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estrellafugaz
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LXI EL CAMINO (Hilo sólo para colgar los relatos)

5 de Junio de 2011 a las 22:44
Antes de que nadie me diga que Monseñor Escrivá de Balaguer tiene un libro con ese título ya digo yo que Delibes también.

Edito: el plazo se acaba a las 22:00 del jueves 16 de junio.
concursoderelatos
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  • 14 de Junio de 2011 a las 12:05

EL PASTOR Y EL SILENCIO

El pastor acerca a la cabra y brega con sus patas hasta que consigue meterlas en sus botas de agua, para que el animal no se mueva. Las pezuñas le rozan los tobillos pero no le preocupa porque va a tardar poco. La tiene inmovilizada y así le levanta la cola y le mete la verga humedecida con saliva casi blanca. La cabra está muy dura y muy caliente por dentro. El pastor cierra los ojos y piensa en su mujer mientras viola mecánicamente a la cabra. Se agarra bien a las ancas e intenta no hacerle demasiado daño cuando le entra el gusto.
Abre los ojos y ve que el Chusco, el perro pastor, les está mirando como si esperase un trozo de queso o de chorizo. El pastor se saca las patas de la cabra y la deja que vaya con las demás, a pastar por la cañada.
La vereda baja hacia un bosquecillo seco, agarrada a la loma como un parásito con hambre pero sin vida. El pastor se limpia con agua de la cantimplora y se pone a bajar la vereda con el Chusco siguiéndole cerca. Le chasquea los dedos para que vaya a reunir a unas cuantas cabras que se han subido a unos caparazones de piedra.
En una hora están bajo la sombra de unos pinos bajos acercándose a la carretera. La cañada real atraviesa esta carretera lejos de cualquier gasolinera, urbanización o simple granja. En alguna parte debe haber una señal de tráfico que da el aviso, pero los coches van muy rápidos de todas maneras. El pastor ha quedado con la pareja de la guardia civil a eso de las dos de la tarde para que le ayuden a cruzar. No le hace gracia la idea. Tendrá que saludarles, hablar de cosas que seguro son normales para ellos, incluso de fútbol o de política.
Se pone duro con las cabras para que no crucen. Les da esas voces que lo diferencian de la gente que no trata con animales, unas voces que podrían hacer abortar a una mujer de ciudad.
El coche de la guardia civil pasa de largo tan rápido que al pastor le cruje el cuello cuando se vuelve para mirarlo. Al poco se sienta en una piedra, confuso. No vuelven.
Pasa un rato largo y no vuelven, tanto que los pinos vuelven a estirar un poco sus sombras.
El pastor tiene que seguir la cañada para que sus cabras coman y además se está cagando y no es sitio para hacerlo. Podría limpiarse el culo con una hoja sólo para darse cuenta de que la mitad de su rebaño está trotando a su antojo por el asfalto.
Pasan coches cada poco, rápidos, dejando ese ruido detrás que es como un eco, pero solitario.
El pastor decide ponerse en medio de la carretera como si fuera un guardia civil pero a los dos pasos escucha la bocina de un camión. El camión no va rápido, pero lo está adelantando un coche que se acerca como la piedra de una honda. El pastor se quita de en medio y el camión vuelve a pitar horrorosamente a su paso, no se sabe si de modo solidario o como burla.
El pastor se vuelve a sentar en la piedra con el corazón desbocado y el pecho fresco por el sudor. Luego se va rápido unos metros más arriba, detrás de unos cardos, y se pone a cagar pensando en que será lo que Dios quiera.
Cuando termina se vuelve a encontrar fuerte. Las cabras han obedecido y el Chusco lo mira como si esperase un premio, quizá un trozo de cecina.
El pastor se dirige a la carretera mirando a los pinos, se vuelve para mirar a las cabras, chasquea los dedos para que el perro las hostigue y se las mande a cruzar el asfalto. Al poco está rodeado de cencerros y balidos, así que sería posible que un coche se estuviese acercando y el pastor no pudiera oírlo hasta que fuese demasiado tarde.�
Cruzan y el pastor cruza finalmente con ellas y mira atrás para fijarse si falta alguna. Y falta alguna. Se han quedado al otro lado de la carretera, probando unas rocas con las patas, cuatro cabritas de las más jóvenes. El pastor escupe una saliva casi blanca y le da un trago al agua. Mira al Chusco y le chasquea� los dedos. El perro sale a la carrera a por las cabras, cruza la carretera y les suelta ladridos, les acerca los dientes y las cabras se ponen a cruzar delante del perro. Entonces el pastor puede oír un coche que se acerca con un sonido tan roto y a la vez tan agudo que sólo puede significar que va más rápido, mucho más rápido, de lo que sería sensato. En ese mismo momento, en lugar de moverse, el pastor, no sabe por qué, recuerda el parto del Chusco, ocho años atrás. Ha sido un golpetazo de afecto, como el que sintió cuando el médico le dijo que su mujer no había sobrevivido a la apendicitis.
El coche parece que ve al perro y a las cabras porque el sonido de su velocidad queda tragado por el sonido del frenazo, pero es un frenazo tan inútil como pestañear cuando te van a dar una patada. Se lleva por delante a los animales y luego gira, se pone sobre dos ruedas que no aguantan y salen volando y el coche se da la vuelta en el aire y cae sobre el techo y luego sobre la panza y luego sobre el techo.
Una de las cabritas cae a unos cien metros del accidente. Otras dos están aplastadas y retorcidas, y la cuarta está paralizada en medio del desastre, con la boca ladeada como si la hubiesen sorprendido mascando tabaco. El Chusco es un rayón en la carretera.
El coche aún se mueve como un cubo de hielo sobre una mesa y se para al chocar suavemente contra un árbol, humeando y por fin callándose.
El pastor emite un gemido y dice el nombre de su perro.
Se lleva las manos a la cabeza. De repente, todas las cabras están gimiendo como él.
Se acerca a la carretera y la cabrita que sigue viva se larga de allí muy rápido, como si el amo hubiese querido pegarle.
El Chusco es una estela de pelo y sangre tan negra y sucia que parece que lleve dos días muerto. El pastor cierra los ojos y mira el coche. Aprieta los dientes y se acerca.
Hay una mujer al volante, con las piernas pegadas a la barbilla, boca abajo, y la mano del hombre asoma por la ventanilla aunque el resto de su cuerpo está más atrás. El hombre infla una pompa de sangre que no termina de romperse. La mujer no se mueve, retorcida como una pelota.
El pastor realmente no siente un odio concreto hacia esas personas, a pesar de que hayan matado a su Chusco y sus cabritas. Comprende que ha sido una imprudencia por su parte y por la de ellos. Cosas que pasan, como un rayo en un árbol seco. Como una mala apendicitis.
Cosas que pasan cuando una cañada se cruza con una carretera.
Podría pararse a atenderlos, quedarse cerca mientras llega otro coche, alguien con un teléfono móvil, una ambulancia. Podría incluso mirar si puede ponerle un torniquete a alguno.
Pero entonces seguramente tendría que hablar con los que llegaran. Le preguntarían cosas, su nombre, qué ha pasado, si se encuentra bien. Y pensar en ello le hace sentirse vacío.
No se hizo pastor para hablar con las personas; para eso podría haber seguido dando clases en el instituto, optar quizá a una cátedra, y llevar una vida cómoda en la ciudad, como cuando su mujer aún vivía.
Si se hizo pastor y tomó la cañada fue precisamente para no hablar más con las personas.

concursoderelatos
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  • 14 de Junio de 2011 a las 20:02

HACIA LA LIBERTAD

 

 

—¿Izquierda o derecha?

—No lo sé. Párate un poco y miro el mapa.

—¿Mapa? Prohibidos los mapas. Ahora  de lo que se trata es de tomar una decisión rápida, sin pensar.

—Derecha entonces.

—Vale.

—¿Por qué giras a la izquierda si te he dicho derecha?

—Porque sí.

 

Esa misma mañana habían tomado la decisión de viajar. Mientras desayunaban, Aurora comentó que le apetecía cambiar de aires y, sin mediar mucha más conversación, se vieron en el coche con una maleta ligera y con el camino emprendido.

Acababan de empezar sus vacaciones. Tenían mucho tiempo para disfrutar. Eso pensaban.

 

            —Mierda, hay atasco.

            —Si hubieras ido a la derecha como te dije…

             —¿Y qué más da? Tampoco sabes cómo está la otra carretera, lo mismo está más atascada que ésta.

            —Lo que digo es que, si vas a hacer lo que quieras, no preguntes.

            —Que no, tonta. Ha sido una travesura, pero ya te hago caso.

            —Da la vuelta entonces y cogemos el otro camino.

            —¿Ahora? ¿Tú sabes la que montaríamos? No hombre, no. Si eso, en el siguiente cambio de sentido.

            —¿No ves?

            —No ves, no. Una cosa es una cosa y otra hacer el loco. Ahora nos toca aguantarnos aquí un rato, tampoco pasa nada.

            —Pues vale.

 

La única condición que se pusieron para el viaje fue ir sin rumbo predeterminado. Estuvieron de acuerdo en que lo que mejor sale es lo que no se ha planeado. Cuando tuvieran hambre pararían a comer, cuando se cansaran se detendrían a reposar, si veían algo que les gustara se tomarían el tiempo necesario para disfrutarlo. Cuando tuvieran sueño, aparcarían y dormirían sin importar si era en una cama o en el coche.

 

            —El rato va para dos horas.

            —Ya. Esto no es normal. Habrá habido un accidente o algo.

            —Seguro. Por eso hace más de una hora que no viene ningún coche de cara. Podríamos haber dado la vuelta sin correr riesgos y sin hacer que los corriera nadie.

            —Claro, como soy Marcelino el adivino… ¿Yo qué sé si van a venir coches o no? Lo mismo empiezan a venir ahora todos juntos.

            —Me puedo bajar, irme al otro lado e indicarte.

            —Espera un poco, si esto ya tiene que estar casi solucionado.

            —Tengo hambre.

 

Se abastecieron de buena música. Ropa muy cómoda, calzado gastado y perfectamente amoldado a sus pies. Una gran sonrisa y a disfrutar de su libertad, porque eso era aquel viaje: una muestra inequívoca de que eran realmente libres. Como siempre desearon, como al fin habían logrado.

           

            —¿Quieres una coca-cola caliente? Las patatas fritas ya se han acabado.

            —No. No quiero nada.

            —No te enfades conmigo. Yo te dije que fueras a la derecha.

            —Ya lo sé. Me lo has dicho unas cincuenta veces.

            —Seis por cuatro veinticuatro… doscientos cuarenta entre cincuenta… serían cuatro… casi cinco. ¡Qué exagerado eres! No te lo he dicho cada cinco minutos.

            —Bueno, pues cada siete entonces.

            —No es verdad. Te lo habré dicho, como mucho, dos o tres veces.

            —Tienes razón, estoy exagerando. De hecho ni lo habías mencionado hasta ahora.

            —¿Y vamos a darnos ya la vuelta o esperamos otras cuatro horas?

            —No vamos a darnos la vuelta, ¿vale? Está prohibido girar aquí y además no me sale de los cojones dar la vuelta.

            —Eso, págalo ahora conmigo. Lo que me faltaba…

 

Nada, excepto su voluntad, los detendría. Tiempo para ser ellos, para reencontrarse con su propio ser, para dejar de ser las piezas de un complicado puzle que día tras día los atrapaba. Estaban seguros: esos días de vacaciones les darían aliento para soportar buena parte de los que les esperaban en adelante.

 

            —Y digo yo… que me voy a bajar a estirar las piernas. ¿Puedo?, o tampoco.

            —Sí, baja si quieres, pero no salgas del arcén. ¡Ni te alejes demasiado!

            —No, me quedo por aquí cerca. Voy a avanzar un poco a ver si me entero de algo.

            —Vale.

 

Cuando se montaron en el coche ambos pensaron lo mismo, que eran uno. Se querían y maduraban al unísono. Ese viaje era la mejor muestra. Sí, el amor verdadero existía y nada podría romperlo. Ellos lo estaban viviendo en primera persona.

 

            —Nada. A esto no se le ve el principio ni el fin. Hay coches tanto hacia adelante como hacia atrás y no se ve dónde acaban. Nadie sabe lo que ha pasado.

            —Voy a poner la radio. Igual dicen algo.

            —La tienen puesta los demás y no han dicho nada en ninguna emisora.

            —Pues vaya.

            —¿Nos damos la vuelta?, por favor.

            —¿No ves que nadie se la ha dado? No seas pesada. Es peligroso ponerse a maniobrar aquí.

            —Llevamos más de seis hora aquí parados. Por favor.

 

Les habían hablado de lo duro de la convivencia. Les habían advertido que los roces y las diferencias llegarían. Les habían avisado de que la luna de miel no era eterna.

Tonterías. Nada había cambiado desde que se vieron por primera vez y sintieron ese pinchazo agudo en la boca del estómago. Porque incluso en eso coincidieron. Este viaje lo confirmaría.

 

            —Yo me voy.

            —¿Cómo te vas a ir?

            —Andando. Ya estoy hasta las narices de estar aquí.

            —Tú estás tonta. ¿Cómo te vas a ir andando? Estamos a más de treinta kilómetros de casa.

            —O das la vuelta o me voy. Ya encontraré algún sitio en el que pasar la noche si veo que no llego, pero yo no me quedo más aquí.

            —Anda, cállate y deja de decir tonterías.

            —Lo que tú digas. Hasta luego.

            —¡¿Pero qué haces?! ¿Quieres volver? Bueh… ya volverás.

 

Media hora más tarde, puso el coche en marcha. Como pudo, inició la maniobra para cambiar de sentido. No fue fácil, apenas había margen entre el coche que tenía delante y el que se situaba detrás. Al fin lo consiguió. Por el retrovisor vio que otros muchos automóviles imitaban su decisión.

             

            —Sube.   

            —Vete a la mierda. No quiero.

            —Venga, no hagas el gilipollas. Sube.

            —Que no quiero, que tires.

            —Que subas.

            —Pues me llevas a casa de mi madre.

            —Si, hombre… lo estaba yo pensando ahora mismo.

            —Pues tira, entonces.

            —No me toques los cojones… que me voy.

            —Dátelos por tocados porque yo no subo.

            —¿Quieres dejar de hacer el imbécil y subir?

            —Que ya te he dicho que no. Que te vayas.

            —Pues me voy. Anda y que te den.

            —¿Más? Adiós, muy buenas.

 

Subió la ventanilla y pisó el acelerador. Emprendió el camino de vuelta a casa en soledad. Aurora siguió caminando.

           

 

 

           

 

 

 

           

 

 

 

 

 

 

 

 

 

concursoderelatos
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  • 14 de Junio de 2011 a las 21:47

GREYHOUND: CAMINO A LAS VEGAS

Que el malvado abandone su camino
Y el hombre perverso, sus pensamientos;
Que vuelva al Señor, y él le tendrá compasión,
A nuestro Dios, que es generoso en perdonar.
Isaías 55:7

Partió de Los Ángeles a las ocho y cuarto, con el sol matutino del verano lamiendo el techo metálico del Greyhound. Eran ya las once, y el autobús del galgo había efectuado todas sus paradas previstas: El Monte, Claremont y Barstow, donde pararon a comer y estirar las piernas unos treinta minutos. Mick se dirigió al asqueroso baño del local, y allí tuvo la tentación de continuar con sus matanzas. Mick odiaba a los hispanos; le ardían las tripas cuando se topaba con alguno de ellos. Casi todas sus víctimas lo eran; la mayoría mexicanos, aunque no se entretenía a preguntar por su nacionalidad. Se pidió un café y un trozo de pastel de manzana. Con el rabillo del ojo observaba a los demás compañeros de viaje. La mayoría eran hispanos. También había algunos jóvenes europeos en busca de aventuras, y un par de parejas deseosas de que un Elvis Presley de pacotilla les uniera en matrimonio. Desde que Mick se montó en aquel autobús, no había pronunciado ni una palabra, ni siquiera para pedir su comida a la camarera; se hizo entender a base de gruñidos e indicando con los dedos. Su lengua debía de estar seca. Antes de acabar su segundo café, el conductor del bus avisó a los pasajeros de que la media hora había finalizado: Las Vegas les esperaba en menos de tres horas.


Mick no tenía sueño, a pesar de que llevaba veintitrés horas sin dormir. No se quitaba de la cabeza las palabras de su última víctima, una joven guatemalteca recién llegada a Los Ángeles en busca de una oportunidad. Y no encontró ayuda, sino el seco escalofrío de la navaja de Mick rasgando su piel y destrozando su estómago. Pero antes de morir, aún tuvo tiempo para decirle a su asesino: “el Señor esté contigo”. Mick hacía demasiado tiempo que había abandonado a Dios. Sus padres le dieron una educación cristiana. Llegó incluso a confirmarse, y no había domingo que no pisara su parroquia� de New Jersey. Pero treinta años después, su camino estaba muy alejado de la del Señor. Y nadie le incitó a ello; fue una decisión propia, dando cada vez un paso hacia el lado, saliéndose de la ruta correcta para entrar en la vía demoníaca en la que llevaba instalado dos décadas. Todo empezó con aquel compañero de habitación en su residencia universitaria: Tobías. De padres mexicanos, pero nacido en New Jersey, como él. Los peores sentimientos ya le habían poseído, y la relación entre los dos era pésima. No había día en la que no tuvieran alguna disputa. El hispano era notablemente superior a él en todos los aspectos, y aquello le hacía odiarle más. La envidia le penetraba poco a poco, y un día, sin pensarlo si quiera, le clavó un cuchillo por la espalda mientras estudiaba. Tobías dejó de existir. Y él se libró de una condena gracias a su amigo Jim, quien le preparó una coartada perfecta.


Mick y Jim formaron una pareja lúgubre. En cuanto pudieron, escaparon de New Jersey y de sus vidas y se instalaron en Los Ángeles. Montaron un�negocio y les fue suficientemente bien. Jim se casó; Mick no era capaz de durar más de seis meses con la misma mujer. Jim tuvo tres hijos, y a pesar de la amistad que tenía con Mick, no le hizo padrino de ninguno de ellos. Antes de que el rencor pudiese separarles, un cáncer de hígado se ocupó de ello. Jim murió cinco años atrás, y su esposa huyó de Los Ángeles y de Mick. Se había quedado solo en el mundo. Aquello le conllevó caer en la bebida. La unión del alcohol y sus miedos hizo que la navaja afilada formara parte de su vida como un órgano vital más. Él ya había matado, sabía lo que era mirar a los ojos de alguien que se está desangrando y alejándose de la vida. Pero antes lo hacía por alguna causa, por repugnante que fuera. En ese momento no necesitaba más causa que el color de la piel de su víctima. En cinco años se había convertido en el mayor asesino en serie de la ciudad, aunque la policía tardó en atar cabos y unir todos esos casos sin aclarar.


Cuanto más mataba Mick, más podrido estaba. Pero él no era capaz de reconocer el olor de su ser. De todas las personas que había matado en Los Ángeles, la última chica era la única a la que había tratado. Hacía dos meses que Dolores había sido contratada como camarera del bar habitual de Mick, frente a su negocio, que cada vez iba peor. No le hizo ninguna gracia que una hispana le sirviera sus cervezas, pero su culo estaba demasiado acostumbrado a sentarse en los taburetes de aquel bar. Dolores era una joven preciosa. Llegó con veinticinco años a Los Ángeles, dispuesta a comerse el mundo. Quería ser actriz, y buscaba su oportunidad en la ciudad de las oportunidades. De poco importaba su experiencia en seriales televisivas en Guatemala; en Los Ángeles sólo era una más de las miles de aspirantes. Y no le importaba, sabía que tenía que ser paciente y trabajar en lo que fuera antes de que su agente le llamara para algo importante. Para Dolores, Mick era uno más de sus clientes habituales, hasta que una noche éste no supo parar de beber y cayó desplomado al suelo. Era la hora de cerrar y no dudó en llevarle al hospital. Ese día Mick había mezclado unos calmantes con la excesiva cerveza. Dolores le hizo compañía el tiempo que estuvo ingresado. No le importó demasiado, en su apartamento compartido no había nadie que le esperara, tan sólo dos putas que la llamaban Dolly y que no sabían nada de ella. Cuando Mick abrió los ojos, su primera visión fue la mano izquierda de Dolores, que estaba apoyada en el colchón. Tardó unos segundos en reconocerla, y unos segundos más en reconocerse. La chica le dedicó una amplia sonrisa cuando se dio cuenta de que Mick ya estaba despierto. Pasó la noche a su lado sin saber apenas su nombre, sabiendo tan sólo que le gustaba la cerveza Miller. No hubo casi conversación entre ellos; ni siquiera le dio las gracias por su compañía. Mick tardó una semana en volver a pisar el bar. Dolores llegó incluso a echarle de menos. No sentía por él la más mínima atracción física, pero había algo decadente en él que le hacía compadecerse de él. Ella era muy religiosa, y tenía debilidad por la gente que sufría. Tenía claro que Mick sufría, a pesar de su aspecto de hombre duro, y pensaba que estaba más desorientado en Los Ángeles que ella misma.


Dos semanas más tarde, Dolores le convenció para quedar una tarde de domingo. Por encima de la belleza de ella, para él estaba el color de su piel. Sabía que la odiaba por ello, pero sin saber por qué, le dijo que sí, y acudió a la cita en las colinas de Griffith Park. Sacarle una frase entera a Mick de su boca era tan difícil como hacer regurgitar a una boa. Para Dolores ya era un éxito que respondiera con síes y noes, por eso le sorprendió cuando encontró un tema de conversación que le hacía hablar sin limitaciones, y este tema era Dios. Quizás Mick no tenía saliva durante su viaje a Las Vegas por toda la que había gastado el día anterior despotricando sobre Dios con Dolores. Con la vena del cuello hinchada, defendió que la maldad prevalecía sobre el poder de Dios, que Dios era un ser o un concepto caduco, que si alguna vez existió, nunca había pisado Los Ángeles. Dolores defendió sus argumentos adquiridos tras varios años siguiendo el camino neocatecumenal. Ella le estaba hablando como jamás nadie lo había hecho. Se disponía a recitarle los versículos de Isaías cuando, de forma instintiva, sin saber por qué, quizás preso del miedo a sí mismo, Mick sacó su navaja y se la clavó a Dolores a la altura del estómago. La noche se había hecho en la colina mientras ella se desangraba, y mirando a su asesino, ella le espetó: “el Señor esté contigo”.


Escondió su cuerpo en un matorral. Había hecho eso muchas veces, pero esta vez fue diferente: sintió tristeza cuando se fue alejando de ella. Cogió un taxi y se dirigió a su casa. Allí metió en una maleta varias prendas de vestir y todo el dinero que escondía y corrió a la estación de autobuses. Compró un billete de ida a Las Vegas, quizás por ser el lugar más cercano al infierno. Pasó la noche al raso y pensando. Sabía que acabaría siendo detenido. Dolores no era una víctima más; tarde o temprano la policía acabaría por descubrir su vínculo, acabarían dando con él, y él necesitaba tiempo, no para huir, sino para abandonar su camino, el mismo que le había convertido en un ser despreciable; abandonarlo y volver al del Señor. Le quedaba poco tiempo, pero lo intentaría, porque por primera vez sintió la necesidad de ser perdonado.

concursoderelatos
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  • 15 de Junio de 2011 a las 11:54

EL GATO Y EL RATÓN

Pablo sacaba un trocito de lengua y fruncía el seño muy concentrado ante aquella complicada tarea.

- ¡Menudas tonterías joder! – exclamó enfadado tirando el lápiz a un lado.

Se le acercó la amable educadora social de su residencia y con un gesto delicado le puso de nuevo el lápiz entre los dedos y lo miró amorosamente.

- Vamos Pablo, no seas tan refunfuñón.

Bueno, sólo sea por María, pensó Pablo.

Sus ojos volvieron al papel y a la búsqueda de ese camino que debía unir al gato y al ratón.

Sus pensamientos hicieron la analogía correspondiente y pensó en su mujer; María. Había muerto un par de años atrás de un repentino ataque al corazón pero no había día que no pensara en ella. En esos momentos recordó cómo jugaban a perseguirse por aquellos senderos de Dios, cómo él la cogía, la estiraba�en el�suelo con delicadeza, la besaba suavemente e incluso, cómo alguna vez se atrevía a pasar su mano por aquellas robustas pantorrillas.

Levantó la vista un segundo y vio aquellos rostros arrugados, alicaídos por el peso de los años y tranquilos. No había prisa, allí ninguna y aquello le ponía muy nervioso a Pablo. ¿Dónde estaban aquellos espíritus? Parecía que habían abandonado aquellos cuerpos entumecidos hacía ya tiempo. Estaba casi seguro de que a ninguno de ellos se le levantaba el miembro, cosa que a él no le ocurría. Casi cada noche se masturbaba y siempre pensando en su adorada María. Cuando las enfermeras marchaban y cuando su compañero Emilio empezaba con sus habituales ronquidos, Pablo sonreía agradecido esperando el mejor momento del día. Cerraba los ojos, pasaba su envejecida mano por sus partes y veía a María.

En aquel maltrecho camino que separaba sus hogares, Pablo se llevaba a María hacia el bosquecillo y la atrapaba entre unos de aquellos enormes robles y su cuerpo. María respiraba acelerada esperando aquellos besos pasionales de su chico y eso a Pablo le aceleraba el pulso.

Pablo sacaba su pene y empezaba su sesión de sexo...

Sus manos subían la falda de María, sus dedos recorrían sus muslos, notaba su humedad, los lamía lascivamente mientras miraba a su amada fijamente. Un día, María dio el paso y tocó a Pablo. Primero con timidez, pero en unos minutos estaba tan desbocada de deseo como él. Pablo se desabrochó el pantalón y se bajó los calzoncillos. María soltó un pequeño gemidito al ver su pene erecto y se asustó un poco.

Pablo se lamía los labios, se los mordía y continuaba masturbándose rememorando cómo desvirgó a su querida y deliciosa María.

La tumbó en el suelo con cuidado, le abrió las piernas y se puso encima de ella apoyando las manos en la tierra. Su pene buscó el sexo de María e intentó entrar pero aunque ella estaba muy húmeda no consiguió penetrarla. Ambos se miraron asustados, pensando que quizás no hacían algo bien. Pablo tomó el mando de la situación y la besó, la acarició de nuevo y casi sin darse cuenta volvió a intentar introducirse dentro de ella. Y lo logró. María exclamó un gritito y él se movió con sumo cuidado, despacio y con mucha ternura. Poco a poco aceleraron el ritmo e hicieron el amor sintiendo un gran placer.

Pablo acababa habitualmente viendo la carita de su mujer cuando empezó a gozar con aquellas sacudidas.

Al terminar, él siempre acariciaba sus largos cabellos en silencio y ella respiraba apaciblemente encima de su pecho.

Y ahora, buscando el dichosito camino no entendía cómo podía haber acabado todo así: ¡sin ella, entre esas blancas paredes y haciendo esas tonterías!

- ¡Pamplinas! – volvió a exclamar en alto.

El resto lo miraron un instante y volvieron a lo suyo.

- ¡Sumisos, que sois todos unos sumisos de la leche! – gritó Pablo asqueado.

La encantadora educadora se dirigió hacia Pablo.

- Pablo, Pablo, estás un poquito nervioso, llamaré a Ana que te traiga una pastilla, ¿te parece?

Me parece que debería callarme porque si no me quedaré sin María esta noche.

Pero los pensamientos de Pablo llegaron tarde y respondió como un cohete a la educadora.

- ¡Me parece todo una mierda, eso es lo que me parece! Llevo una puta hora buscando el cojonudo camino este y…y creo que no existe, que es una de vuestras tretas para tenernos como corderitos, quietos y callados, así no damos guerra y vosotras podéis estar hablando del polvazo que os metieron anoche…

- Pablo, por favor, tranquilízate. ¡Ana!

¡Mierda! Ya no se libraría de tomar la pastillita de marras. Ana les hacia abrir la boca para comprobar que se la habían tragado, era un bruja. El medicamento hizo efecto en él. Se sintió perezoso, lento de mente y sin ganas de nada. Dejó el lápiz y se quedó mirando el gato y el ratón, y el camino, observó el camino. Un hilito de baba le caía por la comisura de sus labios marchitos mientras sus entristecidos ojos encontraron la solución al estúpido enigma. Pero no se movió ni sus dedos quisieron hacer más. ¿Serviría de algo? Bah.

concursoderelatos
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  • 15 de Junio de 2011 a las 20:49
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concursoderelatos
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  • 15 de Junio de 2011 a las 21:07

Chicho

����� Para ser un escarabajo de bosque Chicho era más bien pequeñajo. Por ello siempre andaba jadeante corriendo detrás de sus hermanos, que recogían el néctar más sabroso de las florecillas del sotobosque y le dejaban a él las sobras, cuatro gotas en las flores más marchitas. Pero por ello, también, se conformaba y no se quejaba nunca. Cuando había insinuado algo sobre la conducta poco elegante que tenían con él, las gruesas y temibles pinzas del mayor de aquellos energúmenos le habían hecho comprender que lo más sensato era permanecer callado.

����� Pero últimamente comenzaba a estar harto. Harto de que la tomasen con él y su tamaño. Harto de que le hiciesen rodar aquí y allá como una pelota, entre burlas y risas. Harto de que, cada vez que encontraba una sabrosa larva y se disponía a comerla, llegase uno de sus hermanos y le dijese: “Pequeñajo, te vas a ir de aquí cagando leches...”. Harto de aquella broma que le había gastado la naturaleza poniendo una inteligencia y un sentimiento elevado en un mínimo exoesqueleto de queratina como el suyo. Harto de ser el más débil de la familia, en una palabra.

����� Llevaba varios días dándole vueltas a una idea en su cabecita. En ocasiones, oculto bajo una gran hoja o en el interior de una madriguera abandonada, meditaba sobre su situación y sobre cómo�ponerle remedio. Y poco a poco había ido naciendo en su mente una ilusión, un proyecto. ¡Se marcharía para siempre de aquel bosque! ¡Dejaría aquel lugar y a sus despreciables y odiosos hermanos y no volvería jamás! Buscaría lejos de allí un lugar distinto donde los animales fuesen como él, sensibles y educados.

����� Con esos pensamientos estaba aquella noche, ensimismado, cuando algo de lo que hablaban sus hermanos le hizo prestarles atención. El que hablaba era Zafio, aquel grandullón medio inútil, al que no paraban de tomar el pelo con bromas y chistes, sin que él llegase a percibir que hacían mofa y se reían a su costa. Comentó, como el que no quiere la cosa, que había oído decir a unos abejorros trashumantes que lejos del bosque había lugares donde abundaba el alimento y el agua limpia corría sin prisa junto a verdes orillas con suelos cargados de orugas.

����� —¿Eso te han dicho, Zafio? ¿Y te lo has creído?
����� —¿Por qué no iba a creerles? Se les veía muy viajeros y muy sabios, no sé si me explico... Me han dicho que para llegar a ese lugar tan chulo basta con viajar algunos días en la dirección en que se pone el sol.
����� —Se han quedado contigo, tío.
����� —Que no, que no. Que se han marchado volando.
����� —¿Volando? Claro, así se entiende. Esos puñeteros abejorros zumbando y agitando sus alas pueden volar por encima de los árboles y viajar largas distancias sin inconvenientes. Pero nosotros no podríamos hacer ese viaje. Mas allá de los límites de nuestro territorio, de nuestra aldea, el bosque se hace denso y peligroso. Raíces enormes, montañas de hojas muertas y restos de ramillas forman un territorio habitado por arañas asesinas, culebras y otros bichos muy peligrosos. No, no se puede salir de nuestra aldea. Hacerlo es entregarse a una muerte segura.
����� —¿Queréis decir? No sé, a mí no me dan miedo las serpientes. Más de un bicho de esos anda ahora con la huella de mis pinzas en su cuerpo. Y en cuanto a las arañas asesinas yo me las meriendo como si nada. ¡Y están buenas, hermanos! ¡Ya lo creo! ¡Me encantan las arañas asesinas!
����� —Mira, Zafio, es inútil. Aunque lograses vencer a cuanto bicho hallases a tu paso no podrías alcanzar nunca ese lugar del que te han hablado los abejorros. Sencillamente porque un espeso bosque rodea nuestra aldea y no hay un solo camino para irse de aquí.
����� —¿No hay caminos?
����� —No, no los hay. Y sin camino no hay viaje. ¿Lo entiendes?
����� —Vale, vale. No hay camino. Nos quedamos aquí.
����� —Pues claro, hombre. Y pensándolo bien, ¿quién querría ir a un lugar que posiblemente esté lleno de asquerosos abejorros zumbadores?
����� —Yo no, desde luego. Tenéis razón. Como siempre, tíos.

����� “Yo sí”, pensó el pequeño Chicho, recostado en un rincón sobre unas hojillas secas.

����� Aquella noche meditó y maduró un plan. Andaría hacia el extremo de la aldea y aguardaría hasta que se dejase ver algún abejorro viajero. Y cuando eso ocurriese le plantearía su deseo de marcharse de allí y le pediría si podía llevarle con él. Sabía que algunos abejorros eran lo bastante grandes para llevar cargas más pesadas que su insignificante cuerpecito de escarabajo de bosque. Por otro lado, había conocido algún que otro abejorro y siempre le habían parecido buena gente...

����� Durmió plácidamente y soñó que se veía recostado en una suave y verde hoja-hamaca, libando dulce néctar al atardecer, en un hermoso lugar muy distinto del bosque.

����� —Chicho, despierta, gandul.
����� —¡Ay! ¡Ya va!

����� Chicho salió despedido por los aires cuando dos de sus hermanos, cogiendo las hojas de su lecho, las levantaron bruscamente. Cayó junto a un arbolillo y se frotó los ojos. Amanecía un nuevo día. Si todo salía como había previsto aquel sería su último día en la aldea. Bebió de una gotita de rocío que se ocultaba en la sombra y buscó en los agujeros que algunos animalillos dejaban en el suelo, para recolectar una buena ración de pulgoncillos. Y una vez acabado su desayuno comenzó a caminar con aire tranquilo y natural. Pasó junto a sus hermanos, que perdían el tiempo jugando a sus brutos y estúpidos juegos. Se alejó todo lo rápido que pudo. No deseaba que, como ocurría a menudo, aquellos energúmenos le hiciesen formar parte de sus distracciones.

����� Llegó un momento en que el espeso sotobosque le indicó el final de su territorio. A partir de allí un sinnúmero de matas espinosas y una ingente cantidad de ramillas muertas, hojarasca y raíces medio enterradas configuraban un territorio oscuro y temible. Y desde luego, Zafio podía comer arañas o atemorizar a las culebras, pero a Chicho aquel terreno le parecía muy peligroso.

����� Pasaron las horas. Llegó el mediodía. Luego la tarde. Y ni rastro de los abejorros.

����� Comenzó a declinar el día y cuando Chicho, triste y decepcionado, se disponía a regresar al centro de la aldea, desde el interior de aquel negro y terrible sotobosque le llegó algo como un rítmico BRRUMMMM—BRRUMMMM. Y algo como unas voces parecía acompañar a aquel sonido.

����� ¿Qué podía ser aquello que se oía no demasiado lejos de allí? Chicho, que era muy curioso y un poquitín imprudente, todo hay que decirlo, decidió averiguarlo y avanzó con cuidado un par de metros. El sonido y las voces estaban allí mismo. Apartó una cortina de hojas y les vio. Era como una hilera o procesión de unos curiosos insectos que iban caminando. Se les acercó y vio que había de todo, adultos y niños, familias enteras que con paso tranquilo se dirigían a Dios sabe donde.

����� Uno de aquellos pequeños insectos, que iba jugando con una ramita que blandía como si fuese un afilado y venenoso aguijón, se le acercó.

����� —Buenas tardes, señor.
����� —Buenas tardes. ¿Eres una hormiga?
����� —Psssttt... no exactamente. Soy una termita. Y me llamo Nano.
����� —Yo soy un escarabajo de bosque. Y me llamo Chicho.

����� El pequeño terme miró a Chicho incrédulo.

����� —¿Un escarabajo de bosque? ¿Tan chiquitín?
����� —Supongo que algún día creceré...
����� —Yo también creceré... ¡Ya voy, mamá! Oye, mis padres me llaman. Tengo que irme, Chicho.

����� A Chicho, de súbito, le pasó una idea por la cabeza.

����� —¿Puedo ir con vosotros, Nano?
����� —Guai... ven. Te presentaré a mi familia.

����� Chicho miró hacía atrás por un instante. Allá quedaba su aldea, sus hermanos, su pueblo. Suspiró e hizo algo que, en un escarabajito, sería como encogerse de hombros. Y corrió detrás de Nano hacia un lugar donde, desde la procesión de hormigas, una termita alta y delgada les llamaba agitando las antenas.


����� Poco después el enjambre hizo un alto para descansar y pasar la noche. Y Chicho, junto a Nano, mientras su madre preparaba una cena – a la que había sido alegre y generosamente invitado – subió a lo alto de una raíz rugosa que se elevaba a más de un metro del suelo. Les acompañaba Noa, la simpática hermanita de Nano, que desde el primer momento había adoptado a Chicho (“¿Puede quedarse con nosotros, papá, mamá? ¿Puede? ¡sí, sí!”).

����� —¿Cuántos sois? – preguntó Chicho, señalando a la larguísima hilera de termes que se perdía en la lejanía.
����� —¡Millones!
����� —No digas tonterías, Noa. Somos cinco o seis mil, más o menos. Nuestra tía abuela, la reina, se equivocó un día con un huevo y crió una nueva reina. Como es natural no caben dos reinas en un termitero. De modo que nos dividimos en dos enjambres. Y ahora vamos en busca de un lugar donde edificar uno nuevo. Seguramente más allá del bosque.

����� Chicho estaba admirado. Y no acababa de entenderlo. Sus nuevos amigos, su familia adoptiva, viajaban sin problemas a través del bosque. ¿Cómo lo hacían si en el bosque no había caminos? Aquello tenía que aclararlo.

����� —Nano, explícame una cosa.¿Cómo podéis viajar por el bosque? No hay caminos en el bosque, y sin camino no hay viaje. O al menos eso dicen mis hermanos.

����� La pequeña Noa se tapó la boca para que Chicho no pensase que se reía de él. Pero la verdad es que la seriedad de aquel escarabajito diciendo aquellas cosas le resultaba muy graciosa.

����� —Mira, Chicho, nuestro enjambre. Delante de todos están mis primos, los guías. Ellos saben a donde hemos de ir. Los demás nos limitamos a seguirles. ¿Y ves? Nosotros, caminando a lo largo del bosque, somos el camino. Por allí donde pasamos, eso es el camino. ¿Es lógico, no?

����� De pronto Chicho lo comprendió. ¡Qué torpes y estúpidos sus hermanos! “Si no hay camino, no hay viaje”, decían. No tenían ni idea, los pobres. No hace falta camino si sabes a dónde quieres ir. Tú mismo eres el camino, tú haces el camino. ”Se hace camino al andar”, pensó Chicho.

����� Y aquella noche, cenando con su nueva familia, nuestro joven escarabajo de bosque se sintió maravillosamente feliz.

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  • 16 de Junio de 2011 a las 3:54

CAMINITO DE JEREZ

No es que fueran a la cárcel ni que estuvieran cantando ninguna canción de los años treinta, simplemente sucedía que una riada inmensa de turismos y, sobre todo, motocicletas, estaba dirigiéndose al circuito de Jerez.

En uno de esos turismos viajaba, sola, Yolanda. La Yoli, como la conocían en el barrio sus amigas y amigotes varios. Pero hoy no era la Yoli, no. Hoy era Yolanda. Con este nombre se presentaba a un chico cuando éste le gustaba. Y a eso iba: a conocer a un chico, aunque sólo fuera viéndole desde la grada.

Yolanda estaba perdidamente enamorada de un joven motociclista llamado Marcos, quien en los últimos tiempos estaba haciéndose famoso por sus grandes logros sobre vehículo de dos ruedas. En la foto que portaba Yolanda y que miraba cada vez que la caravana se detenía, Marcos estaba sonriente y muy apuesto. Tenía cara de niño bueno y unos ojos tan negros como el petróleo del que provenía el combustible que hacía andar su moto.

La caravana no era tanta y a los pocos minutos Yolanda se encontraba sentada en la grada para desde ella poder ver a su héroe. Pero nada transcurrió como tienen que transcurrir las cosas en el mundo del motor para que exista un desenlace feliz.

Se nubló antes del inicio de la carrera. Luego comenzaron a caer unas gotas. Fue en ese preciso instante cuando Yolanda vio por primera vez a su ídolo. Él estaba mirando su moto junto a la parrilla de salida. Aún quedaban unos minutos para que las luces verdes se encendieran, pero Marcos se puso el casco. Yolanda se sintió fustrada: tanta emotividad había vivido los días antes para sólo verle la cara -y de lejos- apenas unos instantes.

La carrera comenzó y con ella también una intensa lluvia. En unos segundos el asfalto del circuito quedó muy mojado y, por lo tanto, peligroso para los motociclistas. Marcos cayó en la primera curva, al final de la recta de meta.

Yolanda se sintió fatal. Ahora Marcos abandonaría la carrera y dejaría de verle. Pero no, no abandonó, al menos por el momento. Se levantó, puso la moto en pie y reinició la marcha. Era el último. Y lo fue durante unas cuantas vueltas, hasta que volvió a caer. De nuevo en la misma curva. La moto parecía intacta pero, sin embargo, Marcos estaba dolorido.

Una ambulancia llegó enseguida al lugar de la caída. Yolanda se puso muy nerviosa. Desde la lejanía de la grada apenas podía saber nada. ¿Estaría Marcos bien? ¿Tendría alguna herida? Como una auténtica fan, como una loca, descendió a toda prisa por las escaleras de las gradas hasta la valla junto al pavimento del circuito. Había una puerta metálica. La abrió y accedió al mismísimo asfalto. Un hombre de seguridad intentó retenerla, pero corrió y corrió hasta su amado.

Cuando llegó, la lluvia cesó al tiempo que él se levantaba algo dolorido, aunque no mostraba signos de tener nada realmente importante. Yolanda le preguntó si estaba bien antes de que los sanitarios pudieran hacer algo. Marcos, que nada más verla notó que era una fan, se quitó el casco y sonriendo le dijo que sí. Varios agentes de seguridad se acercaban a toda prisa a la escena. Yolanda no quería quedarse sin hablar más con Marcos. Quería saber cosas de él, quería ligárselo, aunque fuera en aquellas circunstancias, pero tal era su enamoramiento.

Cogió la moto, la puso en pie y le dijo a Marcos:

-¡Vámonos!

-¿A dónde? -preguntó él, incrédulo.

-A donde sea.

-Anda sube -dijo Marcos, sabiendo que conseguir algún punto en la carrera de hoy era ya imposible.

Se montaron en la motocicleta. Marcos dio gas y enfilaron por una gran puerta para emergencias bajo una grada ante la mirada de auténtico asombro de propios y extraños.

Se hayaron en el vial de acceso a la autopista. Marcos detuvo la moto.

-Que sepas que te he hecho caso porque eres muy guapa -espetó, a modo de encandilamiento, recordando los consejos de sus amigos, quienes la noche anterior le habían animado a hacer más caso a sus fans y a intimar con ellas para tener sexo cuando quisiera.

-Vaya, eso seguro que se lo dices a todas.

-Que bah, tonta. Sólo a ti, y porque has venido a socorrerme.

-Si no tienes nada, picarón.

Yolanda había pasado de ser la enamorada a la enamoradora. Y Marcos, de ser un motociclista famoso, a un chico que quería ligar.

-¿Quieres conocer un sitio muy bonito? -preguntó él.

-¿Cuál?

-¿Quieres o no?

-Venga, vamos -dijo Yolanda, sonriendo e imaginando una jornada romántica.

Marcos la llevó a un bosque cercano lleno de pinos, robles y hayas. Detuvo la moto en un ramal. Se quitó el casco. Yolanda no, pues no había llevado, pero sí se colocó los pelos. La velocidad se los había revuelto y había hecho también que la melena castaña ondeara al viento.

-¿Y ahora qué hacemos? -preguntó impaciente, bajándose de la moto.

-No te bajes, vamos a seguir.

La carretera acababa y comenzaba un camino que se dividía en dos. Por la derecha el bosque seguía igual de frondoso y bonito; en cambio, por la izquierda había árboles secos y plantas muy raras y se adivinaba un paso tétrico.

-Vamos por la derecha.

-De eso nada, vamos por la izquierda, que mola más -replicó Marcos-. Además, por la derecha no se puede ir... ¿no ves que hay un tronco?

-Es verdad.... -dijo ella, tocándolo. El tronco era tan grueso y tan grande, que iba a ser difícil moverlo.

Así pues, por la izquierda tiraron. Aquel era un lugar que para nada invitaba a hacer el amor. Marcos pensó que quizá debía haberla llevado a un hotel -dinero le sobraba para ello- pero ya era tarde para arrepentirse.

El camino estaba lleno de piedras, era estrecho y es por esto que apenas podía correr con la moto. A una velocidad muy lenta lo atravesaban cuando, al poco de adentrarse en él, observaron una curiosa escena a la izquierda. Apartadas del camino había unas mujeres dando a luz. No una, no, varias.

-¡Vámonos, vámonos! -dijo rápidamente Yolanda.

Y continuaron la marcha, asustados.

Más adelante, a la derecha del camino, había otra escena: varios niños jugando. Reían, corrían y saltaban. Eran felices. No parecía nada del otro mundo. Marcos y Yolanda prosiguieron la marcha.

Unos metros más adelante, otra escena. Esta vez eran jóvenes haciendo el amor. Era como una orgía. Eso sí, cada uno con su pareja. A Marcos y Yolanda les dio vergüenza quedarse allí y marcharon enseguida.

Más allá había, esta vez a la izquierda, unos hombres arrastrando unas grandes piedras. Unos que parecían sus jefes les daban cada poco con un látigo. Varios de los arrastradores de piedras tenían las espaldas al aire y llenas de arañazos y moratones.

Un poco más adelante había otra escena horrible: decenas de cadáveres puestos sobre la hierba de un prado esperaban ser enterrados en los hoyos que ya estaban preparados para la ocasión.

-¿Pero qué sitio es este, Marcos?

-No sé... Hacía tiempo que no venía por aquí. Antes todo esto era muy bonito..., y toda esta gente no estaba.

-¿Qué demonios significa todo esto?

-Quizá sea la vida del hombre, representada en varias escenas...

-No creo, Marcos. Esto tiene que ser de alguna secta o algo.

-Es la vida del hombre representada en varias escenas... -repitió Marcos- Por eso no podíamos ir por el camino bueno, el bonito, sólo podíamos tirar por este porque...

-Porque la vida es así de dura -concluyó Yolanda, como aceptando lo que el motorista le decía.

-Eso es -dijo Marcos.

Se hizo una pausa. Luego Yolanda habló:

-Mira Marcos, será mejor que me lleves de vuelta al circuito. Déjame en el aparcamiento.

-¿En el aparcamiento?

-Sí, allí tengo mi coche.

Ambos entendieron que no había sido buena idea todo aquello, que lo mejor habría sido que Yolanda no hubiera ido al circuito, ni que hubiese corrido a socorrerlo cuando había caído en aquella curva, ni que él aceptase «fugarse» con ella a este bosque tan tétrico. «La vida es así», pensó Marcos, resignado.

Luego regresaban por la carretera a sus vidas de antes de todo este despropósito, regresaban, él con el casco puesto y ella no, con la melena al viento. Regresaban al circuito, a sus vidas de antes, que eran las de todos los mortales. Iban caminito de Jerez.

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  • 16 de Junio de 2011 a las 12:07
Sobre bueyes y yugos

“En la ruta a la Gran Ciudad siempre hay un carro al que poder subirse”, pensaba el joven mientras se acercaba al enorme carruaje que estaba parado en la cuneta. Había dos hombres a su lado: el primero, enorme y de aspecto humilde y bobalicón, soportaba la agria diatriba del otro, un tipo bajito y regordete que vestía de manera ostentosa y absurdamente recargada.
- ¡Buenos días, señores! –les saludó con una amplia sonrisa, mientras se acercaba-. ¿Puedo…?
Antes de saber cómo, el joven se encontró hablándole al cañón de un enorme mosquetón que le apuntaba a la cara. Detrás, el tipo bajito lo miraba con aire amenazador.
- Si venís a robar –le espetó-, os habéis equivocado de presa.
- No, no… -se apresuró a responder el joven-. Soy un comerciante y artesano que se dirige a la Gran Ciudad. Les vi y pensé que quizás necesitasen ayuda.
El bajito pareció pensar durante un segundo.
- ¿Sabríais arreglar una rueda rota?
- Podría intentarlo.
- Adelante pues. Podéis proceder –añadió con un gesto altivo mientras guardaba la gran arma en su chaquetón-. Os permitiré acompañarme como pago a vuestros servicios. Estos caminos son, a menudo, peligrosos.
Dicho lo cual, se arrellanó a la sombra de un árbol y se puso a introducirse en la nariz pequeñas cantidades de un polvillo que sacaba de un minúsculo cofre rebozado de piedras preciosas.
El joven lo miró de arriba abajo y se dirigió hacia el gigantón.
- Hola. Me llamo Artisán. ¿Y usted?
El hombretón pareció encogerse.
- Sier… Siervo –balbuceó.
- ¿Siervo? Curioso nombre.
El otro se encogió de hombros, atribulado.
- Está bien… ¡Siervo! Necesitaríamos levantar el carro con algo –dijo inspeccionando la rueda dañada. Después echó un vistazo a la gran montaña de objetos que iban en la caja-. Pero antes... ¡Vaya!
Artisán se apartó cuando Siervo levantó el carro a pulso.
- Es usted fuerte –murmuró Artisán, asombrado.
- ¿Así está bien? –preguntó el hombretón, disimulando una sonrisa tímida.
- Creo que sí, amigo.
Un par de horas más tarde, el enorme carromato se dirigía de nuevo a su destino. El hombre bajito iba montado en el pescante, protegido del sol por un techo de tela. Artisán caminaba al lado del carro, soportando como podía la cháchara hueca y fanfarrona de Duque, que era como se llamaba el pequeño hombre, sobre cacerías y fastuosos banquetes. Siervo tiraba del vehículo con paso firme y constante, la espalda encorvada y la cabeza gacha.
Los ojos de Artisán se detenían en uno y en otro mientras lanzaba fugaces miradas a la carga que transportaban: una montaña de objetos de escasa utilidad e incalculable valor.
- Tiene ahí una gran fortuna –comentó el joven.
Duque lo miró de reojo, frunciendo el ceño.
- ¿Acaso es usted comerciante?
El hombrecillo bufó.
- ¿Acaso os parezco un comerciante? ¿Tengo aspecto de comerciante?
- No… perdón, yo… no…
- Esto que veis es tan sólo mi equipaje. Lo imprescindible.
Artisán dudó al observar la cabeza de un enorme reloj de pie que asomaba entre los bártulos.
- Pues es una pena que no sea usted comerciante. Tiene una magnífica carga con la que hacer buenos negocios. Yo mismo…
- No es necesario que sigáis, jovencito –le interrumpió, tajante-. No me interesan vuestras actividades. Además, esta conversación empieza a aburrirme.
Dicho lo cual, alzó la barbilla y fijó la vista al frente, dando por zanjada la cuestión.
Artisán hizo lo propio, no sin antes echar un vistazo a un cofrecillo que asomaba por entre un montón de telas de seda.
Al caer la noche, Siervo montó el campamento: una gran tienda de lona para Duque y un humilde jergón junto al fuego para él. Cocinó y sirvió el conejo que Duque cazó gracias a su mosquetón y su sorprendente puntería, y se sirvió una generosa ración de gachas para él.
Al amanecer, Siervo se levantó y recogió el campamento en silencio para no molestar el sueño de Duque, que apareció, con el sol ya alto, por la puerta de su tienda con un hambre voraz y exigente que no conocía espera ni modales. Mientras el hombrecillo devoraba con ansia un gran desayuno, el gigantón se movía con diligencia recogiendo la enorme tienda y cargando todos los bártulos en el gran carruaje.
Artisán asistió a aquella danza durante varios días con una idea germinando en su cabeza.
Una mañana, se acercó a Siervo antes de que el pequeño hombre se levantase.
- Siervo, ¿está usted contento con la vida que lleva junto a Duque?
El otro se encogió de hombros, confuso.
- ¿Por qué le sirve de esa manera? ¿No se da cuenta de que está abusando de usted?
De nuevo, encogimiento de hombros.
- Usted es más fuerte, más grande, ¡no necesita a ese tirano para nada! Merece usted ser libre.
Siervo abrió sus pequeños ojillos, bizqueando.
- ¿Libre? –murmuró.
- Sí, libre. Libre para ir dónde quiera, para no tener que tirar del carro de ningún déspota, libre para elegir su destino. Acompáñeme a la Gran Ciudad, lejos de la tiranía de ese enano. Libérese. Rebélese. ¡Escape!
- Libre –repitió, extasiado-. No puedo –añadió, torpemente, agachando la cabeza.
- ¿Por qué?
- Bueno… Duque… Yo…
- ¿Desde cuándo sirve usted para él?
Siervo se encogió de hombros.
- ¿Por qué lo hace? Le trata mal, le obliga a trabajar, a obedecer sus caprichos, a cargar con sus trastos inútiles. ¡Ni siquiera le paga!
- ¿Pagar?
- ¿Lo ve? Es usted un esclavo, mi amigo.
Siervo frunció el ceño.
- Quizás va siendo hora de que deje de serlo. Si quiere, yo puedo ayudarle.
Y, diciendo esto, se levantó apoyándose en el inmenso hombro del gigante y lo dejó con sus pensamientos.
Durante varios días, el hombretón estuvo silencioso y taciturno. Artisán casi podía escuchar los engranajes de su cabeza mientras se esforzaba por digerir las palabras del comerciante.
- ¡Tú, estúpido! –le gritó Duque un día, desde el pescante de su carruaje-. Aprieta el paso o no llegaremos nunca.
Tras una pausa, el carruaje se detuvo.
- ¿Qué haces, idiota?
Siervo se giró y le dirigió una mirada cargada de odio.
- No soy tu esclavo –masculló.
- ¿Cómo… cómo te atreves? –farfulló éste con el rostro encarnado. Y, con un rápido gesto, echó mano de su mosquetón-. Muévete o te vuelo esa hueca cabezota que tienes sobre los hombros.
Siervo se encogió un poco. Después, le dedicó una fugaz mirada al rostro preocupado y apremiante de Artisán. Luego, como si se empequeñeciera, agachó un poco la cabeza.
- ¡Adelante, mula! –se carcajeó Duque con estrépito.
Entonces, Siervo, con un feroz movimiento, le agarró por un tobillo y, volteándolo como a un muñeco, lo golpeó contra el suelo, primero hacia la derecha, luego hacia la izquierda; a la derecha otra vez y a la izquierda de nuevo. Después, lanzó el pequeño cuerpo roto contra los árboles al borde del camino, donde se estrelló, cayó al suelo y quedó inerte.
Artisán, que había asistido al rápido suceso, atónito y horrorizado, miraba a Siervo que, pasmado, contemplaba los restos del hombrecillo.
- Ya está –sentenció, por fin.
- Vaya… -suspiró el joven, tembloroso.
- Es lo que me dijiste, ¿no? –dijo el gigante, dubitativo-. Que me liberase.
- No, bueno… Sí, le dije que se rebelase pero no que… ¡en fin!
- No había otro modo.
- No sé… Yo me refería quizás más al diálogo, pactar nuevas condiciones…
- No se me da bien hablar –murmuró.
- Ya lo he visto… Sea como sea, estoy orgulloso de usted –Siervo agachó la cabeza, complacido-. ¿Y qué hará ahora?
El hombretón pareció pensar unos segundos.
- No lo sé –concluyó.
- Es usted libre. Puede ir adónde quiera.
- ¿Sí? –preguntó, poco convencido.
- Claro.
- ¿Qué harás tú? –preguntó, tras varios segundos de vacilación.
- Seguiré mi camino a la Gran Ciudad.
- Ah…
- ¿Quiere acompañarme?
- ¡Vale! –respondió el gigante, más animado.
- Podemos llevarnos el carro –propuso el joven-. Vale una fortuna, ¿lo sabía?
- No.
- Así es. Y, en realidad, podríamos decir que le pertenece por derecho.
- ¿De verdad?
- Digamos que… es el pago a una vida de trabajo –respondió, con una amplia sonrisa.
Siervo sonrió a su vez.
- Nunca lo hubiera hecho sin ti –pareció pensar unos segundos-. Así que supongo –añadió-, que la mitad es tuya.
- ¡Oh, no quisiera…!
- Insisto –aseguró.
- Bueno, si eso le complace…
Comenzaron a caminar, tirando del carro juntos.
- ¿Sabe? –preguntó Artisán, al cabo de un rato-. Convendría hacer un inventario de lo que hay. Para poder hacer un reparto equitativo –añadió, hablando con dificultad por el esfuerzo.
- ¿Un inventario?
- Sí... Consiste en contar lo que tenemos y valorarlo para determinar qué parte le corresponde a cada uno.
- No se me dan bien las cuentas –respondió el gigante al cabo de un rato.
- Yo podría... Es decir, si no le importa...
- ¿Harías eso por mí? –preguntó Siervo.
- Claro.
- Muy bien –dijo, alegre, deteniéndose, y con un gesto casi cariñoso, levantó al joven sin esfuerzo y lo puso en el pescante-. Hazlo mientras nos movemos.
Y, con una amplia sonrisa, reemprendió la marcha, silbando una torpe melodía.
Artisán se secó la frente perlada de sudor. Contempló los músculos del gigante que se tensaban bajo la ropa y sintió una mezcla de miedo y compasión. Después miró el contenido del carro y sus labios se ensancharon en una gran sonrisa.
- Me encantan los negocios –murmuró mientras se arrellanaba en el pescante del carruaje.
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  • 16 de Junio de 2011 a las 13:37

Cañada real

Veinticuatro terneras, tiene cojones, se escaparon del camión de Fermín mientras paró a dormir un rato en un área de servicio de la autovía. Seguro que algún cabrón ecologista había soltado a los animales mientras él cumplía, a la fuerza ahorcan, con el tacógrafo. No podría haber sido de otra manera. Las puertas no parecían forzadas, vale, pero aún sin los cierres bien echados él había llevado ganado sin problemas; los bóvidos suelen quedarse quietecitos cuando cae la noche o pasados los cien por hora. Por si acaso, Fermín se aseguró de denunciar la desaparición de las llaves en cuanto echaron el freno de mano al coche de la benemérita.

La verdad es que nunca se esclareció del todo cómo, pero el caso es que la puerta trasera se abrió sin intervención humana. Uno de los animales, se teorizó, patearía con tanta suerte de soltar el cierre mal cerrado. Tras ver la luz, de las farolas, este mesías pelirrojo salió y el resto, seguidistas como buenos herbívoros sociales,� fueron tras el líder que las guió autovía arriba.

Lucía fue la primera víctima. El afilado coche, al girar hacia la izquierda, se encontró con el trasero de la vaca que resbaló por el morro hasta incrustarse, parabrisas mediante, en la cabeza de la conductora.

Quien dio parte a la guardia civil en primera instancia, fue Roberto. Habiendo parado en el arcén, a meterse un poco de despertar vía nasal, vio al grupo de chuletones ambulantes dirigirse de frete hacia su coche. En un arrebato de civismo llamó a la mencionada autoridad que en principio no le creyó, y que se quedó sin más explicaciones cuando quiso saber más, no ya sobre los animales, sino sobre el propio Roberto.

Al comprobar que realmente había animales sueltos y potencialmente peligrosos se puso en marcha el operativo. No debía de ser complicado cortar el tráfico, encontrar las vacas y reconducirlas a un lugar seguro donde reembalarlas y darles su merecido final.

La inicial fila, más o menos india, que apenas ocupó un arcén y medio carril, ahora corría esparcida por las dos calzadas. Cada nuevo coche agitaba más la formación. Ya fueran las luces frontales que hacían a un lado la vanguardia y deslumbraban a las segundas filas, terminando en algún caso en batalla cuerpo metálico a cuerpo astado, ya fueran los frenazos e impactos sónicos por retaguardia, que encogía el pelotón y lanzaba animal contra animal, provocando algún tropiezo que intentaba ser esquivado con pericia de campanero en algún momento.

Las llamadas por la radio no paraban. Fermín tomaba nota mental de las posibles bajas entre el ganado a cada informe que escuchaba desde el asiento trasero del todoterreno que le llevaba al cuartelillo para, serán cabrones, completar el informe. Al llegar un sargento bostezón le hizo pasar a una sala que más bien parecía de interrogatorios.

Tarde, como suele suceder con las mangas verdes, y no muy bien, se concretó el plan. Se pudo cortar el tráfico, no sin alguna palabra más alta que otra por parte de los que se veían obligados a esperar o dar la vuelta. Con varias patrullas, en ambos sentidos, se consiguió reunir a las rebeldes, al tiempo que se avisaba a los servicios de emergencia para que intentaran recoger los daños colaterales de la escapada y se libraba del sufrimiento a sus artífices.

El sargento regresó por Fermín para informarle de la que le iba a caer encima por dejar escapar al ganado. Su puta madre, la cosa era chunga: había muertos. Un buen marrón. Como fuera, el somnoliento no soltaba prenda de las cabezas que habían acorralado, ni cuantas se habían perdido.

Nadie se dio cuenta de un grupo, tal vez el de las más listas, tal vez el de las más vagas, que se saltó el protocolo de la alfombra negra y, campo a través, continuaba libre y a un ritmo más propio del vacuno que gusta de pastar hierba fresca. Serían las más sibaritas, porque seguramente fue el olor del césped regado a la luz de la luna lo que las condujo a un campo de golf próximo.

Fermín se dio con un canto en los dientes al recuperar poco más de una docena de vacas. Improvisaron un embudo con los coches patrulla y los quitamiedos; instalaron vallas formando un pasillo hasta el camión; usaron luces y cláxones, craso error, para mover la masa pelirroja; improvisaron lazos con sogas y cadenas... El resultado fue agotador. No todos los animales aceptaron la propuesta. Alguno saltó los endebles muros de metal, o embistió un coche, o una vez dentro del camión comenzó a cocear. Al final, el cansancio, los nervios, o el aburrimiento aprobaron el uso de la fuerza y no se tuvo más miramiento con los que se obcecaran en no pasar por el cuadrilátero de la puerta del camión y otras tantas vacas acabaron con los sesos deconstruidos.

El olor del césped resultó una engañifa: demasiado corto. Tal vez al punto para cabras u ovejas, pero no para ellas. La tierra prometida resultó ser una ilusión, así que siguieron caminando, más por hacer algo que por otra cosa. Se podría pensar que lo hicieron llevadas por el placer que el ejercicio recién descubierto les causaba. Al fin y al cabo habían pasado su vida hacinadas en la granja de engorde y apenas paseaban lo justo para controles veterinarios o para subir al camión que las llevaría Dios sabe dónde. No tener el camino marcado y hasta poder levantar el morro hacia el cielo, ese gran desconocido, sería para nosotros motivo suficiente para seguir la marcha. Pero, vamos a ver: que son terneras, no personas.

Estando la carretera aún cortada a la espera de que los jueces de guardia levantaran los cadáveres humanos, que los cuadrúpedos ya llevaban un rato echados en la cuneta, apareció la prensa. A un lado hubo poco que grabar: las luces azules de los guardias o las ámbar de los sanitarios. Al otro extremo estaba lo bueno: el camión de Fermín justo antes de que se marchara y algún cabeza de turco de última hora, aún expuesto sobre un capó.

El caso es que al amanecer nuestro último reducto de libertad vacuna llegó a un pueblo. Y claro, vuelta a empezar. Porque los pueblos ya no son lo que eran y hoy día en muchos es raro ver vacas por unas calles no menos atestadas de coches que en las ciudades. Así, entre gritos, pitidos, frenazos, carreras y golpetazos llegaron a la plaza y ahí encontraron algo de calma en la fuente de la plaza, flanqueados por la iglesia, el ayuntamiento y los principales bares del lugar.

Estaba claro que las putas vacas no iban a dejar de dar por el culo. El cuerpo armado no había terminado de recoger el estropicio en la autovía y ya tenían que salir pitando para el jodido Villamegta (nombre falso, no quisiera ofender a ningún pueblerino). Y es que Villamegta no tenía categoría suficiente para tener cuartel propio, ni presupuesto para un municipal. Aunque sí gente muy apañá. Cuando llegaron los refuerzos oficiales, la milicia cerraba el sitio de la plaza donde las terneras resistían bien pertrechadas de agua y la hierba de unos jardines mal cuidados, también por falta de presupuesto.

Fermín y el guardia que le escotaba, tuvieron que dar media vuelta a medio camino del matadero, había que joderse otra vez. En llegando al pueblo, los animales del camión, que después de rendir armas habían estado muy tranquilos, se conoce que olieron a los suyos y comenzaron a pezuñear. Fermín notó la vibración y aceleró, la velocidad amansa a las fieras. Pero nada, tuvo que decelerar e ir con cuidado porque el pataleo fue creciendo cuanto más cerca del las terneras libres estaban. Al detener el motor, se hizo el silencio. El silencio previo a la tormenta.

En lo que se organizaba el ingreso en el camión de la cúpula rumiante, uno de los miembros cautivos mugió. Nadie le dio importancia hasta que el mugido, por largo de más, llamó la atención de todos los bípedos que estaban por allí. En realidad los animales iban mugiendo uno tras otro, a veces dos, a veces tres al tiempo, de modo que sonaba como un mugido sostenido. Las terneras que habían tomado la plaza comenzaron a responder. Una por una, con un muuuu largo, al que seguía otro muuu largo. Luego, unas y otras, mugieron de forma caótica (vamos: como suelen hacer las vacas, qué coño). Las fuerzas racionales decidieron que había llegado el momento y, esta vez de forma más acertada aunque no del todo limpia (tanto andar debe de revolucionar el vientre), todo el ganado volvió al camión del que nunca debió salir.

Cuando Fermín finalmente entregó la carne en la central de procesmiento, mientras los animales volvían a correr por el pasillo recto que sus amos bien les procuran, aún tuvo que aguantar los chistes de los matarifes: que si le iban a regalar un candado nuevo, que si menos descargar porno y más vigilar la carga, que si con muchos como él la ternera no la iban a poder pagar ni los ricos, que si patatín, que si patatán… Todo mofas a costa de Fermín, incluso rozando lo desagradable habiendo muertos de por medio(pero es que el humor negro español, es muy negro). La cosa terminó poco antes de que la última res bajara corriendo del camión.
—Jajaja…
—Bueno, al menos de éstas saldrán hamburguesas más ricas.
—¿Y eso?
—¿No ves que han bajado flechadas? Estas se creen que van a escaparse otra vez.
—¿Y?
—Coño, es como la carne de lidia. Tiene el sabor especial que le da la lucha; estas van a dar hamburguesas sabor a libertad —las risas se disparan de nuevo y, por primera vez, no contra Fermín.
—Vaya cosas tienes: la carne es carne.
—Yo sé lo que me digo.
—Y yo me marcho ya —remata Fermín—, que me espera un civiluco.

Veinticuatro terneras, ni una menos, fueron conducidas, con más diligencia y sin salirse del camino marcado, desde el abrevadero vacuno al humano mientras Fermín firmaba la entrega de las que ni él, ni muchos otros, olvidarían. Algo es algo.

concursoderelatos
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  • 16 de Junio de 2011 a las 13:39

Rectas y curvas



Juan recorre con un dedo el borde del vaso distraídamente, está pensando que ya tiene cuarenta y tantos años, poco pelo y sigue siendo el impaciente de siempre. Frente a él está Fernando, pequeño, regordete y de apariencia feliz, que le mira valorando si le está diciendo la verdad o se trata de una broma.

-�� �Tú, desde luego, no has pensado bien lo que dices – acaba de decirle
-�� �Puede que no, pero estoy decidido: me marcho.
-�� �¿Te marchas? Y a dónde vas, si puede saberse.
���� -��� Eso aún no lo tengo claro, pero desde luego me voy y no volveré.�������������� �
-�� �¿Y que dice Elena de todo esto?
-�� �Ella no sabe nada y no se enterará hasta que yo esté lejos.
-�� �¿Qué dices? Estás loco, definitivamente. ¿Y a dónde dices que vas?
-�� �No lo se, lo he decidido hoy mismo pero ya lo había pensado antes, lo de Aguirre ha sido definitivo. No aguanto más, necesito cambiar mi vida.

No mira a su amigo sino que recorre distraídamente la barra del bar donde una mujer toma un café, no puede apartar la vista de su hermoso culo rellenando el diámetro del asiento como si fuera un bizcocho en su molde. Las piernas torneadas, con medias negras y zapatos de alto tacón, asoman por debajo del taburete. Podría acercarse a ella y entrarle a ver si hay suerte. Nunca, desde que está con Elena, ha hecho semejante cosa.


A esas horas no hay tráfico, mira a lo lejos y ve el granero escondido entre la bruma y un poco más lejos el campanario de la iglesia. Ha decidido salir pronto y ya ha recorrido unos cuantos kilómetros. Levanta el pie del acelerador, va demasiado deprisa. Un ciclista pedalea afanosamente con la cabeza cubierta con un sombrero de paja y las piernas de los raídos pantalones sujetas con una especie de aretes. En el campo los tractores empiezan a trabajar. Las campanas, ahora más cerca, desgranan la hora y Juan conduce para llegar a ninguna parte, pero lejos.



Elena le miraba con esa expresión tan suya que él aborrece. Está enfadada y se cepilla el pelo con furia, el espejo media entre su mirada y la de él.

-�� �Me ha despedido - ¡Por fin se lo ha contado! - estaba harto de objetivos y cifras, de tantos por ciento y de exigencias imposibles de alcanzar. Se lo he dicho a Aguirre esta mañana: odio tus metas cada vez más difíciles de conseguir� y que nunca te sientas satisfecho. Las cifras que me exiges son imposibles, sabes cómo están las cosas, nadie compra nada si no les financia algún banco. Además cada día hay más competencia, me paso la vida en la carretera visitando clientes, todo por esta puta crisis.

-�� �¿Que te ha despedido? ¿Qué te ha despedido?� ¡será cabrón!

-�� �Sí, me ha puesto en la calle cuando le he dicho que estoy hasta los cojones de poner la cara por él cuando las cosas se ponen feas y tragarme sus sapos envenenados.� Mira,� me he quedado a gusto.




A la derecha de la carretera la señal le avisa de que hay un restaurante cerca. Necesita tomar un café pronto para despejarse, la noche anterior apenas si ha dormido. En el aparcamiento unos cuantos camiones esperan. Decide poner gasolina, además se está meando y le duele la cabeza. La rubia que está sentada sobre el pretil, al fondo del negocio, cruza sus larguísimas piernas dejando entrever parte de sus muslos y algo más, tiene los tobillos finos y un hermoso escote.

-�� �¿Es a mí? – dice al ver la señal, volteando la cabeza por si hay alguien más detrás.
-�� �Si, ven aquí guapo ¿te apetece probar lo que ves, o tienes prisa?

La mujer habla con un fuerte acento eslavo.
-�� �
-�� �¿Qué dices? casi no ha amanecido y me duele la cabeza.
-�� �Si te la chupo se te pasará en un minuto. Lo hago muy bien.
-�� �No me tientes, porque voy muy caliente, pero no es por sexo precisamente.

Cuando entra en el bar echa una ojeada como si fuera alguien que huye buscando a sus perseguidores: hay tres hombres tomando café, uno lleva una toalla colgada al cuello, dudosamente limpia. El café es malísimo pero está caliente. Va tomando pequeños sorbos y sonríe pensando en� la cara de Elena cuando haya visto que no está; no le da pena, no tiene más que lo que se merece, cada día se parecía más a su jefe, la misma ambición y la misma actitud siempre insatisfecha.


Si la rubia sigue fuera a lo mejor le pide que le coma la polla, le vendrá bien relajarse un poco. Sí, ahí está, en el mismo sitio, masticando aparatosamente un chicle. Sonríe cuando le ve acercarse.

-�� �¿Has cambiado de opinión?
-�� �Si, ¿Donde lo hacemos?
-�� �Ven

Detrás de la gasolinera hay una terraza con setos y arbolillos,� le empuja contra la pared. Las manos de la mujer se mueven por su pecho, se introducen bajo el polo y su piel se encrespa. Es experta en soltar cinturones y en bajar cremalleras. Deja el chicle pegado en el muro mientras masajea su sexo suavemente, luego va bajando por su cintura, comiéndole a besos, hasta poner su boca en él. Piensa en Elena a horcajadas sobre él en la cama ¡Te jodes! piensa y se deja llevar por las oleadas de placer que suben por su vientre. La rubia tiene una lengua gruesa y húmeda y sabe moverla. Piensa en Aguirre pidiéndole más resultados y gritándole que si quiere lo tome y si no lo deje. ¡Que se joda! Está a punto, la rubia mueve ahora su lengua y sus labios más firme y rápidamente.



El sol le deslumbra, asoma brillante y pálido detrás de la niebla matinal, aún siente en sus piernas un ligero temblor; ha estado bien, piensa satisfecho, total por treinta euros. Se siente a gusto, atrás queda un mundo ya agotado,� sobado, ese que ha sido el suyo hasta ahora.

Un rayo rojizo se refleja en el parabrisas del camión que se cruza con él y al hacerlo resuena el claxon como un ladrido ronco y urgente. Juan da un giro a la derecha suavemente y se pega contra el arcén. No siente pena; en realidad no siente nada, Elena estará mejor con un hombre que le de lo que busca, tal vez vuelva con Rafa, siempre lo estaba diciendo: debía haberme quedado con él y no contigo. ¿Hay un ciclista ahí delante? No, es la señal de la parada del autobús ¿o una de tráfico marcando una curva? El sol se refleja y no consigue verlo bien.

Gira a la izquierda y de pronto se encuentra con el camión que se le viene encima. No tiene tiempo de mover el volante, todo el sol de la mañana se descompone en mil colores y luego un fortísimo dolor le taladra la cabeza. Juan
no comprende qué está pasando, alguien tira de él para sacarle de entre los hierros, el dolor es horrible, grita. Tiene mucho frío, un frío que le nace de los huesos y se pega a la carne. Hay un silencio extraño, ve el brillo del sol y siente el calorcillo en la cara; otras desconocidas asoman apuradas y le observan. Tiene que irse, ahora que ya se iba no puede parar. Oye el sonido de una sirena, parece salir de un túnel e ir acercándose como si fuera un tren o el metro. La luz, es delicada y suave, siente como si flotara en ella, ¡está tan a gusto!,� ese halo se desborda semejante a ligeras nubes de primavera, por una puerta abierta; una fuerza desconocida le empuja a sumergirse en ella.

concursoderelatos
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  • 16 de Junio de 2011 a las 20:00
��������������������������������������������������������������������������������������������� Por algo tan absurdo

Tras las lluvias, las obligaciones de cada estulano se multiplicaban. Cosechas por recoger, tejados por arreglar y un sin fin de quehaceres que mantendrían a todo el mundo ocupado hasta que el frío invierno los recluyese en sus casas de nuevo. Tanto trabajo necesitaba de otras tantas herramientas que el bueno de Nerve debería tener preparadas: clavos, martillos, azadas, guadañas y una larga lista de útiles para afrontar el verano. Todos los trabajadores de Estul se acercaban al taller de Nerve y pedían lo que necesitaban. Lo normal era obtenerlo al instante; y así debía ser.

Los primeros días de primavera de aquel año los estulanos acudieron en tromba en busca de Nerve y sus herramientas. Disponía de una pequeña reserva que le proporcionaría un cierto descanso; tenía suficientes clavos para abastecer a todo el pueblo tres veranos y herramientas suficientes para reconstruir Estul. No se preocupó demasiado y esperó que sus previsiones se cumplieran porque no le apetecía tener que trabajar durante esa época más de lo que hacía todo el año. Lustros de trabajar el metal le habían dado la experiencia para no equivocarse en sus cálculos. Todos los estulanos tenían herramientas suficientes para afrontar sus tareas y él tenía aún su reserva. Era escasa, pero suficiente para cubrir una eventual emergencia.

Era sabido por todos que el metal había forjado unas manos fuertes e increíblemente hábiles en Nerve. Eso lo convertía en un recurso usual para todo tipo de reformas y arreglos de mayor o menor importancia y dificultad que sus vecinos no dudaban en utilizar. Tenlo, movido por la curiosidad y su bastón roto, se acercó al taller de Nerve esperando encontrar alguien capaz de repararlo aunque lo único que encontró fue una puerta cerrada.

Castigarlo por no acudir a su trabajo sólo aumentaría el problema y traería un nuevo escándalo a la aldea que no estaba dispuesto a permitir. Quería creer en la posibilidad de que la ausencia de Nerve se debiese a algún motivo comprensible y en absoluto reprochable; necesitaba que fuera así. Y, aunque a su edad ya no le quedaba mucha fe, se decidió a esperar en el taller hasta que regresara creyendo quizás, como las madres de los jóvenes cazadores, que su espera acortaría el camino.

Era ya muy tarde cuando Nerve llegó de su viaje visiblemente agotado aunque con una esperanzadora y contagiosa sonrisa.

—Buenas tardes Tenlo.
— ¿Dónde has estado?
—Sin duda lo que debe preocuparte es cómo he estado, y te aseguro, amigo mío, que bien, muy bien.
—No debes ausentarte de tu lugar de trabajo durante tan largo tiempo. Podríamos necesitarte y es obligación tuya estar disponible.
—Vamos, Tenlo. Todo estulano tiene todas las herramientas que necesita.
— ¿Y quién arregla mi bastón?
— ¿No irás a decirme que has perdido varias horas aquí sentado por ese viejo bastón? Hace años que tendría que haber alimentado alguna hoguera.
—Es decisión mía poner fecha a su jubilación. Anda, trata de arreglarlo.
—Tranquilo, Tenlo. Otro remache no se notará. Te lo dejaré como lo tenías ayer, que dista mucho de dejarlo nuevo —acabó riendo.
—No me negarás que el bastón tiene su gracia.
—Yo no llamaría gracioso a un bastón con más cuerdas y clavos que madera.
—Quizás tienes razón, pero me ha sustentado demasiados años para que se merezca el castigo de la hoguera.
—Pues vamos a arreglarlo.
Ambos entraron al taller y Tenlo no dejaba de preguntarse el origen de la sonrisa de Nerve. Debatía consigo mismo si debía tildarla de maléfica o de absurda así que preguntó.

— ¿Vas a contarme qué has hecho hoy?
— ¿Quieres a caso la verdad?, ¿por simple que ésta sea?
—No me conformaré con menos.
—He paseado. He descubierto rincones maravillosos en los bosques.
—Me complace que sólo haya sido eso. Pero no deberías malgastar tu tiempo en aficiones tan cercanas a la estupidez.
—Dices que es estúpido observar la vida que nos envuelve. Espero que no sepas de lo que estoy hablando o no llegaría a entender el desprecio que le haces.
—Cierto, no he dispuesto en mi vida del tiempo necesario para malgastar de esa manera. Y tú no deberías tenerlo tampoco.
— ¿Vamos a malgastar ahora el tiempo discutiendo de eso?
—Por supuesto que no. Sólo pido que moderes tus ausencias.
—Así lo haré. Daré los mismos pasos por esos parajes que los que tú des por Estul apoyado sobre tu viejo bastón— dijo entregándoselo reparado.
—Tu trabajo no desmerece tu fama Nerve. Gracias.
—De nada. Ya sabes que éstas son mis obligaciones.

Nerve se dirigió a su casa mucho más tranquilo de lo que hacía Tenlo, que apoyado sobre su bastón y con una leve sonrisa, disimulaba el malestar que sentía por las nuevas irresponsabilidades de Nerve. La idea que corría por su cabeza no le hacía sentirse orgulloso, pero no podía ahuyentarla. Estaba dispuesto a hacer seguir a Nerve por sus paseos entre los bosques para descubrir que escondía tan extraña y sincera sonrisa. Era una solución que no seguía exactamente los principios que él defendía pero protegía la tranquilidad de los estulanos. Seguro que Ronzo estaría dispuesto a seguir a Nerve a través de los bosques alguna mañana para descubrir dónde se escondía.



Días después se reunieron Tenlo y Ronzo en un banco de la plaza como habían acordado el día anterior.

— ¿Y bien?
—Es completamente estúpido
— ¿Nerve?
—Sí, es estúpido, no ha hecho nada.
— ¿Qué quieres decir?
—Pues eso, que es estúpido. No ha ido a hacer apuestas al bosque de Cras, ni ha ido a buscar a alguna mujer. Ni siquiera ha ido a Barten como nos temíamos a comprar la compañía de alguna.
—No lo entiendo ¿En qué invierte su tiempo fuera del taller?
—En nada, está loco.
— ¿Como que en nada? Por favor, Ronzo. Soy anciano, pero no tonto. Algo habrá hecho todo el día.
—Te aseguro que no. Cuando ha salido de su casa esta mañana se ha dirigido al taller. Supongo que esperaba que alguien le viese hacerlo. Al poco rato ha salido de ahí con una bolsa en la espalda y ha salido de Estul sonriente.
—Lo seguiste, supongo.
—Para eso estaba ahí, para seguirlo. Pero no se dirigía a ningún lugar en concreto. A ninguno de los habituales por nosotros al menos. Iba al norte.
—Pero si ahí sólo hay los montes de Gasin. Sólo los cazadores encuentran una utilidad al viaje por aquellos parajes.
—Y no en esta época del año en que sólo se encuentran madres con sus crías. Ya te lo digo, está loco.
—Seamos cautos Ronzo, no juzguemos tan deprisa. ¿Hacia dónde ha ido?
—Eso es lo curioso. En ningún momento me ha parecido que siguiese una ruta. Parecía andar sin rumbo.
— ¿Pretendes decirme que sólo andaba?
—Sí. Sé que parece estúpido, pero simplemente andaba.
— ¿Y en ningún momento se detuvo?
—Sí, a menudo. Aún no era mediodía cuando se topó con un campo de amapolas. Fue ridículo, Tenlo. Empezó a correr y de pronto saltó.
— ¿Cómo que saltó? ¿A dónde?
—A ningún lado. Simplemente saltó. Al suelo, supongo. Saltó tan alto como pudo abriendo los brazos… fue como si quisiera volar. Y cuando cayó empezó a revolcarse mientras chillaba. Al principio pensé que de dolor, pero luego vi que sólo estaba riendo. Estaba feliz. Al principio me pareció completamente estúpido, pero se me contagió algo de esa felicidad por estúpida que fuera y se me escapó una sonrisa. Sufre de una locura rara, simpática, pero rara al fin y al cabo.
— ¿Y después?
—Siguió subiendo el monte y haciendo tonterías. Jugó un rato con unos cervatillos y se dio un baño en un lago. Quiso secarse tumbado al sol y se quedó dormido. Para cuando el azul del cielo volvía a anaranjarse volvió a ponerse en camino. Me dio la impresión que volvíamos a Estul pero lo hicimos por unos lugares distintos a la ida. ¿Sabes que desde la ladera norte de los montes se ve un lago inmenso?
—Mal lago aquel. Su agua es salada y propensa a alborotarse.
—Ese fue el último alto en el camino. Lo miró durante largo rato algo entristecido y melancólico. Cuando le dio la espalda al lago fue para empezar a andar y volver a Estul.
—No sé que le pasará a ese muchacho, mañana hablaré con él.


Tenlo se había asustado después de la conversación con Ronzo. Tenía la impresión de estar perdiendo a Nerve así que al día siguiente, sin querer esperar más, decidió hablar con él. Desde primera hora de la mañana lo estuvo esperando sentado en una piedra, medio escondido tras un árbol en el bosque de la cara norte de la aldea.

—Buenos días— le dijo forzando una sonrisa cuando por fin lo vio.
— ¿Tenlo? ¿Qué haces aquí?
—Buenos días, Nerve.
—Perdóname. Buenos días, Tenlo.
— ¿A dónde vas a estas horas?
—A pasear
— ¿No prometiste que moderarías tus paseos?
—Y eso hago. ¿Sería moderado privarme de ellos?
—Tendré que ser más inteligente hablando contigo o me vas a confundir.
—No sufras por ello, Tenlo.
—A eso me refiero. Que cada vez que hablo contigo dejo de sufrir. Temo que me estés engañando.
—Pues no se hable más. Dejamos la conversación aquí y sigues preocupándote. ¿Es eso lo que deseas?
—No, por supuesto que no. Sólo debo ser cauto para que no me engañe tu sonrisa.
—Eso sí que no pueden arreglarlo mis herramientas. Lamento que mi sonrisa no sea como un viejo bastón.
—Menos lamentos, Nerve. ¿A dónde te llevarán tus pasos hoy?
—Si lo supiese no sería necesario andarlos.
—Curiosa reflexión, sino fuera tan absurda.
— ¿Absurda?
—Sí, no te ofendas. ¿Qué sentido tiene el camino si no es el de llevarnos a algún lugar?
—Sólo el placer de descubrirlo, querido Tenlo. Sólo eso.