Esta web, cuyo responsable es Bubok Publishing, s.l., utiliza cookies (pequeños archivos de información que se guardan en su navegador), tanto propias como de terceros, para el funcionamiento de la web (necesarias), analíticas (análisis anónimo de su navegación en el sitio web) y de redes sociales (para que pueda interactuar con ellas). Puede consultar nuestra política de cookies. Puede aceptar las cookies, rechazarlas, configurarlas o ver más información pulsando en el botón correspondiente.
AceptarRechazarConfiguración y más información

Foro para escritores de Bubok

Para participar en los foros de Bubok es imprescindible aceptar y seguir unas normas de conducta básicas. Puedes consultar estas normas aquí
X
javihero
Mensajes: 480
Fecha de ingreso: 11 de Septiembre de 2009

LXX Concurso de relatos Bubok: El rencor. Hilo sólo para colgar los relatos

22 de Mayo de 2011 a las 22:03
Sólo relatos!
concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
  • CITAR
  • 26 de Mayo de 2011 a las 19:46
LA HIJA DE LA RATONA


Yo era la hija de la Ratona y eso imprimía carácter en un pueblo como aquél; las casas se arremolinaban unas junto a otras, como si estuvieran buscando protección y calor contra la intemperie, todas con ventanas cuadradas, techos oscuros y paredes desconchadas. Por las noches las luces se encendían y a través de los ventanucos la vida bullía para escapar en busca de libertad. En mi pueblo no había ningún secreto, todo el mundo lo sabía todo de los demás, parecían no tener otro quehacer que ganarse la vida y cotillear lo que los demás hacían o decían. Por eso ser la hija de La Ratona era bastante duro.

Mi madre era una mujer preciosa, para su desgracia, lo había sido siempre y aún lo seguía siendo. Cuando se quedó embarazada de mí, tenía diecisiete años y estaba enamorada del hombre que resultó ser mi padre. Aquel hombre se fue, porque él lo quiso o porque le convencieron de que aquella relación no le convenía. Mi madre quería pensar que fue esto último y siempre me lo contó así. A mi me daba lo mismo, porque el caso es que yo era hija de un padre ausente y desconocido y de una mujer de mala fama y eso parecía mancharme a mi también. Por esa razón era el chivo expiatorio de todas las bromas de mal gusto de mis compañeros en la escuela; podía oír los siseos de las vecinas chismosas, cuando yo pasaba por delante de ellas, y ver aquellas miradas cargadas de conmiseración y rencor, que me medían de arriba abajo como si fueran a diseccionarme, eran como alfileres que se me clavaban inmisericordes, sin que yo lo entendiera muy bien.

Cuando me hice mayor comprendí que aquellas mujeres depositaban en mí el odio que sentían por mi madre, que acogía en su cama a muchos de sus maridos, algo que no podía guardarse en secreto allí. Yo me enteré de ello cuando una niña me lo gritó a la cara una mañana en el patio de la escuela:

-    ¡Cállate!, Ratona, mejor será que te calles y que le preguntes a tu madre quién es tu padre, como es una puta ni siquiera ella lo debe saber.

Se lo pregunté y ella me contó que era un hombre bueno, que entonces eran los dos muy jóvenes, que se habían enamorado y que cuando supo que yo venía al mundo sin pedir permiso, no quiso casarse. Me dijo que se llamaba Esteban Padilla y que vivía en la ciudad.

-¿Y porqué dicen que eres una puta?

- Porque lo soy hija, teníamos que vivir tú y yo. Mis padres me echaron de casa cuando sucedió aquello. ¿Por qué crees que me llaman Ratona? porque durante un tiempo llegué a comer ratas del río.

- ¡Puaggg! ¿Porqué no nos fuimos a otro sitio donde nadie nos conociera? Al menos habríamos cambiado de vida; este pueblo está lleno de chismosos.
-Durante mucho tiempo, pensé que tu padre volvería al pueblo a buscarme. Para cuando me di cuenta de que no lo haría, ya era demasiado tarde y todos los hipócritas de este lugar habían descubierto que estábamos indefensas y que podían tenerme por un poco de dinero. Por un extraño milagro yo tenía una piel suave y era esbelta, con unas caderas rotundas y sabía lo que le gustaba a un hombre; sus mujeres eran muy distintas a mí.

Todo aquello hizo crecer un sentimiento en mi corazón que primero se presentó como un manantial profundo y casi silencioso y que luego, poco a poco, a medida que las cosas iban sucediendo, se fue transformando en un río proceloso que arrastraba cualquier otro sentimiento. Fue un día de noviembre cuando me di cuenta de que mi rencor hacia todo el mundo no me dejaría nunca ser feliz. Los caminos en el pueblo estaban helados a las mañanas y las noches, aquella especialmente porque había llovido y luego, al irse el débil sol, empezó a helar. Los niños íbamos de puerta en puerta cantando viejas canciones, con aquellas calabazas sonrosadas de horribles bocas y ojos huecos que, debido a la luz de las velas en su interior, parecían sonreír diabólicamente. Yo llevaba en mi mano una bolsita para los caramelos y reía divertida, por aquel entonces yo tendría unos once o doce años. Fue el alguacil el que me invitó a entrar en su casa en busca de los dulces que había preparado para nosotros y fue él el primero que intentó meterme mano descaradamente. Yo ya no era tan inocente y le di un empujón y un rodillazo en aquel lugar (tal como me había dicho mi madre) y mientras se retorcía por el dolor seguí dándole patadas con mucha violencia, descargando en él toda la ira acumulada en mi interior.

-Y ya puedes callarte porque saldré gritando que has querido violarme, me haré heridas y diré que me las has hecho tú y contaré a todos, incluida tu mujer que no es la primera vez que lo haces.

¡Qué sensación de poder ver a aquel hombre tirado en el suelo, aferrando su sexo, boqueando buscando un poco de aire y mirándome sorprendido y asustado! No dijo nada. A partir de ese día la rabia encerrada en mi corazón se adueñó de él y de mi cabeza, no sentía ya miedo, pensé que podría vengarme de cualquiera que se atreviera a meterse conmigo o con mi madre. Aquella extraña fuerza no solo me sorprendía a mí, sino que sorprendió a todos los demás y me di cuenta de que algunos habían empezado a temerme. ¡Estupendo!. Pronto corrió la voz de que me había convertido en una joven agresiva, malhumorada y solitaria. Cuando dejé la escuela empecé a trabajar en la casa del médico, limpiando y cuidando la huerta y el jardín. Cada mañana pensaba en levantarme, recoger mis cosas e irme, pero luego miraba a mi madre, envejecida por la edad y por la mala vida y pensaba que no podía dejarla yo también. Aquello aumentó mi rencor; estaba atrapada, presa de mis sentimientos, incapacitada para dejar todo aquello y buscar mi vida lejos.

Cuando tenía veinte años vino al pueblo mi padre. Le vi en la oficina local hablando con alguien de vender la casona familiar, pues ya nadie quería usarla. No se porqué me acerqué a él. Yo había ido a entregar unos papeles, tal como me habían encargado y le oí dar su nombre al empleado:

-    … Si, me refiero a la Esparraguera, la casona de los Padilla. Soy Esteban Padilla – y enseñó un carné de identidad al sorprendido empleado que le miraba con la boca abierta.

Le observé sin disimulo, él aún no me había visto. Era alto, tanto que su espalda se encorvaba en busca del suelo. El cabello blanco se escondía tras sus orejas en una especie de pequeña melena bohemia. Llevaba unas preciosas gafas de pasta y un anillo en su mano derecha. Me gustó. Me di cuenta de porqué yo era tan alta y delgada. Luego recordé que era mi padre y nunca me había querido. Creo que fue ese pensamiento el que me empujó a acercarme a él, plantarme a su lado y quedarme mirándole decididamente. Vi la sorpresa y una especie de emoción violenta reflejada en su cara al verme:

-    ¡Inés! – dijo

De pronto se puso terriblemente pálido, cerró y abrió los ojos y volvió a mirarme:

-    ¡No, no puedes ser Inés! Entonces, eres… ¡Oh Dios No puede ser!

-    Sí, si puede ser, soy tu hija Marina y he pensado que deberías conocerme, que ya es hora.

-    ¡Pero si eres igual que tu madre! – y sin compás de espera preguntó - ¿Cómo está?

-    No me digas que te importa como está y no me mires con esa cara, que no soy un fantasma. ¿Y tú, cómo has vivido después de aquello, has pensado alguna vez que tenías una hija?

¡Dios! La rabia, el rencor, me ahogaban y enrojecían mi cara.

Balbuceaba intentando encontrar las palabras para explicarme su versión, pero yo no estaba dispuesta a oírle y mucho menos a entenderle, así que le miré con mucho desprecio y le escupí:

-    ¡No me cuentes historias! No me interesan, ya te he conocido y tú me has conocido a mí. Espero que ahora sí me recuerdes y que no olvides que jamás perdonaré lo que nos hiciste, a mí, pero sobre todo a mamá.

No le di ocasión a responderme. Salí con mucha dignidad, como en las películas, me parecía que había triunfado sobre él y que le había dado una lección. ¡Aquella era mi venganza! Pero pronto supe que aquel enorme rencor que nunca se liberaba estaba escondido en el fondo de mi corazón y era motivo de amargura para mí y que no sabía cómo controlarlo porque nunca nadie me había enseñado a hacerlo; poco a poco empecé a hacerme responsable a mi misma de todo lo que sentía y aquello destrozó definitivamente mi vida.

concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
  • CITAR
  • 29 de Mayo de 2011 a las 12:11
 
concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
  • CITAR
  • 29 de Mayo de 2011 a las 13:29

EL BUFON

 

 

El sol golpeaba el campo del camino cuando la diligencia entraba en el desfiladero, un lugar a todas luces propicio para una emboscada, pero no fueron los hombres, sino los caballos, los que intuyeron la muerte y se detuvieron para relinchar y cocear al aire.

 

            En la sombra del carromato, el chico jorobado dormía y no le despertaron ni los
relinchos ni los primeros gritos. Era duro de oído y lento de mente y feliz en
su ignorancia. Una espada desgarró la tela y dejó entrar el sol, y el chico se
despertó para ver como uno de los bandidos entraba en el carromato y lo
agarraba por los pelos para sacarlo de allí. No tuvo tiempo ni para gritar;
cayó al suelo pesadamente y sus pulmones se quedaron sin aire. Ahora sí oía
cómo gritaban los miembros de la diligencia al ser asesinados.

 

-         Míralo boquear – dijo uno de los bandidos, que descansaba de
matar y que soltó una carcajada señalándolo.

 

Y como el trabajo estaba casi terminado, los otros bandidos también se rieron al verlo.

 

El chico jorobado intentaba volver a coger aire; miraba horrorizado a su alrededor. Todas las personas con las que había compartido el viaje estaban muertas o moribundas y todo había sucedido tan rápido que sólo los caballos habían tenido tiempo de asustarse.
Curiosamente, junto con él, los que habían sobrevivido a la matanza.

 

-         ¿Qué hacemos, Baltasar?- preguntó el bandido.

 

Entonces, Baltasar, el jefe de todos ellos, se acercó a ver al chico jorobado. Era un hombre enorme, calvo, de mirada aquilina, vestido con ropas ricas y amplias y armado con una
gigantesca cimitarra.

 

-         ¿Cómo te llamas, niño? –preguntó.

 

El chico habló como pudo, pensando que quizá le iba en ello la vida.

 

            - Nicolás – respondió y su voz sonó como el graznido de un cuervo.

 

            Los bandidos volvieron a reírse a carcajadas mientras limpiaban sus espadas o remataban a algún moribundo. Baltasar se agachó para coger al niño por un brazo y levantarlo.

 

            - Me hace gracia –dijo – No lo mates, que nos lo llevamos.

 

            Dos de los bandidos agarraron a Nicolás por los brazos. Lo montaron encima de un
caballo, tirado sobre la barriga. Desde allí, el chico pudo ver cómo Baltasar
hacía un gesto con la mano y un bandido muy joven se le acercaba rápidamente.

 

-          Vaya, Ernesto –dijo- Parece que alguien te va a descargar de muchas faenas. Da de beber a mi caballo mientras cogemos lo que estos miserables llevasen encima.

 

            Ernesto miró a Baltasar y luego a Nicolás muy fijamente. Por último, se acercó al
caballo del jefe de los bandidos para llevarlo a tomar agua. Al andar
arrastraba uno de los pies. Parecía ser que el joven bandido era cojo.

 

            Los bandidos vivían en la montaña, en unas cuevas escondidas en mitad de un bosque
enorme. Cuando no mataban, cada uno tenía funciones específicas y bien
definidas. Había un cocinero, dos cuidadores de caballos, un par de leñadores,
bandidos que mantenían las cuevas limpias, bandidos que montaban guardia.
Nicolás era el bufón. Hacía todas las tareas más pesadas y agobiantes que los
otros bandidos no querían hacer, pero por la noche, después de cenar, se
reunían alrededor de las hogueras para cantar, reírse y emborracharse si tenían
vino. Entonces, Nicolás era la diversión.

 

-          Vamos, jorobado, baila mientras Román toca la flauta.

 

            Y Nicolás bailaba como su cuerpo contrahecho le permitía, arrastrando casi los
brazos y cayéndose al suelo frecuentemente cuando le ponían zancadillas.

 

            Hacía reír a los bandidos.

 

            Cuando estaban muy borrachos lo hacían vestirse  con ropas robadas de mujer, o lo dejaban desnudo, empapado en aceite y cubierto de plumas y tierra para que corriese como una gallina alrededor de ellos.

 

            Nicolás no lo veía como un castigo. Estaba vivo porque era ridículo moviéndose, porque era lento y tenía la espalda torcida, porque los bandidos se reían tratándolo peor que a un perro mientras que a las personas bien formadas de la diligencia las habían pasado a todos a cuchillo. No le gustaba lo que hacían con él, por supuesto, pero no había otro a quien se lo hicieran y él era el motivo de sus risas y el alivio de sus trabajos.

 

            Sólo uno de los bandidos nunca le mandaba tareas, ni se reía de él ni le golpeaba:
el joven Ernesto. Permanecía apartado en las desenfrenadas juergas que se
organizaban al caer el día. Miraba a los otros bandidos casi con desprecio y
frecuentemente se alejaba del grupo para acostarse antes que ninguno.

 

            Nicolás mantenía en su corazón el deseo de agradecerle a ese joven bandido que nunca lo martirizara ni lo usase como burla, pero temía ofender a los demás si se enteraban, así que esperaba la oportunidad de encontrarlo a solas para poder hablar con él. Para Nicolás sólo había dos de esos hombres a los que diferenciase del resto, a los que viese como personas con nombre: Ernesto, el cojo, y Baltasar, el jefe de los bandidos.

 

            Por fin, uno de los días en que no había gran cosa que hacer, Nicolás vio cómo el joven Ernesto bajaba al río para llenar un par de cubos de agua. Pensó: “cualquier otro de los bandidos me hubiera mandado hacer eso a mí”.

 

            Así que se decidió a seguirlo para hablar con él. A solas, sin que ningún otro bandido les oyese, podría agradecerle que al menos él no lo humillase, no le mandase hacer sus tareas y no lo tratase a palos. Anduvo por el bosque un buen trecho hasta llegar al río y allí encontró a Ernesto llenando los cubos con agua.

 

            Se acercó a él y le ayudó a subir uno de los cubos. Su mente estaba hecha un lío, porque era torpe con las palabras y no sabía cómo decir las cosas que quería decir. Azorado y nervioso, empezó por el final.

 

-          Quizá podríamos ser amigos – dijo.

 

            El joven bandido lo miró, realmente extrañado. Generalmente rehuía su mirada, pero en esa ocasión se le quedó mirando fijamente. Nicolás no sabía qué pensar de aquello, pero se sentía bien por estar hablando con el que esperaba que fuese su amigo en ese refugio de hombres crueles, así que continuó.

 

-          Tú nunca me pegas ni me das órdenes. Yo te doy las gracias por tratarme como a una persona.

 

-          ¿Agradeces que te ignoren? – preguntó Ernesto.

 

            Y Nicolás, confuso por sus palabras, vio como el bandido sacaba un cuchillo de su cinto. Un buen montón de pájaros levantó el vuelo. No entendía para qué necesitaba un cuchillo, si ahora tocaba transportar el agua. Ernesto volvió a mirarlo fijamente, más de cerca. Le apretó el cuchillo contra la barriga y dijo:

 

-          Pobre imbécil.

 

            Y le hundió el filo hasta la empuñadura. Nicolás no pudo siquiera intuirlo hasta que no tuvo la hoja metida en sus tripas, no supo lo que estaba pasando hasta que cayó al suelo y vio como la vida se le escapaba a borbotones.

 

-          ¿Por qué? – fue lo único que pudo decir.

 

            Ernesto se agachó para cogerlo por el cuello, limpiando el cuchillo en sus ropas mientras le respondía:

 

-          Porque, antes que tú llegaras, el bufón era yo.

 

            Luego guardó el cuchillo y se levantó, cogió los cubos de agua y emprendió el camino de vuelta al campamento.

 

Mientras, el chico jorobado se arrastraba hacia la orilla dejando un cuantioso reguero de sangre como rastro. De repente, tenía frío y una sed espantosa.

 

            No fue hasta entonces que se dio cuenta de que estaba a punto de morir.

 

            Y el joven Ernesto, mientras caminaba, iba silbando la melodía de una graciosa
canción que hacía tiempo que no cantaba.

concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
  • CITAR
  • 30 de Mayo de 2011 a las 15:19

No subestimes el lado oscuro de la fuerza.

 

      –¡Otro recorte salarial! ¿Ahora nos quitan lo de la productividad? ¿Este es el gobierno del cambio? Si es que ya lo dije yo, que ese ministro de sanidad, salido de la privada, no iba a traer nada bueno.

      –Eso no es nada. Espera que pasen unos meses y cuando hayamos tragado y digerido todo esto, comenzaran a cerrar camas y quirófanos.

      –¡Mira lo que dice aquí el presidente!: “Se van a hacer recortes; pero tan sólo lo imprescindible para evitar la quiebra del estado. Los recortes no afectarán a los departamentos sociales básicos, como sanidad y enseñanza.” ¡Tendrá morro...! ¡Maldita sea! ¡Ojalá le dé una apoplejía y se vaya al otro barrio!

      –Calma, Pepe. Tranquilo. No digas esas cosas. Reflexiona un momento y retira de tus pensamientos eso que acabas de desear.

      –¿Retirarlo? ¡Vamos hombre...!

      –Te lo digo en serio. No vaya a ser que algún día te duelan esas palabras.

      –No veo por qué.

      –Mira, te voy a contar algo que me ocurrió a mí en una ocasión.

      –A ti no te ha dado una apoplejía, Ricardo.

      –No. Y no se trató de un ictus. Fue otra cosa. Pero me impactó, oye. Me hizo sentir mal por un tiempo.

      –Cuéntame, cuéntame...

      –¿Recuerdas cuando, en los ochenta, tuvimos de ministro de sanidad a un economista?

      –Claro que lo recuerdo. El socialista aquel... Nestor Llach.

      –Sí, el que parió la ley de las incompatibilidades. El que no se escondió de confesar que iba detrás de los médicos ricachos, que afirmó que los iba a joder y a meter en cintura con la ley de incompatibilidades.

      –Claro que lo recuerdo. Por su culpa tuve que dejar mi plaza de profesor encargado de curso, ya que no me salía a cuenta el reducirme el sueldo a una miseria para poder mantener la compatibilidad. Porque tú y yo, como recordarás bien, habíamos cometido el error de dar clases en una universidad sin hospital para el primer ciclo.

      –Pero tú, puñetero, pudiste tirar adelante sin problemas con tu plaza de adjunto en el hospital. Pero yo, con siete hijos pequeños, con la mujer sin trabajo, yo, que iba por la mañana al botiquín de una empresa, luego a un pequeño dispensario de barrio, por la tarde a otra empresa, a la facultad y varias noches al mes a la guardia del ambulatorio del pueblo, que no veía despiertos a mis hijos más que los fines de semana que tenía libres, pero que lograba llegar a final de mes y pagar los gastos de la casa y los colegios... a mí la ley aquella me jodió del todo. Pasé unos años de apuros que no quiero recordar. Mi mujer no podía dejar a los niños, pero buscó huecos para hacer alguna limpieza en alguna casa. Y fuimos tirando. En cambio, muchos médicos ricachos, esos de la consulta privada, esos que cobraban una barbaridad por operar en sus clínicas, se limitaron a acogerse a jornadas de veinte horas en el hospital.

      –Recuerdo todo aquello. Cuando dejaste de venir por la facultad lo comentamos en más de una ocasión. Todos éramos conscientes de lo que te había ocurrido.

      –Pues bien, varios años después, cuando las cosas ya nos iban algo mejor, el segundo de mis hijos vino un día a verme con gran disgusto. Me contó que le habían denegado la beca con la que se pagaba los estudios de medicina. Todo porque a mí el año anterior, por unos miserables honorarios que cobré por publicar un artículo en una revista, hacienda me había puesto en la lista de los que cobraban de más de un pagador y perdía, por ese motivo, el derecho a la beca para mi hijo. Recuerdo que agarré tal cabreo que mi propio hijo, al verme rojo y fuera de mí, me hizo tomar un diazepam de 10 miligramos. Pero es que al comprender que, de no haber sido por la precaria situación económica en que me metió el socialista aquel, mi hijo no hubiese necesitado de la beca para sus estudios, al comprender que ahora era otro ministro, otro economista, el que con su estúpida normativa nos privaba de la beca, todo mi rencor acumulado contra aquel ex ministro estalló y maldije a Nestor Llach. Dije algo así como “¡¡¡Maldito seas Nestor Llach, y maldita tu ley de incompatibilidades que nos ha llevado a todo esto!!!! ¡¡¡Ojalá viniese una banda de terroristas y te pegasen un tiro!!! ¡¡¡Así nos libraríamos de ti para siempre!!!

      –¡Caramba, tío, pero si...!

      –A eso me refería. A los diez minutos de mi terrible enfado puse la tele en marcha, y en el telediario voy y me entero de la noticia: un comando terrorista del TAE había abordado al ex ministro en el garaje de su casa y  le habían liquidado de un par de tiros.

      –Bueno, eso fue sin duda una mera casualidad...

      –¿Quién sabe? Yo soy una persona pacífica, detesto la violencia y a nadie le deseo la muerte. Por ello, desde aquel día, por grande que sea el rencor que le pueda tener a alguien, me guardo muy mucho de expresar deseos como esos.

      –¿Pues qué quieres que te diga? Una pequeña trombosis que nos quitase de en medio al presidente, o un accidentillo de tráfico, que sé yo. Nada que lo matase, pero que lo retirase definitivamente de la política... ya lo creo que se lo deseo, oye.

 

      –Ya podéis pasar a la mesa.

      –Gracias, Elena. Vamos, Ricardo... pasemos al comedor.

 

      –Sentaos en este lado. Aquí tú, Fuensanta, y Ricardo a tu derecha. Pepe, tu preside la mesa.

      –¿Qué tal si paramos la tele? Esta película la han pasado ya dos veces como mínimo... ¿Eh? ¿Qué es eso? ¿Qué dicen?

 

Interrumpimos la proyección de la película “Cadena perpetua”, que estaban ustedes disfrutando para comunicarles una noticia de última hora. Nos acaba de llegar desde la oficina de comunicación de la presidencia del gobierno la siguiente nota : En estos momentos el presidente de la nación, Rafael Herreros, está siendo operado por un equipo de médicos y cirujanos, en el Hospital Virgen de Guadalupe de la capital. Rafael Herreros sufrió por lo visto, esta mañana, un desvanecimiento mientras practicaba footing por los jardines del palacio presidencial. A las 13 horas y diez minutos ha sido trasladado urgentemente a dicho hospital en un helicóptero medicalizado. Un primer escaner ha demostrado la presencia de una grave hemorragia cerebral. Su pronóstico es grave pero, de momento, no se teme por su vida.

 

      –¡No me jodas, Ricardo!

      –¿Qué te dije, Pepe? No expreses nunca esos deseos. O, como diría un maestro Jedi, no subestimes nunca el lado oscuro del rencor.

concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
  • CITAR
  • 1 de Junio de 2011 a las 20:38
Rivales

Era la primera vez que destrozaba el coche de alguien a golpes. La sensación de dejar que los brazos descarguen libremente un bate de béisbol sobre las lunas, la carrocería, los faros; sentir los cristales estallando, saltando por los aires; cómo el metal se deforma. Había sido una mezcla de vértigo y euforia, como si no estuviese en su cuerpo.
Pero Juan había llegado. Y no le había hecho ninguna gracia. Había gritado. Pedro también. Incluso podía ser que se hubiesen empujado, Pedro no estaba seguro del todo. Tampoco de cómo había acabado Juan en el suelo, sangrando por las orejas y la nariz, sacudiéndose entre espasmos como un pez fuera del agua. No lo recordaba aunque tenía una vaga idea sobre ello.
Porque una cosa es usar un bate de béisbol para destrozar el coche de alguien y otra era usarlo para…
Sofocó una arcada y consiguió, a duras penas, frenar la marea que se desbordaba en su garganta, amarga y rasposa. No quería vomitar porque quizás se le pasaría un poco el efecto de la ginebra y si de algo estaba seguro era de que no quería volver a estar sobrio nunca más.
Volvió a su mente la imagen del cuerpo de Juan sacudiéndose en el suelo del aparcamiento.
Apuró de un trago el vaso de ginebra y se sirvió otro.
Contempló los siete pisos que lo separaban del suelo y se preguntó si serían suficientes.
Vació su vaso y se lanzó para comprobarlo.


- ¡Eh! ¡EH! ¿Qué haces? –Juan apretó el paso. El retrovisor de su nuevo y carísimo Mercedes saltó a su encuentro-. ¡Pedro, para! ¡Joder!
Pedro aporreó las ventanas laterales. Cientos de pequeños fragmentos de cristal saltaron por los aires.
Juan se lanzó sobre él, agarrando el bate que éste blandía. Una vaharada de alcohol le inundó las fosas nasales. Pedro levantó ambos brazos, elevando así los de Juan y, sin pensárselo, descargó con furia su rodilla entre las piernas del otro, que cayó con un gemido ahogado.
Pedro lo contempló retorcerse en el suelo en posición fetal. Después levantó ambos brazos y descargó el bate con todas sus fuerzas.


- ¿Despedido? ¿Me estás despidiendo? Tú no puedes despedirme.
- Acabo de hacerlo.
- Vamos a ver... Tengo mejores cifras de ventas que la mayoría de palurdos que están en nómina. Por un par de operaciones fallidas no puedes despedirme.
- Con esas operaciones, la empresa ha perdido dinero...
- ¡No me jodas! Hace cuatro años tú hiciste un agujero más gordo y mírate, te han dado un ascenso.
- Eran otros tiempos.
- ¡Una mierda otros tiempos! Hablaré con el viejo.
- Alberto está de acuerdo...
- Así que ha sido cosa tuya... ¡Qué cabrón que eres! –Pedro se levantó, apoyando las manos en la mesa, y acercó su rostro al de Juan, que se encogió un poco-. Esto no acaba aquí, Juanito. Te lo aseguro.


La sala de actos de la empresa estaba atestada de los trabajadores de oficina y ventas que deambulaban picoteando o charlando en grupos.
Alberto y Juan compartían una copa de cava en un rincón.
- El lunes, a primera hora, nos pondremos al día –anunció Alberto-. Hay muchas cosas que van a cambiar en esta empresa.
Juan desvió un instante la mirada, encontrando los ojos de Pedro que los contemplaba con expresión seria. Cuando Juan volvió a mirar a su jefe, éste lo observaba con atención.
- Algunos me los pediste tú expresamente. ¿Quieres pensártelo mejor?
Juan apuró su copa.
- En absoluto.


- Estas valoraciones son una mierda –sentenció Pedro, lanzando unos papeles sobre la mesa-. Tendrás que rehacerlas antes del lunes –añadió.
- Pero...
- ¿Algún problema?
- He trabajado tres días en ellas. Están bien, que están bien.
- Pues yo soy tu jefe y te digo que no lo están y que más vale que lo estén para el lunes a primera hora, ¿entendido?
- Pero... es viernes y...
- Juan, Juanito, cabeza de chorlito, ¿cuándo aprenderás? Me importa una mierda que sea viernes. Las quiero para el lunes y punto.
Juan suspiró pero prefirió callar. Pedro se marchó con una sonrisa en lo labios. Juan sabía que se iría de fin de semana, y que quizás éste se alargase hasta el martes o el miércoles, mientras él se lo pasaría ante el ordenador repasando unas valoraciones que sabía que estaban bien. No era la primera vez.


- Te llamas Juan, ¿verdad?
- Sí.
- Irene –dijo, tendiéndole la mano-. Esta será tu mesa. De momento, irás archivando, haciendo fotocopias y demás, hasta que te pongan el ordenador. Luego, poco a poco, te iremos dando más cosas, ¿ok?
Sólo la mitad de las palabras que dijo Irene llegaron a los oídos de Juan a causa de los nervios del primer día y del terror de sentir los ojos de Pedro clavados en él desde que había entrado por la puerta.
Aunque lo había intentado, su tutor había insistido en que no había sitio mejor para hacer sus prácticas.


Juan contemplaba su bocadillo refugiado en un discreto rincón del patio del colegio. Chorizo. Odiaba el chorizo. Pero tenía hambre, así que…
- ¡Dámelo! –le ordenó una voz familiar.
Levantó la vista para ver la cara de Pedro que lo observaba con la mano tendida. Suspiró y le entregó el bocadillo, abochornado. Pedro lo miró.
- Chorizo –espetó-. Odio el chorizo –y, de una patada, lo lanzó a la otra punta del patio.
Juan contempló la parábola perfecta que trazaba su almuerzo mientras se iba disgregando en el aire.
- El dinero –le exigió Pedro.
- No tengo…
La bofetada llegó tan rápida que ni siquiera tuvo tiempo de encoger el hombro para amortiguar un poco el golpe.
- Juan, Juanito, cabeza de chorlito, ¿cuándo aprenderás?
Juan le tendió las pocas monedas que había en el fondo de sus bolsillos.
- Se lo diré a mamá –musitó.
Esta vez fue un puñetazo. Enseguida notó un sabor metálico en la boca.
- Hazlo y te mato.
Juan vio cómo Pedro se alejaba mientras trataba de reprimir unas lágrimas que ya corrían por sus mejillas.


Tenía cuatro años cuando vio a su madre con aquella cosa entre los brazos. Parecía feliz mientras la cubría de besos. Besos robados.
Su madre levantó la vista y le sonrió.
- Ven a ver a tu hermanito, cariño.
Se acercó de mala gana, serio. Contempló aquel engendro pálido y arrugado que movía sus inútiles manitas y babeaba.
- ¿Quieres darle un beso? Se llama Juan. Dile: “¡hola, Juan!”
Miró a su madre y salió corriendo.
- ¡Pedro, vuelve! –le oyó gritar.
- No te preocupes, cariño –dijo su padre-. Son cosas de críos. Ya se le pasará.
concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
  • CITAR
  • 1 de Junio de 2011 a las 22:04

Ni perdona ni olvida

Rencor…el  rencor es ese sentimiento oscuro que se instala en el corazón sin permiso alguno y que puede vivir a tu costa durante largos períodos de tiempo.

    Nuestra protagonista sintió aquel rencor varios años hasta que pudo devolver la jugada, con más intensidad si cabe.

 

     Sara y su marido paseaban de la mano por el paseo marítimo, viendo las pequeñas barcas, los blancos yates y parloteando sobre un nuevo monumento que los políticos habían decidido poner a un lado de las escaleras reales: dos enormes sirenas de unos cinco metros de hierro forjado  y una familia de pescadores. A Daniel le parecía una aberración pero a su mujer le fascinaba, aunque pensaba que aquel lugar no era el más idóneo puesto que rompía un poco el precioso paisaje del puerto de su ciudad.

    Sara frunció el ceño recordando que era habitual que Daniel y ella no coincidieran en gustos. Ella jamás se hubiera acostado con aquella zorra de escote descarado. Ambos siguieron paseando y mientras Daniel mantenía el hilo de la conversación, la mente de Sara se dividía en dos: intentaba seguir la charla con su pareja pero varios recuerdos venían a ella sin poderlo evitar.

 

    Marta era la hermana de una sus compañeras del gabinete y el primer día que la conoció, con ese pecho tan prominente que no escondía, sus prejuicios ya le dijeron que era una muchacha con poco cerebro. Eso no tenía nada que ver con que fuera rubia y con un tipo más bien voluptuoso, sino con que cada dos palabras soltaba una carcajada absurda y fuera de lugar que Sara no sabía cómo descifrar.  Increíblemente era el tipo de mujer que a los hombres les gustaba y a Daniel, su futuro marido, lo encandiló con esa risa bobalicona. Sara lo supo al momento en aquella primera cena en Navidades; en cuanto le presentó a Marta vio cómo la miraba, igual que a ella hacía tres años atrás. Sara estuvo toda la cena incómoda e inquieta pues la tal Marta se las había ingeniado para ponerse enfrente de su chico y parecía que su pecho iba a ser el siguiente plato que él iba a comerse en cualquier momento.

    No se supo cómo, pero la potente rubia entró en sus vidas, en sus cenas, en su grupo de amigos e incluso en la boda de ambos. Sara lo sabía pero se negaba a creerlo y aunque incluso una vez tuvo la valentía de echárselo en cara a su ya marido, ella confió en él a ciegas. ¿Cómo iba a ser capaz el hombre de su vida a hacerle una cosa semejante? Su ego le impedía ver más allá y Daniel apretó más aún aquella venda que cubría sus ojos.

    Un día como cualquier otro día, una indisposición la obligó a marchar del gabinete, a coger un taxi, a abrir la puerta de su preciosa casa adosada y a oír unos gemidos brutales. Sara siguió a sus pies sin pensar hasta su habitación sabiendo ya qué iba a ver pero lo quiso confirmar: Daniel y Marta, desnudos y fornicando en su cama de sábanas blancas. A partir de ahí se produjeron varios sucesos: Sara les chilló, Marta huyó como alma que lleva el diablo y Daniel se quedó inmóvil e intentando entender cómo podía ser que le hubieran pillado. Más tarde, más gritos, lloros, quejas, charlas, deseos, disculpas, promesas y un intento de perdonar aquel suceso. No tienes nada que perder, le dijo un amigo a Sara, cuando ella sospesaba en la posibilidad de continuar o no con su recién marido. Pero aquello no fue cierto; perdió mucho tiempo odiando a “la zorra”.

    Pero ni el tiempo ni el amor ni las mil atenciones de Daniel consiguieron que el rencor, el cual a partir de entonces hizo de su corazón su vivienda habitual, hiciera el macuto y se largara a otro lugar. Seguía haciendo mella en ella, cualquier suceso, noticia o charla acababa relacionándola  con aquel capítulo, se repetía una y otra vez y le era imposible pasar página. Se vio obligada a pedir ayuda profesional ya que aquel sentimiento la debilitaba y cada día se sentía con menos fuerzas de seguir adelante. Aquello le sirvió para salir a flote, volver a levantar la cabeza y caminar de nuevo con orgullo por las calles de su ciudad. Pero sin engañarse de que aquel rencor, cubierto por una fina tela, continuaba en su órgano vital.

    Pasados unos diez años, Sara y Marta coincidieron en un aniversario de sus hijas. Sara tenía dos pequeñas; una de siete y otra de cuatro, y Marta una de seis y un niño de dos. Se ignoraron mutuamente aunque no dejaron de mirarse la una a la otra. Sara se alegró de que el pequeño mocoso de “la zorra” fuera un auténtico terremoto y disfrutó oyendo cómo se comentaba lo maleducado que era. La verdad es que pasó un buen rato viendo a Marta tan apurada cuando la fiesta terminó con un baño refrescante en la piscina del local y el niño no dejó de molestar, berrear y gritar por aquel espacio.

    Una vez terminado aquel sarao, fueron yendo hacia los vestuarios para vestir a los alborotados niños. Risas, gritos, conversaciones cruzadas y unas madres ya cansadas de tanto jaleo. Sara acababa de vestir a su pequeña y se dio cuenta de que se habían dejado los manguitos en la piscina.

- Ana, entro un momento a la piscina que me he dejado los manguitos, vigílamelos.

- Descuida, ve tranquila.

    Sara, con paso apresurado se dirigió a la piscina y recorriendo aquel pasillo desierto pensó la poca gracia que le hacía andar por allí sola. Además en la piscina no habría nadie y le daba como cosa, tanto que estuvo a punto de dar la vuelta y olvidarse de los dichosos manguitos. Pero su raciocinio pudo más y avanzó simulando un paso seguro. Abrió la puerta de hierro y entró observando con detenimiento. Sí, lo que buscaba estaba ahí mismo y no tendría que adentrarse mucho más. Enseguida los tuvo en sus manos y cuando se iba a girar para marchar vio una pequeña sombra a su derecha.

    Sus ojos se clavaron en el niño, el pequeño de Marta quien reía por la bajo mientras sus gorditos pies chapoteaban con el agua que había en el borde de la piscina. Sus brazos extendidos y sus manos abiertas parecía que buscaban el abrazo de su madre. Por un momento sus ojos se encontraron y el niño paró de repente. Sara lo miró con odio, todo el odio que sentía por Marta se lo estaba trasmitiendo a su retoño. El renacuajo la miró sonriendo pero Sara no se dejó engatusar por aquella mirada de ángel.

    Al hijo de Marta le dio igual y quiso ir hacia ella, pero sus pies trastabillaron y sin querer cayó a la piscina. Choffff. Sara observó inmóvil cómo aquel bebito caía, cómo entraba hacia dentro, cómo salía hacia fuera por la propia inercia, cómo movía sus regordetes bracitos, cómo sus ojos asustados buscaban una ayuda que no llegaba, cómo boqueaba como un pez fuera del agua y cómo se hundía de nuevo.

    Sara giró sobre sus talones y se fue hacia los vestuarios.

- Sara, ¿los has encontrado?

- Sí, estaban justo al lado de la puerta.

- ¿Y esa brillante mirada? ¿Te ha llamado el amante?

- Que va, hoy no le toca. Nada chica, que me he quitado un peso de encima.

concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
  • CITAR
  • 2 de Junio de 2011 a las 2:28

NADIE SABE LO QUE PIENSA UN PERRO CUANDO SABE QUE VA A MORIR


Desde el suelo, apoyando su pecho y su barbilla sobre el frío suelo de mármol, le observaba con detenimiento, como si fuese a saltar sobre él, aunque no tenía ninguna intención de hacerlo… por el momento. Tico acababa de comer sus bolas, aún se relamería de cuando en cuando. Odiaba su sabor, pero no le quedaba más remedio que comer eso, o moriría de hambre. Con suerte, le podía caer algún trozo de carne de cerdo o de pollo sobrante. Prefería no hacerse ilusiones, así la sorpresa era mayor si, paseando por entre sus piernas, el hijo pequeño le tiraba un trozo de aquel sabroso manjar.
Tico llevaba cinco años en la casa. Sus padres eran un par de chuchos del campo de unos conocidos.  Tuvo seis hermanos  de ese parto, de los cuales dos murieron, y los otros tres fueron repartidos por el pueblo. Él se quedó con los camperos una temporada, pero cuando creció, fue regalado a la familia que ahora le acogía. Todos querían tener un perro en casa… todos menos su enemigo, que desde el primer momento le negó una grata convivencia. La tensión entre ambos era evidente. Aquel hombre no perdía oportunidad para insultarle. Le despreciaba tanto que jamás le había acariciado. Nunca le sacaba a pasear, ni le daba de comer. Y una vez, estando solos en la casa, le agarró sin percatarse y estuvo buen rato introduciéndole en los orificios nasales unos improvisados palos de papel de periódico. Aquel hecho fue el inicio del fin, el acontecimiento que acarrearía consecuencias quizás trágicas en aquella familia.
Era sábado al mediodía, y la familia reposaba la comida en la salita. La estancia olía a café; sobre  la mesa: tazas y una caja metálica de galletas escocesas. Del televisor salían ruidos de disparos y relinches de caballos. Seguramente era una de vaqueros, aunque él no distinguía los géneros. Sólo sabía que era una buena película, porque los cuatros no dejaban de mirar aquel aparato luminoso. Los sábados le sacaban más tarde a pasear: la vagancia les podía, por lo que estaba obligado a retener más la orina. Esa situación le incomodaba sobremanera, pero sabía que si mojaba el suelo, la consecuencia podía conllevar una paliza de su enemigo. Hasta ahora nunca le había pegado con dureza, seguramente porque no quería que los demás se percataran de posibles heridas, pero sabía que ese momento podía llegar en cualquier momento. Cuando la tensión se huele, cuando el rencor se pudre en los adentros, es cuando la mente te la juega desapareciendo por unos instantes, los justos para convertirte en un ser salvaje. Y su enemigo era propenso a ello. Una vez observó cómo le daba una paliza a un hombre. Se trataba de un socio con quien emprendió negocios que se fueron a pique. Ninguno era listo para estos menesteres, pero se jugaron un dinero importante en una empresa que les venía tan grande como las deudas que aún tenían que soportar. Tuvieron una discusión a gritos y él no dudó en patear a su socio hasta dejarle en el suelo con la cara ensangrentada. Dos semanas más tarde les vio juntos de nuevo, compartiendo cerveza y viendo un partido de fútbol por la tele, y Tico se dio cuenta de lo extraño que eran los humanos en su comportamiento.
El perro estaba en esa casa por el empeño del hijo mayor, que por entonces tenía quince años. Sus padres le permitieron quedarse con él porque ya estaba criado, lo cual implicaba ahorrarse todos los gastos y molestias de vacunación. Tico adoraba a ese chico, y no sólo por ser quien le procuraba todos sus placeres, sino también porque intuía su bondad. Veía en sus ojos lo que no observaba en los de los demás. Se preocupaba por él, porque sabía que algo le pasaba. No hablaba. Los demás humanos hablaban sin parar, pero él no lo hacía. Por eso el chico siempre usaba un pito para llamar a su perro, y a éste le enrabiaba escuchar su nombre en boca de su enemigo y no en la de su dueño. El puto Tico, el cerdo de Tico, el perro asqueroso de Tico, el Tico de los cojones… sólo su enemigo le asignaba apellidos.
El sábado estaba dando poco de sí. Llovía a cántaros y nadie de la familia estaba con ganas de salir a la calle. El hijo mayor tenía unos grados de fiebre, y antes de que acabara la película se subió a su habitación a echarse. Tico no aguantaba más. Se estaba meando. Como nadie parecía percatarse de sus necesidades, comenzó a ladrar, mirándoles mientras hacía amago de irse hacia la puerta principal. La madre levantó la cabeza del cojín con los ojos medio cerrados, sabiéndose candidata para sacar al perro a la calle. Pero el padre alargó su brazo y la frenó. Hoy saco yo al puto chucho, dijo con su voz de hombre grosero. En su camino hacia la entrada no dejó de mirar a Tico. Se colocó el chubasquero y cogió la correa. El perro se acercó a su enemigo con pasos lentos pero decididos. Al llegar a sus pies, agachó la cabeza para que el hombre le atara. Sabía que no había nada más cercano a la sumisión, pero no podía hacer otra cosa. No podía retener por más tiempo el líquido.
La calle se estaba empapando con la lluvia. Los coches salpicaban en su paso lento por la calzada. El hombre fumaba y dejaba caer las colillas sobre el lomo del animal. Éste no tardó en buscar su árbol para levantar la pata y dejar que su líquido amarillo se uniera al charco que se estaba formando en la tierra. Después de mear, Tico mantuvo una actitud pasiva. Su objetivo era volver pronto a casa. Estaba mojado, con el hocico frío, y le temblaban las piernas. Pero su enemigo parecía tener otros planes. Tan pronto como se había desprendido del pitillo se había encendido otro. Dio una vuelta a la correa sobre su mano, manteniendo así una tirantez en el cuero que apretaba el cuello de Tico. El perro miró la cara del hombre. Vislumbró una sonrisa inquietante. Su cuello comenzó a sentirse seco, y casi parecía humano cuando se le escapaban sonidos guturales en busca de aire. Dio otra vuelta más a la correa y elevó su brazo, y Tico se percató de que sus patas apenas rozaban el pavimento. Aquel hombre estaba loco. Quería ahorcarle allí mismo. Tico se balanceaba; apenas podía hacer nada más que esperar su muerte. Nadie sabe lo que piensa un perro cuando sabe que va a morir. Echó una última mirada a su enemigo, al despreciable padre de su dueño, y pareció querer envenenarle con la mirada. El hombre entonces lo elevó más si cabe, acercándolo a la altura de su rostro. Le dedicó unas palabras, como hacen los malos de las películas malas, y mientras echaba una risotada maligna, Tico dejó escapar, o quizás se escapó sin más, esa última oleada de orín que pretendía echar justo antes de volver. El líquido se introdujo en la inmensa boca del hombre, y éste tardó unos segundos, muy pocos, en percatarse de qué era lo que estaba entrando. Soltó de cuajo al perro y se fue a la esquina a intentar devolver al exterior lo que inevitablemente ya estaba en su interior. Tico se mantuvo tumbado en el suelo mojado, robando al aire el oxígeno que le faltaba. Un vecino se acercó a la escena, preocupado por el estado de ambos. De haber podido, Tico le hubiese narrado lo acontecido; su enemigo se inventó una historia entre escupitajos. Entraron en la casa como si nada hubiese ocurrido. Todos se preguntaban por qué el padre escupía tanto, y Tico se limitó a seguir viviendo de la mejor manera que lo permite su especie, y el tiempo de gracia que poseía hasta que el rencor del hombre hiciese de las suyas de nuevo.

concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
  • CITAR
  • 2 de Junio de 2011 a las 17:27
                                                                                   Mi versión de los hechos

Imagina que sales del trabajo. Ha sido un día malo pero dentro de lo normal; no más malo que muchos otros que ni siquiera recuerdas. Es sólo un día más en el que has decidido esconderte para que no corras el riesgo de encontrarte a ti mismo. Eres una de esas personas que se ha pasado  la vida haciendo lo que se supone que debes hacer. Nadie te debe nada ni tú se lo debes a nadie. En ese sentido; eres libre. No eres esclavo más que por las renuncias que se acumulan durante tus noches en vela. Aunque eso no sea precisamente poco.

Te encuentras con un tipo vestido de traje apoyado en el semáforo que hay frente a tu oficina. Es un tipo calvo; alto y calvo. Por lo menos tan calvo como el tío que finge quedarse quieto sobre una luz roja. Su calva es de aquellas que reflejarían el rímel corrido de una llorona o un grano moribundo en tu frente. Te entran ganas de llorar, pero no es por el calvo, es por la imagen triste que tienes de ti mismo y la idea de compartir el jueves por la noche con tu gato. No sabes que los gatos sólo sirven de compañía a cuarentonas melancólicas y quinceañeras consentidas; que no les mola que los abrace un tipo de noventa kilos.

El calvo del traje oscuro dibuja una sonrisa tan exagerada con su bigote que crees que podría ser un nuevo emoticono para tus noches de chat. Extrañas un diente de oro sobre el que imaginar el destello de un sol moribundo y un escalofrío te atiza la espina dorsal al sentir su mano agarrando tu brazo izquierdo. Tu ejercicio ensayado de eslalon en la Babel moderna no contempla como alternativa los movimientos repentinos de las balizas.

- ¿Te apetece una oportunidad? - pregunta con voz profunda.

Pero tú pasas de largo. No te dignas a contestar para que nadie piense que eres una persona. El señor de la luz roja ha bajado un piso y tú empiezas a andar hipnotizado por un culo alegre que embutido en unos pantalones claros no va en la misma dirección que tú. Finges no darte cuenta durante tres calles y al girar a la izquierda te topas con una calva que ahora ya te resulta incómoda.

-Me vas a escuchar aunque no quieras. Has sido seleccionado.
-Perdone señor. Pero se equivoca. Y si no se equivoca,  no me interesa.
-Hagamos una cosa. Ten mil euros- te dice alargando dos billetes de quinientos.

Tú corres a esconderlos en el bolsillo y ni siquiera sabes si son buenos. Te tiemblan las piernas por los nervios. Sabes que no es tanto dinero, que tus problemas son mayores, pero su sonrisa traviesa te hace pensar que tiene más como esos. Y tú los quieres.

-Te voy a dar cien mil más si prestas atención.

Sientes miedo porque eso es a lo que te has dedicado toda tu vida: a sentir miedo y a huir de los cambios. Algo no te gusta en aquella situación y no piensas seguir escuchando. Estás a punto de entrar en modo Rain man e ignorar todo lo que te digan. No piensas devolver los mil euros.

-Te prometo que vas a vivir uno de los mejores años de tu vida si aceptas el trabajo.
- ¿Qué trabajo?
- Huir. Sólo tienes que huir.

Huir es tu especialidad así que piensas que han topado con la persona adecuada. Ríes de la ironía porque no sueles llorar en público más que cuando es completamente necesario y el tipo de la calva no parece andar buscando lágrimas. Algo en su mirada te tranquiliza y repites aquello que has hecho tantas veces: escuchas.

Te cuenta que va a entregarte doce tarjetas de crédito. En cada una de ellas habrá un saldo disponible de cinco mil euros. Cada una en una fecha distinta. Es como si te ofreciera un sueldo mensual de cinco mil euros durante un año. ¿El trabajo? Esconderte. A partir de ese instante, en cuanto cojas las tarjetas, un montón de ricachones aburridos que financian el juego van a empezar a buscarte. No van a matarte. No es tan hollywoodiense como eso. Pero si te cogen, no si te encuentran, si te cogen, adiós a las tarjetas. Si no te cogen después de un año, para ti es el dinero que sobre y un premio de cien mil euros. En un momento calculas que son más de veinte millones de tus añoradas pesetas por hacer lo que te dé la gana durante un año.

Te avisa que no puedes volver a casa ni ir a ver a tus padres, que el juego ya ha empezado. Te da las tarjetas con sus sesenta mil euros y un aviso: cuando saques el dinero, lo sabrán. Sabrán dónde y cuándo. La que está marcada con un uno ya tiene el saldo disponible y el pin de todas ellas es cuatro unos.

El tipo se da media vuelta y se aleja con paso decidido. Te acercas a un cajero y compruebas lo que te acaba de decir. Estás atónito y sabes que has aceptado aunque sea de modo pasivo. Sacas los cinco mil euros y tiras la tarjeta. Esa ya no te sirve. En ese preciso instante entiendes que ya te están buscando y que unos tipos aburridos van a coger su coche para intentar cazarte. Sabes que tienes que salir rápido de ese barrio pero no cómo. Te acercas a un cani que está bajando de la moto frente al portal de su Jenny y cierras un trato con él:

-Mil euros por tu moto. Ahora.
-Ni de broma tron- contesta convencido de la existencia de semejante apelativo.
-Mil quinientos. Y no te flipes que es una cuarentaynueve vieja y mal trucada- dices metiendo la mano en el bolsillo- y me quedo con tu casco.

El chaval te acerca el casco mientras sonríe nervioso. Tú sabes que has pagado más del doble de su valor pero te montas sonriente y nervioso a partes iguales. Piensas durante cinco segundos en tus padres, en tu gato y en tus amigos mientras aceleras por una avenida. Te olvidas de ellos cuando te das cuenta de que eres más libre de lo que has sido en los últimos años.

Dos días más tarde haces la primera llamada a tus padres desde un apartamento que has alquilado en la costa. El tipo de la recepción ha aceptado no registrar tu ingreso porque le sobran habitaciones hasta junio. Sólo te va a cobrar la habitación como si fuera temporada alta para mantener el silencio. Él cree que estás haciendo el primo y tú estás contento con el trato. Al menos hasta que unos ruidos en el jardín te asustan de noche y decides salir por la ventana del baño. En pocos segundos escuchas desde el patio como la puerta del apartamento se hace añicos. Corres hasta quedarte sin aliento dejando atrás la moto. Comprendes que no puedes llamar, que no puedes hacer ningún movimiento que pueda ser rastreado más que sacar el dinero de las cuentas.

Cambias de pueblo. Viajas en tren durante semanas con un billete de interrail que le has comprado a un perroflauta por otros mil euros. En una semana vuelven a dar contigo y no entiendes cómo. Sólo sabes que no puedes pararte, que tienes que seguir y correr. Las primeras semanas te dejas llevar por la novedad y la aventura pero se termina pronto. La soledad te aplasta hasta que dejas de mirar a la gente. Entonces deja de doler. Decides no hablar porque las signos y las señas son suficientes para quien no tiene más que esconderse. El mundo empieza a parecer pequeño cuando cada coche oscuro se convierte en sospechoso. Al principio era por el dinero, ahora la huida es suficiente por ella misma.

Una vez al mes te acercas a un cajero de madrugada y después corres como si te fuera la vida en ello. El dinero ya no importa, sólo quieres poder seguir moviéndote, viajando y huyendo. Al menos ahora es evidente que huyes y te escondes. Al menos ahora, da igual que no finjas lo contrario. Te gusta la nueva versión de ti mismo porque es la más sincera que conoces.

Pasa el año y te sorprendes despertando en una cabaña en medio de los Pirineos. En el armario viejo que hay en la cabaña hay un par de latas de conserva y un paquete de arroz. Queda aún más de medio cartón de tabaco y dos botellas de orujo que te dan calor por las noches. Piensas en volver pero ya no sabes a dónde ni porqué. Te cansaste de correr y te paraste. Descubriste que tenía tan poco sentido seguir corriendo como parar. Brindas por el calvo y echas un trago a la botella empezada. Te vuelves a acostar. Cada día piensas recuperar tu vida anterior pero no consigues pasar del pueblo más cercano donde compras más tabaco y más orujo.

Allí abajo, en el mundo real, no hay gran cosa: rutina y escondites para el que no quiera vivir. Te das cuenta que todo es una mierda y que te habías engañado durante años. No piensas en volver a ver a tu familia, piensas en volver a la esclavitud de la vida en sociedad. El mundo tiene reservado un lugar para ti con los límites muy definidos. La verdad es un regalo demasiado sobrevalorado.

Un día el calvo te sorprende sonriente a la salida del estanco. Tiene un montón de dinero para ti y una invitación para recuperar tu vida. Piensa que no te has dado cuenta de que ya ha pasado más de un año. Levantas la botella de orujo que acabas de comprar y la rompes contra su cabeza que hace unos minutos que se te antoja como una diana. Murió porque la gente muere cuando se abre la cabeza. Y ahora me preguntas mi versión de los hechos.

Mi versión de los hechos es que si un tipo te roba la vida es justo que tomes la suya como compensación.

concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
  • CITAR
  • 2 de Junio de 2011 a las 18:45
NI TU NOMBRE
    Sin darme cuenta se me fue formando una bola dentro. La sentía a ratos, primero pequeña, y hasta podía localizarla por las paredes internas del estómago. Corría el tiempo, se iban repitiendo una y otra vez las ocasiones y la bola acabó por instalarse definitivamente y convertirse en algo con lo que no me podía acostumbrar a vivir.
    Al principio no le daba importancia a sus manías. Al contrario, hasta me hacían gracia:
    -¿Se puede saber por qué has mirado a ésa?
    -¿A quién?
    -A la rubia con la que nos acabamos de cruzar.
    Aproveché para girarme y verla de espaldas. Así acabé de cerciorarme de que era una señora hembra.
    -¿A ésa? Ni me había fijado. No veo que pueda tener nada que no tengas tú.
    Lo mismo solía repetirse una vez y otra durante los dos años que estaríamos de novios. Sí, a ciencia cierta no sé si pasaron dos o tres años desde que nos hicimos novios hasta que nos casamos. Antes tenía las dos fechas anotadas en una agenda dentro del portátil, dos días antes saltaba una alarma y me presentaba con un ramo de rosas. Hasta que también por eso hubo cuestión:
    -¿Se puede saber por qué tienes anotados nuestros aniversarios?
    -Para no olvidarme.
    -¿Y ésa es la importancia que le das a nuestro matrimonio?, ¿cómo puede nadie olvidar el día en que se casó?
    Lo de menos era que me hubiera entrado en el portátil, que hubiera probado introduciendo variantes al número que utilizábamos en el cajero automático con la cartilla de ahorro y hubiera dado con la clave de acceso al ordenador.
    Luego tonterías de las que cuentas a los amigos y se ríen: si en la autopista adelantaba a un coche, giraba la vista a la derecha y casualmente era una mujer, bronca; si en un bar de copas nos servía una camarera, cuando yo pagaba resulta que lo que hacía era mirarle el escote...
    La bola que iba creciendo, que me iba ocupando, que se iba endureciendo, que cada vez pesaba más y me era más difícil de sobrellevar.
    Y ojito con el móvil y el portátil. El móvil, al llegar a casa, siempre apagado no fuera a llamarme nadie y tener luego que dar las mil explicaciones. En cuanto al ordenador, con ella aprendí algo que todo el mundo sabía, todos menos yo, que pinchas en una pestaña en la que dice histórico y te salen las páginas web que se han visitado desde quién sabe cuándo.
    Pero, como uno no puede pasarse la vida pendiente, siempre se acaba por cometer un desliz. Así fue como me descubrió algo tan inocente entonces como lo de Luisa. Yo, aparte del gmail para que ella me leyera lo que quisiera, tenía otra cuenta de correo en un lugar tan remoto como netcourier, una página francesa, y configurado -ése fue el verdadero error- de modo que sólo entrar ya salía mi nombre de usuario y mi clave. Y a Luisa la conocía de un foro en el que se discutía de cine y en el que me metí no sé por qué, quizá para tener alguna vía de escape. No recuerdo cómo fue que empezamos a escribirnos por privado; y de hablar de Hitchcock pasamos a decirnos cositas tontas, que si lo que yo te haría o similar. Ella estaba en Ginebra, todo hay que decirlo, pero si hubiera andado por aquí... Ah, y suerte que al menos tenia la precaución de borrar los mensajes en cuanto los leía. Pero ése, mira por dónde, aún no lo había leído y, por tanto, ahí estaba resaltado en negro en la bandeja de entrada. Llego, pues, a casa, y quién es Luisa.
    -¿Luisa?, ¿qué Luisa?
    -No te hagas el tonto. Esa que dice que se dejaría morder donde tú quisieras.
    Hago memoria y me doy cuenta de que no tengo escapatoria. En el último mensaje le había contado que había ido al dentista y me había hecho un implante. Y que así podría morderla mejor, claro. Su contestación, fuera cual fuera, contendría debajo ese texto mío:
    -Ésa es una del foro de cine que está en Colombia. De vez en cuando le digo esas tonterías que gustan de oír las mujeres. Le dije que fui al dentista...
    -Le dijiste que ibas a morderla. ¿Eso le dices a todas?
    -Si te parece erótico morder con implantes... Además, ya te digo que está en Colombia y debe de ser india o así...
    De Santander y trabajaba en Ginebra de traductora en no sé qué organismo satélite de la O.N.U., pero yo ya había aprendido a mentir automáticamente. Y esa noche, a la media hora de acostarnos, devolví la cena. Era la bola que me hacía rechazar todo alimento. Era la bola que ya me había ocupado el estómago entero: ¿qué me ocuparía después?
    ¿Una solución? Sí, ya había ido al psiquiatra en un par de ocasiones. No por mi, aunque ya estaba empezando a desquiciarme, sino por ella. O mejor, para encontrar una explicación o eso mismo, una solución. La ideal, claro está, era llevarla a ella misma pero era prácticamente imposible. Según ella, quien estaba mal era yo y por eso me escribía con Luisa o miraba a todas por la calle. Celopatía, falta de confianza en sí misma... dijo el psiquiatra. Y que la hiciera sentirse deseada y valorada.
    Quererla sí que la había querido; al menos cuando nos casamos. Pero luego, con ese continuo estar pendiente de la mínima en el que me veía obligado a permanecer, con ese tener que andar por la calle a su lado mirando al suelo para evitar una discusión... Así, por más voluntad que uno pusiera dejaba de querer al amor de su vida. Y desearla: bueno, aunque ahí entra más la naturaleza y a ella el cuerpo era lo único que no le fallaba, eso también se resiente. Empezaba deseándola y nos enganchábamos:
    -¡Haz el favor de mirarme a los ojos cuando estemos en esto!
    Porque si los cerraba era que estaba pensando en otra o qué se yo. Acababa haciéndolo con odio y que nadie me pregunte si es posible desear y odiar a la vez porque sí lo es. Incluso vaciarse con odio en la mirada.
    ¿Otra solución?: la que se me ocurrió la misma noche del escándalo por lo de Luisa. Vuelvo del cuarto de baño de vomitar y como si hubiera recibido iluminación celestial. Algo me dice que esa noche duerma en el sofá, lejos de su alcance. Un año hace ya, un año planeándolo minuciosamente... Con lo fácil que era: desaparecer, huir de su lado... y aquella noche en el sofá, al tener la idea, fue el primer paso. Ya no siento la bola y con toda seguridad fue en ese mismo instante cuando empezó a disolverse.
    Me acompañaban las circunstancias laborales. Trabajo en un banco de alcance nacional y esperé pacientemente una vacante lejos, lo más lejos posible de ella, tan lejos como en Lanzarote, donde ni siquiera he estado y donde voy a reincorporarme tras las vacaciones de verano, el primero de agosto. Sí, como partir de cero. Llegaré con una simple maleta, me instalaré en un hotel mientras busque piso...
    La bola se me fue disolviendo a medida que iba planificando: hoy mismo me estará esperando en casa pero no volveré ni volveré a oír sus preguntas tontas ni a soportar sus broncas gratuitas. Y esta mañana he salido con lo puesto, como en la anécdota del que dice que baja al estanco por tabaco y no para hasta la Argentina. Ella cree que yo tenía medio preparadas las vacaciones para agosto y, cuando me mire el portátil que he dejado encima del despacho junto al móvil, a lo mejor se da cuenta de que yo iba a coger las vacaciones ahora en julio sin contar para nada con ella. Y mañana, cuando se despierte sin saber dónde ando, no tendrá ni luz, ni gas, ni agua, ni teléfono fijo que, como estaban a mi nombre, he dado de baja. Y la cuenta conjunta del banco vacía: cuatro mil euros que llevo en la cartera, pero aunque hubieran sido sólo cincuenta... Seguro que no tarda en imaginarme quitándole el poncho a alguna india colombiana para comérmela a mordiscos.
    No andará muy equivocada porque casi puedo decir que ha sido ella quien me ha encaminado hasta aquí. Estoy tumbado en una cama del Novotel del aeropuerto de Ginebra esperando que llegue Luisa para dejarle clavados los dientes por todo el cuerpo. Y, si se deja, también en el alma. Como si la tatuara.
concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
  • CITAR
  • 2 de Junio de 2011 a las 20:55

El muro

Aquella pared inmensa, aquel muro encalado cara al sol, aquel desierto de puertas y ventanas, aquel páramo automovilístico (donde no sólo no había coches sino que nada daba a entender que hubiera pasado o llegaría a pasar alguno por la pista paralela a ese costado de la casa), se convirtió en el mayor descubrimiento que Alejandro hizo a sus ocho años. Allí, sin riesgo a tener algún accidente accidental por el que ser injustamente castigado, podría jugar a la mezcla de fútbol y frontón que tanto le divertía, y que solamente cuando iban al pueblo de sus padres podía practicar.
 
Aquella primera tarde fue la única en la que pudo lanzar el nuevo balón contra el muro. Dejó de hacerlo tras un sinfín de restallidos de cuero contra cal y arena. Pero no por falta de ganas de seguir acribillando la pared; se le hacía tarde para volver a casa de su abuela. Estaba algo cansadito y muy hambrientísimo. La expedición por el pueblo, hasta encontrar aquel murallón perfecto, había sido larga. Ya volvería mañana. Así le dio un último pepinazo, con idea de coger el balón en la carrera hacia ese mañana que llegaría antes cuanto antes se marchara.
 
Aquella ilusión por correr más que el tiempo se vio truncada cuando un hombre, un abuelo que Alejandro no había visto nunca (ni por los bares de la plaza, ni por las calles del pueblo, ni paseando por los campos de alrededor) se le adelantó y, a cámara lenta, se agacho a secuestrar el balón nuevo del niño. Alejandro se acercó al hombre apartándose el pelo de la cara (para causar la mejor impresión posible al desconocido que retenía su pelota), pero antes de que abriera la boca habló el viejo, que observaba enfadado la pared llena de cardenales sepia.
 
—Esto es tuyo, ¿no? —Alejandro sonríe y se acerca para recoger el balón, pero el señor le indica con la mano que pare— Pues si lo quieres, le dices a tu padre que venga a por él mañana por la mañana —Alejandro mira al suelo— ¿Me has oído? —Alejandro levanta la vista— Tu padre. Ni tu madre, ni tu tía, ni tu abuela. Tu padre ¿entendido? —Alejandro asiente de forma refleja sin entender del todo— Mañana por la mañana; yo estaré aquí, en mi casa, esperándolo —Alejandro permanece mirando al abuelo— Venga, ¡arrea ya para tu casa! —Alejandro arrea corriendo.
 
Cuando el padre de Alejandro enfiló de mala gana para la casa del viejo que había confiscado el balón del chico, tuvo un mal presentimiento que se alimentaba de cada paso. Hacía años que no pasaba por esa parte del pueblo, pero las calles seguían igual que cuando iba y venía varias veces al día para rondar la casa a la que se dirigían ahora. Esperaba que Alejandro hubiera elegido otro hombre a quien molestar, pero por más que intentaba redibujar sus recuerdos cada vuelta de esquina hacía evidente que su hijo le conducía a la casa de su suegro. 
 
Cuando estuvieron frente la puerta, el padre de Alejandro le dijo que se quedara callado oyera lo que oyera. El niño barruntó una buena bronca por parte del viejo y de su padre. La puerta, dividida en dos horizontalmente, tenía la hoja superior entreabierta. El padre de Alejandro tomó aire y golpeó dos veces la inferior, dando luego unos pasos atrás. Al no obtener respuesta llamó al dueño por su nombre (el niño no se sorprendió de que su padre lo conociera, en el pueblo todos se conocían). Salió. Alejandro no supo aún que tenía delante a su abuelo materno.
 
—¡Ja!, un desteñío tenía que ser —el padre hizo ademán de contestar pero Saturnino le cortó como hiciera con el hijo la tarde anterior— No te quiero ni oír disculpas —desapareció entre las sombras de la casa para volver poco después con el balón—Tu crío sigue la costumbre de los desteñíos de usar sin permiso cualquier cosa que creen suya.
—Saturnino, usted sabe bien… 
—Yo sé bien lo que bien sé. Y no te voy a relatar otra vez lo que me debe tu padre, ni lo que me robaste tú, que eso ya lo sabe todo el pueblo aunque nadie se dé por enterado desde que los desteñíos son gente de buenos dineros. ¿O es mentira, como que ayer ése estuvo destrozando mi tapia, que mis sudores y el dinero que me escasea me costaron dejarla mejor que nueva? 
—Si lo hizo, fue sin querer; cosas de niños. Alejandro viene a disculparse. Dele el balón que ya mandaré yo a alguien para pintarla.
—El hijo se disculpa y el padre paga a otro para intentar arreglar el estropicio. ¿A qué me suena esa copla? 
—¿No querrá que el niño pinte la tapia?
—Pues no será porque no pueda.
  
Algo más hablaron el padre de Alejandro y Saturnino: alguna excusa, algún reproche, alguna voz más alta, algún gesto de resignación. Lo que le quedó claro al chaval fue que, a partir de aquella misma tarde, tendría que pintar el muro que había ensuciado con su balón nuevo (si quería recuperarlo). La idea no le disgustó demasiado, sobre todo porque parecía que se iba a librar de regañinas. De hecho, la vuelta a casa de la abuela fue silenciosa. Al llegar, su padre discutió con su abuelo (a quien parecía divertirle la situación) y luego se fue a comprar pintura.
 
Algo más de una hora emplearía Alejandro, guiado por su padre, en rascar la pared con una espátula y dejarla limpia. Los chasquidos de lengua y bufidos de Saturnino tardaron poco en dejar de interrumpirle. Acabó por ni levantar la vista para saber qué estaba haciendo supuestamente mal. Su padre permanecía un par de pasos tras él, atento a darle instrucciones cuando realmente hacían falta (Alejandro entendió que lo hacía casi en susurros para que Saturnino no las oyera). Terminó cansado y con ganas de irse a casa pero, aún así, preguntó a Saturnino si ya podía empezar a pintar.

Algo más le costó, la mañana siguiente, dar la primera capa de pintura a la tapia. Alejandro seguía escoltado y aconsejado por su padre. Pero el rodillo se le resistía y las recriminaciones de Saturnino comenzaban a minarle el ánimo. En un par de ocasiones arrojó a la cubeta la herramienta salpicando el suelo, el muro y hasta a su padre. Las mismas ocasiones  en las que Saturnino soltó una carcajada seguida de bromas (que sólo él debía entender) a costa de ellos: los desteñíos. Las mismas ocasiones que su padre le ordenó que siguiera, que no le diera importancia.

—Bien, parece que ya está bueno por ahora —dijo el viejo mientras Alejandro daba una larga pasada en la que el rodillo dudó en lo alto de la vara— Esta tarde ya estará seca esta mano. Te vienes y le das una segunda. Con suerte te podrás llevar tu balón cuando vayas a cenar.
—¿Saturnino, no sería mejor volver mañana? El niño está cansado y…
—Y… ¿Y? ¡Por Dios! Una buena comida, una buena siesta y para las siete está como nuevo para terminar lo que empezó. Que no se diga que todos los desteñíos dejan las cosas a medias.

Después de comer, Alejandro le pidió a su padre que le despertara las seis y media, y que le dejara ir solo a terminar de pintar la pared. Dejó a todos sorprendidos. Ni su abuelo ni su abuela, ni su madre ni su padre, ni siquiera la pesada de su hermana mayor dijo nada. Alejandro se fue a sestear sabiéndose depositario del destino del buen nombre de su familia. No estaba dispuesto a dejar que nadie reírse de los desteñíos. Es más, después de esa tarde no dejaría que nadie más los llamara desteñíos, así fuera Saturnino o el Diablo.

Después de una hora pintando, Alejandro sólo quería terminar y marcharse a casa. Ya ni le importaba hacerlo con el balón. Ya fuera también por cansancio o porque realmente lo estaba haciendo mejor, Saturnino no estuvo muy pesado esa tarde. Al terminar hasta ayudó al chico a meter la pintura y las herramientas en el enorme patio de la casa, en cuyo centro esperaba el balón tomando el sol. Saturnino fue por la pelota y se la llevó al niño que comprobó que estaba inservible. Tanto trabajo para nada. Aguantó las lágrimas, pero el viejo las leyó en su silencio.

—¿Y qué esperabas, desteñío? —Saturnino se puso a la altura del niño— ¿Que bastaba con pintar la pared? ¿Que no me cobraría intereses por el disgusto? —Alejandro mantuvo la mirada fija en el balón muerto y la boca cerrada— Pero al menos contigo podré decir que estoy en paz. El primer desteñío que puede decir que no me debe nada —la forma de decir desteñío azotaba al chaval— Deberías estar orgulloso, los otros desteñíos debería aprender de ti —Alejandro recordó su reciente voto y embistió a Saturnino, quien cayó contra el suelo empedrado; brotó sangre de la cabeza del anciano.

Llegaron, alertados por lo que contó el niño, el padre y el abuelo de Alejandro a casa de Saturnino. Llamaron pero no esperaron respuesta para entrar al patio por la puerta de atrás, que el niño dejó abierta al huir. El charco de sangre que servía de almohada a Saturnino no dio margen a dudar. Con una camisa improvisaron un vendaje y lo llevaron directamente al hospital comarcal. En urgencias el abuelo de Alejandro avisó de que Saturnino tenía un tipo de sangre muy especial, que si necesitaba una transfusión él podría donar. El padre de Alejandro no entendió.

—¿Cómo sabes eso, papá?
—Hijo, sé muchas cosas de ese buen hombre.
—¿Buen hombre? No jodas, desde que tengo memoria no ha hecho más que amargarnos la vida.
—Sus motivos cree tener y son comprensibles.
—No te entiendo.
—Ya quisiera poder expli…
—¿Familiares de Saturnino Montes? —interrumpió una enfermera
—Aquí. Yo soy su hermano —el padre de Alejandro miró al suyo como si fuera un desconocido— Por parte de padre, hijo —le explicó brevemente— Pero sí: soy su hermano.
—Necesitará una transfusión y no tenemos reservas compatibles.
—Claro, lo que haga falta. Al fin y al cabo somos la misma sangre.

lasacra1
Mensajes: 1.817
Fecha de ingreso: 24 de Febrero de 2010
  • CITAR
  • 2 de Junio de 2011 a las 22:02

Pues se acabó lo que se daba. Se abre el plazo para votar, no tengáis prisa, hay tiempo hasta el domingo 5 de junio a las 22,00 h.

Recordad que se vota en voz baja. Ahora en la sección de comentarios os pongo los relatos entre los que se puede elegir.