es de noche, aún es de noche, y a medida que vaya amaneciendo, te irás haciendo a la idea de que vas a llegar. No como en avión, que es ver la isla, cruzarla, volver atrás, aterrizar, encontrarte de sopetón en tierra firme al bajar la escalerilla y tú misma, ya te apañarás. Porque el modo de llegada natural a una isla es por mar.

    Como Ulises en aquella película que de bien pequeña viste una tarde de domingo por televisión. Kirk Douglas era el actor y lo recuerdas amarrado al palo mayor para oír el canto de las sirenas mientras sus compañeros reman con tapones de cera en los oídos para no dejarse embrujar por ellas. Y la isla con el gigante de un solo ojo que devora a sus compañeros, y la ninfa Calipso, y la maga Circe que le retiene en otra isla, y su último naufragio cuando, como único superviviente, llega desnudo al país de los feacios.
    Ya de mayorcita te compraste el libro en una de esas colecciones baratas de quiosco y volviste a la historia. No recordabas, o a lo mejor en la película no era así, que los feacios lo depositan dormido en su isla, se vuelven a embarcar y, al despertar, Ulises no reconoce su patria: ¿de qué le han servido, pues, tantos años de periplo por el mar para llegar a Ítaca si cuando llega no es consciente ni de que está llegando ni de que ha llegado?

    Porque no se trata de llegar, se trata de ir llegando. Se trata de subir a cubierta y, si no ves el faro porque te has despertado antes o porque el barco se ha retrasado, te quedas desnortada, no sabes si está ahí. Y si no está el faro, quizá la isla tampoco esté; ni el resto del mundo. Pero pronto se deja vislumbrar, a veces con su luz difuminada entre la niebla. Sabes que el faro está anclado en tierra firme, en el extremo del cabo, pero no ves el promontorio ni la línea de la costa. Tampoco tienes la seguridad de que estén ni de que, detrás del faro, duerma envuelto en oscuridad todo aquello que se ve pequeño desde el avión, las paredes secas, las vacas, la carretera general, los predios...
    El faro va quedando a estribor porque el barco vira en sentido contrario y encara hacia levante. Va a amanecer como amaneció el primer día del mundo, con el disco solar saliendo del horizonte y creando el mar al iluminar sus aguas. Las primeras luces te dilatan las pupilas y, a medida que el sol va subiendo, da forma a los contornos de la isla. El faro quedá ya atrás en popa con su serie de destellos, uno blanco, pausa, dos blancos, pausa, que los rayos solares pronto van a apagar. También el cabo y el promontorio han sido creados de la oscuridad primordial y, seguramente, dentro de la isla, el sol va a ir dibujando vacas, caminos, árboles y a quienes en coche o andando vayan a sus quehaceres.
    Otra vez va a virar el barco. Otro faro, ahora el del islote que guarda la entrada al puerto natural, emite un sólo destello, tímido ya, cada cinco segundos. El canal de entrada, verde de prados a babor y estribor, barcas de pesca que salen y yates amarrados. La barca del práctico que se acerca y el práctico que sube al barco no sabes bien por qué: el piloto, ¿no conoce el fondo de tantas veces como ha entrado? Si hasta tú sabes todas las maniobras que va a hacer sorteando los islotes -ni Escila ni Caribdis- hasta quedar frente al muelle...

    Ulises llega a Ítaca, mata a todos los pretendientes de su mujer que, a base de banquetes, están gastando su hacienda y se reencuentra con Penélope y con los amigos fieles que le seguían esperando. Y luego, ¿qué? ¿No se aburrirá con tanta armonía familiar o recibiendo a los mayorales que le den cuenta de los corderos paridos en sus majadas? ¿No querrá volver a hacerse a la mar en busca de Nausicaa, que le quedó pendiente allá en la isla feacia?, ¿no querrá buscar nuevas islas y ver qué peligros encierran? Y cuando, tras alejarse hacia el horizonte, lo consiga, ¿no querrá volver de nuevo a Ítaca, no querrá ver cómo su isla sube desde el horizonte y se va acercando?

    Porque no se trata de llegar, se trata de ir llegando.
    Esperas hasta que el barco está amarrado y bajas al camarote por tus cosas. Gente aún medio dormida cargada de maletas y, como en el avión, estorbando en los pasillos. Consigues llegar hasta el camarote, recogerlo todo y, luego, hasta la puerta de salida, aún cerrada, que da a la pasarela. Te poner a estorbar tú también.
concursoderelatos
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  • 19 de Mayo de 2011 a las 16:54
SILENCIOSA MIRADA



Tímidamente un rayo de sol se colaba por debajo de la persiana entornada e iba a dar justamente sobre la cara de papá. Se paseaba por sus ojos cerrados e iluminaba su nariz y su boca como si quisiera penetrar y alumbrar en ella una sonrisa. Papá hoy no se movía, ni me miraba, ni me sonreía. Y eso era así porque estaba muerto. Acostado allí en aquella caja, forrada con una tela brillante de color granate, las manos enlazadas reposando sobre su pecho y los ojos cerrados, estaba muy pálido, casi azulado, más de lo que yo le hubiera visto nunca.

Estaba muerto y ella jamás podría hacerle más preguntas para que él no las respondiera una vez más. Tampoco chillaría ya, ni le pegaría a mamá; se había ido sin decir adiós y sin que yo supiera lo que era el calor de sus brazos o un beso en la mejilla. Lo miré fijamente porque ahora que su cara había adquirido aquella rigidez extraña, no me parecía él, sino otro y aún creía que, tal vez, papá volviera y se llevarían a aquel extraño que reposaba allí en aquella caja de madera, en medio del salón.

La tía Estefanía hablaba con mi mamá en voz baja; mi madre no lloraba, ni sonreía y tampoco hablaba, solo escuchaba a la tía Estefanía que parecía reñirle por algo. Mamá se volvió de pronto y con un gesto que la transformó en otra distinta a ella y la hizo crecer, le dijo algo a la tía y esta se fue rápidamente, levantando la cabeza como si buscara telarañas en el techo.

No se porqué pero fui con mamá y la abracé por las piernas, que era hasta donde yo llegaba. Ella pasó su mano por mi cabeza y revolvió mi pelo; eso era algo que me gustaba mucho. Pero no dijo nada, porque ella también hablaba poco. No sabía que hacer, por un lado quería quedarme allí mirando todo aquello que estaba pasando desde el momento que se murió papá, pero empezaba a aburrirme y me gustaba más correr por la pradera, delante de la casa, buscando nidos de gaviotas con Porky, el perro que me trajo el abuelo la última vez que vino a vernos. Después él también se murió, aunque a él yo no le vi.

Tía Belén es hermana de mi mamá y se la ha llevado del brazo a la cocina. He ido detrás de ellas, porque papá, ahora que está tan raro, aún me da más miedo que antes. Se han puesto a tomar té y a hablar muy bajito. Hoy todo el mundo habla bajo, como si no quisieran que papá se entere de lo que dicen; solo he oído a mamá decir que no, que no… muy nerviosa. Tía Belén decía que sería lo mejor para ella, pero ella no parecía ser mamá, sino otra persona. Luego las dos me han mirado, allí parada en la puerta de la cocina y de pronto se han callado y se han mirado a los ojos de una manera muy rara. Al final mamá le ha dicho a la tía: este año, no, por favor Belén, el año que viene quizá, pero ahora no podría prescindir de ella y quedarme aquí sola del todo. Y así me he dado cuenta de que hablaban de mí y de algo que quiere la tía Belén que yo haga.

Hay un olor muy raro en la sala; ha venido un cura y ha echado no se qué que ha soltado  un humo espeso y ha estado rezando un rato y después se han ido todos y se han llevado a papá. A mi me han dejado aquí con Sarita, la hija un poco tontita del tío Juan, el otro hermano de papá. Le he dicho que yo me iba a dar una vuelta y que si quería que viniera y si no que se quedara. Ha venido conmigo como hace Porky cuando salimos, por detrás y resoplando. Me gusta ir hacia el acantilado y ver el mar, de hecho es todo lo que se ve aquí, mar por todos los lados, pero no me canso nunca de mirarlo porque cada vez es diferente, unos días azul transparente, otros turquesa, violento por abajo y suave arriba, a veces es blanco lleno de espuma, como la leche recién ordeñada en casa de la Simona, en el pueblo. Y cuando hay tormenta es negro como el cielo y entonces yo vengo corriendo a casa y me encierro a cal y canto y no asomo la nariz ni para respirar.
Pero es que las tormentas en el Faro, como está en medio del mar, son como lo que yo imagino que sería el fin del mundo, todos los rayos parecen dirigirse al techo del Faro donde se eleva al cielo un pararrayos.

Mamá ha vuelto a la noche. Venía sola en la barca y ha subido muy despacio desde el embarcadero hasta la casa. Me gusta ese puertito allá abajo, aunque mamá no me deja ir a no ser que ella me acompañe o cuando nos vamos al pueblo a por compras o al médico; cuando baja la marea aparece una franja de arena dorada y brillante que nunca ha pisado nadie. Hay muchas conchas preciosas enterradas en ella y de vez en cuando ves una burbuja en la arena, escarbas y aparece una almeja y hasta una nécora que corre tierra adentro. Mamá me lo ha explicado todo, o casi todo. Estaremos solas las dos aquí, ella tiene que encargarse del Faro, que era el trabajo de papá, hasta que encuentre algo más adecuado, ya que yo tendré que ir al colegio el próximo curso, aunque ella ya me ha enseñado a leer y escribir y muchas cosas más; dice que es necesario que vaya y que conozca a niños de mi edad. Y es verdad, porque a veces me aburro mucho en este sitio donde no hay nadie más que nosotros tres. Ah! bueno, ahora no seremos tres, sino dos. Pero creo que siempre hemos sido dos porque papá se parecía mucho a este faro, parado aquí sólo en medio del agua, mirándolo todo, pero desde lejos.

concursoderelatos
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  • 19 de Mayo de 2011 a las 17:04

VIVIR O MORIR EN CAPRI


Salí de Madrid con su carta de suicidio en mi cartera. El suicidio que nunca cometió. Mi padre murió de cáncer, a los 60 años, y no se tiró por este profundo acantilado. Ahora me encuentro aquí, en el mirador Tragara, en Capri. Llevo dos horas contemplando las vistas, cerrando los ojos y escuchando los graznidos de las gaviotas, el a veces beligerante sonido del mar. No he visto jamás tanta belleza; nunca me he sentido tan poca cosa como ahora: un simple hombre de treinta años. He venido aquí para descubrir por qué no lo hizo, por qué mi padre no se tiró a pesar de haber hecho el viaje con esa intención. Lo tenía todo perdido; estaba viudo, tenía una enfermedad muy desarrollada que iba a acabar con él en unos meses… Pero cuando vino aquí y vio este paisaje, decidió volver y afrontar su enfermad.
Nadie supo de sus intenciones. Lo averigüé una vez que había muerto, tras tener que vaciar su habitación. Es curioso lo mucho que se aprende de una persona cuando te recreas en su mundo, o más bien en los restos de lo que fue su mundo. Treinta años de relación padre/hijo no me permitieron conocerle de verdad; pero dos días rastreando entre sus cosas me hicieron ver quién era mi padre y por lo que pasó en sus últimos meses.
Siempre me inquietó aquel viaje a Capri. Fue muy repentino, y esa espontaneidad se alejaba de su forma de actuar. Para aquel entonces ya había enviudado. Mi madre murió también de cáncer años atrás. Pareció sobrellevarlo bien. Siguió centrado en su vida profesional, su despacho de abogados, sus ensayos de economía… Siempre nos atendió a mi hermana y a mí. Pero nosotros íbamos creciendo y sentíamos que nuestro padre no nos acompañaba en el camino de nuestras vidas. Era pleno otoño y mi padre anunció que se iba de viaje a Italia. Iba solo, y su intención era visitar Nápoles y la isla de Capri.
Encontré en uno de sus cajones una caja que contenía todo lo relativo al viaje: algunos resguardos, los billetes de avión, de tren, del ferry, la factura del hostal… También unas hojas a modo de escueto diario, donde apuntaba los sitios que visitaba y las sensaciones que le producían. Y la carta, la de suicidio, donde explicaba por qué quería quitarse la vida tirándose desde lo alto de este acantilado de Capri. Sin embargo, mi padre no lo llegó a hacer. Algo le retuvo. Volvió a Madrid y bregó con su enfermedad, muriendo meses después.

Quería averiguar por qué cambió de opinión. Alguien que se toma la molestia de hacer tal viaje con la intención de matarse no se echa para atrás así porque así. Decidí viajar a Italia y hacer el mismo recorrido que él. Llegué a Nápoles, y me instalé en una pensión de mala muerte junto a la plaza Garibaldi. No entiendo por qué no se fue a un hotel de calidad. Pedí su misma habitación. Los gritos de las putas y sus clientes me auguraron una noche alejada del sueño. Fui a dar un paseo por Nápoles. Las calles oscuras con casas oscuras iluminadas por bombillas amarillentas, con viejos en los portales sentados jugando a las cartas, el trasiego de coches y vespinos, el caos de sus ciudadanos, las medias sonrisas, la picardía en sus ojos… Nápoles es una ciudad muerta llena de vida.
Al día siguiente cogí temprano el ferry, a la misma hora que mi padre. La rocosa isla se fue acercando a mis ojos a medida que el barco avanzaba. Llegado al puerto, busqué el barco que te lleva a la Gruta Azul. Mi padre lo describió como algo único, como su último regalo para sus ojos. Luego me fui hacia la parte alta de Capri. Pregunté a un lugareño por el mirador Tragara y seguí sus indicaciones. La sensación fue sublime. Me imagino a mi padre aquí mismo, hace justo un año. Casi le veo, con el viento jugueteando con su escasa cabellera, sus ojos semi cerrados, descubriendo la vida cuando ya se daba por muerto. Es curioso… que la misma belleza que le dio vida a mi padre me la vaya a quitar a mí. Porque no quiero nada más que este paisaje, y no soy nada ya en mi mundo. Quiero formar parte de esto… y yo sí me voy a tirar.